Rebelión en la granja
George Orwell
fragmento
I.
El
señor Jones, propietario de la Granja Manor, cerró por la noche los gallineros,
pero estaba demasiado borracho para recordar que había dejado abiertas las
ventanillas. Con la luz de la linterna danzando de un lado a otro cruzó el
patio, se quitó las botas ante la puerta trasera, sirvióse una última copa de
cerveza del barril que estaba en la cocina y se fue derecho a la cama, donde ya
roncaba la señora Jones.
Apenas
se hubo apagado la luz en el dormitorio, empezó el alboroto en toda la granja.
Durante el día se corrió la voz de que el Viejo Mayor, el verraco premiado,
había tenido un sueño extraño la noche anterior y deseaba comunicárselo a los
demás animales. Habían acordado reunirse todos en el granero principal cuando
el señor Jones se retirara. El Viejo Mayor (así le llamaban siempre, aunque fue
presentado en la exposición bajo el nombre de Willingdon Beauty) era tan
altamente estimado en la granja, que todos estaban dispuestos a perder una hora
de sueño para oír lo que él tuviera que decirles.
En un
extremo del granero principal, sobre una especie de plataforma elevada, Mayor
se encontraba ya arrellanado en su lecho de paja, bajo una linterna que pendía
de una viga. Tenía doce años de edad y últimamente se había puesto bastante
gordo, pero aún era un cerdo majestuoso de aspecto sabio y bonachón, a pesar de
que sus colmillos nunca habían sido cortados. Al poco rato empezaron a llegar
los demás animales y a colocarse cómodamente, cada cual a su modo. Primero
llegaron los tres perros, Bluebell, Jessie y Pincher, y luego los cerdos, que
se arrellanaron en la paja delante de la plataforma. Las gallinas se situaron
en el alféizar de las ventanas, las palomas revolotearon hacia los tirantes de
las vigas, las ovejas y las vacas se echaron detrás de los cerdos y se
dedicaron a rumiar.
Los dos
caballos de tiro, Boxer y Clover, entraron juntos, caminando despacio y posando
con gran cuidado sus enormes cascos peludos, por temor de que algún animalito
pudiera hallarse oculto en la paja. Clover era una yegua robusta, entrada en
años y de aspecto maternal que no había logrado recuperar la silueta después de
su cuarto potrillo. Boxer era una bestia enorme, de casi quince palmos de
altura y tan fuerte como dos caballos normales juntos. Una franja blanca a lo
largo de su hocico le daba un aspecto estúpido, y, ciertamente no era muy
inteligente, pero sí respetado por todos dada su entereza de carácter y su
tremenda fuerza para el trabajo.
Después
de los caballos llegaron Muriel, la cabra blanca, y Benjamín, el burro.
Benjamín era el animal más viejo y de peor genio de la granja. Raramente
hablaba, y cuando lo hacía, generalmente era para hacer alguna observación
cínica; diría, por ejemplo, que «Dios le había dado una cola para espantar las
moscas, pero que él hubiera preferido no tener ni cola ni moscas».
Era el
único de los animales de la granja que jamás reía. Si se le preguntaba por qué,
contestaba que no tenía motivos para hacerlo. Sin embargo, sin admitirlo abiertamente,
sentía afecto por Boxer; los dos pasaban, generalmente, el domingo en el
pequeño prado detrás de la huerta, pastando juntos, sin hablarse.
Apenas
se echaron los dos caballos, cuando un grupo de patitos que habían perdido la
madre entró en el granero piando débilmente y yendo de un lado a otro en busca
de un lugar donde no hubiera peligro de que los pisaran. Clover formó una
especie de pared con su enorme pata delantera y los patitos se anidaron allí
durmiéndose enseguida. A última hora, Mollie, la bonita y tonta yegua blanca
que tiraba del coche del señor Jones, entró afectadamente mascando un terrón de
azúcar. Se colocó delante, coqueteando con sus blancas crines a fin de atraer
la atención hacia los lazos rojos con que había sido trenzada. La última en aparecer
fue la gata, que buscó, como de costumbre, el lugar más cálido, acomodándose finalmente
entre Boxer y Clover; allí ronroneó a gusto durante el desarrollo del discurso
de Mayor, sin oír una sola palabra de lo que éste decía. Ya estaban presentes
todos los animales -excepto Moses, el cuervo amaestrado, que dormía sobre una
percha detrás de la puerta trasera-.
Cuando Mayor
vio que estaban todos acomodados y esperaban con atención, aclaró su voz y
comenzó: «-Camaradas: os habéis enterado ya del extraño sueño que tuve anoche. Pero
de eso hablaré luego. Primero tengo que decir otra cosa. Yo no creo, camaradas,
que esté muchos meses más con vosotros y antes de morir estimo mi deber
transmitiros la sabiduría que he adquirido. He vivido muchos años, dispuse de
bastante tiempo para meditar mientras he estado a solas en mi pocilga y creo poder
afirmar que entiendo el sentido de la vida en este mundo, tan bien como cualquier otro animal viviente.
Es
respecto a esto de lo que deseo hablaros. Veamos, camaradas: ¿Cuál es la realidad de
esta vida nuestra? Encarémonos con ella: nuestras vidas son tristes, fatigosas
y cortas. Nacemos, nos suministran la comida necesaria para mantenernos y a
aquellos de nosotros capaces de trabajar nos obligan a hacerlo hasta el último
átomo de nuestras fuerzas; y en el preciso instante en que ya no servimos, nos
matan con una crueldad espantosa. Ningún animal en Inglaterra conoce el
significado de la felicidad o la holganza después de haber cumplido un año de
edad. No hay animal libre en Inglaterra. La vida de un animal es sólo miseria y
esclavitud; ésta es la pura verdad.
»Pero,
¿forma esto parte realmente, del orden de la naturaleza? ¿Es acaso porque esta
tierra nuestra es tan pobre que no puede proporcionar una vida decorosa a todos
sus habitantes? No, camaradas; mil veces no. El suelo de Inglaterra es fértil,
su clima es bueno, es capaz de dar comida en abundancia a una cantidad mucho
mayor de animales que la que actualmente lo habita. Solamente nuestra granja
puede mantener una docena de caballos, veinte vacas, centenares de ovejas; y
todos ellos viviendo con una comodidad y una dignidad que en estos momentos
está casi fuera del alcance de nuestra imaginación. ¿Por qué, entonces,
continuamos en esta mísera condición? Porque los seres humanos nos arrebatan
casi todo el fruto de nuestro trabajo. Ahí está, camaradas, la respuesta a
todos nuestros problemas. Todo está explicado en una sola palabra: el Hombre.
El hombre es el único enemigo real que tenemos. Haced desaparecer al hombre de
la escena y la causa motivadora de nuestra hambre y exceso de trabajó será
abolida para siempre.
»El
hombre es el único ser que consume sin producir. No da leche, no pone huevos,
es demasiado débil para tirar del arado y su velocidad ni siquiera le permite
atrapar conejos. Sin embargo, es dueño y señor de todos los animales. Los hace
trabajar, les da el mínimo necesario para mantenerlos y lo demás se lo guarda
para él. Nuestro trabajo labora la tierra, nuestro estiércol la abona y, sin embargo,
no existe uno de nosotros que posea algo más que su pellejo. Vosotras, vacas,
que estáis aquí, ¿cuántos miles de litros de leche habéis dado este último año?
¿Y qué se ha hecho con esa leche que debía servir para criar terneros robustos?
Hasta la última gota ha ido a parar al paladar de nuestros enemigos. Y vosotras,
gallinas, ¿cuántos huevos habéis puesto este año y cuántos pollitos han salido
de esos huevos? Todo lo demás ha ido a parar al mercado para producir dinero
para Jones y su gente. Y tú, Clover, ¿dónde están estos cuatro potrillos que has tenido, que debían ser sostén y alegría de
tu vejez? Todos fueron vendidos al año;
no los volverás a ver jamás. Como recompensa por tus cuatro criaturas y todo tu
trabajo en el campo, ¿qué has tenido, exceptuando tus escuálidas raciones y un
pesebre?
»Ni
siquiera nos permiten alcanzar el término natural de nuestras míseras vidas.
Por mí no me quejo, porque he sido uno de los afortunados. Tengo doce años y he
tenido más de cuatrocientas criaturas. Tal es el destino natural de un cerdo.
Pero al final ningún animal se libra del cruel cuchillo. Vosotros, jóvenes cerdos
que estáis sentados frente a mí, cada uno de vosotros va a gemir por su vida
dentro de un año. A ese horror llegaremos todos: vacas, cerdos, gallinas, ovejas;
todos. Ni siquiera los caballos y los perros tienen mejor destino. Tú, Boxer, el
mismo día que tus grandes músculos pierdan su fuerza, Jones te venderá al descuartizador,
quien te cortará el pescuezo y te cocerá para los perros de caza. En cuanto a
los perros, cuando están viejos y sin dientes, Jones les ata un ladrillo al
pescuezo y los ahoga en el estanque más cercano.
»¿No
resulta entonces de una claridad meridiana, camaradas, que todos los males de
nuestras vidas provienen de la tiranía de los seres humanos? Eliminad tan sólo
al Hombre y el producto de nuestro trabajo nos pertenecerá. Casi de la noche a
la mañana, nos volveríamos ricos y libres. Entonces, ¿qué es lo que debemos
hacer? ¡Trabajar noche y día, con cuerpo y alma, para derrocar a la raza
humana!
Ése es
mi mensaje, camaradas: ¡Rebelión! Yo no sé cuándo vendrá esa rebelión; quizá
dentro de una semana o dentro de cien años; pero sí sé, tan seguro como veo
esta paja bajo mis patas, que tarde o temprano se hará justicia.
¡Fijad
la vista en eso, camaradas, durante los pocos años que os quedan de vida! Y,
sobre todo, transmitid mi mensaje a los que vengan después, para que las
futuras generaciones puedan proseguir la lucha hasta alcanzar la victoria. »Y
recordad, camaradas: vuestra voluntad jamás deberá vacilar. Ningún argumento os
debe desviar. Nunca hagáis caso cuando os digan que el Hombre y los animales
tienen intereses comunes, que la prosperidad de uno es también la de los otros.
Son mentiras. El Hombre no sirve los intereses de ningún ser exceptuando los
suyos propios. Y entre nosotros los animales, que haya perfecta unidad,
perfecta camaradería en la lucha.
Todos
los hombres son enemigos. Todos los animales son camaradas.
En ese
momento se produjo una tremenda conmoción. Mientras Mayor estaba hablando,
cuatro grandes ratas habían salido de sus escondrijos y se habían sentado sobre
sus cuartos traseros, escuchándolo. Los perros las divisaron repentinamente y
sólo merced a una acelerada carrera hasta sus reductos lograron las ratas
salvar sus vidas. Mayor levantó su pata para imponer silencio.
-Camaradas
-dijo-, aquí hay un punto que debe ser aclarado. Los animales salvajes, como
los ratones y los conejos, ¿son nuestros amigos o nuestros enemigos?
Pongámoslo
a votación. »Yo planteo esta pregunta a la asamblea: ¿Son camaradas las ratas?
Se pasó
a votación inmediatamente, decidiéndose por una mayoría abrumadora que las
ratas eran camaradas. Hubo solamente cuatro discrepantes: los tres perros y la
gata, que, como se descubrió luego, habían votado por ambos lados.
Mayor
prosiguió: -Me resta poco que deciros. Simplemente insisto: recordad siempre vuestro
deber de enemistad hacia el Hombre y su manera de ser. Todo lo que camine sobre
dos pies es un enemigo. Lo que ande a cuatro patas, o tenga alas, es un amigo.
Y
recordad también que en la lucha contra el Hombre, no debemos llegar a
parecernos a él. Aun cuando lo hayáis vencido, no adoptéis sus vicios. Ningún
animal debe vivir en una casa, dormir en una cama, vestir ropas, beber alcohol,
fumar tabaco, manejar dinero ni ocuparse del comercio. Todas las costumbres del
Hombre son malas. Y, sobre todas las cosas, ningún animal debe tiranizar a sus
semejantes. Débiles o fuertes, listos o ingenuos, todos
somos hermanos. Ningún animal debe matar a otro animal. Todos los animales son iguales.
»Y
ahora, camaradas, os contaré mi sueño de anoche. No estoy en condiciones de
describíroslo a vosotros. Era una visión de cómo será la tierra cuando el
Hombre haya sido proscrito. Pero me trajo a la memoria algo que hace tiempo
había olvidado. Muchos años ha, cuando yo era un lechoncito, mi madre y las
otras cerdas acostumbraban a entonar una vieja canción de la que sólo sabían la
tonada y las tres primeras palabras. Aprendí esa canción en mi infancia, pero
hacía mucho tiempo que la había olvidado.
Anoche,
sin embargo, volvió a mí en el sueño. Y más aún, las palabras de la canción
también; palabras que, tengo la certeza, fueron cantadas por animales de épocas
lejanas y luego olvidadas durante muchas generaciones. Os cantaré esa canción
ahora, camaradas. Soy viejo y mi voz es ronca, pero cuando Os haya enseñado la tonada
podréis cantarla mejor que yo. Se llama «Bestias de Inglaterra».
El
viejo Mayor carraspeó y comenzó a cantar. Tal como había dicho, su voz era
ronca, pero a pesar de todo lo hizo bastante bien; era una tonadilla rítmica, algo a medias entre «Clementina» y
«La cucaracha».
La
letra decía así:
¡Bestias
de Inglaterra, bestias dé Irlanda! ¡Bestias de toda tierra y clima!
¡Oíd
mis gozosas nuevas que cantan un futuro feliz!
Tarde
o temprano llegará la hora en la que la tiranía del Hombre sea derrocada y las
ubérrimas praderas de Inglaterra tan
sólo por animales sean holladas.
De nuestros hocicos
serán proscritas las argollas, de nuestros lomos desaparecerán los arneses.
Bocados y espuelas serán presas de la herrumbre y nunca más crueles látigos
harán oír su restallar.
Más
ricos que la mente imaginar pudiera, el trigo, la cebada, la avena, el heno, el
trébol, la alfalfa y la remolacha serán sólo nuestros el día señalado.
Radiantes
lucirán los prados de Inglaterra y más puras las aguas manarán; más suave
soplará la brisa el día que brille nuestra libertad. Por ese día todos debemos
trabajar aunque hayamos de morir sin verlo.
Caballos
y vacas, gansos y pavos, ¡todosdeben, unidos, por la libertad luchar! ¡Bestias
de Inglaterra, bestias de Irlanda!
¡Bestias
de todo país y clima!
¡Oíd
mis gozosas nuevas que cantan un futuro feliz!
El
ensayo de esta canción puso a todos los animales en la más salvaje excitación.
Poco antes de que Mayor hubiera finalizado, ya se habían lanzado todos a
cantarla. Hasta el más estúpido había retenido la melodía y parte de la letra,
mientras que los más inteligentes, como los cerdos y los perros, aprendieron la
canción en pocos minutos. Poco más tarde, con ayuda de varios ensayos previos,
toda la granja rompió a cantar «Bestias de Inglaterra» al unísono.
Las vacas
la mugieron, los perros la aullaron, las ovejas la balaron, los caballos la relincharon,
los patos la graznaron. Estaban tan contentos con la canción que la repitieron
cinco veces seguidas y habrían continuado así toda la noche de no haber sido
interrumpidos.
Desgraciadamente, el alboroto armado despertó al señor Jones,
que saltó de la cama creyendo que había un zorro merodeando en los corrales.
Tomó la escopeta, que estaba permanentemente en un rincón del dormitorio, y
disparó un tiro en la oscuridad. Los perdigones se incrustaron en la pared del
granero y la sesión se levantó precipitadamente. Cada cual huyó hacia su lugar
de dormir. Las aves saltaron a sus palos, los animales se acostaron en la paja
y en un instante toda la granja estaba durmiendo.
II
Tres
noches después, el Viejo Mayor murió apaciblemente mientras dormía. Su cadáver
fue enterrado al pie de la huerta. Eso ocurrió a principios de marzo. Durante
los tres meses siguientes hubo una gran actividad secreta. A los animales más
inteligentes de la granja, el discurso de Mayor les había hecho ver la vida
desde un punto de vista totalmente nuevo. Ellos no sabían cuándo sucedería la
Rebelión que pronosticara Mayor; no tenían motivo para creer que sucediera
durante el transcurso de sus propias vidas, pero vieron claramente que su deber
era prepararse para ella.
El
trabajo de enseñar y organizar a los demás recayó naturalmente sobre los
cerdos, a quienes se reconocía en general como los más inteligentes de los
animales. Elementos prominentes entre ellos eran dos cerdos jóvenes que se llamaban
Snowball y Napoleón, a quienes el señor Jones estaba criando para vender.
Napoleón era un verraco grande de aspecto feroz, el único cerdo de raza Berkshire
en la granja; de pocas palabras, tenía fama de salirse siempre con la suya.
Snowball
era más vivaz que Napoleón, tenía mayor facilidad de palabra y era más
ingenioso, pero lo consideraban de carácter más débil. Los demás puercos machos
de la granja eran muy jóvenes. El más conocido entre ellos era uno pequeño y
gordito que se llamaba Squealer, de mejillas muy redondas, ojos vivarachos,
movimientos ágiles y voz chillona.
Era un orador brillante, y cuando discutía algún
asunto difícil, tenía una forma de saltar de lado a lado moviendo la cola que
le hacía muy persuasivo. Se decía de Squealer que era capaz de hacer ver lo
negro, blanco.
Estos
tres habían elaborado, a base de las enseñanzas del Viejo Mayor, un sistema
completo de ideas al que dieron el nombre de Animalismo. Varias noches por semana, cuando el señor Jones
ya dormía, celebraban reuniones secretas en el granero, en cuyo transcurso
exponían a los demás los principios del Animalismo. Al comienzo encontraron
mucha estupidez y apatía. Algunos animales hablaron del deber de lealtad hacia
el señor Jones, a quien llamaban «Amo», o hacían observaciones elementales
como: «El señor Jones nos da de comer»; «Si él no estuviera nos moriríamos de
hambre». Otros formulaban preguntas tales como: «¿Qué nos importa a nosotros lo
que va a suceder cuando estemos
muertos?», o bien: «Si la rebelión se va a producir de todos modos, ¿qué diferencia
hay si trabajamos para ello o no?», y los cerdos tenían grandes dificultades en
hacerles ver que eso era contrario al espíritu del Animalismo. Las preguntas
más estúpidas fueron hechas por Mollie, la yegua blanca.
La
primera que dirigió a Snowball fue la siguiente:
-¿Habrá
azúcar después de la rebelión?
-No -respondió
Snowball firmemente-. No tenemos medios para fabricar azúcar en esta granja.
Además, tú no precisas azúcar. Tendrás toda la avena y el heno que necesites.
-¿Y se
me permitirá seguir usando cintas en la crin? -insistió Mollie.
-Camarada
-dijo Snowball-, esas cintas que tanto te gustan son el símbolo de la
esclavitud. ¿No entiendes que la libertad vale más que esas cintas?
Mollie
asintió, pero daba la impresión de, que no estaba muy convencida.
Los
cerdos tuvieron una lucha aún mayor para contrarrestar las mentiras
que
difundía Moses, el cuervo amaestrado. Moses, que era el favorito del señor Jones,
era espía y chismoso, pero también un orador muy hábil.
Pretendía
conocer la existencia de un país misterioso llamado Monte Azúcar, al que iban todos
los animales cuando morían. Estaba situado en algún lugar del cielo, «un poco
más allá de las nubes», decía Moses. Allí era domingo siete veces por semana,
el trébol estaba en estación todo el año y los terrones de azúcar y las tortas
de linaza crecían en los cercados. Los animales odiaban a Moses porque era
chismoso y no hacía ningún trabajo, pero algunos creían lo de Monte Azúcar y los
cerdos tenían que argumentar mucho para persuadirlos de la inexistencia de tal
lugar.
Los
discípulos más leales eran los caballos de tiro Boxer y Clover. Ambos tenían
gran dificultad en formar su propio juicio, pero desde que aceptaron a los cerdos
como maestros, asimilaban todo lo que se les decía y lo transmitían a los demás
animales mediante argumentos sencillos. Nunca faltaban a las citas secretas en
el granero y encabezaban el canto de «Bestias de Inglaterra» con el que siempre
se daba fin a las reuniones.
El
hecho fue que la rebelión se llevó a cabo mucho antes y más fácilmente de lo
que ellos esperaban. En años anteriores el señor Jones, a pesar de ser un amo
duro, había sido un agricultor capaz, pero últimamente contrajo algunos vicios.
Se había desanimado mucho después de perder bastante dinero en un pleito, y
comenzó a beber más de la cuenta.
Durante
días enteros permanecía en su sillón de
la cocina, leyendo los periódicos, bebiendo y, ocasionalmente, dándole a Moses
cortezas de pan mojado en cerveza. Sus hombres se habían vuelto perezosos y
descuidados, los campos estaban llenos de maleza, los edificios necesitaban
arreglos, los vallados estaban descuidados, y mal alimentados los animales.
Llegó
junio y el heno estaba casi listo para ser cosechado. La noche de San Juan, que
era sábado, el señor Jones fue a Willingdon y se emborrachó de tal forma en «El
León Colorado», que no volvió a la granja hasta el mediodía del domingo. Los
peones habían ordeñado las vacas de madrugada y luego se fueron a cazar
conejos, sin preocuparse de dar de comer a los animales. A su regreso, el señor
Jones se quedó dormido inmediatamente en el sofá de la sala, tapándose la cara
con el periódico, de manera que al anochecer los animales aún estaban sin comer.
El hambre sublevó a los animales, que ya no resistieron más. Una de las vacas
rompió de una cornada la puerta del depósito de forrajes y los animales empezaron
a servirse solos de los depósitos. En ese momento se despertó el señor Jones.
De inmediato él y sus cuatro peones se hicieron presentes con látigos, azotando
a diestro y siniestro. Esto superaba lo que los hambrientos animales podían
soportar. Unánimemente, aunque nada había sido planeado con anticipación, se
abalanzaron sobre sus torturadores. Repentinamente, Jones y sus peones se
encontraron recibiendo empellones y patadas desde todos los lados. Estaban
perdiendo el dominio de la situación porque jamás habían visto a los animales
portarse de esa manera. Aquella inopinada insurrección de bestias a las que
estaban acostumbrados a golpear y maltratar a su antojo, los aterrorizó hasta
casi hacerles perder la cabeza. Al poco, abandonaron su conato de defensa y
escaparon. Un minuto después, los cinco corrían a toda velocidad por el sendero
que conducía al camino principal con los animales persiguiéndoles
triunfalmente.
La
señora Jones miró por la ventana del dormitorio, vio lo que sucedía, metió
precipitadamente algunas cosas en un bolso y se escabulló de la granja por otro
camino. Moses saltó de su percha y aleteó tras ella, graznando sonoramente.
Mientras tanto, los animales habían perseguido a Jones y sus peones hacia la
carretera y, apenas salieron, cerraron el portón tras ellos estrepitosamente.
Y así,
casi sin darse cuenta de lo ocurrido, la rebelión se había llevado a cabo
triunfalmente:
Jones
fue expulsado y la «Granja Manor» era de ellos.
Durante
los primeros minutos los animales apenas si daban crédito a su triunfo. Su
primera acción fue correr todos juntos alrededor de los límites de la granja,
como para cerciorarse de que ningún ser humano se escondía en ella; luego
volvieron al galope hacia los edificios para borrar los últimos vestigios del ominoso reinado de Jones. Irrumpieron en el
guadarnés que se hallaba en un extremo del establo; los bocados, las argollas,
las cadenas de los perros, los crueles cuchillos con los que el señor Jones
acostumbraba a castrar a los cerdos y corderos, todos fueron arrojados al
aljibe. Las riendas, las cabezadas, las anteojeras, los degradantes morrales
fueron tirados al fuego en el patio, donde en ese momento se estaba quemando la
basura. Igual destino tuvieron los látigos. Todos los animales saltaron de
alegría cuando vieron arder los látigos.
Snowball
también tiró al fuego las cintas que generalmente adornaban las colas y crines
dé los caballos en los días de feria.
-Las
cintas -dijo- deben considerarse como indumentaria, que es el distintivo de un
ser humano. Todos los animales deben ir desnudos.
Cuando
Boxer oyó esto, tomó el sombrerito de paja que usaba en verano para impedir que
las moscas le entraran en las orejas y lo tiró al fuego con lo demás.
En muy
poco tiempo los animales habían destruido todo lo que podía hacerles recordar
el dominio del señor Jones. Entonces Napoleón los llevó nuevamente al depósito
de forrajes y sirvió una doble ración de maíz a cada uno, con dos bizcochos
para cada perro. Luego cantaron «Bestias de Inglaterra» de cabo a rabo siete
veces seguidas, y después de eso se acomodaron para pasar la noche y durmieron
como nunca lo habían hecho
anteriormente.
Pero se despertaron al amanecer, como de costumbre, y, acordándose repentinamente
del glorioso acontecimiento, se fueron todos juntos a la pradera. A poca
distancia de allí había una loma desde donde se dominaba casi toda la granja.
Los animales se dieron prisa en llegar a la cumbre y miraron en su: torno, a la
clara luz de la mañana. Sí, era de ellos; ¡todo lo que podían ver era suyo!
Poseídos
por este pensamiento, brincaban por doquier, se lanzaban al aire dando grandes
saltos de alegría. Se revolcaban en el rocío, mordían la dulce hierba del verano,
coceaban levantando terrones de tierra negra y aspiraban su fuerte aroma. Luego
hicieron un recorrido de inspección por toda la granja y miraron con muda
admiración la tierra labrantía, el campo de heno, la huerta, el estanque, el soto.
Era como si nunca hubieran visto aquellas cosas anteriormente, y apenas podían
creer que todo era de ellos.
Volvieron
después a los edificios de la granja y, vacilantes, se detuvieron en silencio
ante la puerta de la casa. También era suya, pero tenían miedo de entrar. Un
momento después, sin embargo, Snowball y Napoleón empujaron la puerta con el
hombro y los animales entraron en fila india, caminando con el mayor cuidado
por miedo a estropear algo. Fueron de puntillas de una habitación a la otra,
temerosos de alzar la voz, contemplando con una especie de temor reverente el
increíble lujo que allí había: las camas con sus colchones de plumas, los
espejos, el sofá de pelo de crin, la alfombra de Bruselas, la litografía de la Reina
Victoria que estaba colgada encima del hogar de la sala. Estaban bajando la
escalera cuando se dieron cuenta de que faltaba Mollie. Al volver sobre sus pasos
descubrieron que la yegua se había quedado en el mejor dormitorio. Había tomado
un trozo de cinta azul de la mesa de tocador de la señora Jones y, apoyándola
sobre el hombro, se estaba admirando en el espejo como una tonta.
Los
otros se lo reprocharon ásperamente y salieron. Sacaron unos jamones que estaban
colgados en la cocina y les dieron sepultura; el barril de cerveza fue destrozado
mediante una coz de Boxer, y no se tocó nada más de la casa. Allí mismo se
resolvió por unanimidad que la vivienda sería conservada como museo.
Estaban
todos de acuerdo en que jamás debería vivir allí animal alguno. Los animales tomaron el desayuno, y luego
Snowball y Napoleón los reunieron a todos otra vez.
-Camaradas
-dijo Snowball-, son las seis y media y tenemos un largo día ante nosotros. Hoy
debemos comenzar la cosecha del heno. Pero hay otro asunto que debemos resolver
primero. Los cerdos revelaron entonces que, durante los últimos tres meses,
habían aprendido a leer y escribir mediante un libro elemental que había sido
de los chicos del señor Jones y que, después, fue tirado a la basura.
Napoleón
mandó traer unos botes de pintura blanca y negra y los llevó hasta el portón
que daba al camino principal.
Luego
Snowball (que era el que mejor escribía) tomó un pincel entre los dos nudillos
de su pata delantera, tachó «Granja Manor» de la traviesa superior del portón y
en su lugar pintó «Granja Animal». Ése iba a ser, de ahora en adelante, el
nombre de la granja.
Después
volvieron a los edificios, donde Snowball y Napoleón mandaron traer una escalera
que hicieron colocar contra la pared trasera del granero principal.
Entonces
explicaron que, mediante sus estudios de los últimos tres meses, habían logrado
reducir los principios del Animalismo a siete Mandamientos.
Esos
siete Mandamientos serían inscritos en la pared; formarían una ley inalterable
por la cual deberían regirse en adelante, todos los animales de la
«Granja
Animal». Con cierta dificultad (porque no es fácil para un cerdo mantener el
equilibrio sobre una escalera), Snowball trepó y puso manos a la obra con la ayuda
de Squealer que, unos peldaños más abajo, le sostenía el bote de pintura.
Los
Mandamientos fueron escritos sobre la pared alquitranada con letras blancas, y
tan grandes, que podían leerse a treinta yardas de distancia. La inscripción decía
así:
LOS SIETE MANDAMIENTOS
1. Todo lo que camina
sobre dos pies es un enemigo.
2. Todo lo que camina
sobre cuatro patas, o tenga alas, es un amigo.
3. Ningún animal usará
ropa.
4. Ningún animal
dormirá en una cama.
5. Ningún animal beberá
alcohol.
6. Ningún animal matará
a otro animal.
7. Todos los animales
son iguales.
Estaba
escrito muy claramente y exceptuando que donde debía decir «amigo», se leía
«imago» y que una de las «S» estaba al revés, la redacción era correcta.
Snowball lo leyó en voz alta para los demás. Todos los animales asintieron con
una inclinación de cabeza demostrando su total conformidad y los más
inteligentes empezaron enseguida a aprenderse de memoria los Mandamientos.
-Ahora, camaradas -gritó Snowball tirando
el pincel-, ¡al
henar!
Impongámonos
el compromiso de honor de terminar la cosecha en menos tiempo del que tardaban
Jones y sus hombres.
En
aquel momento, las tres vacas, que desde un rato antes parecían estar intranquilas,
empezaron a mugir muy fuertemente. Hacía veinticuatro horas que no habían sido
ordeñadas y sus ubres estaban a punto de reventar. Después de pensarlo un
momento, los cerdos mandaron traer unos cubos y ordeñaron a las vacas con
regular éxito pues sus patas se adaptaban bastante bien a esa tarea.
Rápidamente
hubo cinco cubos de leche cremosa y espumosa, que muchos de los animales miraban
con gran interés.
-¿Qué se hará con toda esa
leche? -preguntó alguien.
-Jones a veces empleaba una
parte mezclándola en nuestra comida - dijo una de las gallinas.
-¡No os preocupéis por la leche,
camaradas! -expuso Napoleón situándose delante de los cubos-. Eso ya se
arreglará. La cosecha es más importante. El camarada Snowball os guiará. Yo os
seguiré dentro de unos minutos.
¡Adelante,
camaradas! El heno os espera.
Los
animales se fueron en tropel hacia el campo de heno para empezar la cosecha y,
cuando volvieron, al anochecer, notaron que la leche había desaparecido.
III
¡Cuánto
trabajaron y sudaron para entrar el heno! Pero sus esfuerzos fueron
recompensados, pues la cosecha resultó incluso mejor de lo que esperaban.
A veces
el trabajo era duro; los aperos habían sido diseñados para seres humanos y no
para animales, y representaba una gran desventaja el hecho de que ningún animal
pudiera usar las herramientas que obligaban a empinarse sobre sus patas
traseras. Pero los cerdos eran tan listos que encontraban solución a cada
problema. En cuanto a los caballos, conocían cada palmo del terreno y, en
realidad, entendían el trabajo de segar y rastrillar mejor que Jones y
sus hombres. Los cerdos en verdad no trabajaban, pero dirigían y supervisaban a
los demás. A causa de sus conocimientos superiores, era natural que ellos asumieran
el mando.
Boxer y
Clover enganchaban los atalajes a la segadora o a la rastrilladora (en aquellos
días, naturalmente, no hacían falta frenos o riendas) y marchaban resueltamente
por el campo con un cerdo caminando detrás y diciéndoles: «Arre, camarada» o
«Atrás, camarada», según el caso. Y todos los animales, incluso los más
humildes, laboraron para aventar el heno y amontonarlo.
Hasta
los patos y las gallinas trabajaban yendo de un lado para el otro, todo el día a
pleno sol, transportando manojitos de heno en sus picos. Al final terminaron la
cosecha invirtiendo dos días menos de lo que generalmente tardaban Jones y sus peones.
Además, era la cosecha más grande que se había visto en la granja. No hubo
desperdicio alguno; las gallinas y los patos con su vista penetrante habían levantado
hasta el último brote. Y ningún animal de la estancia había robado ni tan siquiera
un bocado.
Durante
todo el verano, el trabajo en la granja anduvo como sobre ruedas.
Los
animales eran felices como jamás habían imaginado que podrían serlo. Cada bocado
de comida resultaba un exquisito manjar, ya que era realmente su propia comida,
producida por ellos y para ellos y no repartida en pequeñas porciones y de mala
gana por un amo gruñón. Como ya no estaban los inútiles y parasitarios seres
humanos, había más comida para todos. Se tenían más horas libres también, a
pesar de la inexperiencia de los animales. Claro está que se encontraron con
muchas dificultades, por ejemplo: cuando cosecharon el maíz, tuvieron que
pisarlo al estilo antiguo y eliminar los desperdicios soplando, pues la granja
no tenía desgranadora, pero los cerdos con su inteligencia y Boxer con sus poderosos
músculos los sacaban siempre de apuros. Todos admiraban a Boxer.
Había
sido un gran trabajador aun en el tiempo de Jones, pero ahora más bien semejaba
tres caballos que uno; en determinados días parecía que todo el trabajo descansaba
sobre sus forzudos hombros. Tiraba y arrastraba de la mañana a la noche y
siempre donde el trabajo era más duro. Había acordado con un gallo que, éste,
lo despertara media hora antes que a los demás, y efectuaba algún trabajo voluntario
donde hacía más falta, antes de empezar la tarea normal de todos los días.
Su
respuesta para cada problema, para cada contratiempo, era: « ¡Trabajaré
más
fuerte! »; era como un estribillo personal.
Pero
cada uno actuaba conforme a su capacidad. Las gallinas y los patos, por ejemplo, recuperaron cinco fanegas de maíz durante la cosecha, recogiendo
los granos perdidos. Nadie robó, nadie se quejó de su ración; las discusiones, peleas
y envidias que eran componente natural de la vida cotidiana en los días de antaño,
habían desaparecido casi por completo. Nadie eludía el trabajo, o casi nadie.
Mollie,
en verdad, no era muy diligente para levantarse por la mañana, y tenía la
costumbre de dejar el trabajo temprano, alegando que se le había introducido
una piedra en el casco. Y el comportamiento de la gata era algo raro.
Pronto
se notó que cuando había trabajo, no se la encontraba. Desaparecía durante
horas enteras, y luego se presentaba a la hora de la comida o al anochecer,
cuando cesaba el trabajo, como si nada hubiera ocurrido. Pero siempre
presentaba tan excelentes excusas y ronroneaba tan afablemente, que era
imposible dudar de sus buenas intenciones.
El
viejo Benjamín, el burro, parecía no haber cambiado desde la rebelión. Hacía su
trabajo con la misma obstinación y lentitud que antes, nunca eludiéndolo y
nunca ofreciéndose tampoco para cualquier tarea extra. No daba su opinión sobre
la rebelión o sus resultados.
Cuando se
le preguntaba si no era más feliz, ahora que ya no estaba Jones, se limitaba a
contestar: «Los burros viven mucho tiempo. Ninguno de ustedes ha visto un burro muerto».
Y los demás debían conformarse con tan misteriosa respuesta.
Los
domingos no se trabajaba. El desayuno se tomaba una hora más tarde que de
costumbre, y después tenía lugar una ceremonia que se cumplía todas las semanas
sin excepción. Primero se izaba la bandera. Snowball había encontrado en el
guadarnés un viejo mantel verde de la señora Jones y había pintado en blanco
sobre su superficie un asta y una pezuña. Y esta enseña era izada en el mástil
del jardín, todos los domingos por la mañana. La bandera era verde, explicó Snowball,
para representar los campos verdes de Inglaterra, mientras que el asta y la
pezuña significaban la futura República de los Animales, que surgiría cuando finalmente
lograran derrocar a la raza humana. Después de izar la bandera, todos los
animales se dirigían en tropel al granero principal donde tenía lugar una asamblea
general, a la que se conocía por la Reunión. Allí se planeaba el trabajo de la
semana siguiente y se suscitaban y debatían las decisiones a adoptar.
Los cerdos
eran los que siempre proponían las resoluciones. Los otros animales entendían
cómo debían votar, pero nunca se les ocurrían ideas propias. Snowball y
Napoleón eran, sin duda, los más activos en los debates. Pero se notó que ellos
dos nunca estaban de acuerdo; ante cualquier sugerencia que hacía el uno, podía
descontarse que el otro estaría en contra. Hasta cuando se decidió reservar el pequeño
campo de detrás de la huerta como hogar de descanso para los animales que ya no
estaban en condiciones de trabajar, hubo un tormentoso debate con referencia a
la edad de retiro correspondiente a cada clase de animal.
La
Reunión siempre terminaba con la canción «Bestias de Inglaterra», y la tarde la
dedicaban al ocio.
Los
cerdos hicieron del guadarnés su cuartel general. Todas las noches, estudiaban
herrería, carpintería y otros oficios necesarios, en los libros que habían traído
de la casa.
Snowball
también se ocupó en organizar a los otros, en lo que denominaba Comités de
Animales. Para esto, era incansable. Formó el Comité de producción de huevos
para las gallinas, la Liga de las colas limpias para las vacas, el Comité para
reeducación de los camaradas salvajes (cuyo objeto era domesticar las ratas y
los conejos), el Movimiento pro-lana más blanca para las ovejas, y otros
muchos, además de organizar clases de lectura y escritura.
En general,
estos proyectos resultaron un fracaso. El ensayo de domesticar a los animales
salvajes, por ejemplo, falló casi de raíz. Siguieron portándose prácticamente
igual que antes, y cuando eran tratados con generosidad se aprovechaban de
ello. La gata se incorporó al Comité para la reeducación y actuó mucho en él
durante algunos días.
Cierta
vez la vieron sentada en la azotea charlando
con algunos gorriones que estaban fuera de su alcance. Les estaba diciendo que
todos los animales eran ya camaradas y que cualquier gorrión que quisiera podía
posarse sobre su garra; pero los gorriones prefirieron abstenerse.
Las
clases de lectura y escritura, por el contrario, tuvieron gran éxito. Para otoño
casi todos los animales, en mayor o menor grado, tenían alguna instrucción.
Los
cerdos ya sabían leer y escribir perfectamente. Los perros aprendieron la lectura
bastante bien, pero no les interesaba leer otra cosa que los siete mandamientos.
Muriel, la cabra, leía un poco mejor que los perros, y a veces, por la noche,
acostumbraba a hacer lecturas para los demás, de los recortes de periódicos que
encontraba en la basura. Benjamín leía tan bien como cualquiera de los cerdos,
pero nunca ejercitaba sus capacidades. Por lo que él sabía, dijo, no había nada
que valiera la pena de ser leído.
Clover
aprendió el abecedario completo, pero no podía unir las palabras. Boxer no pudo
pasar de la letra D.
Podía
trazar en la tierra A, B, C, D, con su enorme casco, y luego se quedaba parado
mirando absorto las letras con las orejas hacia atrás, moviendo a veces la melena,
tratando de recordar lo que seguía, sin lograrlo jamás. En varias ocasiones, es
cierto, logró aprender E, F, G, H, pero cuando lo consiguió, fue para descubrir
que había olvidado A, B, C y D. Finalmente decidió conformarse con estas cuatro
letras, y solía escribirlas una o dos veces al día para refrescar la memoria.
Mollie se negó a aprender más de las seis letras que componían su nombre. Las
formaba con mucha pulcritud con pedazos de ramas, y luego las adornaba con una
flor o dos y caminaba a su alrededor admirándolas.
Ningún
otro animal de la granja pudo pasar de la letra A. También se descubrió que los
más estúpidos como las ovejas, las gallinas y los patos eran incapaces de
aprender de memoria los siete mandamientos. Después de mucho meditar, Snowball
declaró que los siete mandamientos podían reducirse a una sola máxima expresada
así: «¡Cuatro patas sí, dos pies no!».
Esto,
dijo, contenía el principio esencial del Animalismo. Quien lo hubiera entendido
a fondo estaría asegurado contra las influencias humanas. Al principio, las
aves hicieron ciertas objeciones pues les pareció que también ellas tenían
solamente dos patas; pero Snowball les demostró que no era así.
-Las
alas de un pájaro -explicó- son órganos de propulsión y no de manipulación. Por
lo tanto deben considerarse como patas. La característica que distingue al
hombre es la «mano», útil con el cual comete todos sus desafueros.
Las
aves no acabaron de entender la extensa perorata de Snowball pero aceptaron sus
explicaciones y hasta los animales más insignificantes se pusieron a aprender
la nueva máxima de memoria. «¡Cuatro patas sí, dos pies no! » fue inscrita en
la pared del fondo del granero, encima de los siete mandamientos y con letras
más grandes. A las ovejas les encantó y cuando se la aprendieron de memoria la
balaban una y otra vez, hasta cuando descansaban tendidas sobre el campo y su
«¡Cuatro patas sí, dos pies no!», se oía por horas enteras, repetido
incansablemente.
Napoleón
no se interesó por los comités creados por Snowball. Dijo que la educación de
los jóvenes era más importante que cualquier cosa que pudiera hacerse por los
adultos. Entretanto sucedió que Jessie y Bluebell habían parido poco después de
cosechado el heno. Entre ambas, habían dado a la Granja nueve cachorros
robustos. Tan pronto como fueron destetados, Napoleón los separó de sus madres,
diciendo que él se haría cargo de su educación. Se los llevó a un desván, al
que sólo se podía llegar por una escalera desde el guadarnés, y allí los mantuvo
en tal grado de reclusión,
que el
resto de la granja pronto se olvidó de su existencia.
El
misterio del destino de la leche se aclaró pronto: se mezclaba todos los días
en la comida de los cerdos. Las primeras manzanas ya estaban madurando, y el
césped de la huerta estaba cubierto de fruta caída de los árboles. Los animales
creyeron, como cosa natural, que aquella fruta sería repartida equitativamente;
un día, sin embargo, se dio la orden de que todas las manzanas caídas de los
árboles debían ser recolectadas y llevadas al guadarnés para consumo de los
cerdos. A poco de ocurrir esto, algunos animales comenzaron a murmurar, pero en
vano. Todos los cerdos estaban de acuerdo en este punto, hasta Snowball y
Napoleón. Squealer fue enviado para dar las explicaciones necesarias.
-Camaradas
-gritó-, imagino que no supondréis que nosotros los cerdos estamos haciendo
esto con un espíritu de egoísmo y de privilegio. Muchos de nosotros, en
realidad, tenemos aversión a la leche y a las manzanas. A mí personalmente no me
agradan. Nuestro único objeto al comer estos alimentos es preservar nuestra
salud.
La
leche y las manzanas (esto ha sido demostrado por la Ciencia, camaradas)
contienen substancias absolutamente necesarias para la salud del cerdo. Nosotros, los cerdos, trabajamos con el cerebro. Toda la
administración y organización de esta granja depende de nosotros. Día y noche estamos
velando por vuestra felicidad. Por vuestro bien tomamos esa leche
y comemos esas manzanas.
¿Sabéis
lo que ocurriría si los cerdos fracasáramos en nuestro cometido? ¡Jones
volvería! Sí, ¡Jones volvería! Seguramente, camaradas -exclamó Squealer casi suplicante, danzando de
un lado a otro y moviendo la cola-, seguramente no hay nadie entre vosotros que
desee la vuelta de Jones.
Ciertamente,
si había algo de lo que estaban completamente seguros los animales, era de no
querer la vuelta de Jones. Cuando se les presentaba de esta forma, no sabían qué
decir. La importancia de conservar la salud de los cerdos, era demasiado
evidente. De manera que se decidió sin discusión alguna, que la leche y las
manzanas caídas de los árboles (y también la cosecha principal de manzanas
cuando éstas maduraran) debían reservarse para los cerdos en exclusiva…