Aventuras de Robinson Crusoe
Daniel Defoe
fragmento
Nací en 1632, en la ciudad de York, de una buena familia, aunque no de la región, pues mi padre era un extranjero de
Brema1 que, inicialmente, se asentó en Hull2. Allí
consiguió hacerse con una considerable fortuna como comerciante y, más tarde,
abandonó sus negocios y se fue a vivir a York, donde se casó con mi madre, que
pertenecía a la familia Robinson, una de las buenas familias del condado de la
cual obtuve mi nombre, Robinson Kreutznaer. Mas, por la habitual alteración de
las palabras que se hace en Inglaterra, ahora nos llaman y nosotros también nos
llamamos y escribimos nuestro nombre Crusoe; y así me han llamado siempre mis
compañeros.
Tenía dos hermanos mayores, uno de ellos fue coronel
de un regimiento de infantería inglesa en Flandes, que antes había estado bajo
el mando del célebre coronel Lockhart, y murió en la batalla de Dunkerque3
contra los españoles.
Lo que fue de mi segundo hermano, nunca lo he sabido
al igual que mi padre y mi madre tampoco supieron lo que fue de mí.
1 Brema
(Bremen): Ciudad
y puerto de Alemania a orillas del río Weser
en el mar del Norte.
2 Hull (Kingston-Upon-Hull): Gran puerto pesquero y
comercial de Gran Bretaña, junto al estuario del Humber.
3
Dunkerque: Ciudad y puerto de Francia
en el mar del Norte donde, en 1658, el Ejército español fue derrotado por los
anglo-franceses.
Como
yo era el tercer hijo de la familia y no me había educado en ningún oficio,
desde muy pequeño me pasaba la vida divagando. Mi padre, que era ya muy
anciano, me había dado una buena educación, tan buena como puede ser la
educación en casa y en las escuelas rurales gratuitas, y su intención era que
estudiara leyes. Pero a mí nada me entusiasmaba tanto como el mar, y dominado
por este deseo, me negaba a acatar la voluntad, las órdenes, más bien, de mi
padre y a escuchar las súplicas y ruegos de mi madre y mis amigos. Parecía que
hubiese algo de fatalidad en aquella propensión natural que me encaminaba a la
vida de sufrimientos y miserias que habría de llevar.
Mi padre, un hombre prudente y discreto, me dio
sabios y excelentes consejos para disuadirme de llevar a cabo lo que,
adivinaba, era mi proyecto. Una mañana me llamó a su recámara, donde le
confinaba la gota, y me instó amorosamente, aunque con vehemencia, a abandonar
esta idea. Me preguntó qué razones podía tener, aparte de una mera vocación de
vagabundo, para abandonar la casa paterna y mi país natal, donde sería bien
acogido y podría, con dedicación e industria, hacerme con una buena fortuna y
vivir una vida cómoda y placentera. Me dijo que sólo los hombres desesperados,
por un lado, o extremadamente ambiciosos, por otro, se iban al extranjero en
busca de aventuras, para mejorar su estado mediante empresas elevadas o
hacerse famosos realizando obras que se salían del camino habitual; que yo
estaba muy por encima o por debajo de esas cosas; que mi estado era el estado
medio, o lo que se podría llamar el nivel más alto de los niveles bajos, que,
según su propia experiencia, era el mejor estado del mundo y el más apto para
la felicidad, porque no estaba expuesto a las miserias, privaciones, trabajos
ni sufrimientos del sector más vulgar de la humanidad; ni a la vergüenza, el
orgullo, el lujo, la ambición ni la envidia de los que pertenecían al sector
más alto. Me dijo que podía juzgar por
mí mismo la felicidad de este estado, siquiera por un hecho; que este era un
estado que el resto de las personas envidiaba; que los reyes a menudo se
lamentaban de las consecuencias de haber nacido para grandes propósitos y
deseaban haber nacido en el medio de los dos extremos, entre los viles y los
grandes; y que el sabio daba testimonio de esto, como el justo parámetro de la
verdadera felicidad, cuando rogaba no ser ni rico ni pobre4.
4 Proverbios 30:8: «No me des pobreza ni riqueza.»
Me urgió a que me fijara y me diera cuenta de que
los estados superiores e inferiores de la humanidad siempre sufrían
calamidades en la vida, mientras que el estado medio padecía menos desastres y
estaba menos expuesto a las vicisitudes que los estados más altos y los más
bajos; que no padecía tantos desórdenes y desazones del cuerpo y el alma, como
los que, por un lado, llevaban una vida llena de vicios, lujos y
extravagancias, o los que, por el otro, sufrían por el trabajo excesivo, la
necesidad y la falta o insuficiencia de alimentos y, luego, se enfermaban por
las consecuencias naturales del tipo de vida que llevaban; que el estado medio
de la vida proveía todo tipo de virtudes y deleites; que la paz y la plenitud
estaban al servicio de una fortuna media; que la templanza, la moderación, la
calma, la salud, el sosiego, todas las diversiones agradables y todos los
placeres deseables eran las bendiciones que aguardaban a la vida en el estado
medio; que, de este modo, los hombres pasaban tranquila y silenciosamente por
el mundo y partían cómodamente de él, sin avergonzarse de la labor realizada
por sus manos o su mente, ni venderse como esclavos por el pan de cada día, ni
padecer el agobio de las circunstancias adversas que le roban la paz al alma y
el descanso al cuerpo; que no sufren por la envidia ni la secreta quemazón de
la ambición por las grandes cosas, más bien, en circunstancias agradables, pasan
suavemente por el mundo, saboreando a conciencia las dulzuras de la vida, y no
sus amarguras, sintiéndose felices y dándose cuenta, por las experiencias de
cada día, de que realmente lo son.
Después de esto, me rogó encarecidamente y del modo
más afectuoso posible, que no actuara como un niño, que no me precipitara a las
miserias de las que la na turaleza y el estado en el que había nacido me
eximían. Me dijo que no tenía ninguna necesidad de buscarme el pan; que él
sería bueno conmigo y me ayudaría cuanto pudiese a entrar felizmente en el
estado de la vida que me había estado aconsejando; y que si no me sentía feliz
y cómodo en el mundo, debía ser simplemente por mi destino o por mi culpa; y
que él no se hacía responsable de nada porque había cumplido con su deber,
advirtiéndome sobre unas acciones que, él sabía, podían perjudicarme. En pocas
palabras, que así como sería bueno conmigo si me quedaba y me asentaba en casa
como él decía, en modo alguno se haría partícipe de mis desgracias, animándome
a que me fuera. Para finalizar, me dijo que tomara el ejemplo de mi hermano
mayor, con quien había empleado inútilmente los mismos argumentos para
disuadirlo de que fuera a la guerra en los Países Bajos, quien no pudo
controlar sus deseos de juventud y se alistó en el ejército, donde murió; que
aunque no dejaría de orar por mí, se atrevía a decirme que si no desistía de
dar un paso tan absurdo, no tendría la bendición de Dios; y que en el futuro, tendría
tiempo para pensar que no había seguido su consejo cuando tal vez ya no
hubiera nadie que me pudiese ayudar.
Me di cuenta, en esta última parte de su discurso,
que fue verdaderamente profético, aunque supongo que mi padre no lo sabía en
ese momento; decía que pude ver que por el rostro de mi padre bajaban
abundantes lágrimas, en especial, cuando hablaba de mi hermano muerto; y
cuando me dijo que ya tendría tiempo para arrepentirme y que no habría nadie
que pudiese ayudarme, estaba tan conmovido que se le quebró la voz y tenía el
corazón tan oprimido, que ya no pudo decir nada más.
Me sentí sinceramente emocionado por su discurso, ¿y
quién no?, y decidí no pensar más en viajar sino en establecerme en casa,
conforme con los deseos de mi padre. Mas, ¡ay!, a los pocos días cambié de
opinión y, para evitar que mi padre me siguiera importunando, unas semanas después,
decidí huir de casa. Sin embargo, no actué precipitadamente, ni me dejé llevar
por la urgencia de un primer impulso. Un día, me pareció que mi madre se
sentía mejor que de ordinario y, llamándola aparte, le dije que era tan grande
mi afán por ver el mundo, que nunca podría emprender otra actividad con la
determinación necesaria para llevarla a cabo; que mejor era que mi padre me
diera su consentimiento a que me forzara a irme sin él; que tenía dieciocho
años, por lo que ya era muy mayor para empezar como aprendiz de un oficio o
como ayudante de un abogado; y que estaba seguro de que si lo hacía, nunca lo
terminaría y, en poco tiempo, huiría de mi maestro para irme al mar. Le pedí
que hablara con mi padre y le persuadiera de dejarme hacer tan solo un viaje
por mar. Si regresaba a casa porque no me gustaba, jamás volvería a marcharme y
me aplicaría doblemente para recuperar el tiempo perdido.
Estas palabras enfurecieron a mi madre. Me dijo que
no tenía ningún sentido hablar con mi padre sobre ese asunto pues él sabía muy
bien cuál era mi interés en que diera su consentimiento para algo que podía
perjudicarme tanto; que ella se preguntaba cómo podía pensar algo así después
de la conversación que había tenido con mi padre y de las expresiones de afecto
y ternura que había utilizado conmigo; en pocas palabras, que si yo quería
arruinar mi vida, ellos no tendrían forma de evitarlo pero que tuviera por
cierto que nunca tendría su consentimiento para hacerlo; y que, por su parte,
no quería hacerse partícipe de mi destrucción para que nunca pudiese decirse
que mi madre había accedido a algo a lo que mi padre se había opuesto.
Aunque mi madre se negó a decírselo a mi padre, supe
después que se lo había contado todo y que mi padre, muy acongojado, le dijo
suspirando:
-Ese chico sería feliz si se quedara en casa, pero
si se marcha, será el más miserable y desgraciado de los hombres. No puedo
darle mi consentimiento para esto.
En menos de un año me di a la fuga. Durante todo ese
tiempo me mantuve obstinadamente sordo a cualquier proposición encaminada a
que me asentara. A menudo discu tía con mi padre y mi madre sobre su rígida
determinación en contra de mis deseos. Mas, cierto día, estando en Hull,
a donde había ido por casualidad y sin
ninguna intención de fugarme; estando allí, como digo, uno de mis amigos, que
se embarcaba rumbo a Londres en el barco de su padre, me invitó a acompañarlos,
con el cebo del que ordinariamente se sirven los marineros, es decir,
diciéndome que no me costaría nada el pasaje. No volví a consultarle a mi padre
ni a mi madre, ni siquiera les envié recado de mi decisión. Más bien, dejé que
se enteraran como pudiesen y sin encomendarme a Dios o a mi padre, ni
considerar las circunstancias o las consecuencias, me embarqué el primer día
de septiembre de 1651, día funesto, ¡Dios lo sabe!, en un barco con destino a
Londres. Creo que nunca ha existido un joven aventurero cuyos infortunios
empezasen tan pronto y durasen tanto tiempo como los míos. Apenas la
embarcación había salido del puerto, se levantó un fuerte vendaval y el mar
comenzó a agitarse con una violencia aterradora. Como nunca antes había estado
en el mar, empecé a sentir un malestar en el cuerpo y un terror en el alma muy
difíciles de expresar. Comencé entonces a pensar seriamente en lo que había
hecho y en que estaba siendo justamente castigado por el Cielo por abandonar la
casa de mi padre y mis obligaciones. De repente recordé todos los buenos
consejos de mis padres, las lágrimas de mi padre y las súplicas de mi madre. Mi
corazón, que aún no se había endurecido, me reprochaba por haber desobedecido a
sus advertencias y haber olvidado mi deber hacia Dios y hacia mi padre.
Mientras tanto, la tormenta arreciaba y el mar, en
el que no había estado nunca antes, se encrespó muchísimo, aunque nada
comparado con lo que he visto otras veces desde entonces; no, ni con lo que vi
pocos días después. Sin embargo, era suficiente para asustarme, pues entonces
apenas era un joven navegante que jamás había-visto algo así. A cada ola,
esperaba que el mar nos tragara y cada vez que el barco caía en lo que a mí me
parecía el fondo del mar, pensaba que no volvería a salir a flote. En esta
agonía física y mental, hice muchas promesas y resoluciones. Si Dios quería
salvarme la vida en este viaje, si volvía a pisar tierra firme, me iría
directamente a casa de mi padre y no volvería a montarme en un barco mientras
viviese; seguiría sus consejos y no volvería a verme sumido en la miseria.
Ahora veía claramente la bondad de sus argumentos a favor del estado medio de
la vida y lo fácil y confortablemente que había vivido sus días, sin exponerse
a tempestades en el mar ni a problemas en la tierra. Decidí que, como un
verdadero hijo pródigo arrepentido, iría a la casa de mi padre.
Estos pensamientos sabios y prudentes me acompañaron
lo que duró la tormenta, incluso, un tiempo después. No obstante, al día
siguiente, el viento menguó, el mar se calmó y yo comenzaba a acostumbrarme al
barco. Estuve bastante circunspecto todo el día porque aún me sentía un poco
mareado, pero hacia el atardecer, el tiempo se despejó, el viento amainó y
siguió una tarde encantadora. Al ponerse el sol, el cielo estaba completamente
despejado y así siguió hasta el amanecer. No había viento, o casi nada y el sol
se reflejaba luminoso sobre la tranquila superficie del mar. En estas
condiciones, disfruté del espectáculo más deleitoso que jamás hubiera visto.
Había dormido bien toda la noche y ya no estaba mareado
sino más bien animado, contemplando con asombro el mar, que había estado tan
agitado y terrible el día anterior, y que, en tan poco tiempo se había tornado
apacible y placentero. Entonces, como para evitar que prosiguiera en mis
buenos propósitos, el compañero que me había incitado a partir, se me acercó y
me dijo:
-Bueno, Bob -dijo dándome una palmada en el hombro-, ¿cómo te
sientes después de esto? Estoy seguro de que anoche, cuando apenas soplaba una
ráfaga de viento, estabas asustado, ¿no es cierto?
-¿Llamarías a eso una ráfaga de viento? -dije yo-,
aquello fue una tormenta terrible.
-¿Una tormenta, tonto? -me contestó-, ¿llamas a eso
una tormenta? Pero si no fue nada; teniendo un buen barco y estando en mar
abierto, no nos preocupamos por una borrasca como esa. Lo que pasa es que no
eres más que un marinero de agua dulce, Bob. Ven, vamos a preparar una jarra de
ponche y olvidémoslo todo. ¿No ves qué tiempo maravilloso hace ahora?
Para abreviar esta penosa parte de mi relato, diré
que hicimos lo que habitualmente hacen los marineros. Preparamos el ponche y
me emborraché y, en esa noche de borra chera, ahogué todo mi remordimiento, mis
reflexiones sobre mi conducta pasada y mis resoluciones para el futuro. En
pocas palabras, a medida que el mar se calmaba después de la tormenta, mis
atropellados pensamientos de la noche anterior comenzaron a desaparecer y fui
perdiendo el temor a ser tragado por el mar. Entonces, retornaron mis antiguos
deseos y me olvidé por completo de las promesas que había hecho en mi
desesperación. Aún tuve algunos momentos de reflexión en los que procuraba
recobrar la sensatez pero, me sacudía como si de una enfermedad se tratase.
Dedicándome de lleno a la bebida y a la compañía, logré vencer esos ataques,
como los llamaba entonces y en cinco o seis días logré una victoria total sobre
mi conciencia, como lo habría deseado cualquier joven que hubiera decidido no
dejarse abatir por ella. Pero aún me faltaba superar otra prueba y la Providencia,
como suele hacer en estos casos, decidió dejarme sin la menor excusa. Si no
había tomado lo sucedido como una advertencia, lo que vino después, fue de tal
magnitud, que hasta el más implacable y empedernido miserable, habría advertido
el peligro y habría implorado misericordia.
Al sexto día de navegación, llegamos a las radas de Yarmouth5.
Como el viento había estado contrario
y el tiempo tan calmado, habíamos avanzado muy poco después de la tormenta.
Allí tuvimos que anclar y allí permanecimos, mientras el viento seguía soplando
contrario, es decir, del sudoeste, a lo largo de siete u ocho días, durante los
cuales, muchos barcos de Newcastle llegaron a las mismas radas, que eran
una bahía en la que los barcos, habitualmente, esperaban a que el viento
soplara favorablemente para pasar el río.
5 Yarmouth (Great Yarmouth): Ciudad y puerto de Inglaterra.
Sin embargo, nuestra intención no era permanecer
allí tanto tiempo, sino remontar el río. Pero el viento comenzó a soplar
fuertemente y, al cabo de cuatro o cinco días, conti nuó haciéndolo con mayor
intensidad. No obstante, las radas se consideraban un lugar tan seguro como los
puertos, estábamos bien anclados y nuestros aparejos eran resistentes, por lo
que nuestros hombres no se preocupaban ni sentían el más mínimo temor; más
bien, se pasaban el día descansando y divirtiéndose del modo en que lo hacen los
marineros. En la mañana del octavo día, el viento aumentó y todos pusimos manos
a la obra para nivelar el mástil y aparejar todo para que el barco resistiera
lo mejor posible. Al mediodía, el mar se levantó tanto, que el castillo de proa
se sumergió varias veces y en una o dos ocasiones pensamos que se nos había
soltado el ancla, por lo que el capitán ordenó que echáramos la de emergencia
para sostener la nave con dos anclas a proa y los cables estirados al máximo.
Se desató una terrible tempestad y, entonces, empecé
a vislumbrar el terror y el asombro en los rostros de los marineros. El
capitán, aunque estaba al tanto de las manio bras para salvar el barco,
mientras entraba y salía de su camarote, que estaba junto al mío, murmuraba
para sí: «Señor, ten piedad de nosotros, es el fin, estamos perdidos», y cosas
por el estilo. Durante estos primeros momentos de apuro, me comporté
estúpidamente, paralizado en mi cabina, que estaba en la proa; no soy capaz de
describir cómo me sentía. Apenas podía volver a asumir el primer remordimiento,
del que, aparentemente, había logrado liberarme y contra el que me había
empecinado. Pensé que había superado el temor a la muerte y que esto no sería
nada, como la primera vez, mas cuando el capitán se me acercó, como acabo de
decir, y dijo que estábamos perdidos, me sentí aterrorizado. Me levanté, salí
de mi camarote y miré a mi alrededor; nunca había visto un espectáculo tan
desolador. Las olas se elevaban como montañas y nos abatían cada tres o cuatro
minutos; lo único que podía ver a mi alrededor era desolación. Dos barcos que
estaban cerca del nuestro habían tenido que cortar sus mástiles a la altura del
puente, para no hundirse por el peso, y nuestros hombres gritaban que un barco,
que estaba fondeado a una milla6 de nosotros, se había hundido.
Otros dos barcos que se habían zafado de sus anclas eran peligrosamente
arrastrados hacia el mar sin siquiera un mástil. Los barcos livianos resistían
mejor porque no sufrían tanto los embates del mar pero dos o tres de ellos se
fueron a la deriva y pasaron cerca de nosotros, con solo el foque7
al viento.
Hacia la tarde, el piloto y el contramaestre le
pidieron al capitán de nuestro barco que les permitiera cortar el palo del
trinquete8, a lo que el capitán se negó. Mas cuando el contramaestre
protestó diciendo que si no lo hacían, el barco se hundiría, accedió. Cuando
cortaron el palo, el mástil se quedó tan al descubierto y desestabilizó la nave
de tal modo, que se vieron obligados a cortarlo también y dejar la cubierta
totalmente arrasada.
6 Milla: Medida itineraria que se utiliza en el mar y
en la tierra. Una milla terrestre equivale a 1.609,34 metros. Una milla
marítima, también llamada nudo, equivale a 1.851,66 metros.
7 Foque: Nombre común que se les da todas las velas triangulares
que se orientan y amuran sobre el bauprés.
8 Palo de trinquete: Palo más próximo a la proa.
También se llama trinquete a la vela que va en ese palo.
Cualquiera podría imaginarse cómo me sentía en este
momento, pues no era más que un aprendiz de marinero, que tan solo unos días
antes se había aterrorizado ante muy poca cosa. Pero si me es posible expresar,
al cabo de tanto tiempo, lo que pensaba entonces, diré que estaba diez veces
más asustado por haber abandonado mis resoluciones y haber retomado mis
antiguas convicciones, que por el peligro de muerte ante el que me encontraba.
Todo esto, sumado al terror de la tempestad, me puso en un estado de ánimo, que
no podría describir con palabras. Pero aún no había ocurrido lo peor, pues la
tempestad se ensañaba con tal furia que los propios marineros admitían que
nunca habían visto una peor. Teníamos un buen barco pero llevábamos demasiado
peso y esto lo hacía bambolearse tanto, que los marineros, a cada rato,
gritaban que se iría a pique. Esto obraba a mi favor porque no sabía lo que
quería decir «irse a pique» hasta que lo pregunté. La tempestad arreciaba
tanto que pude ver algo que no se ve muy a menudo: el capitán, el contramaestre
y algunos otros más sensatos que los demás, se pusieron a rezar, esperando
que, de un momento a otro, el barco se hundiera. A medianoche, y para colmo de
nuestras desgracias, uno de los hombres que había bajado a ver la situación,
gritó que teníamos una grieta y otro dijo que teníamos cuatro pies9
de agua en la bodega. Entonces nos llamaron a todos para poner en marcha la
bomba. Al oír esta palabra, pensé que me moría y caí de espaldas sobre uno de
los costados de mi cama, donde estaba sentado. Sin embargo, los hombres me
levantaron y me dijeron que, ya que no había hecho nada antes, que muy bien
podía ayudar con la bomba como cualquiera de ellos. Al oír esto, me levanté rápidamente,
me dirigí a la bomba y me puse a trabajar con todas las fuerzas de mi corazón.
Mientras tanto, el capitán había divisado unos pequeños barcos carboneros que
no podían resistir la tormenta anclados y tuvieron que lanzarse al mar abierto.
Cuando pasaron cerca de nosotros, ordenó disparar un cañonazo para pedir
socorro. Yo, que no tenía idea de lo que eso significaba, me sorprendí tanto que
pensé que el barco se había quebrado o que algo espantoso había ocurrido. En
pocas palabras, me sorprendió tanto que me desmayé. En ese momento, cada cual
velaba por su propia vida, de modo que nadie se preocupó por mí o por lo que
pudiera pasarme. Un hombre se acercó a la bomba y apartándome con el pie, me
dejó allí tendido, pensando que había muerto; y pasó un buen rato antes de que
recuperara el sentido.
9 Pie: Medida de longitud que equivale a 30,48
centímetros.
Seguimos trabajando pero el agua no cesaba de entrar
en la bodega y era evidente que el barco se hundiría. Aunque la fuerza de la
tormenta comenzó a disminuir un poco, no era posible que el barco pudiera
llegar a puerto, por lo que el capitán siguió disparando cañonazos en señal de
auxilio. Un barco pequeño, que se había soltado justo delante de nosotros,
envió un bote para rescatarnos. Con gran dificultad, el bote se aproximó a
nosotros pero no podía mantenerse cerca del barco ni nosotros subir a bordo.
Por fin, los hombres que iban en el bote comenzaron a remar con todas sus
fuerza, arriesgando su vida para salvarnos, y nuestros hombres les lanzaron un
cable con una boya por popa. Después de muchas dificultades, pudieron asirlo y
así los acercamos hasta la popa y conseguimos subir a bordo. Ni ellos ni
nosotros le vimos ningún sentido a tratar de llegar hasta su nave así que
acordamos dejarnos llevar por la corriente, limitándonos a enderezar el bote
hacia la costa lo más que pudiéramos. Nuestro capitán les prometió que, si el
bote se destrozaba al llegar a la orilla, él se haría cargo de indemnizar a su
capitán. Así, pues, con la ayuda de los remos y la corriente, nuestro bote fue
avanzando hacia el norte, en dirección oblicua a la costa, hasta Winterton Ness.10
10 Winterton Ness:
Cabo del mar del Norte, a dos
kilómetros de Winterton, en el condado de Norfoik.
No había transcurrido mucho más de un cuarto de hora
desde que abandonáramos nuestro barco, cuando lo vimos hundirse. Entonces
comprendí, por primera vez, lo que significa «irse a pique». Debo reconocer
que no pude levantar la vista cuando los marineros me dijeron que se estaba hundiendo.
Desde el momento en que me subieron en el bote, porque no puedo decir que yo lo
hiciera, sentía que mi corazón estaba como muerto dentro de mí, en parte por
el miedo y en parte por el horror de lo que según pensaba aún me aguardaba.
Mientras estábamos así, los hombres seguían remando
para acercar el bote a la costa y podíamos ver, cuando subíamos a la cresta de
una ola, que había un montón de gente en la orilla, corriendo de un lado a otro
para socorrernos cuando llegáramos. Pero nos movíamos muy lentamente y no nos
acercamos a la orilla hasta pasado el faro de Winterton, donde
la costa hace una entrada hacia el oeste en dirección a Cromer. Allí, la tierra
nos protegía del viento y pudimos llegar a la orilla. Con mucha dificultad,
desembarcamos a salvo y, después, fuimos andando hasta Yarmouth,
donde, como a hombres desafortunados
que éramos, nos trataron con gran humanidad; desde los magistrados del pueblo,
que nos proveyeron buen alojamiento, hasta los comerciantes y dueños de
barcos, que nos dieron suficiente dinero para llegar a Londres o Hull,
según lo deseáramos.
Si hubiese tenido la sensatez de regresar a Hull
y volver a casa, habría sido feliz y
mi padre, como emblema de la parábola de nuestro bendito Redentor, habría
matado su ter nero más cebado en mi honor, pues pasó mucho tiempo desde que se
enteró de que el barco en el que me había escapado se había hundido en la rada
de Yarmouth, hasta
que supo que no me había ahogado.
Sin embargo, mi cruel destino me empujaba con una
obstinación que no cedía ante nada. Aunque muchas veces sentí los llamados de
la razón y el buen juicio para que re gresara a casa, no tuve la fuerza de
voluntad para hacerlo. No sé cómo definir esto, ni me atrevo a decir que se
trata de una secreta e inapelable sentencia que nos empuja a obrar como
instrumentos de nuestra propia destrucción y abalanzarnos hacia ella con los
ojos abiertos, aunque la tengamos de frente. Ciertamente, solo una desgracia
semejante, insoslayable por decreto y de la que en modo alguno podía escapar,
pudo haberme obligado a seguir adelante, en contra de los serenos razonamientos
y avisos de mi conciencia y de las dos advertencias que había recibido en mi
primera experiencia.
Mi compañero, que antes me había ayudado a fortalecer
mi decisión y que era hijo del capitán, estaba menos decidido que yo. La
primera vez que me habló, que no fue has ta pasados tres o cuatro días de
nuestro desembarco en Yarmouth, puesto que en el pueblo nos separaron en distintos
alojamientos; como decía, la primera vez que me vio, me pareció notar un cambio
en su tono. Con un aspecto melancólico y un movimiento de cabeza me preguntó
cómo estaba, le dijo a su padre quién era yo y le explicó que había hecho este
viaje a modo de prueba para luego embarcarme en un viaje más largo. Su padre se
volvió hacia mí con un gesto de preocupación:
-Muchacho -me dijo-, no debes volver a embarcarte
nunca más. Debes tomar esto como una señal clara e irrefutable de que no podrás
ser marinero.
-Pero señor -le dije-, ¿acaso no pensáis volver al
mar?
-Mi caso es diferente -dijo él-, esta es mi vocación
y, por lo tanto, mi deber. Mas, si tú has hecho este viaje como prueba, habrás
visto que el cielo te ha dado muestras suficientes de lo que te espera si
insistes. Tal vez esto nos haya pasado por tu culpa, como pasó con Jonás en el
barco que lo llevaba a Tarsis11. Pero dime, por favor, ¿quién eres y
por qué te has embarcado?
11 Se refiere al libro de Jonás 1, 1-16. En este
episodio, Dios le ordenó a Jonás que fuera a Nínive para anunciar su
destrucción. Desobedeciendo el mandato de Dios, Jonás se embarcó para Tarsis y
se levantó una terrible tempestad que solo cesó cuando arrojó a Jonás al agua.
Entonces, le relaté parte de mi historia, al final
de la cual, estalló en un extraño ataque de cólera y dijo:
-¿Qué habré hecho yo para que semejante infeliz se
montara en mi barco? No pondría un pie en el mismo barco que tú otra vez ni por
mil libras esterlinas.
Esto fue, como pensaba, una explosión de sus emociones,
aún alteradas por la sensación de pérdida, que había rebasado los límites de
su autoridad hacia mí. Sin embargo, lue go habló serenamente conmigo, me
exhortó a que regresara junto a mi padre y no volviera a desafiar a la
Providencia, ya que podía ver claramente que la mano del cielo había caído
sobre mí.
-Y, muchacho dijo-, ten en cuenta lo que te estoy
diciendo. Si no regresas, a donde quiera que vayas solo encontrarás desastres
y decepciones hasta que se hayan cumplido cabalmente las palabras de tu padre.
Poco después nos separamos sin que yo pudiese contestarle
gran cosa y no volví a verlo; hacia dónde fue, no lo sé. Por mi parte, con un
poco de dinero en el bolsillo, viajé a Londres por tierra y allí, lo mismo que
en el transcurso del viaje, me debatí sobre el rumbo que debía tomar mi vida:
si debía regresar a casa o al mar.
Respecto a volver a casa, la vergüenza me hacía
rechazar mis buenos impulsos e inmediatamente pensé que mis vecinos se reirían
de mí y que me daría vergüenza presen tarme, no solo ante mis padres, sino ante
el resto del mundo. En este sentido, y desde entonces, he observado lo incongruentes
e irracionales que son los seres humanos, especialmente los jóvenes, frente a
la razón que debe guiarlos en estos casos; es decir, que no se avergüenzan de
pecar sino de arrepentirse de su pecado; que no se avergüenzan de hacer cosas
por las que, legítimamente, serían tomados por tontos, sino de retractarse, por
lo que serían tomados por sabios.
En este estado permanecí un tiempo, sin saber qué medidas
tomar ni por dónde encaminar mi vida. Aún me sentía renuente a volver a casa y,
a medida que demoraba mi decisión, se iba disipando el recuerdo de mis
desgracias, lo cual, a su vez, hacía disminuir aún más mis débiles intenciones
de regresar a casa. Finalmente, me olvidé de ello y me dispuse a buscar la
forma de viajar.
La nefasta influencia que, en el principio, me había
alejado de la casa de mi padre; que me había conducido a seguir la
descabellada y absurda idea de hacer fortuna y me había imbuido con tal fuerza
dicha presunción que me hizo sordo a todos los sabios consejos, a los ruegos y
hasta las órdenes de mi padre; digo, que, esa misma influencia, cualquiera que
fuera, me impulsó a realizar la más desafortunada de las empresas. De este
modo, me embarqué en un buque rumbo a la costa de África o, como dicen
vulgarmente los marineros, emprendí un viaje a Guinea.
Para mi desgracia, en ninguna de estas aventuras me
embarqué como marinero. Es verdad que, de ese modo, habría tenido que trabajar
un poco más de lo ordinario, pero, al mismo tiempo, habría aprendido los
deberes y el oficio de contramaestre y con el tiempo me habría capacitado para
ejercer de piloto y oficial, si no de capitán. Sin embargo, como mi destino era
siempre elegir lo peor, lo mismo hice en este caso, pues, bien vestido y con
dinero en el bolsillo, subía siempre a bordo como un señor. Nunca realicé ninguna
tarea en el barco ni aprendí a hacer nada.
Al poco tiempo de mi llegada a Londres, tuve la
fortuna de encontrar muy buena compañía, cosa que no siempre les ocurre a
jóvenes tan negligentes y desencaminados como lo era yo entonces, pues el
diablo no pierde la oportunidad de tenderles sus trampas muy pronto. Mas, no
fue esa mi suerte. En primer lugar, conocí al capitán de un barco que había
estado en la costa de Guinea y, como había tenido mucho éxito allí, estaba
resuelto a volver. Este hombre, escuchó gustosamente mi conversación, que en
aquel momento no era nada desagradable, y cuando me oyó decir que tenía la
intención de ver el mundo, me dijo que si quería irme con él, no me costaría un
centavo; que sería su compañero de mesa y de viaje y que, si quería llevarme
alguna cosa conmigo, le sacaría todo el provecho que el comercio proporcionaba
y, tal vez, encontraría un poco de estímulo.
Acepté su oferta y entablé una estrecha amistad con
este capitán, que era un hombre franco y honesto. Emprendí el viaje con él y me
llevé, una pequeña cantidad de mercan cía que, gracias a la desinteresada
honestidad de mi amigo el capitán, pude acrecentar considerablemente. Llevaba
como cuarenta libras de bagatelas y fruslerías que el capitán me había
indicado. Reuní las cuarenta libras con la ayuda de los parientes con los que
mantenía correspondencia, y quienes, seguramente, convencieron a mi padre, o
al menos a mi madre, de que contribuyeran con algo para mi primer viaje.
Esta expedición fue, de todas mis aventuras, la
única afortunada. Esto se lo debo a la integridad y honestidad de mi amigo el
capitán, de quien también obtuve un conoci miento digno de las matemáticas y de
las reglas de navegación, aprendí a llevar una bitácora de viaje y a fijar la
posición del barco. En pocas palabras, me transmitió conocimientos
imprescindibles para un marinero, que él se deleitaba enseñándome y yo,
aprendiendo. Así fue como en este viaje me hice marinero y comerciante, ya que
obtuve cinco libras12 y nueve onzas13 de oro en polvo a
cambio de mis chucherías, que, al llegar a Londres, me produjeron una ganancia
de casi trescientas libras esterlinas. Esto me llenó la cabeza de todos los
pensamientos ambiciosos que desde entonces me llevaron a la ruina.
12 Libra: Medida de peso que equivale a 453,44 gramos.
13 Onza: Medida de peso que equivale a la dieciseisava
parte de una libra y equivale a 28,34 gramos.
Con todo, en este viaje también pasé muchos apuros.
Estuve enfermo continuamente, con violentas calenturas, a causa
del clima, excesivamente caluroso, pues la mayor parte de
nuestro tráfico se llevaba a cabo en la costa, que estaba a quince grados de
latitud norte hasta la misma línea del ecuador.
A estas alturas, podía considerarme un experto en el
comercio con Guinea. Para mi desgracia, mi amigo murió al poco tiempo de
nuestro regreso. No obstante, decidí ha cer el mismo viaje otra vez y me
embarqué en el mismo navío, con uno que había sido oficial en el primer viaje
y ahora había pasado a ser capitán. Este viaje fue el más desdichado que
hombre alguno pudiera hacer en su vida, pese a que llevé menos de cien libras
esterlinas de mi recién adquirida fortuna, dejando las otras doscientas libras
al cuidado de la viuda de mi amigo, que era muy buena conmigo. En este viaje
padecí terribles desgracias y esta fue la primera: mientras nuestro barco
avanzaba hacia las Islas Canarias, o más bien entre estas islas y la costa
africana, fuimos sorprendidos, en la penumbra del alba, por un corsario turco
de Salé14, que nos persiguió a toda vela. Nosotros también nos
apresuramos a desplegar todo el velamen del que disponíamos o el que podían
sostener nuestros mástiles, a fin de escapar. Mas, viendo que el pirata se nos
acercaba y que nos alcanzaría en cuestión de pocas horas, nos pertrechamos
para el combate; para esto, nuestro barco contaba con doce cañones, mientras
que el del pirata tenía dieciocho. A eso de las tres de la tarde nos
alcanzaron, pero por un error de maniobra, se aproximó transversalmente a la
borda de nuestro barco, en vez de hacerlo por popa, como era su intención.
Nosotros llevamos ocho de nuestros cañones a ese lado y le disparamos una
descarga que le hizo virar nuevamente, después de responder a nuestro fuego con
la nutrida fusilería de los casi doscientos hombres que llevaba a bordo. No
obstante, ninguno de nuestros hombres resultó herido, ya que estaban todos muy
bien protegidos. Se prepararon para volver a atacar y nosotros, para
defendernos, pero esta vez, por el otro lado, subieron sesenta hombres a la
cubierta de nuestro barco e, inmediatamente, se pusieron a cortar y romper los
puentes y el aparejo. Les respondimos con fuego de fusilería, picas de
abordaje, granadas y otras armas y logramos despejar la cubierta dos veces.
Para acortar esta melancólica parte de nuestro relato, diré que, con nuestro
barco maltrecho, tres hombres muertos y ocho heridos, tuvimos que rendirnos y
fuimos llevados como prisioneros a Salé, un puerto que pertenecía a los moros.
14 Salé: Ciudad y puerto de Marruecos en la costa del
Atlántico, frente a Rabat. Desde la Edad Media y, en especial, en el siglo
xvii, fue un conocido centro de piratería.
El trato que allí recibí no fue tan terrible como
temía al principio, pues, no me llevaron al interior del país a la corte del
emperador, como le ocurrió al resto de nuestros hom bres. El capitán de los
corsarios decidió retenerme como parte de su botín y, puesto que era joven y
listo, y podía serle útil para sus negocios, me hizo su esclavo. Ante este
inesperado cambio de circunstancias, por el que había pasado de ser un experto
comerciante a un miserable esclavo, me sentía
profundamente consternado. Entonces, recordé las proféticas palabras de mi
padre, cuando me advertía que sería un desgraciado y no hallaría a nadie que
pudiera ayudarme. Me parecía que estas palabras no podían haberse cumplido
más al pie de la letra y que la mano del cielo había caído sobre mí; me hallaba
perdido y sin salvación. Mas, ¡ay!, esto era solo una muestra de las desgracias
que me aguardaban, como se verá en lo que sigue de esta historia.
Como mi nuevo patrón, o señor, me había llevado a su
casa, tenía la esperanza de que me llevara consigo cuando volviese al mar.
Estaba convencido de que, tarde o tempra no, su destino sería caer prisionero
de la armada española o portuguesa y, de ese modo, yo recobraría mi libertad.
Pero muy pronto se desvanecieron mis esperanzas, porque, cuando partió hacia el
mar, me dejó en tierra a cargo de su jardincillo y de las tareas domésticas que
suelen desempeñar los esclavos, y cuando regresó de su viaje, me ordenó permanecer
a bordo del barco para custodiarlo.
En aquel tiempo, no pensaba en otra cosa que en
fugarme y en la mejor forma de hacerlo, pero no lograba hallar ningún método
que fuera mínimamente viable. No había ningún indicio racional de que pudiera
llevar a cabo mis planes, pues, no tenía a nadie a quien comunicárselos ni que
estuviera dispuesto a acompañarme. Tampoco tenía amigos entre los esclavos,
ni había por allí ningún otro inglés, irlandés o escocés aparte de mí. Así,
pues, durante dos años, si bien me complacía con la idea, no tenía ninguna
perspectiva alentadora de realizarla.
Al cabo de casi dos años se presentó una extraña circunstancia
que reavivó mis intenciones de hacer algo por recobrar mi libertad. Mi amo
permanecía en casa por más tiempo de lo habitual y sin alistar la nave (según
oí, por falta de dinero). Una o dos veces por semana, si hacía buen tiempo,
cogía la pinaza15 del barco y salía a pescar a la rada. A menudo,
nos llevaba a mí y a un joven morisco para que remáramos, pues le agradábamos
mucho. Yo di muestras de ser tan diestro en la pesca que, a veces, me mandaba
con uno de sus parientes moros y con el joven, el morisco, a fin de que le
trajésemos pescado para la comida.
Una vez, mientras íbamos a pescar en una mañana clara
y tranquila, se levantó una niebla tan espesa que, aun estando a media legua16
de la costa, no podíamos divisarla, de manera que nos pusimos a remar sin saber
en qué dirección, y así estuvimos remando todo el día y la noche. Cuando
amaneció, nos dimos cuenta de que habíamos remado mar adentro en vez de hacia
la costa y que estábamos, al menos, a dos leguas de la orilla. No obstante,
logramos regresar, no sin mucho esfuerzo y peligro, porque el viento comenzó a
soplar con fuerza en la mañana y estábamos débiles por el hambre.
15
Pinaza: Embarcación de vela y remo, de
quilla plana, larga, estrecha y ligera que tiene tres palos y la popa
cuadrada.
16 Legua: Medida itineraria que se utiliza en mar y en
tierra. Según lugares y épocas la legua ha oscilado su valor desde 2,4 a 4,6
millas, pero usualmente se le ha dado el de 3 millas. Así la legua terrestre
equivale a 3 millas terrestres y por tanto, su valor es el de 4.828,02 metros;
y la legua marina equivale a 3 millas marinas y su valor es de 5.554,98 metros.
Nuestro amo, prevenido por este desastre, decidió
ser más cuidadoso en el futuro. Usaría la chalupa de nuestro barco inglés y no
volvería a salir de pesca sin llevar consigo la brújula y algunas provisiones.
Entonces, le ordenó al carpintero de su barco, que también era un esclavo
inglés, que construyera un pequeño camarote o cabina en medio de la chalupa,
como las que tienen las barcazas, con espacio suficiente a popa, para que se
pudiese largar la vela mayor y, a proa, para que dos hombres pudiesen manipular
las velas. La chalupa navegaba con una vela triangular, que llamábamos lomo de
cordero y la bomba estaba asegurada sobre el techo del camarote. Este era bajo
y muy cómodo y suficientemente amplio para guarecer a mi amo y a uno o dos de
sus esclavos. Tenía una mesa para comer y unos pequeños armarios para guardar
algunas botellas de su licor favorito y, sobre todo, su pan, su arroz y su
café.
A menudo salíamos a pescar en este bote y, como yo
era el pescador más diestro, nunca salía sin mí. Sucedió que un día, para
divertirse o pescar, había hecho planes para sa lir con dos o tres moros que
gozaban de cierto prestigio en el lugar y a quienes quería agasajar
espléndidamente. Para esto, ordenó que la noche anterior se llevaran a bordo
más provisiones que las habituales y me mandó preparar pólvora y municiones
para tres escopetas que llevaba a bordo, pues pensaba cazar, además de pescar.
Aparejé todas las cosas como me había indicado y
esperé a la mañana siguiente con la chalupa limpia, su insignia y sus
gallardetes enarbolados, y todo lo necesario para aco modar a sus huéspedes. De
pronto, mi amo subió a bordo solo y me dijo que sus huéspedes habían cancelado
el paseo, a causa de un asunto imprevisto, y me ordenó, como de costumbre,
salir en la chalupa con el moro y el joven a pescar, ya que sus amigos vendrían
a cenar a su casa. Me mandó que, tan pronto hubiese cogido algunos peces, los
llevara a su casa; y así me dispuse a hacerlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario