Diez negritos se fueron a cenar.
Uno de ellos se asfixió y quedaron Nueve.
Nueve negritos trasnocharon mucho.
Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron Ocho.
Ocho negritos viajaron por el Devon.
Uno de ellos se escapó y quedaron Siete.
Siete negritos cortaron leña con un hacha.
Uno se cortó en dos y quedaron Seis.
Seis negritos jugaron con una avispa.
A uno de ellos le picó y quedaron Cinco.
Cinco negritos estudiaron derecho.
Uno de ellos se doctoró y quedaron Cuatro.
Cuatro negritos fueron a nadar.
Uno de ellos se ahogó y quedaron Tres.
Tres negritos se pasearon por el Zoológico.
Un oso les atacó y quedaron Dos.
Dos negritos se sentaron a tomar el sol.
Uno de ellos se quemó y quedó nada más que Uno.
Un negrito se encontraba solo.
Y se ahorcó y no quedó...
¡Ninguno!
Confortablemente instalado en la esquina de un
departamento de primera clase, el juez Wargrave, jubilado hacía poco, echaba
bocanadas de humo de su cigarro, recorriendo además con mirada sagaz las
noticias políticas del Times.
De pronto puso
el diario sobre el asiento y echó un vistazo por la ventanilla. En este momento
el tren pasaba por el condado de Somerset. El juez consulto su reloj: todavía
le quedaban dos horas de viaje.
Entonces recordó
los artículos publicados en la Prensa sobre el asunto de la isla del Negro.
Desde luego se había hablado de un millonario americano, loco por las cosas del
mar, que había ocupado esta pequeña isla y había construido en la misma una
lujosa residencia moderna. Desgraciadamente, la tercera esposa de este rico
yanqui no tenía gustos marinos y por ello la isla, con su espléndida mansión,
fueron puestas en venta. Una formidable publicidad se hizo patente en los
periódicos, y un buen día se supo que la isla habíala adquirido un tal mister
Owen.
Las habladurías
más fantásticas no tardaron en circular por la Prensa londinense. La isla del
Negro, decíase, había sido adquirida realmente por miss Gabrielle Turl. La
famosa «estrella» de Hollywood deseaba descansar algunos meses, lejos de los
reporteros indiscretos. «La abeja Laboriosa» insinuaba delicadamente que
aquélla era una morada digna de una reina. Merry
Weather deslizó que la isla había sido comprada por una pareja deseosa de
pasar allí su luna de miel. Hasta se rumoreaba el nombre del joven lord L...,
alcanzado por las flechas de Cupido. Jonas
afirmaba que la isla del Negro había caído en manos del Almirantazgo
británico que quería dedicarla a muy secretas experiencias.
En breve, la
isla del Negro fue, en aquella temporada, un maná para los periodistas faltos
de información.
El juez sacó de
su bolsillo una carta cuya escritura era, por así decirlo, ilegible; pero, aun
desperdigadas las palabras, se destacaban unas más que otras con cierta
claridad.
Mi querido Lawrence... después de tantos años de haberme dejado
sin noticias... Venid a la isla del Negro... un sitio verdaderamente
encantador... tantas cosas tenemos para contarnos... del tiempo pasado... en
comunión con la naturaleza... tostarse al sol... a las
12.40 salida de
Paddington.... a
Y la carta
terminaba así:
Siempre vuestra,
CONSTANCE
CULMINGTON
Adornando su
firma con una gran rúbrica.
El juez Wargrave
intentó recordar la fecha exacta de su último encuentro con lady Constance
Culmington; debía de remontarse a siete u ocho años atrás. La joven se volvió a
Italia para tostarse al sol, comulgar con la naturaleza y los contadini[1].
Más tarde se dijo que había proseguido su viaje hasta Siria, donde quizá se
prometió tostarse bajo un sol más ardiente todavía y «comunicarse» con la
naturaleza y los beduinos.
Constance
Culmington, pensaba el magistrado, era una mujer capaz de comprarse una isla y
rodearse de misterio. Aprobando con una inclinación de cabeza la lógica de su
argumentación, el juez Wargrave se dejó mecer por el movimiento del tren.
Y se adormeció.
Vera Claythorne, sentada en un vagón de tercera clase en
compañía de otros viajeros, cerraba los ojos, recostada hacia atrás su cabeza.
¡Qué calor más sofocante hacía dentro de aquel tren...!, ¡qué bien se estaría a
orillas del mar! Esta situación constituía para la joven una verdadera suerte.
Conmuévete; cuando solicitáis un empleo para los meses de vacaciones, se os
encarga la vigilancia de una chiquillería... las plazas de secretaria, en esta
época, se presentan muy de tarde en tarde. La oficina de colocaciones no le dio
sino una ligera esperanza. Al fin la esperada carta había llegado:
La agencia para colocaciones profesionales me propone su nombre
y me la recomienda calurosamente. Creo entender que la directora la conoce
personalmente. Estoy dispuesta a concederle los honorarios propuestos por usted
y cuento con que podrá entrar en funciones el día 8 de agosto. Tome el tren de
las 12.40 en Paddington y se la irá a recibir a la estación de Oakbridge.
Adjunto un billete de cinco libras para sus gastos de viaje.
Sinceramente suya UNA
NANCY OWEN
En la cabecera
de esta carta consignábase la dirección:
Isla del Negro, Sticklehaven (Devon)
¡La isla del Negro! ¡Y tanto como se habían ocupado de ella los
periódicos! Toda suerte de insinuaciones y de rumores extraños circulaban
motivados por este pedazo de tierra rodeada de agua. Sin duda no habría nada de
verdad en ellos. De todas maneras, la casa, construida bajo los cuidados de un
millonario americano sería, al parecer, el «último grito» del lujo y del
«confort».
Miss Vera
Claythorne, fatigada por su último trimestre de clases pensaba:
«La situación
del profesor de cultura física en una escuela de tercer orden no es muy
brillante... Si por lo menos pudiese hallar un empleo en un establecimiento
mejor...» Luego, con el corazón oprimido, pensó:
«Yo debo aún
considerarme dichosa... La gente, por lo regular, no quiere tener en sus casas
a una persona que ha sido procesada..., aunque luego quedase absuelta.»
Hasta el fiscal
la había cumplimentado por su presencia de ánimo y su serenidad. En suma, el
juicio le fue favorable del todo. La señora Hamilton habíale testimoniado su
gran bondad; solamente Hugo... Pero ella no quería pensar en Hugo.
De súbito, a
pesar del calor sofocante del departamento, se estremeció y deseó encontrarse a
orillas del mar. Un cuadro se dibujaba con toda claridad en su espíritu. Veía la cabeza de Cyril subir y bajar de la
superficie del agua y dirigirse hacia las rocas. La cabeza subía y
bajaba..., aparecía y sumergíase... y ella misma, Vera, nadadora experta, se
reprochaba por ello, al hendir fácilmente las olas, aunque persuadida de que
llegaría... demasiado tarde...
El mar..., sus
aguas profundas, calientes y azuladas..., las mañanas pasadas tendidos sobre la
arena... Hugo..., Hugo... que le había vendido su amor.
Era preciso no
pensar más en Hugo...
Abriendo los
ojos, miró desabridamente al viajero sentado frente a ella, un hombrón de cara
bronceada, ojos claros y boca arrogante, casi cruel.
«Yo apostaría a
que este hombre ha recorrido el mundo y visto cosas sumamente interesantes.»
Philip Lombard,
juzgando con una sola ojeada a la joven que sentábase frente a él, pensó:
«Encantadora...,
quizá con demasiado aspecto de institutriz...» Una mujer con la cabeza erguida,
se dijo, es una mujer capaz de defenderse... en amor como en la guerra.
Procuraría conducirse bien. Puso el ceño adusto. No, inútil pensar en
cuchufletas. Los negocios ante todo. Le era preciso concentrar todas sus
energías en su trabajo. ¿De qué se preocupaba, en resumen? Aquel pequeño judío
se había mostrado excesivamente misterioso. —Hay que tomarlo o dejarlo, capitán
Lombard.
—Cien guineas,
¿eh? —le había dicho entonces con gesto indiferente, como si cien guineas no
significasen nada para él. ¡Cien guineas, ahora que no contaba con recursos!
Adivinó sin embargo que el pequeño judío no era cándido; el fastidio con los
judíos es precisamente nuestra impotencia para engañarles en materia de
dinero... Parecen leer nuestros pensamientos.
Le había pedido
bien claramente:
—¿No puede usted
proporcionarme unos más amplios informes? Mister Isaac Morris había sacudido
con energía su pequeña cabeza calva.
—No, capitán
Lombard, las cosas están así. Para mi cliente, usted es una buena persona,
acorralada en un callejón sin salida. Estoy autorizado para entregarle la suma
de cien guineas, y en reciprocidad, usted debe ir a Sticklehaven, en el Devon.
La estación más próxima es Oakbridge; desde ella será usted conducido en
automóvil hasta Sticklehaven y luego una canoa de motor le llevará a la isla
del Negro. Una vez allí, usted se pondrá a la disposición de mi cliente.
Lombard había
preguntado bruscamente:
—¿Por mucho
tiempo?
—Una semana a lo
más.
Atusándose su
corto bigote, el capitán Lombard hizo observar: —Está bien entendido que no
exigirá de mi ningún trabajo ilegal, ¿no es cierto?
Al pronunciar
estas palabras, Lombard lanzó una rápida mirada a su interlocutor. Una ligera
sonrisa había aflorado a los labios carnosos del pequeño israelita y respondió
seriamente:
—Con toda
seguridad; si le pidiera alguna cosa ilegal, queda en completa libertad para
retirarse. ¡Vaya al cuerno este judío meloso!
Había sonreído.
A buen seguro sabía que en el pasado del capitán Lombard no todos los actos
habían revestido caracteres de legalidad. Los labios de Lombard se
entreabrieron como en una mueca.
¡En una o en dos
ocasiones le faltó poco para dejarse ahorcar, pero siempre se había librado! ¿A
qué, pues, atormentarse por anticipado? Contaba con darse buena vida en la isla
del Negro.
En un
departamento de no fumadores, miss Emily Brent permanecía sentada, erguido el
busto, según su costumbre. Aunque tenía sesenta y cinco años, reprobaba todo
abandono. Su padre, coronel de la antigua escuela, siempre habíase mostrado
acicalado y meticuloso en su atuendo.
La generación
actual alardeaba de un vergonzoso despechugamiento tanto en las actitudes como
en las demás cosas.
Rodeada de una
aureola de honestidad y de rígidos principios, miss Brent, en aquel vagón de
tercera clase, abarrotado de viajeros, triunfaba de la falta de «confort» y del
calor. En estos tiempos las gentes ven obstáculos por todas partes. Se prefiere
una inyección antes de dejarse arrancar una muela... se toma un soporífero si
el sueño no llega... se arrellanan en las butacas entre los cojines... y las
muchachas medio desnudas, se exhiben en las playas durante el verano.
Miss Brent, con
los labios fruncidos, hubiera querido dar una lección a ciertas gentes.
Ella recordaba
sus vacaciones del año anterior. Este año sería diferente. La isla del Negro...
En su
imaginación releía una vez más la carta tan frecuentemente recorrida y que ya
se sabía de memoria:
Querida miss Brent:
Quiero creer que se acordará de mí. Hace algunos años pasamos
juntas el mes de agosto en una pensión familiar en Bellhaven... ¡Y nos
descubrimos tantos gustos comunes!
En este momento tengo en marcha establecer una pensión parecida
en una isla a lo largo de la costa del Devon. Siempre he pensado que para
alcanzar el éxito en esta clase de empresas era preciso una prima sencilla,
pero excelente y la presencia de una persona amable de la vieja escuela. ¡Yo
estaría encantada si quisiera hacer sus preparativos para venir a pasar estas
vacaciones de verano en la isla del Negro, sin retribución alguna tan sólo a
título de invitada! ¿A principios de agosto, le convendría...? ¿Y si fijásemos
el día 8?
Con mis mejores recuerdos,
sinceramente suya,
U. N. O.
¿Qué
nombre sería éste? La firma aparecía casi ilegible, Emily Brent tenía poca
paciencia y se hizo esta observación:
«¡Tanta gente
firma tan mal con su nombre que no hay medio de descifrarlo...!»
Y esto pensando,
pasó revista a los huéspedes de Bellhaven, donde hacía más de dos años ella
había pasado el verano... Había una gentil mujer, de edad madura, señora...
señora... veamos, ¿Cómo se llamaba...? Era hija de un canónigo y después
aquella miss Olton... Ormen... no decididamente se llamaba Oliver. Sí, si,
estaba bien segura, miss Oliver.
¡La isla del
Negro! Se había hablado mucho en los periódicos... a propósito de una actriz de
cinema... ¿o quizás mejor de un millonario americano? Total: una isla no cuesta
un ojo de la cara y tampoco es del gusto de todos.
La idea de
habitar una isla parece muy romántica, pero una vez instalados en ella no se
tarda en comprobar los disgustos y uno se siente dichoso al poder
desembarazarse. A manera de conclusión, Emily Brent pensó:
«Sea como fuera,
este año mis vacaciones no me costarán nada.» Sus rentas se reducían más y más
cada día, una buena parte de sus dividendos persistían impagados, por eso
apareció su buena suerte. ¡Si su memoria le permitiera recordar solamente un
poco mejor, a la señora... o señorita (no podía precisarlo) Oliver!
El general
MacArthur se asomó a la ventanilla de su departamento. El convoy llegaba a
Exeter, donde el bravo general debía cambiar de tren. ¡Esos trenes de líneas
secundarias avanzaban con lentitud más propia de caracoles! ¡Y pensar que, a
vuelo de pájaro, la isla del Negro estaba tan cerca!
No sabía de fijo
quién era el llamado Owen... según parecía, un amigo de Spoof Leggard y de
Johnnie Dyer...
Uno o dos de sus viejos
camaradas serán de los nuestros... se sentirán encantados de charlar con usted
de los tiempos pasados...
A fe que no
deseaba cosa mejor que evocar el pasado en alegre compañía.
En estos últimos
tiempos se había imaginado que sus amigos le ponían en cuarentena. ¡Todo a
causa de sus estúpidas chinchorrerías! ¡Dios mío! La píldora era dura de
tragar... aquello se remontaba a más de treinta años. Armitage no había sabido
contener su lengua. ¿Qué sabía aquel charlatán? ¿A qué tanto alborotar? Uno se
figura un montón de cosas y se imagina que los otros le miran de reojo.
Después de todo
le agradaría ver aquella isla del Negro que tanto gasto hizo en las crónicas
periodísticas. Seguramente algo habría de verdad en el ruido que se produjo,
según el cual el Almirantazgo, la Guerra o la Aviación se posesionaron de
aquélla.
El joven Elmer
Robson, el millonario americano, había construido efectivamente una magnífica
morada que hubo de costarle unos miles de libras esterlinas. Un lujo difícil de
imaginar.
¡Exeter! ¡Una
hora de parada! ¡Exeter! ¡Una hora de parada! Impaciente, el general MacArthur
hubiera querido continuar.
El doctor
Armstrong conducía su auto a través de la llanura de Salisbury. Sentíase
fatigado... La gloria se paga. Un tiempo hubo en que tranquilamente sentado en
un gabinete de consulta de Harley Street, correctamente vestido, rodeado de los
más modernos aparatos y los muebles más lujosos, esperaba... esperaba a lo
largo de las horas el éxito o el fracaso de un esfuerzo.
¡Pero ya había
triunfado! ¡La suerte le había sonreído! La suerte, secundada por su saber,
vale decirlo. Conocía admirablemente su oficio... pero esto no era siempre
suficiente para triunfar. Era preciso también el factor suerte. ¡Y ésa llegó!
Un diagnóstico exacto y la gratitud de los clientes, dos ricas damas de la
mejor sociedad... crearon su reputación.
—Debéis ir a
consultar al doctor Armstrong, un joven médico, pero sumamente inteligente y
hábil. Pam ha sido visitada por toda clase de médicos durante dos años y sólo
él vio inmediatamente la causa de su mal.
Y así había
empezado la bola de nieve.
Actualmente el
doctor Armstrong era el médico de moda. No tenía un minuto para él. Todos sus
días estaban empleados. Así en esta deliciosa mañana de agosto se divertía
dejando Londres para ir a pasar algunos días en una isla situada a lo largo de
la ribera del Devon. No le fue preciso un permiso. La carta que recibió estaba
redactada en términos excesivamente vagos, pero nada de vago tenia el cheque
que la acompañaba. ¡Unos honorarios fabulosos! Decididamente esos Owen rodaban
sobre oro. El marido, al parecer, se atormentaba a causa de la salud de su
esposa y quería saber a qué atenerse respecto a la naturaleza de la enfermedad
sin que la señora Owen concibiese ninguna alarma. Ella rehusaba ser visitada
por un médico... Sus nervios...
¡Los nervios! El
médico levantó las cejas. ¡Las mujeres y sus nervios! Al fin y al cabo, desde
el punto de vista comercial él cometería una tontería si las compadeciese. La
mitad de las mujeres que iban a consultarle no sufrían otra enfermedad que el
aburrimiento... ¡Pero iba a decírselo! Se puede siempre achacar a cualquier
otra cosa.
Un estado
ligeramente anormal, debido a (aquí una larga palabra científica), nada de
importancia, pero es preciso remediarlo. Un tratamiento de los más sencillos.
En medicina lo
corriente es la fe la que salva. Y el doctor Armstrong conocía el mejor
sistema: inspiraba confianza y esperanza.
Tras un toque
estridente de claxon, un enorme «Super Sports Daimler» le pasó a una velocidad
de ciento treinta por hora. Le faltó poco al doctor Armstrong para no ser
lanzado a la cuneta... uno de esos jóvenes imbéciles que devoran el camino. El
médico no podía sufrirlos... Cretinos, idiotas...
Tony Marston,
pasando como una tromba por el pueblecito de Mere, pensaba:
«¡Es espantoso
el número de bañistas que se arrastran por los caminos y os impiden desfilar!
¡Es el colmo que circulen por el centro de la calzada! ¡Así se hace imposible
conducir un auto en Inglaterra! ¡Habladme de Francia, donde realmente se puede
correr a gran velocidad!»
¿Sería preciso
detenerse allí para tomar un refresco o proseguiría su camino? Tenía aún mucho
tiempo y sólo le faltaba por recorrer un centenar de kilómetros. Pediría una
ginebra y una gaseosa... ¡Qué calor más sofocante! Iría a divertirse en aquella
isla, si persistía el buen tiempo. Pero ¿quiénes serían esos Owen?, se
preguntaba Tony Marston. ¡Probablemente unos infectos nuevos ricos!
¡Con tal que
tuvieran una buena bodega! Nada es seguro en las casas de los ricos
improvisados. Lástima que estos rumores concernientes a la compra de la isla
por Gabrielle Turl no tuviesen fundamento. Era preferible juntarse a los
adoradores de la hermosa artista. Quizá también se encontrarían algunas lindas
muchachas entre los invitados de los Owen. Salió del mesón, estiró las piernas,
los brazos, bostezó, contempló el cielo azul y subió de nuevo en su «Daimler».
Varias muchachas
le observaban. Su alta estatura (un metro ochenta), sus cabellos rizados, su
bronceada faz y sus ojos azules intenso, suscitaban la admiración.
Se apoyó sobre
la palanca, rugió el motor y el auto trepó de un brinco la estrecha calleja.
Las viejas mujeres y los chicos de la escuela se apartaban a su paso como
medida de precaución y los pilluelos, subyugados, se desviaban del camino para
seguir con los ojos al soberbio auto.
Anthony Marston
continuaba su marcha triunfal.
Mister Blove
viajaba en el tren ómnibus que venía de Plymouth. En su departamento tan sólo
se encontraba otra persona, un señor viejo con trazas de marino y ojos
legañosos. Entonces dormía.
Mister Blove
escribía con cuidado en un pequeño cuaderno de notas. —Esta vez mi lista está
completa: Emily Brent, Vera Claythorne, doctor Armstrong, Anthony Marston, el
viejo juez Wargrave, Philip Lombard y el general MacArthur, C.M.G.[2],
D.S.O.[3].
El criado y su mujer: mister y mistress Rogers.
Cerró su
cuaderno de notas y lo guardó en su bolsillo. Echó una mirada hacia el rincón
donde dormía su compañero de viaje.
—Contaba uno de
más —dijo muy bajo.
Reflexionó un
instante y terminó:
—El trabajo será
de los más fáciles. No hay modo de equivocarse. Confío que mi aspecto no deja
nada que desear.
Se levantó y examinóse meticulosamente en el espejo del departamento. La imagen reflejada presentaba un aspecto militar.
Había cierta expresión en su cara de ojos grises y labios adornados con un
corto bigote.
—¡Palabra! Se me
tomaría por un comandante —observó mister Blove—. ¡Ah, no!, olvidaba al
general. Aquel viejo desperdicio no tardaría en desenmascararme.
«África del Sur
—siguió monologando mister Blove—. Este, éste es mi rayo. Ninguna de esas
personas ha estado en África del Sur, y como yo acabo de leer estos prospectos
del viaje, podré hablar del país con conocimiento de causa.
La isla del
Negro. Recordaba haber estado allí durante su infancia, una especie de rocas
nauseabundas, frecuentadas por las gaviotas, a mil quinientos metros de la
costa. Esta isla debía su nombre a su parecido con una cabeza de hombre... con
los labios negros. ¡Graciosa idea de edificar allí una morada! Es horrible
vivir en un islote cuando sopla el temporal. ¡Pero los millonarios son tan
caprichosos!
El viejo buen
hombre del rincón se despertó diciendo:
—En el mar no se
puede nunca prever nada..., ¡nunca!
A manera de
consuelo replicó mister Blove:
—Exacto. No se
sabe jamás qué os espera.
Sacudido por el
hipo, el viejo continuó, con voz lastimera:
—Algo se espera.
—No, no, amigo. Hace un tiempo
espléndido -respondió mister Blove.
El viejo se
enfadó.
—Le digo que la
tormenta está en el aire. La percibo.
—Quizá tenga
razón —le dijo mister Blove pacíficamente.
El tren se
detuvo en una estación y el viejo se levantó penosamente.
—Yo bajo aquí.
Sacudió la
portezuela para abrirla. Mister Blove acudió en su ayuda. Antes de bajar al
andén, el viejo levantó una mano con gesto solemne y guiñó los ojos.
—¡Velad y orad!
—conjuró—. ¡Velad y orad! ¡El día del Juicio se aproxima!
Ganando, por
fin, el andén, se enderezó, levantó los ojos hacia mister Blove y le dijo con
acento digno y severo:
—Es a usted a
quien me dirijo, joven. El día del Juicio está muy cercano.
Arrinconado en
la esquina de su departamento, mister Blove pensó en lo mismo:
—Es cierto; él
está más cerca que yo del día del Juicio.
Pero mister
Blove se equivocó.
2
Delante de la
estación de Oakbridge había un grupo de personas esperando. Tras ellos estaban
los mozos de las maletas.
Uno de ellos
llamó:
—¡Jim!
El chófer de uno
de los taxis estacionados se adelantó y preguntó con el dulce acento de Devon:
—¿Van ustedes,
sin duda alguna, a la isla del Negro?
Cuatro voces
respondieron afirmativamente, y los viajeros se miraron entre sí. El chófer se
dirigió al de más edad, que era el juez Wargrave.
—Tenemos dos
taxis a su disposición. Uno de ellos debe esperar el tren ómnibus que viene de
Exeter dentro de cinco o seis minutos, pues otro señor llegará en ese tren.
Quizás alguno de ustedes quiera esperar un poco, y de esa forma no irán tan
apretados en el coche. Vera Claythorne, comprendiendo su deber de secretaria, se
apresuró a contestar:
—Yo esperaré, si
quieren.
Su mirada y su
voz ligeramente autoritarias dejaban entrever la clase de su trabajo. Empleaba
el mismo tono que si diese órdenes a sus alumnos en un partido de tenis.
Miss Brent dijo
secamente:
—Gracias.
El chófer había
abierto la portezuela del taxi, y ella entró la primera, el juez la siguió. El
capitán Lombard se atrevió.
—Esperaré con
miss...
—...Claythorne
—terminó Vera.
—Yo me llamo
Lombard, Philip Lombard.
Los mozos
apilaron sobre el taxi las maletas, y desde su interior el juez dijo
amablemente:
—Tenemos un
tiempo espléndido.
—En efecto.
«Un señor muy viejo,
pero muy
distinguido —pensó—.
Completamente
diferente de las personas que se encuentran en las pensiones familiares de las
playas baratas. Es evidente que los señores Oliver conocen la gente del gran
mundo.» El juez Wargrave preguntó:
—¿Conoce usted
esta región de Inglaterra?
—Conozco
Cornualles y Torquay, pero es mi primera visita a esta región de Devon.
El juez añadió:
—No importa,
tampoco yo conocía esta región.
El taxi se
alejó.
El chófer del
otro coche preguntó a los dos viajeros que quedaban:
—¿Quieren
ustedes sentarse en el coche en tanto esperan?
Vera respondió
con voz autoritaria:
—De ninguna
manera.
Mister Lombard
sonrió y dijo:
—Este sitio
soleado me gusta mucho, a menos que usted prefiera entrar en la estación.
—¡Ah!, no,
gracias. ¡Se siente uno tan dichoso de no estar en esos vagones recalentados!
—Es cierto; viajar en tren con esta temperatura es lo más
desagradable que hay. Vera añadió, por
decir algo:
—Esperemos que
esto dure. Hablo del tiempo. ¡El verano en Inglaterra reserva muchas sorpresas!
Lombard hizo una
pregunta desprovista de originalidad:
—¿Conoce usted
esta parte de Inglaterra?
—No, vengo por
vez primera.
Decidida a poner
en claro su situación en casa de los Owen, añadió:
—No he visto
jamás a mi jefe.
—¿Su jefe?
—Sí, soy la
secretaria de mistress Owen.
—¡Ah! Comprendo.
Esto lo cambia todo.
Vera se echó a
reír.
—¿Por qué? Yo no lo encuentro diferente. La secretaria
particular de mistress Owen se puso enferma y pidió a una agencia,
telegráficamente, una sustituta, y me han enviado a mí.
—¿Y si el puesto
no le conviene, una vez instalada en la casa?
De nuevo Vera se
echó a reír.
—¡Oh!, esto sólo
es provisional. Un empleo para las vacaciones. Yo tengo una situación estable
en una escuela de niñas. El hecho es que yo ardo en deseos de ver esta isla del
Negro, tan célebre desde que los periódicos han hablado de ella. ¿Es a tal punto
fascinadora? —En verdad, no puedo decirle nada, no la conozco —respondió
Lombard.
—¡Ah, si! Los
Owen han debido entusiasmarse. ¿Cómo son? Dígame algo de ellos.
Lombard
reflexionó un instante. La situación se ponía difícil. ¿Debía, sí o no, dar a
entender que él no los conocía? Se decidió a cambiar de conversación.
—¡Oh! Tiene una
avispa en un brazo, no se mueva, por favor.
Para convencerla
hizo el gesto de lanzarse a cazar a la avispa.
—¡Ya se fue!
—Gracias, muchas
gracias. Las avispas abundan este verano.
—Es, sin duda,
el calor. ¿Sabe usted a quién esperamos?
—No tengo la
menor idea.
Se oyó el ruido
de un tren que se acercaba.
Lombard dijo:
—¡He aquí el
tren que llega!
Un hombre alto,
de aspecto militar, apareció a la salida del andén.
Sus cabellos
grises estaban cortados casi al rape y su bigotito blanco muy bien cuidado.
El mozo,
ligeramente vacilante bajo el peso de una sólida maleta de cuero, le indico a
Vera y a Lombard.
Vera se
adelantó.
—Soy la
secretaria de mistress Owen, tomaremos este coche. Le presento a mister
Lombard.
Con sus ojos
azules, fatigados por la edad, el recién llegado juzgó al capitán Lombard. Se
hubiera podido leer en ellos esta opinión:
«Buen tipo, pero
hay en él algo que desagrada.»
Los tres se
instalaron en el taxi, que recorrió las calles solitarias del pueblecito de
Oakbridge y enfiló la carretera de Plymouth. A los dos kilómetros el coche se
metió por un laberinto de caminos vecinales, verdeantes, empinados y estrechos.
El general
MacArthur observó:
—Desconozco esta
parte de Devon. Mi pequeña propiedad está situada al Este del condado, junto a
los confines del Dorset.
—Este campo es
encantador —comentó Vera—. Las colinas tan verdes y la tierra roja hacen un
contraste agradable a la vista.
Lombard replicó,
un tanto displicente:
—Esto me parece
demasiado angosto, prefiero los grandes espacios donde la vista se pierde en el
horizonte.
El general
MacArthur le dijo:
—Parece como si
hubiera viajado mucho.
Lombard alzó los
hombros con gesto despectivo.
—¡Bah! He dado
muchas vueltas por el mundo.
Y pensaba para
sí: «Este viejo militar me va, seguramente, a preguntar si durante la Gran
Guerra estaba en edad de coger el fusil. Con esta gente siempre pasa lo mismo.»
Sin embargo, el
general MacArthur no hizo ninguna alusión a la guerra.
Después de haber
subido a una colina escarpada, descendieron hacia Sticklehaven por un camino en
zigzag. Este pueblecito sólo tenía varias casuchas, con una o dos barcas de
pesca varadas en la playa. Por primera vez contemplaron la isla del Negro, que
surgía del mar, hacia el sur, iluminada por el sol poniente.
—Pero ¡si
estamos todavía muy lejos de ella! —exclamó sorprendida Vera.
Se la había
imaginado muy diferente, cerca de la ribera, coronada con una casa blanca; pero
no se veía vivienda alguna. Sólo se percibía una enorme silueta rocosa que
vagamente parecíase a una cara de negro. Su aspecto le pareció siniestro, y se
estremeció. Delante de la posada de las Siete Estrellas, tres personas estaban
sentadas; el viejo juez con su espalda encorvada, miss Brent, derecha como un
huso, y un hombre, un mocetón que, sin ceremonias, adelantándose, se presentó a
si mismo.
—Hemos creído
que debíamos esperarles. Así no haremos más que un viaje. Permítanme que me
presente. Me llamo Davis, y he nacido en Natal, en África del Sur.
Su jovial
sonrisa le valió una mirada torva del juez Wargrave. Se diría que tenía deseos
de dar la orden de despejar la sala del tribunal.
—¿Alguien desea
tomar una copita antes de embarcarnos? — preguntó Davis, muy hospitalario.
Nadie aceptó su
invitación. Volvióse y, con el dedo levantado, decidió:
—En ese caso no
nos detengamos más. Deben de esperarnos nuestros anfitriones.
Se habría podido
observar un cierto malestar en las caras de los demás invitados, que sus
últimas palabras parecían haber inmovilizado.
En respuesta al
signo de Davis, un hombre se destacó de la pared más próxima, contra la cual se
apoyaba, y se acercó a ellos. Su paso balanceante indicaba en él al marino.
Tenía la cara arrugada, los ojos sombríos y una expresión soñadora. Se expresó
con el suave acento de Devon.
—Señoras y
caballeros, ¿desean salir en seguida para la isla? El barco está preparado.
Otras dos personas tienen que llegar en auto, pero mister Owen me ha ordenado
no esperarles, ya que pueden llegar en cualquier momento.
El grupo se
levantó y siguió al marino hacia un pequeño embarcadero, donde estaba amarrada
una canoa automóvil.
Emily Brent
observó:
—¡Qué barco más
pequeño!
—No impide que
sea excelente. En muy poco tiempo la llevaría a Plymouth.
El juez Wargrave
dijo con aspereza:
—¿No somos
muchos?
—Aún puede
llevar doble número de pasajeros, señor.
Philip Lombard
intervino y, con voz agradable, concluyó:
—¡Oh! Todo irá
bien, hace un tiempo soberbio... el mar está en calma...
Sin gran
entusiasmo, miss Brent se dejó ayudar para subir a la canoa. Los demás la
siguieron. Hasta este momento ninguna cordialidad se había establecido entre
los invitados. Cada uno parecía estudiar a su vecino.
En el instante
en que la canoa iba a ponerse en marcha, el marino se detuvo con el bichero en
la mano. En la bajada que había hacia el pueblo un automóvil descendía a toda
velocidad. Era un auto tan potente y de líneas tan perfectas que les causó el
efecto de una aparición. Al volante estaba sentado un joven que a la luz del
crepúsculo parecía un héroe nórdico. Se oyó el sonido del claxon como un rugido
infernal, repercutiendo por las rocas de la bahía. En este instante fantástico,
Anthony Marston parecía estar por encima de los pobres mortales. Esta escena
quedó grabada en la mente de quienes fueron testigos de su entrada en aquel
pueblecito.
Fred Narracott,
sentado cerca del motor, pensaba: «¡Vaya reunión de personas raras!» No
esperaba conducir a este género de invitados para mister Owen. Creía que serían
más elegantes. Las mujeres con bellos trajes y los hombres con atuendo
apropiado para el yachting, todos
ricos e importantes. Estos sí que no se parecen a los invitados de mister Elmer
Robson. Una sonrisa burlesca se dibujó en sus labios mientras pensaba en otros
tiempos. ¡Qué magníficas recepciones daba el millonario! ¡El champaña corría a
torrentes!
Mister Owen
debía ser una persona completamente diferente. Fred se extrañaba de no haber
visto jamás a mister Owen, ni a su esposa. Nunca venían al pueblo. Todos los
encargos eran hechos y pagados por mister Morris. Las instrucciones eran siempre
claras y precisas, y el pago, rápido. Claro que esto no dejaba de ser extraño.
Los periódicos suponían en todo esto un misterio. Mister Narracott abundaba en
esta opinión. ¿Pudiera ser que la isla perteneciera a miss Gabrielle Turl? Sin
embargo, esta hipótesis se encontraba desechada al ver a los invitados; ninguno
de ellos parecía vivir en el ambiente de una estrella de cine. Fríamente los
catalogaba en su interior.
Una solterona,
con su agrio carácter... El las conocía bien. Estaba dispuesto a apostar que
era una arpía. Al viejo militar se le notaba en seguida la carrera. La joven
era bonita, pero nada extraordinaria y, desde luego, nada de estrella de
Hollywood. Un grueso señor, que no tenía modales, un tendero retirado de sus
negocios. Y el otro, delgado, casi famélico, un tipo muy raro, probablemente
trabajaría en el cine.
En resumen, no
veía en todo el grupo más que uno que le gustase, el último que llegó: el del
coche. ¡Jamás se vio cosa igual en Sticklehaven! Un coche tan estupendo debía
costar mucho dinero.
Parecía un niño
rico. ¡Si los demás se le asemejaran sólo un poco!
Reflexionando,
todo esto le parecía extraño, muy extraño.
La canoa dio la
vuelta a la isla, y se vio la casa. El lado sur de la isla era diferente del
resto; descendía en suave pendiente hacia el mar. La vivienda era baja y
cuadrada, de estilo moderno. Estaba orientada hacia el Mediodía y recibía la
luz a torrentes.
Una vivienda
espléndida que respondía a todo cuanto se puede soñar.
Philip Lombard
observó secamente:
—Debe de ser muy
difícil llegar hasta aquí con mal tiempo.
—Cuando sopla el
sudeste es imposible acercarse. A menudo las comunicaciones con la isla están
cortadas durante una semana o más aún.
Vera Claythorne
pensó:
«El aprovisionamiento debe de ser difícil. He aquí el
inconveniente de una isla, cualquier disgusto con los criados se convierte en
verdadero problema.»
Un lado de la
canoa chocó suavemente con las rocas. Fred saltó a tierra; él y Lombard
ayudaron a los demás a desembarcar. Narracott amarró la canoa a una argolla
empotrada en la piedra y después dirigió al grupo hacia una escalera tallada en
las rocas.
El general
MacArthur exclamó:
—¡Esto es
espléndido!
Sin embargo, en
su fuero interno, no se encontraba a gusto. «Estrafalario lugar para vivir», pensó.
Al final de los
peldaños se encontraron sobre una terraza. Ante la puerta abierta estaba un
mayordomo de bondadoso semblante, esperándoles, y su cara pacífica aunque
seria, les tranquilizó. En cuanto a la residencia de los Owen era admirable y
el panorama que se vislumbraba desde la terraza superaba cuanto se hubiese
visto o imaginado.
El criado se
adelantó y haciendo una reverencia les invitó:
—Señoras y
caballeros, ¿tienen ustedes la amabilidad de entrar?
En el inmenso
vestíbulo había refrescos preparados para los invitados.
A la vista de
las hileras de botellas Anthony Marston recobró su buen humor. Esta mezcolanza
de gente no era de su gusto. Pero ¿qué idea tan tonta tuvo ese idiota de Badger
de hacerle venir a esta isla? Sin embargo, las bebidas eran buenas y no faltaba
el hielo.
Mister Owen, a
causa de un fastidioso retraso, no podía venir hasta mañana.
El mayordomo se
ponía por entero a disposición de los invitados. ¿Deseaban subir a sus
habitaciones...? La cena estaría servida a las ocho...
Vera siguió a la
señora Rogers hacia el otro piso. La criada abrió una puerta al final del
pasillo y la joven entró en un dormitorio espléndido con un gran ventanal que
daba al mar y otro hacia el interior; no pudo por menos Vera Claythorne que
lanzar una exclamación de asombro.
Espero que no le
falte nada, miss —le decía la señora Rogers.
Vera miró a su
alrededor. Sus maletas deshechas ya y puesto todo en su sitio.
En una esquina
de la habitación había una puerta que Vera supuso sería el cuarto de baño.
—Si desea algo
más, miss, no tiene más que tocar el timbre.
—No tengo
necesidad de nada, gracias.
Vera examinó a
la mujer. Estaba tan pálida que parecía un fantasma. De tipo muy correcto, con
los cabellos echados hacia atrás, y su traje negro, pero sus ojos no dejaban de
mirar en todas direcciones.
«Parece que
tenga miedo de su sombra», se dijo Vera.
Y era cierto. La
señora Rogers parecía presa de un pavor mortal. La joven sintió un ligero
estremecimiento. ¿De qué podía tener miedo esta mujer?
Amablemente
dijo:
—Soy la nueva
secretaria de la señora Owen, seguramente ya lo saben ustedes. La señora Rogers
respondió:
—No sé nada,
miss. Sólo me han dado una lista de las personas que venían y la habitación que
tenía que dar a cada uno.
—¿Mistress Owen
no le ha hablado de mí? —preguntó Vera.
Los ojos de la
señora Rogers parpadearon.
—No he visto
todavía a mistress Owen; hace sólo dos días que estamos aquí.
«¡Qué gente más
fantástica estos Owen!», pensó Vera y añadió en voz alta:
—¿El personal
doméstico es numeroso?
—No somos más
que mi marido y yo.
Vera frunció las
cejas. Ocho invitados. Diez personas en la casa en total, comprendidos mister y
mistress Owen, y ¡sólo un matrimonio para servir a toda esta gente!
La señora Rogers
añadió:
—Soy una buena
cocinera y Rogers se basta para hacer el trabajo de la casa. Naturalmente no
esperábamos tantos invitados.
—¿Cómo se las
arreglará usted para salir adelante?
—Tranquilícese,
miss, ya me arreglaré. Si más tarde mister Owen organiza otras recepciones, sin
duda tomará más personal para ayudarnos.
—Así lo espero
—contestó Vera.
La señora Rogers
se alejó, sin ruido, como si fuera una sombra.
Vera se dirigió
hacia la ventana y se sentó en una banqueta. Estaba inquieta. Todo le parecía
muy raro en esta casa. ¡La ausencia de los dueños, la espectral criada y los
invitados! ¡Estos sí que eran muy raros y extraños!
Vera pensó: «En
verdad me hubiese gustado ver a mistress Owen y poder formar mi opinión.»
Se levantó y se
paseó por la habitación, vivamente agitada.
Un dormitorio
con decorado ultramoderno; las paredes pintadas de un color claro, y el espejo
estaba contorneado de luces. Sobre la chimenea sólo había un bloque de mármol
blanco queriendo imitar un oso, muestra de la escultura moderna, y en el cual
estaba encajado un reloj de péndulo. Encima, un cuadro de metal cromado con una
hoja cuadrada de pergamino.
Una canción de
cuna.
De pie, delante
de la chimenea, Vera leyó las ingenuas estrofas aprendidas en su niñez.
Diez negritos se fueron a
cenar. Uno de
ellos se asfixió y quedaron Nueve.
Nueve negritos trasnocharon
mucho.
Uno de ellos no se pudo
despertar y quedaron
Ocho.
Ocho negritos viajaron por
el Devon. Uno de
ellos se escapó y quedaron Siete.
Siete negritos cortaron leña
con un hacha. Uno se cortó en dos y quedaron Seis.
Seis de ellos jugaron con
una avispa. A uno de ellos le picó y quedaron Cinco.
Cinco negritos estudiaron
derecho. Uno de ellos se doctoró y quedaron
Cuatro.
Cuatro negritos fueron a
nadar. Uno de
ellos se ahogó y quedaron Tres.
Tres negritos se pasearon
por el Zoológico. Un oso les atacó y quedaron Dos.
Dos negritos se sentaron a
tomar el sol. Uno de ellos se quemó y quedó nada más que Uno.
Un negrito se encontraba
solo.
Y se ahorcó y no quedó...
¡Ninguno!
Vera no pudo por menos
que sonreírse. ¿No estaba en la isla del Negro?
Se asomó a la
ventana para contemplar el mar. ¡Cuan grande era el océano! No se distinguía
tierra alguna a todo lo largo que alcanzaba la vista.
Sólo una vasta
extensión de ondulante agua azul bajo los rayos del sol poniente.
El mar... hoy tan sereno... a veces tan cruel... El mar que nos
atrae a sus abismos... Ahogado... ahogado en el mar... ahogado... ahogado...
ahogado... No quería acordarse. ¡No quería pensar en ello! ¡Todo esto
pertenecía al pasado!
El doctor
Armstrong desembarcó en la isla del Negro en el momento en que el sol
desaparecía en el océano.
Había charlado
durante el viaje con el hotelero, un hombre de la localidad, a fin de
documentarse un poco acerca de los propietarios de la isla, pero Narracott no
estaba bien informado o quizás estuviera poco dispuesto a charlar.
El doctor tuvo
que contentarse con hablar del tiempo y de la pesca. El largo recorrido que
hizo en auto lo había cansado, y los ojos hacíanle daño, pues todo el tiempo
tuvo el sol de cara.
El mar y la
calma le reponían de su lasitud. Le hubiese gustado tomarse unas largas
vacaciones, pero no podía ofrecerse ese lujo. La cuestión económica era lo de
menos, pero el cuidado de conservar la clientela estaba por encima de todo.
Ahora que tenía una situación asegurada, debía trabajar sin descanso.
Pensaba: «Por
esta noche trataré de no recordar que tengo que volver pronto a Londres y que
existe Harley Street[4]».
La sola palabra
isla tiene la virtud mágica de evocar en nuestro espíritu toda suerte de
fantasías, pues al llegar se pierde el contacto con el mundo. ¡Una isla
representa ella sola en un mundo! ¡Un mundo de donde, a veces, no se vuelve
jamás! «Por una sola vez voy a ensayar el dejar detrás de mí todos los cuidados
cotidianos.» Y, sonriendo comenzó a elaborar proyectos para el porvenir.
Siempre
sonriendo subió los peldaños tallados en las rocas.
En un butacón,
en la terraza, estaba sentado un viejo cuyo aspecto le era vagamente familiar
al doctor. ¿Dónde había visto esta cara de rana con ese cuello de tortuga, esa
espalda y esos ojos maliciosos? ¡Ah, sí; era el viejo juez Wargrave! En una
ocasión, Armstrong había informado en una audiencia en que estaba este
magistrado. El viejo siempre parecía estar dormido, pero era listo como un
zorro. Ejercía una gran influencia sobre el jurado: presentando los hechos a su
gusto, había conseguido de esa forma increíbles veredictos. ¡En suma, era un
juez feroz que enviaba a la horca al acusado con la mayor facilidad!
¡Vaya sitio más
absurdo para encontrarle... en esta isla aislada del mundo!
El juez Wargrave
se decía: «¿Armstrong? Me parece haberle visto informar como testigo. Una
persona estimable, pero muy prudente. Todos los médicos son unos asnos, y los
de Harley Street son los peores.»
Recordaba la
reciente entrevista que había tenido con uno de ellos en esa misma calle.
Refunfuñó en voz
alta:
—Las bebidas
están en el vestíbulo.
—Voy a saludar a
los dueños de la casa —indicó el doctor.
Wargrave cerró
los ojos, lo que acentuó aún más su semejanza a un reptil.
—¡Imposible!
—profirió.
—¿Por qué?
—respondió Armstrong.
—No están
ninguno de los dos. La situación es de lo más rara y no comprendo ni jota.
El doctor le
miró largamente, y cuando creía al juez soñoliento, éste le preguntó:
—¿Conoce usted a
Constance Culmington?
—No lo creo...
—No tiene
importancia. Es una persona necia. Tiene una escritura ilegible. Me pregunto si
no me habré equivocado de dirección. El doctor, inclinando la cabeza en un
saludo, siguió hacia la casa.
Wargrave pensó
un momento en la alocada Constance Culmington; se parecía en eso a todas las
hijas de Eva.
Su imaginación
recayó entonces sobre las dos mujeres llegadas a la isla al mismo tiempo que
él; la vieja pintada de labios y la joven. Esta no le satisfacía sino a
medias... ¡Ah!, pero ellas eran tres contando a la señora Rogers. Curiosa mujer
siempre atormentada por el miedo, según parecía. Esta pareja de criados eran
aceptables y daban la impresión de conocer bien su cometido.
En este momento
preciso, Rogers apareció en la terraza y el juez preguntó:
—¿Sabe usted si
se espera hoy aquí a lady Constance Culmington?
Rogers contestó:
—No, señor, no
sé nada.
El juez enarcó
las cejas y pensó: «Aquí hay algo raro.»
Anthony Marston
tomaba su baño con voluptuosidad.
Sus miembros,
anquilosados por el largo viaje en auto, se normalizaban. Muy pocas ideas le
atormentaban. Era un ser lleno de acción y sensaciones.
Pensaba. «Lo
tomaremos con calma», y volvió a no pensar en nada. El agua caliente... su
cuerpo fatigado... se afeitaría, tomaría un aperitivo... comería... ¿Y después?
Mister Blove se
hacía el nudo de la corbata.
Este ejercicio
no le gustaba.
¿Tenía buena
presencia?
Podía pasar.
Nadie le había
demostrado simpatía. Rara manera que tenían los demás de mirarse de reojo...
como si supieran.... El tenía que estar a la altura de las circunstancias.
A toda costa
tenía que llevar a cabo la tarea que le habían encomendado.
Alzando los ojos
vio la canción de cuna en el cuadro encima de la chimenea.
¡Buena idea
habían tenido al ponerla allí...!
Pensó: «Me
acuerdo haber estado aquí de pequeño. No hubiese creído nunca que volvería con
un encargo tal... Afortunadamente no se sabe el porvenir.»
El general MacArthur
reflexionó: «Todo esto empieza a molestarme, no esperaba semejante
recibimiento.»
De buena gana
hubiese inventado un pretexto para marcharse y enviarlo todo a paseo, pero la
canoa automóvil había regresado al pueblo.
Al general le
era, pues, forzoso quedarse en la isla.
El llamado
Lombard le parecía un tipo extraño. Hubiera jurado que era falso como Judas.
Al primer golpe
de batintín Philip Lombard salió de su habitación. Con pasos silenciosos y
ágiles como los de una pantera, bajó la escalera. Tenía algo de felino. Su
traza evocaba a una bestia feroz, pero simpática.
Se sonreía para
sí.
¿Una semana?
¡Sí,
aprovecharía esta semana!
En su dormitorio
Emily Brent, vestida con un traje de seda negra, esperaba la hora de cenar
leyendo su Biblia.
Repetía a media
voz las palabras del texto.
«Los paganos
están precipitados al abismo que ellos mismos habrán cavado; en el cepo que han
ocultado se cogerán el pie. El señor se dará a conocer el día del Juicio Final.
El pecador en sus propias redes caerá y será arrojado al infierno.» Se mordió
los labios y cerró la Biblia.
Se levantó;
prendió en su corpiño un broche de cuarzo y bajó a cenar.
3
La cena estaba
terminada.
Los platos
habían sido excelentes, los vinos exquisitos, Rogers había servido la mesa
admirablemente.
Todos estaban de buen humor y las lenguas empezaban a desatarse.
El juez Wargrave, dulcificado por el delicioso vino de oporto, era espiritual e
irónico; el doctor Armstrong y Tony Marston le escuchaban con placer.
Miss Brent
hablaba con el general MacArthur; habían encontrado amigos comunes. Vera
Claythorne le sometía a mister Davis cuestiones pertinentes al África del Sur,
tema que mister Davis conocía a fondo.
Lombard seguía esta conversación. Una o dos veces levantó los
ojos bruscamente y sus párpados se encogieron. De vez en cuando miraba
discretamente alrededor de la mesa y estudiaba a los otros comensales.
De repente
Marston exclamó:
—Son raras estas
estatuillas, ¿verdad?
En el centro de
la mesa redonda, sobre una bandeja de cristal estaban colocadas unas figurillas
de porcelana.
—Negros —dijo
Tony—. La isla del Negro. De ahí es de donde viene la idea, supongo.
Vera se inclinó
hacia delante.
—En efecto, es
divertido. ¿Cuántos son? ¿Diez?
—Sí... hay
diez.
Vera exclamó:
—Son graciosos.
Son los diez negritos de la canción de cuna; en mi cuarto está en un cuadro,
suspendido sobre la chimenea.
—En mi cuarto
también —dijo Lombard.
—En el mío
también.
—Y en el mío.
Todo el mundo
hizo coro.
—La idea no es
vulgar —dijo Vera.
El juez Wargrave
gruñó:
—Decid mejor es
infantil.
Después se
sirvió oporto.
Emily Brent
lanzó una mirada a Vera, que respondió con una inclinación de cabeza y las dos
se levantaron. Hasta el salón con las ventanas abiertas que daban sobre la
terraza, les llegaba el ruido de las olas rompiendo en las rocas.
—Me encanta
escuchar el murmullo del mar —indicó Emily Brent.
—A mí me horroriza
—contestó Vera con voz seca.
Miss Brent le
miró sorprendida. Vera enrojeció y añadió conteniendo su emoción:
—No será
agradable estar aquí un día de tempestad.
—La casa debe de
estar cerrada durante el invierno —dijo miss Brent—. Los criados rehusarán
quedarse aquí.
Vera murmuró:
—No importa la
época; debe ser difícil encontrar personas que quieran vivir en una isla. Emily
Brent hizo esta reflexión:
—Mistress Oliver
puede sentirse contenta de haber encontrado este matrimonio de servidores; la mujer
es una excelente cocinera. «Es fantástico la forma con que estas solteronas
equivocan los nombres», pensó Vera.
Y añadió con voz
clara y lenta:
—Tiene suerte
mistress Owen, verdaderamente.
Emily Brent sacó
de su bolso una labor de punto y en el momento que cogía las agujas se detuvo y
preguntó a su compañera:
—¿Owen? ¿Ha
dicho usted Owen?
—Sí.
—En mi vida
había oído ese nombre.
Vera dedujo.
—Pero bueno...
No pudo terminar
la frase. La puerta se abrió dando paso a los hombres; les seguía Rogers
trayendo el café en una bandeja. El magistrado se sentó al lado de miss Brent y
Armstrong al lado de Vera. Tony se dirigió hacia la ventana que seguía abierta.
Blove examinaba con asombro una estatuilla de bronce, preguntándose
cándidamente si esas formas angulosas representaban el cuerpo de una mujer.
El general
MacArthur, de espaldas a la chimenea, se atusaba su corto bigote blanco, la
cena había sido espléndida y regocijábase de haber aceptado la invitación.
Lombard hojeaba el Punch, puesto con
otros periódicos en una mesita cerca de la pared. El criado sirvió el café,
negro, fuerte, ardiendo.
En resumen,
todos los invitados estaban encantados de la vida, después de la copiosa y
exquisita cena. Las agujas del reloj señalaban las nueve y veinte. En el salón
reinaba un silencio... un silencio de confortable beatitud.
En medio de este
silencio se oyó una voz... inesperada, sobrenatural:
«Señoras y caballeros. Silencio por favor.»
Todos se
sobresaltaron, se observaron unos a otros y escudriñaron las paredes. ¿Quién
había hablado?
La voz continuó
alta y clara:
«Os acuso de los siguientes crímenes:
»Edward George Armstrong,
usted causó la muerte a Luisa Mary Glees el 14 de marzo de 1925.
»Emily Caroline Brent, es
responsable de la muerte de Beatryz Taylor el 5 de noviembre de 1931.
»John Gordon MacArthur, usted envió a la muerte con la mayor
sangre fría al amante de su mujer, Arthur Richmond, el 4 de enero de 1917.
»William Henry Blove: es
usted causante de la muerte de James Stephen Landor el 10 de octubre de 1928.
»Vera Elisabeth Claythorne,
el 11 de agosto de 1933 mató usted a Cyril Oglive Hamilton.
»Philip Lombard, en el mes de febrero de 1932 llevó a la muerte
a veintiún hombres miembros de una tribu de África Oriental. »Anthony James
Marston, el 14 de noviembre último mató a John y Lucy Combes.
«Tornas Rogers y Ethel
Rogers, el 6 de mayo de 1929 dejaron morir a Jennifer Brady.
»Lawrence John Wargrave, el
10 de junio de 1934 condujo a la muerte a Edward Seton.
»Acusados:
»¿Tienen ustedes algo que
alegar en su defensa?»
La voz acusadora
se calló.
Después de un
instante de silencio absoluto se oyó el ruido de una vajilla; a Rogers se le
cayó de las manos la bandeja con el servicio del café. En este mismo momento
les llegó del vestíbulo un grito y el ruido de una caída.
Lombard fue el
primero en levantarse y corrió hacia la puerta, al abrirla se encontró con
mistress Rogers tendida en el suelo. Lombard llamó a Marston en su ayuda. Entre
los dos levantaron a la mujer y la llevaron al salón.
El doctor
intervino, auxilió a los que traían a la sirvienta para tenderla en el sofá y
se inclinó para examinarla.
—No es nada
—anunció—. Un simple desvanecimiento; volverá en sí de un instante a otro.
—Vaya a buscar
coñac, Rogers —dijo mister Lombard.
El criado, con
el semblante lívido y temblorosas las manos, salió rápidamente de la estancia.
Vera gritó:
—¿Quién hablaba?
¿Dónde se oculta esa voz? Habría jurado...
El general
MacArthur balbució:
—Pero ¿qué pasa
aquí? ¿Qué broma de tan mal gusto es ésta? Sus manos temblaban, sus espaldas se
doblaron y de repente pareció envejecer diez años.
Blove secóse el
sudor de la cara con el pañuelo. Sólo el juez Wargrave y miss Brent quedaron
impasibles en apariencia. El busto erguido y la cabeza alta, Emily Brent tenía
los pómulos sonrojados. El magistrado conservaba su actitud acostumbrada, con
la cabeza gacha. Con una mano se rascaba suavemente la oreja. Sólo sus ojos se
movían. Su mirada, perpleja y brillante de inteligencia husmeaba todos los
rincones del salón.
Viendo al doctor
ocupado con la mujer desvanecida, Lombard tomó la iniciativa de responder a las
preguntas formuladas por Vera y el general.
—Esa voz parecía venir desde la habitación en que estamos. —Pero
¿quién hablaba? ¿Quién? ¡Desde luego
ninguno de nosotros! — exclamó Vera.
Lo mismo que el
juez, Lombard recorría con la mirada todos los rincones de la habitación. Su
mirada se posó en el ventanal y movió la cabeza dudando. De repente sus ojos
brillaron y con paso rápido se dirigió hacia una puerta cercana a la chimenea
que daba a la estancia contigua.
Abrió la puerta
bruscamente y lanzó una viva exclamación:
—Esta vez lo
encontré.
Los demás se
unieron inmediatamente, sólo miss Brent se quedó sentada en la butaca.
En aquella
habitación había una mesa arrimada a la pared que daba a la sala. Sobre la mesa
había un gramófono de un modelo antiquísimo con una gran bocina pegada al muro.
Lombard desarmó el aparato y señaló dos o tres agujeros casi imperceptibles
horadados en el tabique.
Volvió a colocar
el gramófono en su sitio; fijó la aguja sobre el disco e inmediatamente
escucharon de nuevo:
«Os acuso de los crímenes
siguientes.»
—¡Pare, pare!
¡Esto es horrible! —exclamó Vera.
Lombard obedeció
y Armstrong dio un suspiro de satisfacción añadiendo:
—Han querido
gastarnos una broma. ¡He ahí todo!
La voz del juez
murmuró:
—¿Cree usted que
se trata de una broma?
El médico le
miró fijamente.
—¿Qué quiere
usted que sea?
El magistrado,
pellizcándose los labios, declaró:
—En estos
momentos no estoy, en absoluto, en disposición de opinar. —Olvida un detalle
—intervino Anthony Marston—. ¿Quién ha puesto el gramófono en marcha?
—En efecto. Me
parece que una indagación se impone para esclarecer este punto —murmuró
agriamente Wargrave.
Se fue hacia el
salón y todos le siguieron.
Rogers entraba
con un vaso de coñac. Miss Brent estaba inclinada sobre la cocinera que se
quejaba.
Hábilmente,
Rogers se interpuso entre las dos mujeres.
—Permítame,
señorita, decirle una palabra... Ethel... Ethel... no te atormentes, no es nada
serio..., ¿me comprendes...? Anímate un poco.
La criada
respiraba con dificultad. Sus ojos fijos y asustados recorrieron todas las
caras. La voz de su marido se hacía cada vez más fuerte:
—Anda, Ethel, no
te excites.
—Se encontrará
mejor dentro de poco; sólo se trata de una broma — le dijo el doctor
amablemente, en animoso tono.
—¿Me he
desmayado, doctor?
—Sí, mistress
Rogers.
—Era esa voz...
esa horrible voz... Como si fuera la de un juez.
De nuevo su cara
se puso verdosa y sus ojos parpadearon.
El doctor pidió
vivamente:
—¿Dónde está el
coñac?
Rogers había
puesto el vaso encima de una mesita, se lo dio al doctor que se inclinó sobre
la criada.
—Tenga, beba
esto.
Bebió un sorbo y
tosió. El alcohol le sentó muy bien; los colores reaparecieron en su semblante.
—Me siento mejor ahora —dijo la enferma—. Esto me ha
impresionado mucho. Su marido la
interrumpió:
—Lo creo; a mí
también. Dejé caer la bandeja. Son infames mentiras... Me gustaría saber...
Fue interrumpido
por una tos... una tosecilla seca, pero que le cortó la palabra. Miró al juez
que, en el tono de antes, volvió a toser. —¿Quién ha puesto ese disco en el
gramófono? ¿Ha sido usted, Rogers? —interrogó el juez.
Rogers protestó.
—No sabia de qué
se trataba señor; juro que lo ignoraba. Si hubiese sabido lo que decía no lo
hubiera puesto, se lo aseguro.
El juez profirió
con voz brusca:
—Quiero creerle,
pero, sin embargo, me gustaría que me proporcionara algunas explicaciones,
Rogers.
El criado se
secó el sudor de la frente con un pañuelo y declaró con franqueza:
—No he hecho más
que obedecer órdenes.
—¿Qué ordenes?
El juez Wargrave
insistió:
—Esclareceremos
un poco esto. ¿Qué órdenes le ha dado exactamente mister Owen?
—Me dijo que
pusiera un disco en el gramófono, que este disco lo encontraría en el cajón y
mi mujer pondría el gramófono en marcha cuando yo sirviese el café en el salón.
—Esta historia
me parece extraordinaria —murmuró el juez. —Es cierto, señor, lo juro. No me
pareció raro porque el disco llevaba una etiqueta y yo creía que era música
como los demás.
Wargrave miró a
Lombard, preguntándole:
—¿Había una
etiqueta en ese disco?
Lombard asintió
con la cabeza y rió burlonamente descubriendo sus dientes blancos y
puntiagudos.
—Es exacto,
señor, ese disco lleva el título: El
canto del cisne.
El general
MacArthur estalló colérico:
—Todo esto es
grotesco, estúpidamente grotesco; ¿qué idea han tenido al lanzar acusaciones
tan monstruosas contra nosotros? Es preciso avisar sin demora a mister Owen o
quien sea.
Miss Brent le
interrumpió:
—Pero ¿quién es
ese señor? He aquí la cuestión —dijo con aire indignado.
El juez meditó.
Expresóse con la autoridad que le había conferido una vida entera pasada en los
tribunales.
—Ante todo
interesa esclarecer este detalle. Rogers, llévese a su mujer a su habitación y
que se acueste. Luego, vuelva en seguida.
—Bien, señor.
—Espere que le
ayude, Rogers —añadió el doctor.
Apoyada en los
dos hombres, mistress Rogers salió vacilante de la estancia.
Cuando hubieron
salido, Tony Marston dijo:
—No sé si
opinará lo mismo que yo, pero voy a beber una copita de licor.
—Yo también
—añadió Lombard.
—Voy a ver si descubro por ahí algunas botellas -dijo Tony alejándose.
Unos instantes
después, ya estaba de vuelta.
—Ya las tengo,
las descubrí en una bandeja cerca de la puerta, nos estaban esperando.
Las puso
delicadamente sobre la mesa y llenó los vasos. El juez y el general se hicieron
servir un buen whisky. Todos necesitaban un estimulante; sólo Emily Brent pidió
un vaso de agua.
El doctor
reapareció en el salón.
—Está mucho
mejor. Le he dado un sedante para que descanse.
¿Están ustedes
bebiendo? Les imitaré muy gustoso.
Los hombres
llenaron por segunda vez sus vasos.
Unos minutos
después volvió Rogers.
El juez se
encargó de continuar el interrogatorio.
Pronto el salón
se transformó en un tribunal improvisado.
—Veamos, Rogers:
queremos conocer algo de esa historia. ¿Quién es mister Owen? —preguntó el
magistrado.
—Pues el
propietario de la isla, señor.
—Sí. Ya lo sé.
Pero ¿sabe algo de él?
Rogers bajó la
cabeza.
—No puedo
decirle nada en absoluto, pues no lo he visto jamás.
Un movimiento de
sorpresa se produjo en todos.
El general
MacArthur preguntó a su vez:
—¿No le ha visto
jamás? ¿Qué cuento es éste?
—Mi mujer y yo
estamos aquí sólo desde hace unos días. Fuimos contratados por mediación de una
agencia de colocaciones. La agencia Regina, en Plymouth, fue la que nos
escribió.
Blove aprobó con
la cabeza.
—Es una agencia
antigua —dijo.
—¿Tiene esa
carta? —interrogó Wargrave.
—¿La carta que
nos escribieron? No, señor; no la he conservado.
—Continúe su
historia. Dice que fueron contratados por carta...
—Si, y se nos
fijaba el día que teníamos que venir. Aquí todo estaba en orden, había
provisiones en abundancia y nos gustó la casa; sólo tuvimos que limpiar el
polvo.
—¿Y después?
—Nada, señor;
recibimos instrucciones, por carta, de preparar las habitaciones para recibir a
los invitados, y ayer el cartero nos trajo otra carta de mister Owen
diciéndonos que no podía venir y que cumpliéramos con nuestro deber lo mejor
posible en su ausencia. Nos daba órdenes para la cena y nos pedía que
pusiéramos el disco a la hora del café.
—¿Tiene esa
carta? —interrogó Wargrave.
—Sí, señor; la
llevo encima.
Sacó la carta
del bolsillo y el juez se la cogió de las manos.
—¡Hum! Tiene el
timbrado del Ritz y está escrita a máquina.
—¿Me permite
verla? —le dijo Blove, que estaba a su lado.
La cogió de
manos del juez y la recorrió con la vista. Luego murmuró: —Es una máquina
Corona nueva, y sin ningún defecto; papel comercial ordinario. No estamos más
adelantados que antes. Podrían sacarse huellas digitales, pero me parece que no
encontraríamos ninguna.
Wargrave le miró
con atención creciente.
Marston, de pie,
al lado de mister Blove, miraba por encima de su espalda y señaló:
—Nuestro
anfitrión tiene unos nombres muy extraños: Ulik Norman Owen. Se llena la boca
uno al decirlo.
El viejo
magistrado se sobresaltó:
—Le estoy muy
reconocido, mister Marston; acaba de llamar mi atención sobre un punto bastante
sugestivo.
Miró a su
alrededor y alargando el cuello como una tortuga enfadada, añadió:
—Creo que el
momento es propicio para reunir todas las informaciones que poseemos. Me parece
que cada uno deberíamos decir todo cuanto sepamos acerca del propietario de
esta casa. Hubo un momento de silencio y, un tanto malhumorado continuó: —Aquí
somos todos invitados. A mi juicio sería utilísimo que cada uno de nosotros
explicase exactamente a título de qué se encuentra aquí.
Al cabo de un
instante, Emily Brent tomó la palabra muy decidida. —Hay en todo esto algo
misterioso. Yo he recibido una carta cuya firma era casi imposible descifrar.
Parecía proceder de una amiga que tuve hace dos o tres años en una playa. He
creído leer Ogden y Oliver. Ahora bien, conozco a una señora Ogden y otra
mistress Oliver, pero puedo afirmar con toda seguridad que jamás he conocido
una mistress Owen.
—¿Tiene usted
esa carta, miss Brent? —preguntó el juez.
Subió a su
cuarto y volvió con ella en las manos a los pocos minutos.
Después de
haberla leído, el juez indicó:
—Comienzo a
comprender... ¿Y usted, miss Claythorne?
Vera explicó
cómo había sido contratada en calidad de secretaria de mister Owen.
—¿Y usted,
mister Marston? —dijo en seguida Wargrave.
—Recibí un
telegrama de uno de mis amigos, Badger Berkeley — respondió Anthony—. De
momento quedé sorprendido, pues creía que ese sinvergüenza se encontraba en
Noruega. Me decía que viniese aquí en seguida.
El juez inclinó
la cabeza y añadió:
—Doctor
Armstrong, ¿qué tiene que decirnos?
—Yo vine aquí a
título profesional.
—Bien. ¿Y no
tiene usted ninguna relación con la familia Owen? —No, sólo el nombre de uno de
mis colegas era simplemente citado en la carta.
—Desde luego
esto prestaba más verosimilitud —añadió el magistrado—. ¿No le daba a usted
tiempo a entrevistarse con su colega?
—No. No me fue
posible.
Lombard, que
examinaba la carta de Blove desde hacía un momento, dijo de repente:
—Escuche, acaba
de ocurrírseme una idea.
Wargrave levantó
la mano.
—Espere un
minuto.
—Pero si...
—Vayamos por
orden, mister Lombard. En este momento estamos aclarando las causas que
motivaron nuestra asistencia aquí. ¿General MacArthur?
Atusándose
siempre el bigotito, el viejo militar murmuró:
—Recibí una
carta... de ese mister Owen... me hablaba de los viejos camaradas míos que
podía encontrar aquí... Y me pedía sus excusas al hacerme la invitación de esta
forma. No he guardado la carta.
Wargrave llamó:
—¿Mister
Lombard?
El cerebro de
Lombard no había estado inactivo. ¿Debía hablar con toda franqueza? Tomó una
decisión.
—La misma
historia que los demás. La invitación hace alusión a unos amigos comunes y he
caído en la trampa. Por desgracia rompí la carta.
Wargrave se
volvió hacia mister Blove y mirándole fijamente añadió: —Acabamos de pasar por
una prueba muy desagradable. Una voz que parecía venir de ultratumba nos ha
llamado a todos por nuestros nombres y ha hecho acusaciones precisas contra
nosotros de las cuales ya hablaremos después. Ahora lo que interesa es un
detalle menos importante. Entre los nombres citados oímos el de William Henry
Blove. Pero entre nosotros nadie se llama así. En cambio, el de Davis no ha
sido mencionado. ¿Qué dice a esto, mister Davis?
—¿Por qué
ocultarlo por más tiempo? Yo no me llamo Davis.
—Entonces, ¿usted es William Henry Blove?
—Sí.
—Permítame
decirle una palabra —añadió Lombard—. Mister Blove: no sólo se ha presentado
usted con un nombre falso, sino que además le he sorprendido mintiendo. Usted
pretendía que venía de Natal. Conozco muy bien África del Sur y puedo jurar que
no puso allí jamás los pies.
Todas las miradas convergieron sobre Blove... Miradas cargadas
de cólera y desconfianza. Marston se abalanzó sobre él con los puños crispados.
—¡Ahora, dígame
quién es, sinvergüenza!
Blove se echó
hacia atrás, apretando sus mandíbulas, y contestó:
—Ustedes se
equivocan. Tengo mis papeles y puedo enseñárselos. He pertenecido a la policía
y dirijo actualmente una agencia de detectives en Plymouth y fui requerido para
venir aquí por mister Owen. Adjunta en su carta había una gran cantidad de
dinero para mis gastos y me daba las instrucciones que debía seguir. Debía
mezclarme con los invitados (me envió una lista) y vigilar sus hechos y gestos.
—¿Y qué razón le
daba?
Blove contestó
con amargura:
—Las joyas de
mistress Owen. Me pregunto, ahora, si existe el tal mister Owen. El juez repuso:
—Las
conclusiones me parecen lógicas. ¡Ulik Norman Owen! En la carta dirigida a miss
Brent el apellido era ilegible, pero el nombre se podía leer: Una Nancy O., es
decir, siempre U. N. Owen. Con un poco de imaginación y fantasía se podría
reconstruir la palabra inglesa «Unknown», es decir, desconocido.
—¡Pero esto es fantástico, es una
locura! —exclamó Vera.
El juez repuso:
—Tiene usted
razón, miss Vera. Estoy seguro de que hemos sido invitados por un loco,
probablemente un loco... un maniático del crimen.
4
Hubo un momento de silencio. En todos los rostros se leía la
sorpresa y el miedo. Se dejó oír de nuevo la voz clara del juez Wargrave:
—Llegamos ahora a la segunda fase de nuestra relación. Ante todo voy a añadir
mis propias informaciones a las que ya poseemos.
Sacó una carta
de su bolsillo y la arrojó sobre la mesa.
—Esta carta está
escrita como si fuese de una de mis viejas amistades. Lady Constance
Culmington, a la que hace dos años que no he visto. Estaba en Oriente. El autor
de esta carta ha empleado el estilo incoherente y fútil de lady Culmington para
invitarme a encontrarla aquí, y me habla de los propietarios de una manera
confusa. Fíjense ustedes en que en todas las cartas se encuentra la misma
táctica, sobresaliendo un punto del mayor interés: que, sea quien fuere el
individuo, nombre o mujer, que nos ha traído a esta casa, nos conoce o se ha
molestado en buscar datos sobre cada uno de nosotros. Está al corriente de mi
relación con lady Culmington y su estilo epistolar no le es extraño. Sabe el
alias del amigo de Marston y la clase de telegramas que envía habitualmente. No
ignora el estilo en que hace dos años pasaba sus vacaciones miss Brent y las
costumbres de la gente con quien se relacionaba. Y por último posee
indicaciones sobre los viejos camaradas del general MacArthur. Después de una
pausa continuó:
—Ustedes vieron
cómo nuestro anfitrión conoce muchas cosas nuestras que le han permitido
formular acusaciones concretas.
Esta observación
desató muchas protestas.
—Todo eso no es
más que un hatajo de calumnias —exclamó el general.
—¡Esto es
cínico! —gritaba Vera con la respiración entrecortada. —¡Es una mentira, una
infame mentira! —exclamaba Rogers con voz ronca—. ¡Jamás ni mi mujer ni yo
hemos cometido crimen alguno! —Me pregunto, ¿adónde quiere llegar ese loco?
—murmuraba Anthony Marston.
La mano en alto
del magistrado calmó a los asistentes. Escogiendo sus palabras, dijo:
—Deseo hacer una
declaración. Nuestro amigo desconocido me acusa de la muerte de un tal Edward
Seton. Me acuerdo perfectamente de Seton. Estaba acusado del asesinato de una
vieja y compareció ante mí en junio de 1930. Su abogado le defendió hábilmente
y él mismo produjo una buena impresión en el jurado. Pero después de las
declaraciones de los testigos, su crimen no dejaba duda a mis ojos. Presenté mi
requisitoria y el jurado le condenó. Proponiendo la pena de muerte contra él no
hacia más que confirmar el veredicto. Se recurrió contra la sentencia invocando
unas inexactitudes en la interpretación de los hechos, pero la apelación fue
desestimada y el hombre ejecutado. Declaro ante ustedes que mi alma y mi
conciencia no tienen nada que reprocharme, pues cumplí con mi deber condenando
a muerte a un asesino.
¡Armstrong se
acordaba del caso Seton! El veredicto sorprendió a todos. El día anterior al
juicio había cenado en un restaurante con el abogado de su cliente. Después las
lenguas se desataron; el juez Wargrave se cebó con el acusado.
Había conseguido
convencer al jurado y Seton fue reconocido culpable. «Procedimiento legal.» El
viejo magistrado conocía como pocos la ley. Dio la impresión que el juez
satisfacía una venganza personal.
Todos estos
recuerdos aparecían de repente en la imaginación del doctor, y sin reflexionar
le preguntó:
—¿Conocía
personalmente a Seton? Quiero decir antes del proceso.
Los ojos del
juez se posaron en el doctor y con voz precisa contestó:
—No, no conocía
personalmente a Seton antes del proceso.
Pero el doctor
pensó: «Este pícaro viejo miente, estoy seguro.»
Vera Claythorne
explicó temblorosa:
—Quisiera
decirles... a propósito del niño Cyril Hamilton, que era yo su institutriz.
Estábamos en una playa veraneando y le tenía prohibido el nadar demasiado
lejos. Un día aprovechando una distracción por mi parte, se fue más lejos de lo
que le tenía permitido. Salté al agua para cogerle, pero llegué demasiado
tarde. Fue horroroso, pero no hubo falta por mi parte. En la indagatoria el
fiscal reconoció mi inocencia. La madre del niño no me dirigió ningún reproche
y me demostró su afecto. ¿Por qué reprocharme este doloroso accidente? ¡Es
injusto... injusto!
La joven se
deshizo en lágrimas.
El general le
dijo para consolarla:
—Vamos, vamos,
querida niña... Sabemos que todo eso es falso... se trata de un loco chiflado,
digno de encierro. No vale la pena darle importancia a esas infamias.
Entretanto yo declaro que no hay nada cierto en esa historia del joven Arthur
Richmond. Richmond era oficial de mi regimiento, le envié a un
reconocimiento... y fue muerto por el enemigo... ¿qué cosa más corriente en
tiempo de guerra? Lo que me apena es esa malévola insinuación sobre la conducta
de mi mujer... la más fiel de todas las esposas... ¡la mujer del César!
El general
MacArthur se sentó. Su mano temblaba al atusarse el bigote. Estas palabras le
habían costado un esfuerzo sobrehumano.
Con los ojos
sonrientes Lombard le tomó la palabra.
—Por lo que se
refiere a los indígenas...
Marston le
interrumpió:
—¿Qué?
Philip Lombard
se echó a reír.
—Es una historia
verídica. Los abandoné a su suerte. Era una cuestión de vida o muerte,
estábamos perdidos en la selva. Mis dos camaradas y yo cogimos lo que quedaba
de alimento y huimos.
El general se
indignó.
—¡Cómo! ¿Ustedes abandonaron a sus hombres? ¿Les
dejaron morir de hambre? Lombard
respondió:
—Cierto, no
sería muy edificante por parte de un Poukka
sahib... pero el conservar la vida creo que es el primer deber de un
hombre. Los indígenas no tienen miedo a la muerte... Sobre este particular su mentalidad
difiere de la de los europeos.
Vera levantó la
cabeza y miró a Lombard de hito en hito.
—¿Los... dejó
morir?
—Sí —respondió
Lombard—, los dejé morir —su mirada alegre se posó en los ojos asustados de la
joven—.
Anthony Marston
declaró perplejo:
—Acabo de
reflexionar... pienso que Johnny y Lucy Combes serían los dos niños que
atropellé cerca de Cambridge. ¡Qué mala suerte!
El juez Wargrave
le preguntó:
—¿Para ellos o
para usted?
—Hombre, pensaba
que para mí... Quizá tenga usted razón; fue mala suerte para ellos. Pero se
trata de un accidente. Los niños salían corriendo de una casa. Me quitaron el
permiso de conducir durante un año, y esto, por cierto, me fastidió.
El doctor
Armstrong le recriminó:
—¡Esos excesos
de velocidad son inadmisibles enteramente; los jóvenes imprudentes de su temple
constituyen un peligro público!
Alzando los
hombros, Tony contestó:
—Estamos en el
siglo de la velocidad, ¡qué diablos! ¡Son las carreteras inglesas las
defectuosas! ¡Hay que ir siempre a paso de tortuga!
Buscó su vaso,
lo cogió de la mesa, del aparador tomó una botella de whisky y se echó una gran
cantidad con soda y continuó:
—Lo cierto es
que fue un accidente, ¡yo no tuve la culpa!
Rogers, el
criado, se humedeció los labios y dijo con tono deferente:
—¿Me permiten
que les diga algo, señores?
—Le escuchamos
—respondió Lombard.
—También la voz
ha citado mi nombre y el de mi mujer... y el de miss Brady. No hay nada de
cierto en lo dicho, señor. Mi mujer y yo hemos estado a su servicio hasta que
murió. Siempre estaba enferma: la noche que se agravó hubo una gran tempestad,
el teléfono estaba averiado; era imposible, pues, llamar al doctor y fui yo
mismo a buscarlo a pie.
«Llegamos
demasiado tarde, lo hicimos todo para salvarla. Le estamos muy agradecidos,
todo el mundo se lo dirá, señor; ¡jamás tuvo queja alguna de nosotros! ¡Ni el
menor reproche!
Lombard miraba
con insistencia la cara crispada del mayordomo; sus labios estaban secos y el
terror se reflejaba en su mirada. Se acordó de la caída de la bandeja con el
servicio de café, pero no dijo nada.
Con su voz
profesional y brusca Blove preguntó al doméstico:
—¿Les dejó algo
al morir?
Rogers se
enderezó indignado.
—Miss Brady nos
dejó una suma como premio a nuestros fieles servicios. ¿Y por qué no?
Lombard
intervino:
—¿Y si usted nos
hablara un poco de si mismo, mister Blove?
—¿De mí?
—Sí, su nombre
está en la lista.
Blove enrojeció.
—¿El asunto
Landor? Se trataba de un robo en un Banco, el London Commercial.
El juez Wargrave
se agitó en su butaca.
—Me acuerdo muy
bien, aunque no pasó por mis manos el proceso: Landor fue condenado por su
testimonio, Blove. Fue usted quien, como oficial de policía, llevó la indagatoria.
—Eso mismo —dijo
Blove.
—Landor fue
condenado a trabajos forzados a perpetuidad y murió en Dartmour. Su salud era
muy delicada.
—Ese individuo
no era más que un estafador —concluyó Blove—. Fue él quien mató al sereno. Su
culpabilidad no dejaba lugar a dudas.
El juez dijo
lentamente:
—Usted recibió,
me parece, felicitaciones por su habilidad.
—Ascendí en mi
carrera —añadió Blove—. No hice sino cumplir con mi deber.
Lombard se echó
a reír ruidosamente.
—Por lo visto
todos somos personas que respetan la ley y cumplen su deber; excepto yo. ¿Y
usted, doctor? ¿Qué le parece si hablásemos un poco de error profesional? ¿Se
trataba de una operación ilegal? Emily Brent miraba a Lombard con asco y retiró
su butaca hacia atrás.
Muy dueño de sí
mismo, el doctor inclinó la cabeza con buen humor.
—Les declaro que
no comprendo nada de esa historia. No me acuerdo de haber operado a nadie con
ese nombre de ¿Gleis...? ¿Glose?, y menos que se muriese por mi culpa. ¡Hará
tantos años! Lo probable es que fuese una operación en el hospital, y ya saben
ustedes que a veces está en tal estado el enfermo que no sirve para nada operar
y luego la familia lo achaca al cirujano si sobreviene la muerte.
Inclinando la
cabeza lanzó un suspiro.
El mismo
Armstrong pensaba: «Estaba borracho, eso fue... y borracho operé a una mujer.
Tenía los nervios deshechos y mis manos temblaban. No hay duda... la maté.
¡Pobre mujer! La operación era de las más sencillas, y habría salido bien si yo
no hubiese bebido. Afortunadamente para mi existe esto que se ha convenido en
llamar el secreto profesional. La enfermera lo sabía, pero no dijo nada. ¡Dios
mío! ¡Qué golpe para mí! Menos mal que corté a tiempo. Pero ¿quién diablos ha
podido estar al corriente de este incidente después de tantos años?»
Un profundo
silencio reinaba en el salón. Todo el mundo miraba a Emily Brent de una manera
más o menos discreta. Al cabo de un momento se dio cuenta que esperaban que
dijese algo. Enarcó las cejas sobre su frente estrecha y preguntó:
—¿Esperan que
les diga algo? No tengo nada que decirles.
—¿Nada? —dijo el
juez.
—No, nada
—contestó miss Brent, apretando fuertemente los labios. —¿Se reserva usted
para la defensa? —preguntó Wargrave con dulzura.
—Es inútil que
me defienda —respondió fríamente miss Brent—. He obrado siempre con arreglo a
mi conciencia y no tengo nada que reprocharme.
Una amarga
decepción se dibujó en todos los semblantes. Sin embargo, miss Brent no era
mujer para desanimarse ante la opinión de los demás.
Se quedó
impasible.
Una o dos veces
el juez tosió.
Luego dijo:
—Nuestra
pesquisa se suspende por el momento. Dígame, Rogers, aparte de nosotros, usted
y su mujer, ¿hay alguien más en la isla?
—No, señor.
—¿Está seguro?
—Completamente
seguro.
—No me explico
qué intenciones tuvo nuestro desconocido anfitrión al reunimos en esta casa. A
mi juicio esta persona, hombre o mujer, no tiene completas sus facultades
mentales.
—Creo que
obraríamos bien abandonando esta isla lo más pronto posible. ¿Y si nos fuésemos
esta misma noche?
—Perdón, señor
—dijo Rogers—, pero no hay barco en la isla.
—¿Ni una barca?
—No, señor.
—Entonces, ¿cómo
se comunica usted con la costa?
—Fred Narracott
viene todas las mañanas con su barco, trae el pan, la leche y el correo y toma
los pedidos para los proveedores. —En este caso todos debemos mañana tomar el
barco de Narracott — declaró el juez.
Los reunidos
fueron de su parecer salvo Anthony Marston que expuso esta opinión:
—Esta huida no
tiene nada de elegante. Antes de irnos deberíamos aclarar este misterio. Parece
una novela policíaca... de las más emocionantes.
—A mis años no
se buscan las emociones —le replicó agriamente el magistrado.
—La vida es cada
vez más breve. Los asuntos criminales me apasionan. ¡Bebo a la salud de los
asesinos! —contestó Tony riéndose con sarcasmo.
Llevó su vaso a
la boca y lo vació de un trago. De repente, pareció que se ahogaba, sus
facciones se crisparon y sus carrillos tomaron un color purpúreo. Trató de
respirar y se derrumbó al pie de su butaca dejando caer el vaso sobre la
alfombra.
5
El golpe fue tan
inesperado que todo el mundo quedó estupefacto. Los espectadores, como clavados
en el suelo, miraban el cuerpo inanimado del joven.
Por fin el
doctor saltó de su silla y se arrodilló para examinarlo; levantó la cabeza y
con voz que el miedo desfiguraba, exclamó:
—¡Dios mío! ¡Ha
muerto!
Al principio
nadie se movió.
¿Muerto?
¿Muerto? Este joven que parecía un héroe nórdico que desbordaba de salud, en la
plenitud de sus fuerzas había sido fulminado en un abrir y cerrar de ojos. ¡Qué
diablos! ¡A esta edad no se muere uno así! ¡Un whisky no era causa para que un
hombre tan fuerte muriese! Nadie podía admitirlo.
El doctor
examinó la cara del muerto y olió sus labios azulados y torcidos en una mueca.
Después cogió el
vaso en el que había bebido Marston.
—¿Muerto? ¿Es
posible que este joven se haya ahogado? —exclamó el general.
—Llámelo así si
quiere. Lo cierto es que murió asfixiado —aseguró el doctor.
Olió el vaso y
pasó un dedo por el fondo y se lo llevó a la punta de la lengua. Cambió de
expresión súbitamente.
De nuevo habló
el general:
—Jamás he visto
morir tan de repente... en un acceso de ahogo.
Emily Brent dijo
con voz clara y penetrante:
—¡En plena vida
pertenecemos a la muerte!
—No, un hombre
no muere por un simple acceso de tos; la muerte de Marston no es natural —dijo
bruscamente el doctor.
—¿Había algo...
en el whisky? —preguntó bajito Vera.
—Sí. No sabría
precisar la naturaleza del veneno, pero todo me hace creer que se trata de
cianuro. No será ácido prúsico; debe ser cianuro de potasio, que mata de manera
fulminante.
—¿El veneno
estaba en el vaso? —preguntó el juez Wargrave.
—Sí.
El médico se
dirigió hacia la mesa donde se encontraban las botellas. Destapó la del whisky,
la olió, probó de ella e hizo lo mismo con la soda.
—No encuentro
nada sospechoso —terminó el doctor, inclinando la cabeza.
—¿Cree usted que
él mismo se habría echado el veneno? —indicó Lombard.
—Eso parece
—respondió Armstrong sin gran convicción.
—¿Entonces es un
suicidio? —preguntó Blove—. He ahí una cosa rara. —Jamás habría creído —murmuró
lentamente Vera— que un hombre tan jovial y tan vigoroso pensara suicidarse.
Cuando esta tarde llegó en su coche, parecía como... un... oh, ¡no sabría
explicarlo!
Pero todos
adivinaron la idea que quería expresar. Anthony Marston, en la flor de su
juventud, les produjo la impresión de un ser sobrenatural y ahora estaba allí,
inerte en el suelo.
—¿Ven ustedes
alguna otra hipótesis que la del suicidio? —preguntó Armstrong.
Nadie contestó.
No acertaban a darse ninguna explicación. Nadie había descubierto nada, todos
vieron cómo él se sirvió el whisky; pareció lógico, pues, que si había cianuro
en su bebida, fuera él mismo quien lo había echado.
Y sin
embargo..., ¿qué motivos tenía Anthony Marston para querer morir?
Blove observó
pensativamente:
—Doctor, todo
esto me parece increíble. Marston no era del tipo de los que se suicidan.
—Lo mismo pienso
yo —añadió Armstrong.
Las cosas quedaron así. ¿Qué más podían hacer?
Entre Armstrong
y Lombard transportaron el cuerpo de Marston a su cuarto y lo taparon con una
colcha.
Cuando
descendieron, los otros formaban un grupo y sentían frío a pesar de lo templado
de la noche.
—Haremos bien en
acostarnos, ya es muy tarde —dijo miss Brent.
El consejo
estaba acertado, pues era ya más de medianoche; sin embargo, todos esperaban,
parecía que nadie quería abandonar la reunión, como si buscasen un consuelo con
su compañía.
Fue el juez
Wargrave el que primero habló:
—Es cierto que
todos tenemos necesidad de dormir.
—Todavía no he
levantado la mesa —protestó Rogers.
Lombard ordenó:
—Ya hará mañana
ese trabajo.
—¿Se siente
mejor su mujer? —preguntó el doctor.
—Subo a verla,
señor.
Al cabo de unos
minutos volvió.
—Está durmiendo,
señor.
—Muy bien
—dijo—, no la despierte.
—No, señor; voy
a arreglar el comedor, cerraré las puertas con llave y en seguida me acostaré.
A su pesar los
invitados se fueron a sus habitaciones. Si hubiesen estado en una vieja casona
con las escaleras y los suelos cimbreantes, con rincones llenos de sombras por
todas partes y paredes artesonadas y oscuras, hubiesen podido sentir siniestros
temores, pero no se encontraban en tal caso.
En esta vivienda
ultramoderna, exenta de oscuros rincones, con luz eléctrica derramada a
chorros, todo era nuevo, brillante, resplandeciente, nada podía esconderse de
malo, faltaba por completo el ambiente de los viejos caserones atormentados. Y,
sin embargo, inspiraba a los reunidos un temor inexplicable.
Se desearon las
buenas noches y entraron en sus respectivos dormitorios. Casi inconscientemente
todos echaron la llave a su puerta.
En su alegre
habitación, pintadas las paredes de un color azul, el juez se desnudaba
dispuesto a meterse en la cama.
Pensaba en
Edward Seton. La imagen del condenado se le aparecía con toda claridad. Veía
sus cabellos rubios y sus ojos azules que miraban a la cara con cordial
franqueza. Esto fue lo que impresionó al jurado.
Al fiscal
Llewelin le faltó tacto, y en su informe tan pomposo quiso probarlo todo.
En cuanto a
Matthews, el abogado defensor, estuvo muy bien. Su interrogatorio conciso y
bien llevado había sido favorable a Seton. Y creyó haber ganado por completo la
partida.
El juez dio
cuerda a su reloj y lo colocó sobre la mesilla de noche.
Se acordaba como
si fuese ayer de esta sesión del tribunal, escuchaba, tomaba notas y hacía
resaltar el menor testimonio contra el acusado.
Este proceso fue
para él una victoria profesional. El abogado defensor estuvo admirable, tanto
que el fiscal que informó después no pudo borrar la buena impresión que había
causado la defensa. Fue él, al hacer el resumen de los testimonios y los
debates, antes de la deliberación del jurado, quien lo consiguió.
Con gesto
meticuloso el juez Wargrave se quitó su dentadura postiza y la puso en un vaso
de agua. Sus labios arrugados se cerraron y dieron a su boca un pliegue cruel.
Bajando los
párpados el juez sonrió. ¡A pesar de todo había conseguido arreglarle las
cuentas a Seton!
Gruñendo contra
su reumatismo se metió en la cama y apagó la luz.
En el comedor,
Rogers estaba perplejo. Contemplaba las figurillas de porcelana, puestas sobre
la mesa. Se decía: «¡Esto es extraordinario!
Hubiera jurado
que había diez.»
El general
MacArthur daba vueltas en su cama. El sueño no venía. En la oscuridad veía la
figura de Arthur. Había sentido por Arthur una verdadera amistad y cariño.
Estaba siempre contento por la simpatía que le testimoniaba Leslie.
¡Ella era tan
caprichosa! ¡Cuántos jóvenes se habían enamorado de ella, a los que trataba de
«brutos», su palabra favorita!
Sin embargo,
Arthur Richmond no fue a sus ojos un «bruto», desde el principio se
entendieron. Discutían de teatro, música y pintura, ella se divertía burlándose
de él hasta que se enfadaba. Y él, MacArthur, veía con agrado el interés casi
maternal de su mujer para con el joven. ¡Interés maternal! ¡Qué mentira! Fue un
tonto al no darse cuenta de que Richmond tenía veintiocho años y Leslie
veintinueve.
MacArthur amó a
su mujer, la veía ahora. Su boca en forma de corazón, y sus ojos grises
profundos e impenetrables bajo sus espesos bucles. Si; la había querido y
adorado ciegamente.
Allá, en el
frente francés, en plena batalla, pensaba en ella y con frecuencia deleitábase
contemplando su retrato que llevaba siempre en su bolsillo de su guerrera.
Un día... ¡lo
descubrió todo!
Ocurrió como en
las novelas: Una carta metida por equivocación en sobre distinto; ella escribió
a los dos hombres y puso la carta amorosa en el sobre de su marido. Después de
tantos años aún sentía el dolor que le produjo. ¡Dios mío, lo que había sufrido!
Sus culpables
relaciones databan de bastante tiempo, la carta lo atestiguaba. Fines de
semana... El último permiso de Richmond.
Leslie...
¡Leslie y
Arthur!
Innoble
individuo.
Su sonrisa
hipócrita... su afectada educación: «Sí, mi general.» ¡Hipócrita y mentiroso!
¡Ladrón de mujeres!
Con su calma
habitual había estado elaborando un plan de venganza. Se esforzó en demostrarle
a Richmond la misma amabilidad de siempre.
¿Lo había
logrado? Puede ser. Lo cierto era que Richmond no sospechó nada. Los cambios de
humor se explicaban fácilmente allí donde los nervios de los hombres estaban
sujetos a dura prueba; sólo el joven Armitage le miraba algunas veces de una
manera muy rara, y el día que decidió realizarlo se dio cuenta de sus
intenciones. Con toda sangre fría MacArthur envió a Richmond a la muerte, sólo
un milagro podía salvarle, y este milagro no se produjo.
Si, envió a
Richmond a que lo matasen, y no lo sintió nada. ¡Qué fácil fue aquello! Los
errores se multiplicaban diariamente. La vida de un hombre no contaba. Todo era
confusión y pánico. Después sólo dirían: «El viejo MacArthur no era dueño de
sus nervios, ha cometido faltas tontas y ha enviado a la muerte a sus mejores
hombres.» ¡De ahí todo!
Después de la
guerra... ¿Armitage había hablado?
Leslie no estaba
al corriente de nada... seguramente lloró la muerte de su amante, pero su pena
se había pasado cuando volvió su marido a Inglaterra. Jamás le dijo nada
referente a su infidelidad. Entre ellos la vida continuaba normalmente... salvo
que a sus ojos ella había perdido su aureola de virtud. Tres o cuatro años
después, su mujer murió de pulmonía.
Todo esto era
muy lejano... quince años... quizá dieciséis.
Se retiró del
ejército para irse a la región del Devon, donde compró una casita, el sueño de su
vida.
Simpáticos
vecinos, bonito paisaje, caza y pesca.
El domingo
asistía a los oficios (a excepción del día en que el pastor leía en la Biblia
aquel pasaje en donde David envía a Urías en primera fila entre sus guerreros).
No, esto era
demasiado fuerte para él; ese trozo le turbaba en extremo.
Todo el mundo,
al principio, le trataba con amabilidad... después sintió la impresión de que
se hablaba de él... Las gentes le miraban de reojo, como si les hubiese robado
algo.
Los rumores
crecían... Supuso que Armitage habría hablado. Evitó la gente y se encerró en
un mundo creado por él, sólo para sus pensamientos y recursos. Prescindió hasta
de sus viejos camaradas.
Los hechos y los
recuerdos se iban esfumando.
Leslie se desvanecía
en un pasado lejano, lo mismo que Richmond. ¡Qué importaba ya todo esto,
actualmente!
Pero esta noche
sintió una inquietud en su espíritu al oír la voz... aquella voz que parecía de
ultratumba, al decir la verdad.
¿Había adoptado
una actitud adecuada?
¿Sus labios se
habían estremecido?
¿Supo expresar
su indignación y su disgusto... o le traicionó su confusión, su culpabilidad?
¡Qué asunto más
embarazoso!
Seguramente
ninguno de los invitados tomó en serio esta acusación. La voz había proferido toda
clase de enormidades, a cual más inverosímil.
Por ejemplo, ¿no
había reprochado a aquella encantadora joven el haber ahogado a un niño?
¡Disparates! ¡Un monomaniaco que sentía el placer de acusar a los demás a
troche y moche!
Emily Brent, la
sobrina de su viejo compañero de armas, Tom Brent, estaba acusada, como él, de
homicidio. Saltaba a la vista que esta mujer era una persona piadosa, siempre
metida en la iglesia.
¡Qué asunto más
estrafalario! ¡Una verdadera locura!
El general se
preguntaba cuándo podría abandonar la isla del Negro. Mañana, seguramente,
cuando la canoa automóvil llegara a la costa... ¡Bravo...! En ese preciso
momento no deseaba sino salir de aquella isla... abandonar la casa con todos
sus disgustos. Por la ventana abierta le llegaba el ruido de las olas rompiendo
en el acantilado, más fuerte ahora que al caer la tarde. Ahora paulatinamente
se levantaba el viento.
El general
pensaba:
«Ruido monótono... paisaje apacible... La ventaja de una isla
consiste en la imposibilidad que tiene el viajero de ir más lejos... parece
haber llegado al fin del mundo...»
De repente diose cuenta de
que no deseaba más que alejarse de aquella isla.
Tendida en su cama,
con sus ojazos abiertos, Vera Claythorne miraba fijamente al techo.
Asustada por la
oscuridad, no apagó la luz.
Pensaba: «Hugo...
Hugo... ¿Por qué está tan cerca de mí esta noche? ¿Dónde está ahora? No lo sé.
Jamás lo sabré; ¡desapareció de mi vida tan bruscamente!»
¿A qué remover
recuerdos? Hugo absorbía todos sus pensamientos. Soñaba siempre con él; no le
olvidaría jamás.
Cornualles...
las rocas negras... la arena tan fina... La buena señora Hamilton... el pequeño
Ciryl que la cogía de la mano lloriqueando. «Quiero nadar hasta las rocas, miss
Claythorne. ¿Por qué no me deja ir hasta allá?»
Cada vez que
levantaba los ojos veía a Hugo que la miraba.
Por la noche,
cuando el niño dormía, Hugo le rogaba que saliese con él.
«Miss
Claythorne, venga, daremos un paseo.»
«Si usted
quiere...»
El paseo clásico
por la playa... a la luz de la luna... el aire templado del Atlántico. Hugo la
cogía por la cintura.
«La quiero,
Vera. ¡Si usted supiese cuánto la quiero! —Ella lo sabía, o al menos creía
saberlo—. No me atrevo a pedir su mano... no tengo dinero, sólo el justo para
ir mal viviendo. Sin embargo, durante tres meses tuve la esperanza de llegar a
ser rico. Ciryl no había nacido, tres meses después de la muerte de su padre.
Si hubiese sido una niña...»
Si hubiese sido
una niña, siguiendo la ley inglesa, Hugo hubiese heredado el título y el
dinero.
Tuvo una gran
decepción.
«Es cierto que
no me hacía muchas ilusiones; usted ya sabe que la vida es cuestión de
suerte... Ciryl es un niño encantador, a quien yo quiero mucho.»
Esto era la pura
verdad. Hugo adoraba al niño y se prestaba a todos los caprichos de su sobrino.
En su alma noble no podía albergar el odio.
Ciryl era de
constitución débil, canijo, sin resistencia alguna; seguramente no llegaría a
viejo.
Entonces, ¿por qué...?
«Miss
Claythorne, ¿por qué me prohíbe que nade hasta la roca?» Siempre esta perpetua
cuestión exasperante...
«Está muy lejos,
Ciryl.»
«Ande,
déjeme...»
Vera saltó de la
cama, sacó del cajón del tocador tres tabletas de aspirina y se las tomó.
Pensaba: «Si
tuviese un soporífero enérgico. Terminaría con esta vida miserable tomándome
una fuerte dosis. Podría ser veronal... o cualquier droga similar... pero no
cianuro.»
Se estremeció al
pensar en la cara descompuesta de Anthony Marston.
Al pasar por
delante de la chimenea miró el cuadro de metal con los versos de la popular
canción.
Diez negritos se fueron a cenar. Uno de ellos se asfixió y quedaron Nueve.
Y se dijo:
«¡Es horroroso!
Exactamente lo que ha pasado esta noche.» ¿Por qué Anthony Marston se suicidó?
Vera no pensaba
en hacerlo. Rechazaba de su mente la idea de su muerte. ¡Morir... estaba bien
para los demás!
6
El doctor soñaba.
Hacía un calor
excesivo en la sala de operaciones.
Seguramente
habían exagerado los grados de temperatura. El sudor cubría su cara. Sus manos
húmedas sostenían torpemente el bisturí.
¡Qué aguzado
estaba este instrumento!
Se podía
fácilmente matar a alguien con una hoja tan afilada. En este momento mataba a
un ser humano.
El cuerpo de su
víctima le era indiferente. No era la gruesa mujer de la otra vez, pero sí una
forma delgada a la cual no le veía la cara. ¿Por qué tenía, pues, que matarla?
No se acordaba de nadie. Le falló, por lo tanto, su ciencia. ¿Y si interrogase
a la enfermera?
Esta le
observaba... pero nada decía... Leía la desconfianza en sus ojos.
¿Quién era,
pues, esta persona echada sobre la mesa de operaciones?
¿Y por qué le
habían tapado la cara?
¡Al fin! Un
joven interno quitó el pañuelo y descubrió los rasgos de la mujer.
Era Emily Brent,
naturalmente, con sus ojos maliciosos. Movía los labios. ¿Qué decía?
«En plena vida
pertenecemos a la muerte.» Ahora se reía..
—No, señorita;
no le ponga ese pañuelo —decía a la enfermera—; tengo que darle el anestésico.
¿Dónde está la botella de éter? ¡La traje conmigo! ¿Qué ha hecho usted con
ella, señorita...?
«Quite ese
pañuelo, señorita, se lo ruego.»
«¡Ah! Ya me lo
parecía. ¡Este es Anthony Marston! Su semblante rojo y convulso... pero no está
muerto, se está mofando, os juro que se burla... sacude la mesa de
operaciones... señorita, sujétele, sujétele bien.»
El doctor se
despertó sobresaltado. Ya era de día y el sol entraba a raudales en la
habitación. Alguien, inclinado sobre él, le sacudía.
Era Rogers. Un
Rogers emocionado y asustado.
—¡Doctor!
¡Doctor!
El doctor abrió
los ojos, se sentó en la cama y preguntó:
—¿Qué pasa?
—Es por mi
mujer, doctor; no la puedo despertar, he probado todos los medios. ¡Dios mío!
Debe ocurrirle algo grave, doctor... Saltó vivamente de la cama, se puso una
bata y siguió a Rogers.
Se inclinó sobre
la criada, que yacía en la cama, le cogió su mano fría y levantó sus párpados.
A los pocos instantes se enderezó Armstrong y lentamente se alejó de la cama.
Rogers murmuró:
—¿Ella ha...?
¿Es que...?
Armstrong hizo
un signo significativo:
—¡Todo acabó!
Pensativo,
examinó al hombre que tenía delante; se dirigió hacia la mesilla de noche luego
hasta el tocador y finalmente volvió al lado de su mujer.
Rogers le
preguntó:
—¿Ha sido... ha
sido su corazón, doctor?
Armstrong dudó
unos instantes, antes de hablar.
—Rogers, ¿su
mujer gozaba de buena salud?
—Sufría de
reumatismo.
—¿La vio
últimamente algún médico?
—¿Un médico?
Hace muchos años que no nos ha visto un médico ni a mi mujer ni a mí.
—Entonces, no
tiene usted ningún motivo para suponer que tenía alguna enfermedad del corazón.
—No sé, doctor;
no sabía nada.
—¿Ella dormía
bien?
Los ojos del
criado evitaron la mirada penetrante del doctor. Se retorcía las manos y
murmuró.
—En realidad no
dormía bien... No...
—¿Tomaba alguna
poción para dormir?
Rogers pareció
sorprendido.
—¿Medicina para
dormir? Que yo sepa, no; estoy casi seguro. Armstrong volvió al tocador, donde
había muchos frascos, loción capilar, colonia, glicerina, pasta para los
dientes...
Rogers abría los
cajones de la mesa y de la cómoda, pero en ningún lado había trazos de
narcóticos líquidos o en comprimidos.
Rogers recalcó:
—Ayer noche ella
tomó lo que usted le había dado.
A las nueve,
cuando el gong anunció el desayuno, todos los invitados estaban ya dispuestos
en espera de esta llamada.
El general y
Wargrave se paseaban por la terraza y sostenían una discusión sobre asuntos
políticos.
Vera y Lombard
habían trepado a lo alto de la isla.
Por detrás de la
casa sorprendieron a Blove mirando a la costa. —Ningún barco a la vista; desde
hace un largo rato espío la llegada de esa famosa canoa.
Con el semblante
sombrío, Vera hizo esta observación:
—Se pegan las
sábanas, en Devon, y el día comienza muy tarde.
Lombard
contemplaba el mar y dijo bruscamente:
—¿Qué piensa del
tiempo?
—Lo hará bueno
—respondió Blove elevando la vista hacia el cielo.
Lombard silbó y
añadió:
—Antes de que
llegue la noche tendremos viento.
—¿Tempestad?
—preguntó Blove.
Desde abajo les
llegó el sonido del gong.
—Vamos a
desayunar, que tengo un hambre de lobo —dijo Lombard.
Bajando la
cuesta, Blove comentó con voz inquieta:
—No vuelvo de mi
sorpresa... ¿Qué razón tenía ese joven Marston para suicidarse? Esta idea me ha
atormentado toda la noche.
Vera iba delante
de ellos; Lombard se detuvo para contestarle:
—¿Concibe otra
hipótesis que la del suicidio?
—Me harán falta
pruebas, un móvil lo primero. Debía de ser muy rico ese joven.
Saliendo por la
puerta del salón vino a su encuentro Emily Brent.
—¿Llegó la
canoa? —preguntó a Vera.
—Todavía no
—respondió Vera.
Entraron en el
comedor. Sobre la mesa había una inmensa fuente con jamón y huevos, té y café.
Rogers, que les
había abierto la puerta, la cerró tras ellos.
—Este hombre
tiene cara de estar enfermo —observó miss Brent.
—Es preciso
mostrarnos indulgentes esta mañana con el servicio. Rogers ha debido encargarse
sólo de la preparación del desayuno, y lo ha hecho lo mejor posible. La señora
Rogers ha sido incapaz de cuidarse de ello...
—¿Qué le pasa a
la señora Rogers? —preguntó miss Brent, inquieta.
El doctor, cual
si no hubiese entendido la pregunta, dijo:
—Sentémonos: los
huevos se van a enfriar; después discutiremos todos los asuntos.
Se acomodaron
todos, sirviéndose el desayuno y empezaron a comer. De común acuerdo todos, se
abstuvieron de hacer la menor alusión a la isla del Negro. Y se entabló una
conversación frívola sobre deporte, los acontecimientos actuales en el
extranjero y la reaparición de la monstruosa serpiente marina.
La comida se
terminó. El doctor retiró su silla y, aclarándose la voz y dándose un aire de
importancia, comenzó a decir:
—He creído
preferible esperar a terminar de comer para enterarles de la nueva tragedia. La
mujer de Rogers ha muerto mientras dormía.
Todos se
sobresaltaron.
—Pero ¡esto es
horrible! —exclamó Vera—. Dos muertes en una isla desde ayer...
—¡Hum! Es
extraordinario. ¿Sabe usted cuál es la causa de la muerte? —preguntó el juez.
Armstrong alzó
los hombros en señal de ignorancia.
—Imposible darse
cuenta a primera vista.
—¿Hará usted la
autopsia?
—Desde luego; no
puedo dar el permiso de inhumación sin esta formalidad; y además ignoro
totalmente cuál era el estado de salud de esta mujer.
—Ayer parecía
estar muy nerviosa —declaró Vera—. Por la noche recibió una conmoción; creo que
debió morir de un ataque cardíaco. —Es cierto, el corazón le falló... —replicó
el doctor—. Pero ¿qué fue lo que provocó este ataque de corazón? Esa es la
pregunta.
Una palabra se
escapó de los labios de Emily Brent, dejando una sensación desagradable entre
todos.
—¡Su conciencia!
Armstrong se
volvió hacia ella.
—¿Qué insinúa,
miss Brent?
—Todos lo
oyeron; ella y su marido han sido acusados de haber matado a su antigua señora,
una dama vieja —respondió.
—Entonces,
¿cree...?
—Creo que esa
acusación es cierta. Ayer noche, ustedes la vieron, lo mismo que yo, cómo se
desvanecía al oír la revelación de su atentado. No pudo soportar el recuerdo de
su fechoría... ha muerto de miedo.
—Su hipótesis es
aceptable, pero no se puede aceptar sin saber si esta pobre mujer era cardíaca
—arguyó el doctor.
Miss Brent volvió a insistir:
—Si usted lo
prefiere, llámelo castigo del cielo.
Todos se
escandalizaron. Blove replicó, indignado:
—Miss Brent,
usted lleva las cosas demasiado lejos.
La solterona le
miró con ojos brillantes y, levantando el mentón, contestó:
—¿Ustedes creen
imposible que un pecador sea castigado por la cólera divina? ¡Yo no! El juez
murmuró irónico:
—Estimada
señorita: la experiencia me ha enseñado que la
Providencia nos
deja a nosotros, mortales, la misión de castigar a los culpables. Nuestra tarea
está a veces erizada de dificultades y no es muy expeditiva.
Miss Brent alzó
las espaldas con incredulidad.
—¿Qué cenó
anoche y qué bebió estando ya en la cama? —preguntó Blove.
—Nada —respondió
el doctor.
—Usted afirma
que no bebió nada, ¿ni siquiera una taza de té, un vaso de agua?
—Apostaría a que
bebió una taza de té; es el remedio corriente de esta gente.
—Rogers sostiene
que no tomó nada.
—¡Claro! Puede
decir lo que quiera —replicó Blove de una manera tan rara que el doctor se le
quedó mirando.
—Entonces, ¿ésta
es su opinión? —preguntó Philip Lombard.
—¿Por qué no?
—añadió Blove—. Anoche escuchamos todos esa acusación. No puede ser más que una
broma de un loco, ¡pero quién sabe! Supongamos por un momento que sea verdad
que Rogers y su mujer dejaron morir a la vieja; ellos se creían seguros y se
felicitaban por su buena suerte.
Vera le
interrumpió:
—La señora
Rogers no parecía muy tranquila.
Muy enfadado por
esta interrupción, Blove miró a la joven como si quisiera decirle:
«Todas son
iguales», y continuó:
—Puede ser; de
todas formas, ni Rogers ni su mujer se creían en peligro hasta anoche que se
descubrió el enredo. ¿Qué pasó entonces? La mujer se desvaneció y perdió el
conocimiento. ¿Se fijaron ustedes en el cuidado que tuvo su marido en no
dejarla cuando volvió en sí? Había algo más que solicitud conyugal. Temía que
revelase sus secretos. Y he ahí donde estamos. Los dos han cometido un crimen,
y ahora, si se les descubría, ¿qué pasaría? Pues hay nueve posibilidades contra
diez de que la mujer se delatara; no tendría valor para seguir mintiendo hasta
el final, y ello era un peligro para su marido; y éste tiene valor suficiente
para callar para siempre, pero no se fía de su mujer. Si ella hablaba, él
corría el riesgo de ser ahorcado. ¿Qué cosa más natural que poner un veneno en
la taza de té y cerrar así para siempre la boca de su mujer?
—Pero ¡si no
había ninguna taza vacía en el cuarto! Me aseguré yo mismo —objetó el doctor.
—Eso es lo
natural —dijo Blove—. En cuanto tomó el brebaje, el primer cuidado del marido
fue llevarse la taza y el platillo comprometedores y lavarlos, seguramente.
Hubo una pausa y
fue el general MacArthur el que habló después.
—Me parece
imposible que un hombre pueda obrar así con su mujer. —Cuando un hombre siente
que su vida peligra, el cariño nada tiene que ver —respondió Blove.
En este momento
la puerta se abrió y entró Rogers. Mirando la mesa y a los invitados les
preguntó:
—¿Quieren que
les sirva alguna otra cosa? Perdónenme si no había bastante asado, pero nos
queda muy poco pan y el de hoy todavía no lo han traído.
—¿A qué hora
suele venir la canoa? —preguntó el juez.
—De siete a ocho, señor. A veces, pasadas las ocho. Me pregunto
lo que le habrá pasado a Fred, pues si estuviera enfermo enviaría a su hermano.
—¿Qué hora es,
pues? —preguntó Lombard.
—Las diez menos
diez, señor.
Philip Lombard
movió ligeramente la cabeza. Rogers esperó un instante.
Bruscamente, el
general le dijo con voz emocionada:
—Siento muchísimo
lo ocurrido con su mujer. El doctor nos lo acaba de contar.
—Ya ve, señor...
se lo agradezco mucho. Llevóse la fuente del jamón, ya vacía, y salió del
comedor.
De nuevo se hizo
el silencio.
Fuera, en la
terraza, Philip Lombard decía:
—En cuanto a esa
canoa...
Blove le miró;
bajando la cabeza dijo:
—Adivino su
pensamiento, mister Lombard, yo me he preguntado lo mismo; la canoa hace más de
dos horas que debiera estar aquí y aún no ha llegado. ¿Por qué?
—¿Usted
encuentra una explicación?
—No es un
accidente; oiga lo que pienso. Creo que esto forma parte de la mise en scene. En este asunto todo es
probable.
—Entonces,
¿usted cree que no vendrá ya? —añadió Lombard.
Tras él una
voz... impaciente decía:
—La canoa no
vendrá.
Blove volvióse
ligeramente y percibió al que acababa de proferir esta frase.
—Entonces, mi
general; ¿usted también duda de que venga?
—Seguro que no
vendrá; todos contamos con esa barca para abandonar la isla del Negro, pero
¿quiere saber mi opinión? Pues que no nos marcharemos de esta isla. Ninguno de
nosotros saldrá de ella.
Esto es el
fin...¿me comprenden...? ¡El fin de todo!
Dudó un momento
y añadió con voz extraña:
—Disfrutamos de
la paz... sí, de una paz dura.... llegar al final del viaje... no más
inquietudes... la paz...
Dio media vuelta
y se alejó por la terraza hacia la cuesta que conducía al mar... en la
extremidad de la isla donde las rocas se despegan y a veces caían al mar.
Andaba como si estuviese adormecido.
—Uno que está ya
medio loco —exclamó Blove—. Creo que todos vamos a perder la cabeza.
—Me parece que
usted no la pierde —rectificó Lombard.
El ex inspector
se echó a reír.
—Me hacen falta
muchas cosas para enloquecerme, y apuesto a que usted no sucumbirá a la
demencia colectiva.
—Por ahora me
encuentro sano de cuerpo y espíritu —añadió Lombard.
El doctor
Armstrong se fue a la terraza, estuvo allí un momento indeciso. A su izquierda
se encontraba Blove y Lombard, a la derecha, Wargrave se paseaba meditabundo.
Al cabo de un instante, el doctor se volvió hacia el juez, pero en aquel
momento Rogers salía de prisa de la casa.
—Doctor, ¿podría
hablarle unas palabras tan sólo?
Armstrong se
volvió, y parecía sorprendido de la expresión del criado. Este tenía la faz
verdosa y temblorosas las manos. El contraste entre la reserva de antes y su
emoción actual era tan chocante, que el doctor quedó estupefacto.
—Doctor
—insistió—, tengo absoluta necesidad de hablarle. ¿Quiere usted que entremos en
la casa?
Penetraron en
ella.
—Pero ¿qué le
pasa, Rogers? Tranquilícese usted.
—Venga por aquí,
doctor.
Abrió el
comedor, en el cual entró el doctor, y Rogers cerró la puerta tras de él.
—Bueno, ¿qué es
lo que le pasa?
—Mire, señor;
aquí pasan cosas muy raras que yo no comprendo. Usted me tratará de loco,
señor, pero es necesario averiguar cómo ha ocurrido, porque yo no me lo
explico.
—Bueno, ¿me
quiere decir de qué se trata? No me gustan las adivinanzas.
—Se trata de las
figuritas de porcelana que están encima de la mesa.
Había diez; lo
puedo jurar que había diez.
—Es cierto, las
contamos ayer noche a la hora de la cena.
Rogers se
acercó.
—Es justamente
esto lo que me enloquece. Ayer noche, cuando quité la mesa, no había más que
nueve. Me pareció raro, pero no le di ninguna importancia. Y esta mañana, al
poner los cubiertos para el desayuno... estaba tan emocionado... pero hace unos
momentos que vine para retirar el servicio... Cuéntelas usted mismo, si no me
cree; sólo hay ocho. ¿No es esto incomprensible, señor? ¡Solamente ocho!
7
Después del
desayuno, miss Brent invitó a Vera a subir a lo alto de la isla para vigilar la
llegada del barco. Y Vera aceptó.
El viento había
cambiado y era más fresco. Crestas de espuma aparecían en el mar. En el
horizonte no se veía ninguna barca de pesca... y ni la menor señal de la canoa.
El pueblo de
Sticklehaven era invisible, no se divisaban sino los rojizos acantilados que lo
dominaban y ocultaban la pequeña bahía.
Emily Brent
dijo:
—Parecíame que
el hombre que nos trajo ayer era bastante formal; es verdaderamente raro que se
retrase tanto esta mañana. Vera no respondió, trataba de reprimir su
nerviosismo y pensaba: «Debo conservar mi sangre fría; en este momento no me
conozco, acostumbro tener más valor.»
Al cabo de un
instante, dijo en voz alta:
—Deseo ver
llegar esta canoa, pues quiero marcharme de aquí.
La vieja,
sobresaltada, exclamó:
—Todos deseamos
marcharnos de esta isla —añadió secamente miss Brent.
—íEsta aventura
es tan fantástica! No se comprende nada —suspiró Vera.
La vieja
solterona volvió a hablar:
—Me he dejado
engañar muy fácilmente; esta carta es absurda, si se toma uno la molestia de
examinarla detenidamente. Pero cuando la recibí no tuve la menor sospecha.
—Lo comprendo
muy bien —murmuró Vera.
—No se desconfía
bastante en la vida.
Vera lanzó un
largo suspiro y le preguntó:
—¿Piensa usted
de veras lo que dijo durante el desayuno?
—Sea un poco más
precisa. ¿A qué hace alusión?
—¿Cree usted
verdaderamente que Rogers y su mujer dejaron morir a su señora? —preguntó Vera
en voz baja.
Miss Brent miró
largamente al mar y dijo.
—Personalmente
estoy convencida. Y usted, ¿qué opina?
—No sé qué
pensar.
—Todo parece
confirmar mi idea. La forma en que se desvaneció la criada en el momento en que
su marido dejaba caer la bandeja con el servicio de café. Recuérdelo. Después,
las explicaciones de Rogers... sonaban a falso. ¡Desde luego, para mí son
culpables, sin duda alguna! Vera encareció:
—Esa pobre mujer
parecía tener miedo de su sombra; jamás he visto una cara de terror como la
suya. Los remordimientos debían perseguirla...
—Me acuerdo de
un texto que había en un marco colgado de mi cuarto de niña —murmuró miss
Brent—. «Ten por seguro que tus pecados te remorderán.» Es la mayor verdad,
nadie escapa a su propia conciencia.
Vera, que estaba
sentada en una roca, se puso precipitadamente en pie.
—Miss Brent... miss Brent... en este caso...
—¿Qué?
—¿Los otros?
¿Qué me dice usted?
—No comprendo lo
que puede significar.
—¿Todas las
demás acusaciones serían falsas? Si la voz decía la verdad referente a los
esposos Rogers...
Se interrumpió,
incapaz de poner en orden el caos de sus pensamientos.
La frente
arrugada de miss Brent serenóse, y dijo:
—¡Ah! Ya veo
dónde quiere usted ir a parar. Tomemos la acusación contra Lombard. Declaró
haber abandonado a la muerte a veinte hombres.
—No eran más que
indígenas... —comentó Vera.
Emily Brent
exclamó indignada:
—Blancos o
negros, todos los hombres son hermanos.
En su interior Vera
pensaba:
«Nuestros
hermanos los negros... los hermanos de color... Eso me da
ganas de reír.
Me encuentro muy nerviosa hoy...» Emily Brent continuó pensativa:
—Naturalmente,
las otras acusaciones eran exageradas y hasta ridículas. Así, el reproche contra
el juez Wargrave, que cumplió con su deber, igual que el caso del ex detective
de Scotland Yard... y justamente el mío.
Después de una
breve pausa continuó:
—En vista de las
circunstancias preferí no decir nada anoche. Me dolía el tener que hacerlo
delante de esos señores.
—¿De veras?
Vera escuchaba
atentamente y miss Brent le contó la historia: —Beatriz Taylor era mi criada.
No era una joven sensata, pero lo descubrí demasiado tarde; me desilusionó
mucho. Tenía buenos modales; voluntariosa y servicial. Al principio me
satisfizo, pero todas estas cualidades eran sólo la fachada de un interior
hipócrita de costumbres ligeras y, desde luego, sin moralidad. Una criatura
espantosa. Pasaron muchos meses antes de que descubriese que estaba encinta. Me
escandalicé, pues sus padres eran personas decentes que le habían inculcado
buenas ideas. Debo decir que no aprobaron la conducta de su hija.
Vera miraba
fijamente a miss Brent.
—¿Qué pasó
entonces?
—Pues que no la
tuve ni una hora más debajo de mi techo. Nadie me reprochará de alentar el
vicio.
Bajando la voz,
Vera insistió:
—Pero ¿qué le
pasó?
—Esa inmunda
criatura, no satisfecha de tener sobre su conciencia un pecado, cometió otro
más grande aún: se suicidó.
—¡Se mató!
—exclamó horrorizada.
—Sí, arrojándose
al mar.
Temblorosa, Vera
estudió el delicado perfil de la solterona y preguntó:
—¿Qué sintió
usted al saber que se había suicidado de desesperación? ¿Se reprocharía usted
su conducta?
—¿Yo? ¿Qué tenía
que reprocharme?
—Su severidad la
empujo a la muerte.
Secamente, miss
Brent replicó:
—Fue víctima de
su propio pecado. Si se hubiese conducido como una joven honesta, nada de eso
hubiera ocurrido.
Volvió la cabeza
hacia miss Vera. Los ojos de miss Brent no expresaban ningún remordimiento.
Sólo se retrataba en ellos un reflejo de una conciencia severa y rígida.
Sentada en la
cima de la isla del Negro, estaba protegida por la coraza de sus virtudes.
Esta vieja no
parecía ridícula a los ojos de Vera. Pero de repente... vio en Emily Brent un
monstruo de crueldad.
Una vez más el
doctor Armstrong salió del comedor y se dirigió a la terraza. En este momento
el juez estaba sentado en un butacón y paseaba su mirada por el océano.
Lombard y Blove,
a su izquierda, fumaban su pipa sin hablarse.
El doctor dudó
un instante, y sus ojos escrutadores miraron a mister Wargrave. Necesitaba un
consejo. Pese a que apreciaba la lógica y lucidez del viejo, no se atrevería a
dirigirse a él. Wargrave poseía quizás un cerebro extraordinario, pero sus
muchos años predisponían contra él. Entonces comprendió el doctor que precisaba
de un hombre de acción y decidióse en consecuencia.
—Lombard, ¿haría
el favor de venir un instante? Tengo que hablarle.
Philip se
sobresaltó.
—Con mucho
gusto.
Los dos hombres
abandonaron la terraza y descendieron juntos la cuesta que conducía al mar.
Cuando se encontraron al abrigo de oídos indiscretos, Armstrong comenzó:
—Quería
consultarle.
—Pero, querido
doctor, ¡no sé nada de medicina!
—No,
tranquilícese usted; se trata de nuestra situación actual.
—Eso es
diferente, entonces.
—Francamente,
dígame lo que usted piensa.
Después de
reflexionar un breve instante, Lombard respondió:
—Lo cierto es
que la situación es difícil, y me pregunto cómo saldremos de ella.
—¿Cuál es su
opinión sobre la muerte de esa mujer? ¿Acepta la explicación del marido?
Philip lanzó al
aire una bocanada de humo y objetó:
—Sus
explicaciones me parecieron bastante naturales... siempre que no haya pasado
otra cosa.
—Eso es lo que
me hace pensar precisamente.
Armstrong tuvo
una gran satisfacción al ver que había consultado a un hombre sensato.
Lombard
continuó:
—Al menos
admitiendo que hayan cometido un crimen y de él se hayan aprovechado con
tranquilidad. ¿Y por qué no? ¿Les supone usted premeditados envenenadores de su
ama?
El doctor
respondió lentamente:
—Las cosas han
podido suceder más fácilmente todavía. Esta mañana pregunté a Rogers qué
enfermedad sufría miss Brady. Y con sus respuestas me abrió distintas
perspectivas. Inútil perderse en largas consideraciones médicas. Sepa usted tan
sólo que en varias enfermedades cardíacas se emplea como medicamento nitrato
amílico; en el momento de la crisis se rompe una ampolla de este producto y se
le hace respirar al enfermo. Si se olvida de colocársela debajo de las narices,
las consecuencias pueden ser fatales. —¡Es bien sencillo todo esto! La
tentación era demasiado fuerte.
—Evidentemente,
no había que hacer nada comprometedor. ¡Sólo se trataba de no hacerlo! Y para
que viesen su cariño para con su señora, en una noche tormentosa salió a buscar
un médico.
—Y aunque
hubiesen sospechado, ¿qué pruebas podían invocar contra ellos? Eso explicaría
muchas cosas.
—¿Cuáles?
—preguntó curioso Armstrong.
—Los sucesos que
ocurren en esta isla del Negro. Ciertos crímenes escapan a la justicia humana.
Por ejemplo: el asesinato de miss Brady por el matrimonio Rogers. Otro ejemplo,
el viejo juez Wargrave ha matado sin traspasar los limites de la ley.
—Entonces, ¿usted cree completamente esa historia?
—Jamás he dudado
—añadió Lombard, sonriendo—. Wargrave mató a Seton tan seguro como si le
hubiese clavado un puñal en el corazón, pero tuvo el acierto de hacerlo desde
un sillón de magistrado, cubierto con su peluca y revestido de su toga. Desde
luego, siguiendo los procedimientos ordinarios, este crimen no podría
imputársele.
Como un rayo de
luz traspasó el cerebro del doctor.
¡Muerte en el
hospital, muerte en la sala de operaciones, la justicia es impotente delante de
sus actos!
Lombard murmuró,
pensativo:
—¡De ahí...
mister Owen... de ahí... la isla del Negro!
Armstrong
suspiró profundamente.
—¡Llegamos a lo
interesante del asunto! ¿Con qué idea nos han reunido en esta isla?
—¿Tiene usted
alguna idea sobre esto?
—Volvamos sobre
la muerte de esa mujer. ¿Qué hipótesis se nos presentan? Su marido la ha matado
por miedo a que divulgue su secreto. Segunda eventualidad: ella pierde su valor
y, en una crisis de desesperación, pone fin a sus días tomando una fuerte dosis
de narcóticos.
—Entonces, ¿un
suicidio? —preguntó Lombard.
—¿Le extraña
esto?
—Admitiría esta
segunda hipótesis si no hubiese ocurrido la muerte de Marston. Dos suicidios en
veinticuatro horas me parecen una coincidencia demasiado forzada. Si usted
pretende que ese joven alocado de Marston, desprovisto de una moralidad y
sentimientos, haya voluntariamente puesto fin a sus días por haber atropellado
a dos niños, ¡es para estallar de risa! Además, ¿cómo se procuró el veneno? El
cianuro no es, me parece, una mercancía que se lleva en el bolsillo de la
americana cuando se va de vacaciones. Pero en eso es usted mejor juez que yo.
—Nadie que esté
en sus cabales se pasea con cianuro en su bolsillo — respondió Armstrong—. Este
veneno ha debido ser traído a la isla por alguien que quería destruir un nido
de avispas.
—¿El celoso
jardinero o el propietario? —preguntó Philip Lombard—. En todo esto del cianuro
hay que reflexionar un poco, pues, desde luego, no fue Marston. O bien tenía la
intención de matarse antes de venir aquí... O bien...
—¿O bien...?
—insistió Armstrong. Lombard sonreía socarronamente. —¿Por qué quiere obligarme
a que lo diga? Usted tiene en la punta de la lengua lo mismo: Anthony Marston ha sido envenenado por
alguien.
—¿Y la señora Rogers? —insistió
suspirando el doctor Armstrong. —Aunque con dificultad habría podido creer en
el suicidio de Marston si no hubiese acaecido la muerte de la mujer de Rogers.
Por otra parte, habría admitido, sin duda, el suicidio de la mujer si no
hubiese sido por la muerte de Marston. No rechazaría la idea de que Rogers se
haya desembarazado de su mujer, sin el fin inexplicable de Marston. Lo esencial
será encontrar una explicación a estas dos muertes.
—Puede ser que
yo le ayude a aclarar un poco este misterio.
Y le repitió los
detalles que le había dado Rogers sobre la desaparición de las dos figuritas de
porcelana.
—Si las
estatuillas representan negritos... había diez anoche durante la cena, y, ¿dice
usted que sólo quedan ocho?
El doctor recitó
los versos:
«Diez negritos se fueron a
cenar. Uno de
ellos se asfixió y quedaron Nueve.
Nueve negritos trasnocharon
mucho.
Uno de ellos no se pudo
despertar y quedaron
Ocho.»
Los dos hombres se miraron. Lombard rió socarrón y arrojó su
cigarrillo con fuerza.
—Esas dos
muertes y la desaparición de los dos negritos concuerdan demasiado bien para
que sea una simple coincidencia. Marston ha sucumbido a una asfixia o a un
ahogo después de cenar, y la señora Rogers ha olvidado despertarse... porque
alguien se lo impidió.
—¿Y entonces?
—Existe otra
clase de negros... aquella que se oculta en el túnel, el misterioso X... Mister
Owen; ¡el loco desconocido y en libertad!
—¡Ah! —exclamó
Armstrong satisfecho—. Usted comparte íntegramente mi opinión. Por tanto,
veamos adonde nos conduce esto. Rogers jura que no había nadie en esta isla más
que los invitados de Owen, él y su mujer.
—Rogers se
equivoca... a menos que mienta.
—Para mí, Rogers
no miente. Está tan asustado que perdería la razón.
—Esta mañana no
ha venido ninguna canoa —observó Lombard—, lo que confirma sobradamente la
conspiración llamada Owen. La isla del Negro quedará aislada del resto del
mundo para permitir a mister Owen realizar su tarea hasta el final.
El médico
palideció.
—Usted
comprenderá que ese hombre debe estar loco de atar.
Lombard
respondió con una nueva entonación en su voz.
—Mister Owen ha
olvidado un pequeño detalle...
—¿Cuál?
—Esta isla no es
más que una desnuda roca; la exploraremos fácilmente de arriba abajo y
descubriremos la guarida de U. N. Owen.
—¡Desconfíe
usted, Lombard! Ese loco se hará peligroso.
Lombard echóse a
reír.
—¿Peligroso? Seré yo el peligroso en cuanto le eche la
vista encima. Después de una pausa añadió:
—Debemos
decírselo a Blove, pues en el momento crítico su ayuda será preciosa. En cuanto
a las mujeres es mejor no decirles nada y respecto a los otros, creo que el
general está ya muy viejo y el juez está mejor en su sillón. ¡Nosotros tres nos
encargaremos de la tarea!
8
Blove se dejó
convencer fácilmente. En seguida explicó su acuerdo y expuso sus argumentos.
—Lo que me viene
usted a contar sobre las figuras de
porcelana aclara un punto sobre esta historia. Desde luego, existe la locura
dentro de todo esto. Me pregunto si nuestro mister Owen no tiene intención de
realizar sus fechorías por mano de un tercero.
—¡Explíquese
usted! —le indicó el doctor.
—Vean mi idea.
Después que se oyó el gramófono, ayer noche, Marston tuvo miedo y se envenenó.
Todo eso debe formar parte del plan demoníaco de U. N. Owen.
Armstrong movió
la cabeza y volvió nuevamente a hablar del cianuro. —Había omitido este detalle
—dijo Blove—. Efectivamente, no es natural llevar de aquí para allá un veneno
de tal categoría encima... Pero entonces, ¿cómo estaba el veneno en el vaso de
Marston?
—He reflexionado
mucho sobre este detalle —dijo Lombard—. Ayer noche, Marston bebió varios vasos
de alcohol. Pero se pasó cierto tiempo entre el último y el anterior. En este
intervalo de tiempo su vaso estaba sobre una mesa. No afirmaré nada, pero me
parece habérselo visto coger de la mesita que está cerca de la ventana que
estuvo abierta. Alguien pudo echar el cianuro en el vaso.
—¿Sin que
ninguno lo hubiese visto? —atajó, incrédulo, Blove.
—Estábamos
pensando entonces en otra cosa —dijo Lombard. —Es cierto —añadió el doctor—.
Discutimos a más no poder, cada uno absorbido en sus ideas. Evidentemente es
verosímil.
—Ha debido de
ocurrir en esta forma —añadió Blove—. Pongámonos a trabajar en seguida. Sin
duda, será inútil el preguntarles si tienen ustedes algún revólver. Esto sería
estupendo.
—Yo tengo uno
—anunció Lombard, tentándose el bolsillo.
Blove abrió
mucho los ojos.
—¿Y lo lleva siempre consigo? —le preguntó en un tono natural.
—Siempre, por costumbre, pues he vivido en un país donde la vida de un hombre
está amenazada constantemente.
—Quiero creer
que jamás ha estado en un sitio tan peligroso como esta isla, pues el loco que
se oculta aquí seguramente dispondrá de un arsenal, sin hablar de un puñal o
una daga.
Armstrong se
sobresaltó.
—Puede ser que
usted se equivoque, Blove. Ciertos maniáticos homicidas son gentes tranquilas y
aparentemente inofensivas... hasta deliciosas... a veces.
—Por mi parte,
doctor —observó Blove—, no alimento ninguna ilusión respecto a este particular.
Los tres hombres
comenzaron su exploración por la isla.
Fue lo más
sencillo. En el noroeste la costa estaba cortada a pico y en el resto de la
isla no había árboles y casi nada de malezas. Los tres recorrieron la isla de
la cima a la playa, registrando por orden y escrupulosamente las más pequeñas
anfractuosidades de las peñas que hubieran podido ser la entrada de alguna
caverna; pero su búsqueda resultó infructuosa.
Cuando bordeaban
el mar, llegaron al sitio donde estaba sentado el general MacArthur contemplando
el océano.
En este lugar
apacible, donde las olas venían dulcemente a estrellarse, el viejo general,
erguido el busto, fijaba su mirada en el horizonte.
La llegada de
los tres hombres no le llamó la atención. Esta indiferencia les causó malestar.
«Esta quietud no
es natural. Diríase que el viejo está inquieto», pensó Blove.
—Mi general, ha
encontrado usted un rincón precioso para descansar. El general frunció la
frente, volviéndose lentamente hacia él y le contesto:
—Me queda tan
poco tiempo... tan poco tiempo... Insisto para que no se me moleste.
—¡Oh! No
queremos molestarle, mi general; dábamos una vuelta por la isla para ver si
alguien se escondía en ella. Frunciendo el entrecejo, el general rearguyó:
—Ustedes no me
comprenden... basta ya... les ruego que se retiren.
Blove se
alejó, confiando a los otros:
—Este se está
volviendo loco; no es necesario hablarle.
—¿Qué es lo que
le dijo? —preguntó Lombard con curiosidad.
—Murmuró que no
le quedaba mucho tiempo y que necesitaba que le dejasen tranquilo.
El doctor,
alarmado, murmuró:
—A saber si
ahora...
Cuando sus
pesquisas terminaron estaban los tres hombres en la cima de la isla y, oteaban
el horizonte. Ningún barco a la vista, y el viento refrescaba ya.
—Las barcas
pesqueras no han salido hoy —dijo Lombard—. Una tempestad se prepara. Lástima
que desde aquí no se vea el pueblo; podríamos al menos hacerles señales.
—¿Y si
encendiéramos un gran fuego? —sugirió Blove.
—La desgracia es
que todo ha debido de ser previsto —respondió Lombard.
—¿Cómo es eso?
—¿Qué sé yo? Una
siniestra broma. Debemos de estar abandonados en esta isla. No se prestará
atención a nuestras señales. Probablemente se ha prevenido a la gente del pueblo
que se trata de una apuesta. ¡Qué historia!
—¿Usted cree que
los lugareños se van a tragar este cuento? — interrogó Blove con escepticismo.
—La verdad
resulta aún más inverosímil. Si les hubiesen dicho que la isla debía estar
aislada hasta que su propietario desconocido, Owen, haya ejecutado
tranquilamente a todos sus invitados, ¿cree usted que lo hubiesen creído? El
doctor expuso sus dudas:
—Yo mismo me
pregunto por momentos si no estoy soñando. Por tanto...
Philip Lombard
descubrió con una sonrisa sus blancos dientes.
—Y, por
tanto..., ¡todo demuestra lo contrario, doctor!
Blove miraba al
mar que rugía a sus pies.
—Nadie ha podido
subir por aquí.
Armstrong bajó
la cabeza.
—Evidentemente,
está bien escarpado. Pero ¿dónde se oculta el individuo?
—Puede ser que
haya una abertura disimulada en las rocas —apuntó Blove—. Con una barca
podríamos dar la vuelta a la isla.
—Si tuviéramos
una barca estaríamos camino de la costa —replicó Lombard.
—Es cierto,
señor.
—En cuanto a
esta parte del acantilado —dijo Lombard— no existe más que un sitio, hacia la
derecha, donde puede que haya un rincón allá abajo. Si encontramos una cuerda
bastante sólida me comprometo a bajar y nos aseguraremos.
—La idea no es
mala —observó Blove—, aunque reflexionando me parece un tanto peligrosa. Pero
voy a ver si encuentro alguna cuerda.
Con paso ligero
se fue hacia la casa.
Lombard levantó
los ojos hacia el cielo: las nubes comenzaban a juntarse y la fuerza del viento
crecía por momentos.
—Parece usted
taciturno, doctor. ¿Qué piensa?
—Me pregunto
hacia qué grado de locura camina el viejo general MacArthur.
Vera sintióse
toda la mañana nerviosa; rehusó la compañía de miss Brent con manifiesta
repugnancia.
La solterona
llevó una silla a un rincón de la casa resguardado del aire y sentóse haciendo
la labor de mano.
Cada vez que
Vera pensaba en ella parecía estar viendo una cara ahogada con los cabellos
mezclados con algas marinas... una figura que sería bonita... muy bonita
quizá... y que ahora no inspiraba piedad ni temor. Sin embargo, Emily Brent,
aplacada y confiada en su virtud, seguía haciendo su labor.
En la terraza,
el juez Wargrave estaba como apelotonado en una butaca de mimbre, con la cabeza
hundida en el cuello.
Mirándole, Vera
se imaginaba ver a un hombre joven de cabellos rubios y ojos azules asustados,
sentado en el banquillo de los acusados; a Edward Seton. Con sus manos
arrugadas, el juez se cubría con un birrete negro antes de pronunciar la
sentencia de muerte.
Tras un momento
de indecisión descendió con paso lento hacia el mar. Llegó a la extremidad de
la isla, donde un viejo, sentado, miraba el horizonte fijamente.
El general
MacArthur, pues era él, se removió al acercarse Vera. Volvió la cabeza, y en
sus ojos vio un destello de curiosidad y de aprensión. Extrañada, la joven se
sobresaltó. Una idea había surgido en su mente.
«Es extraño. Diríase
que él sabe...» —¡Ah, es usted! —dijo el general.
Vera tomó
asiento a su lado, en las rocas.
—¿Le gusta a
usted también contemplar el mar? —le preguntó ella.
Muy suavemente
afirmó con la cabeza.
—Sí, es
agradable, y este rincón es bueno para esperar.
—¿Esperar?
—repitió la joven—. ¿Qué espera usted, pues?
—El final de la
vida. Pero usted lo sabe tan bien como yo, ¿no es cierto? Todos esperamos el
final.
Extrañada, Vera
le preguntó:
—¿Qué quiere
usted decir?
Con voz grave,
MacArthur respondió:
—¡Ninguno de nosotros saldrá de esta isla! Está
en el programa. ¿Por qué hacernos los ignorantes? Puede ser que usted no lo
comprenda, pero lo agradable es la tranquilidad.
—¿La
tranquilidad? —repitió Vera, sorprendida.
—Sí.
Naturalmente, usted es demasiado joven, no ha llegado a esa edad en que se
piensa en la tranquilidad que se va a tener cuando se deje el peso de la vida.
Un día llegará usted a sentirlo.
—Todavía no lo
comprendo —le contestó Vera, con voz temblorosa. Vera se retorcía nerviosamente
los dedos, asustada por la presencia del viejo militar con ese aire de
desengaño.
—A Leslie la
amaba... sí, con locura —dijo el general, pensativo.
—¿Leslie era su
mujer? —preguntóle la joven.
—Sí, mi mujer.
La adoraba, y sentíame orgulloso. ¡Era tan bonita y alegre...!
Tras un momento
de silencio, continuó:
—Sí, quería
mucho a Leslie; fue por esto por lo que hice aquello.
—¿Qué dice?
El general
MacArthur afirmó con la cabeza lentamente.
—¿Para qué
negarlo ahora, ya que vamos a morir todos? Envié a Richmond a la muerte; esto
era un crimen. ¡Bravo! ¡Un crimen...! ¡Y decir que siempre respeté la ley...!
Pero en este momento no veía las cosas como hoy, y no tuve remordimientos. «Se
lo ha buscado; lo tiene bien merecido.» Así pensaba yo entonces... Mas luego...
—¿Qué? —inquirió
Vera. Inclinó la cabeza con aire perplejo y angustioso.
—No sé nada
más... no sé nada... La vida se me apareció de otra forma distinta. No sé si
Leslie supo la verdad... no lo creo. Jamás adiviné sus pensamientos. Más tarde
murió y me dejó solo.
—Solo... solo...
—replicó Vera. Y el eco de su voz se lo devolvían las rocas.
—Usted también
será feliz cuando llegue su hora —continuó el general.
Vera se levantó
y le respondió con voz seca:
—No comprendo a
qué hace usted alusión.
—La comprendo,
pequeña, la comprendo.
—No, mi general,
usted no me comprende... No del todo.
El general
volvió su mirada hacia el mar, e inconsciente de la presencia de la joven,
murmuró con voz cariñosa:
—Leslie...
Cuando volvía
Blove de la casa llevaba una cuerda bajo el brazo; encontró a Armstrong en el
mismo sitio en que lo había dejado, fija la mirada en las profundidades
marinas.
—¿Dónde está
Lombard? —preguntó con curiosidad.
—Ha ido a
comprobar una de las hipótesis —le respondió Armstrong— Estará aquí dentro de
un minuto. Mire, Blove, estoy intranquilo.
—Todos lo
estamos, me parece.
—Seguro...
seguro... pero usted no me comprende. Me inquieto por el viejo general.
—¿Qué es lo que
le pasa?
Con una mueca el
doctor contestó:
—¿No buscamos a
un loco? ¿Qué piensa usted de él?
—¿Usted le cree
capaz de cometer asesinatos? —preguntó Blove, incrédulo.
—No diré tanto.
No soy especialista en enfermedades mentales y no he tenido una conversación
con él; ni le he podido estudiar, pues, desde ese punto de vista.
—Chochea, sí, se
lo concedo del todo convencido, pero de eso a sospechar que...
—Usted tiene
razón —le interrumpió—. El asesino se oculta en la isla.
¡Por ahí viene
Lombard!
Ataron la cuerda
con solidez a la cintura de Lombard.
—Trataré de
ayudarme yo mismo. Esperen siempre a que sacuda la cuerda bruscamente.
Durante algunos
instantes los dos hombres siguieron con la vista el descenso de Lombard.
—¡Es ligero como
un mono! —exclamó Blove con voz extraña.
—Ha debido hacer
alpinismo —observó el médico.
—Eso diría.
Un silencio se
hizo entre los dos hombres y el ex inspector de policía emitió esta opinión:
—Es un bicho
raro, entre nosotros. ¿Sabe usted lo que pienso?
—Le escucho.
—No me inspira
confianza ninguna.
—¿Por qué?
—No podría
explicarlo claramente, pero le creo capaz de todo.
—Usted ya sabe
la vida que ha llevado de aventuras.
—Sí. Pero
apostaría a que muchas de sus aventuras no ganarían nada al ser sacadas a la
luz.
Después de una
pausa preguntó al médico:
—¿Por casualidad
ha traído usted su revólver, doctor?
—¿Yo? Claro que
no. ¿Por qué?
—¿Por qué
Lombard tiene el suyo?
—Sin duda alguna
por costumbre.
Blove refunfuñó.
Una violenta
sacudida se sintió en la cuerda y durante unos instantes tanto Blove como el
médico emplearon todas sus fuerzas para que no se soltase la cuerda. Cuando
ésta quedó bien tirante, Blove observó: —¡Hay costumbres y costumbres! Que
Lombard, para ir a un país salvaje, lleve el revólver, su saco de provisiones,
su infiernillo y polvos contra las pulgas no es extraño, pero esa costumbre no
le haría trasladarse aquí con su equipo colonial. Eso solamente ocurre en las
novelas policíacas, que las gentes guardan su revólver hasta para dormir.
Perplejo, el
doctor Armstrong agachó la cabeza. Inclinado al borde del abismo seguía los
progresos de su compañero. Lombard terminó su exploración y su cara expresaba
la inutilidad de sus esfuerzos. Pronto se remontó al pico de la roca y
secándose el sudor de la frente dijo:
—Pues estamos
listos. No nos queda más que examinar la casa.
Ya en ella las
exploraciones fueron hechas sin dificultad. Comenzaron por las dependencias
anexas, luego dirigieron su atención al interior de la morada. El metro de
mister Rogers que encontraron en un cajón de la cocina les sirvió de mucho.
Pero la casa no tenía ningún rincón oculto. Toda la estructura era de estilo
moderno, líneas rectas, que no dejaban lugar alguno para escondrijos.
Inspeccionaron primero el piso bajo, y cuando subían por la escalera para
continuar en el piso de arriba, vieron por la escalera del rellano al criado
Rogers que llevaba a la terraza una bandeja cargada de combinados.
—Ese
sinvergüenza es un fenómeno. Continúa su servicio impasible, como si no hubiese
pasado nada —señaló Lombard.
—Rogers es la
perla de los mayordomos. ¡Rindámosle este homenaje!
—dijo el doctor.
—Y su mujer era
una excelente cocinera. La cena de anoche...
Entraron en el primer dormitorio. Cinco minutos después se
encontraron en el rellano. Nadie se ocultaba. Imposible esconderse en ninguna
habitación.
—¡Vean! —anunció
Blove—. He ahí una escalera.
—En efecto, debe
de ser la escalera que conduce a los cuartos de los criados —respondió
Armstrong.
Blove insistió:
—Habrá en los
desvanes un sitio para el depósito del agua, y es lo único que nos queda por
registrar.
En este momento
preciso los tres hombres percibieron un ruido que parecía venir de arriba como
si alguien caminase cautelosamente. Todos lo oyeron. Armstrong cogió del brazo
a Blove, y Lombard, levantando un dedo, impuso silencio.
—¡Chitón...!
¡Escuchad!
El ruido se
repitió, alguien se movía con sumo tiento por arriba con paso furtivo.
Armstrong murmuró en voz baja:
—Me parece que
es en el cuarto donde reposa el cadáver de la señora Rogers.
—Seguro
—respondió Blove—. No se podía escoger mejor escondite. ¡Quién pensaría en
subir allí! Subamos sin hacer ruido.
A paso de lobo
subieron sin hacer ningún ruido y se deslizaron por el pequeño pasillo, y ante la
puerta de los criados escucharon. Si, había alguien en la habitación; un débil
ruido les llegó desde el interior.
—Vamos —susurró
Blove.
Abrió la puerta
de golpe y entró precipitadamente seguido de los otros dos.
Los tres se
pararon a la vez.
¡Rogers se
encontraba ante ellos con los brazos cargados de ropas!
Blove fue el
primero que recobró la serenidad y dijo:
—Perdone,
Rogers, pero hemos oído ruido en este cuarto y hemos creído que... Rogers le interrumpió:
—Les ruego que
me perdonen, señores. Estaba recogiendo mis cosas; he pensado que ustedes no
tendrían inconveniente en que duerma en una de las habitaciones que hay libres
en el piso de abajo, en la más pequeña.
Se dirigía al
doctor Armstrong, que respondió:
—Eso es
natural... Instálese en la habitación, Rogers.
Rogers evitó
mirar el cuerpo que estaba sobre la cama tapado con una sábana. —Gracias,
señor.
El criado salió
de la estancia, llevándose sus ropas, y bajó al primer piso.
El doctor
Armstrong se dirigió hacia la cama, levantó la sábana y examinó el semblante
apacible de la muerta.
El miedo había
desaparecido para dar lugar a la tranquilidad de la nada.
—¡Qué lástima
que no tenga mis instrumentos aquí! Me hubiese gustado saber de qué veneno se
trataba. Señores, terminemos pronto, pues tengo la impresión de que no
encontraremos nada aquí. Blove se agitaba como un diablo procurando abrir una
especie de nicho en el desván.
—Este buen
hombre se desliza como una sombra; hace sólo un par de minutos que estaba en la
terraza y nadie de entre nosotros le ha visto subir las escaleras —hizo
observar Blove.
—Es por lo que
sin duda hemos creído que había alguien extraño en esta habitación —respondió
Lombard.
Blove
desapareció por una oscura puertecita en el desván.
Lombard sacó su
linterna de bolsillo y le siguió.
Cinco minutos
después los tres volvían, llenos de polvo y telarañas.
Una profunda
decepción se leía en sus semblantes.
¡No había más
que ocho personas en toda la isla!
9
Lombard se expresó lentamente:
—Bueno, estamos fastidiados del todo. Hemos levantado el
andamiaje con todos los requisitos de un acuciante drama de supersticiones y
fantasías y todo ello a causa de la coincidencia de dos defunciones.
—Por lo tanto,
orientemos nuestro razonamiento. Soy médico y pretendo conocer a los suicidas.
Marston no era de los que se matan voluntariamente —repuso Armstrong con voz
grave. —¿No podría haber sido un accidente? —preguntó Lombard. —¡Extraño
accidente! —respondió Blove, y añadió—: En cuanto a la mujer...
—¿La señora
Rogers?
—Sí, su muerte
parece debida a una causa accidental.
—¡Accidental!
¿Cómo es eso? —preguntó Lombard.
Blove parecía no
saber cómo responder a esa pregunta; su cara, de ordinario sonrosada, se
coloreó aún más, y murmuró:
—Veamos, doctor,
usted le administró una droga.
—¿Una droga?
Explíquese usted.
—Ayer noche
usted mismo dijo que le había dado algo para dormir.
—¡Ah! ¡Sí! Fue
un inofensivo soporífero.
—¿Qué era?
—Le hice tomar
una dosis muy suave de veronal. Una preparación nada peligrosa.
—Dígame, ¿no es
posible que le haya dado una dosis más fuerte de ese producto? —insistió Blove.
Furioso, el
doctor protestó:
—¿Qué insinúa
usted?
Blove no se
amedrentó:
—¿No es posible
que usted haya cometido un error? Esa clase de accidente puede pasarle a
cualquiera.
—No he cometido
ningún error —añadió el doctor—. Su insinuación roza lo grotesco.
Rojo de cólera,
Armstrong continuó:
—Acúseme en
seguida de haber dado expresamente a esa desgraciada una dosis excesiva de
veronal.
Lombard
intervino para calmarles:
—Vamos, señores,
un poco de calma. No comencemos por acusarnos unos a otros.
Blove replicó en
tono mesurado:
—Busco solamente
saber si el doctor se ha equivocado.
—Un médico no
puede permitirse el lujo de equivocarse, amigo mío —respondió Armstrong,
descubriendo sus dientes en una sonrisa forzada.
—No sería la
primera vez que haya usted cometido una equivocación, si creemos lo dicho por
el disco del gramófono —insistió Blove, pensando sus palabras.
Armstrong
palideció. Lombard, furioso, se dirigió a Blove:
—¿Qué significa
esta actitud agresiva? Estamos todos en la misma situación y debemos ayudarnos
mutuamente, pues... también podríamos preguntarle algo a usted sobre este
asunto de perjurio.
Blove,
adelantóse con los puños crispados, replicó:
—Déjeme
tranquilo con esa historia; no son más que mentiras. Me gustaría conocer
ciertos detalles acerca de usted.
—¿De mí?
—Sí, quisiera
que usted me dijese por qué lleva un revólver, cuando viene usted sólo a título
de invitado.
—Es usted muy
curioso, Blove.
—Estoy en mi
derecho.
—Blove, usted no
es tan tonto como parece.
—Puede ser; pero
respóndame respecto a ese revólver.
Lombard sonrió.
—Lo he traído
porque esperaba caer en una cueva de sinvergüenzas.
—No era eso lo
que usted nos decía anoche; ayer nos engañó usted.
—En cierto
sentido, sí —asintió Lombard.
—Pues díganos la
verdad ahora.
—Bueno; he
dejado creer que estaba invitado en esta lista como los demás. No es cierto. La
realidad es que un pequeño judío llamado Morris me ha ofrecido cien guineas por
venir aquí y tener abiertos los ojos para lo que pudiera pasar. Me dijo que yo
estaba reputado como hombre de recursos en las situaciones difíciles.
—¿Y bien?
—insistió Blove.
—¡Ah! Eso es
todo —respondió Lombard en tono sarcástico.
—Seguramente le
habría dicho algo más que eso —añadió Armstrong. —No, no pude sacarle nada más.
Era cosa de tomarlo o dejarlo, me dijo, y como yo estaba sin un céntimo,
acepté.
Con aire de
incredulidad, Blove preguntó:
—¿Por qué no nos
lo dijo usted ayer noche?
Lombard hizo un
movimiento de hombros muy elocuente:
—¿Cómo podía
saber yo, querido amigo, si el incidente del gramófono era precisamente por lo
que me habían hecho venir aquí? Me hice el inocente y les conté una historia
que no me comprometía para nada. —Ahora —dijo el doctor, con sonrisa
maliciosa—, ¿supongo que verá usted las cosas bajo otro aspecto completamente
diferente?
La cara de
Lombard se ensombreció.
—Sí; ahora creo
que estoy como todos ustedes; las cien guineas ofrecidas eran el anzuelo que me
tendió mister Owen para atraerme a la ratonera.
Hizo una pausa y
continuó:
—Pues juraría
que todos estamos cogidos en la misma celda. ¡La muerte de la señora Rogers!
¡La de Tony! ¡La desaparición de los negritos en la mesa del comedor! Sí, la
mano de mister Owen se ve en todo esto. ¿Pero dónde demonios se esconde ese
Owen?
Abajo el sonido
solemne del batintín llamó a los invitados para comer.
Rogers estaba en
la puerta del comedor. Cuando los tres hombres bajaban las escaleras se dirigió
hacia ellos y les dijo con voz inquieta: —Espero que la comida será de su
agrado. Hay jamón y lengua fría y he cocido algunas patatas; también, además,
hay queso, biscuits y frutas en conserva.
—Esa minuta me
parece muy aceptable.
¿Tienen entonces
muchos víveres de reserva? —preguntó Armstrong. —Una gran cantidad, señor...
sobre todo en conservas. La despensa está repleta; esta precaución es
indispensable en una isla que puede quedar aislada de la costa por tiempo
indefinido.
—Exacto —aprobó
Lombard.
Seguidamente los
tres individuos entraron al comedor.
—Es una lástima
que Fred Narracott no haya venido esta mañana.
¡Qué mala
suerte!
—Sí, una
verdadera mala suerte —terminó Lombard.
Miss Brent entró
en el comedor. Se le había escapado el ovillo de lana y lo iba recogiendo
cuidadosamente. Sentándose a la mesa, indicó: —El tiempo cambia, se ha
levantado el viento y las olas están embravecidas.
A su vez el juez
Wargrave hizo su entrada con paso lento y mesurado. Bajo sus espesas cejas sus
ojos lanzaban centelleantes miradas a los demás invitados. Tras una pausa, les
dijo:
—Vuestra mañana
ha sido completa.
En su voz se
notaba la ironía.
Vera Claythorne
hizo su aparición de golpe, parecía sofocada. —Supongo que no me esperaban —se
apresuró a decir a manera de excusa—. ¿Llego retrasada?
—No es usted la
última, pues el general no ha venido todavía — respondió miss Brent.
Rogers,
dirigiéndose a ésta, preguntó:
—Señorita, ¿hay
que servir en seguida o quieren esperar?
—El general
MacArthur está sentado en una roca contemplando el mar —respondió Vera—. Desde
ese sitio dudo mucho de que haya oído el batintín. En todo caso... no está hoy
muy normal.
—Corro a
anunciarle que la comida está servida —se apresuró a decir Rogers.
El doctor se
levantó precipitadamente.
—Voy yo; ustedes
pueden empezar.
Salió de la
habitación y detrás de él se oyó la voz de Rogers.
—Señorita,
¿quiere usted lengua o jamón?
Los cinco
invitados, sentados alrededor de la mesa, no sabían qué decirse.
Fuera, las
ráfagas de viento se sucedían. Vera, temblorosa, suspiró.
—La tempestad se
acerca.
Blove añadió,
para mantener la conversación:
—En el tren de
Playmouth me encontré con un viejo que no cesaba de decirme que iba a estallar
una fuerte tempestad. Es extraordinario cómo esos viejos lobos de mar predicen
el tiempo.
Rogers fue
quitando los platos de la mesa. Bruscamente, con la vajilla en las manos, se
detuvo y dijo con voz angustiada:
—Oigo correr a
alguien.
Efectivamente,
todos oyeron un ruido precipitado de pasos en la terraza. En este mismo momento
todos adivinaron instintivamente lo que pasaba y sus miradas convergieron hacia
la puerta. El doctor Armstrong apareció sin aliento.
—El general
MacArthur... —balbució.
—¿Muerto?
La pregunta
escapó de los labios de Vera.
—Sí, ha muerto
—confirmó.
Hubo un
silencio... un largo silencio. Las siete personas reunidas en la habitación se
miraban, incapaces de pronunciar una sola palabra.
La tempestad
estalló cuando transportaban el cuerpo del viejo general al interior de la
casa.
Los invitados
esperaron en el vestíbulo.
En aquel momento
la lluvia caía a raudales y el viento soplaba con fuerza. Mientras Blove y
Armstrong subían las escaleras con el cuerpo del general, Vera penetró en el
desierto comedor.
Estaba tal como
lo habían dejado; los entremeses permanecían intactos sobre la mesa. Vera se
dirigió hacia ella y en este momento Rogers entró despacito.
Sobresaltándose
al ver a la joven y, mirándola fijamente balbució:
—Miss... venía a
ver...
—Usted tiene
razón, Rogers. Véalo usted mismo: No
quedan más que siete.
El cadáver yacía
sobre la cama. Después de un breve examen, el doctor abandonó el dormitorio y
bajó a reunirse con los demás. Los encontró reunidos en el salón.
Miss Brent se
entretenía con su labor. Vera, de pie cerca de la ventana, miraba la lluvia
caer a raudales. Blove estaba sentado. Lombard se paseaba nervioso por la
habitación.
En el fondo de
la estancia estaba con los ojos cerrados, instalado en un butacón, el juez
Wargrave.
A la entrada del
doctor pareció despertar y preguntó:
—¿Y qué, doctor?
Muy pálido,
Armstrong respondió:
—No se trata de
una crisis cardíaca ni de nada por el estilo.
MacArthur fue
golpeado con un martillo o algo parecido en la cabeza.
Hubo un ligero
murmullo, pero la voz del juez Wargrave lo extinguió:
—¿Ha encontrado
el instrumento del crimen?
—No.
—Pero usted
parece estar muy seguro de lo que dice.
—Segurísimo.
—Ahora sabemos
exactamente dónde estamos —declaró, calmado, el juez.
No había lugar a
duda: el juez tomaba el mando de la situación. Durante la mañana permaneció
inmóvil en el butacón de mimbre, evitando desplegar toda actividad. Pero ahora
asumía la dirección del asunto con toda la autoridad que le confería la
práctica de sus largos años de magistrado.
Esclareciéndose
la voz, tomó la palabra:
—Esta mañana, sentado
en la terraza, les observé a ustedes. Sus intenciones no me dejaron duda
alguna. Han registrado la isla en busca y captura de un asesino desconocido.
—Es cierto
—respondió Lombard.
El juez
continuó:
—Ustedes están
de acuerdo conmigo referente a la muerte de Marston y de la señora Rogers; no
fueron accidentales y tampoco pueden considerarse como suicidios. ¿Se han
formado ustedes alguna idea sobre las intenciones que tuvo mister Owen al
traernos aquí?
—Es un loco, un
desequilibrado —estalló Blove con rabia.
—Es evidente,
pero eso no cambia en nada la consecuencia de sus actos, nuestros esfuerzos
deben dirigirse hacia el mismo final. Salvar nuestras vidas.
—Le aseguro que
no hay nadie en la isla —aseguró Armstrong—.
¡Nadie!
El juez,
acariciándose la barbilla, dijo suavemente:
—Nadie en el
sentido que usted lo entiende. Yo mismo, esta mañana, saqué la misma conclusión
y hubiera podido anticiparle lo inútil de su busca. Sin embargo, estoy
convencido que mister Owen, por darle el nombre que él ha escogido, se
encuentra en la isla, lo juraría por mi vida. Este hombre ha decidido castigar
a ciertos individuos por faltas cometidas que escapan a la ley. No dispone de
otros medios para su plan que el juntarse con sus invitados. Creo que mister Owen es uno de nosotros.
—¡Oh, no! ¡No!
Vera pronunció
estas palabras con voz débil, como si gimiese. El juez se volvió hacia ella con
mirada penetrante.
—Miss Vera, no
tenemos más remedio que rendirnos a la evidencia de los hechos. El tiempo
apremia y todos corrernos un grave peligro. Uno de nosotros es Owen y no
sabemos quién. De las diez personas que desembarcaron en la isla, tres han
desaparecido: Anthony Marston, la señora Rogers y el general MacArthur; sólo
quedamos siete y uno de nosotros es el falso negrito.
Hizo otra pausa
y pasó la mirada a su alrededor.
—Creo que todos
ustedes comparten mi idea.
—Es
fantástico..., pero quizá usted tenga razón —añadió el doctor. —No hay duda
alguna —dijo Blove—; y si quieren escucharme puedo sugerir una buena idea. Con
gesto rápido el juez le atajó:
—Nos ocuparemos
de esto más tarde, pues ahora sólo me interesa saber que todos estamos de
acuerdo sobre este primer punto.
Emily Brent, que
continuaba su labor, dijo:
—Su razonamiento
me parece lógico. Sí, uno de nosotros está poseído del demonio.
—¡Me niego a
creerlo! —protestó Vera.
—¿Y usted,
Lombard? —preguntó Wargrave.
—Yo lo creo
también.
Satisfecho, el
juez hizo un signo con la cabeza y añadió:
—Ahora
escuchemos sus declaraciones. Antes de empezar, ¿sospecha usted de alguien en
particular? Mister Blove, creo que tenía usted algo que decirnos.
Blove respiraba
con dificultad y al fin pudo decir:
—Lombard tiene
un revólver. Ayer noche no nos dijo la verdad y él mismo lo reconoce.
Lombard sonrió
desdeñosamente.
—Creo prudente
explicarme una vez más.
Lo hizo en
términos breves y concisos.
—¿Qué prueba
tiene usted que darnos? —preguntó Blove—. Nada corrobora su historia.
—Estamos todos
en un mismo caso, no podemos confiar más que en nuestra palabra. Nadie de entre
nosotros parece darse cuenta de esta situación extraordinaria. ¿Hay alguien
entre nosotros a quien podamos eliminar por los testimonios que poseemos?
El doctor
Armstrong se apresuró a decir:
—Soy un médico
conocido, y la idea de que yo pudiese ser objeto de una sospecha...
Con un gesto de
la mano el juez frenó al orador, declarando con voz agria:
—Yo también soy
un personaje conocido, pero eso nada prueba. En todos los tiempos ha habido
médicos que perdieron la cabeza y magistrados que se volvieron locos y también
—añadió dirigiéndose a Blove—, ¡policías!
—Sea lo que
fuere —intervino Lombard—, creo que las señoras quedan libres de nuestras
sospechas.
El juez enarcó
las cejas, y elevando su voz, tan conocida en tribunales, dijo:
—Debo deducir,
según usted, que las mujeres están exentas de locura homicida.
—Evidentemente
no, pero parece imposible que...
Se calló, pues
Wargrave se dirigía al médico.
—Doctor, según
usted, ¿una mujer tiene la fuerza física suficiente para dar el golpe que ha
matado al pobre MacArthur?
El médico
respondió con calma:
—Perfectamente,
si emplease el instrumento necesario, un mazo o un martillo.
—¿Y eso no
exigiría un esfuerzo extraordinario por su parte?
—Ninguno.
El juez Wargrave
torció su cuello de tortuga y continuó:
—Las otras dos
muertes resultaron por la absorción de un veneno, y en esto no hay discusión
posible; ese acto pudo ser realizado por una persona sin necesidad de emplear
el más mínimo esfuerzo físico.
Vera exclamó con
cólera:
—¡Pero usted
está loco!
Lentamente, el
juez volvió los ojos hacia ella y la envolvió con su mirada fría e impasible de
hombre acostumbrado a juzgar a los humanos. Vera pensaba: «Este juez me observa
como un objeto de experimentación y —la idea vino de repente con gran sorpresa
suya— a este hombre no le soy simpática.»
Muy dueño de sus
palabras, el magistrado le aconsejó:
—Querida
jovencita, le ruego que trate de dominar sus sentimientos. Yo no acuso —e
inclinándose hacia miss Brent—; espero, miss Brent, que usted no se habrá
ofendido por mi insistencia al considerarnos a todos igualmente sospechosos.
Miss Brent no
levantó la cabeza de su labor. Y con un tono glacial respondió:
—La idea de que
pudiese ser acusada de la muerte de uno de mis semejantes, y con mayor motivo
si son tres, parecerá grotesca a los que conozcan mi carácter. Pero comprendo
la situación: siéndonos extraños los unos a los otros, nadie puede dejar de ser
sospechoso, ya que ninguno puede presentar pruebas de su inocencia. Como acabo
de decir, entre nosotros hay un monstruo.
—Así, todos
estamos de acuerdo —dijo el juez—. Llevaremos la averiguación sin exceptuar a
nadie y no tendremos en cuenta ni el carácter moral ni la clase social de cada
uno de nosotros.
—¿Y en cuanto a
Rogers? —preguntó Lombard.
—¿Qué? —exclamó
el juez sin mirarle.
—Según mi
opinión, Rogers debiera de ser tachado de la lista — replicó Lombard. —¿Y por
qué? Explíquese.
—Lo primero es
que no tiene la inteligencia para realizar tales hechos y por otra parte su
mujer fue una de las víctimas.
Una vez más
centellearon los ojos del juez.
—En mis tiempos
he visto muchos hombres llevados ante el tribunal bajo la acusación de
asesinato de sus mujeres y con las pruebas aportadas han sido reconocidos
culpables.
—No busco
contradecirle a usted —dijo Blove—. Que un hombre asesine a su mujer entra en
la esfera de las posibilidades; es hasta casi natural, añadiría yo. Pero no en
el caso de Rogers; hasta admitiría que la hubiese matado por temor a que ella
lo denunciase o por haberle cobrado aversión y hasta quizá por querer contraer
segundas nupcias con alguna jovencita; pero no veo en él al enigmático mister
Owen que se toma la justicia por su mano y comienza por suprimir a su esposa
por un crimen que ha cometido en complicidad.
El juez Wargrave
le observó.
—Usted se basa
sobre lo que hemos oído para formarse de él una opinión, pero ignoramos si
Rogers y su mujer realizaron verdaderamente la muerte de su señora. Puede ser
que la acusación fuera falsa con objeto de colocar a Rogers en la misma
situación que todos nosotros. El terror que ayer noche demostró la mujer de
Rogers podría ser causado al darse cuenta del desarreglo mental de su marido.
—Piense usted
como quiera —añadió Lombard—. Owen es uno de nosotros y no hagamos excepción
alguna; nos atenemos a su parecer.
—Repito que no
haré ninguna excepción; no se ha de tener en cuenta la moralidad ni el nivel
social de nadie; por ahora lo que importa es examinar el caso de cada uno según
los hechos. En otros términos: ¿hay entre nosotros una o varias personas que no
hubiesen podido materialmente administrar el cianuro a Marston o una fuerte
dosis de soporíferos a la señora Rogers y golpear sañudamente al general?
—Esto está bien
hablado —exclamó Blove—. Vayamos al fondo del asunto. En cuanto a la muerte del
joven Marston es muy difícil descubrir al culpable; hemos supuesto que alguien
desde la terraza, por la ventana abierta echó en el vaso, que estaba en la
mesa, el veneno. Pero también es cierto que uno de los que estábamos en el
salón hubiera podido hacerlo. No recuerdo exactamente si Rogers estaba en la
habitación en esos momentos, pero los demás sí que estábamos presentes.
Después de un
silencio continuó:
—Ocupémonos
ahora de la muerte de la mujer de Rogers. En este caso los dos principales
sospechosos son el marido y el médico; tanto el uno como el otro reúnen todas
las probabilidades.
Armstrong se
levantó tembloroso.
—¡Protesto de
esa insinuación! Juro haber administrado tan sólo la dosis necesaria para que
descansara...
—¡Doctor!
La voz del juez
invitando al doctor a que no continuase sirvió para interrumpirle, mas
continuó:
—Su indignación
me parece natural, pero admito, sin embargo, que nosotros debemos tomar en
consideración todos los aspectos que los hechos presentan. Usted o Rogers son
los que tuvieron más facilidad de hacerlo. Ahora consideremos la posición de
los otros invitados. ¿Qué posibilidad teníamos Blove, miss Brent, miss Vera,
Lombard y yo de echar el veneno en el vaso? ¿Puede alguno ser inocente? No lo
creo.
Vera exclamó
furiosa:
—No me
encontraba cerca de la mujer, ustedes fueron testigos.
El juez Wargrave
reflexionó un instante.
—Por lo que
recuerdo, he aquí cómo ocurrió. Si me equivoco, les ruego que me rectifiquen.
Marston y usted, Lombard, dejaron el cuerpo sobre el sofá y el doctor vino a
examinarla. Mandó a Rogers en busca del coñac, y entonces nos inquietamos por
saber de dónde provenía la voz acusadora y nos dirigimos todos a la habitación
contigua, a excepción de miss Brent, que permaneció sola con la mujer
desvanecida.
Los colores
aparecieron en la cara de miss Brent, la cual dejó su labor y declaró:
—¡Es monstruoso
eso!
El juez, implacable,
continuó:
—Cuando volvimos
a esta habitación, usted, miss Brent, estaba inclinada sobre la mujer.
Emily Brent
replicó:
—¿La piedad es,
pues, un crimen a sus ojos?
—Yo me ajusto a
los hechos. En ese momento Rogers regresaba con el coñac que podía haber
envenenado antes. El vasito con el licor le fue dado a la enferma y poco
después, entre el doctor y Rogers ayudaron a acostarla, dándole Armstrong un
sedante.
—Eso es lo que
pasó —confirmó Blove—. El juez, Lombard, miss Vera y yo estamos a salvo de toda
sospecha.
Estas palabras
las había dicho con fuerza y aire triunfante, pero el juez le miró fijamente y
murmuró:
—¡Ah! ¿Usted lo
cree así? Debemos tener en cuenta cualquier eventualidad.
—No lo comprendo
—respondió Blove, sorprendido.
Wargrave se
explicó de esta forma:
—Arriba, en su
habitación, la señora Rogers estaba en su cama. El sedante administrado por el
doctor comienza a producir su efecto; está adormecida y sin voluntad alguna,
supongamos que en este instante alguien ha llegado trayendo digamos un
comprimido o una poción diciéndole: «El doctor quiere que se tome usted este
medicamento.» ¿Dudan ustedes que ella no se lo hubiese tomado sin reflexionar?
Hubo un
silencio. Blove movía los pies y en su frente aparecían gotas de sudor. Lombard
tomó la palabra:
—No puedo
aceptar esa versión. Nadie se fue del salón sino unas horas después de que
mistress Rogers fue conducida a su dormitorio. En seguida acaeció la muerte
fulminante de Marston.
—Alguien pudo
salir —le interrumpió el juez— de su habitación más tarde...
—Pero ¡si
entonces estaba Rogers en la habitación con su mujer! — observó Lombard.
—No —dijo el
doctor—. Rogers bajó para quitar la mesa y arreglar el comedor. No importa
quién pudo entonces introducirse en la habitación de Rogers sin verle nadie.
—Veamos —observó
Emily Brent—; esa mujer estaba adormecida por efecto de la droga que usted le
dio a beber.
—Sí, con toda
probabilidad, pero no lo afirmaría, pues si no se le ha prescrito al paciente,
jamás se sabe la reacción que produce un medicamento. Depende del temperamento
del paciente el que un soporífero surta el efecto en más o menos tiempo. —Usted
nos dice lo que quiere, doctor —insinuó Lombard.
De nuevo la cara
de Armstrong enrojeció de cólera. Una vez más la voz fría del magistrado detuvo
las protestas del médico.
—Las
recriminaciones no nos llevan a ningún resultado, sólo interesan los hechos.
Cada uno reconoce voluntariamente que alguno de entre nosotros pudo subir a la
habitación; cierto que esta hipótesis tiene un valor relativo, yo lo reconozco.
La aparición de miss Brent o miss Vera cerca de la enferma no habría ocasionado
sorpresas, mientras que si Blove, Lombard o yo nos hubiésemos presentado,
nuestra visita parecería insólita, pero no habría provocado ninguna sospecha en
la mujer.
—¿Adonde nos
conduce todo esto? —preguntó Blove.
El juez Wargrave
se acarició los labios y con gesto frío e impasible declaró:
—Vamos a
examinar el tercer crimen y establecer el hecho de que nadie de entre nosotros
puede estar enteramente exento de sospecha.
Hizo una pausa,
carraspeó y siguió diciendo:
—Llegamos ahora
a la muerte del general, ocurrida esta mañana. Ruego a los que de entre
nosotros sean capaces de suministrarse una coartada la expongan. Yo no puedo
dar ninguna coartada posible, pues toda la mañana he estado sentado en la
terraza meditando. He pasado revista a todos los extraños acontecimientos que
han ocurrido en la isla desde ayer noche. Estuve en la terraza hasta que sonó
el batintín para comer, pero me imagino que hubo muchos momentos en que nadie
me hubiese visto bajar hasta el mar, asesinar al general y volver a ocupar mi sitio
en la butaca. Les aseguro que no me he ausentado de la terraza, pero ustedes no
tienen más que mi palabra; por lo tanto, eso no es suficiente y son necesarias
pruebas.
—Me encontraba
con el doctor y Lombard, los dos pueden testimoniarlo —dijo Blove.
—Usted ha vuelto
a la casa para buscar una cuerda —precisó Armstrong.
—Perfectamente,
no he hecho nada más que ir y venir; usted lo sabe de sobra.
—Usted ha estado
demasiado... lejos.
—¿Qué demonios
insinúa usted, doctor?
—Solamente digo
que ha tardado en volver —repitió Armstrong. —¡Claro! He tenido que buscarla,
pues no se echa las manos encima a un rollo de cuerda cuando no se sabe dónde
está.
Wargrave
intervino.
—Durante la
ausencia del inspector, ¿ustedes estuvieron juntos, señores Armstrong y Lombard?
—Buscaba el
sitio mejor para poder enviar señales heliográficas a la costa —respondió
sonriendo Lombard—. Me ausenté un minuto o dos. —Es exacto —declaró el doctor,
afirmando con un movimiento de cabeza—. No ha tenido tiempo suficiente para
realizar un asesinato, puedo jurarlo.
—¿Alguno de
ustedes consultó el reloj? —preguntó el juez.
—No, claro que
no.
—Además yo no lo
llevaba.
—Un minuto o
dos, eso es muy impreciso —murmuró Wargrave. Volvió la cabeza hacia miss Brent,
que continuaba con el cuerpo erguido y su labor en la falda.
—Miss Brent,
¿qué hizo usted esta mañana?
—En compañía de
miss Claythorne he subido a la cima de la isla y después me he sentado en la
terraza a tomar el sol.
—No recuerdo
haberla visto —recalcó Wargrave.
—No es extraño,
pues me encontraba al amparo del viento, en el rincón del este, junto a la
casa.
—¿Y ha estado
usted allí hasta la hora de la comida?
—Sí, señor.
—Ahora, a su
vez, miss Claythorne —continuó el viejo magistrado—, hable usted.
—Esta mañana me
he paseado, en efecto, con miss Brent. Después he estado dando una vuelta por
la isla y me he sentado al lado del general para charlar un rato.
—¿Qué hora sería
en aquel momento? —la interrumpió el juez.
Por primera vez
la respuesta de Vera fue evasiva.
—No sé con
certeza. Seguramente una hora antes de la comida o un poco más.
—¿Era antes o
después de que nosotros le habláramos? —preguntó Blove.
—Lo ignoro. De
todas maneras le encontré muy raro.
—¿En qué sentido
lo juzga raro? —insistió Wargrave.
Vera respondió
en voz baja y temblorosa:
—Me dijo que
íbamos a morir todos... y que él esperaba su fin. Me asustó...
El juez admitió
con un movimiento de cabeza y preguntóle:
—Y después, ¿qué
hizo?
—Volví a la casa
y antes del almuerzo salí de nuevo y estuve detrás de la finca. Todo el día me
he sentido muy nerviosa.
—No queda más
que Rogers por preguntar, aunque dudo que la declaración pueda añadir algo más
a lo que ya conocemos.
Rogers,
convocado ante este tribunal improvisado, no tenía gran cosa que decir. Toda la
mañana había trabajado en el arreglo de la casa y en preparar la comida. Antes
de ésta, llevó los combinados a la terraza y después subió a su habitación para
recoger sus ropas personales y trasladarlas a otra habitación. En toda la
mañana no había mirado por las ventanas y por tanto no sabía nada que pudiese
esclarecer el misterio de la muerte del general. En todo caso él juraba que al
poner los cubiertos había visto los ocho negritos de porcelana sobre la mesa
del comedor.
Cuando el criado
terminó de declarar se produjo un silencio. Luego el juez Wargrave carraspeó y
Lombard murmuró al oído de Vera:
—Ahora verá cómo
el juez va a resumir nuestras declaraciones.
—Hemos hecho,
con toda nuestra competencia, la encuesta de las circunstancias que envuelven
las tres muertes que nos ocupan. Hay muchas probabilidades contra ciertas
personas, pero no podemos, sin embargo, declarar de forma fehaciente a los
demás inocentes en toda complicidad. Reitero mi afirmación de que existe un
asesino peligroso y probablemente loco entre las siete personas aquí reunidas.
Nada nos deja adivinar quién es. Por ahora, lo único que podemos hacer es tomar
las medidas necesarias para ponernos en comunicación con la costa y pedir
auxilio. Si el socorro tardase, lo cual es de suponer, dado el estado del mar,
debemos tomar toda clase de medidas para asegurar nuestras vidas. Yo les estaré
muy agradecido si me exponen las ideas que les sugieran estas cuestiones.
Entretanto, recomiendo a cada uno que esté alerta, pues hasta aquí la tarea del
asesino ha sido muy fácil, dado que sus víctimas estaban confiadas. De ahora en
adelante el deber nos ordena sospechar los unos de los otros. Un hombre
advertido vale por dos. Les prevengo para que no se expongan a ningún riesgo y
se guarden de los peligros. Es todo lo que tengo que decirles por el momento.
Lombard murmuró
irónico:
—Se levanta la
sesión.
10
—¿Cree que esto sea
verdad? —preguntó Vera. Estaba sentada en una banqueta cerca de la ventana del
salón, en compañía de Philip Lombard. Fuera, la lluvia caía a torrentes y el
viento azotaba con sus ráfagas los cristales.
Lombard inclinó
la cabeza antes de contestar.
—¿Me pide mi
opinión acerca de si Wargrave no se equivoca cuando afirma que mister Owen es
uno de nosotros?
—Sí, eso es.
—Es muy difícil
responderle. En pura lógica tiene razón, pero, sin embargo...
Vera le sacó las
palabras de la boca.
—Pero, sin
embargo, todo esto me parece increíble.
Philip Lombard
hizo una mueca.
—¡Toda esta
historia es inverosímil! Pero después de la muerte del general un punto muy
importante ha sido aclarado: que no se trata de accidentes ni suicidios; pero
sí de crímenes. Tres asesinatos hasta ahora.
Vera se
estremeció.
—Uno llega a
figurarse estar viviendo una pesadilla. Continúo creyendo que tales cosas es
imposible que sucedan.
—La comprendo,
miss Claythorne. Nosotros soñamos. Dentro de un momento llamarán a la puerta y
la sirvienta entrará para servirnos el té.
—¡Ah! ¡Si fuese
cierto lo que usted dice...! —exclamó Vera.
Lombard replicó
gravemente:
—¡Todos nosotros
estamos mezclados en esta horrible pesadilla! Y mientras tanto es necesario que
cada uno se guarde a sí mismo.
Bajando la voz,
Vera preguntó a su compañero:
—Si... éste es
uno de ellos... ¿quién cree usted que es, entonces?
—Por lo que veo,
usted hace una excepción en lo que se refiere a nosotros dos. Yo la apruebo,
pues sé perfectamente que no soy el asesino, y en cuanto a usted la creo una
persona sana de espíritu. Es usted la joven más inteligente y sensata que he
conocido, le doy mi palabra.
Con sonrisa
maliciosa le respondió:
—Es usted muy
galante, señor Lombard, gracias.
—Veamos, miss Vera,
¿no me devolverá el cumplido?
Después de un
breve silencio, Vera respondió:
—Usted mismo ha
confesado que no da importancia a la vida humana y no me lo imagino dictando el
disco del gramófono.
—Tiene mucha
razón. Si hubiera pensado cometer uno o varios crímenes hubiese sido solamente
para sacarles provecho. Estos castigos en serie no creo que valgan la pena.
Entonces, entendidos; nosotros mismos nos eliminamos de la lista de sospechosos
y concentraremos nuestra atención sobre los siniestros cinco compañeros de
prisión. ¿Cuál de ellos es U. N. Owen? Aunque no tengamos prueba alguna,
apostaría por Wargrave —indicó Lombard. — ¡Oh! —exclamó Vera, sorprendida. Tras
reflexionar un instante, preguntó—: ¿Por qué?
—No sabría
explicarlo exactamente. En primer lugar es viejo y ha presidido los tribunales
durante muchos años y le ha podido trastornar esa autoridad intangible que
tenía. Puede ser que Wargrave se crea «Todopoderoso Señor de la Vida y de la
Muerte de los hombres». Su cerebro se ha estropeado y nuestro viejo magistrado
se considera como Juez Supremo y verdugo.
—Es posible
—aprobó Vera.
—¿Por quién
apuesta usted, miss Claythorne?
Sin vacilar,
Vera respondió:
—Por el doctor
Armstrong.
—¿Por el doctor?
Es el último en quien yo habría pensado.
—Las muertes
—continuó Vera— son debidas al veneno y esto revela la mano de un médico.
—En efecto, es
verdad —admitió Lombard.
Vera persistió
en su acusación.
—Cuando un
médico se vuelve loco, es muy difícil darse cuenta. Muchos de ellos se extenúan
por exceso de trabajo y tienen el cerebro fatigado.
—De acuerdo
—dijo Philip—, pero no creo que Armstrong hubiera podido matar al general. No
pudo hacerlo durante el corto instante que le dejé solo, al menos que corriese
como una liebre y volviera corriendo también... Pero su falta de entrenamiento
físico no le permite de ninguna forma realizar tal proeza.
Vera no se dejó
ganar la partida.
—No ha sido en
este momento cuando mató al general —remachó Vera—. Fue más tarde.
—¿Cuándo?
—Cuando fue a
buscarle antes de ir a comer.
Philip lanzó un
silbido muy significativo.
—¿Usted cree que
lo hizo entonces? ¡Sí que tiene sangre fría!
—¿Qué riesgo
corría? Ninguno, pues es el único que posee conocimientos suficientes para
decirnos que la muerte se remontaba a una hora o más. ¿Y quién le podía
contradecir?
Philip miró a la
joven con gesto pensativo.
—Mis
felicitaciones. Su solución es ingeniosa. Pero me pregunto...
—¿Quién es el
asesino, mister Blove? Me gustaría saberlo. ¿Quién es? Rogers tenía la frente
arrugada y sus manos se crisparon sobre la gamuza con que estaba limpiando el
polvo.
—Esta pregunta
me la hago yo mismo —le respondió Blove.
—Uno de
nosotros, según el juez. Pero ¿quién? Eso es lo que desearía saber. ¿Quién es
ese demonio con forma humana?
—Todos
quisiéramos aclarar este misterio.
Rogers le
insinuó:
—Pero ¿usted
tiene una idea sobre el particular, mister Blove?
—¡Puede ser!
Tengo sospechas, pero de eso a una certidumbre hay mucho trecho y puedo
equivocarme. Pero la persona de quien sospecho tiene mucha sangre fría.
Rogers,
secándose el sudor de la frente, dijo con voz ronca por la emoción:
—Me parece una
pesadilla.
—Y usted,
Rogers, ¿tiene alguna idea?
El criado
inclinó la cabeza al responder:
—No sé nada y
eso es lo que me da miedo. ¿De quién podría sospechar?
Desesperado, el
doctor gritaba:
—¡Tenemos que
salir de aquí a toda costa!
El juez Wargrave
miraba la lluvia a través del ventanal. Jugueteaba con el cordón de sus lentes.
—No pretendo
adivinar el tiempo que hará, pero me parece que antes de veinticuatro horas no
podrían venir aquí, aunque supieran la situación trágica en que nos
encontramos. Y aun eso, si el viento amaina.
El doctor
llevóse las manos a la cabeza gruñendo:
—Y mientras,
podemos ser asesinados en nuestras camas.
—No soy tan
pesimista como usted. Tomaré toda clase de precauciones para que no me ocurra
esa desgracia —replicó Wargrave.
Armstrong
pensaba que el anciano magistrado agarrábase más a la vida que muchos jóvenes.
Ese fenómeno lo había observado muchas veces a lo largo de su carrera. El mismo
tenía, por lo menos, una veintena de años menos que el juez y, sin embargo, su
instinto de conservación le parecía menos arraigado.
En cuanto al
juez, pensaba: «¡Asesinados en la cama! Esos
medicuchos se
parecen todos; no tienen ideas originales.»
—Cierto, pero
tenga en cuenta que esas víctimas estaban desprevenidas, mientras que nosotros
estamos sobre aviso.
—Pero ¿qué
podemos hacer? —preguntó Armstrong—. Tarde o temprano...
—Yo he tomado
mis medidas.
—No sabemos de
quién desconfiar.
El viejo
magistrado se acarició la barbilla y murmuró:
—No diría yo
otro tanto...
Armstrong le
miró a la cara de hito en hito.
—Entonces...
¿Usted sabe?
—En cuanto a las
pruebas indispensables ante un tribunal, le declaro no tener ninguna —dijo con
prudencia Wargrave—. Sin embargo, si paso revista a todos los hechos,
distinguiría claramente quién era el culpable.
—¡No le
comprendo! —dijo con los ojos fijos en el anciano juez el asombrado doctor.
Miss Emily Brent
se retiró a su dormitorio, cogió la Biblia y se sentó cerca de la ventana. La
solterona abrió el libro sagrado y después de unos segundos de duda, lo dejó,
se fue hacia la mesilla de noche y sacó de un cajón un pequeño cuaderno de
memorias, con cubiertas negras.
Lo abrió y
púsose a escribir.
Una horrorosa desgracia acaba de pasar. El general MacArthur ha
muerto. (Su primo era marido de Elsie MacPherson.) Sin duda alguna ha sido
asesinado. Después de comer el juez Wargrave nos ha hecho un interesante
discurso, pues está convencido de que uno de nosotros es el culpable. En otros
términos, uno de nosotros está poseído del demonio. Estoy segura,.. ¿Quién
podrá ser? Esta es la pregunta que cada uno se hace. Pero yo sola sé...
Se quedó un instante
inmóvil, sus ojos grises se cerraron; el lápiz temblaba entre sus dedos;
escribió en mayúsculas:
LA ASESINADA SE LLAMA
BEATRIZ TAYLOR
Cerró los ojos.
De repente los abrió sobresaltada y miró el cuaderno donde había estado
escribiendo; lanzando una exclamación de cólera leyó las letras tan
irregularmente escritas de la última frase y murmuró con voz muy baja:
—No es posible.
¿He sido yo quien ha escrito esto? Me estoy volviendo loca.
La tempestad
estaba en todo su furor, el viento rugía alrededor de la casa.
Hallábanse todos
reunidos en el salón y se observaban entre sí. Cuando Rogers entró con la
bandeja para servir el té todos se sobresaltaron.
—¿Quieren que
corra las cortinas? Estará esto menos triste.
Ante la
respuesta afirmativa el criado corrió las cortinas y encendió la luz.
La habitación
iluminóse y se disiparon las sombras.
Al día siguiente
la tempestad se apaciguaría y vendría un barco... Un barco surgiría...
Miss Claythorne
preguntó:
—¿Quiere usted
servir el té, miss Brent?
La solterona le
contestó:
—No, se lo
ruego; sírvalo usted misma. La tetera es tan pesada... por otra parte he
perdido dos ovillos de lana gris y eso me disgusta.
Vera se aproximó
a la mesa y se oyó el alegre tintineo de la porcelana. Todo parecía volver a la
normalidad.
—¡El té! ¡El té
de la tarde! ¡Para los ingleses, qué deliciosa costumbre!
Philip Lombard
arriesgó una broma, Blove le respondió en el mismo tono. Armstrong contó una
divertida anécdota, y hasta el mismo juez, que de ordinario rechazaba este
brebaje, paladeábalo con visible placer.
En este ambiente
de tranquilidad, Rogers entró con cara descompuesta y farfullando
nerviosamente.
—Perdón,
señores. ¿Alguno de ustedes sabría en dónde está la cortina del cuarto de baño?
Lombard levantó
bruscamente la cabeza.
—¿La cortina del
cuarto de baño? ¡Qué diantre nos cuenta usted!
—Ha
desaparecido, señor. No está en la ventana. He dado una vuelta por las
habitaciones para echar las cortinas, pero la del cuarto de baño no estaba.
—¿Estaba esta
mañana? —preguntó Wargrave.
—¡Oh! Sí, señor.
—¿Qué clase de
cortina era?
—Era de hule
rojo, impermeable y hacía juego con los ladrillos.
—¿Y ha
desaparecido? —preguntó Lombard.
—Sí, señor, ha
desaparecido.
Se miraron unos
a otros; Blove dijo lentamente:
—¿Después de
todo qué importa? Esta desaparición es insensata... como todo lo que está
ocurriendo, pero no hay por qué alarmarse, pues no se puede asesinar a nadie
con una cortina de hule. Pensemos en otra cosa.
—Bien, señor,
gracias —dijo Rogers.
El criado salió
de la habitación y cerró la puerta tras sí.
De nuevo el
miedo se instaló en el salón y una vez más los invitados se observaron con
ansia disimulada.
Llegó la hora de
la cena. La cena, compuesta principalmente de conservas, transcurrió a toda
prisa y Rogers se apresuró a levantar los manteles.
En el salón
reinaba una tensión insoportable.
A las nueve
Emily Brent se levantó.
—Subo a
acostarme —anunció.
—Yo también
—dijo Vera.
Las dos mujeres
subieron acompañadas de Lombard y Blove. En el pasillo los dos hombres vieron
cómo Vera y miss Brent entraban en sus respectivos aposentos y oyeron el ruido
de los cerrojos y de las llaves desde el interior.
—¡No es
necesario recomendarles que se cierren con llave! —exclamó Blove—. Ya lo hacen.
—En todo caso
están en seguridad por esta noche —añadió Lombard cuando bajaban.
Una hora más
tarde, los cuatro hombres se retiraron a sus dormitorios. Rogers, desde el
comedor, donde preparaba la mesa para el desayuno del siguiente día, los vio
subir y oyó que se paraban en el primer rellano.
La voz del juez
dejóse oír:
—Inútil será
aconsejarles que cierren bien sus puertas.
A Blove parecióle
bien añadir:
—Y sobre todo no
olviden ustedes poner una silla atrancando la puerta, pues ya saben que se
puede abrir desde fuera.
—Querido Blove, usted es muy listo para nosotros —dijo Lombard.
—Buenas noches, deseo que nos encontremos mañana sanos y salvos —se despidió
del juez con estas palabras.
Rogers salió del
comedor y subía lentamente la escalera; vio cuatro sombras desaparecer tras
cuatro puertas, percibió cuatro vueltas a la llave y el ruido de cuatro
cerrojos al correrse... —Es una buena precaución —murmuró para sí.
Volvió a bajar
para ir al comedor. Miró si estaba en orden y preparado para la siguiente
mañana.
Su mirada se
posó en el centro de la mesa y contó siete negritos de porcelana.
«¡Trataré de que
nadie nos gaste una broma durante esta noche!»
Atravesando la
habitación cerró con llave la puerta que daba a la cocina y pasó al vestíbulo
por la otra puerta, que cerró igualmente con llave y se la guardó en el
bolsillo.
Después apagó
las luces y con paso lento llegó a su nueva habitación. Allí encontró un sitio
para guardar la llave en el armario, cerró la puerta también con llave y echó
el cerrojo. Rogers se dispuso acostarse. Y se dijo a sí mismo:
«Esta noche
nadie tocará los negritos; he tomado mis precauciones.»
11
Philip Lombard se despertó al amanecer, como era su costumbre,
apoyándose sobre un codo, escuchó. El viento un tanto calmado soplaba aún, pero
el ruido de la lluvia había cesado.
A las ocho, el
viento volvió a adquirir violencia, pero Lombard se había adormecido.
A las nueve de
la mañana, sentado al borde de la cama, consultó su reloj, lo aplicó al oído y
sus labios se abrieron descubriendo sus dientes en una sonrisa que evocaba una
mueca de lobo y murmuró:
«Hay que poner
fin a todos estos crímenes.»
A las diez menos
veinticinco llamó a la puerta de Blove, cerrada con llave.
El ex inspector
de policía vino a abrirle con mil precauciones. Estaba todavía medio dormido y
con los ojos cargados de sueño y los cabellos desgreñados. Lombard dijo con voz
amable:
—Veo que duerme
usted como un lirón. Es indicio de una conciencia tranquila.
—¿Qué pasa,
pues?
—¿No han venido
a despertarle trayéndole el té? ¿Sabe usted la hora?
Blove movió la
cabeza hacia el despertador de la mesilla de noche. —Las diez menos veinte; no
creí haber dormido tanto. ¿Dónde está Rogers?
—Le responderé
con la misma pregunta.
—¿Qué dice
usted?
—Simplemente,
que Rogers falta a la lista. No está ni en su cuarto ni en la cocina, y ni
siquiera ha encendido la lumbre.
Blove ahogó un
juramento y profirió en voz alta:
—¿Dónde demonios
puede estar? Seguramente estará dando vueltas a la isla. Espere a que me vista.
Mientras averigüe si los demás saben algo.
Philip Lombard
se dirigió hacia las puertas cerradas. Encontró levantado al doctor y casi
vestido. Al juez Wargrave, como a Blove, le tuvo que despertar. Vera estaba
disponiéndose a bajar, y en cuanto a miss Brent no estaba en su habitación.
El reducido grupo inspeccionó la casa. El dormitorio de Rogers
estaba vacío, la cama deshecha, la navaja, la brocha y el jabón estaban aún
húmedos.
—Rogers se ha
levantado como siempre —dijo Lombard.
En voz baja,
Vera, tratando de ocultar su emoción, preguntó:
—¿No creen que
pueda estar oculto en algún rincón para espiarnos? —Amiga mía —contestó
Lombard—, nada nos puede ya sorprender; haremos bien en resguardarnos hasta que
le encontremos.
—Opino que debe
estar haciendo algo por la isla —replicó Armstrong.
Blove, ya
vestido, pero no afeitado, se les unió.
—¿Dónde está
miss Brent? ¿Otro misterio? —preguntó.
Cuando llegaron
al vestíbulo entraba por otra puerta Emily Brent; llevaba puesto un
impermeable.
—El mar sigue
esta mañana con mucho oleaje —dijo—, y dudo que ningún barco pueda llegar hoy a
la isla.
Blove preguntó a
la solterona:
—¿Se ha paseado
usted sola esta mañana? Es usted una incalificable imprudente.
—Tranquilícese,
mister Blove; he andado con precauciones y con los ojos bien abiertos.
—¿Ha visto usted
a Rogers en algún sitio?
—¿Rogers?
—preguntó enarcando las cejas—. No, no le he visto esta mañana. ¿Por qué?
Wargrave,
correctamente vestido y muy bien afeitado, bajaba lentamente las escaleras. Se
dirigió hacia la puerta abierta del comedor y observó:
—¡Ah, la mesa
está ya preparada para el desayuno!
—Rogers ha
debido de prepararla anoche —repuso Lombard.
Entraron en el
comedor y vieron los platos puestos, los cubiertos de plata en su sitio, la
hilera de tazas y platitos sobre la mesa y las rodajas de fieltro esperando la
cafetera y la leche calientes.
Vera fue la
primera que lo advirtió. Cogió al anciano juez por el brazo y la violencia de
su gesto hizo que éste se sobresaltase.
—¡Los negritos!
¡Mírelos! No había más que seis figuritas en el centro de la mesa.
Se le encontró
más tarde en la leñera, al otro lado de la casa. Había estado partiendo leña
para hacer fuego y tenía aún en la mano la pequeña hacha, mientras que otra,
más grande y fuerte, estaba apoyada en la puerta, llena de sangre fresca,
explicando demasiado la herida profunda que tenía Rogers en su cráneo.
—Ha sido muy
fácil —dijo el doctor—. El asesino se ha deslizado por detrás, levantó la
pesada hacha y la dejó caer en la cabeza de Rogers en el momento en que éste se
inclinaba.
—¿Para asestar
tal golpe, el asesino debía de ser muy fuerte? — preguntó Wargrave al doctor,
que respondió:
—Una mujer
hubiese sido capaz.
Armstrong miró a
su alrededor, y no viendo a Vera ni a miss Brent, que se habían marchado a la
cocina, continuó:
—La joven, aún
más, pues es una atleta. En cuanto a miss Brent, parece muy débil, pero esta
clase de mujeres poseen de ordinario una gran fuerza nerviosa. Recuerden que
una persona atacada de locura puede desarrollar una energía increíble.
Pensativamente
el juez asintió con la cabeza.
Blove se levantó
suspirando:
—Ni la menor
huella digital. El asesino tuvo la precaución de limpiar el mango después de
cometer su crimen.
Una risa
histérica se oyó. Todos se volvieron. Vera estaba en medio del patio. Sacudida
por un acceso de hilaridad gritaba:
—¿Crían abejas
en esta isla? Dígame dónde se busca la miel. ¡Ah! ¡Ah!
La miraban sin
comprender nada. Dijérase que esta joven tan inteligente se volvía loca. Siguió
gritando:
—¿Por qué me
miran así? ¿Me creen loca? Pues mi pregunta no tiene nada de extravagante. ¡Hay
abejas, colmenas, abejas! ¿No lo comprenden ustedes? ¿No han leído la canción
de cuna? ¡Está en sus dormitorios para que la aprendan! Si hubiéramos
reflexionado un momento, hubiéramos ido en seguida a la leñera, donde Rogers
cortaba leña, pues Siete negritos cortaban
leña con un hacha... ¿Y cuál es la estrofa siguiente? Seis negritos jugaban con una colmena... He ahí por qué pregunto si
se crían abejas en esta isla. ¡Dios mío, qué raro...! ¡Qué extraño!
De nuevo estalló
su risa de loca; el doctor se adelantó y le dio un cachete en la cara.
Hipando y
jadeando tragó saliva. Al cabo de un instante continuó:
—Gracias,
doctor... ahora me encuentro mejor.
Su voz volvía a
ser calmosa y recobró su actitud ponderada de profesora de cultura física. Dio
media vuelta y se dirigió hacia la cocina, diciendo:
—Miss Brent y yo
prepararemos el desayuno. ¿Podrían traernos algunos trozos de leña para
encender la lumbre?
Los dedos del
doctor habían dejado unas huellas sonrosadas en la mejilla de Vera.
Cuando
desapareció, Blove dijo al doctor.
—¡Tiene usted la
mano pesada!
—Era necesario,
ya tenemos bastantes horrores para venirnos con crisis nerviosas —prorrumpió a
manera de excusa.
—¡Oh! Miss
Claythorne no tiene nada de histérica —objetó Lombard. —No, al contrario, veo
en ella una joven muy sana de cuerpo y espíritu, pero con todas estas emociones
violentas eso le pasa a cualquiera.
Recogieron la
poca leña que Rogers había partido y la llevaron a la cocina, donde estaban las
dos mujeres trabajando. Miss Brent vaciaba las cenizas del fogón, y Vera, con
la ayuda de un cuchillo, quitaba la grasa.
Emily dijo a los
señores que le trajeron el combustible:
—Gracias, vamos
a darnos prisa para que dentro de media hora esté todo dispuesto. Es preciso
ante todo hacer hervir el agua.
El inspector
Blove preguntó a Philip Lombard con voz ronca:
—¿Sabe usted qué
pienso?
—Desde el
momento que usted piensa decírmelo es inútil que me rompa la cabeza
adivinándolo —replicó riendo.
El inspector era
un hombre serio y que no admitía bromas; sin pestañear continuó:
—Esto me
recuerda un caso que pasó en América. Un señor ya viejo y su mujer fueron
asesinados a hachazos, el drama tuvo lugar por la mañana y no había nadie en la
casa más que su hija y la criada. Durante el juicio se demostró que ésta no
pudo cometer el asesinato, y en cuanto a la otra, la hija, era una solterona de
excelente reputación; se la reconoció igualmente inocente y jamás se descubrió
al culpable. Este caso lo he recordado al ver el hacha y la solterona tan
tranquila en la cocina, pues ni se ha inmutado. En cuanto a la joven, ¿qué más
lógico que esta crisis nerviosa? ¿No opina usted así?
—Puede ser
—respondió lacónicamente Lombard.
Blove continuó:
—Pero la vieja,
tan cuidadosa con su delantal... me recordaba a la señora Rogers cuando nos
decía: «El desayuno estará dispuesto dentro de media hora.» Me parece que está
mujer está loca de atar, pues casi todas estas solteronas terminan lo mismo. No
quiero decir con esto que tengan la mano homicida, pero sí que muchas pierden
la cabeza. Empiezo a creer que miss Brent tiene una locura mística, que se
imagina ser el instrumento de la justicia divina o algo por el estilo.
Cuando está en
su cuarto siempre lee la Biblia.
Philip Lombard
lanzó un suspiro y declaró:
—Pero esto no es
prueba de desequilibrio mental.
El inspector
obstinóse:
—Esta mañana ha
salido con un impermeable y nos dijo que había ido a ver el mar.
El otro bajó la
cabeza, agregando:
—Rogers fue
asesinado en las primeras horas de la mañana. Miss Brent no tenia ninguna
necesidad de pasearse por la isla unas horas después del crimen. Créame, el
asesino de Rogers se las ha arreglado para que le encontremos, esta mañana,
durmiendo en su cama.
—Me atrevo a
señalar, querido Lombard, que si esta mujer fuera inocente se hubiese asustado
de andar sola por la isla. Pero claro, si ella es culpable no tiene que temer
de nadie; luego ella es la criminal. —Este argumento tiene su valor —dijo
Lombard—. No había pensado en ello —y añadió sonriendo—: Me place comprobar que
usted no sospecha de mí.
Un poco confuso,
Blove respondió:
—No le niego que
al principio sospeché de usted... su revólver... la extraña historia que nos
contó... o mejor dicho que nos ocultó. Pero ahora me doy cuenta de que su
inocencia ha quedado bien patente.
—Espero que
usted tendrá la misma certidumbre referente a mí.
—Puedo
equivocarme —respondió Lombard—, pero no lo creo con imaginación suficiente
para la realización y preparación de todos estos horrores que estamos viviendo.
Si usted fuera el culpable, admitiría su gran talento de actor, y ante éste
tendría que quitarme el sombrero. Entre nosotros, Blove, y ya que antes de que
termine el día es probable que no seamos más que dos cadáveres, ¿estuvo usted
de veras complicado en aquel asunto de falsos testimonios?
Muy molesto Blove
respondió:
—¡Ahora ya no me
importa! Pues bien, sí. Landor era inocente, pero la cuadrilla de bandidos me
amenazó y tuve que encerrarlo por un año. Claro que todo esto es confidencial,
pues a no ser por las circunstancias... jamás lo hubiese dicho...
—Y sobre todo
delante de testigos —terminó Lombard, riéndose—. Pero esté usted tranquilo, que
no diré nada. Por lo menos espero que ganaría usted mucho dinero.
—El negocio no
me dio lo que yo esperaba. Los Pudcel era una banda de harapientos; sin
embargo, logré un ascenso.
—Y a Landor le
condenaron a trabajos forzados a perpetuidad y murió en la cárcel.
—¿Podía yo
adivinar que iba a morir?
—No. ¡De aquí su
mala suerte!
—¿Mi mala
suerte? La de él, querrá decir.
—La de usted
también. Porque ha tenido como resultado que su vida sea acortada de un modo
desagradable.
—¡Que se cree
usted eso! —le contestó Blove, mirándole fijamente—. ¿Usted cree que me voy a
dejar coger como Rogers y los demás? Esté tranquilo, que sé guardarme bien.
—A pesar de
todo, no quiero apostar, pues si usted muere yo no cobraría.
—¿Qué es lo que
me está contando?
—Le digo que no
tiene ninguna posibilidad de escapar a su destino. Su falta de imaginación hace
de usted un blanco ideal: un criminal tan astuto como U. N. Owen le cogerá en
sus redes, cuando quiera.
La cara de
Blove, enrojeció y preguntó con rabia:
—¿Y a usted,
mister Lombard?
Los rasgos de
Philip Lombard se endurecieron al responder:
—Yo soy un
hombre de recursos y me he encontrado en situaciones más peligrosas aún, de las
que salí indemne... Y espero salir de ésta, no diré con mayor ventaja...
Los huevos se
estaban friendo. Vera, que estaba tostando el pan, pensaba al mismo tiempo:
«¿Por qué me ha
atacado esa crisis de nervios? He sido una ridícula y he cometido un error. Hay
que tener calma, mucha calma.» Hasta entonces ella había conservado siempre su
sangre fría.
«Miss Claythorne ha dado
pruebas de mucha sangre fría; sin dudar se lanzó al agua para socorrer al niño
Ciryl...»
¿Por qué evocar
ese recuerdo? Todo pertenecía al pasado... al pasado... Ciryl había
desaparecido mucho antes que ella llegase a las rocas. Sintió que la corriente
le llevaba y se dejó arrastrar, flotando, y por fin la canoa de salvamento...
La felicitaron por su coraje y sangre fría. «Todos
a excepción de Hugo, que solamente la miró a los ojos.»
¡Oh! ¡Cómo
sufría pensando en Hugo después de tanto tiempo!
¿Dónde estaría?
¿Qué haría? ¿Tendría novia? ¿Estaría casado, quizá?
Emily Brent la
volvió a la realidad.
—¡Vera, el pan
se está quemando!
—Perdóneme, miss
Brent, estoy aturdida.
Emily Brent
sacaba de la sartén el último huevo frito. Disponiendo otro pedazo de pan para
tostarlo, Vera observó: —Usted tiene una calma extraordinaria, miss Brent.
—Me enseñaron en
mi juventud a dominar los nervios y a no causar molestias.
—Entonces, ¿no
tiene miedo? —Vera hizo una pausa y añadió—: ¿O no teme a la muerte?
¡Morir! Emily
Brent tuvo una sensación como si una aguja le traspasase la cabeza. ¿Morir? Los
demás morían, pero no ella... Esta Vera no comprendía nada. Los Brent no habían
tenido jamás miedo. Sus antepasados estuvieron al servicio del rey y afrontaron
la muerte con serenidad. Llevaron una vida tan recta como ella... Jamás había
hecho algo que la hiciese sonrojarse. «El
señor vela por los suyos. No temáis los terrores de la noche, ni la flecha que
golpea el día...» ¡Estamos en pleno día; la luz alejaba los fantasmas! «Ninguno de nosotros abandonará esta isla.» ¿Quién
dijo estas palabras? El general MacArthur, cuyo primo estaba casado con Elsie
MacPherson. No parecía que le hubiese atormentado esta idea y la acogió con
serenidad. ¡Fue impío! Ciertas personas hacen tan poco caso de la muerte, que
se suprimen ellos mismos. Beatriz Taylor.
Esta noche pasada soñó son Beatriz. La veía apoyada en la ventana, la cara
pegada a los vidrios, suplicándole que la dejase entrar. Pero ella la había
dejado fuera. De haberle permitido entrar en su cuarto, aquella gran desgracia
no hubiese ocurrido.
Emily tembló. Su
joven amiga la miraba de forma extraña; entonces dijo vivamente:
—¿Todo está
dispuesto? Vamos a servir el desayuno.
Ese desayuno se
salió de lo corriente. Cada uno mostróse extremadamente solícito con su vecino
de mesa.
—Miss
Brent, ¿puedo servirle el café?
—Mis Claythorne,
¿quiere una lonja de jamón?
—¿Un poco más de
asado?
Había seis
personas, todas aparentemente normales y dueñas de su sangre fría. Pero en su
fuero interno las ideas daban vueltas como ardillas enjauladas.
¿A quién le tocará? ¿A quién?
¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Lo logrará esta vez?
Me lo pregunto. ¡Si me diesen tiempo! Dios mío, ¿me dejarán
tiempo? Locura
mística... eso es, seguramente. Mirándola, jamás se dudaría. ¿Y si me
equivocase?
Pierdo la cabeza. Mi lana ha
desaparecido... las cortinas rojas también... esto no tiene sentido. No
comprendo nada ni veo jota.
¡Esta especie de cretino se
ha tragado todo lo que le he contado! ¡Atención, sin embargo!
Seis negritos de
porcelana... No quedan más que seis. ¿Cuántos habrá esta noche?
Todo eso
pensaban, inquietos, en tanto comían.
—¿Quién quiere
el último huevo?
—¿Un poco de
mermelada?
—Gracias. ¿Un
pastelillo?
Eran seis a
desayunar y todos se conducían como seres normales.
12
La comida terminó.
El juez Wargrave
se aclaró la voz, y en tono autoritario, dijo:
—Sería muy
conveniente que nos reuniésemos dentro de media hora en el salón.
Todos aceptaron
la idea. Vera apiló los platos y anunció:
—Voy a quitar la
mesa y fregar la vajilla.
Lombard intervino:
—Lo llevaremos
nosotros a la cocina.
—Muchas gracias.
Emily Brent se
había levantado. Volvió a sentarse, exclamando:
—¡Oh! ¡Dios mío!
—¿Qué tiene
usted, miss Brent? —preguntó el magistrado.
—Hubiese querido
ayudar a mis Claythorne, pero no sé lo que me pasa. Me siento mareada.
—¡Mareo!
—repitió el doctor, acercándose a ella—. No es nada extraordinario, es la
reacción de la comida. Voy a darle alguna cosa para que se le pase...
—¡No!
La palabra salió
de su boca como una bala que hace explosión. Todos se desconcertaron. El doctor
enrojeció. La cara de la solterona retrataba claramente su miedo y sus
sospechas.
El doctor
Armstrong replicó con voz fría:
—Como usted
guste, miss.
—No quiero tomar
nada, nada enteramente. Me quedaré sentada aquí, tranquila, hasta que este
malestar me pase.
Terminando de
quitar la mesa, Blove, galantemente, dijo a Vera: —Miss Claythorne, yo soy un
hombre de conciencia y si lo desea la ayudaré muy a gusto.
Sonriente
contestó:
—Como quiera
usted.
Emily Brent
quedó, pues, sola en el comedor. Desde la cocina le llegaban los ruidos de la
vajilla.
La sensación de
mareo le desaparecía poco a poco. Sentía una dulce lasitud, como si quisiera
dormirse.
Los oídos le
zumbaban... ¿O era en la habitación? ¡Ah! ¡Si es una abeja...! La veía en el
cristal de la ventana.
¿Qué había dicho
Vera esta mañana acerca de las abejas...? De las abejas y de la miel.
Alguien se encontraba
en la habitación... una persona... con el traje mojado... Beatriz Taylor saliendo del agua...
Si Emily
volviera la cabeza la vería... Pero le era imposible moverla. ¿Y si llamase?
Pero... igualmente, imposible llamar... No había nadie en la casa, estaba
absolutamente sola en la casa...
Percibió un
ruido de pasos... unos pasos pesados que se deslizaban tras ella. El paso
vacilante de la ahogada... un olor húmedo sentíase... en el cristal, la abeja
zumbaba...
En este instante
sintió la picadura. La abeja había clavado su aguijón en el cuello de miss
Brent.
En el salón
esperaban la llegada de Emily Brent.
—¿Quieren
ustedes que vaya a buscarla? —propuso Vera.
Vera se sentó y
cada uno de los reunidos lanzó a Blove una mirada interrogante.
—Escúcheme. Creo
que es inútil buscar por más tiempo al autor de estas muertas sucesivas, pues
es la mujer que en estos momentos se encuentra en el comedor.
—¿En qué basa su
acusación? —preguntó Armstrong.
—La locura mística.
¿Qué piensa usted, doctor?
—Perfectamente
verosímil y ninguna acusación voy a formular; pero... nos hacen falta pruebas
antes que nada.
—Tenía un
aspecto muy raro cuando preparábamos el desayuno — explicó Vera—, sus ojos.
Vera se
estremeció.
—Hay otra cosa
—dijo Blove—. Es la única entre nosotros que no ha querido hablar después de la
audición del disco del gramófono. ¿Por qué? Porque ella no podía darnos ninguna
explicación.
—¡Eso no es
verdad! —exclamó Vera—. Pues ella, más
tarde, me ha hecho confidencias.
—¿Qué le contó,
miss Claythorne? —preguntó Wargrave.
La joven repitió
la historia de Beatriz Taylor. El juez hizo notar:
—Este relato me parece sincero y de veras lo creo, pero dígame,
miss Claythorne, ¿Emily Brent parecía experimentar remordimientos por su
actitud en aquellas circunstancias?
—Creo que no. No
vi en ella ninguna emoción.
—¡Esas
solteronas virtuosas tienen el corazón tan duro como la piedra! —comentó
Blove—. La envidia las devora.
—Son las doce
menos diez y debemos rogar a miss Brent que venga —indicó el juez.
—¿No piensa
usted tomar ninguna medida? —preguntó Blove. —¿Qué decisión puedo tomar?
—preguntó el magistrado—. Por ahora no tenemos más que sospechas. Sin embargo
pediré al doctor que la observe. Vayamos al comedor a buscarla.
La encontraron
sentada en la butaca donde la habían dejado. Tenía la cabeza vuelta hacia la
puerta y no vieron nada anormal sino que no se movía, como si no les hubiese
visto entrar.
Después se
fijaron en su cara... hinchada, sus labios azulados y los ojos como
extraviados...
—¡Dios mío!
¡Está muerta! —exclamó Blove.
La voz fina y
calmosa del juez Wargrave se oyó:
—¡Otro de
nosotros que es inocente...! ¡Demasiado tarde!
Armstrong se
inclinó sobre la muerta. Olió los labios, examinó los ojos y movió la cabeza.
—¿De qué ha
muerto, doctor? —preguntó impaciente Lombard—. Estaba muy bien cuando la
dejamos.
La atención de
Armstrong se fijó en el cuello por una señal que tenía a su lado derecho; tras
una ligera pausa, dijo:
—Es la señal de
una jeringuilla hipodérmica.
Se oyó un
zumbido en la ventana y Vera gritó:
—¡Miren! ¡Una
abeja! Acuérdense de lo que les decía esta mañana. —No ha sido ese animalejo el
que le ha picado. Una mano humana tenia la jeringuilla.
—¿Qué clase de
veneno le han inyectado? —preguntó el juez.
—A primera vista
—respondió Armstrong—, probablemente cianuro de potasio... lo mismo que a
Marston. Ha debido morir instantáneamente por asfixia.
—Sin embargo
esta abeja... —observó Vera—, ¿no es una coincidencia?
—¡Oh, no!
—respondió Lombard—. ¡No es una coincidencia! El asesino persiste en dar un
poco de color local a sus crímenes. ¡Es un alegre viejo libertino! Sigue al pie
de la letra las estrofas de esa satánica canción de cuna.
Por primera vez
el capitán Lombard se expresaba con voz temblorosa.
Se adivinaba que
su valor, probado por una carrera llena de vicisitudes y peligros, empezaba a
decaer progresivamente.
Estalló lleno de
cólera:
—Es insensato...
insensato. ¡Estamos todos locos!
El juez
intervino y dijo con voz monótona:
—Todavía
conservamos, así lo espero, todas nuestras facultades mentales. ¿Alguien ha
traído a esta casa una jeringuilla hipodérmica?
—¡Yo! —contestó
el doctor, con poca firmeza.
Cuatro pares de
ojos se clavaron sobre él. Enfadándose contra esas miradas hostiles, el doctor
añadió:
—No me desplazo
jamás sin este instrumento. Todos los médicos hacen otro tanto.
—Es exacto
—contestó Wargrave—. ¿Quiere decirnos en dónde tiene la jeringuilla en este
momento?
—Arriba, en mi
maleta.
—¿Podríamos
confirmar rápidamente su afirmación?
Con el viejo
magistrado a la cabeza del grupo, subieron la escalera, en procesión
silenciosa, los cinco invitados. El contenido de la maleta fue volcado en el
suelo. Pero la jeringuilla no apareció por ninguna parte.
Furioso, el
doctor Armstrong exclamó:
—¡Me la han
cogido!
Un silencio
sepulcral se hizo en la habitación. El doctor estaba en pie, de espaldas a la
ventana. En todas las miradas se leía la más grave acusación contra él. Miró a
su vez a Vera y a Wargrave, repitiendo débilmente:
—Les juro que me
la han quitado...
Blove y Lombard
se miraron. El juez declaró:
—Estamos cinco
personas en esta habitación. Uno de nosotros es el asesino. Nuestra situación
es cada vez más peligrosa. Debimos hacer lo posible para salvar a cuatro
inocentes. Le ruego, doctor, que me diga cuáles son las drogas que tiene.
—Aquí tengo un
pequeño estuche —respondió el doctor—. Pueden examinarlo. Contiene soporíferos,
comprimidos de sulfamidas, un paquete de bromuro, bicarbonato de sosa y
aspirina. Eso es todo. No tengo cianuro.
—Yo también
—añadió el juez— he traído algunos comprimidos contra el insomnio que creo son
de veronal. Usted, mister Lombard, me parece que tiene un revólver. —¿Y qué?
—gritó Lombard, furioso.
—Sencillamente
propongo que todas las drogas del doctor, mis comprimidos y su revólver sean
recogidos y llevados a un lugar seguro, así como cualquier producto
farmacéutico y todas las armas de fuego que encontremos. Hecho esto, cada uno
de nosotros se someterá a un registro completo de su persona y sus ropas. —¡Que
me cuelguen si yo dejo mi revólver! —prorrumpió Lombard. —Mister Lombard
—replicó Wargrave—, usted es un gallardo joven y muy fuerte, pero el ex
inspector también posee una fuerza respetable. No sé cuál de los dos ganaría en
un cuerpo a cuerpo, pero sí puedo afirmarle esto: el doctor, miss Claythorne y
yo nos pondremos de parte de Blove y le ayudaremos lo mejor que podamos. Así
verá, pues, cómo la suerte se vuelve contra usted a la menor resistencia que
intente.
Lombard, con la
cabeza echada hacia atrás, enseñó los dientes, pero se dio por vencido.
—Desde el
momento en que todos se ponen contra mí... —dijo. —Por fin es usted razonable.
¿Dónde está su revólver? —preguntó el juez.
—En el cajón de
mi mesa de noche. Corro a buscarlo —repuso Lombard.
—Es mejor, creo
yo, que nosotros le acompañemos.
—¡Ah! Usted es
prudente al menos —repuso Lombard, sonriendo. Entraron con él en su cuarto. El
joven se dirigió resuelto hacia la mesilla de noche y abrió el cajón.
Retrocedió lanzando un juramento. ¡El cajón estaba vacío!
—¡Estarán
contentos!
Desnudo como un
gusano había asistido al registro de su dormitorio y de sus trajes por los tres
hombres. Mientras, miss Claythorne esperaba en el pasillo.
El registro
continuó de manera metódica. El doctor, Wargrave y Blove se sometieron a su vez
a esta prueba.
Cuando salieron
de la habitación de Blove, los cuatro hombres se unieron a Vera. El juez le
dijo:
—Espero que
comprenderá, miss Claythorne, que no podemos hacer una excepción con usted. Es
necesario encontrar ese revólver.
¿Tendrá usted,
seguramente, en su equipaje el traje de baño?
Vera afirmó con
la cabeza.
—En este caso le ruego que entre en su cuarto, se desnude, se
ponga el «maillot» y vuelva a buscarnos aquí. Vera entró en su habitación y
cerró la puerta.
Al cabo de unos
minutos reapareció con un traje de baño de «tricot» de seda que realzaba su
cuerpo.
—Gracias, miss
Claythorne —dijo, satisfecho, el juez—. Espérenos aquí. Vamos a registrar su
habitación.
Vera se estuvo
en el pasillo hasta el regreso de los hombres. En seguida se vistió y se unió a
ellos.
—Ahora estamos
tranquilos sobre un punto: ninguno de nosotros tiene armas ni venenos. Vamos a
colocar las drogas en sitio seguro; en la cocina hay un armario especial para
guardar los cubiertos de plata.
—Todo esto es
muy bonito, pero ¿quién guardará la llave? ¿Usted, supongo? —observó Blove.
El juez no
respondió.
Bajaron a la
cocina y descubrieron un armario. Siguiendo las instrucciones del juez,
pusieron allí los diferentes productos farmacéuticos y cerraron con llave.
Después, bajo la vigilancia de Wargrave, metieron el armario en el aparador,
que también cerraron con llave.
Entonces dio la
llave del pequeño armario a Lombard y la del aparador a Blove.
—Tienen ustedes
la misma musculatura y son los más fuertes entre nosotros. Así será difícil
para uno el apoderarse de la llave del otro; en cuanto a nosotros tres, no
podríamos quitársela. El intento de fracturar un mueble u otro me parece
insensato, pues el ruido que se haría despertaría las sospechas de los demás.
Hizo una ligera
pausa y continuó:
—Tenemos que
resolver aún otro grave problema. ¿Dónde está el revólver de mister Lombard?
—Me parece a mí
—señaló Blove— que el propietario del arma es sólo quien puede responder a esta
pregunta.
—¡Cuerno! ¿No lo
he dicho? ¡Me lo han robado!
—¿Cuándo lo ha
visto por última vez? —preguntó Wargrave. —Ayer noche. Estaba en mi cajón al
acostarme... preparado por si lo necesitaba.
—Entonces ha
desaparecido esta mañana durante la confusión que ha ocasionado el rato en que
cada uno buscaba al criado, hasta que descubrimos su cadáver.
—Seguramente
está en algún sitio de la casa —declaró Vera—.
Registremos un
poco más.
El juez
Wargrave, según su manía, se acariciaba la barbilla. —Dudo del resultado de
nuestras pesquisas. El asesino ha tenido tiempo de colocarlo en lugar seguro y
desespero de encontrarlo.
Blove se expresó
con voz enérgica:
—Ignoro dónde se
oculta el revólver, pero me parece saber dónde encontrar la jeringuilla,
síganme.
Abrió la puerta
de la entrada y les condujo fuera de la casa.
Delante de la
puerta del comedor vieron la jeringuilla y a su lado una estatuilla de
porcelana rota... El sexto negrito. Triunfante, Blove añadió:
—La jeringuilla
no podía estar en otro sitio. Después de asesinar a miss Brent, el criminal
abrió la ventana y arrojó la jeringuilla, cogiendo en seguida al negrito y
lanzándolo por el mismo camino. No encontraron ninguna huella digital sobre la
jeringuilla; había sido limpiada cuidadosamente.
—Ahora busquemos
el revólver —dijo Vera, decidida.
—Eso es —añadió
el juez—, pero hagámoslo sin separarnos; acuérdense que si no lo hacemos así
favoreceremos los propósitos del loco.
Minuciosamente,
desde la cueva hasta el desván, examinaron la casa, pero sin ningún resultado.
¡Ni rastro del
revólver!
13
¡Uno de nosotros... uno de nosotros... uno de
nosotros!
Estas palabras,
repetidas sin cesar, resonaban en sus cabezas alocadas. Cinco personas vivían
en la isla del Negro, obsesionadas por el miedo... Cinco personas que se
espiaban mutuamente, sin molestarse en disimular su nerviosismo.
Había cinco
enemigos encadenados por el instinto de conservación; no había en su trato violencias
ni cortesía.
Bruscamente,
todos bajaron al último escalón de la humanidad y pusiéronse al nivel de las
bestias. Como una vieja tortuga fatigada, el juez Wargrave estaba encogido y
con la mirada siempre alerta. Blove parecía más pesado; eran más torpes sus
movimientos; su manera de andar semejaba la de un enorme oso, con los ojos
inyectados de sangre. Todo él respiraba ferocidad y brutalidad; creyérasele un
animal esperando caer sobre sus perseguidores.
En cuanto a
Philip Lombard, sus instintos se habían agudizado. Su oído percibía el menor
ruido. Su paso era más ligero y rápido, su cuerpo era más flexible y gentil.
Frecuentemente sonreía, descubriendo sus dientes tan agudos y blancos.
Vera Claythorne,
deprimida, pasaba la mayor parte del día recostada en un butacón; los ojos bien
abiertos miraban al vacío. Se diría un pajarillo que acababa de estrellarse
contra un cristal y una mano humana le ha recogido. Asustada, incapaz de
moverse, esperaba sobrevivir conservando una inmovilidad absoluta.
Armstrong tenía
los nervios de punta. Tics nerviosos contraían su cara; las manos le temblaban.
Encendía cigarrillo tras cigarrillo para tirarlos cuando había dado unas
chupadas. La inacción obligada le atacaba más que a sus compañeros. De vez en
cuando lanzaba un torrente de divagaciones...
—Nosotros... no
debemos estar aquí cruzados de brazos. ¡Tenemos que hacer algo! ¡Tratar de
encontrar el medio de salir de este infierno! ¿Y si encendiéramos un fuego
grande? —¿Con un tiempo como éste? —le respondió Blove.
La lluvia caía
de nuevo a chaparrones. Un viento huracanado y el continuo tamborileo del agua
azotando los cristales acababa por volverles locos.
Tácitamente, los
cinco supervivientes habían adoptado un plan de campaña. Estaban en el salón y
nunca más de una persona a la vez se iba de la habitación, quedándose los
cuatro en espera de su regreso.
—No hay más que
esperar —observó Lombard—. El cielo va a esclarecerse y entonces podremos
intentar salvarnos; hacer señales, encender un gran fuego, construir una balsa,
en fin, cualquier cosa. —¡Esperar...! ¡No podemos permitirnos ese lujo! —añadió
Armstrong—. ¡Estamos predestinados a morir...!
El juez declaró
en voz clara, pero decidida:
—Si no estamos
alerta... Pero no hay más que estar vigilando nuestras vidas...
La comida del
mediodía fue despachada sin ninguna etiqueta. Los cinco se reunieron en la
cocina; en la despensa encontraron gran cantidad de conservas. Abrieron una
lata de lengua de vaca y dos de fruta. Comieron en pie, alrededor de la mesa de
la cocina. Luego volvieron al salón, sentáronse en sus butacas y recomenzaron a
espiarse los unos a los otros.
Desde entonces
los pensamientos que se arremolinaban en sus cerebros volvíanse morbosos,
febriles, completamente anormales.
«Ese
Armstrong... me parece que me mira de una forma. Tiene los ojos de un loco...
Quizá sea tan médico como yo... Es lo mismo... es un loco escapado de un
manicomio y que se hace pasar por doctor... Esa es la verdad... ¿Debo decírselo
a los otros? ¡Proclamar la verdad...! No, pues se pondría aún más en guardia.
Por otra parte, disimula muy bien, queriendo hacernos creer que está cuerdo.
¿Qué hora es...? Sólo las tres y cuarto... ¡Oh, Dios mío! Es para volverse
loco. No hay duda alguna, es Armstrong.»
«¡No me cogerán!
¡Soy lo bastante fuerte para defenderme! No sería la primera vez que me
encuentro en situaciones criticas... ¿Adonde demonios ha ido a parar mi
revólver...? ¿Quién lo ha robado...? ¿Quién lo tiene ahora...? ¡Nadie...
claro...! Nos hemos registrado todos... nadie lo tiene... ¡pero alguien sabe
dónde está!»
«Los otros se
están volviendo locos... todos pierden la cabeza... tienen miedo a morir...
todos tememos la muerte... yo la temo, pero esto no impide que se acerque... El
coche fúnebre espera a la puerta, señor. ¿Dónde he oído eso...? La jovencita...
la voy a espiar... sí, voy a vigilarla mejor...»
«Las cuatro
menos veinte... ¡Dios mío, sólo las cuatro menos veinte...! El péndulo se ha
parado, seguramente... no... No comprendo absolutamente nada... Esa clase de
cosas no pueden ocurrir... y, sin embargo, ocurren... ¿Por qué no despertarnos?
¡Arriba! ¡Es el día del Juicio Final! No me equivoco... Si pudiese al menos
reflexionar... mi cabeza, mi pobre cabeza... va a estallar... partirse en
dos... Ocurren sucesos inconcebibles... ¿Qué hora es?
¡Dios mío, sólo
las cuatro menos cuarto!»
«Es necesario
que conserve toda mi sangre fría... Si por lo menos no perdiese la cabeza...
todo está clarísimo... y combinado de mano maestra... pero nadie debe
sospechar... Es preciso salvarme a toda costa... ¿A quién le tocará ahora? Eso
es lo importante. ¿A quién? Sí, yo creo... ¿a él?»
El reloj dio las
campanadas de las cinco, y todos se sobresaltaron.
—¿Alguien quiere
tomar el té? —preguntó Vera.
Durante un
momento hubo silencio.
—Yo tomaría una
taza muy gustoso —dijo Blove.
Vera se levantó
y añadió:
—Voy a
prepararlo. Todos ustedes se pueden quedar aquí.
Wargrave le dijo
muy amablemente:
—Preferimos, me
parece, seguirla y mirarla cómo lo hace, querida señorita.
Vera le miró
fijamente y le contestó, con una risita nerviosa:
—¡Naturalmente,
ya me lo esperaba!
Los cinco se
fueron a la cocina. Vera preparó el té y bebió una taza acompañando a Blove.
Los otros bebieron whisky... Descorcharon una botella y cogieron un sifón de
una caja que todavía no se había abierto.
—¡Dos
precauciones —murmuró Wargrave— valen más que una! Volvieron al salón, y aun
cuando estaban en verano, la estancia quedaba oscura. Lombard dio la vuelta a
la llave de la luz y no se encendieron las lámparas.
—No es
extraordinario —indicó Lombard—. El motor no funciona; Rogers ya no puede
cuidarse de él. Podríamos ir a ponerlo en marcha.
—He visto un
paquete de velas en el armario. Es mejor usarlas — indicó el juez.
Lombard salió de
la habitación. Los otros cuatro continuaron espiándose.
El capitán
volvió con una caja de bujías y un montón de platillos.
Encendieron
cinco y las colocaron en diferentes sitios del salón. Eran las seis menos
cuarto.
A las seis y
veinte, Vera, cansada de estar sentada y sin moverse, tomó la decisión de irse
a su dormitorio y mojarse la cara y las sienes con agua fría.
Levantándose, se
dirigió hacia la puerta, pero retrocedió en seguida para tomar una vela de la
caja, encendiéndola y, dejando caer algunas gotas de cera en un platillo para
asegurarse así de que no cayese, salió del salón.
Llegó ante la puerta de su cuarto y, al abrirla retrocedió,
quedándose inmóvil... las aletas de su nariz se estremecieron... el mar...
sentía el olor del mar de Saint Treddennic... Si eso era, no podía equivocarse.
Pero en una isla no tenía nada de raro que se respirase la brisa del mar, pero
Vera experimentaba una impresión diferente. Este olor era el mismo que el de
aquel día en la playa... cuando la marea bajaba y dejaba al descubierto las
rocas cubiertas de algas, secándose al sol. «¿Puedo nadar hasta la isla, mis
Claythorne? ¿Por qué no me deja ir hasta allí?»
«¡Qué niño más
mimado! Sin él, Hugo hubiese sido rico... y libre de casarse con la mujer que
amaba...»
«Hugo... Hugo...
estaría seguramente cerca de ella... quizá le esperaba en su habitación.»
Avanzó un paso y
la corriente de aire apagó la vela. En la oscuridad, Vera tuvo miedo.
«¡No seas tan
tonta! ¡Por qué atormentarte? Los demás están abajo y no hay nadie en mi
cuarto; me forjo unas ideas tan ridículas...»
Pero este
olor... ¡este olor que evocaba la playa de Saint Treddennic...! no era
imaginación, sino realidad. Seguro; había alguien en la habitación... oyó un
ruido, estaba persuadida de ello... una mano fría y viscosa le tocó la
garganta... una mano mojada oliendo a mar.
Vera lanzó un
grito. Un grito penetrante y prolongado. El pánico se había apoderado de todo
su ser. Gritó pidiendo socorro. No oyó el ruido que procedía del salón. Una
silla cayó. Una puerta abierta violentamente y pasos que subían corriendo por
la escalera. Vera era presa del terror.
En seguida las
luces alumbraron la entrada de su habitación y todos entraron en ella. Vera
recuperó un poco la serenidad.
—¡Dios mío! ¿Qué
me ha pasado? ¿Qué es esto?
Estremeciéndose,
cayó desvanecida. Le pareció que alguien, inclinado sobre ella, le obligaba a
bajar la cabeza hasta las rodillas. Escuchó una exclamación. «¡Por favor,
miren!» Al mismo tiempo, Vera se reanimó. Abriendo mucho los ojos, levantó la
cabeza y vio lo que los hombres habían percibido a la luz de las bujías.
Una cinta muy
larga y húmeda colgaba del techo. Esto era lo que en la oscuridad le había
rozado el cuello y que tomó por una mano viscosa, la mano de un ahogado vuelto
del reino de las sombras para quitarle la vida...
Vera se echó a
reír. Era un alga marina... sólo un alga lo que sintió. De nuevo perdió el
conocimiento. Olas enormes se echaban sobre ella. Una vez más, alguien
apoyábase fuertemente sobre su cabeza, obligándola a doblar la espalda.
Le daban algo
para beber y le ponían el vaso entre sus dientes. Sintió el olor del alcohol.
Iba a beber agradecida, cuando una voz interior, una señal de alarma, resonó en
su cabeza... Se enderezó y rechazó la bebida.
Con un tono
seco, áspero, inquirió:
—¿De dónde viene
esta bebida? Antes de responder, Blove la miró intensamente.
—He ido a
buscarla abajo.
—No quiero
beberla.
Después de un
momento de silencio Lombard se echó a reír y añadió: —¡Enhorabuena, Vera! Usted
no pierde tan pronto la cabeza, a pesar del miedo que ha pasado hace un
instante. Voy a buscar una botella que esté sin descorchar.
Sin saber lo que
decía, Vera exclamó:
—Ya estoy mucho
mejor. Prefiero beber un poco de agua.
Sostenida por el
doctor Armstrong, se puso en pie, dirigiéndose al lavabo agarrada al doctor
para no caerse. Abrió el grifo y llenó un vaso.
—Este coñac es
inofensivo —dijo picado Blove.
—¿Cómo lo sabe
usted? —preguntóle Armstrong.
—No he echado
nada dentro —protestó Blove furiosamente—. Usted quisiera hacer creer lo
contrario.
—No le acuso de
nada, pero usted u otra persona habría podido envenenar esa bebida.
Lombard volvió
en seguida con otra botella de whisky y un sacacorchos; dio la botella a Vera
para que viera que estaba intacta.
—Tenga, muñeca,
no la engañarán esta vez.
Quitó la cápsula
de estaño y descorchó la botella.
—Por fortuna la
provisión de licores no se agotara tan fácilmente.
Este U. N. Owen
es la previsión en persona.
Vera se
estremeció violentamente.
Armstrong tendió
su vaso, en tanto Philip lo llenaba. Este aconsejó:
—Beba, miss,
acaba de sufrir un gran susto.
Vera mojó sus
labios en el vaso, y los colores reaparecieron en sus mejillas.
—Afortunadamente
—dijo riéndose, Lombard—, he aquí un crimen que no se ha logrado conforme al
programa.
—¿Usted cree que
querían matarme? —preguntó Vera.
—Esperaban...
—añadió Lombard— a que muriese del susto. Esto ocurre a muchas personas.
¿Verdad, doctor?
Sin
comprometerse, Armstrong respondió, ligeramente incrédulo: —¡Hum! Nada se puede
afirmar. Miss Claythorne es joven y fuerte... no padece debilidad cardíaca...
por otra parte.
Cogió un vaso de
coñac traído por Blove y mojó el dedo, probándolo después con precaución. Su
expresión no cambió, añadiendo con cierta desconfianza en su voz:
—Tiene el sabor
normal.
Blove se
abalanzó colérico contra el doctor.
—Diga que lo he envenenado, y le aseguro que le rompo la cara.
Vera, reconfortada gracias al coñac, desvió la conversación, preguntando:
—¿Dónde está
mister Wargrave?
Los tres hombres
cruzaron sus miradas.
—¡Qué raro,
creía que había subido con nosotros!
—También yo
—dijo Blove—. Doctor, usted subía detrás de mí. —Tenía la impresión —añadió
Armstrong— de que me seguía. Claro que como es un viejo anda más despacio que
nosotros.
—No lo comprendo
—dijo Lombard.
—Vamos a
buscarle —propuso Blove.
Se dirigió hacia
la puerta, los otros dos hombres le siguieron y Vera cerraba la puerta. Cuando
bajaban la escalera, Armstrong expuso:
—Seguramente
debe haberse quedado en el salón.
Atravesaron el
vestíbulo y el doctor llamó al juez en voz alta:
—Wargrave,
Wargrave, ¿dónde está usted?
¡Ninguna
respuesta! Un silencio mortal quebrado tan sólo por el ruido monótono de la
lluvia.
Cuando llegaron
a la entrada del salón, Armstrong se detuvo. Los demás, tras él, miraban por
encima de sus hombros. ¡Alguien lanzó un grito!
El juez Wargrave
estaba sentado al fondo de la habitación en una butaca de alto respaldo. Dos
bujías brillaban en cada uno de sus lados. Pero lo que más les sorprendió fue
que estaba vestido con su toga roja de magistrado y la peluca sobre su cabeza.
El doctor hizo
un signo a los demás para que retrocedieran. Atravesó la habitación como un
hombre ebrio y se acercó al juez. Con la mirada fija en él, se inclinó sobre el
magistrado y examinó su semblante inerte. Con gesto brusco le quitó la peluca,
ésta cayó al suelo, dejando al descubierto la frente, en la que apareció un
agujero redondo, teñido de rojo, de donde salía una sustancia viscosa.
Armstrong le levantó la mano, tomándole el pulso; volvióse a los demás y les
dijo emocionado:
—Ha sido muerto
de un tiro.
—¡Dios mío...!
—gritó Blove—: ¡El revólver!
—Ha recibido la
bala en mitad de la cabeza, la muerte fue instantánea —afirmó el doctor.
Vera se paró
delante de la peluca y dijo con voz en que el horror y el miedo la angustiaban:
—¡La lana gris
que perdió miss Brent...!
—Y la cortina de
hule rojo —añadió Blove— que faltaba en el cuarto de baño.
—He aquí la
causa —observó Vera— de la desaparición de esos objetos.
De repente
Lombard estalló en una risa nerviosa, y recitaba al mismo tiempo.
—¡Cinco negritos estudiaron Derecho y uno de
ellos se doctoró y quedaron cuatro! Este es el final de Wargrave, el juez
sanguinario. ¡Ya no se pondrá más el birrete negro! ¡Ya no enviará más
inocentes al cadalso! ¡Por ultima vez ha presidido el tribunal! ¡Lo que se
reiría Edward Seton si se encontrase aquí!
Esta explosión
de cólera escandalizó a los demás.
—No sea así
—exclamó Vera—. Esta mañana usted mismo le acusaba de ser el asesino
desconocido.
La cara de
Lombard cambió de expresión. Ya calmado, dijo en voz baja:
—En efecto, le
he acusado... pero me equivoqué. Otro de nosotros que reconocemos era
inocente... ¡demasiado tarde!
14
Transportaron el cuerpo del juez Wargrave a su habitación y le
pusieron en la cama. Después bajaron al vestíbulo y se pararon, indecisos,
mirándose unos a otros.
—¿Qué hacemos
ahora? —preguntó Blove.
—Primero
cuidemos de reparar nuestras fuerzas. Es preciso comer para vivir —se apresuró
a contestar Lombard.
Una vez más se
volvieron a la cocina; abrieron una lata de lengua de vaca y los cuatro
comieron maquinalmente y sin gran apetito.
—¡Jamás volveré
a comer lengua! —exclamó Vera.
Cuando
terminaron de comer, permanecieron sentados alrededor de la mesa, mirándose
unos a otros.
—Ahora no somos -dijo Blove- más que cuatro. ¿Quién será el
próximo?
El doctor le
miró intensamente y le dijo:
—Tomemos toda
clase de precauciones...
Se interrumpió y
Blove hizo esta observación:
—Las mismas
palabras que dijo... y ¡ahora está de cuerpo presente!
—No sé —dijo el
doctor, muy extrañado— cómo ha ocurrido.
Lombard lanzó
una exclamación:
—¡La jugada ha
sido estupenda! La cuerda fue atada en el techo del cuarto de miss Claythorne y
ha desempeñado el papel previsto por el asesino. Nos precipitamos en su
dormitorio ante la creencia de que ella acababa de ser asesinada, y,
aprovechando esta confusión, alguien ha suprimido al viejo juez, que no estaba
vigilado.
—¿Cómo
explicarse —preguntó Blove— que nadie haya oído el disparo?
Lombard inclinó
la cabeza pensativamente.
—En esos
momentos miss Vera gritaba como una condenada, con el ruido del viento y
nosotros corriendo y llamándola, es lógico que no hayamos oído nada. Pero ahora
no nos engañará tan fácilmente. Tendrá que ser más listo la próxima vez.
—Contémonos
—añadió Blove. El tono de su voz era desagradable; los otros cambiaron una
mirada.
—Somos cuatro
—dijo Armstrong— y no sabemos cuál...
—¡Yo lo sé!
—afirmó Blove.
—Jamás he
dudado... —comenzó a decir Vera.
—Yo creo
realmente conocer... —insinuó Armstrong con calma.
—A mí me parece
—añadió Lombard— que mi idea es la buena. De nuevo todos se miraron entre sí.
Vera se levantó casi tambaleándose, y dijo:
—Me siento muy
mal y voy a acostarme. No puedo más.
—Haríamos bien
en imitar su ejemplo —dijo Lombard—, ¿para qué quedarnos aquí mirándonos?
—Me parece muy
bien —añadió Blove.
—Será mejor
—indicó el doctor— subir a nuestras habitaciones, aunque alguno de nosotros no
pueda dormir. —Me gustaría saber dónde está ahora el revólver.
Los cuatro
subieron silenciosamente la escalera y la escena que siguió fue digna de un
«vaudeville».
Cada uno estaba
delante de su habitación con la mano puesta en el pomo de la cerradura. Como si
hubiesen esperado una señal entraron al mismo tiempo, cerrando la puerta y se
oyó el ruido de cuatro cerrojos, el arrastrar de muebles y rechinar de las
llaves.
Cuatro seres
humanos muertos de terror montaron su barricada para pasar la noche.
Philip Lombard
lanzó un suspiro de satisfacción cuando puso una silla tras la puerta. Se
dirigió hacia la mesilla de noche y puso encima la vela. Se miró al espejo para
estudiar sus rasgos y se dijo a sí mismo: «Ya puedes hacerte el fuerte, pero
todas estas historias comienzan a turbarte el cerebro.»
Desfloróse
nuevamente su sonrisa de lobo. Se desnudó y puso el reloj encima de la mesilla.
Abrió el cajón y se sobresaltó, pues allí estaba el revólver.
Vera Claythorne
estaba acostada. La vela seguía encendida; no tenía valor para apagarla, la
oscuridad le daba miedo.
No cesaba de
repetirse lo mismo: «Debo estar tranquila hasta mañana. ¡Nada ocurrió la noche
pasada, nada ocurrirá esta noche! He cerrado con llave y cerrojo la puerta,
nadie puede entrar en mi habitación.» Pensaba:
«Es cierto;
puedo quedarme encerrada en mi cuarto... La cuestión de la comida es
secundaria. Será posible esperar aquí hasta que vengan en nuestro socorro, pero
si tengo que permanecer en mi dormitorio un día o dos...»
Estaba encerrada
en su dormitorio... ¡bien!
Pero ¿esto seria
posible?
¿Tendría valor
para no salir de su cuarto? ¿Tendría que estar muchas horas sin hablar a nadie
ni cambiar impresiones!
Los recuerdos
amontonáronse en su cabeza. Todos eran lo mismo... Hugo... Ciryl... ese niño
horrible que no cesaba de importunarla... ¿Por
qué no me deja nadar hasta la roca, miss Claythorne? Siempre... estas
palabras grabadas en su mente. Hasta que... «Tienes que comprenderlo Ciryl; si
te dejo, mamá estará angustiada por ti. Pero mañana nadas hasta las rocas
mientras yo entretengo a mamá para que no te vea, y cuando estés encima de las
rocas haces señas y verás qué contenta se pone; para ella será una sorpresa.»
«¡Ah! Es usted muy amable, miss Claythorne... esto me resultará delicioso.»
Se lo prometió
porque Hugo estaría en Newgray todo el día, y cuando volviese todo estaría
terminado... se lo había prometido.
Pero ¿y si no
ocurriese nada? Ciryl diría que miss Vera le dejó ir hasta las rocas. Pero
había que correr el riesgo, pues de lo contrario... No ocurriría esto, pues la
corriente es tan fuerte, no sólo para un niño, sino para una persona mayor. Y
si se salvara diría: «Si yo te lo he
prohibido
siempre, ¿por qué mientes?» Nadie sospecharía de ella.
¿Hugo lo había
sospechado? ¿Qué significó la mirada tan extraña que le dirigió después del...
accidente? ¿Lo sabía Hugo?
Desapareció de
su vida y jamás contestó a sus cartas... ¡Hugo!
Vera se
revolcaba por la cama. No, no. Era preciso no pensar más en Hugo. Su recuerdo le
hacía sufrir demasiado. Todo terminó. Debía borrar de su alma la imagen de
Hugo. ¿Por qué esta noche tuvo la sensación de que estaba a su lado?
No podía
dormirse y al levantar sus ojos hacia el techo vio el cordón colgado y se
estremeció al recordar aquella mano viscosa que le rozó el cuello... Ese cordón
en medio de la habitación le fascinaba, atraía irresistiblemente su mirada.
El ex inspector
Blove, sentado en su cama, con los ojos inyectados de sangre, espiaba las
sombras del cuarto. Parecía una bestia salvaje al acecho de su enemigo.
Inútilmente
probó dormirse. La amenaza del peligro era cada vez más angustiosa. De diez
personas sólo quedaban cuatro; a pesar de todas las precauciones, el viejo
magistrado sucumbió como los demás.
«Estemos alerta»,
es lo que dijo ese viejo. ¡Cuando presidía el tribunal se creía un dios! ¡Pero
con todo, recibió su merecido! ¡Ahora no necesitaba estar alerta!
De las diez
personas desembarcadas en la isla, sólo cuatro vivían aun.
Pronto una
séptima víctima caería, pero no sería ésta William Henry Blove; vigilaría.
Pero ¿dónde
estaba ese demonio de revólver? Este era el lado angustioso de la cuestión...
el revólver... la frente surcada de arrugas, los párpados cerrados, Blove
meditaba sobre la desaparición del revólver.
En el silencio
de la noche oyó dar las doce en el reloj. Sus nervios se tranquilizaron un poco
y se tumbó en la cama, sin desnudarse.
Permanecía
inmóvil, sumido en sus pensamientos.
Pasaba revista,
con todo, a todos los acontecimientos ocurridos en la isla del Negro con el
mismo escrúpulo con que procedía en la redacción de sus partes policíacos
cuando estaba en Scotland Yard.
Para descubrir
la verdad no hay que desperdiciar ningún detalle.
La llama de la
vela amenazaba apagarse. Aseguróse que tenía a mano las cerillas y sopló la
luz. Cosa rara; la oscuridad redobló su inquietud, su cerebro estaba invadido
por terroríficas imágenes. Caras flotaban en el aire; la del juez con su peluca
de lana gris; la de mistress Rogers con su delantal; la cara convulsa de
Anthony Marston y una cara que no había visto, mas no era en la isla... hacía
mucho tiempo... No podía decir quién era... ¡Ah! sí, era Landor. ¿Cómo había
olvidado esa cara? Landor estaba casado y tenía una niñita de unos cuatro años.
Se preguntaba por primera vez qué habría sido de ella y de su madre.
¿Dónde estaba el
revólver? Esta pregunta dominaba sobre las demás. Cuanto más lo pensaba más lío
se hacía. No lograba entender cómo pudo desaparecer... Alguien sabía dónde
estaba.
En el reloj sonó
la una de la noche.
Los pensamientos
cesaron de repente. Siempre alerta se sentó en la cama; acababa de percibir un
ruido muy tenue al otro lado de la puerta. Alguien se removía en la casa
envuelta en tinieblas.
El sudor
resbalaba por su frente. ¿Quién se deslizaba tan furtivamente por el pasillo?
Alguno que tenía intenciones criminales... Blove lo hubiese jurado.
A pesar de su
peso, saltó de la cama sin hacer ruido y se acercó a la puerta para escuchar.
Pero no oyó nada, aunque estaba seguro de no haberse equivocado. Los pasos se
habían percibido cerca de la puerta. Los cabellos se le erizaron. Ahora conocía
por primera vez el miedo.
Alguien se
deslizaba furtivamente... de nuevo escuchó... pero el silencio se hizo...
Tuvo la
tentación de abrir la puerta y salir a ver quién era. ¡Si tan sólo pudiera
descubrir al ser que se arrastraba en la oscuridad! Pero fuera locura el
abrirla; esto a bien seguro es lo que esperaba el otro, que saliese de su
dormitorio impulsado por la curiosidad.
Se puso rígido
de miedo. Le parecía oír ruidos... Murmullos... crujidos... Pero su cabeza los
tomaba por lo que no era en realidad más que fruto de su imaginación...
De repente
percibió un ruido... esta vez no era ilusión... pisadas que eran sólo
perceptibles al oído muy ejercitado de Blove. Andaba a lo largo del pasillo
(las habitaciones de Lombard y Armstrong estaban al fondo) y pasaron delante de
su puerta sin la menor vacilación.
En este momento
tomó la decisión de saber quién era el noctámbulo. Ahora bajaba la escalera.
¿Adonde iba?
De puntillas se
fue a la cama. Puso la caja de cerillas en su bolsillo, quitó el enchufe de la
lámpara, arrolló el flexible en el brazo de ésta, que era de acero cromado, y
pensó que el aparato le serviría en caso de necesidad de arma. Con mil
precauciones y descalzo, retiró la silla, descorrió el cerrojo y abrió la
puerta. Avanzó por el pasillo y llegó hasta él desde el vestíbulo un ligero
ruido. Se dirigió a la escalera. Comprendió en este momento por qué había oído
tan distantemente los pasos, pues el viento se había calmado y el cielo se
despejaba. Por la ventana del pasillo un pálido rayo de luna iluminaba el
vestíbulo y vio una figura humana que salía por la puerta principal. Bajó los
peldaños de cuatro en cuatro en su persecución, pero se detuvo en seco. ¡Una
vez más iba a conducirse como un imbécil! ¡No iba a caer en la trampa que te
preparaba el fugitivo para atraerlo fuera de la casa!
Pero ¡el otro sí
que acababa de hacer una bobada! Sólo tendría que examinar cuál de las tres
habitaciones ocupadas por los hombres estaba vacía.
Corriendo volvió
al pasillo y llamó a la puerta de Armstrong. Ninguna respuesta. Esperó un
minuto y golpeó en la de Lombard. La respuesta vino en seguida.
—¿Quién está
ahí?
—Blove.
Armstrong no está en su cuarto, espere un minuto.
Llamó a la de
Vera:
—¡Miss
Claythorne! ¡Miss Claythorne! La voz asustada de Vera se oyó:
—¿Qué pasa? ¿Qué
pasa?
Rápidamente se
volvió hacia la puerta de Lombard y éste ya estaba de pie con una vela en la
mano izquierda y la derecha metida en el bolsillo del pijama.
—Pero ¿qué
demonios pasa?
Blove le explicó
la situación en dos palabras. Los ojos de Lombard centellearon.
—¿Entonces es
Armstrong? Se dirigió hacia la puerta del médico y le dijo a Blove:
—Perdóneme, pero
ahora no creo sino lo que veo.
Golpeó la
puerta.
—Armstrong...
Armstrong...
Ninguna
respuesta. Arrodillándose, Lombard miró por la cerradura.
La llave no
estaba en la puerta.
—Ha debido —dijo
Blove— cerrar y llevarse la llave.
—La precaución
es lógica —afirmó Lombard—. Vamos por él. Esta vez lo tenemos. Espere un
segundo.
Corrió hacia la
puerta de Vera y la llamó:
—¿Vera?
—Sí.
—Vamos a la
captura del doctor, que no está en su habitación. Sobre todo no abra la puerta,
¿comprende?
—Sí, comprendo.
—Si Armstrong
sube y le dice que tanto Blove como yo hemos muerto, no haga caso. No abra la
puerta más que a Blove o a mí si la llamamos. ¿Comprende?
—Sí, no soy tan
tonta.
—¡Perfectamente!
—aprobó Lombard.
Se reunió con
Blove y dijo:
—Y ahora
corramos tras él. La caza comienza.
—Estemos alerta
—recomendó Blove—. No olvide que tiene un revólver.
—¡En eso se
equivoca usted!
Abrió la puerta
y le señaló:
—El cerrojo no
está echado... Podría volver de un momento a otro. Soy yo quien tiene el
revólver. Esta noche lo volví a encontrar en mi mesilla, lo habían puesto otra
vez.
Blove se paró en
la misma puerta y Lombard notó la palidez de su rostro y le dijo enfadado:
—¡No haga el
idiota, Blove! No voy a matarle, y si tiene miedo quédese en su cuarto, pero
voy en persecución de Armstrong. Y se alejó bajo el claro de luna. Blove dudó
un instante y le siguió. Pensaba mientras andaba: «Tengo la impresión de ir
tras mi desgracia. Después de todo...»
Después de todo
no era la primera vez que tenia que habérselas con criminales armados. Blove
tenía muchos defectos, pero no le faltaba el valor ante el peligro. La lucha en
terreno descubierto no le daba miedo, pero el peligro tachado de sobrenatural
le horrorizaba.
Vera esperaba
los resultados de la persecución; se volvió y arregló. Miró a la puerta dos o
tres veces; era sólida y capaz de no ceder. Además estaba echada la llave y el
cerrojo y una silla bajo el pomo de la cerradura. Para derribarla se necesitaba
un hombre más fuerte que el doctor.
Vera pensaba que
Armstrong, para cometer un crimen, emplearía la astucia y no la fuerza, y se
entretuvo en pensar lo que podía suceder. Según Lombard, podría anunciar la
muerte de uno de los dos, pretendiendo estar herido, para que abriese la puerta
y le curase. Otras eventualidades se presentaban a su examen. El anunciaría,
por ejemplo, que la casa estaba ardiendo. El mismo podría provocar un incendio.
Después de haber atraído a los dos hombres fuera, podía echar una cerilla
encendida sobre una cantidad de esencia derramada por él con anticipación. Y
ella, como una tonta, permanecería emparedada en su habitación hasta que fuese
demasiado tarde.
Dirigióse hacia
la ventana. La altura no tenia nada de particular. En caso de necesidad podría
salvarse saltando por allí. Sería un salto regular, pero abajo había un arriate
florido que amortiguaría el golpe de la caída.
Se sentó delante
de la mesa y empezó a escribir en su diario para matar el tiempo.
Bruscamente se
puso rígida y se quedó escuchando.
Creyó oír abajo
un ruido que parecía el de cristales rotos. Se quedó sin moverse por ver si se
repetía.
Creyó percibir
pasos furtivos, crujimiento en la escalera, pero nada de ello definido, y acabó
como Blove, por creer que era producto de su imaginación excitada.
En seguida le
llegaron, más correctos. Voces que murmuraban... murmullos, pisadas fuertes subían
la escalera, puertas que se abren y se cierran, ruidos en el desván y, por
último, pasos en el pasillo y la voz de Lombard que decía:
—¡Vera! ¿Está
usted ahí?
—Sí, ¿qué
pasa?
La voz de Blove:
—¿Quiere usted
abrirnos?
La joven fue
hacia la puerta, quitó la silla, dio la vuelta a la llave en la cerradura y
descorrió el cerrojo. Quedó la puerta abierta. Los dos hombres jadeaban y sus
pies y los bajos del pantalón estaban mojados. Vera insistió:
—Pero ¿qué pasa?
Lombard respondió:
—¡Armstrong ha
desaparecido!
Vera se
sobresaltó.
—Pero ¿qué dice?
—Se ha eclipsado
en la isla —confirmó Blove—. Escamoteado como en una función de magia.
—Todo esto es
estúpido —dijo Vera—. Se oculta en algún sitio. —¡De ninguna manera! —añadió
Blove—. No hay ningún sitio en la isla para ocultarse.
—El acantilado está tan desnudo como su mano, miss Vera. —Además
de no haber vegetación, la luna iluminaba como si fuese de día. No hemos podido
encontrarle. —Ha vuelto a la casa —aventuró Vera.
—Ya lo pensamos
—añadió Blove—, y hemos rebuscado desde la cueva al desván. No, no está aquí,
se lo aseguro, ha desaparecido como el humo.
—¡No creo una
palabra!
—Sin embargo
—intervino Lombard—, es la verdad.
Después de una
pausa añadió:
—Quiero ponerla
al corriente de otro pequeño detalle. Un cristal del comedor ha sido roto... y no quedan más que tres negritos en la
mesa.
15
Tres personas estaban sentadas en la cocina desayunando. Afuera,
el sol brillaba como anunciador de un día espléndido, pues la tempestad se
había apaciguado.
Este cambio de
tiempo operó una transformación en los caracteres de los tres prisioneros de la
isla. Les parecía salir de una pesadilla. El peligro continuaba existiendo,
pero desaparecía el miedo con el día soleado. La atmósfera de horror que
sufrieron la víspera con el huracán y la lluvia se había disipado.
Lombard sugirió
a sus compañeros:
—¿Y si
probásemos a hacer señales heliográficas con la ayuda de un espejo poniéndonos
en el punto más elevado de la isla? Algún inteligente pescador comprenderá que
se trata de un S.O.S. y por la noche encenderemos un gran fuego.
Desgraciadamente no tenemos mucha madera; por otra parte puede ocurrir que
crean los del pueblo que se trata de un fuego amenizado con danzas y canciones.
—Seguramente
—observó Vera— alguien de la costa conocerá el alfabeto Morse y no tardarán en
venir a socorrernos... antes de que anochezca.
—El cielo está
despejado —indicó Blove—, pero el mar continúa embravecido. Las olas son
terribles y me parece que una barca no podría llegar a la isla hasta mañana.
—Otra noche que
pasar aquí —exclamó Vera.
Lombard alzó los
hombros.
—Más vale tomarlo
con resignación. Estaremos a salvo antes de veinticuatro horas, confío en ello.
Si podemos sostenernos durante ese tiempo, lo lograremos.
—Será
interesante —dijo Blove— examinar la situación.
—¿Qué le ha
ocurrido a Armstrong?
—Creo que
tenemos una pieza de convicción; en el comedor no quedan más que tres negritos.
Eso indica que el doctor ha recibido su golpe de gracia.
—Entonces...
—replicó Vera—, ¿cómo es que no encuentran su cadáver?
—Han podido
echarlo al mar —observó Blove.
—¿Quién? —preguntó
Lombard—. ¿Usted? ¿Yo? Usted le ha visto anoche salir por la puerta y usted ha
venido a buscarme a mi dormitorio. Juntos hemos registrado las rocas y la casa.
¿Cómo diablos habrá tenido tiempo de matarlo y transportar su cadáver a otra
parte de la isla?
—Lo ignoro —dijo
Blove—, pero de todas maneras yo sé una cosa.
—¿Qué? —preguntó
Philip.
—Con respecto al
revólver, a él me refiero, es el de usted y aún está en su poder. Nada me
prueba que se lo robaran.
—Pero ¡qué me
está contando, Blove! Usted sabe perfectamente que todos hemos sido registrados
con escrupulosidad.
—¡Cuerno! Lo
escondió antes de que se hiciera el registro. Después lo ha recuperado.
—¡Cabeza de
mula! Le juro que he vuelto a encontrarlo en el cajón y he sido yo d primer
sorprendido.
Sin fuerzas para
convencerle, Lombard se volvió de espaldas. —No..., ¿pero por quién me toma
usted? —exclamó Blove—. ¿Voy a creer que Armstrong u otro cualquiera se lo ha
devuelto?
—No tengo la
menor idea. Todo parece insensato, esta historia DO tiene ni pies ni cabeza.
Blove prestó su
asentimiento.
—Efectivamente,
podía haber inventado usted otra mejor.
—Eso prueba que
le he dicho la verdad.
—Escúcheme,
señor Lombard; si es usted un hombre honrado como pretende serlo...
Philip le
interrumpió:
—¿Cuándo he
reivindicado ese título de honradez?
Blove continuó
imperturbable:
—Si nos ha
contado la verdad, no nos queda sino un partido que tomar. En cuanto usted
conserve ese revólver, miss Claythorne y yo estamos a merced suya. El único
medio de tranquilizarnos es el de guardar el arma con los otros objetos
encerrados en el armario.
Usted y yo
continuaremos teniendo las llaves.
Philip Lombard
encendió un cigarrillo.
Lanzó una
bocanada y dijo:
—¡No sea usted
idiota!
—¿No acepta mi
proposición?
—No; ese
revólver me pertenece... lo necesito para defenderme... y me lo guardo.
—En ese caso
debemos convenir en que...
—¿Yo soy U. N.
Owen? Piense lo que quiera. Pero si esto fuera así..., ¿por qué no le he matado
esta noche con el revólver? He tenido veinte ocasiones para hacerlo.
Blove bajó la
cabeza y dijo:
—No lo sé, lo
confieso. Sin duda tiene usted sus razones.
Vera no había
tomado la menor parte en esta discusión. Por último medió entre ambos diciendo:
—Se portan
ustedes como dos idiotas.
—¿Por qué?
—preguntó, mirándola, Lombard.
—¿Olvidan
ustedes la canción de cuna? Y con voz en la que la malicia se recalcaba,
recitó:
Cuatro negritos se fueron al
mar. Un arenque se tragó a uno de ellos Y no quedan más que Tres.
Miss Vera
continuó:
—Armstrong no ha
muerto. Se ha llevado el negrito de porcelana para hacer creer en su muerte.
Usted dirá lo que quiera... pero yo sostengo que Armstrong aún está en la isla.
Su desaparición no es más que una estratagema para desviar nuestras sospechas.
—Quizá tenga
usted razón —le dijo Lombard sentándose.
Blove objetó:
—Su
argumentación es muy sutil, pero... ¿dónde se ha refugiado nuestro hombre?
Hemos registrado la isla en todos sentidos.
Desdeñosamente
repuso miss Claythorne:
—Ustedes también
buscaron por todas partes para encontrar el revólver... sin resultado. Sin
embargo, el arma no ha desaparecido de la isla.
Lombard murmuró:
—¡Caramba! Hay
gran diferencia de tamaño entre un revólver y un hombre.
—Poco importa
—repitió Vera—, tengo la seguridad de no equivocarme. Observó Blove:
—Nuestro hombre
se ha traicionado en esta canción, hubiera podido modificar algo.
—¡No se dan cuenta
de que tratamos con un loco! Es insensato el cometer crímenes siguiendo las
estrofas de una canción de cuna. El hecho de disfrazar al juez con una cortina
roja, de matar a Rogers en el momento en que cortaba leña, envenenar a mistress
Rogers para que no se despertase más, de poner una abeja en la habitación
cuando miss Brent estaba muerta, creo no son sino crueles juegos de niños. ¡Es
preciso que todo concuerde!
—En efecto
—aprobó Blove. Reflexionó un minuto y siguió diciendo—: En este caso la isla no
tiene colección zoológica para ajustarse a la estrofa siguiente. Tendrá que
buscarla para conseguir sus fines.
La joven les
gritó:
—¡Ustedes no
saben nada! El zoo, la colección
zoológica... ¡somos nosotros! Ayer noche no teníamos nada de seres humanos, se
lo aseguro... ¡Nosotros formamos el parque zoológico!
Pasaron la
mañana sobre las rocas del acantilado dirigiendo por todas partes, con un
espejo, los rayos del sol hacia la costa. Nadie parecía ver sus señales; en
todo caso, no respondían. El tiempo era bueno, una ligera niebla flotaba. A sus
pies el mar rugía con sus olas gigantescas.
Ningún barco
aparecía en el horizonte.
Hicieron un
nuevo registro por la isla sin resultado.
Vera miró hacia
la casa y no pudo por menos de exclamar:
—Estamos mejor
aquí, al aire libre, que en la casa. No debemos volver a ella.
—Su idea es
excelente —observó Lombard—. Aquí estamos más seguros, pues vemos si alguien
sube y nos quiere atacar.
—Quedémonos aquí
—concluyó Vera.
—Me parece muy
bien —observó Blove—. Pero tendremos que ir esta noche a dormir.
—Esta idea me
horroriza —dijo Vera, estremeciéndose—. No podría soportar otra noche como la
que acabamos de pasar.
—No tenga miedo
—le consoló Lombard—. En cuanto esté usted encerrada se sentirá segura.
Vera murmuró no
muy tranquila aún:
—Quizá sí... ¡Es
muy agradable volver a ver el sol!
«¡Qué raro!
Estoy casi contenta y sin embargo sigue el peligro. Será por el aire que me da
fuerzas... y me siento invulnerable a la muerte», pensaba.
Blove miró su
reloj de pulsera.
—Las dos.
¿Comemos?
—Le repito lo de
antes —contestó Vera con obstinación—. No entraré en la casa. Me quedo aquí...
respiro a pleno pulmón.
—Vamos, no sea
así, miss Claythorne, sea razonable. Hay que tomar algún alimento para sostener
nuestras fuerzas.
—La sola idea de
una lata de lengua en conserva me produce náuseas —dijo Vera—. No quiero comer
absolutamente nada. Ciertas personas sometidas a régimen pasan a veces muchos
días sin probar bocado. —Pues yo —añadió Blove— tengo que comer tres veces al
día. ¿Y usted, Lombard?
—Tampoco me vuelvo
loco por la lengua en conserva. Haré compañía a miss Vera.
Blove dudaba si
marcharse y Vera le indicó:
—No tema por mí.
No pienso que pueda matarme Lombard, en cuanto usted vuelva la espalda. Si es
eso lo que le detiene, váyase tranquilo.
—Si así piensa,
peor para usted. Aunque no deberíamos separarnos.
—¿Es
absolutamente preciso que vaya usted a la guarida de la fiera?
—Le acompañaré
si quiere —ofreció amablemente Lombard.
—No, gracias.
Quédese aquí.
Philip se echó a
reír.
—¿Todavía sigo
dándole miedo, Blove? Pero ¿no comprende que si tuviese ganas de pegarles un
tiro ahora a los dos, nadie podría impedírmelo?
—Sí, pero esto
sería contrario al programa —observó Blove—. ¿No debemos desaparecer de uno en
uno y de cierta manera? En el fondo no me siento muy seguro al pensar que
estaré solo en la casa...
—Y —acabó
Lombard con ironía— quisiera usted que yo le prestase mi revólver, ¿verdad? No,
amigo mío, eso sería demasiado fácil. No se lo presto.
Blove alzó los
hombros y bajó la cuesta que conducía a la casa. —Esto es cual la comida de las
fieras del parque zoológico... A los animales les gusta comer a horas fijas.
—¿Es que Blove
peligra yendo a la casa? —preguntó Vera inquieta.
—No en el
sentido que usted se imagina. Armstrong no tiene armas y físicamente Blove es
dos veces más fuerte que él... A mi juicio Armstrong no está en la casa... yo
sé que no está...
—Entonces, si
Armstrong no está...
—Es Blove, sin
duda alguna —interrumpió Philip.
—¿De veras cree
usted eso?
—Escúcheme,
querida amiga. Usted ha oído la versión de Blove. Si la tiene por cierta, yo
soy inocente en absoluto de la desaparición del doctor. Sus palabras me
disculpan pero no a él. Cuenta haber oído pasos durante la noche y visto a un
hombre huir por la puerta de delante, pero todo esto pueden no ser sino
mentiras. El ha podido desembarazarse de Armstrong sin impedimento alguno dos
horas antes.
—¿De qué
manera?
Lombard encogió
los hombros.
—Lo ignoramos.
Pero si quiere creerme, sólo es temible una persona: ¡Blove...! ¿Qué sabemos
nosotros de él? Menos que nada. Probablemente no ha pertenecido nunca a la
policía. Puede ser cualquier cosa: un millonario quebrado... un hombre de
negocios chiflado... un loco fugado de un manicomio, un hecho permanece
indiscutible: que él ha podido cometer toda esa serie de crímenes.
Vera palideció y
murmuró suspirando:
—¿Y si entre
tanto... nos atacara?
Lombard
respondió dulcemente, acariciando en su bolsillo la culata de su revólver:
—Ya vigilo...
¡Esté tranquila!
Después miró a
la joven con curiosidad.
—Ha puesto usted
en mi una confianza absoluta, Vera; por ello me siento profundamente
conmovido... ¿por qué está tan convencida de que no he de matarla?
—Hay que confiar
en alguien —respondió Vera—. Creo que se equivoca usted acusando a Blove.
Desconfío del doctor.
De repente se
volvió hacia su compañero:
—¿No tiene usted
la sensación de estar espiado todo el día?
—Eso son los
nervios.
—¿Ha sufrido
también, pues, esa sensación? —insistió Vera.
Temblorosa, se
aproximó más hacia el joven.
—Dígame, ¿no
piensa usted...?
Se interrumpió,
pero al cabo de un instante, siguió diciendo:
—Una vez leí un
libro en que se trataba de dos jueces enviados por el Tribunal Supremo a un
pueblecito de América, para aplicar justicia absoluta. Aquellos magistrados
venían de un mundo sobrenatural...
Lombard enarcó
las espesas cejas y, burlándose, interrumpióla: —¿Bajaban del cielo sin duda?
No creo en lo sobrenatural. Nuestra cuestión es bien humana.
—En algún
momento lo dudo.
Philip la miró
un buen rato y declaró:
—Es el
remordimiento que la persigue.
Tras un breve
silencio, preguntó Lombard:
—Usted dejó que
el niño se ahogara, ¿no es cierto?
Vera respondió
indignada:
—¡No, no! ¡Le
prohíbo que insinúe tal cosa!
Se puso a reír
Lombard.
—¡Oh, sí!,
pequeña, yo ignoro el motivo, pero adivino un hombre en todo eso.
Una repentina
lasitud, un completo abatimiento abrumaron a la joven, que balbució con voz
monótona:
—Sí, hay un
hombre...
—Gracias..., es
todo lo que quería saber.
Vera se puso
rígida de pronto y exclamó con voz ahogada por el miedo:
—¿No ha oído,
Lombard? Creyérase un temblor de tierra.
—No, pero es
raro, se ha producido como una sacudida y hasta me parece haber oído un grito.
¿Y usted, lo oyó también? Los dos se miraron y volvieron sus ojos hacia la
casa.
—El ruido ha
venido de ese lado. Vamos a ver por qué pasa.
—No, yo no voy
—dijo ella.
—Como usted
quiera, pero yo corro para ver lo que ha sucedido.
Contra su
voluntad, Vera se resignó y le siguió.
Los dos llegaron
a la casa. La terraza parecía un sitio apacible bajo el sol. Dudaron un
instante antes de entrar por la puerta principal y dieron la vuelta a la casa
prudentemente. Descubrieron a Blove tendido, con los brazos en cruz, sobre la
terraza orientada al Este. La cabeza la tenía aplastada por un enorme bloque de
mármol blanco.
—¿Quién ocupaba
—preguntó Lombard— la habitación de encima? —Yo... Y reconozco el reloj de
mármol que estaba en mi cuarto sobre la chimenea... tenía la forma de un oso.
Y repitió
excitada:
—¡Tenía la forma
de un oso!
Philip la cogió
por los hombros y con voz ronca de cólera le dijo:
—Ahora estamos
seguros de que el doctor se oculta en algún sitio.
Esta vez no se
me escapa.
Vera le retuvo
diciéndole:
—¡Descuide, por
favor! Ahora nos toca a nosotros, pues lo que quiere es que vayamos en su
busca. Cuenta con ello.
—Tiene usted
razón, quizá —dijo Lombard, cambiando de opinión. —En este caso no me he
equivocado; ya le decía que el doctor era culpable.
—¡Si es
materialmente imposible! Blove y yo hemos registrado toda la isla palmo a palmo
y luego la casa. Hemos escudriñado todos los rincones de la casa y le juro que
no hay sitio para ocultarse en ella. ¡Es para volverse loco!
—Ustedes han
debido equivocarse.
—Quisiera
asegurarme.
—¿Usted quiere
asegurarse? Eso es precisamente lo que espera. El le tiende esta emboscada.
—No olvide que
tengo un revólver —dijo Lombard sacándoselo del bolsillo.
—Eso decía usted
también de Blove, que era más fuerte que el doctor. Pero lo que no tiene usted
en cuenta es que se trata de un loco furioso y un loco es más peligroso que un
ser normal. Desarrolla dos veces más astucia y fuerza que nosotros.
—Bueno,
quedémonos aquí —Lombard volvió a guardarse el revólver— ¿Qué vamos a hacer
cuando llegue la noche?
Vera no
respondió y Lombard continuó irritado:
—Usted no piensa
en eso.
Desesperada,
repetía maquinalmente:
—¿Qué nos
pasará, Dios mío? ¡Tengo miedo!
—El tiempo es
bueno y tendremos luna. Podemos buscar un sitio en el acantilado. Allí
pasaremos la noche y sobre todo no debemos dormirnos. Montaremos la guardia
toda la noche y si sube alguien le mataré —tras una ligera pausa—: Claro que
usted tendrá frío con ese traje tan ligero.
—¿Frío? Tendré
más frío si muero —dijo Vera con sonrisa forzada.
Se levantó y dio
algunos pasos, inquieta.
—Voy a volverme
loca si me quedo aquí inmóvil. Caminemos un poco. —Si usted quiere —asintió
Lombard.
Lentamente
anduvieron por el acantilado. El sol descendía hacia su ocaso y su luz tomaba
suaves tonalidades y les envolvía en su manto dorado.
—Lástima que no
podamos bañamos —dijo Vera sonriendo nerviosa.
Philip miraba al
mar y de repente gritó:
—¿Qué hay ahí
abajo? Usted no lo ve... cerca de esa roca... No... un poco más lejos a la
derecha.
Vera miraba
fijamente al lugar indicado.
—Diría que es un
paquete de ropa.
—¿Entonces es un
bañista? ¡Qué extraño! Creo que es un montón de algas.
—Vamos a ver qué
es —repuso ella.
—Son trajes
—anunció Lombard—. Mire, un zapato. Venga por aquí. Ayudándose con pies y manos
avanzaron sobre las rocas. Vera se detuvo y dijo:
—No son ropas...
es un hombre.
El cadáver
estaba flotando, preso entre dos piedras, donde la marea lo había lanzado
algunas horas antes. Tras un último esfuerzo, Lombard y Vera llegaron junto al
ahogado. Se inclinaron sobre la cara descolorida y lívida... las facciones
tumefactas.
—¡Dios mío! ¡Si
es Armstrong! —exclamó Lombard.
16
Dos siglos pasaron. El mundo daba vueltas y desaparecía en la
nada. El tiempo avanzaba. Millares de generaciones se sucedían.
No, solamente un
minuto acaba de pasar. Dos seres humanos estaban de pie, junto a un cadáver,
mirándole constantemente. Despacio, muy despacio, Vera Claythorne y Philip
Lombard levantaron la cabeza y sus miradas se cruzaron.
Lombard se echó
a reír.
—¿Y qué dice
usted ahora, Vera?
—No hay nadie en
la isla, nadie más que nosotros dos —respondió en voz baja.
—Precisamente. Ahora sabemos a qué atenernos. ¿No es verdad?
—¿Cómo ha podido arrojarse por la ventana en el momento preciso el oso de
mármol?
Lombard alzó los
hombros en señal de ignorancia.
—Sin duda se
trata de un caso de brujería. ¡No dirá que no ha sido bien realizado!
De nuevo sus
ojos se encontraron y Vera pensó:
«¿Cómo no se me
habrá ocurrido mirar bien su cara? Parece un lobo... con sus dientes largos y
puntiagudos.»
Lombard profirió
con una voz que semejaba un gruñido lleno de amenazas:
—Nos encontramos
frente a la verdad, y es el final, ¿comprende?
Vera respondió
con mucha calma:
—Sí, comprendo.
Su mirada
paseóse sobre el océano... el general MacArthur también había contemplado el
mar durante mucho rato... ¿Cuándo era eso...? Ayer nada más... ¿No fue
anteayer? El también pronunció la misma frase: «Esto es el fin...» y la
profirió con resignación... hasta con alegría.
Pero Vera se
sublevaba ante el recuerdo.
—No, no, esto no
será el fin.
Bajando los ojos
hacia el cadáver, murmuró:
—¡Pobre doctor
Armstrong!
Lombard mofóse:
—¿Qué significa
eso ahora? ¿Piedad?
—¿Por qué no?
—replicó Vera—. ¿Usted no siente ninguna piedad?
—En todo caso no
la tengo por usted. ¡No lo piense!
La joven se
inclinó hacia el cadáver y dijo:
—Hay que
llevarlo a la casa.
—En compañía de
los demás. Así todo estará en orden —dijo Lombard con ironía—. Yo no lo tocaré.
Se puede quedar aquí.
—Lo menos que
podemos hacer —dijo Vera— es subirle un poco más sobre las rocas, fuera del
alcance de las olas de la marea alta, para que no se lo lleven.
Lombard se echó
a reír.
—¡Bueno!
Se inclinó y
tiró del cuerpo de él. Vera, para ayudarle, se apoyó en su compañero.
Consiguieron, tras grandes esfuerzos, sacar el cuerpo y ponerlo en el nivel
superior de las rocas, al abrigo de las olas.
Lombard se
enderezó y dijo a su compañera:
—Estará usted
satisfecha, ¿no?
—Sí,
perfectamente.
El tono de voz
que empleó hizo volverse a Lombard. Cuando llevó la mano al bolsillo del
revólver notóle vacío.
Habiendo
retrocedido dos pasos, Vera tenía el revólver en su mano.
Lombard dijo con
aire burlón:
—¿Es por eso por
lo que quería ser piadosa? ¿Se propuso robarme el revólver?
Vera asintió con
la cabeza, pero su mano sujetaba con firmeza la pistola.
Ahora rondaba la
muerte alrededor de Lombard. Jamás la sintió tan cerca. Sin embargo, no se
declaró vencido. Con voz autoritaria le ordenó:
—Devuélvame el
revólver.
Vera, a su vez,
se echó a reír.
—Ande,
devuélvamelo —insistió Lombard.
Su cerebro funcionaba con lucidez. ¿Qué haría? ¿Hablaría
cariñosamente a Vera para desvanecer sus temores o quitárselo por sorpresa?
Toda su vida
había escogido el riesgo. Esta vez también adoptó su método favorito.
Calmoso y
decidido a usar argumentos convincentes, le dijo:
—Escúcheme,
querida amiga, escuche bien...
En ese momento
se abalanzó sobre ella... tan rápido como la pantera...
Instintivamente
Vera apretó el gatillo.
El cuerpo del
joven, herido en pleno salto, cayó pesadamente sobre las rocas.
Vera se acercó
revólver en mano, dispuesta a tirar por segunda vez.
Pero esta
precaución fue inútil...
Philip Lombard
estaba muerto... de una bala en el corazón.
Vera experimentó
un delicioso alivio.
Su pesadilla
desaparecía al fin. No tenía que temer más y sus nervios se tranquilizarían.
Estaba sola en
la isla. ¡Sola con nueve cadáveres...! ¡Qué le importaba! ¿No estaba ella viva?
Sentada sobre
las rocas disfrutaba de una felicidad absoluta. Una serenidad perfecta... ¡Nada
que temer!
Cuando el sol se
puso, Vera se decidió a entrar en la casa. La reacción la había hasta entonces
paralizado, pues todos sus pensamientos estaban concentrados en esa sensación
reconfortante de seguridad...
De momento
sentía necesidad de comer y de dormir. Deseaba sobre todo echarse sobre la cama
y sumergirse en un profundo sueño... durante horas y horas.
Mañana podrían
venir en su socorro. Pero no se inquietaba, pues quería quedarse en la isla
ahora que estaba sola.
¡Oh! ¡Cómo
saboreaba esta paz tan deseada! Se levantó y volvió los ojos hacia la casa. ¡No
tener miedo! Esta casa moderna y elegante no le inspiraba ya terror alguno.
Unas cuantas horas antes no podía mirarla sin temblar.
¡El miedo! ¡Qué
cosa más rara!
Entretanto, ella
había dominado sus temores. Había triunfado. Gracias a su presencia de ánimo y
a su sangre fría se volvieron los papeles anonadando al que amenazaba con
arrebatar su vida.
Vera se dirigió
hacia la casa.
Por occidente el
cielo se estriaba en bandas rojas y naranjas. Todo en la Naturaleza respiraba
belleza y paz.
Vera pensaba:
«¡Quizás esto no
sea sino un mal sueño!»
Se sentía
cansada, terriblemente cansada. Le dolía el cuerpo; sus párpados se cerraban...
no temer a nadie... dormir... dormir... ¡Oh!
¡Dormir!
¡Dormir
tranquila, ya que estaba sola en la isla!
«Un negrito se
encontraba solo.»
Entró en la casa
por la puerta principal. Todo está en calma. «Dudaría dormir en una casa donde
en cada cuarto hay un cadáver.» Pero ahora...
¿Iría ante todo
a la cocina a comer algo? Dudó un instante y renunció. No podía, su cansancio
era muy grande. Pero antes de subir entró en el comedor y vio tres negritos de
porcelana que quedaban aún en el centro de la mesa.
Se echó a reír
diciendo:
—Me parece que
os habéis retrasado, mis pequeños amigos. Cogió dos y los tiró por el ventanal.
Se rompieron en la terraza, y recogiendo el tercero le habló así:
—Ven conmigo,
pequeño. Hemos ganado la partida... ¡la hemos ganado!
El vestíbulo no
estaba iluminado más que por la débil luz del crepúsculo. Subió las escaleras
despacio con el negrito en su mano.
El cansancio
entorpecía sus pasos.
Un negrito se encontraba
solo.
¿Cómo termina
esa canción? ¡Ah; ya me acuerdo!
Se casó y no quedó ninguno.
¡Casarse! ¡Qué
raro! Tuvo nuevamente la impresión de que Hugo estaba en la sala... Sí, Hugo
estaba allí, esperándola. «¡No seas tonta! ¡Estás fatigada! Tu cabeza ve
visiones.»
Llegada a lo
alto de la escalera, Vera dejó escapar de su mano un objeto cuya caída fue
amortiguada por la espesa alfombra. No se percató de que acababa de dejar caer
el revólver. No pensaba más que en el negrito que sujetaba entre sus dedos.
Hugo la esperaba
en su cuarto.
Un negrito se
encontraba solo.
¿Qué decía,
pues, la última línea de la canción de cuna? Se hablaba de matrimonio... No,
esto no es aquello.
Estaba ante la
puerta de su propio dormitorio. Dentro la esperaría Hugo... estaba segura...
Al abrir la
puerta dio un grito de sorpresa.
«¿Qué es lo que
colgaba del techo? Una cuerda con nudo corredizo preparado y una silla para
subirse. ¡Una silla que caería con un simple puntapié...! Era eso lo que quería
Hugo.
¡Claro! el final
de la canción era:
Y se ahorcó y no quedó
ninguno.
El negrito de
porcelana se le cayó de la mano sin darse cuenta.
Vera avanzaba
como un autómata.
¡Todo se iba a
terminar!
¡En este mismo
sitio en que una mano húmeda y helada (la mano de Cyril, naturalmente) le había
rozado la garganta.
Puedes nadar hasta las
rocas, Cyril...
¡He ahí lo que
fue un crimen! ¡Nada difícil!
Pero en seguida
tortura el remordimiento.
Subió sobre la
silla con los ojos bien abiertos y fijos como los de una sonámbula. Se pasó el
nudo corredizo alrededor del cuello. «Hugo estaba esperando a que ella lo
hiciese.» Con un puntapié tiró la silla.
Epílogo
Sir Thomas Legge, subjefe de policía de Scotland Yard, dijo
enfadado:
—Pero ¡esa
historia es increíble!
El inspector
Maine respondió deferente:
—Ya lo sé,
jefe.
El subjefe
continuó:
—¡Diez personas
muertas y ningún ser viviente en la isla del Negro!
¡Eso es absurdo!
—Esto es lo que
hemos comprobado —replicó impasible Maine.
—¡Pardiez! Pero
alguien debe de haberles matado.
—Eso es lo que
nos extraña, jefe.
—¿Alguna
indicación en el oficio que ha enviado el médico forense?
—No, jefe.
Wargrave y Lombard han sido asesinados de un tiro de revólver. El primero en la
cabeza y el segundo en el corazón. Miss Brent por la absorción de una dosis muy
fuerte de cianuro. Mistress Rogers envenenada con cloral por la dosis excesiva
como soporífero. Rogers con la cabeza partida por un hacha. Blove aplastado su
cráneo por un bloque de mármol. Armstrong ahogado. MacArthur fractura del
cráneo por un golpe en la nuca y Vera Claythorne, colgada. —¡Buen asunto! ¿Y no
ha podido obtener alguna información por los habitantes del pueblo? ¡Deben de
saber alguna cosa! El inspector Maine alzó los hombros con aire de duda.
—Es un
pueblecito de pescadores. Saben que la isla fue comprada por un tal Owen y eso
es todo.
—¿Quién adquiría
los víveres y tuvo cuidado del transporte de los invitados?
—Un tal
Morris... Isaac Morris.
—¿Y qué dice de
todo esto?
—No puede decir
nada porque ha muerto.
El semblante de
sir Legge se oscureció.
—¿Tenemos datos
sobre ese Morris?
—Sí, y no muy
buenos. No era un tipo muy recomendable. Estuvo complicado en el asunto de
Benito hace tres años... estamos seguros, aunque no tenemos pruebas. También
estuvo mezclado en el tráfico de estupefacientes, aunque por ahora tampoco
tenemos pruebas.
Este Morris era
un hombre extremadamente prudente.
—¿Y era él quien
compraba para la isla del Negro?
—Sí, pero decía
hacerlo por cuenta de un tercero, un cliente anónimo. —Pero si hojeamos sus
cuentas podríamos descubrir algo.
—Se ve que no
conocía usted a Morris —dijo el inspector sonriendo—. Falsificaba las cifras
mejor que un experto contable y no veríamos nada. Ya sabemos algo de eso desde
el asunto de Benito. Ha debido embrollar las cuentas para que no descubriésemos
nada.
Suspiró el jefe
de policía y Maine prosiguió:
—Morris se
cuidaba de todos los detalles —continuó Maine— con los proveedores, presentándose
como representante de mister Owen. Fue él el que explicó a la gente del pueblo
que se trataba de una prueba: «Unos amigos habían apostado vivir ocho días en
una isla desierta...» Habían entonces recomendado a los pueblerinos que no
hicieran caso de las llamadas que pudieran hacer los de la isla del Negro.
Descontento el
jefe de policía se removió en su sillón.
—¿Usted quería
hacerme creer que esas gentes no han sospechado nada?
—Usted olvida,
jefe —respondió Maine—, que la isla del Negro perteneció antes al joven Elmer
Robson, el millonario americano. Daba recepciones fastuosas. Al principio los
habitantes del pueblo se extrañaban, pero acabaron por acostumbrarse a las
extravagancias que pasaban en la isla. Si se reflexiona, esta actitud de los aldeanos
es lo más natural, jefe. Este asintió contrariado.
—Fred Narracott
—continuó Maine—, que condujo los invitados a la isla, me hizo una observación
muy significativa. Se extrañó de la clase de invitados de mister Owen. No
tenían nada de común con la clase de amigos del joven Robson. Les juzgó
tranquilos y tan normales, que a pesar de las órdenes de Morris se fue a la
isla en cuanto oyó hablar de sus S.O.S.
—¿Cuándo fueron
Narracott y sus hombres en su socorro?
—Las señales
fueron percibidas el 11 por la mañana por un grupo de boy-scouts. Ese día fue
materialmente imposible llegar a la isla por el estado del mar. Sólo se pudo
abordar en la tarde del 12. Todos afirman que nadie pudo salir de la isla antes
de la llegada de la canoa de socorro. Durante la tempestad, el océano estaba
enfurecido. Hay una distancia de kilómetro y medio de la isla a la costa y las
olas estallaban fuertemente contra los acantilados. Además, un grupo de
boy-scouts y de pescadores estaban en las rocas mirando la isla y observando
los alrededores.
—A propósito
—preguntó el subjefe—; ese disco del gramófono que encontró en la casa, ¿no le
ha servido de nada?
—Lo he
averiguado. Fue hecho por un establecimiento especializado en accesorios para
teatro y cine. Lo enviaron a U. N. Owen por mediación de mister Isaac Morris,
para una pieza teatral que unos aficionados iban a representar por primera vez.
El manuscrito fue remitido con el disco. —¿Y qué decía el disco?
—Según las
revelaciones emitidas por el gramófono he hecho una investigación a fondo sobre
todos los interesados, empezando por el matrimonio Rogers, que fueron los
primeros en llegar a la isla. Estos habían estado sirviendo a una tal miss
Brady, que murió de repente. No he podido sacarle gran cosa al doctor que la
asistió. Según él, no envenenaron a la vieja, pero cree que murió debido a una
negligencia de sus criados. Y añadió que era una cosa imposible de probar.
Continué con el juez Wargrave. No hay nada que decir de él. Condenó a muerte a
Seton y sabemos que era el culpable y la prueba más fehaciente la tuvimos
después de su muerte. Sin embargo, durante el proceso la gente creía que era
inocente y acusaba al juez de encubrir una venganza personal. La joven
Claythorne, según mis investigaciones, estaba de institutriz con una familia y
el niño se ahogó. Nadie dice que ella fue la culpable, pues trató de socorrer
al pequeño. Se tiró al mar y fue arrastrada por la corriente hacia dentro,
salvándose de milagro. —Siga, siga —apremió el jefe.
—El doctor
Armstrong era un médico de moda de una integridad indiscutible; muy competente
en su profesión. Imposible acusarlo de una operación ilegal. Sin embargo
estaba, en el año 1925, en el hospital de Leithmore y una mujer llamada Cloes
fue operada por él de apendicitis y murió en la sala de operaciones. Puede ser
que no tuviese aún mucha experiencia... pero no puede calificarse de crimen una
torpeza. Después viene miss Emily Brent. Beatriz Taylor estaba a su servicio.
Viendo que estaba embarazada, la echó de su casa y la joven, desesperada, se
arrojó al río. El acto de miss Brent no era caritativo, pero tampoco se puede
calificar de crimen.
—Por lo que veo,
el rasgo esencial y común a todas las víctimas — interrumpió sir Legge— es que
son criminales cuyas faltas escapan a la justicia. Continúe, por favor.
—El joven
Marston era un conductor de la peor especie. Por dos veces tuvimos que quitarle
el permiso de conducir. Deberíamos haberle suspendido definitivamente. Los dos
niños John y Lucy Comes fueron atropellados por él no lejos de Cambridge.
Amigos suyos declararon a su favor y se salvó pagando una multa. En cuanto al
general MacArthur, nada definitivo pesa sobre él. Una brillante hoja de
servicios... conducta ejemplar y valiente durante la Gran Guerra. Arthur
Richmond servía en Francia bajo sus órdenes y fue muerto en un ataque. Eran
buenos amigos. En esa época las equivocaciones eran corrientes, pues ya sabe
usted que muchos oficiales y soldados fueron sacrificados inútilmente... Sin
duda se trató de un caso parecido. Llegarnos a Philip Lombard. Ese hombre ha
estado mezclado en muchos escándalos en el extranjero. Una o dos veces rozó la
cárcel. Tenía la reputación de un hombre sin escrúpulos. Uno que no retrocede
para nada ante muchos crímenes a condición de sentirse al abrigo de las leyes.
Llegó el turno a Blove; éste pertenecía a nuestra corporación.
—Blove —le
interrumpió sir Thomas— era un sinvergüenza. Siempre lo he juzgado así. Pero
sabía salir bien de los asuntos. Estoy convencido de que fue un perjuro en el
asunto de Landor. Su conducta me decepcionó mucho, pero no pude descubrir
ninguna prueba contra él. Encargué a Harris que hiciese una investigación y no
encontró nada anormal. Pero mi opinión sigue siendo la misma. No era una
persona honrada.
Después de una
pausa, sir Thomas Legge continuó:
—Entonces usted
dice que Isaac Morris ha muerto. ¿Cuándo ocurrió? —Esperaba esta pregunta,
jefe. Morris murió durante la noche del 8 de agosto. Tomó una dosis excesiva de
soporíferos. Nada indica si fue accidente o suicidio.
El subjefe de
policía le preguntó:
—¿Quiere usted
saber mi opinión?
—La adivino
algo, jefe.
—La muerte de
Morris me parece ocurrir en un momento demasiado oportuno.
El inspector
afirmó con la cabeza y dijo:
—También yo
opino como usted, jefe.
Sir Thomas Legge
dio un fuerte puñetazo sobre la mesa y dijo excitado:
—Toda esta
historia es absurda, es increíble... inadmisible que diez personas sean
asesinadas en una roca en medio del mar... y que ignoremos quién ha cometido el
crimen, en qué circunstancias y con qué motivo.
—Permítame
contradecirle, jefe —dijo Maine—, sobre este último motivo. Sabemos por qué ese
hombre ha matado. Seguramente es un loco imbuido en buscar criminales que la
justicia ordinaria no podía castigar. Escogió a diez; que fuesen culpables o
inocentes a nosotros poco nos importa.
—¿Que no nos
importa? —interrumpió sir Thomas—. Me parece... Se interrumpió. El inspector
Maine esperaba respetuosamente. Legge bajó la cabeza.
—Continúe
inspector. Durante un minuto he tenido una especie de intuición... creí estar
sobre la pista, pero por desgracia se me ha escapado. Continúe, Maine.
—Nuestro
maniático reunió en la isla del Negro a diez personas... digamos condenados a
muerte. Fueron ejecutados por U. N. Owen, quien cumplió su deseo, y se evaporó
como el humo.
El jefe hizo
notar:
—Esto sería un
caso prodigioso de magia, Maine. Pero seguramente no tiene otra explicación.
—Usted se
imagina, jefe, que si este hombre se encontraba en la isla, no ha podido
materialmente abandonarla y siguiendo las notas escritas por los interesados
este mister Owen no desembarcó jamás en la isla del Negro. Sólo queda una
solución visible: ¡que Owen era uno de los diez!
Sir Thomas hizo
un gesto de conformidad.
—Ya pensamos en
ello —añadió Maine—, pero por más que examinamos la situación de todos desde
puntos de vista diferentes, seguimos sin saber, en parte, lo que tenía su
diario; el juez Wargrave dejó algunas notas... muy breves, de su estilo
jurídico, pero claras. Blove también ha dejado escrito algo. Concuerdan sus
visiones en algún punto. Las muertes se sucedieron en este orden: Marston,
mistress Rogers, MacArthur, Rogers, miss Brent, Wargrave. Después de la muerte
del juez, Vera Claythorne escribió en su diario que Armstrong se había ido de
la casa por la noche y que Blove y Lombard corrieron en su busca. En el carnet
de Blove se lee esta nota: "Armstrong ha desaparecido." Ahora, jefe,
habida cuenta de todos estos detalles parecería que pudiésemos encontrar una
solución satisfactoria. El doctor estaba ahogado, recordémoslo. Supuesto que
Armstrong era el demente, ¿qué le impidió matar a sus nueve compañeros y
tirarse al mar desde lo alto de los acantilados o quizá que intentase llegar a
nado y murió en la tentativa? Esta solución parecería excelente si no pecase de
un defecto. Hay que tener en cuenta el certificado del médico forense.
Desembarcó en la isla el 13 de agosto por la mañana. Sus conclusiones no nos
han hecho avanzar mucho en la encuesta. Todo lo que nos ha podido aclarar es
que esas personas estaban muertas hacía unas 36 horas al menos. En lo referente
al doctor ha afirmado categóricamente que el cadáver había estado ocho o diez
horas sumergido en el agua antes de ser lanzado contra las rocas. Que es lo
mismo que decir que fue ahogado la noche del 10 al 11, y voy a darle algunos
detalles. Hemos descubierto el sitio donde estuvo el cadáver cuando le llevaron
las olas... fue apresado entre dos rocas y hemos recogido trozos de tela y
cabellos. La marea alta alcanzó el cuerpo el 11, hacia las once de la mañana.
Después la tempestad se calmó y las señales dejadas por la marea siguiente son
muy bajas. Usted podrá suponer que Armstrong se deshizo de los otros tres antes
de tirarse al agua, pero hay todavía algo más: el cadáver del doctor fue
arrastrado sobre las rocas, que están encima de donde llega la marea alta. Lo
encontramos en un sitio inaccesible a las mareas y reposaba estirado sobre las
rocas con las ropas en orden. Luego, eso nos demuestra que alguien vivía en la
isla después de la muerte de Armstrong.
Después de una
pausa, Maine continuó:
—El 11 por la
mañana he aquí la situación: el doctor ha desaparecido y se ha ahogado. Nos
quedan tres personas: Blove, miss Vera y Lombard. Este último, su cadáver, se
encuentra cerca de las rocas donde yacía Armstrong, con un tiro en el corazón.
A miss Claythorne la encontramos colgada en su cuarto y el cuerpo de Blove en
la terraza con la cabeza destrozada por un reloj de mármol que le tiraron
seguramente desde una ventana.
—¿A quién
pertenecía esa ventana? —preguntó bruscamente el jefe. —A la habitación de miss
Claythorne. Consideremos separadamente cada paso. Primero Lombard. Supongamos
que haya tirado contra Blove el mármol, que luego haya cogido y colgado a la
joven, y después, yéndose hacia el mar, se pega un tiro. Pero en ese caso, ¿quién
cogió el revólver? Pues lo hemos encontrado delante de la puerta de la
habitación de Wargrave.
—¿Han encontrado
huellas digitales?
—Sí, jefe. Las
de miss Vera.
—Pero,
entonces...
—Adivino lo que
quiere decir, jefe. Que Vera mató a Lombard, se llevó el revólver a la casa,
tiró sobre Blove el pedazo de mármol y después se colgó. Esta suposición sería
admisible hasta cierto punto. En su cuarto, sobre una silla, se encuentran las
mismas marcas que sobre sus zapatos, lo que prueba que subió sobre la silla,
pasó la cuerda alrededor de su cuello y tiró la silla de un puntapié. Pero,
fíjese, jefe. La silla no estaba caída en
el suelo, sino como las demás, contra la pared. Luego fue puesta en su
sitio después de la muerte de Vera Claythorne por alguien. Queda Blove. Si usted me dice que después de haber
matado a Lombard y colgado a Vera salió y se hizo caer encima de su cabeza ese
bloque de mármol por algún medio, cuerda u otra cosa, le aseguro, jefe, que no
le creería. Un hombre no se mata de esta manera, y menos Blove, que no estaba
sediento de justicia. Nosotros le conocíamos bien para poder afirmarlo.
Sir Thomas Legge
le dijo:
—Estoy de
acuerdo con usted.
—En
consecuencia, jefe, alguien debía estar en la isla además. Ese puso todo en
orden una vez terminado su trabajo fúnebre. Pero ¿dónde se ocultaba y cómo se
ha ido? Los habitantes de Sticklehaven están absolutamente seguros de que nadie
ha podido irse de la isla antes que llegase la canoa de salvamento... Pero en
ese caso...
Se interrumpió.
Repitió sir
Thomas como el eco:
—Pero en ese
caso...
El inspector
suspiró, inclinó la cabeza y echándose hacia delante, preguntó:
—Pero en ese
caso, diga, ¿quién los ha asesinado?
Documento manuscrito enviado a Scotland Yard por el capitán del
barco «Ehna Juana»
Tengo una
naturaleza muy compleja y de una imaginación exuberante. Cuando era niño me
entusiasmaban las novelas de aventuras y me apasionaba por los relatos marinos
en los que un documento muy importante se introducía en una botella y se la
confiaba a las olas del océano.
Este
procedimiento conserva todavía a mis ojos su romanticismo y es por ello que hoy
lo he adoptado. Hay una probabilidad contra ciento de que mi confesión escrita
sobre estas páginas y puesta dentro de una botella lanzada al mar esclarezca un
día el misterio de los diez cadáveres encontrados en la isla del Negro, y que
éste haya permanecido hasta ahora inexplicable. (¿Puedo vanagloriarme?)
Desde mi
infancia, me he complacido en ver morir o dar yo mismo la muerte. Yo buscaba a
las avispas para destruirlas y toda clase de insectos perjudiciales en el
jardín de mis padres. Sentía una cierta alegría sádica por matar...
Por otra parte,
sorprendente contradicción, estoy imbuido en un muy elevado sentido de la
justicia y me subleva la idea de que un ser inocente pueda sufrir y morir por
mi culpa. Siempre he deseado el triunfo del Derecho.
Una mentalidad
como la mía debía guiarme para escoger una profesión, y así entré en la
Magistratura. Ahí mis deseos de justicia se desarrollaron y me apliqué
concienzudamente al castigo del crimen. Cuanto más avanzaba en mi carrera y
llegué a presidir los Tribunales, no tenía ningún placer en ver a un inocente
en el banquillo de los acusados. Reconozco que gracias a la habilidad y celo de
los policías, la mayor parte de los acusados eran culpables de los crímenes que
les imputaban.
Ese fue el caso
de Edward Seton. Su actitud y sus maneras impresionaron favorablemente al
jurado. Pero las pruebas recogidas en el sumario no dejaban ningún resquicio a
dudar de su culpabilidad. Abusando de la confianza de una vieja, Seton la había
asesinado.
Me he creado la
reputación de conducir a la gente al patíbulo con alegría. Nada más falso.
Constantemente me esforzaba por respetar la verdad con la exposición final que
precede a las deliberaciones del jurado.
Desde hace
algunos años he comprobado en mí un cambio; deseaba actuar más que jugar...
quería cometer yo mismo un crimen. Deseo comparable, quizás, al esfuerzo de un
artista por exteriorizarse. Me era necesario cometer un crimen... pero un
crimen sensacional... fantástico.
Mi sentimiento
innato de la justicia intervino en la elección de la víctima; un inocente no
debía sufrir.
Una idea
extraordinaria brotó en mi cerebro en una conversación que tuve por casualidad
con un médico. Me hacía observar que muchos crímenes escapan a la justicia y
quedan impunes.
Citaba como
ejemplo el caso de una solterona que acababa de morir. Su cliente tenía a su
servicio un matrimonio que le había dejado morir, omitiendo a conciencia el
darle la medicina prescrita por él. Esos servidores, herederos de una bonita
suma, se escapaban a toda persecución judicial. No obstante, el médico estaba
convencido de su culpabilidad.
Esta confidencia
me abrió nuevas perspectivas insospechadas. Decidí cometer no un solo crimen,
sino una serie de ellos.
Una canción de
cuna aprendida en mi niñez volvió a mi espíritu, la ronda de los Diez Negritos.
Apenas tenía yo diez años y me sorprendió la suerte reservada a esos diez
negritos, cuyo número disminuía a cada copla.
Me puse en busca
de mis víctimas.
En un sanatorio
donde estuve algún tiempo para operarme, una enfermera, inscrita en una
sociedad contra el alcoholismo, me cuidaba. Para demostrarme los efectos
perniciosos del alcohol, me citaba el caso ocurrido hace muchos años en el
hospital de Londres; un médico alcoholizado había matado a una mujer que estaba
operando. Yo le pregunté en qué hospital había trabajado y pude documentarme
sobre el homicidio por imprudencia que había cometido el doctor Armstrong.
Una conversación
entre dos oficiales retirados, en mi casino, me puso sobre la pista del general
MacArthur.
Un individuo
recientemente venido de las orillas del Amazonas me reveló las aventuras de un
cierto Philip Lombard.
La historia
puritana de Emily Brent y su desgraciada criada me la contó en la isla de
Mallorca un compatriota, indignado con la solterona, por su corazón de
piedra.
En cuanto al
inspector Blove, cayó en mis manos cuando unos colegas discutían sobre el
juicio de Landor.
Por último
descubrí el caso de Vera Claythorne en una travesía que hice por el Atlántico.
A una hora tardía de la noche me encontraba solo en el salón de fumar con un
joven distinguido y de facciones agradables, llamado Hugo Hamilton. Parecía
estar triste, y para ahogar sus penas bebía muchos licores. Hallábase en el
momento de las confidencias. Sin grandes esperanzas de hacer descubrimientos
sensacionales, empecé mi acostumbrado interrogatorio. La respuesta del joven me
sorprendió y me acuerdo textualmente de sus palabras: —Tiene usted razón —me
dijo—. El crimen no es lo que se imagina de ordinario. Para matar a una persona
no es necesario administrar arsénico o empujarle desde lo alto de un
acantilado...
Se inclinó hacia
mí y mirándome fijamente continuó:
—He conocido a
una criminal... la he conocido muy bien... pues la quería con locura... Algunas
veces pienso en ella. El lado dramático del asunto es que ella cometió el
crimen más o menos por mí. Las mujeres son a veces diabólicas. Jamás hubiese
creído que esa joven tan amable, cariñosa, en fin, un ángel de dulzura, era
capaz de enviar un niño a bañarse, para dejarle a conciencia que se ahogara.
—¿Está usted
seguro —le repliqué— que se trata de un crimen?
Hugo parecía
salirse de la influencia del alcohol y me dijo:
—Absolutamente
seguro. Nadie más que yo lo ha pensado. En el mismo instante en que la miré leí
la verdad en sus ojos. La culpable comprendió que había visto con claridad su
alma. No se dio cuenta que yo adoraba al pequeño.
Hugo se calló...
pero me fue fácil reconstruir toda la tragedia.
Me hacía falta
una décima víctima. La encontré en un hombre llamado Morris que, entre otras
cosas, se dedicaba al tráfico de estupefacientes. Sabía que era culpable de
haber iniciado en el uso de las drogas a la hija de un amigo mío. La joven
murió a la edad de veintiún años.
Como
consecuencia de una entrevista que tuve con un médico de Harley Street tomé la
resolución de realizar mi idea. Antes he dicho que sufrí una operación y el
especialista decía que una segunda sería inútil.
Comprendí que no
podía curarme y que al final llegaría la muerte lenta y dolorosa. Decidí vivir
intensamente hasta la hora fatal. Me hice propietario de la isla del Negro por
intermedio de Morris sin que se descubriese mi personalidad.
Según todos los
datos recogidos sobre mis futuras víctimas, les tendí el anzuelo apropiado a
cada una de ellas y, conforme a mis previsiones, todos desembarcaron el 8 de
agosto en la isla del Negro.
Yo me mezclé con
ellos en calidad de invitado.
La suerte de
Morris estaba ya echada de antemano.
Como sufría de
indigestión le ofrecí, antes de mi salida de Londres, una píldora para que la
tomase por las noches al acostarse. Le dije que le sentaría muy bien sobre los
jugos gástricos. La aceptó sin ninguna desconfianza. Le conocía lo bastante
para saber que no dejaría ningún documento comprometedor.
Con cuidado
meticuloso preparé el orden de los crímenes entre mis invitados. Primero
desaparecían los menos culpables. De esta forma los sufrimientos mentales
prolongados serían reservados a los más culpables.
Anthony Marston
y la señora Rogers fueron los primeros. Estaba seguro de que la mujer de Rogers
había cedido bajo la influencia de su marido, el principal responsable de su
crimen.
Se puede
adquirir cianuro de potasa para destruir las avispas. Llevé una pequeña dosis
que puse en el vaso de Marston cuando el disco del gramófono se oía.
Sería inútil
añadir que durante esta ocupación observaba a mis invitados. Mi larga
experiencia del tribunal me permitió afirmar, sin duda alguna, que todos tenían
un crimen sobre su conciencia. En mis recientes crisis, muy dolorosas, el
médico me recetó una ligera dosis de cloral para dormir.
Había suprimido
este soporífero y lo guardaba hasta que tuve una cantidad suficiente para poder
matar a una persona.
Cuando Rogers
trajo el coñac para su mujer, lo dejó sobre la mesa. En esos momentos, las
sospechas no habían nacido en nuestro grupo y me fue fácil echarlo en el vaso
cuando pasaba al lado de la mesa. El general MacArthur murió sin sufrimientos.
Escogí el momento oportuno para irme de la terraza y deslizarme sin ruido
detrás de él.
Como estaba
ensimismado en sus pensamientos no me oyó llegar. Tal como lo había previsto,
registraron la isla de arriba abajo. Todos convinieron en que no éramos más que
siete en la isla, lo que provocó entre ellos un ambiente de sospechas.
Según el plan
trazado debía procurarme un cómplice cuando las sospechas hubiesen aparecido.
Escogí al doctor Armstrong para desempeñar este papel. Todas sus sospechas se
dirigían sobre Lombard y yo pretendí compartir su punto de vista. Le expuse una
estratagema con el fin de coger al criminal en la trampa. Armstrong no vio con
claridad mi juego.
El diez de
agosto por la mañana mataba a Rogers cuándo cortaba leña para encender el
fuego, golpeándole por detrás. Rebusqué en sus bolsillos y encontré la llave
del comedor, que había cerrado por la noche.
Aprovechando la
emoción suscitada por el encuentro del cadáver me deslicé en el cuarto de
Lombard y le sustraje el revólver. Sabía que tenía uno, pues según mis
instrucciones a Morris, éste debía sugerirte que llevase un arma.
Cuando el
desayuno, al llenar la taza de miss Brent, eché en ella lo que quedaba del
cloral. Nos fuimos del comedor todos menos la solterona. Más tarde entré de
puntillas en el comedor. Emily Brent parecía inconsciente y me fue muy fácil ponerle una inyección de cianuro. El soltar la
abeja me pareció pueril, pero me divirtió. Me esforzaba lo más posible por
seguir las estrofas de la canción de cuna.
Después de la
muerte de miss Brent, sugerí que debíamos registrarnos y así se hizo minuciosamente.
Yo había ocultado en un lugar seguro el revólver y no tenía ya ni cianuro ni
cloral.
Propuse en
seguida al doctor poner en práctica nuestro proyecto. Se trataba solamente de
simular mi muerte. A los ojos de los demás —le dije al doctor— debía pasar por
la próxima víctima, lo cual haría que el asesino se alarmase y a mi me
permitiría ir y venir tranquilamente para espiar al criminal desconocido.
Esta idea
entusiasmó al tonto de Armstrong y fue todo preparado. Un emplaste de barro
colocado en la frente, la cortina escarlata del cuarto de baño y los ovillos de
lana de miss Brent eran los accesorios para la decoración. Nos iluminaríamos
con velas y el doctor no dejaría acercarse a nadie.
Todo ocurrió
como esperaba. Miss Claythorne dio unos gritos de pánico al contacto con la
cuerda de algas. Todos se lanzaron a la escalera y yo me aproveché para tomar
la actitud de un juez asesinado.
El efecto
producido sobrepasó todas mis esperanzas. Armstrong desempeñó soberbiamente su
papel. Me llevaron a mi cuarto y me dejaron en la cama, no cuidándose ya más de
mi persona. Cada uno tuvo miedo indecible de sus compañeros.
Había dado cita
al doctor fuera de la casa a las dos de la madrugada. Le llevé a lo alto de los
acantilados que hay tras la casa, al abrigo de miradas indiscretas —pues las
ventanas de las habitaciones daban sobre la fachada—, y desde donde veríamos si
venía alguien por nuestro lado.
De repente lancé
una exclamación e invité al doctor a que se acercase al borde para darse cuenta
de si había una cueva más abajo. Sin desconfiar, se inclinó y no tuve más que
empujarle para precipitarle al mar.
Volví a la casa
y sin duda mis pisadas las oyó Blove. Entré en el cuarto de Armstrong para
volver a salir y producir esta vez ruido suficiente para que me oyesen.
Una puerta se
abrió y bajé la escalera. Debieron verme cuando salía. Un minuto o dos pasaron
antes de que los dos hombres se lanzaran a mi captura. Di la vuelta a la casa y
entré por la ventana del comedor, que había dejado abierta. Después de cerrarla
rompí el cristal y subí a echarme en mi cama «para hacer el muerto».
Era fácil prever
que de nuevo registrarían la casa para ver si se escondía el doctor, pero sin
examinar detenidamente los cadáveres. Lo necesario para asegurarse que
Armstrong no les jugaba una mala pasada al sustituirse por una de las víctimas.
Olvidaba decir
que el revólver lo puse en la mesilla de noche de Lombard. Lo tuve escondido en
el armario de la cocina que contenía muchas conservas, dentro de un bote de
bizcochos de los que estaban debajo, pues pensaba que no iban a abrirlos todos.
La cortina, muy
bien doblada, la puse debajo del tapiz persa que recubría el asiento de una de
las sillas del salón y la lana en el cojín de la butaca después de haberle
hecho una abertura.
Llegó entonces
el momento que esperaba con más ansiedad; quedaban sólo tres personas en la
isla, horrorizadas las unas de las otras y podía ocurrir lo peor... y una tenía
revólver.
Los espiaba
desde las ventanas de la casa y cuando vi a Blove acercarse solo, cogí el
bloque de mármol dispuesto al borde de la ventana. Así acabé con Blove.
Vi cómo Vera
Claythorne descargaba el revólver sobre Lombard. Estaba seguro que esa joven
audaz era de la talla de Lombard para enfrentarse con él.
Inmediatamente
dispuse la decoración en el cuarto de Vera y esperaba ansiosamente el resultado
de esta experiencia psicológica. La tensión nerviosa producida por el homicidio
que acababa de realizar, la fuerza hipnótica del ambiente y los remordimientos
de su falta, ¿serían suficientes?
No me engañé. Se
ahorcó delante de mis ojos, pues estaba escondido en la oscuridad del armario y
seguí todos sus movimientos.
Y ahora llega el
último acto del drama. Salí del escondite y quité la silla, poniéndola contra
la pared.
Cogí el revólver
que la joven había dejado caer en la escalera, teniendo cuidado de no borrar
sus huellas digitales.
Ha terminado mi
misión, voy a introducir estas páginas en una botella y confiarla al mar. ¿Por
qué?
Ambicionaba
cometer un crimen misterioso que dejase al autor en el anónimo.
Pero todos los
artistas tienen sed de gloria. También yo siento esa necesidad de dar a conocer
a mis semejantes mi astucia y mi ingenio haciendo esta confesión.
Conservo la
esperanza de que el misterio de la isla del Negro continúe insoluble. Puede ser
que la policía demuestre más inteligencia de la que creo. No tendría nada de
extraordinario que sacasen la consecuencia que uno de los diez cadáveres no ha
sido asesinado. Además, la señal que dejará en mi frente la bala del revólver,
¿no es el signo de Caín?
Me queda poco
que decir. Después de haber lanzado la botella al mar subiré a mi cuarto
echándome en la cama. A mis lentes está atado un cordón negro. Con todo mi peso
me apoyaré en mis lentes que estarán debajo de mí... y pondré el revólver al
otro lado del cordón enrollado en el puño de la puerta.
Pasará lo
siguiente: Mi mano, protegida por el pañuelo, habiendo apretado el gatillo,
caerá sobre mi cuerpo. El revólver lanzado por el cordón elástico saltará hasta
el pasillo y el pañuelo en el suelo no despertará sospechas.
Me verán tumbado
en la cama con una bala en la cabeza, lo mismo que dicen las notas de mis
compañeros. Cuando descubran nuestros cadáveres será imposible determinar la
hora de nuestra muerte.
Cuando se calme
la marejada, vendrán en nuestro socorro. Encontrarán sobre la isla del Negro
diez cadáveres y un problema indescifrable.
LAURENCE WARGRAVE
[1] Aldeanos, labriegos.
[2]
Miembro de la Orden de San Miguel y San Jorge
[3]
Cruz de servicios distinguidos
[4]
Calle de Londres, donde viven los médicos famosos
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