Un Triste Caso
James Joyce
El
señor James Duffy residía en Chapelizod porque quería vivir lo más lejos
posible de la capital de que era ciudadano y porque encontraba todos los otros
suburbios de Dublín mezquinos, modernos y pretenciosos. Vivía en una casa vieja
y sombría y desde su ventana podía ver la destilería abandonada y, más arriba,
el río poco profundo en que se fundó Dublín. Las altivas paredes de su
habitación sin alfombras se veían libres de cuadros. Había comprado él mismo
las piezas del mobiliario: una cama de hierro negro, un lavamanos de hierro,
cuatro sillas de junco, un perchero-ropero, una arqueta, carbonera, un
guardafuegos con sus atizadores y una mesa cuadrada sobre la que había un
escritorio doble. En un nicho había hecho un librero con anaqueles de pino
blanco. La cama estaba tendida con sábanas blancas y cubierta a los pies por
una colcha escarlata y negra. Un espejito de mano colgaba sobre el lavamanos y
durante el día una lámpara de pantalla blanca era el único adorno de la
chimenea.
Los
libros en los anaqueles blancos estaban arreglados por su peso, de abajo
arriba. En el anaquel más bajo estaban las obras completas de Wordsworth y en
un extremo del estante de arriba había un ejemplar del Catecismo de Maynooth
cosido a la tapa de una libreta escolar. Sobre el escritorio tenía siempre
material para escribir. En el escritorio reposaba el manuscrito de una
traducción de Michael Kramer de Hauptmann, con las acotaciones escénicas en
tinta púrpura y una resma de papel cogida por un alfiler de cobre. Escribía una
frase en estas hojas de cuando en cuando y, en un momento irónico, pegó el
recorte de un anuncio de Píldoras de Bilis en la primera hoja. Al levantar la
tapa del escritorio se escapaba de él una fragancia tenue -el olor a lápices de
cedro nuevos o de un pomo de goma o de una manzana muy madura que dejara allí
olvidada.
El
señor Duffy aborrecía todo lo que participara del desorden mental o físico. Un
médico medieval lo habría tildado de saturnino. Su cara, que era el libro
abierto de su vida, tenía el tinte cobrizo de las calles de Dublín. En su
cabeza larga y bastante grande crecía un pelo seco y negro y un bigote leonado
que no cubría del todo una boca nada amable. Sus pómulos le daban a su cara un
aire duro; pero no había nada duro en sus ojos que, mirando el mundo por debajo
de unas cejas leoninas, daban la impresión de un hombre siempre dispuesto a
saludar en el prójimo un instinto redimible pero decepcionado a menudo. Vivía a
cierta distancia de su cuerpo, observando sus propios actos con mirada furtiva
y escéptica. Poseía un extraño hábito autobiográfico que lo llevaba a componer
mentalmente una breve oración sobre sí mismo, con el sujeto en tercera persona
y el predicado en tiempo pretérito. Nunca daba limosnas y caminaba erguido,
llevando un robusto bastón de avellano.
Fue
durante años cajero de un banco privado de la Calle Baggot. Cada mañana venía
desde Chapelizod en tranvía. A mediodía iba a Dan Burke a almorzar: una botella
grande de láguer y una bandejita llena de bizcochos de arrorruz. Quedaba libre
a las cuatro. Comía en una casa de comidas en la Calle George donde se sentía a
salvo de la compañía de la dorada juventud dublinesa y donde había una cierta
honestidad rústica en cuanto a la cuenta.
Pasaba
las noches sentado al piano de su casera o recorriendo los suburbios. Su amor
por la música de Mozart lo llevaba a veces a la ópera o a un concierto: eran
éstas las únicas liviandades en su vida.
No
tenía colegas ni amigos ni religión ni credo. Vivía su vida espiritual sin
comunión con el prójimo, visitando a los parientes por Navidad y acompañando el
cortejo si morían. Llevaba a cabo estos dos deberes sociales en honor a la
dignidad ancestral, pero no concedía nada más a las convenciones que rigen la
vida en común. Se permitía creer que, dadas ciertas circunstancias, podría
llegar a robar en su banco, pero, como estas circunstancias nunca se dieron, su
vida se extendía uniforme -una historia exenta de peripecias.
Una
noche se halló sentado junto a dos señoras en la Rotunda. La sala, en silencio
y apenas concurrida, auguraba un rotundo fracaso. La señora sentada a su lado
echó una mirada en redondo, una o dos veces, y después dijo:
-¡Qué
pena que haya tan pobre entrada esta noche! Es tan duro tener que cantar a las
butacas vacías.
Entendió
él que dicha observación lo invitaba a conversar. Se sorprendió de que ella
pareciera tan poco embarazada. Mientras hablaba trató de fijarla en la memoria.
Cuando supo que la joven sentada al otro lado era su hija, juzgó que ella debía
de ser un año menor que él o algo así. Su cara, que debió de ser hermosa, era
aún inteligente: un rostro ovalado de facciones decisivas.
Los
ojos eran azul oscuro y firmes. Su mirada comenzaba con una nota de desafío
pero, confundida por lo que parecía un deliberado extravío de la pupila en el
iris, reveló momentáneamente un temperamento de gran sensibilidad. La pupila se
enderezó rápida, la naturaleza a medias revelada cayó bajo el influjo de la
prudencia, y su chaqueta de astracán, que modelaba un busto un tanto pleno,
acentuó definitivamente la nota desafiante.
La encontró
unas semanas más tarde en un concierto en Earlsfort Terrace y aprovechó el
momento en que la hija estaba distraída para intimar. Ella aludió una o dos
veces a su esposo, pero su tono no era como para convertir la mención en aviso.
Se llamaba la señora Sinico. El tatarabuelo de su esposo había venido de
Leghom. Su esposo era capitán de un buque mercante que hacía la travesía entre
Dublín y Holanda; y no tenían más que una hija.
Al
encontrarla casualmente por tercera vez halló valor para concertar una cita.
Ella fue. Fue éste el primero de muchos encuentros; se veían siempre por las
noches y escogían para pasear las calles más calladas. Al señor Duffy, sin
embargo, le repugnaba la clandestinidad y, al advertir que estaban condenados a
verse siempre furtivamente, la obligó a que lo invitara a su casa.
El
capitán Sinico propiciaba tales visitas, pensando que estaba en juego la mano
de su hija. Había eliminado aquél a su esposa tan francamente de su elenco de
placeres que no sospechaba que alguien pudiera interesarse en ella. Como el
esposo estaba a menudo de viaje y la hija salía a dar lecciones de música, el
señor Duffy tuvo muchísimas ocasiones de disfrutar la compañía de la dama. Ninguno
de los dos había tenido antes una aventura y no parecían conscientes de ninguna
incongruencia. Poco a poco sus pensamientos se ligaron a los de ella. Le
prestaba libros, la proveía de ideas, compartía con ella su vida intelectual.
Ella era todo oídos.
En
ocasiones, como retribución a sus teorías, ella le confiaba datos sobre su
vida. Con solicitud casi maternal ella lo urgió a que le abriera su naturaleza
de par en par; se volvió su confesora. Él le contó que había asistido en un
tiempo a los mítines de un grupo socialista irlandés, donde se sintió como una
figura única en medio de una falange de obreros sobrios, en una buhardilla
alumbrada con gran ineficacia por un candil. Cuando el grupo se dividió en tres
células, cada una en su buhardilla y con un líder, dejó de asistir a aquellas
reuniones. Las discusiones de los obreros, le dijo, eran muy timoratas; el
interés que prestaban a las cuestiones salariales, desmedido. Opinaba que se
trataba de ásperos realistas que se sentían agraviados por una precisión
producto de un ocio que estaba fuera de su alcance. No era probable, le dijo,
que ocurriera una revolución social en Dublín en siglos.
Ella le
preguntó que por qué no escribía lo que pensaba. Para qué, le preguntó él, con
cuidado desdén. ¿Para competir con fraseólogos incapaces de pensar
consecutivamente por sesenta segundos? ¿Para someterse a la crítica de una
burguesía obtusa, que confiaba su moral a la policía y sus bellas artes a un
empresario?
Iba a
menudo a su chalecito en las afueras de Dublín y a menudo pasaban la tarde
solos. Poco a poco, según se trenzaban sus pensamientos, hablaban de asuntos
menos remotos. La compañía de ella era como un clima cálido para una planta
exótica. Muchas veces ella dejó que la oscuridad los envolviera, absteniéndose
de encender la lámpara. El discreto cuarto a oscuras, el aislamiento, la música
que aún vibraba en sus oídos, los unía.
Esta
unión lo exaltaba, limaba las asperezas de su carácter, hacía emotiva su vida
intelectual. A veces se sorprendía oyendo el sonido de su voz. Pensó que a sus
ojos debía él alcanzar una estatura angelical; y, al juntar más y más a su
persona la naturaleza fervorosa de su acompañante, escuchó aquella extraña voz
impersonal que reconocía como propia, insistiendo en la soledad del alma,
incurable. Es imposible la entrega, decía la voz: uno se pertenece a sí mismo.
El final de esos discursos fue que una noche durante la cual ella había
mostrado los signos de una excitación desusada, la señora Sinico le cogió una
mano apasionadamente y la apretó contra su mejilla.
El
señor Duffy se sorprendió mucho. La interpretación que ella había dado a sus
palabras lo desilusionó. Dejó de visitarla durante una semana; luego, le
escribió una carta pidiéndole encontrarse. Como él no deseaba que su última
entrevista se viera perturbada por la influencia del confesionario en ruinas,
se encontraron en una pastelería cerca de Parkgate. El tiempo era de aterido
otoño, pero a pesar del frío vagaron por los senderos del parque cerca de tres
horas. Acordaron romper la comunión: todo lazo, dijo él, es una atadura
dolorosa. Cuando salieron del parque caminaron en silencio hacia el tranvía;
pero aquí empezó ella a temblar tan violentamente que, temiendo él otro colapso
de su parte, le dijo rápido adiós y la dejó. Unos días más tarde recibió un
paquete que contenía sus libros y su música.
Pasaron
cuatro años. El señor Duffy retornó a su vida habitual. Su cuarto era todavía
testigo de su mente metódica. Unas partituras nuevas colmaban los atriles en el
cuarto de abajo y en los anaqueles había dos obras de Nietzsche: Así hablaba
Zaratustra y La Gaya Ciencia. Muy raras veces escribía en la pila de papeles
que reposaba en su escritorio. Una de sus sentencias, escrita dos meses después
de la última entrevista con la señora Sinico, decía: El amor entre hombre y
hombre es imposible porque no debe haber comercio sexual, y la amistad entre
hombre y mujer es imposible porque debe haber comercio sexual. Se mantuvo
alejado de los conciertos por miedo a encontrarse con ella. Su padre murió; el
socio menor del banco se retiró. Y todavía iba cada mañana a la ciudad en
tranvía y cada tarde caminaba de regreso de la ciudad a la casa, después de
comer con moderación en la Calle George y de leer un vespertino como postre.
Una
noche, cuando estaba a punto de echarse a la boca una porción de cecina y
coles, su mano se detuvo. Sus ojos se fijaron en un párrafo del diario que
había recostado a la jarra del agua. Volvió a colocar el bocado en el plato y
leyó el párrafo atentamente. Luego, bebió un vaso de agua, echó el plato a un
lado, dobló el periódico colocándolo entre sus codos y leyó el párrafo una y
otra vez. La col comenzó a depositar una fría grasa blancuzca en el plato. La
muchacha vino a preguntarle si su comida no estaba bien cocida. Él respondió
que estaba muy buena y comió unos pocos bocados con dificultad. Luego, pagó la
cuenta y salió.
Caminó
rápido en el crepúsculo de noviembre, su robusto bastón de avellano golpeando
el suelo con regularidad, el borde amarillento del informativo Mail atisbando
desde un bolsillo lateral de su ajustada chaqueta-sobretodo. En el solitario
camino de Parkgate a Chapelizod aflojó el paso. Su bastón golpeaba el suelo
menos enfático y su respiración irregular, casi con sonido de suspiros, se
condensaba en el aire invernal. Cuando llegó a su casa subió enseguida a su
cuarto y, sacando el diario del bolsillo, leyó el párrafo de nuevo a la
mortecina luz de la ventana. No leyó en voz alta, sino moviendo los labios como
hace el sacerdote cuando lee la secreta. He aquí el párrafo:
Muere una
señora en la Estación de Sydney Parade.
En el
Hospital Municipal de Dublín, el fiscal forense auxiliar (por ausencia del
señor Leverett) llevó a cabo hoy una encuesta sobre la muerte de la señora
Emily Sinico, de cuarenta y tres años de edad, quien resultara muerta en la
estación de Sydney Parade ayer noche. La evidencia arrojó que al intentar
cruzar la vía, la desaparecida fue derribada por la locomotora del tren de
Kingston (el correo de las diez), sufriendo heridas de consideración en la
cabeza y en el costado derecho, a consecuencia de las cuales hubo de fallecer.
El
motorista, James Lennon, declaró que es empleado de los ferrocarriles desde
hace quince años. Al oír él pito del guardavías, puso el tren en marcha, pero
uno o dos segundos después tuvo que aplicar los frenos en respuesta a unos
alaridos. El tren iba despacio.
El
maletero P. Dunne declaró que el tren estaba a punto de arrancar cuando observó
a una mujer que intentaba cruzar la vía férrea. Corrió hacia ella dando gritos,
pero, antes de que lograra darle alcance, la infortunada fue alcanzada por el
parachoques de la locomotora y derribada al suelo.
Un
miembro del jurado. – ¿Vio usted caer a la señora?
Testigo.
- Sí.
El
sargento de la policía Croly declaró que cuando llegó al lugar del suceso
encontró a la occisa tirada en la plataforma, aparentemente muerta. Hizo
trasladar el cadáver al salón de espera, pendiente de la llegada de una
ambulancia.
El
gendarme 57 corroboró la declaración.
El doctor
Halpin, segundo cirujano del Hospital Municipal de Dublín, declaró que la
occisa tenía dos costillas fracturadas y había sufrido severas contusiones en
el hombro derecho. Recibió una herida en el lado derecho de la cabeza a
resultas de la caída. Las heridas no habrían podido causar la muerte de una
persona normal. El deceso, según su opinión, se debió a un trauma y a un fallo
cardíaco repentino.
El
señor H. B. Patterson Finlay expresó, en nombre de la compañía de
ferrocarriles, su más profunda pena por dicho accidente. La compañía, declaró,
ha tomado siempre precauciones para impedir que los pasajeros crucen las vías
si no es por los puentes, colocando al efecto anuncios en cada estación y
también mediante el uso de barreras de resorte en los pasos a nivel. La difunta
tenía por costumbre cruzar las líneas, tarde en la noche, de plataforma en
plataforma, y en vista de las demás circunstancias del caso, declaró que eximía
a los empleados del ferrocarril de toda responsabilidad.
El
capitán Sinico, de Leoville, Sydney Parade, esposo de la occisa, también hizo
su deposición. Declaró que la difunta era su esposa, que él no estaba en Dublín
al momento del accidente, ya que había arribado esa misma mañana de Rótterdam.
Llevaban veintidós años de casados y habían vivido felizmente hasta hace cosa
de dos años, cuando su esposa comenzó a mostrarse destemplada en sus
costumbres.
La
señorita Mary Sinico dijo que últimamente su madre había adquirido el hábito de
salir de noche a comprar bebidas espirituosas. Atestiguó que en repetidas
ocasiones había intentado hacer entrar a su madre en razón, habiéndola inducido
a que ingresara en la liga antialcohólica. La joven declaró no encontrarse en
casa cuando ocurrió el accidente.
El
jurado dio su veredicto de acuerdo con la evidencia médica y exoneró al
mencionado Lennon de toda culpa.
El
fiscal forense auxiliar dijo que se trataba de un triste caso y expresó su
condolencia al capitán Sinico y a su hija. Urgió a la compañía ferroviaria a
tomar todas las medidas a su alcance para prevenir la posibilidad de accidentes
semejantes en el futuro. No se culpó a terceros.
El
señor Duffy levantó la vista del periódico y miró por la ventana al melancólico
paisaje. El río corría lento junto a la destilería y de cuando en cuando se veía
una luz en una casa en la carretera a Lucan. ¡Qué fin! Toda la narración de su
muerte lo asqueaba y lo asqueaba pensar que alguna vez le habló a ella de lo
que tenía por más sagrado. Las frases deshilvanadas, las inanes expresiones de
condolencia, las cautas palabras del periodista habían conseguido ocultar los
detalles de una muerte común, vulgar, y esto le atacó al estómago. No era sólo
que ella se hubiera degradado; lo degradaba a él también. Vio la escuálida ruta
de su vicio miserable y maloliente. ¡Su alma gemela! Pensó en los
trastabillantes derrelictos que veía llevando latas y botellas a que se las
llenara el dependiente. ¡Por Dios, qué final! Era evidente que no estaba
preparada para la vida, sin fuerza ni propósito como era, fácil presa del vicio:
una de las ruinas sobre las que se erigían las civilizaciones. ¡Pero que
hubiera caído tan bajo! ¿Sería posible que se hubiera engañado tanto en lo que
a ella respectaba? Recordó los exabruptos de aquella noche y los interpretó en
un sentido más riguroso que lo había hecho jamás. No tenía dificultad alguna en
aprobar ahora el curso tomado.
Como la
luz desfallecía y su memoria comenzó a divagar pensó que su mano tocaba la
suya. La sorpresa que atacó primero su estómago comenzó a atacarle los nervios.
Se puso el sobretodo y el sombrero con premura y salió. El aire frío lo recibió
en el umbral; se le coló por las mangas del abrigo. Cuando llegó al pub del
puente de Chapelizod entró y pidió un ponche caliente.
El
propietario vino a servirle obsequioso, pero no se aventuró a dirigirle la
palabra. Había cuatro o cinco obreros en el establecimiento discutiendo el
valor de la hacienda de un señor del condado de Kildare. Bebían de sus grandes
vasos a intervalos y fumaban, escupiendo al piso a menudo y en ocasiones
barriendo el aserrín sobre los salivazos con sus botas pesadas. El señor Duffy
se sentó en su banqueta y los miraba sin verlos ni oírlos. Se fueron después de
un rato y él pidió otro ponche. Se sentó ante el vaso por mucho rato. El
establecimiento estaba muy tranquilo. El propietario estaba tumbado sobre el
mostrador leyendo el Herald y bostezando. De vez en cuando se oía un tranvía
siseando por la desolada calzada.
Sentado
allí, reviviendo su vida con ella y evocando alternativamente las dos imágenes
con que la concebía ahora, se dio cuenta de que estaba muerta, que había dejado
de existir, que se había vuelto un recuerdo. Empezó a sentirse desazonado. Se
preguntó qué otra cosa pudo haber hecho. No podía haberla engañado haciéndole
una comedia; no podía haber vivido con ella abiertamente. Hizo lo que creyó
mejor. ¿Tenía él acaso la culpa? Ahora que se había ido ella para siempre
entendió lo solitaria que debía haber sido su vida, sentada noche tras noche,
sola, en aquel cuarto. Su vida sería igual de solitaria hasta que él también
muriera, dejara de existir, se volviera un recuerdo -si es que alguien lo
recordaba.
Eran
más de las nueve cuando dejó el pub. La noche era fría y tenebrosa. Entró al
parque por el primer portón y caminó bajo los árboles esmirriados. Caminó por
los senderos yermos por donde habían andado cuatro años atrás. Por momentos
creyó sentir su voz rozar su oído, su mano tocando la suya. Se detuvo a
escuchar. ¿Por qué le había negado a ella la vida? ¿Por qué la condenó a
muerte? Sintió que su existencia moral se hacía pedazos.
Cuando
alcanzó la cresta de Magazine Hill se detuvo a mirar a lo largo del río y hacia
Dublín, cuyas luces ardían rojizas y acogedoras en la noche helada. Miró colina
abajo y, en la base, a la sombra del muro del parque, vio unas figuras caídas:
parejas. Esos amores triviales y furtivos lo colmaban de desespero. Lo carcomía
la rectitud de su vida; sentía que lo habían desterrado del festín de la vida.
Un ser humano parecía haberlo amado y él le negó la felicidad y la vida: la
sentenció a la ignominia y a morir de vergüenza. Sabía que las criaturas
postradas allá abajo junto a la muralla lo observaban y deseaban que acabara de
irse. Nadie lo quería; era un desterrado del festín de la vida. Volvió sus ojos
al resplandor gris del río, serpeando hacia Dublín.
Más
allá del río vio un tren de carga serpeando hacia la estación de Kingsbridge,
como un gusano de cabeza fogosa serpeando en la oscuridad, obstinado y
laborioso. Lentamente se perdió de vista; pero todavía sonó en su oído el
laborioso rumor de la locomotora repitiendo las sílabas de su nombre.
Regresó
lentamente por donde había venido, el ritmo de la máquina golpeando en sus
oídos. Comenzó a dudar de la realidad de lo que la memoria le decía. Se detuvo
bajo un árbol a dejar que murieran aquellos ritmos. No podía sentirla en la
oscuridad ni su voz podía rozar su oído. Esperó unos minutos, tratando de oír.
No se oía nada: la noche era de un silencio perfecto. Escuchó de nuevo:
perfectamente muda. Sintió que se había quedado solo.
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