Sudán del Sur
Guerra civil
"Nos han violado a todas"
Las madres sursudanesas, asaltadas, golpeadas y
humilladas, ponen rostro a una limpieza étnica de proporciones desconocidas
Visitamos una base de Cascos Azules donde 52.000 personas buscan cobijo de las balas junto a la destruida Malakal
ALBERTO ROJAS Malakal (Sudán del Sur)
Sunday, una madre Nuer, en el interior del
container en el que vive con sus dos hijos dentro del centro de protección de
civiles de Malakal (Sudán del Sur). ALBERTO ROJAS
Sunday siempre se viste de
domingo. No sólo porque sea una mujer orgullosa, sino porque huyó de las balas
con ese vestido, el de ir a la iglesia, el único que le queda. "No puedo
comprar ropa porque el mercado está en el pueblo. Nuestro dinero no vale nada.
Y si vamos allí nos violarán".
- ¿Entonces no podéis salir de esta base de Naciones Unidas?
- Sólo salimos a por leña para cocinar. Dentro de la base no hay.
Ellos nos están esperando fuera.
- ¿Es peligroso para vosotras?
- Por supuesto. Nos golpean, nos humillan, nos detienen durante
días para divertirse con nosotras. A algunas las han matado. Ninguna mujer te
lo va a contar, pero ahí fuera nos han violado a todas.
Cuando Sunday, madre de dos
niños, pronuncia la palabra "ellos", se refiere a los soldados del
gobierno sursudanés. Cuando dice "ahí fuera" se refiere al perímetro
de la base militar que la ONU tiene a unos kilómetros de Malakal, el corazón
sangrante de Sudán del Sur. A este lugar, lleno de contenedores metálicos
llamado hoy Centro de Protección de Civiles, llegaron hace dos años 52.000
personas procedentes de la ciudad, corriendo por la carretera con su miedo como
única posesión. Se refugiaron aquí y aquí siguen, hacinados, sobreviviendo en
pésimas condiciones y esperando a que se apague ese odio primitivo entre las principales etnias del país.
El 77% de ellos han perdido algún familiar en alguna de las batallas por
reconquistar la ciudad.
Centro de protección de civiles en la base
militar de Naciones Unidas de Malakal (Sudán del Sur). ALBERTO
ROJAS
El 11 de marzo la ONU publicó
un informe en el que aseguraba que los soldados del Gobierno "obligaban a
la gente a practicar el canibalismo" y que tenían permiso "para violar mujeres y saquear como
parte de su salario". Sobre el terreno, ese 'salario' tiene
muchos nombres. Uno de ellos es Martha, una princesa Nuer de 1,80 metros que
explica cómo funciona ese pago en especie: "Están en las charcas donde
tenemos que ir a lavarnos. O en los lugares donde vamos a por leña. Suelen ir
muy borrachos. Buscan a mujeres solas o en pequeños grupos. Por eso procuramos
ir juntas. Saben que nuestros hombres no están aquí y nos violan para
destruirnos, como botín de guerra. No buscan placer sexual. A veces usan palos".
- ¿A ti también te han violado?
(Antes de contestar, mira alrededor al resto de mujeres que observan la
conversación en silencio).
- Es algo que no puedo decir.
Aquí a las violadas se las estigmatiza por hablar de ello. Pero es algo
general.
A varios contenedores de allí
malvive Julia, de etnia Shilluk, y sus cuatro hijos. Habla del terror que le
produce salir de la base y de la dificultad enorme de dar de comer a sus cuatro
hijos. "No es sitio para ser madre, pero es el único en el que podemos
estar". Su hijo Lidal, el más pequeño, nació en la base nace dos años y en
la base morirá si no se recupera de la desnutrición severa que padece, otra de
las armas con las que unos y otros se matan en Sudán del Sur.
Julia y sus cuatro hijos, en el área que ocupan
en el centro de protección de civiles. Su hijo pequeño, Lidal, tiene
malnutrición severa.ALBERTO ROJAS
Rebecca, de 24 años, ataviada
con las marcas faciales de su etnia en la frente, muestra sus enseres
domésticos carbonizados por el fuego. "Hemos perdido lo poco que teníamos
y hasta la salud. Ya no tengo la menstruación. No podemos ser madres en un
lugar así".
Hace cinco años, el país más
joven del mundo votó unido para conseguir su independencia de su vecino del
norte. Vino George Clooney para hacerse fotos y limpiaron las calles. Hoy toda
esa esperanza ya no existe. Los viejos señores de la guerra (el presidente
Salva Kir, de etnia Dinka, y su vicepresidente Riek Machar, de procedencia
Nuer) siguen dándose apretones de manos y llamándose uno al otro "hermano",
pero ya nadie les cree. En un ciclo autodestructivo por el poder, por la
posesión de los rebaños de vacas o por el dinero del petróleo, violan en pocas horas cada
acuerdo que paz que firman. Lo único seguro en Sudán del Sur es la
venganza.
Un grupo de niños, en la parte de la base que fue
quemada durante el ataque del 17 de febrero de 2016. ALBERTO
ROJAS
El problema para todas estas
madres que viven en este Centro de Protección de Civiles es que ni siquiera
dentro de la base están a salvo. El 17 de febrero, entre 100 y 50 soldados
uniformados del Gobierno, todos de etnia Dinka, entraron en este recinto militar,
a plena luz del día, y abrieron fuego contra los civiles, mujeres, niños y
ancianos en su mayoría de etnias minoritarias Nuer y Shilluk. Prendieron fuego
al campo y saquearon las escuelas de Unicef y la clínica de International
Medical Corps. No dejaron ni los marcos de las puertas. Los cascos azules
intervinieron tres horas después. Durante el ataque hirieron de bala a más de
50 personas y mataron a 20, cuatro de ellas bebés. En el único dispensario que
quedó en pie nacían al mismo tiempo otros cuatro niños.
Resulta difícil entender como
en una base militar pueden colarse, para atacar a civiles, decenas de soldados
Dinka armados desde el exterior, pero así sucedió. Para contribuir al desastre,
los jóvenes del otro lado, los Nuer, sacaron varias armas ocultas y
respondieron desde dentro. ¿Cómo pudieron introducir los kalashnikov dentro de
la base? Nadie se lo explica, pero James Deng, uno de los líderes de la
comunidad, hace un gesto con la barbilla señalando a varias mujeres con
hatillos de leña sobre la cabeza entrando en la base, donde nadie distinguiría
un arma.
Deng era secretario de Estado
de Sanidad hasta que comenzó la guerra. Hoy es un desplazado más, cuya vida se
desarrolla en una tienda de palos y plásticos de seis metros cuadrados.
"Tengo tres esposas y 12 hijos. Es algo normal aquí. Tres de mis hijos
están luchando con los rebeldes en el conflicto. Del pequeño hace mucho tiempo
que no tengo noticias. No puedo decir que estoy feliz. Para el gobierno no
valemos ni el precio de la bala que va a matarnos".
Soldado Nuer de la milicia rebelde, más conocido
como 'Ejército Blanco'. ALBERTO ROJAS
Nadie sabe cuántos muertos está
provocando esta guerra. El International Crisis Group afirma que nadie cuenta
los cuerpos desde hace un año por falta de personal. Y ya iban por 50.000.
Teniendo en cuenta que hay zonas sin acceso por carretera, las cifras que
algunos trabajadores humanitarios manejan se acercan a los 300.000, números
parecidos a los de Siria en un territorio con la mitad de población. Los
cadáveres se abandonan allí donde caen, formando auténticos campos de la
muerte. Un festín para las moscas.
Los desplazados de Malakal
saben que no recibirán ni el 1% de la atención que han tenido los sirios o los
iraquíes. A pesar de ello, aún comen gracias a que el Programa Mundial de
Alimentos suministra sorgo a diario. Los niños irán a la escuela porque Unicef
está reconstruyendo los colegios quemados. Y hay asistencia sanitaria gracias a
MSF y IMC, que han montado dos clínicas más. Aunque este lugar sea un infierno,
"los civiles no merecen ser abandonados a su suerte", dice Paulin
Nkwosseu, jefe de programas de Unicef. "Políticamente este país es un
desastre, pero la gente no tiene por qué sufrirlo".
Hasta 15.000 menores han sido
reclutados como niños soldados desde el comienzo del conflicto. Al día
siguiente su equipo visita el otro lado, lo que queda de la fantasmal ciudad de
Malakal, controlada por las tropas Dinka. Toda la población ha sido destruida y
saqueada durante las siete veces que ha cambiado de manos. Pero hay dos cosas
que no se llevaron: la única cabina de teléfono del pueblo en un país sin línea
telefónica (aunque la hubiera no funcionaría) y la mesa del dentista del único
hospital de la ciudad.
El doctor del hospital de Malakal, apoyado por
Unicef, atiende a un soldado con un coma etílico. ALBERTO
ROJAS
Aquí el doctor Rachid atiende
de 80 a 90 pacientes al día. En ese momento, el caso más grave es el de un
soldado del gobierno que ha llegado con un coma etílico. "Cuando se les
acaba el alcohol beben cualquier cosa", dice el médico. Cinco madres Dinka
sostienen a niños con ojos desprovistos de vida por el hambre, exactamente
igual que los hijos de sus enemigos en la base de Naciones Unidas. "Hay
que actuar rápido para que no se mueran". En Sudán del Sur sólo engordan
los buitres.
El ambiente en las calles es
tenso y mortecino. Grupos de soldados en chancletas y camisetas de fútbol
patrullan con desgana. Son las 10 de la mañana y el termómetro ya supera los 38
grados junto al Nilo. Uno de los pocos lugares habitados es la antigua escuela.
Allí sobreviven varias familias Dinka que antes vivían en la base y que fueron
expulsadas en febrero por los Nuer tras el ataque. Angelina ocupa una de las
aulas. De nuevo, sólo se ven mujeres, niños.
- ¿Dónde están los hombres?
- Están haciendo la guerra.
- ¿Por qué os refugiáis aquí?
- Nuestra casa está destruida.
No tenemos dónde ir. Si dejamos la ciudad los rebeldes nos violan.
- A las mujeres de la base
también las violan si salen de allí.
El centro de
protección de civiles de Naciones Unidas, al atardecer. ALBERTO
ROJAS
- Yo no tengo problemas con
ellas. Ojalá puedan volver pronto a la ciudad, pero los hombres Nuer y Shilluk
se pusieron de acuerdo para atacarnos. Les tenemos pánico.
En Sudán del Sur "hay
miles de niños y adolescentes reclutados por los ejércitos. Otros se separaron
de sus padres en los combates y vagan solos en busca de su familia. En Malakal
hay muchos que viven entre las ruinas", dice el responsable de Unicef en
la ciudad.
Graze Anzoa tardó dos años en
encontrar a sus hijos, a los que perdió de vista en un tiroteo y creía muertos.
Cuando se reencontró con Rebecca y Abi, de cinco y seis años, no pudo parar de
llorar en varios días. Hasta 2,3 millones de personas han huido del país por la guerra.
A pocos kilómetros de la base
de la ONU se levanta la aldea de Kodok (Fachoda), donde convergieron, en 1898,
dos expediciones militares: la del Imperio colonial francés, que buscaba
comunicar sus posesiones desde Senegal hasta el índico, y la del imperio
británico, que quería trazar una línea entre Sudáfrica y Egipto. Si no se produjo
una guerra fue porque los galos quitaron su bandera en el último momento. Hay
mucho de aquel conflicto a escuadra y cartabón en las guerras civiles de estos
estados fallidos.
Hace cinco años, en pleno
proceso de independencia de su vecino del norte, un militar mostró a este
periodista el interior de tres contenedores metálicos con miles de armas junto
al aeropuerto de la capital. "Esto lo vamos a fundir para hacer un
monumento que simbolice la paz", dijo. Hoy, esos contenedores siguen ahí,
pero en vez de armas dentro viven varias familias que piden limosna a los
viajeros que llegan a la terminal. Ni las armas están allí ni la estatua de la
paz se construyó jamás.
http://www.elmundo.es/grafico/internacional/2016/04/17/57111fc7e5fdea9f548b4655.html
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