domingo, septiembre 18, 2016

Aventuras de Robinson  Crusoe

 Daniel  Defoe

 fragmento

Nací en 1632, en la ciudad de York, de una  buena  fami­lia, aunque no de la región, pues mi padre era un ex­tranjero de Brema1 que, inicialmente, se asentó en Hull2. Allí consiguió hacerse con una considerable fortuna como comerciante y, más tarde, abandonó sus negocios y se fue a vivir a York, donde se casó con mi madre, que pertenecía a la familia Robinson, una de las buenas familias del condado de la cual obtuve mi nombre, Robinson Kreutznaer. Mas, por la habitual alteración de las palabras que se hace en Inglaterra, ahora nos llaman y nosotros también nos llama­mos y escribimos nuestro nombre Crusoe; y así me han lla­mado siempre mis compañeros.
Tenía dos hermanos mayores, uno de ellos fue coronel de un regimiento de infantería inglesa en Flandes, que antes había estado bajo el mando del célebre coronel Lockhart, y murió en la batalla de Dunkerque3 contra los españoles.
Lo que fue de mi segundo hermano, nunca lo he sabido al igual que mi padre y mi madre tampoco supieron lo que fue de mí.

1 Brema (Bremen): Ciudad y puerto de Alemania a orillas del río Weser en el mar del Norte.
2 Hull (Kingston-Upon-Hull): Gran puerto pesquero y comercial de Gran Bretaña, junto al estuario del Humber.
3 Dunkerque: Ciudad y puerto de Francia en el mar del Norte donde, en 1658, el Ejército español fue derrotado por los anglo-franceses.

Como yo era el tercer hijo de la familia y no me había educado en ningún oficio, desde muy pequeño me pasaba la vida divagando. Mi padre, que era ya muy anciano, me había dado una buena educación, tan buena como puede ser la educación en casa y en las escuelas rurales gratuitas, y su intención era que estudiara leyes. Pero a mí nada me en­tusiasmaba tanto como el mar, y dominado por este deseo, me negaba a acatar la voluntad, las órdenes, más bien, de mi padre y a escuchar las súplicas y ruegos de mi madre y mis amigos. Parecía que hubiese algo de fatalidad en aquella propensión natural que me encaminaba a la vida de sufri­mientos y miserias que habría de llevar.
Mi padre, un hombre prudente y discreto, me dio sabios y excelentes consejos para disuadirme de llevar a cabo lo que, adivinaba, era mi proyecto. Una mañana me llamó a su recámara, donde le confinaba la gota, y me instó amoro­samente, aunque con vehemencia, a abandonar esta idea. Me preguntó qué razones podía tener, aparte de una mera vocación de vagabundo, para abandonar la casa paterna y mi país natal, donde sería bien acogido y podría, con dedi­cación e industria, hacerme con una buena fortuna y vivir una vida cómoda y placentera. Me dijo que sólo los hom­bres desesperados, por un lado, o extremadamente ambi­ciosos, por otro, se iban al extranjero en busca de aventu­ras, para mejorar su estado mediante empresas elevadas o hacerse famosos realizando obras que se salían del cami­no habitual; que yo estaba muy por encima o por debajo de esas cosas; que mi estado era el estado medio, o lo que se podría llamar el nivel más alto de los niveles bajos, que, se­gún su propia experiencia, era el mejor estado del mundo y el más apto para la felicidad, porque no estaba expuesto a las miserias, privaciones, trabajos ni sufrimientos del sector más vulgar de la humanidad; ni a la vergüenza, el orgullo, el lujo, la ambición ni la envidia de los que pertenecían al sec­tor más alto. Me dijo que podía juzgar por mí mismo la feli­cidad de este estado, siquiera por un hecho; que este era un estado que el resto de las personas envidiaba; que los reyes a menudo se lamentaban de las consecuencias de haber na­cido para grandes propósitos y deseaban haber nacido en el medio de los dos extremos, entre los viles y los grandes; y que el sabio daba testimonio de esto, como el justo pará­metro de la verdadera felicidad, cuando rogaba no ser ni rico ni pobre4.
4 Proverbios 30:8: «No me des pobreza ni riqueza.»
Me urgió a que me fijara y me diera cuenta de que los estados superiores e inferiores de la humanidad siempre su­frían calamidades en la vida, mientras que el estado medio padecía menos desastres y estaba menos expuesto a las vici­situdes que los estados más altos y los más bajos; que no pa­decía tantos desórdenes y desazones del cuerpo y el alma, como los que, por un lado, llevaban una vida llena de vicios, lujos y extravagancias, o los que, por el otro, sufrían por el trabajo excesivo, la necesidad y la falta o insuficiencia de ali­mentos y, luego, se enfermaban por las consecuencias na­turales del tipo de vida que llevaban; que el estado medio de la vida proveía todo tipo de virtudes y deleites; que la paz y la plenitud estaban al servicio de una fortuna media; que la templanza, la moderación, la calma, la salud, el sosiego, to­das las diversiones agradables y todos los placeres deseables eran las bendiciones que aguardaban a la vida en el estado medio; que, de este modo, los hombres pasaban tranquila y silenciosamente por el mundo y partían cómodamente de él, sin avergonzarse de la labor realizada por sus manos o su mente, ni venderse como esclavos por el pan de cada día, ni padecer el agobio de las circunstancias adversas que le ro­ban la paz al alma y el descanso al cuerpo; que no sufren por la envidia ni la secreta quemazón de la ambición por las grandes cosas, más bien, en circunstancias agradables, pa­san suavemente por el mundo, saboreando a conciencia las dulzuras de la vida, y no sus amarguras, sintiéndose felices y dándose cuenta, por las experiencias de cada día, de que real­mente lo son.
Después de esto, me rogó encarecidamente y del modo más afectuoso posible, que no actuara como un niño, que no me precipitara a las miserias de las que la na turaleza y el estado en el que había nacido me eximían. Me dijo que no tenía ninguna necesidad de buscarme el pan; que él sería bueno conmigo y me ayudaría cuanto pudiese a entrar felizmente en el estado de la vida que me había estado aconsejando; y que si no me sentía feliz y cómodo en el mundo, debía ser simplemente por mi des­tino o por mi culpa; y que él no se hacía responsable de nada porque había cumplido con su deber, advirtiéndome sobre unas acciones que, él sabía, podían perjudicarme. En pocas palabras, que así como sería bueno conmigo si me quedaba y me asentaba en casa como él decía, en modo alguno se haría partícipe de mis desgracias, animán­dome a que me fuera. Para finalizar, me dijo que tomara el ejemplo de mi hermano mayor, con quien había emplea­do inútilmente los mismos argumentos para disuadirlo de que fuera a la guerra en los Países Bajos, quien no pudo controlar sus deseos de juventud y se alistó en el ejército, donde murió; que aunque no dejaría de orar por mí, se atrevía a decirme que si no desistía de dar un paso tan ab­surdo, no tendría la bendición de Dios; y que en el futuro, tendría tiempo para pensar que no había seguido su con­sejo cuando tal vez ya no hubiera nadie que me pudiese ayudar.
Me di cuenta, en esta última parte de su discurso, que fue verdaderamente profético, aunque supongo que mi pa­dre no lo sabía en ese momento; decía que pude ver que por el rostro de mi padre bajaban abundantes lágrimas, en espe­cial, cuando hablaba de mi hermano muerto; y cuando me dijo que ya tendría tiempo para arrepentirme y que no ha­bría nadie que pudiese ayudarme, estaba tan conmovido que se le quebró la voz y tenía el corazón tan oprimido, que ya no pudo decir nada más.
Me sentí sinceramente emocionado por su discurso, ¿y quién no?, y decidí no pensar más en viajar sino en estable­cerme en casa, conforme con los deseos de mi padre. Mas, ¡ay!, a los pocos días cambié de opinión y, para evitar que mi padre me siguiera importunando, unas semanas des­pués, decidí huir de casa. Sin embargo, no actué precipita­damente, ni me dejé llevar por la urgencia de un primer im­pulso. Un día, me pareció que mi madre se sentía mejor que de ordinario y, llamándola aparte, le dije que era tan grande mi afán por ver el mundo, que nunca podría emprender otra actividad con la determinación necesaria para llevarla a cabo; que mejor era que mi padre me diera su consenti­miento a que me forzara a irme sin él; que tenía dieciocho años, por lo que ya era muy mayor para empezar como aprendiz de un oficio o como ayudante de un abogado; y que estaba seguro de que si lo hacía, nunca lo terminaría y, en poco tiempo, huiría de mi maestro para irme al mar. Le pedí que hablara con mi padre y le persuadiera de dejarme hacer tan solo un viaje por mar. Si regresaba a casa porque no me gustaba, jamás volvería a marcharme y me aplicaría doblemente para recuperar el tiempo perdido.
Estas palabras enfurecieron a mi madre. Me dijo que no tenía ningún sentido hablar con mi padre sobre ese asunto pues él sabía muy bien cuál era mi interés en que diera su consentimiento para algo que podía perjudicarme tanto; que ella se preguntaba cómo podía pensar algo así después de la conversación que había tenido con mi padre y de las expresiones de afecto y ternura que había utilizado conmi­go; en pocas palabras, que si yo quería arruinar mi vida, ellos no tendrían forma de evitarlo pero que tuviera por cierto que nunca tendría su consentimiento para hacerlo; y que, por su parte, no quería hacerse partícipe de mi destruc­ción para que nunca pudiese decirse que mi madre había ac­cedido a algo a lo que mi padre se había opuesto.
Aunque mi madre se negó a decírselo a mi padre, supe después que se lo había contado todo y que mi padre, muy acongojado, le dijo suspirando:
-Ese chico sería feliz si se quedara en casa, pero si se marcha, será el más miserable y desgraciado de los hom­bres. No puedo darle mi consentimiento para esto.
En menos de un año me di a la fuga. Durante todo ese tiempo me mantuve obstinadamente sordo a cualquier pro­posición encaminada a que me asentara. A menudo discutía con mi padre y mi madre sobre su rígida determinación en contra de mis deseos. Mas, cierto día, estando en Hull, a donde había ido por casualidad y sin ninguna intención de fugarme; estando allí, como digo, uno de mis amigos, que se embarcaba rumbo a Londres en el barco de su padre, me invitó a acompañarlos, con el cebo del que ordinaria­mente se sirven los marineros, es decir, diciéndome que no me costaría nada el pasaje. No volví a consultarle a mi pa­dre ni a mi madre, ni siquiera les envié recado de mi deci­sión. Más bien, dejé que se enteraran como pudiesen y sin encomendarme a Dios o a mi padre, ni considerar las cir­cunstancias o las consecuencias, me embarqué el primer día de septiembre de 1651, día funesto, ¡Dios lo sabe!, en un barco con destino a Londres. Creo que nunca ha existi­do un joven aventurero cuyos infortunios empezasen tan pronto y durasen tanto tiempo como los míos. Apenas la embarcación había salido del puerto, se levantó un fuerte vendaval y el mar comenzó a agitarse con una violencia aterradora. Como nunca antes había estado en el mar, em­pecé a sentir un malestar en el cuerpo y un terror en el alma muy difíciles de expresar. Comencé entonces a pensar seriamente en lo que había hecho y en que estaba siendo justamente castigado por el Cielo por abandonar la casa de mi padre y mis obligaciones. De repente recordé todos los buenos consejos de mis padres, las lágrimas de mi padre y las súplicas de mi madre. Mi corazón, que aún no se había endurecido, me reprochaba por haber desobedecido a sus advertencias y haber olvidado mi deber hacia Dios y hacia mi padre.
Mientras tanto, la tormenta arreciaba y el mar, en el que no había estado nunca antes, se encrespó muchísimo, aunque nada comparado con lo que he visto otras veces desde entonces; no, ni con lo que vi pocos días después. Sin embargo, era suficiente para asustarme, pues entonces apenas era un joven navegante que jamás había-visto algo así. A cada ola, esperaba que el mar nos tragara y cada vez que el barco caía en lo que a mí me parecía el fondo del mar, pensaba que no volvería a salir a flote. En esta agonía física y mental, hice muchas promesas y resoluciones. Si Dios quería salvarme la vida en este viaje, si volvía a pisar tierra firme, me iría directamente a casa de mi padre y no volvería a montarme en un barco mientras viviese; seguiría sus consejos y no volvería a verme sumido en la miseria. Ahora veía claramente la bondad de sus argumentos a fa­vor del estado medio de la vida y lo fácil y confortablemen­te que había vivido sus días, sin exponerse a tempestades en el mar ni a problemas en la tierra. Decidí que, como un verdadero hijo pródigo arrepentido, iría a la casa de mi padre.
Estos pensamientos sabios y prudentes me acompaña­ron lo que duró la tormenta, incluso, un tiempo después. No obstante, al día siguiente, el viento menguó, el mar se calmó y yo comenzaba a acostumbrarme al barco. Estuve bastante circunspecto todo el día porque aún me sentía un poco mareado, pero hacia el atardecer, el tiempo se despe­jó, el viento amainó y siguió una tarde encantadora. Al po­nerse el sol, el cielo estaba completamente despejado y así siguió hasta el amanecer. No había viento, o casi nada y el sol se reflejaba luminoso sobre la tranquila superficie del mar. En estas condiciones, disfruté del espectáculo más de­leitoso que jamás hubiera visto.
Había dormido bien toda la noche y ya no estaba ma­reado sino más bien animado, contemplando con asombro el mar, que había estado tan agitado y terrible el día anterior, y que, en tan poco tiempo se había tornado apacible y pla­centero. Entonces, como para evitar que prosiguiera en mis buenos propósitos, el compañero que me había incitado a partir, se me acercó y me dijo:
-Bueno, Bob -dijo dándome una palmada en el hom­bro-, ¿cómo te sientes después de esto? Estoy seguro de que anoche, cuando apenas soplaba una ráfaga de viento, estabas asustado, ¿no es cierto?
-¿Llamarías a eso una ráfaga de viento? -dije yo-, aquello fue una tormenta terrible.
-¿Una tormenta, tonto? -me contestó-, ¿llamas a eso una tormenta? Pero si no fue nada; teniendo un buen barco y estando en mar abierto, no nos preocupamos por una borrasca como esa. Lo que pasa es que no eres más que un marinero de agua dulce, Bob. Ven, vamos a prepa­rar una jarra de ponche y olvidémoslo todo. ¿No ves qué tiempo maravilloso hace ahora?
Para abreviar esta penosa parte de mi relato, diré que hicimos lo que habitualmente hacen los marineros. Prepa­ramos el ponche y me emborraché y, en esa noche de borra chera, ahogué todo mi remordimiento, mis reflexiones sobre mi conducta pasada y mis resoluciones para el futuro. En pocas palabras, a medida que el mar se calmaba después de la tormenta, mis atropellados pensamientos de la noche anterior comenzaron a desaparecer y fui perdiendo el te­mor a ser tragado por el mar. Entonces, retornaron mis an­tiguos deseos y me olvidé por completo de las promesas que había hecho en mi desesperación. Aún tuve algunos momentos de reflexión en los que procuraba recobrar la sensatez pero, me sacudía como si de una enfermedad se tratase. Dedicándome de lleno a la bebida y a la compañía, logré vencer esos ataques, como los llamaba entonces y en cinco o seis días logré una victoria total sobre mi conciencia, como lo habría deseado cualquier joven que hubiera decidi­do no dejarse abatir por ella. Pero aún me faltaba superar otra prueba y la Providencia, como suele hacer en estos casos, decidió dejarme sin la menor excusa. Si no había tomado lo sucedido como una advertencia, lo que vino des­pués, fue de tal magnitud, que hasta el más implacable y empedernido miserable, habría advertido el peligro y habría implorado misericordia.
Al sexto día de navegación, llegamos a las radas de Yarmouth5. Como el viento había estado contrario y el tiem­po tan calmado, habíamos avanzado muy poco después de la tormenta. Allí tuvimos que anclar y allí permanecimos, mientras el viento seguía soplando contrario, es decir, del sudoeste, a lo largo de siete u ocho días, durante los cuales, muchos barcos de Newcastle llegaron a las mismas radas, que eran una bahía en la que los barcos, habitualmente, es­peraban a que el viento soplara favorablemente para pasar el río.
5 Yarmouth (Great Yarmouth): Ciudad y puerto de Inglaterra.
Sin embargo, nuestra intención no era permanecer allí tanto tiempo, sino remontar el río. Pero el viento comenzó a soplar fuertemente y, al cabo de cuatro o cinco días, continuó haciéndolo con mayor intensidad. No obstante, las radas se consideraban un lugar tan seguro como los puer­tos, estábamos bien anclados y nuestros aparejos eran resis­tentes, por lo que nuestros hombres no se preocupaban ni sentían el más mínimo temor; más bien, se pasaban el día descansando y divirtiéndose del modo en que lo hacen los marineros. En la mañana del octavo día, el viento aumentó y todos pusimos manos a la obra para nivelar el mástil y aparejar todo para que el barco resistiera lo mejor posible. Al mediodía, el mar se levantó tanto, que el castillo de proa se sumergió varias veces y en una o dos ocasiones pensa­mos que se nos había soltado el ancla, por lo que el capitán ordenó que echáramos la de emergencia para sostener la nave con dos anclas a proa y los cables estirados al máximo.
Se desató una terrible tempestad y, entonces, empecé a vislumbrar el terror y el asombro en los rostros de los marineros. El capitán, aunque estaba al tanto de las manio bras para salvar el barco, mientras entraba y salía de su camarote, que estaba junto al mío, murmuraba para sí: «Señor, ten piedad de nosotros, es el fin, estamos perdi­dos», y cosas por el estilo. Durante estos primeros momen­tos de apuro, me comporté estúpidamente, paralizado en mi cabina, que estaba en la proa; no soy capaz de describir cómo me sentía. Apenas podía volver a asumir el primer remordimiento, del que, aparentemente, había logrado libe­rarme y contra el que me había empecinado. Pensé que había superado el temor a la muerte y que esto no sería nada, como la primera vez, mas cuando el capitán se me acercó, como acabo de decir, y dijo que estábamos perdi­dos, me sentí aterrorizado. Me levanté, salí de mi camarote y miré a mi alrededor; nunca había visto un espectáculo tan desolador. Las olas se elevaban como montañas y nos aba­tían cada tres o cuatro minutos; lo único que podía ver a mi alrededor era desolación. Dos barcos que estaban cerca del nuestro habían tenido que cortar sus mástiles a la altura del puente, para no hundirse por el peso, y nuestros hombres gritaban que un barco, que estaba fondeado a una milla6 de nosotros, se había hundido. Otros dos barcos que se habían zafado de sus anclas eran peligrosamente arrastrados hacia el mar sin siquiera un mástil. Los barcos livianos resistían mejor porque no sufrían tanto los embates del mar pero dos o tres de ellos se fueron a la deriva y pasaron cerca de noso­tros, con solo el foque7 al viento.
Hacia la tarde, el piloto y el contramaestre le pidieron al capitán de nuestro barco que les permitiera cortar el palo del trinquete8, a lo que el capitán se negó. Mas cuando el contramaestre protestó diciendo que si no lo hacían, el bar­co se hundiría, accedió. Cuando cortaron el palo, el mástil se quedó tan al descubierto y desestabilizó la nave de tal modo, que se vieron obligados a cortarlo también y dejar la cubierta totalmente arrasada.
6 Milla: Medida itineraria que se utiliza en el mar y en la tierra. Una milla terrestre equivale a 1.609,34 metros. Una milla marítima, también llamada nudo, equivale a 1.851,66 metros.
7 Foque: Nombre común que se les da todas las velas triangulares que se orientan y amuran sobre el bauprés.
8 Palo de trinquete: Palo más próximo a la proa. También se llama trinquete a la vela que va en ese palo.
Cualquiera podría imaginarse cómo me sentía en este momento, pues no era más que un aprendiz de marinero, que tan solo unos días antes se había aterrorizado ante muy poca cosa. Pero si me es posible expresar, al cabo de tanto tiempo, lo que pensaba entonces, diré que estaba diez veces más asustado por haber abandonado mis resoluciones y ha­ber retomado mis antiguas convicciones, que por el peligro de muerte ante el que me encontraba. Todo esto, sumado al terror de la tempestad, me puso en un estado de ánimo, que no podría describir con palabras. Pero aún no había ocurri­do lo peor, pues la tempestad se ensañaba con tal furia que los propios marineros admitían que nunca habían visto una peor. Teníamos un buen barco pero llevábamos demasiado peso y esto lo hacía bambolearse tanto, que los marineros, a cada rato, gritaban que se iría a pique. Esto obraba a mi favor porque no sabía lo que quería decir «irse a pique» has­ta que lo pregunté. La tempestad arreciaba tanto que pude ver algo que no se ve muy a menudo: el capitán, el contra­maestre y algunos otros más sensatos que los demás, se pu­sieron a rezar, esperando que, de un momento a otro, el barco se hundiera. A medianoche, y para colmo de nuestras desgracias, uno de los hombres que había bajado a ver la situación, gritó que teníamos una grieta y otro dijo que tenía­mos cuatro pies9 de agua en la bodega. Entonces nos llama­ron a todos para poner en marcha la bomba. Al oír esta pa­labra, pensé que me moría y caí de espaldas sobre uno de los costados de mi cama, donde estaba sentado. Sin embar­go, los hombres me levantaron y me dijeron que, ya que no había hecho nada antes, que muy bien podía ayudar con la bomba como cualquiera de ellos. Al oír esto, me levanté rá­pidamente, me dirigí a la bomba y me puse a trabajar con todas las fuerzas de mi corazón. Mientras tanto, el capitán había divisado unos pequeños barcos carboneros que no podían resistir la tormenta anclados y tuvieron que lanzarse al mar abierto. Cuando pasaron cerca de nosotros, ordenó disparar un cañonazo para pedir socorro. Yo, que no tenía idea de lo que eso significaba, me sorprendí tanto que pensé que el barco se había quebrado o que algo espantoso había ocurrido. En pocas palabras, me sorprendió tanto que me desmayé. En ese momento, cada cual velaba por su propia vida, de modo que nadie se preocupó por mí o por lo que pudiera pasarme. Un hombre se acercó a la bomba y apar­tándome con el pie, me dejó allí tendido, pensando que ha­bía muerto; y pasó un buen rato antes de que recuperara el sentido.
 9 Pie: Medida de longitud que equivale a 30,48 centímetros.
 Seguimos trabajando pero el agua no cesaba de entrar en la bodega y era evidente que el barco se hundiría. Aunque la fuerza de la tormenta comenzó a disminuir un poco, no era posible que el barco pudiera llegar a puerto, por lo que el capitán siguió disparando cañonazos en señal de auxilio. Un barco pequeño, que se había soltado justo de­lante de nosotros, envió un bote para rescatarnos. Con gran dificultad, el bote se aproximó a nosotros pero no po­día mantenerse cerca del barco ni nosotros subir a bordo. Por fin, los hombres que iban en el bote comenzaron a remar con todas sus fuerza, arriesgando su vida para salvar­nos, y nuestros hombres les lanzaron un cable con una boya por popa. Después de muchas dificultades, pudieron asirlo y así los acercamos hasta la popa y conseguimos subir a bor­do. Ni ellos ni nosotros le vimos ningún sentido a tratar de llegar hasta su nave así que acordamos dejarnos llevar por la corriente, limitándonos a enderezar el bote hacia la costa lo más que pudiéramos. Nuestro capitán les prometió que, si el bote se destrozaba al llegar a la orilla, él se haría cargo de indemnizar a su capitán. Así, pues, con la ayuda de los re­mos y la corriente, nuestro bote fue avanzando hacia el nor­te, en dirección oblicua a la costa, hasta Winterton Ness.10
 10 Winterton Ness: Cabo del mar del Norte, a dos kilómetros de Winterton, en el condado de Norfoik.
 No había transcurrido mucho más de un cuarto de hora desde que abandonáramos nuestro barco, cuando lo vimos hundirse. Entonces comprendí, por primera vez, lo que sig­nifica «irse a pique». Debo reconocer que no pude levantar la vista cuando los marineros me dijeron que se estaba hun­diendo. Desde el momento en que me subieron en el bote, porque no puedo decir que yo lo hiciera, sentía que mi cora­zón estaba como muerto dentro de mí, en parte por el mie­do y en parte por el horror de lo que según pensaba aún me aguardaba.
Mientras estábamos así, los hombres seguían remando para acercar el bote a la costa y podíamos ver, cuando subía­mos a la cresta de una ola, que había un montón de gente en la orilla, corriendo de un lado a otro para socorrernos cuando llegáramos. Pero nos movíamos muy lentamente y no nos acercamos a la orilla hasta pasado el faro de Winterton, donde la costa hace una entrada hacia el oeste en dirección a Cromer. Allí, la tierra nos protegía del viento y pudimos llegar a la orilla. Con mucha dificultad, desem­barcamos a salvo y, después, fuimos andando hasta Yarmouth, donde, como a hombres desafortunados que éramos, nos trataron con gran humanidad; desde los ma­gistrados del pueblo, que nos proveyeron buen alojamien­to, hasta los comerciantes y dueños de barcos, que nos die­ron suficiente dinero para llegar a Londres o Hull, según lo deseáramos.
Si hubiese tenido la sensatez de regresar a Hull y volver a casa, habría sido feliz y mi padre, como emblema de la pa­rábola de nuestro bendito Redentor, habría matado su ter nero más cebado en mi honor, pues pasó mucho tiempo desde que se enteró de que el barco en el que me había es­capado se había hundido en la rada de Yarmouth, hasta que supo que no me había ahogado.
Sin embargo, mi cruel destino me empujaba con una obstinación que no cedía ante nada. Aunque muchas veces sentí los llamados de la razón y el buen juicio para que re gresara a casa, no tuve la fuerza de voluntad para hacerlo. No sé cómo definir esto, ni me atrevo a decir que se trata de una secreta e inapelable sentencia que nos empuja a obrar como instrumentos de nuestra propia destrucción y abalan­zarnos hacia ella con los ojos abiertos, aunque la tengamos de frente. Ciertamente, solo una desgracia semejante, in­soslayable por decreto y de la que en modo alguno podía es­capar, pudo haberme obligado a seguir adelante, en contra de los serenos razonamientos y avisos de mi conciencia y de las dos advertencias que había recibido en mi primera expe­riencia.
Mi compañero, que antes me había ayudado a fortale­cer mi decisión y que era hijo del capitán, estaba menos de­cidido que yo. La primera vez que me habló, que no fue has ta pasados tres o cuatro días de nuestro desembarco en Yarmouth, puesto que en el pueblo nos separaron en distin­tos alojamientos; como decía, la primera vez que me vio, me pareció notar un cambio en su tono. Con un aspecto melancólico y un movimiento de cabeza me preguntó cómo estaba, le dijo a su padre quién era yo y le explicó que había hecho este viaje a modo de prueba para luego embarcarme en un viaje más largo. Su padre se volvió hacia mí con un gesto de preocupación:
-Muchacho -me dijo-, no debes volver a embarcar­te nunca más. Debes tomar esto como una señal clara e irrefutable de que no podrás ser marinero.
-Pero señor -le dije-, ¿acaso no pensáis volver al mar?
-Mi caso es diferente -dijo él-, esta es mi vocación y, por lo tanto, mi deber. Mas, si tú has hecho este viaje como prueba, habrás visto que el cielo te ha dado muestras suficientes de lo que te espera si insistes. Tal vez esto nos haya pasado por tu culpa, como pasó con Jonás en el barco que lo llevaba a Tarsis11. Pero dime, por favor, ¿quién eres y por qué te has embarcado?

11 Se refiere al libro de Jonás 1, 1-16. En este episodio, Dios le ordenó a Jonás que fuera a Nínive para anunciar su destrucción. Desobedeciendo el mandato de Dios, Jonás se embarcó para Tarsis y se levantó una terrible tempestad que solo cesó cuando arrojó a Jonás al agua.

Entonces, le relaté parte de mi historia, al final de la cual, estalló en un extraño ataque de cólera y dijo:
-¿Qué habré hecho yo para que semejante infeliz se montara en mi barco? No pondría un pie en el mismo barco que tú otra vez ni por mil libras esterlinas.
Esto fue, como pensaba, una explosión de sus emocio­nes, aún alteradas por la sensación de pérdida, que había re­basado los límites de su autoridad hacia mí. Sin embargo, lue go habló serenamente conmigo, me exhortó a que regresara junto a mi padre y no volviera a desafiar a la Providencia, ya que podía ver claramente que la mano del cielo había caído sobre mí.
-Y, muchacho dijo-, ten en cuenta lo que te estoy diciendo. Si no regresas, a donde quiera que vayas solo en­contrarás desastres y decepciones hasta que se hayan cum­plido cabalmente las palabras de tu padre.
Poco después nos separamos sin que yo pudiese con­testarle gran cosa y no volví a verlo; hacia dónde fue, no lo sé. Por mi parte, con un poco de dinero en el bolsillo, viajé a Londres por tierra y allí, lo mismo que en el transcurso del viaje, me debatí sobre el rumbo que debía tomar mi vida: si debía regresar a casa o al mar.
Respecto a volver a casa, la vergüenza me hacía recha­zar mis buenos impulsos e inmediatamente pensé que mis vecinos se reirían de mí y que me daría vergüenza presen tarme, no solo ante mis padres, sino ante el resto del mun­do. En este sentido, y desde entonces, he observado lo in­congruentes e irracionales que son los seres humanos, es­pecialmente los jóvenes, frente a la razón que debe guiarlos en estos casos; es decir, que no se avergüenzan de pecar sino de arrepentirse de su pecado; que no se avergüenzan de hacer cosas por las que, legítimamente, serían tomados por tontos, sino de retractarse, por lo que serían tomados por sabios.
En este estado permanecí un tiempo, sin saber qué me­didas tomar ni por dónde encaminar mi vida. Aún me sentía renuente a volver a casa y, a medida que demoraba mi decisión, se iba disipando el recuerdo de mis desgracias, lo cual, a su vez, hacía disminuir aún más mis débiles intenciones de regresar a casa. Finalmente, me olvidé de ello y me dispuse a buscar la forma de viajar.
La nefasta influencia que, en el principio, me había ale­jado de la casa de mi padre; que me había conducido a se­guir la descabellada y absurda idea de hacer fortuna y me había imbuido con tal fuerza dicha presunción que me hizo sordo a todos los sabios consejos, a los ruegos y hasta las órdenes de mi padre; digo, que, esa misma influencia, cual­quiera que fuera, me impulsó a realizar la más desafortuna­da de las empresas. De este modo, me embarqué en un bu­que rumbo a la costa de África o, como dicen vulgarmente los marineros, emprendí un viaje a Guinea.
Para mi desgracia, en ninguna de estas aventuras me embarqué como marinero. Es verdad que, de ese modo, ha­bría tenido que trabajar un poco más de lo ordinario, pero, al mismo tiempo, habría aprendido los deberes y el oficio de contramaestre y con el tiempo me habría capacitado para ejercer de piloto y oficial, si no de capitán. Sin embargo, como mi destino era siempre elegir lo peor, lo mismo hice en este caso, pues, bien vestido y con dinero en el bolsillo, subía siempre a bordo como un señor. Nunca realicé ningu­na tarea en el barco ni aprendí a hacer nada.
Al poco tiempo de mi llegada a Londres, tuve la fortuna de encontrar muy buena compañía, cosa que no siempre les ocurre a jóvenes tan negligentes y desencaminados como lo era yo entonces, pues el diablo no pierde la oportunidad de tenderles sus trampas muy pronto. Mas, no fue esa mi suer­te. En primer lugar, conocí al capitán de un barco que había estado en la costa de Guinea y, como había tenido mucho éxito allí, estaba resuelto a volver. Este hombre, escuchó gustosamente mi conversación, que en aquel momento no era nada desagradable, y cuando me oyó decir que tenía la intención de ver el mundo, me dijo que si quería irme con él, no me costaría un centavo; que sería su compañero de mesa y de viaje y que, si quería llevarme alguna cosa conmigo, le sacaría todo el provecho que el comercio proporcionaba y, tal vez, encontraría un poco de estímulo.
Acepté su oferta y entablé una estrecha amistad con este capitán, que era un hombre franco y honesto. Emprendí el viaje con él y me llevé, una pequeña cantidad de mercan cía que, gracias a la desinteresada honestidad de mi amigo el capitán, pude acrecentar considerablemente. Llevaba como cuarenta libras de bagatelas y fruslerías que el capitán me había indicado. Reuní las cuarenta libras con la ayuda de los parientes con los que mantenía correspondencia, y quie­nes, seguramente, convencieron a mi padre, o al menos a mi madre, de que contribuyeran con algo para mi primer viaje.
Esta expedición fue, de todas mis aventuras, la única afortunada. Esto se lo debo a la integridad y honestidad de mi amigo el capitán, de quien también obtuve un conoci miento digno de las matemáticas y de las reglas de navega­ción, aprendí a llevar una bitácora de viaje y a fijar la posición del barco. En pocas palabras, me transmitió conocimientos imprescindibles para un marinero, que él se deleitaba ense­ñándome y yo, aprendiendo. Así fue como en este viaje me hice marinero y comerciante, ya que obtuve cinco libras12 y nueve onzas13 de oro en polvo a cambio de mis chucherías, que, al llegar a Londres, me produjeron una ganancia de casi trescientas libras esterlinas. Esto me llenó la cabeza de todos los pensamientos ambiciosos que desde entonces me llevaron a la ruina.

12 Libra: Medida de peso que equivale a 453,44 gramos.
13 Onza: Medida de peso que equivale a la dieciseisava parte de una libra y equivale a 28,34 gramos.
Con todo, en este viaje también pasé muchos apuros. Estuve enfermo continuamente, con violentas calenturas, a causa del clima, excesivamente caluroso, pues la mayor parte de nuestro tráfico se llevaba a cabo en la costa, que es­taba a quince grados de latitud norte hasta la misma línea del ecuador.
A estas alturas, podía considerarme un experto en el comercio con Guinea. Para mi desgracia, mi amigo murió al poco tiempo de nuestro regreso. No obstante, decidí ha cer el mismo viaje otra vez y me embarqué en el mismo na­vío, con uno que había sido oficial en el primer viaje y aho­ra había pasado a ser capitán. Este viaje fue el más desdi­chado que hombre alguno pudiera hacer en su vida, pese a que llevé menos de cien libras esterlinas de mi recién adqui­rida fortuna, dejando las otras doscientas libras al cuidado de la viuda de mi amigo, que era muy buena conmigo. En este viaje padecí terribles desgracias y esta fue la primera: mientras nuestro barco avanzaba hacia las Islas Canarias, o más bien entre estas islas y la costa africana, fuimos sor­prendidos, en la penumbra del alba, por un corsario turco de Salé14, que nos persiguió a toda vela. Nosotros también nos apresuramos a desplegar todo el velamen del que dis­poníamos o el que podían sostener nuestros mástiles, a fin de escapar. Mas, viendo que el pirata se nos acercaba y que nos alcanzaría en cuestión de pocas horas, nos pertrecha­mos para el combate; para esto, nuestro barco contaba con doce cañones, mientras que el del pirata tenía diecio­cho. A eso de las tres de la tarde nos alcanzaron, pero por un error de maniobra, se aproximó transversalmente a la borda de nuestro barco, en vez de hacerlo por popa, como era su intención. Nosotros llevamos ocho de nuestros ca­ñones a ese lado y le disparamos una descarga que le hizo virar nuevamente, después de responder a nuestro fuego con la nutrida fusilería de los casi doscientos hombres que llevaba a bordo. No obstante, ninguno de nuestros hom­bres resultó herido, ya que estaban todos muy bien protegi­dos. Se prepararon para volver a atacar y nosotros, para defendernos, pero esta vez, por el otro lado, subieron se­senta hombres a la cubierta de nuestro barco e, inmediatamente, se pusieron a cortar y romper los puentes y el apa­rejo. Les respondimos con fuego de fusilería, picas de abordaje, granadas y otras armas y logramos despejar la cubierta dos veces. Para acortar esta melancólica parte de nuestro relato, diré que, con nuestro barco maltrecho, tres hombres muertos y ocho heridos, tuvimos que rendirnos y fuimos llevados como prisioneros a Salé, un puerto que pertenecía a los moros.
14 Salé: Ciudad y puerto de Marruecos en la costa del Atlántico, fren­te a Rabat. Desde la Edad Media y, en especial, en el siglo xvii, fue un conocido centro de piratería.
El trato que allí recibí no fue tan terrible como temía al principio, pues, no me llevaron al interior del país a la corte del emperador, como le ocurrió al resto de nuestros hom bres. El capitán de los corsarios decidió retenerme como parte de su botín y, puesto que era joven y listo, y podía ser­le útil para sus negocios, me hizo su esclavo. Ante este ines­perado cambio de circunstancias, por el que había pasado de ser un experto comerciante a un miserable esclavo, me sentía profundamente consternado. Entonces, recordé las proféticas palabras de mi padre, cuando me advertía que se­ría un desgraciado y no hallaría a nadie que pudiera ayudar­me. Me parecía que estas palabras no podían haberse cum­plido más al pie de la letra y que la mano del cielo había caído sobre mí; me hallaba perdido y sin salvación. Mas, ¡ay!, esto era solo una muestra de las desgracias que me aguardaban, como se verá en lo que sigue de esta historia.


No hay comentarios:

Publicar un comentario