Por sus propios medios
Robert A. Heinlein
Bob Wilson no vio crecer el círculo.
Y, en realidad, tampoco vio al desconocido que salió de él y se quedó inmóvil, con
los ojos clavados en la nuca
de Wilson, mirándolo y respirando
pesadamente, como si se encontrara bajo el peso de una impresión muy fuerte y
fuera de lo normal.
Wilson no
tenía razón alguna para sospechar que
hubiera nadie más en su habitación: de
hecho, tenía todas
las razones del
mundo para esperar justamente lo contrario. Se había
encerrado en su habitación con el propósito de terminar su tesis de una sola
sentada. Tenía que hacerlo: mañana era el último día del plazo y ayer la tesis
no era todavía más que un título. «Una investigación sobre ciertos aspectos
matemáticos del rigor metafísico».
Cincuenta
y dos cigarrillos, cuatro cafeteras y trece horas de trabajo sin parar habían
añadido siete mil palabras al título. En cuanto a la validez de su tesis,
estaba demasiado aturdido por el cansancio como para que eso le importara lo más
mínimo. Lo único que pensaba era: acaba con ella, escríbela, entrégala, tómate
tres copas llenas hasta el borde y duerme durante una semana entera.
Alzó los
ojos y los dejó vagar sobre la puerta de su armario tras la cual había
escondido una botella de ginebra, casi llena. No, se amonestó en silencio, un
trago más y nunca terminarás tu tesis, viejo amigo.
El
desconocido que había a su espalda no dijo nada.
Wilson siguió escribiendo a máquina:
«...tampoco es válido asumir que una proposición concebible es,
necesariamente, una proposición posible, incluso cuando es posible
formular matemáticamente una
descripción exacta de tal proposición. Un caso al que se aplica
esto es el concepto "Viaje en el tiempo". El viaje en el tiempo puede
ser imaginado y se pueden llegar a formular sus exigencias bajo
una teoría temporal
determinada o bajo
todas ellas, con fórmulas que resuelvan las paradojas de
cada teoría. Sin embargo, sabemos ciertas
cosas sobre la
naturaleza empírica del
tiempo que excluyen
la posibilidad de la proposición concebible. La duración es un atributo
de la conciencia y no del plenum. No posee Ding an Sicht. Por lo tanto...».
Se le
atascó una tecla de la máquina y en seguida otras tres teclas golpearon sobre
ella. Wilson lanzó una maldición con voz cansada y alargó la mano para
entendérselas con el caprichoso artefacto.
–No hace
falta que se moleste –oyó decir a una voz detrás suyo–. De todos modos, eso no
es más que un montón de paparruchas.
Wilson se
irguió en su asiento con una sacudida y luego volvió la cabeza muy lentamente.
Tenía la fervorosa esperanza de que hubiera alguien a su espalda. De lo
contrario...
Cuando vio
al desconocido sintió un gran alivio.
«Gracias a
Dios –pensó–, por un instante temí que se me hubieran aflojado los tornillos.»
Un instante después su alivio se convirtió en una extrema irritación.
–¿Qué
diablos está haciendo usted en mi habitación? –preguntó.
Echó hacia
atrás su silla de un empujón, se puso en pie y fue hacia la única puerta que tenía
el cuarto. Seguía estando cerrada, y desde el interior.
Las ventanas
no podían servirle
de ayuda: se
encontraban al lado
de su escritorio y tres pisos por
encima de una calle con mucho tráfico.
–¿Cómo ha
logrado entrar? –añadió.
–Por ahí –respondió
el desconocido, señalando con un pulgar hacia el círculo. Wilson se dio cuenta
de él por primera vez, parpadeó y volvió a mirarlo con mayor atención. El disco
se hallaba suspendido entre ellos y la pared: una gran lámina de nada, con ese
color que uno ve cuando cierra los ojos apretando con fuerza los párpados.
Wilson
meneó la cabeza vigorosamente. El disco siguió ahí.
«Diablos
–pensó–. Estaba en lo cierto la primera vez. Me pregunto qué habrá hecho
descarrilar mi tranvía...» Avanzó hacia el disco y alargó una mano para
tocarlo.
–¡No! –le
dijo secamente el desconocido.
–¿Por qué no? –dijo Wilson con
cierta irritación. Sin embargo, se detuvo.
–Ya se lo
explicaré. Pero antes, tomemos un trago.
Fue
directamente hacia el armario, lo abrió y sacó la botella de ginebra sin apenas mirar en su interior.
–¡Eh!
–chilló Wilson–. ¿Qué está haciendo? Ésa es mi botella.
–Su
botella... –El desconocido se quedó
callado durante unos instantes–. Lo
siento. No le importará que me tome una copa, ¿verdad?
–Supongo que no -acabó concediendo Bob Wilson, algo
malhumorado-. Ya que está en ello. Póngame una a mí
también.
–De
acuerdo –accedió el desconocido–, y luego se lo explicaré.
–Será
mejor que la explicación valga la pena
–dijo Wilson con voz ominosa, pese a lo cual aceptó su copa y examinó al
desconocido de la cabeza a los pies.
Vio a un tipo
que tendría su misma talla y más o menos la misma edad..., quizá un poco más
viejo, aunque era posible que tal impresión tuviera algo que ver con su
barba de tres días. El desconocido lucía un ojo
amoratado que ya estaba volviéndose negro, así como una
herida recién hecha en la cara y una buena hinchazón en el labio superior.
Wilson pensó que no le gustaba la cara de ese tipo. Con todo, seguía habiendo
en ella algo familiar y tuvo la sensación de que debería ser capaz de reconocerla, de que
la había
visto antes un montón de veces en diferentes
circunstancias.
–¿Quién es
usted? –le preguntó de repente.
–¿Yo?
–dijo su huésped–. ¿No me reconoce?
–No estoy
seguro –admitió Wilson–. ¿Le he visto anteriormente?
–Bueno... no exactamente –dijo
al desconocido con voz conciliadora–. Bah, olvídelo... no podría entenderlo.
–¿Cómo se
llama?
–¿Mi
nombre? Esto..., bastará con que me llame Joe. Wilson dejó su vaso sobre el
escritorio.
–De
acuerdo, Joe Sea–cual–sea–tu–apellido,
marchando esa explicación y que sea breve.
–Lo
será–dijo Joe–. Ese trasto por el que vine –señaló hacía el círculo–, es una
Puerta del
Tiempo.
–¿Una qué?
–Una
Puerta del Tiempo. El tiempo
fluye a cada lado de la Puerta
pero se divide en dos corrientes cada una de las cuales está separada
por varios miles de años..., no sé exactamente cuántos. Pero durante el
siguiente par de horas esa Puerta seguirá abierta. Puede ir al futuro con solo
entrar en ese círculo.
El desconocido
hizo una pausa.
Bob tamborileó sobre
el escritorio con
los dedos.
–Adelante.
Estoy escuchando. Es una historia estupenda.
–No me
cree, ¿verdad? Se lo demostraré.
Joe se
puso en pie, fue nuevamente hacia el armario y extrajo de su interior el
sombrero de Bob, su apreciado y único sombrero, al cual había ido maltratando
hasta reducirlo a su desastroso estado
actual después de seis años de vida estudiantil. Joe lo arrojó dentro del disco
impalpable.
El
sombrero golpeó la superficie, atravesándola sin que al parecer hallara
resistencia alguna, y se esfumó.
Wilson se
levantó, dio la vuelta cautelosamente alrededor del círculo y examinó el suelo.
–Buen
truco –admitió–. Ahora, le agradecería mucho que me devolviera el sombrero.
El
desconocido meneó la cabeza.
–Podrá
recuperarlo usted mismo cuando lo haya cruzado.
–¿Cómo?
–Lo que le
he dicho. Escuche...
Y,
brevemente, el desconocido repitió su explicación sobre la Puerta del Tiempo. Wilson, insistió, tenía ahora una
ocasión de las que sólo se presentan una
vez cada milenio...,
si se daba
algo de prisa
y cruzaba ese
círculo. Además, aunque Joe no pudiera explicárselo detalladamente en
ese momento, era muy importante que Wilson cruzara el círculo.
Bob Wilson
se sirvió una segunda copa de ginebra y luego una tercera. Estaba empezando a
encontrarse francamente a gusto y tenía ganas de discutir.
–¿Por qué?
–se limitó a decir. Joe puso cara de exasperación.
–Maldita
sea, con que las cruces una vez no harían falta tantas explicaciones. Bueno, de
acuerdo... –Según Joe, al otro lado había un viejo que necesitaba la ayuda de
Wilson. Con la ayuda de Wilson los tres podrían gobernar el país. Joe no podía
o no quería ser más preciso en cuanto a la naturaleza exacta de su ayuda y
prefería recalcar una y otra vez las incomparables posibilidades aventureras
que el círculo le ofrecía–. No querrás pasarte la
vida como un esclavo intentando enseñar a cabezas de chorlito en alguna
universidad de tercera categoría –insistía–. Ésta es tu ocasión. ¡Aprovéchala!
Bob Wilson
admitió para sí mismo que un doctorado en filosofía y un puesto de enseñanza no
eran su ideal de existencia. De todos modos, eso era mejor que verse obligado
a trabajar para ganarse
la vida. Sus ojos
se posaron en la botella de ginebra, cuyo nivel había
bajado lamentablemente. Eso lo explicaba todo. Se puso en pie con cierta
dificultad.
–No, mi querido
amigo –dijo solemnemente–, no pienso
subir a ese tiovivo tuyo. ¿Sabes por qué?
– ¿Por
qué?
–Porque estoy
borracho, ése es el porqué. No estás aquí. Eso es, no estás aquí. –Agitó
vagamente la mano hacia el círculo–. Aquí no hay nadie más que yo y estoy
borracho. He estado demasiado tiempo trabajando –añadió como disculpándose–. Me voy a la
cama.
–No estás
borracho.
–Estoy
borracho. Tres tristes tigres comían trigo de un trigal. Avanzó hacia su cama.
Joe le cogió del brazo.
–No puedes
hacer eso –dijo.
–¡Suéltale!
Los dos se volvieron en
redondo. Ante ellos,
justo delante del
círculo, se hallaba un tercer
hombre. Bob miró al recién llegado, miró nueva-mente a Joe, parpadeó e intentó
enfocar sus pupilas. Pensó que los dos se parecían mucho, lo bastante como para
ser hermanos. O quizá estaba viendo doble. Mala cosa, la ginebra. Tendría que
haber cambiado al ron hacía mucho tiempo. El ron era soberbio. Podías bebértelo
o podías darte un baño con él. No, quizá fuera con la ginebra..., bueno, en el
fondo se refería a Joe.
¡Claro,
qué estúpido! Joe era el que tenía el ojo negro. Se preguntó cómo había podido
confundirse.
Entonces, ¿quién
era ese otro
tipo? ¿Acaso un
par de amigos
no podían tomarse unos tragos en
paz sin que la gente viniera a entrometerse?
–¿Quién
eres? –dijo con tranquila dignidad.
El recién
llegado volvió su cabeza hacia él y luego miró a Joe.
–El me
conoce –dijo con una voz cargada de sobreentendidos. Joe le examinó lentamente.
–Sí
–dijo–, si, supongo que te conozco. Pero ¿a qué demonios has venido aquí? ¿Y por qué estás intentando
destrozar el plan?
–No hay
tiempo para largas explicaciones. Sé más sobre ello que tú..., tendrás que
admitirlo, ¿no? Y, por lo tanto, puedo juzgar el asunto mucho mejor que tú. No
va a cruzar la Puerta.
–No pienso
admitir nada semejante, y... Sonó el teléfono.
–¡Contesta!
–dijo secamente el recién llegado.
Bob iba a
protestar ante lo perentorio del tono pero acabó no haciéndolo. En su
temperamento no había la flema suficiente como para hacer caso omiso de un
teléfono que sonaba.
-¿Diga?
–Oiga, ¿es
Bob Wilson? –le preguntaron.
–Sí.
¿Quién habla?
–No se
preocupe por ello. Sólo quería estar seguro de que estaba usted ahí. Pensaba
que estaría ahí. Va por buen camino, chico. va por buen camino.
Wilson oyó
una risita y luego el chasquido del auricular al ser colgado.
–Oiga
–dijo–, ¡oiga!
Apretó un
par de veces la tecla y luego colgó.
–¿Quién
era? –le preguntó Joe.
–Nadie.
Algún chalado con un extraño sentido del humor. –El teléfono volvió a sonar y
Wilson añadió–: Ahí está de nuevo. –Cogió el auricular–. ¡Oiga, sesos de mono
chalado! Soy un hombre ocupado y esto no es un teléfono público.
–¡Pero,
Bob! –dijo una dolida voz femenina en el auricular.
–¿Qué? Oh,
Genevieve, eres tú. Mira... lo siento. Me disculpo...
–¡Bueno,
desde luego creo que deberías hacerlo!
–No me
entiendes, cariño. Hay un tipo que me ha estado molestando con sus
llamadas y pensé
que eras él.
Cariño, sabes muy
bien que jamás
se me ocurriría hablarte de ese
modo...
–Bueno,
más vale que no se te ocurra. En especial después de todo lo que me dijiste
esta tarde y todo lo que significamos el uno para el otro.
–¿Cómo?
¿Esta tarde? ¿Has dicho esta tarde?
–Por supuesto.
Pero te llamaba por otra cosa: te has dejado el sombrero en mi apartamento. Me
di cuenta de que estaba ahí unos minutos después de que te fueras y se me
ocurrió llamar para decirte dónde se encuentra.
Además – añadió con una mezcla de
timidez y coquetería –eso me da una excusa para oír de nuevo tu voz.
–Claro.
Estupendo –dijo él mecánicamente–. Oye cariño. Estoy algo confuso. He tenido un
día muy complicado y ahora se está complicando todavía más. Te veré esta
noche y lo
aclararemos todo. Pero
sé que no
me he dejado
tu sombrero en mi apartamento...
–¡Tu
sombrero, tonto!
–¿Eh? ¡Oh,
claro! Bueno, de todos modos te veré esta noche. Hasta luego.
Colgó
rápidamente el auricular. «Cielos –pensó–, esta mujer va a convertirse en un
auténtico problema.» Alucinaciones. Se
volvió hacia sus
dos compañeros.
–Muy bien,
Joe. Estoy listo para ir si tú también lo estás.
No estaba
demasiado seguro de cuándo o por qué había decidido cruzar por ese artefacto
temporal, pero lo había decidido. Y, además, ¿quién creía ser ese otro tipo,
intentando meterse con el libre albedrío de un hombre?
–¡Estupendo! –dijo
Joe, aliviado–. Lo
único que debes hacer es
cruzar el círculo, no hace falta
nada más.
–¡No. nada
de eso!
Era el
desconocido, siempre metiéndose en todo.
Dio un paso adelante y se interpuso entre Wilson y la Puerta.
Bob Wilson
se encaró con él.
–¡Oye,
desde que has aparecido aquí te comportas como si yo fuera un don nadie! Si
esto no te gusta, por mí te puedes tirar de cabeza al lago... Y si no quieres
hacerlo, ¡soy perfectamente capaz de tirarte yo!. ¿A ver, quién me lo va a
impedir, tú y cuántos más?
El
desconocido alargó la mano e intentó cogerle por el cuello. Wilson lanzó un
golpe pero no resultó demasiado bueno.
Su puñetazo fue tan lento como el correo repartido por un paralítico. El
desconocido lo esquivó sin problemas y
luego le
sirvió una buena
ración de nudillos,
unos nudillos muy
grandes y duros. Joe vino
rápidamente en ayuda de Bob.
Empezaron a intercambiarse puñetazos con
entusiasmo, tarea a la cual Bob se añadió con alegría pero sin demasiada eficacia.
El único golpe que
logró dar tuvo
como blanco a Joe, teóricamente su aliado. De todos modos,
él había tenido intención de darle al otro.
Este feux
pas le dio al desconocido la oportunidad de conectar limpiamente su izquierda
con la mandíbula de Wilson. El golpe dio un poco alto pero dado el estado de
Bob fue suficiente como para hacer que dejara de tomar parte en la actividad.
–¿Te
encuentras bien? –preguntó la figura.
–Supongo
que sí –respondió Bob con voz pastosa. Le dolía la boca; se llevó la mano a los
labios y la retiró cubierta de sangre–. Me duele la cabeza.
–Ya me lo
imaginaba. Cruzaste de forma algo confusa y creo que al aterrizar te diste un
golpe en la cabeza.
Los
pensamientos de Wilson, aunque confusos, estaban empezando a recobrar
cierta claridad. ¿Cruzar?
Examinó más atentamente
a quien le
estaba ayudando. Vio a
un hombre de
mediana edad con
una revuelta cabellera grisácea y una barba perfectamente
recortada. Iba vestido con lo que Wilson tomó por una especie de pijama color
púrpura para fiestas.
Pero la
habitación en la cual se hallaba le resultó
todavía más inquietante. Tenía
forma circular y el techo se curvaba con tal suavidad que resultaba difícil
decir cuál era su altura. En la habitación reinaba una claridad sin sombras ni
fuentes visibles de luz. No había en ella mueble alguno salvo una especie de
estrado o púlpito situado junto a la pared que tenía delante.
–¿Cruzar?
¿Cruzar el qué?
–La
Puerta, naturalmente.
En el
acento de aquel hombre había algo extraño que Wilson no logró localizar con
precisión, salvo por tener la impresión de que no estaba hablándole en el
idioma que acostumbraba a utilizar. Wilson
miró por encima de su hombro hacia donde estaba mirando el otro, y vio el
círculo.
Eso hizo
que la cabeza le doliera todavía más.
«Oh, Dios
–pensó–, ahora sí que me he vuelto realmente loco. ¿Por qué no me despierto?»
Meneó la cabeza, intentando aclararla.
Fue un
error. No es que se le desprendiera la tapa de los sesos..., al menos, no del
todo. Y el círculo siguió donde estaba, colgando sencillamente del aire, su
pulida profundidad llena por los amorfos colores y siluetas de la no–visión.
–¿Aparecí
a través de eso?
–Sí.
–¿Dónde
estoy?
–En el
Salón de la Puerta del Gran Palacio de Norkaal. Pero, más importante que eso,
es cuándo estás. Has avanzado algo más de treinta mil años.
«Ahora sé
que estoy loco», pensó Wilson. Se puso en pie con cierta dificultad y caminó
hacia la Puerta.
Su
interlocutor le puso la mano en el hombro.
–¿Adónde
vas?
–¡Voy a
regresar!
–No tan
rápido. Regresarás, desde luego, te doy mi palabra. Pero antes, deja que cuide
tus heridas. Y deberías descansar un poco. Tengo ciertas explicaciones que darte y, cuando
vuelvas, hay algo que podrías hacer, algo que redundaría en beneficio de los
dos. Muchacho, nos aguarda un gran futuro a los dos..., ¡un gran futuro!
Wilson se
detuvo, sin saber
qué hacer. La
insistencia de aquel
hombre le resultaba vagamente
preocupante.
–Esto no
me gusta.
El otro le
contempló entrecerrando los ojos.
–¿Te
gustaría beber algo antes de irte?
Desde
luego que le gustaría. En ese mismo instante un buen trago de licor le parecía
lo más deseable que podía encontrar en toda la Tierra... o en todo el tiempo.
–De
acuerdo.
–Ven
conmigo.
Le condujo
hasta el objeto que estaba junto a la pared y luego, a través de una puerta, a
lo largo de un pasillo. Andaba con rapidez; Wilson tuvo que apretar el paso
para mantenerse a su altura.
–Por
cierto –le preguntó mientras recorrían el largo pasillo–, ¿cómo te llamas?
– ¿Mi
nombre? Puedes llamarme Diktor, todos lo hacen.
–De
acuerdo, Diktor. ¿Quieres saber cuál es mi nombre?
–¿Tu nombre?
–Diktor lanzó una
breve risita–. Ya
conozco tu nombre:
te llamas Bob Wilson.
–¿Qué?
Oh... supongo que Joe te lo dijo.
–¿Joe? No
conozco a nadie que se llame así.
–¿No? Él
parecía conocerte. Oye..., quizá no eres el tipo al que yo debía ver.
–Sí que lo
soy. En cierto modo..., bueno, te estaba esperando. Joe... Joe... ¡Oh!
–Diktor
volvió a reír–. Se me había ido de la cabeza por un segundo. Te dijo que le
llamaras Joe, ¿verdad?
–¿No se
llama así?
–Es un
nombre tan bueno como cualquier otro. Ya hemos llegado.
–Hizo
entrar a Wilson en una habitación pequeña pero clara y alegre. No tenía
muebles de ninguna
clase pero el
suelo era blando
y tan cálido
como si estuviera hecho de carne
viva–. Siéntate. Volveré dentro de unos segundos.
Bob miró a su alrededor buscando algo para sentarse y luego se
volvió hacia Diktor, para pedirle una silla. Pero Diktor se había ido. Peor
aún, la puerta por la cual habían entrado ya no estaba. Bob se instaló en el
cómodo suelo y trató de no preocuparse.
Diktor no tardó en regresar. Wilson vio cómo la puerta se
dilataba para dejarle entrar pero no logró comprender cómo sucedía todo
aquello. Diktor llevaba una botella de cristal tallado en cuyo interior había
un líquido que se agitaba con un agradable gorgoteo, y un vaso.
–A tu salud –dijo
con voz alegre, sirviéndole cuatro dedos de líquido en el vaso–. Bebe.
Bohío tomó.
–¿No vas a
beber?
–Luego.
Primero quiero ocuparme de tus heridas.
–De
acuerdo.
Wilson
engulló el líquido con una premura casi indecente (acabó decidiendo que no estaba mal, algo
parecido al escocés, pero más suave y no tan seco como éste), mientras Diktor
trabajaba diestramente sobre sus heridas con unos ungüentos que primero le escocieron bastante y luego calmaron casi todo el
dolor–. ¿Te importa si me tomo otro?
–Sírvete
tú mismo
Bob
engulló su segundo vaso con más lentitud. No llegó a terminarlo: el vaso
resbaló de entre sus fláccidos dedos, dejando en el suelo una mancha de un marrón
rojizo. Se puso a roncar.
Bob Wilson
despertó sintiéndose estupendamente y
sin una pizca de cansancio. Se encontraba
bastante alegre aunque
no sabía por qué.
Siguió
tendido con los ojos cerrados durante unos segundos y dejó que su alma volviera a instalarse dentro de
su cuerpo. Tenía la sensación de que éste iba a ser un buen día. Oh, sí...,
había terminado esa condenada tesis. ¡No, no la había terminado! Se irguió
bruscamente.
Al ver los
extraños muros que le rodeaban le hizo cobrar conciencia de lo
ocurrido. Pero, antes de que tuviera tiempo de empezar a preocuparse -de hecho, una fracción de segundo después de haberse erguido-, la puerta se dilató dejando entrar a Diktor.
–¿Te
encuentras mejor?
–Bueno,
sí, estoy mejor. Dime ¿qué es todo esto?
–Ya
llegaremos a eso. ¿Qué te parece desayunar algo?
En la
escala de valores de Wilson el desayuno iba justo después de la vida y antes
que la posibilidad de que existiera la inmortalidad. Diktor le llevó a otra
habitación; la primera con ventanas de cuantas había visto. En realidad, media
habitación terminaba en un balcón suspendido a gran
altura que daba a un panorama cubierto de verdor. Una suave y cálida brisa
veraniega soplaba perezosamente por la
estancia.
Desayunaron abundantemente al
estilo de los antiguos romanos. Mientras Diktor se explicaba.
Bob Wilson
no siguió sus explicaciones tan atentamente como lo habría hecho en otras
circunstancias pues le distrajeron bastante las sirvientas que
trajeron el desayuno. La primera entró llevando una gran bandeja con frutas
sobre su cabeza. Las frutas eran espléndidas y la chica también lo era. Por
mucho que la examinó fue incapaz de hallar en su persona defecto alguno.
Y, desde
luego, su atuendo facilitaba mucho tal inspección.
Fue primero hacia Diktor y con un
gesto fluido y lleno de gracia puso una rodilla en tierra, quitándose la
bandeja de la cabeza y ofreciéndosela.
Diktor tomó solamente una pequeña
fruta de color rojo y le indicó que se fuera con una seña. Luego le ofreció la
bandeja a Bob de igual forma.
–Como
estaba diciendo –continuó Diktor–, no sabemos con seguridad de qué tiempo vinieron los Grandes o a qué tiempo
se fueron tras abandonar la Tierra. Yo me inclino a pensar
que se perdieron en el
Tiempo. En cualquier caso, gobernaron durante más de veinte mil
años y borraron por completo la cultura humana, tal y como tú la conocías. Lo
más importante para nosotros dos es el efecto que eso tuvo sobre el intelecto
humano. Una persona acostumbrada al estilo de vida del siglo veinte puede hacer
aquí cuanto le venga en gana... ¿Me estás escuchando?
–¿Eh? Oh,
sí, claro. Oye, esa chica es francamente guapa.
Sus ojos
seguían clavados en la puerta por la cual había desaparecido.
–¿Quién?
Oh, sí. Supongo que sí. No es de una belleza excepcional teniendo en cuenta el
promedio femenino de este lugar.
–Eso me
resulta difícil de creer. No me costaría nada acostumbrarme a una chica semejante.
–¿Te
gusta? Muy bien, es tuya.
–¿Qué?
–Es una
esclava. No te indignes. Son esclavos por naturaleza. Si te gusta, te la
regalo. Eso la hará feliz. –La chica acababa de volver. Diktor se dirigió a
ella en un lenguaje desconocido para Bob–. Se llama Arma –le dijo a él en un
aparte y luego habló con ella durante unos instantes.
Arma rió
suavemente. Luego volvió
a ponerse seria
y, yendo hacia
donde estaba reclinado Wilson, puso ambas rodillas en el suelo y bajó la
cabeza con las dos manos juntas ante su pecho.
–Toca su
frente –le indicó Diktor.
Bob así lo
hizo. La muchacha se puso en pie y se quedó inmóvil, esperando plácidamente
junto a él. Diktor le dijo algo. Ella pareció sorprendida pero salió de la
habitación.
–Le he
explicado que, pese a su nueva posición, es tu deseo que siga sirviéndonos el
desayuno.
Diktor
siguió con sus explicaciones mientras continuaba el desfile de platos. El
siguiente fue traído por Arma y otra muchacha. Cuando Bob vio a la segunda
joven se le escapó un leve silbido. Se dio cuenta de que había actuado con
cierta precipitación al
dejar que Diktor
le hiciera regalo
de Arma. Acabó decidiendo que o el nivel medio de la
belleza había subido de forma increíble, o Diktor se tomaba muchas molestias a
la hora de seleccionar sus sirvientas.
–…por esa
razón –estaba diciendo Diktor–, es necesario que vuelvas inmediatamente a
través de la Puerta Temporal. Tu primer trabajo es traer de vuelta a ese otro
tipo. Luego tengo otra cosa preparada para ti y, después de eso, podremos
descansar. A partir de entonces iremos a partes iguales. Y hay mucho que
repartir. Yo... ¡No me estás escuchando!
–Claro que
sí, jefe. He oído cada una de las palabras que has pronunciado. – Se acarició
el mentón–. Oye, ¿podrías prestarme una navaja de afeitar? Me gustaría
arreglarme.
Diktor
lanzó unas cuantas maldiciones en dos lenguas distintas.
–¡Mantén tus ojos apartados de esas chicas y escúchame!
Hay trabajo que hacer.
–Claro, claro. Ya lo he
entendido... y soy tu hombre. ¿Cuándo empezamos?
Wilson había tomado su decisión hacía ya
algún tiempo..., muy poco después de que Arma entrara con la bandeja de frutas,
a decir verdad.
Tenía la sensación
de haberse metido en un sueño extremadamente agradable.
Si el cooperar con Diktor servía para que ese sueño continuara, pues
adelante. ¡Al diablo con su carrera académica!
De todos
modos, cuanto quería Diktor de él era que volviera al sitio del que había
salido y que convenciera a otro tipo para que cruzara la Puerta. Lo peor que
podía ocurrirle era que se hallara de nuevo en el siglo veinte. ¿Qué podía
perder?
Diktor se
puso en pie.
–Vamos con
ello antes de que te distraigas más –dijo secamente–. Sígueme. Y se puso en
marcha andando rápidamente, con Wilson detrás de él.
Diktor le
condujo hasta el Salón de la Puerta y se detuvo.
–Todo
cuanto debes hacer es cruzar la Puerta –dijo–. Te encontrarás de vuelta en tu
propia habitación y
en tu propia
época. Convence al
hombre que encuentres allí para
que cruce la Puerta. Le necesitamos. Luego puedes volver.
Bob
levantó una mano formando un círculo con el dedo índice y el pulgar.
–Está en
el saco, jefe. Considérelo hecho.
Avanzó
hacia la Puerta, dispuesto a entrar por ella.
–¡Espera!
–le ordenó Diktor–. No estás acostumbrado al viaje temporal. Querría advertirte
de que cuando cruces sufrirás una considerable impresión. Ese otro tipo... le
reconocerás.
–¿Quién
es?
–No te lo
diré porque no lo entenderías. Pero ya lo entenderás cuando le veas. Limítate a
recordar esto... hay algunas paradojas
muy extrañas relacionadas con el viaje temporal. No permitas que nada de
cuanto veas te haga perder el control. Haz lo que te digo y todo irá bien.
–Las
paradojas no me preocupan –dijo Bob con voz confiada–. ¿Eso es todo? Estoy
preparado.
–Un
momento. –Diktor se colocó detrás del estrado y un instante después su
cabeza asomó a un
lado de éste–.
Ya he preparado
los controles. Bien, ¡adelante!
Bob Wilson
cruzó el espacio conocido como Puerta Temporal.
El paso a
través de ella no le proporcionó ningún tipo de sensación particular. Era
como atravesar una cortina
y entrar en una habitación más oscura.
Se detuvo por un instante al otro lado y esperó a que sus ojos se
acostumbraran a esa luz más tenue. Se dio cuenta de que, ciertamente, se
hallaba en su propia habitación.
En ella
había un hombre, sentado ante su escritorio. Diktor había estado en lo cierto.
Por lo tanto, éste era el tipo que debía mandar a través de la Puerta. Diktor
había dicho que le reconocería. Bueno, veamos quién es.
Sintió un
cierto resentimiento al encontrar alguien sentado ante su escritorio en su
habitación, pero no tardó en pasársele. Después de todo, no era más que un
cuarto alquilado; cuando
desapareció no cabía
duda de que
habrían encontrado un nuevo inquilino. No tenía modo alguno de saber
cuánto tiempo llevaba fuera... ¡caramba, quizá
hubiera llegado a
mitad de la
semana siguiente!
El tipo le parecía vagamente familiar aunque
sólo podía ver su espalda.
¿Quién era? ¿Debería hablar con él, hacer que se
diera la vuelta? Sentía una vaga reluctancia
a obrar de ese modo basta no saber quién era.
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