domingo, septiembre 18, 2016

Un Triste Caso
 James Joyce


El señor James Duffy residía en Chapelizod porque quería vivir lo más lejos posible de la capital de que era ciudadano y porque encontraba todos los otros suburbios de Dublín mezquinos, modernos y pretenciosos. Vivía en una casa vieja y sombría y desde su ventana podía ver la destilería abandonada y, más arriba, el río poco profundo en que se fundó Dublín. Las altivas paredes de su habitación sin alfombras se veían libres de cuadros. Había comprado él mismo las piezas del mobiliario: una cama de hierro negro, un lavamanos de hierro, cuatro sillas de junco, un perchero-ropero, una arqueta, carbonera, un guardafuegos con sus atizadores y una mesa cuadrada sobre la que había un escritorio doble. En un nicho había hecho un librero con anaqueles de pino blanco. La cama estaba tendida con sábanas blancas y cubierta a los pies por una colcha escarlata y negra. Un espejito de mano colgaba sobre el lavamanos y durante el día una lámpara de pantalla blanca era el único adorno de la chimenea.

Los libros en los anaqueles blancos estaban arreglados por su peso, de abajo arriba. En el anaquel más bajo estaban las obras completas de Wordsworth y en un extremo del estante de arriba había un ejemplar del Catecismo de Maynooth cosido a la tapa de una libreta escolar. Sobre el escritorio tenía siempre material para escribir. En el escritorio reposaba el manuscrito de una traducción de Michael Kramer de Hauptmann, con las acotaciones escénicas en tinta púrpura y una resma de papel cogida por un alfiler de cobre. Escribía una frase en estas hojas de cuando en cuando y, en un momento irónico, pegó el recorte de un anuncio de Píldoras de Bilis en la primera hoja. Al levantar la tapa del escritorio se escapaba de él una fragancia tenue -el olor a lápices de cedro nuevos o de un pomo de goma o de una manzana muy madura que dejara allí olvidada.

El señor Duffy aborrecía todo lo que participara del desorden mental o físico. Un médico medieval lo habría tildado de saturnino. Su cara, que era el libro abierto de su vida, tenía el tinte cobrizo de las calles de Dublín. En su cabeza larga y bastante grande crecía un pelo seco y negro y un bigote leonado que no cubría del todo una boca nada amable. Sus pómulos le daban a su cara un aire duro; pero no había nada duro en sus ojos que, mirando el mundo por debajo de unas cejas leoninas, daban la impresión de un hombre siempre dispuesto a saludar en el prójimo un instinto redimible pero decepcionado a menudo. Vivía a cierta distancia de su cuerpo, observando sus propios actos con mirada furtiva y escéptica. Poseía un extraño hábito autobiográfico que lo llevaba a componer mentalmente una breve oración sobre sí mismo, con el sujeto en tercera persona y el predicado en tiempo pretérito. Nunca daba limosnas y caminaba erguido, llevando un robusto bastón de avellano.

Fue durante años cajero de un banco privado de la Calle Baggot. Cada mañana venía desde Chapelizod en tranvía. A mediodía iba a Dan Burke a almorzar: una botella grande de láguer y una bandejita llena de bizcochos de arrorruz. Quedaba libre a las cuatro. Comía en una casa de comidas en la Calle George donde se sentía a salvo de la compañía de la dorada juventud dublinesa y donde había una cierta honestidad rústica en cuanto a la cuenta.

Pasaba las noches sentado al piano de su casera o recorriendo los suburbios. Su amor por la música de Mozart lo llevaba a veces a la ópera o a un concierto: eran éstas las únicas liviandades en su vida.

No tenía colegas ni amigos ni religión ni credo. Vivía su vida espiritual sin comunión con el prójimo, visitando a los parientes por Navidad y acompañando el cortejo si morían. Llevaba a cabo estos dos deberes sociales en honor a la dignidad ancestral, pero no concedía nada más a las convenciones que rigen la vida en común. Se permitía creer que, dadas ciertas circunstancias, podría llegar a robar en su banco, pero, como estas circunstancias nunca se dieron, su vida se extendía uniforme -una historia exenta de peripecias.

Una noche se halló sentado junto a dos señoras en la Rotunda. La sala, en silencio y apenas concurrida, auguraba un rotundo fracaso. La señora sentada a su lado echó una mirada en redondo, una o dos veces, y después dijo:

-¡Qué pena que haya tan pobre entrada esta noche! Es tan duro tener que cantar a las butacas vacías.

Entendió él que dicha observación lo invitaba a conversar. Se sorprendió de que ella pareciera tan poco embarazada. Mientras hablaba trató de fijarla en la memoria. Cuando supo que la joven sentada al otro lado era su hija, juzgó que ella debía de ser un año menor que él o algo así. Su cara, que debió de ser hermosa, era aún inteligente: un rostro ovalado de facciones decisivas.

Los ojos eran azul oscuro y firmes. Su mirada comenzaba con una nota de desafío pero, confundida por lo que parecía un deliberado extravío de la pupila en el iris, reveló momentáneamente un temperamento de gran sensibilidad. La pupila se enderezó rápida, la naturaleza a medias revelada cayó bajo el influjo de la prudencia, y su chaqueta de astracán, que modelaba un busto un tanto pleno, acentuó definitivamente la nota desafiante.

La encontró unas semanas más tarde en un concierto en Earlsfort Terrace y aprovechó el momento en que la hija estaba distraída para intimar. Ella aludió una o dos veces a su esposo, pero su tono no era como para convertir la mención en aviso. Se llamaba la señora Sinico. El tatarabuelo de su esposo había venido de Leghom. Su esposo era capitán de un buque mercante que hacía la travesía entre Dublín y Holanda; y no tenían más que una hija.

Al encontrarla casualmente por tercera vez halló valor para concertar una cita. Ella fue. Fue éste el primero de muchos encuentros; se veían siempre por las noches y escogían para pasear las calles más calladas. Al señor Duffy, sin embargo, le repugnaba la clandestinidad y, al advertir que estaban condenados a verse siempre furtivamente, la obligó a que lo invitara a su casa.
El capitán Sinico propiciaba tales visitas, pensando que estaba en juego la mano de su hija. Había eliminado aquél a su esposa tan francamente de su elenco de placeres que no sospechaba que alguien pudiera interesarse en ella. Como el esposo estaba a menudo de viaje y la hija salía a dar lecciones de música, el señor Duffy tuvo muchísimas ocasiones de disfrutar la compañía de la dama. Ninguno de los dos había tenido antes una aventura y no parecían conscientes de ninguna incongruencia. Poco a poco sus pensamientos se ligaron a los de ella. Le prestaba libros, la proveía de ideas, compartía con ella su vida intelectual. Ella era todo oídos.

En ocasiones, como retribución a sus teorías, ella le confiaba datos sobre su vida. Con solicitud casi maternal ella lo urgió a que le abriera su naturaleza de par en par; se volvió su confesora. Él le contó que había asistido en un tiempo a los mítines de un grupo socialista irlandés, donde se sintió como una figura única en medio de una falange de obreros sobrios, en una buhardilla alumbrada con gran ineficacia por un candil. Cuando el grupo se dividió en tres células, cada una en su buhardilla y con un líder, dejó de asistir a aquellas reuniones. Las discusiones de los obreros, le dijo, eran muy timoratas; el interés que prestaban a las cuestiones salariales, desmedido. Opinaba que se trataba de ásperos realistas que se sentían agraviados por una precisión producto de un ocio que estaba fuera de su alcance. No era probable, le dijo, que ocurriera una revolución social en Dublín en siglos.

Ella le preguntó que por qué no escribía lo que pensaba. Para qué, le preguntó él, con cuidado desdén. ¿Para competir con fraseólogos incapaces de pensar consecutivamente por sesenta segundos? ¿Para someterse a la crítica de una burguesía obtusa, que confiaba su moral a la policía y sus bellas artes a un empresario?

Iba a menudo a su chalecito en las afueras de Dublín y a menudo pasaban la tarde solos. Poco a poco, según se trenzaban sus pensamientos, hablaban de asuntos menos remotos. La compañía de ella era como un clima cálido para una planta exótica. Muchas veces ella dejó que la oscuridad los envolviera, absteniéndose de encender la lámpara. El discreto cuarto a oscuras, el aislamiento, la música que aún vibraba en sus oídos, los unía.

Esta unión lo exaltaba, limaba las asperezas de su carácter, hacía emotiva su vida intelectual. A veces se sorprendía oyendo el sonido de su voz. Pensó que a sus ojos debía él alcanzar una estatura angelical; y, al juntar más y más a su persona la naturaleza fervorosa de su acompañante, escuchó aquella extraña voz impersonal que reconocía como propia, insistiendo en la soledad del alma, incurable. Es imposible la entrega, decía la voz: uno se pertenece a sí mismo. El final de esos discursos fue que una noche durante la cual ella había mostrado los signos de una excitación desusada, la señora Sinico le cogió una mano apasionadamente y la apretó contra su mejilla.

El señor Duffy se sorprendió mucho. La interpretación que ella había dado a sus palabras lo desilusionó. Dejó de visitarla durante una semana; luego, le escribió una carta pidiéndole encontrarse. Como él no deseaba que su última entrevista se viera perturbada por la influencia del confesionario en ruinas, se encontraron en una pastelería cerca de Parkgate. El tiempo era de aterido otoño, pero a pesar del frío vagaron por los senderos del parque cerca de tres horas. Acordaron romper la comunión: todo lazo, dijo él, es una atadura dolorosa. Cuando salieron del parque caminaron en silencio hacia el tranvía; pero aquí empezó ella a temblar tan violentamente que, temiendo él otro colapso de su parte, le dijo rápido adiós y la dejó. Unos días más tarde recibió un paquete que contenía sus libros y su música.

Pasaron cuatro años. El señor Duffy retornó a su vida habitual. Su cuarto era todavía testigo de su mente metódica. Unas partituras nuevas colmaban los atriles en el cuarto de abajo y en los anaqueles había dos obras de Nietzsche: Así hablaba Zaratustra y La Gaya Ciencia. Muy raras veces escribía en la pila de papeles que reposaba en su escritorio. Una de sus sentencias, escrita dos meses después de la última entrevista con la señora Sinico, decía: El amor entre hombre y hombre es imposible porque no debe haber comercio sexual, y la amistad entre hombre y mujer es imposible porque debe haber comercio sexual. Se mantuvo alejado de los conciertos por miedo a encontrarse con ella. Su padre murió; el socio menor del banco se retiró. Y todavía iba cada mañana a la ciudad en tranvía y cada tarde caminaba de regreso de la ciudad a la casa, después de comer con moderación en la Calle George y de leer un vespertino como postre.

Una noche, cuando estaba a punto de echarse a la boca una porción de cecina y coles, su mano se detuvo. Sus ojos se fijaron en un párrafo del diario que había recostado a la jarra del agua. Volvió a colocar el bocado en el plato y leyó el párrafo atentamente. Luego, bebió un vaso de agua, echó el plato a un lado, dobló el periódico colocándolo entre sus codos y leyó el párrafo una y otra vez. La col comenzó a depositar una fría grasa blancuzca en el plato. La muchacha vino a preguntarle si su comida no estaba bien cocida. Él respondió que estaba muy buena y comió unos pocos bocados con dificultad. Luego, pagó la cuenta y salió.

Caminó rápido en el crepúsculo de noviembre, su robusto bastón de avellano golpeando el suelo con regularidad, el borde amarillento del informativo Mail atisbando desde un bolsillo lateral de su ajustada chaqueta-sobretodo. En el solitario camino de Parkgate a Chapelizod aflojó el paso. Su bastón golpeaba el suelo menos enfático y su respiración irregular, casi con sonido de suspiros, se condensaba en el aire invernal. Cuando llegó a su casa subió enseguida a su cuarto y, sacando el diario del bolsillo, leyó el párrafo de nuevo a la mortecina luz de la ventana. No leyó en voz alta, sino moviendo los labios como hace el sacerdote cuando lee la secreta. He aquí el párrafo:

Muere una señora en la Estación de Sydney Parade.
En el Hospital Municipal de Dublín, el fiscal forense auxiliar (por ausencia del señor Leverett) llevó a cabo hoy una encuesta sobre la muerte de la señora Emily Sinico, de cuarenta y tres años de edad, quien resultara muerta en la estación de Sydney Parade ayer noche. La evidencia arrojó que al intentar cruzar la vía, la desaparecida fue derribada por la locomotora del tren de Kingston (el correo de las diez), sufriendo heridas de consideración en la cabeza y en el costado derecho, a consecuencia de las cuales hubo de fallecer.

El motorista, James Lennon, declaró que es empleado de los ferrocarriles desde hace quince años. Al oír él pito del guardavías, puso el tren en marcha, pero uno o dos segundos después tuvo que aplicar los frenos en respuesta a unos alaridos. El tren iba despacio.

El maletero P. Dunne declaró que el tren estaba a punto de arrancar cuando observó a una mujer que intentaba cruzar la vía férrea. Corrió hacia ella dando gritos, pero, antes de que lograra darle alcance, la infortunada fue alcanzada por el parachoques de la locomotora y derribada al suelo.

Un miembro del jurado. – ¿Vio usted caer a la señora?

Testigo. - Sí.

El sargento de la policía Croly declaró que cuando llegó al lugar del suceso encontró a la occisa tirada en la plataforma, aparentemente muerta. Hizo trasladar el cadáver al salón de espera, pendiente de la llegada de una ambulancia.

El gendarme 57 corroboró la declaración.

El doctor Halpin, segundo cirujano del Hospital Municipal de Dublín, declaró que la occisa tenía dos costillas fracturadas y había sufrido severas contusiones en el hombro derecho. Recibió una herida en el lado derecho de la cabeza a resultas de la caída. Las heridas no habrían podido causar la muerte de una persona normal. El deceso, según su opinión, se debió a un trauma y a un fallo cardíaco repentino.

El señor H. B. Patterson Finlay expresó, en nombre de la compañía de ferrocarriles, su más profunda pena por dicho accidente. La compañía, declaró, ha tomado siempre precauciones para impedir que los pasajeros crucen las vías si no es por los puentes, colocando al efecto anuncios en cada estación y también mediante el uso de barreras de resorte en los pasos a nivel. La difunta tenía por costumbre cruzar las líneas, tarde en la noche, de plataforma en plataforma, y en vista de las demás circunstancias del caso, declaró que eximía a los empleados del ferrocarril de toda responsabilidad.

El capitán Sinico, de Leoville, Sydney Parade, esposo de la occisa, también hizo su deposición. Declaró que la difunta era su esposa, que él no estaba en Dublín al momento del accidente, ya que había arribado esa misma mañana de Rótterdam. Llevaban veintidós años de casados y habían vivido felizmente hasta hace cosa de dos años, cuando su esposa comenzó a mostrarse destemplada en sus costumbres.

La señorita Mary Sinico dijo que últimamente su madre había adquirido el hábito de salir de noche a comprar bebidas espirituosas. Atestiguó que en repetidas ocasiones había intentado hacer entrar a su madre en razón, habiéndola inducido a que ingresara en la liga antialcohólica. La joven declaró no encontrarse en casa cuando ocurrió el accidente.

El jurado dio su veredicto de acuerdo con la evidencia médica y exoneró al mencionado Lennon de toda culpa.

El fiscal forense auxiliar dijo que se trataba de un triste caso y expresó su condolencia al capitán Sinico y a su hija. Urgió a la compañía ferroviaria a tomar todas las medidas a su alcance para prevenir la posibilidad de accidentes semejantes en el futuro. No se culpó a terceros.

El señor Duffy levantó la vista del periódico y miró por la ventana al melancólico paisaje. El río corría lento junto a la destilería y de cuando en cuando se veía una luz en una casa en la carretera a Lucan. ¡Qué fin! Toda la narración de su muerte lo asqueaba y lo asqueaba pensar que alguna vez le habló a ella de lo que tenía por más sagrado. Las frases deshilvanadas, las inanes expresiones de condolencia, las cautas palabras del periodista habían conseguido ocultar los detalles de una muerte común, vulgar, y esto le atacó al estómago. No era sólo que ella se hubiera degradado; lo degradaba a él también. Vio la escuálida ruta de su vicio miserable y maloliente. ¡Su alma gemela! Pensó en los trastabillantes derrelictos que veía llevando latas y botellas a que se las llenara el dependiente. ¡Por Dios, qué final! Era evidente que no estaba preparada para la vida, sin fuerza ni propósito como era, fácil presa del vicio: una de las ruinas sobre las que se erigían las civilizaciones. ¡Pero que hubiera caído tan bajo! ¿Sería posible que se hubiera engañado tanto en lo que a ella respectaba? Recordó los exabruptos de aquella noche y los interpretó en un sentido más riguroso que lo había hecho jamás. No tenía dificultad alguna en aprobar ahora el curso tomado.

Como la luz desfallecía y su memoria comenzó a divagar pensó que su mano tocaba la suya. La sorpresa que atacó primero su estómago comenzó a atacarle los nervios. Se puso el sobretodo y el sombrero con premura y salió. El aire frío lo recibió en el umbral; se le coló por las mangas del abrigo. Cuando llegó al pub del puente de Chapelizod entró y pidió un ponche caliente.

El propietario vino a servirle obsequioso, pero no se aventuró a dirigirle la palabra. Había cuatro o cinco obreros en el establecimiento discutiendo el valor de la hacienda de un señor del condado de Kildare. Bebían de sus grandes vasos a intervalos y fumaban, escupiendo al piso a menudo y en ocasiones barriendo el aserrín sobre los salivazos con sus botas pesadas. El señor Duffy se sentó en su banqueta y los miraba sin verlos ni oírlos. Se fueron después de un rato y él pidió otro ponche. Se sentó ante el vaso por mucho rato. El establecimiento estaba muy tranquilo. El propietario estaba tumbado sobre el mostrador leyendo el Herald y bostezando. De vez en cuando se oía un tranvía siseando por la desolada calzada.

Sentado allí, reviviendo su vida con ella y evocando alternativamente las dos imágenes con que la concebía ahora, se dio cuenta de que estaba muerta, que había dejado de existir, que se había vuelto un recuerdo. Empezó a sentirse desazonado. Se preguntó qué otra cosa pudo haber hecho. No podía haberla engañado haciéndole una comedia; no podía haber vivido con ella abiertamente. Hizo lo que creyó mejor. ¿Tenía él acaso la culpa? Ahora que se había ido ella para siempre entendió lo solitaria que debía haber sido su vida, sentada noche tras noche, sola, en aquel cuarto. Su vida sería igual de solitaria hasta que él también muriera, dejara de existir, se volviera un recuerdo -si es que alguien lo recordaba.

Eran más de las nueve cuando dejó el pub. La noche era fría y tenebrosa. Entró al parque por el primer portón y caminó bajo los árboles esmirriados. Caminó por los senderos yermos por donde habían andado cuatro años atrás. Por momentos creyó sentir su voz rozar su oído, su mano tocando la suya. Se detuvo a escuchar. ¿Por qué le había negado a ella la vida? ¿Por qué la condenó a muerte? Sintió que su existencia moral se hacía pedazos.

Cuando alcanzó la cresta de Magazine Hill se detuvo a mirar a lo largo del río y hacia Dublín, cuyas luces ardían rojizas y acogedoras en la noche helada. Miró colina abajo y, en la base, a la sombra del muro del parque, vio unas figuras caídas: parejas. Esos amores triviales y furtivos lo colmaban de desespero. Lo carcomía la rectitud de su vida; sentía que lo habían desterrado del festín de la vida. Un ser humano parecía haberlo amado y él le negó la felicidad y la vida: la sentenció a la ignominia y a morir de vergüenza. Sabía que las criaturas postradas allá abajo junto a la muralla lo observaban y deseaban que acabara de irse. Nadie lo quería; era un desterrado del festín de la vida. Volvió sus ojos al resplandor gris del río, serpeando hacia Dublín.

Más allá del río vio un tren de carga serpeando hacia la estación de Kingsbridge, como un gusano de cabeza fogosa serpeando en la oscuridad, obstinado y laborioso. Lentamente se perdió de vista; pero todavía sonó en su oído el laborioso rumor de la locomotora repitiendo las sílabas de su nombre.


Regresó lentamente por donde había venido, el ritmo de la máquina golpeando en sus oídos. Comenzó a dudar de la realidad de lo que la memoria le decía. Se detuvo bajo un árbol a dejar que murieran aquellos ritmos. No podía sentirla en la oscuridad ni su voz podía rozar su oído. Esperó unos minutos, tratando de oír. No se oía nada: la noche era de un silencio perfecto. Escuchó de nuevo: perfectamente muda. Sintió que se había quedado solo.



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