domingo, septiembre 18, 2016

Por sus propios medios

Robert A. Heinlein

Bob Wilson  no vio crecer el círculo.

Y, en  realidad, tampoco vio al desconocido que salió de él y se quedó inmóvil, con los ojos  clavados en  la nuca  de Wilson, mirándolo y  respirando pesadamente, como si se encontrara bajo el peso de una impresión muy fuerte y fuera de lo normal.

Wilson no tenía razón alguna para sospechar  que hubiera nadie más en su habitación: de  hecho,   tenía  todas  las  razones   del  mundo  para  esperar justamente lo contrario. Se había encerrado en su habitación con el propósito de terminar su tesis de una sola sentada. Tenía que hacerlo: mañana era el último día del plazo y ayer la tesis no era todavía más que un título. «Una investigación sobre ciertos aspectos matemáticos del rigor metafísico».

Cincuenta y dos cigarrillos, cuatro cafeteras y trece horas de trabajo sin parar habían añadido siete mil palabras al título. En cuanto a la validez de su tesis, estaba demasiado aturdido por el cansancio como para que eso le importara lo más mínimo. Lo único que pensaba era: acaba con ella, escríbela, entrégala, tómate tres copas llenas hasta el borde y duerme durante una semana entera.

Alzó los ojos y los dejó vagar sobre la puerta de su armario tras la cual había escondido una botella de ginebra, casi llena. No, se amonestó en silencio, un trago más y nunca terminarás tu tesis, viejo amigo.

El desconocido que había a su espalda no dijo nada.

Wilson  siguió escribiendo  a máquina:  «...tampoco  es válido asumir  que una proposición concebible es, necesariamente, una proposición posible, incluso cuando  es posible  formular  matemáticamente  una  descripción  exacta  de tal proposición. Un caso al que se aplica esto es el concepto "Viaje en el tiempo". El viaje en el tiempo puede ser imaginado y se pueden llegar a formular sus exigencias  bajo  una  teoría  temporal  determinada  o  bajo  todas  ellas,  con fórmulas que resuelvan las paradojas de cada teoría. Sin embargo, sabemos ciertas   cosas   sobre  la  naturaleza   empírica   del  tiempo   que  excluyen   la posibilidad de la proposición concebible. La duración es un atributo de la conciencia y no del plenum. No posee Ding an Sicht. Por lo tanto...».

Se le atascó una tecla de la máquina y en seguida otras tres teclas golpearon sobre ella. Wilson lanzó una maldición con voz cansada y alargó la mano para entendérselas con el caprichoso artefacto.

–No hace falta que se moleste –oyó decir a una voz detrás suyo–. De todos modos, eso no es más que un montón de paparruchas.

Wilson se irguió en su asiento con una sacudida y luego volvió la cabeza muy lentamente. Tenía la fervorosa esperanza de que hubiera alguien a su espalda. De lo contrario...

Cuando vio al desconocido sintió un gran alivio.

«Gracias a Dios –pensó–, por un instante temí que se me hubieran aflojado los tornillos.» Un instante después su alivio se convirtió en una extrema irritación.

–¿Qué diablos está haciendo usted en mi habitación? –preguntó.
Echó hacia atrás su silla de un empujón, se puso en pie y fue hacia la única puerta que tenía el cuarto. Seguía estando cerrada, y desde el interior.

Las  ventanas  no  podían  servirle  de  ayuda:  se  encontraban  al  lado  de  su escritorio y tres pisos por encima de una calle con mucho tráfico.
–¿Cómo ha logrado entrar? –añadió.

–Por ahí –respondió el desconocido, señalando con un pulgar hacia el círculo. Wilson se dio cuenta de él por primera vez, parpadeó y volvió a mirarlo con mayor atención. El disco se hallaba suspendido entre ellos y la pared: una gran lámina de nada, con ese color que uno ve cuando cierra los ojos apretando con fuerza los párpados.

Wilson meneó la cabeza vigorosamente. El disco siguió ahí.

«Diablos –pensó–. Estaba en lo cierto la primera vez. Me pregunto qué habrá hecho descarrilar mi tranvía...» Avanzó hacia el disco y alargó una mano para tocarlo.

–¡No! –le dijo secamente el desconocido.

–¿Por qué no? –dijo Wilson con cierta irritación. Sin embargo, se detuvo.
–Ya se lo explicaré. Pero antes, tomemos un trago.

Fue directamente  hacia el armario,  lo abrió y sacó la botella de ginebra  sin apenas mirar en su interior.

–¡Eh! –chilló Wilson–. ¿Qué está haciendo? Ésa es mi botella.

–Su botella... –El desconocido  se quedó callado durante unos instantes–.  Lo siento. No le importará que me tome una copa, ¿verdad?

–Supongo  que no -acabó concediendo  Bob Wilson, algo
malhumorado-.  Ya que está en ello. Póngame una a mí también.

–De acuerdo –accedió el desconocido–, y luego se lo explicaré.

–Será mejor que la explicación  valga la pena –dijo Wilson con voz ominosa, pese a lo cual aceptó su copa y examinó al desconocido de la cabeza a los pies.

Vio a un tipo que tendría su misma talla y más o menos la misma edad..., quizá un poco más viejo, aunque era posible que tal impresión tuviera algo que ver con  su  barba  de  tres  días. El desconocido lucía  un ojo  amoratado  que  ya estaba volviéndose negro, así como una herida recién hecha en la cara y una buena hinchazón en el labio superior. Wilson pensó que no le gustaba la cara de ese tipo. Con todo, seguía habiendo en ella algo familiar y tuvo la sensación de que  debería ser capaz de reconocerla, de que la  había  visto  antes  un montón de veces en diferentes circunstancias.

–¿Quién es usted? –le preguntó de repente.
–¿Yo? –dijo su huésped–. ¿No me reconoce?
–No estoy seguro –admitió Wilson–. ¿Le he visto anteriormente?
–Bueno...  no exactamente  –dijo  al desconocido  con  voz conciliadora–.  Bah, olvídelo... no podría entenderlo.
–¿Cómo se llama?
–¿Mi nombre? Esto..., bastará con que me llame Joe. Wilson dejó su vaso sobre el escritorio.
–De acuerdo, Joe Sea–cual–sea–tu–apellido,  marchando esa explicación y que sea breve.
–Lo será–dijo Joe–. Ese trasto por el que vine –señaló hacía el círculo–, es una
Puerta del Tiempo.
–¿Una qué?
–Una Puerta  del Tiempo.  El tiempo  fluye a cada lado de la Puerta  pero se divide en dos corrientes cada una de las cuales está separada por varios miles de años..., no sé exactamente cuántos. Pero durante el siguiente par de horas esa Puerta seguirá abierta. Puede ir al futuro con solo entrar en ese círculo.

El  desconocido  hizo  una  pausa.  Bob  tamborileó  sobre  el  escritorio  con  los dedos.

–Adelante. Estoy escuchando. Es una historia estupenda.
–No me cree, ¿verdad? Se lo demostraré.

Joe se puso en pie, fue nuevamente hacia el armario y extrajo de su interior el sombrero de Bob, su apreciado y único sombrero, al cual había ido maltratando hasta reducirlo a su desastroso  estado actual después de seis años de vida estudiantil. Joe lo arrojó dentro del disco impalpable.
El sombrero golpeó la superficie, atravesándola sin que al parecer hallara resistencia alguna, y se esfumó.

Wilson se levantó, dio la vuelta cautelosamente alrededor del círculo y examinó el suelo.

–Buen truco –admitió–. Ahora, le agradecería mucho que me devolviera el sombrero.

El desconocido meneó la cabeza.

–Podrá recuperarlo usted mismo cuando lo haya cruzado.
–¿Cómo?
–Lo que le he dicho. Escuche...

Y, brevemente, el desconocido repitió su explicación sobre la Puerta  del Tiempo. Wilson, insistió, tenía ahora una ocasión de las que sólo se presentan una  vez  cada  milenio...,  si  se  daba  algo  de  prisa  y  cruzaba  ese  círculo. Además, aunque Joe no pudiera explicárselo detalladamente en ese momento, era muy importante que Wilson cruzara el círculo.

Bob Wilson se sirvió una segunda copa de ginebra y luego una tercera. Estaba empezando a encontrarse francamente a gusto y tenía ganas de discutir.

–¿Por qué? –se limitó a decir. Joe puso cara de exasperación.
–Maldita sea, con que las cruces una vez no harían falta tantas explicaciones. Bueno, de acuerdo... –Según Joe, al otro lado había un viejo que necesitaba la ayuda de Wilson. Con la ayuda de Wilson los tres podrían gobernar el país. Joe no podía o no quería ser más preciso en cuanto a la naturaleza exacta de su ayuda y prefería recalcar una y otra vez las incomparables posibilidades aventureras que el círculo le ofrecía–. No querrás pasarte la vida como un esclavo intentando enseñar a cabezas de chorlito en alguna universidad de tercera categoría –insistía–. Ésta es tu ocasión. ¡Aprovéchala!

Bob Wilson admitió para sí mismo que un doctorado en filosofía y un puesto de enseñanza no eran su ideal de existencia. De todos modos, eso era mejor que verse  obligado  a trabajar  para  ganarse  la vida.  Sus  ojos  se posaron  en  la botella de ginebra, cuyo nivel había bajado lamentablemente. Eso lo explicaba todo. Se puso en pie con cierta dificultad.

–No,  mi querido  amigo  –dijo  solemnemente–,  no pienso  subir  a ese  tiovivo tuyo. ¿Sabes por qué?
– ¿Por qué?
–Porque estoy borracho, ése es el porqué. No estás aquí. Eso es, no estás aquí. –Agitó vagamente la mano hacia el círculo–. Aquí no hay nadie más que yo y estoy borracho.  He estado demasiado  tiempo trabajando  –añadió como disculpándose–. Me voy a la cama.
–No estás borracho.
–Estoy borracho. Tres tristes tigres comían trigo de un trigal. Avanzó hacia su cama. Joe le cogió del brazo.
–No puedes hacer eso –dijo.
–¡Suéltale!

Los dos se volvieron  en  redondo.  Ante  ellos,  justo  delante  del  círculo,  se hallaba un tercer hombre. Bob miró al recién llegado, miró nueva-mente a Joe, parpadeó e intentó enfocar sus pupilas. Pensó que los dos se parecían mucho, lo bastante como para ser hermanos. O quizá estaba viendo doble. Mala cosa, la ginebra. Tendría que haber cambiado al ron hacía mucho tiempo. El ron era soberbio. Podías bebértelo o podías darte un baño con él. No, quizá fuera con la ginebra..., bueno, en el fondo se refería a Joe.

¡Claro, qué estúpido! Joe era el que tenía el ojo negro. Se preguntó cómo había podido confundirse.

Entonces,  ¿quién  era  ese  otro  tipo?  ¿Acaso  un  par  de  amigos  no  podían tomarse unos tragos en paz sin que la gente viniera a entrometerse?

–¿Quién eres? –dijo con tranquila dignidad.

El recién llegado volvió su cabeza hacia él y luego miró a Joe.

–El me conoce –dijo con una voz cargada de sobreentendidos. Joe le examinó lentamente.

–Sí –dijo–,  si, supongo  que te conozco.  Pero ¿a qué demonios  has venido aquí? ¿Y por qué estás intentando destrozar el plan?
–No hay tiempo para largas explicaciones. Sé más sobre ello que tú..., tendrás que admitirlo, ¿no? Y, por lo tanto, puedo juzgar el asunto mucho mejor que tú. No va a cruzar la Puerta.
–No pienso admitir nada semejante, y... Sonó el teléfono.
–¡Contesta! –dijo secamente el recién llegado.

Bob iba a protestar ante lo perentorio del tono pero acabó no haciéndolo. En su temperamento no había la flema suficiente como para hacer caso omiso de un teléfono que sonaba.

-¿Diga?
–Oiga, ¿es Bob Wilson? –le preguntaron.
–Sí. ¿Quién habla?
–No se preocupe por ello. Sólo quería estar seguro de que estaba usted ahí. Pensaba que estaría ahí. Va por buen camino, chico. va por buen camino.

Wilson oyó una risita y luego el chasquido del auricular al ser colgado.

–Oiga –dijo–, ¡oiga!
Apretó un par de veces la tecla y luego colgó.
–¿Quién era? –le preguntó Joe.
–Nadie. Algún chalado con un extraño sentido del humor. –El teléfono volvió a sonar y Wilson añadió–: Ahí está de nuevo. –Cogió el auricular–. ¡Oiga, sesos de mono chalado! Soy un hombre ocupado y esto no es un teléfono público.
–¡Pero, Bob! –dijo una dolida voz femenina en el auricular.
–¿Qué? Oh, Genevieve, eres tú. Mira... lo siento. Me disculpo...
–¡Bueno, desde luego creo que deberías hacerlo!
–No me entiendes, cariño. Hay un tipo que me ha estado molestando con sus llamadas  y  pensé  que  eras  él.  Cariño,  sabes  muy  bien  que  jamás  se  me ocurriría hablarte de ese modo...
–Bueno, más vale que no se te ocurra. En especial después de todo lo que me dijiste esta tarde y todo lo que significamos el uno para el otro.
–¿Cómo? ¿Esta tarde? ¿Has dicho esta tarde?
–Por supuesto. Pero te llamaba por otra cosa: te has dejado el sombrero en mi apartamento. Me di cuenta de que estaba ahí unos minutos después de que te fueras y se me ocurrió llamar para decirte  dónde  se encuentra.  Además  – añadió con una mezcla de timidez y coquetería –eso me da una excusa para oír de nuevo tu voz.
–Claro. Estupendo –dijo él mecánicamente–. Oye cariño. Estoy algo confuso. He tenido un día muy complicado y ahora se está complicando todavía más. Te veré  esta  noche  y  lo  aclararemos  todo.  Pero  sé  que  no  me  he  dejado  tu sombrero en mi apartamento...
–¡Tu sombrero, tonto!
–¿Eh? ¡Oh, claro! Bueno, de todos modos te veré esta noche. Hasta luego.
Colgó rápidamente el auricular. «Cielos –pensó–, esta mujer va a convertirse en   un   auténtico   problema.»   Alucinaciones.    Se   volvió   hacia   sus   dos compañeros.
–Muy bien, Joe. Estoy listo para ir si tú también lo estás.
No estaba demasiado seguro de cuándo o por qué había decidido cruzar por ese artefacto temporal, pero lo había decidido. Y, además, ¿quién creía ser ese otro tipo, intentando meterse con el libre albedrío de un hombre?
–¡Estupendo!  –dijo  Joe,  aliviado–.  Lo  único  que  debes  hacer  es  cruzar  el círculo, no hace falta nada más.
–¡No. nada de eso!
Era el desconocido,  siempre metiéndose en todo. Dio un paso adelante y se interpuso entre Wilson y la Puerta.
Bob Wilson se encaró con él.
–¡Oye, desde que has aparecido aquí te comportas como si yo fuera un don nadie! Si esto no te gusta, por mí te puedes tirar de cabeza al lago... Y si no quieres hacerlo, ¡soy perfectamente capaz de tirarte yo!. ¿A ver, quién me lo va a impedir, tú y cuántos más?

El desconocido alargó la mano e intentó cogerle por el cuello. Wilson lanzó un golpe pero no resultó demasiado  bueno. Su puñetazo fue tan lento como el correo repartido por un paralítico. El desconocido  lo esquivó sin problemas y luego  le  sirvió  una  buena  ración  de  nudillos,  unos  nudillos  muy  grandes  y duros. Joe vino rápidamente  en ayuda de Bob. Empezaron  a intercambiarse puñetazos con entusiasmo, tarea a la cual Bob se añadió con alegría pero sin demasiada  eficacia.  El único  golpe  que  logró  dar  tuvo  como  blanco  a Joe, teóricamente su aliado. De todos modos, él había tenido intención de darle al otro.

Este feux pas le dio al desconocido la oportunidad de conectar limpiamente su izquierda con la mandíbula de Wilson. El golpe dio un poco alto pero dado el estado de Bob fue suficiente como para hacer que dejara de tomar parte en la actividad.

Bob Wilson fue dándose cuenta paulatinamente de lo que le rodeaba. Estaba sentado sobre un suelo que parecía algo inestable. Alguien se inclinaba sobre él.

–¿Te encuentras bien? –preguntó la figura.
–Supongo que sí –respondió Bob con voz pastosa. Le dolía la boca; se llevó la mano a los labios y la retiró cubierta de sangre–. Me duele la cabeza.
–Ya me lo imaginaba. Cruzaste de forma algo confusa y creo que al aterrizar te diste un golpe en la cabeza.

Los pensamientos de Wilson, aunque confusos, estaban empezando a recobrar cierta   claridad.   ¿Cruzar?   Examinó   más   atentamente   a  quien   le  estaba ayudando.  Vio  a  un  hombre  de  mediana  edad  con  una  revuelta  cabellera grisácea y una barba perfectamente recortada. Iba vestido con lo que Wilson tomó por una especie de pijama color púrpura para fiestas.

Pero la habitación  en la cual se hallaba  le resultó  todavía  más inquietante. Tenía forma circular y el techo se curvaba con tal suavidad que resultaba difícil decir cuál era su altura. En la habitación reinaba una claridad sin sombras ni fuentes visibles de luz. No había en ella mueble alguno salvo una especie de estrado o púlpito situado junto a la pared que tenía delante.

–¿Cruzar? ¿Cruzar el qué?
–La Puerta, naturalmente.

En el acento de aquel hombre había algo extraño que Wilson no logró localizar con precisión, salvo por tener la impresión de que no estaba hablándole en el idioma que acostumbraba a utilizar. Wilson miró por encima de su hombro hacia donde estaba mirando el otro, y vio el círculo.

Eso hizo que la cabeza le doliera todavía más.

«Oh, Dios –pensó–, ahora sí que me he vuelto realmente loco. ¿Por qué no me despierto?» Meneó la cabeza, intentando aclararla.

Fue un error. No es que se le desprendiera la tapa de los sesos..., al menos, no del todo. Y el círculo siguió donde estaba, colgando sencillamente del aire, su pulida profundidad llena por los amorfos colores y siluetas de la no–visión.

–¿Aparecí a través de eso?
–Sí.
–¿Dónde estoy?
–En el Salón de la Puerta del Gran Palacio de Norkaal. Pero, más importante que eso, es cuándo estás. Has avanzado algo más de treinta mil años.

«Ahora sé que estoy loco», pensó Wilson. Se puso en pie con cierta dificultad y caminó hacia la Puerta.
Su interlocutor le puso la mano en el hombro.
–¿Adónde vas?

–¡Voy a regresar!
–No tan rápido. Regresarás, desde luego, te doy mi palabra. Pero antes, deja que cuide tus heridas. Y deberías descansar un poco. Tengo   ciertas explicaciones que darte y, cuando vuelvas, hay algo que podrías hacer, algo que redundaría en beneficio de los dos. Muchacho, nos aguarda un gran futuro a los dos..., ¡un gran futuro!

Wilson  se  detuvo,  sin  saber  qué  hacer.  La  insistencia  de  aquel  hombre  le resultaba vagamente preocupante.

–Esto no me gusta.
El otro le contempló entrecerrando los ojos.
–¿Te gustaría beber algo antes de irte?

Desde luego que le gustaría. En ese mismo instante un buen trago de licor le parecía lo más deseable que podía encontrar en toda la Tierra... o en todo el tiempo.

–De acuerdo.
–Ven conmigo.

Le condujo hasta el objeto que estaba junto a la pared y luego, a través de una puerta, a lo largo de un pasillo. Andaba con rapidez; Wilson tuvo que apretar el paso para mantenerse a su altura.

–Por cierto –le preguntó mientras recorrían el largo pasillo–, ¿cómo te llamas?
– ¿Mi nombre? Puedes llamarme Diktor, todos lo hacen.
–De acuerdo, Diktor. ¿Quieres saber cuál es mi nombre?
–¿Tu  nombre?  –Diktor  lanzó  una  breve  risita–.  Ya  conozco  tu  nombre:  te llamas Bob Wilson.
–¿Qué? Oh... supongo que Joe te lo dijo.
–¿Joe? No conozco a nadie que se llame así.
–¿No? Él parecía conocerte. Oye..., quizá no eres el tipo al que yo debía ver.
–Sí que lo soy. En cierto modo..., bueno, te estaba esperando. Joe... Joe... ¡Oh!
–Diktor volvió a reír–. Se me había ido de la cabeza por un segundo. Te dijo que le llamaras Joe, ¿verdad?
–¿No se llama así?
–Es un nombre tan bueno como cualquier otro. Ya hemos llegado.
–Hizo entrar a Wilson en una habitación pequeña pero clara y alegre. No tenía muebles  de  ninguna  clase  pero  el  suelo  era  blando  y  tan  cálido  como  si estuviera hecho de carne viva–. Siéntate. Volveré dentro de unos segundos.

Bob miró a su alrededor buscando algo para sentarse y luego se volvió hacia Diktor, para pedirle una silla. Pero Diktor se había ido. Peor aún, la puerta por la cual habían entrado ya no estaba. Bob se instaló en el cómodo suelo y trató de no preocuparse.

Diktor no tardó en regresar. Wilson vio cómo la puerta se dilataba para dejarle entrar pero no logró comprender cómo sucedía todo aquello. Diktor llevaba una botella de cristal tallado en cuyo interior había un líquido que se agitaba con un agradable gorgoteo, y un vaso.

–A  tu salud  –dijo  con  voz alegre,  sirviéndole cuatro dedos de líquido  en el vaso–. Bebe.

Bohío tomó.
–¿No vas a beber?
–Luego. Primero quiero ocuparme de tus heridas.
–De acuerdo.

Wilson engulló el líquido con una premura casi indecente (acabó decidiendo que no estaba mal, algo parecido al escocés, pero más suave y no tan seco como éste), mientras Diktor trabajaba diestramente sobre sus heridas con unos ungüentos  que primero le escocieron  bastante y luego calmaron casi todo el dolor–. ¿Te importa si me tomo otro?

–Sírvete tú mismo

Bob engulló su segundo vaso con más lentitud. No llegó a terminarlo: el vaso resbaló de entre sus fláccidos dedos, dejando en el suelo una mancha de un marrón rojizo. Se puso a roncar.

Bob Wilson despertó sintiéndose  estupendamente y sin  una pizca   de cansancio.  Se encontraba  bastante  alegre  aunque  no sabía  por qué.

Siguió tendido con los ojos cerrados durante unos segundos y dejó  que su alma volviera a instalarse dentro de su cuerpo. Tenía la sensación de que éste iba a ser un buen día. Oh, sí..., había terminado esa condenada tesis. ¡No, no la había terminado! Se irguió bruscamente.

Al ver los extraños muros que le rodeaban le hizo cobrar conciencia de lo ocurrido. Pero, antes de que tuviera tiempo de empezar a preocuparse  -de hecho, una fracción  de segundo después  de haberse erguido-,  la puerta se dilató dejando entrar a Diktor.

–¿Te encuentras mejor?
–Bueno, sí, estoy mejor. Dime ¿qué es todo esto?
–Ya llegaremos a eso. ¿Qué te parece desayunar algo?

En la escala de valores de Wilson el desayuno iba justo después de la vida y antes que la posibilidad de que existiera la inmortalidad. Diktor le llevó a otra habitación; la primera con ventanas de cuantas había visto. En realidad, media habitación terminaba en un balcón suspendido  a gran altura que daba a un panorama cubierto de verdor. Una suave y cálida brisa veraniega soplaba perezosamente  por la estancia.

Desayunaron abundantemente al estilo de los antiguos romanos. Mientras Diktor se explicaba.

Bob Wilson no siguió sus explicaciones tan atentamente como lo habría hecho en otras circunstancias pues le distrajeron bastante las sirvientas que trajeron el desayuno. La primera entró llevando una gran bandeja con frutas sobre su cabeza. Las frutas eran espléndidas y la chica también lo era. Por mucho que la examinó fue incapaz de hallar en su persona defecto alguno.

Y, desde luego, su atuendo facilitaba mucho tal inspección.

Fue primero hacia Diktor y con un gesto fluido y lleno de gracia puso una rodilla en tierra, quitándose la bandeja de la cabeza y ofreciéndosela.  

Diktor tomó solamente  una pequeña fruta de color rojo y le indicó que se fuera con una seña. Luego le ofreció la bandeja a Bob de igual forma.

–Como estaba diciendo –continuó Diktor–, no sabemos con seguridad de qué tiempo vinieron los Grandes o a qué tiempo se fueron tras abandonar la Tierra. Yo me inclino  a pensar  que se perdieron  en el Tiempo.  En cualquier  caso, gobernaron durante más de veinte mil años y borraron por completo la cultura humana, tal y como tú la conocías. Lo más importante para nosotros dos es el efecto que eso tuvo sobre el intelecto humano. Una persona acostumbrada al estilo de vida del siglo veinte puede hacer aquí cuanto le venga en gana... ¿Me estás escuchando?
–¿Eh? Oh, sí, claro. Oye, esa chica es francamente guapa.
Sus ojos seguían clavados en la puerta por la cual había desaparecido.
–¿Quién? Oh, sí. Supongo que sí. No es de una belleza excepcional teniendo en cuenta el promedio femenino de este lugar.
–Eso me resulta difícil de creer. No me costaría nada acostumbrarme  a una chica semejante.
–¿Te gusta? Muy bien, es tuya.
–¿Qué?
–Es una esclava. No te indignes. Son esclavos por naturaleza. Si te gusta, te la regalo. Eso la hará feliz. –La chica acababa de volver. Diktor se dirigió a ella en un lenguaje desconocido para Bob–. Se llama Arma –le dijo a él en un aparte y luego habló con ella durante unos instantes.
Arma  rió  suavemente.  Luego  volvió  a  ponerse  seria  y,  yendo  hacia  donde estaba reclinado Wilson, puso ambas rodillas en el suelo y bajó la cabeza con las dos manos juntas ante su pecho.
–Toca su frente –le indicó Diktor.

Bob así lo hizo. La muchacha se puso en pie y se quedó inmóvil, esperando plácidamente junto a él. Diktor le dijo algo. Ella pareció sorprendida pero salió de la habitación.

–Le he explicado que, pese a su nueva posición, es tu deseo que siga sirviéndonos el desayuno.

Diktor siguió con sus explicaciones mientras continuaba el desfile de platos. El siguiente fue traído por Arma y otra muchacha. Cuando Bob vio a la segunda joven se le escapó un leve silbido. Se dio cuenta de que había actuado con cierta  precipitación  al  dejar  que  Diktor  le  hiciera  regalo  de  Arma.  Acabó decidiendo que o el nivel medio de la belleza había subido de forma increíble, o Diktor se tomaba muchas molestias a la hora de seleccionar sus sirvientas.

–…por esa razón –estaba diciendo Diktor–, es necesario que vuelvas inmediatamente a través de la Puerta Temporal. Tu primer trabajo es traer de vuelta a ese otro tipo. Luego tengo otra cosa preparada para ti y, después de eso, podremos descansar. A partir de entonces iremos a partes iguales. Y hay mucho que repartir. Yo... ¡No me estás escuchando!
–Claro que sí, jefe. He oído cada una de las palabras que has pronunciado. – Se acarició el mentón–.  Oye, ¿podrías prestarme  una navaja de afeitar? Me gustaría arreglarme.

Diktor lanzó unas cuantas maldiciones en dos lenguas distintas.

–¡Mantén  tus ojos apartados  de esas chicas  y escúchame!  Hay trabajo  que hacer.
–Claro, claro. Ya lo he entendido... y soy tu hombre. ¿Cuándo empezamos?

Wilson había tomado su decisión hacía ya algún tiempo..., muy poco después de que Arma entrara con la bandeja de frutas, a  decir  verdad. 
Tenía  la sensación  de haberse metido en un sueño extremadamente  agradable.  Si el cooperar con Diktor servía para que ese sueño continuara, pues adelante. ¡Al diablo con su carrera académica!

De todos modos, cuanto quería Diktor de él era que volviera al sitio del que había salido y que convenciera a otro tipo para que cruzara la Puerta. Lo peor que podía ocurrirle era que se hallara de nuevo en el siglo veinte. ¿Qué podía perder?

Diktor se puso en pie.

–Vamos con ello antes de que te distraigas más –dijo secamente–. Sígueme. Y se puso en marcha andando rápidamente, con Wilson detrás de él.

Diktor le condujo hasta el Salón de la Puerta y se detuvo.

–Todo cuanto debes hacer es cruzar la Puerta –dijo–. Te encontrarás de vuelta en  tu  propia  habitación  y  en  tu  propia  época.  Convence  al  hombre  que encuentres allí para que cruce la Puerta. Le necesitamos. Luego puedes volver.

Bob levantó una mano formando un círculo con el dedo índice y el pulgar.
–Está en el saco, jefe. Considérelo hecho.

Avanzó hacia la Puerta, dispuesto a entrar por ella.

–¡Espera! –le ordenó Diktor–. No estás acostumbrado al viaje temporal. Querría advertirte de que cuando cruces sufrirás una considerable impresión. Ese otro tipo... le reconocerás.
–¿Quién es?
–No te lo diré porque no lo entenderías. Pero ya lo entenderás cuando le veas. Limítate a recordar esto... hay algunas paradojas  muy extrañas relacionadas con el viaje temporal. No permitas que nada de cuanto veas te haga perder el control. Haz lo que te digo y todo irá bien.
–Las paradojas no me preocupan –dijo Bob con voz confiada–. ¿Eso es todo? Estoy preparado.

–Un momento. –Diktor se colocó detrás del estrado y un instante después su cabeza  asomó  a  un  lado  de  éste–.  Ya  he  preparado  los  controles.  Bien, ¡adelante!

Bob Wilson cruzó el espacio conocido como Puerta Temporal.

El paso a través de ella no le proporcionó ningún tipo de sensación particular. Era como  atravesar  una cortina  y entrar  en una habitación  más oscura.  Se detuvo por un instante al otro lado y esperó a que sus ojos se acostumbraran a esa luz más tenue. Se dio cuenta de que, ciertamente, se hallaba en su propia habitación.

En ella había un hombre, sentado ante su escritorio. Diktor había estado en lo cierto. Por lo tanto, éste era el tipo que debía mandar a través de la Puerta. Diktor había dicho que le reconocería. Bueno, veamos quién es.

Sintió un cierto resentimiento al encontrar alguien sentado ante su escritorio en su habitación, pero no tardó en pasársele. Después de todo, no era más que un cuarto   alquilado;   cuando   desapareció   no   cabía   duda   de   que   habrían encontrado un nuevo inquilino. No tenía modo alguno de saber cuánto tiempo llevaba fuera...   ¡caramba,   quizá  hubiera  llegado  a  mitad  de  la  semana siguiente!


El tipo le parecía vagamente familiar aunque sólo podía ver su espalda. 
¿Quién era? ¿Debería hablar con él, hacer que se diera la vuelta? Sentía una vaga reluctancia  a obrar de ese modo basta no saber quién era.



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