El Péndulo de Foucault
Umberto Eco
fragmento
Sólo para vosotros, hijos de la doctrina y de la sabiduría, hemos escrito esta obra. Escrutad el libro, concentraos en la intención que
hemos diseminado y emplazado en diferentes lugares; lo que en un lugar hemos
ocultado, en otro lo hemos manifestado, para que vuestra sabiduría pueda
comprenderlo.
(Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim, De occulta philosophia, 3, 65)
KETER
Fue
entonces cuando vi el Péndulo.
La
esfera, móvil en el extremo de un largo hilo sujeto de la bóveda del coro,
describía sus amplias oscilaciones con isócrona majestad.
Sabía,
aunque cualquiera hubiese podido percibirlo en la magia de aquella plácida
respiración, que el período obedecía a la relación entre la raíz cuadrada de la
longitud del hilo y ese número “pi” que, irracional para las mentes sublunares,
por divina razón vincula necesariamente la circunferencia con el diámetro de
todos los círculos posibles, por lo que el compás de ese vagar de una esfera
entre uno y otro polo era el efecto de una arcana conjura de las más
intemporales de las medidas, la unidad del punto de suspensión, la dualidad de
una dimensión abstracta, la naturaleza ternaria de él, el tetrágono secreto de
la raíz, la perfección del círculo.
También
sabía que en la vertical del punto de suspensión, en la base, un dispositivo
magnético, comunicando su estímulo a un cilindro oculto en el corazón de la
esfera, garantizaba la constancia del movimiento, artificio introducido para
contrarrestar las resistencias de la materia, pues no sólo era compatible con
la ley del Péndulo, sino que, precisamente, hacía posible su manifestación,
porque en el vacío, cualquier punto material pesado, suspendido del extremo de
un hilo inextensible y sin peso, que no sufriese la resistencia del aire ni
tuviera fricción con su punto de sostén, habría oscilado en forma regular por
toda la eternidad.
La
esfera de cobre despedía pálidos, cambiantes reflejos, comoquiera que
reverberara los últimos rayos del sol que penetraban por las vidrieras.
Si,
como antaño, su punta hubiese rozado una capa de arena húmeda extendida sobre
el pavimento del coro, con cada oscilación habría inscrito un leve surco sobre
el suelo, y el surco, al cambiar infinitesimalmente de dirección a cada
instante, habría ido ensanchándose hasta formar una suerte de hendidura, o de
foso, donde hubiera podido adivinarse una simetría radial, semejante al armazón
de una mándala, a la estructura invisible de un pentaculum, a una estrella, a
una rosa mística. No, más bien, a la sucesión, grabada en la vastedad de un
desierto, de huellas de infinitas, errantes caravanas. Historia de lentas,
milenarias migraciones; quizá fueran así las de los Atlántidas del continente
Mu, en su tenaz y posesivo vagar, oscilando de Tasmania a Groenlandia, del
Trópico de Capricornio al de Cáncer, de la Isla del Príncipe Eduardo a las
Svalvard. La punta repetía, narraba nuevamente en un tiempo harto contraído, lo
que ellos habían hecho entre una y otra glaciación, y quizá aún seguían haciendo,
ahora como mensajeros de los Señores; quizá en el trayecto desde Samoa a Nueva
Zembla la punta rozaba, en su posición de equilibrio, Agarttha, el Centro del
Mundo. Intuí que un único plano vinculaba Avalón, la hiperbórea, con el
desierto austral que custodia el enigma de Ayers Rock.
En
aquel momento, a las cuatro de la tarde del 23 de junio, el Péndulo reducía su
velocidad en un extremo del plano de oscilación, para dejarse caer indolente
hacia el centro, acelerar a mitad del trayecto, hendir confiado el oculto
cuadrilátero de fuerzas que marcaban su destino.
Si
hubiera permanecido allí, indiferente al paso de las horas, contemplando
aquella cabeza de pájaro, aquella punta de lanza, aquella cimera invertida,
mientras trazaba en el vacío sus diagonales, rasando los puntos opuestos de su
astigmática circunferencia, habría sucumbido a un espejismo fabulador, porque
el Péndulo me habría hecho creer que el plano de oscilación habría completado
una rotación entera para regresar, en treinta y dos horas, a su punto de
partida, describiendo una elipse aplanada, la cual giraba también alrededor de
su centro con una velocidad angular uniforme, proporcional al seno de la
latitud. ¿Cómo habría girado si el punto hubiese estado sujeto en el ápice de
la cúpula del Templo de Salomón? quizá los Caballeros también habían probado
allí. quizá el cálculo, el significado final, hubiera permanecido inalterado.
quizá la iglesia abacial de Saint Martin-des-Champs era el verdadero Templo. En
cualquier caso, el experimento sólo habría sido perfecto en el Polo, único
lugar en que el punto de suspensión se sitúa en la prolongación del eje de
rotación de la Tierra, y donde el Péndulo consumaría su ciclo aparente en
veinticuatro horas.
Pero no
por aquella desviación con respecto a la Ley, prevista por lo demás en la Ley,
no por aquella violación de una medida áurea se empañaba la perfección del
prodigio. Sabía que la Tierra estaba girando, y yo con ella, y Saint
Martin-des-Champs y toda París conmigo y que juntos girábamos bajo el Péndulo,
cuyo plano en realidad jamás cambiaba de dirección, porque allá arriba, en el
sitio del que estaba suspendido, y en la infinita prolongación ideal del hilo,
allá en lo alto, siguiendo hacia las galaxias más remotas, permanecía,
eternamente inmóvil, el Punto Quieto.
La
Tierra giraba, pero el sitio donde estaba anclado el hilo era el único punto
fijo del universo. Por tanto, no era hacia la Tierra adonde se dirigía mi
mirada, sino hacia arriba, allí donde se celebraba el misterio de la
inmovilidad absoluta.
El
Péndulo me estaba diciendo que, siendo todo móvil, el globo, el sistema solar,
las nebulosas, los agujeros negros y todos los hijos de la gran emanación
cósmica, desde los primeros eones hasta la materia más viscosa, un solo punto
era perno, clavija, tirante ideal, dejando que el universo se moviese a su
alrededor. Y ahora yo participaba en aquella experiencia suprema, yo, que sin
embargo me movía con todo y con el todo, pero era capaz de ver Aquello, lo
Inmóvil, la Fortaleza, la Garantía, la niebla resplandeciente que no es cuerpo
ni tiene figura, forma, peso, cantidad o calidad, y no ve, no oye, ni está
sujeta a la sensibilidad, no está en algún lugar o en algún tiempo, en algún
espacio, no es alma, inteligencia, imaginación, opinión, número, orden, medida,
substancia, eternidad, no es tinieblas ni luz, no es error y no es verdad.
Me
devolvió a la realidad un diálogo, preciso y desganado, entre un chico con
gafas y una chica desgraciadamente sin ellas.
--Es el
péndulo de Foucault --estaba diciendo él--. Primer experimento en un sótano en
1851, después en el Observatoire y más tarde bajo la cúpula del Panthéon, con
un hilo de sesenta y siete metros y una esfera de veintiocho kilos. Por último,
desde 1855 está instalado aquí, a escala reducida, y cuelga de aquel orificio,
en el centro del crucero.
--¿Y
qué hace? ¿Tambalearse?
--Demuestra
la rotación de la Tierra. Como el punto de suspensión permanece inmóvil...
--¿Y
por qué permanece inmóvil?
--Porque
un punto... cómo te diré... en su punto central, a ver si me explico, todo
punto que esté justo en el centro de los puntos que ves, pues bien, ese punto,
el punto geométrico, no lo ves, no tiene dimensiones, y lo que no tiene
dimensiones no puede moverse hacia la derecha ni hacia la izquierda, ni hacia arriba
ni hacia abajo. Por tanto, no gira. ¿Entiendes? Si el punto no tiene
dimensiones, ni siquiera puede girar alrededor de sí mismo. Ni siquiera tiene
sí mismo...
--¿Tampoco
si la Tierra gira?
--La
Tierra gira pero el punto no. Si te gusta, bien; si no, te aguantas. ¿Estamos?
--Eso
asunto suyo.
Miserable.
Encima de su cabeza tenía el único lugar estable del cosmos, la única redención
de la condenación del pantarei y pensaba que era asunto suyo, y no Suyo. Y poco
después ambos se alejaron; él, adoctrinado con algún manual que había
oscurecido su capacidad de asombro, ella, inerte, inaccesible al
estremecimiento del infinito, se alejaron sin que, en su memoria, hubiera
quedado huella alguna de aquel encuentro pavoroso, el primero y el último, con
el Uno, el En-sof, lo Indecible. ¿Cómo no postrarse de hinojos ante el altar de
la certeza?
Yo
miraba con temor reverente. En aquel momento estaba convencido de que Jacopo Belbo
tenía razón. Cuando me hablaba del Péndulo, su emoción me parecía fruto de un
delirio estético, de ese cáncer que lentamente estaba cobrando forma informe,
en su alma, y poco a poco, sin que él se diese cuenta, iba transformando su
juego en realidad. Pero si tenía razón con respecto al Péndulo, quizá también
fuera cierto todo el resto, el Plan, la Conjura Universal, y era justo que
ahora yo estuviese allí, en la víspera del solsticio de verano. Jacopo Belbo no
había enloquecido, sólo había descubierto, jugando, a través del Juego, la
verdad.
Es que
la experiencia de lo Numinoso no puede durar mucho tiempo sin trastornar la
mente.
Traté
entonces de apartar la vista siguiendo la curva que, desde los capiteles de las
columnas dispuestas en semicírculo, se prolongaba por las nervaduras de la
bóveda hasta la clave, repitiendo el misterio de la ojiva, que se apoya en una
ausencia, suprema hipocresía estática, y a las columnas les hace creer que
empujan hacia arriba las aristas, mientras que a éstas, rechazadas por la
clave, las persuade de que son ellas quienes afirman las columnas contra el
suelo, cuando en realidad la bóveda es todo y nada, efecto y causa al mismo
tiempo. Pero comprendí que descuidar el Péndulo, péndulo de la bóveda, para
admirar la bóveda, era como abstenerse de beber en el manantial para
embriagarse en la fuente.
El coro
de Saint-Martin-des-Champs sólo existía porque, en virtud de la Ley, podía
existir el Péndulo, y éste existía porque existía aquél. No se elude un
infinito, pensé, huyendo hacia otro infinito, no se elude la revelación de lo
idéntico eludiéndose con la posibilidad de encontrarse con lo distinto.
Sin
poder quitar la vista de la clave de bóveda fui retrocediendo, lentamente,
porque en unos pocos minutos, los que habían transcurrido desde que entrara
allí, me había aprendido el recorrido de memoria, y las grandes tortugas
metálicas que desfilaban a mi lado eran bastante imponentes como para señalar
su presencia al rabillo de mis ojos. Retrocedí por la amplia nave, hacia la puerta
de entrada, y otra vez pasaron sobre mí aquellos amenazadores pájaros
prehistóricos de tela raída y alambre, aquellas malignas libélulas que una
voluntad oculta había hecho colgar del techo de la nave. Adivinaba que eran
metáforas sapienciales, mucho más significativas y alusivas de lo que el
pretexto didascálico hubiera querido, engañosamente, sugerir. Vuelo de insectos
y reptiles jurásicos, alegoría de las largas migraciones que el Péndulo estaba
compendiando sobre el suelo, arcontes, emanaciones perversas; y ahora se
abatían sobre mí, con sus largos picos de arqueoptérix, el aeroplano de
Breguet, el de Bleriot, el de Esnault, el helicóptero de Dufaux.
Así es
como se entra, en efecto, al Conservatoire des Arts et Métiers en París;
después de haber atravesado un patio del siglo XVIII, penetramos en la vieja
iglesia abacial, engastada en edificios más tardíos como antes lo había estado
en el primitivo priorato. Nada más entrar nos deslumbra la confabulación entre
el universo superior de las celestes ojivas y el mundo atónico de los
devoradores de aceites minerales.
Sobre
el piso se extiende una procesión de vehículos automóviles, bicicletas y coches
de vapor, desde arriba amenazan los aviones de los pioneros, en algunos casos
los objetos están íntegros, aunque desconchados, corroídos por el tiempo, y, en
la ambigua luz, en parte natural y en parte eléctrica, se presentan todos
cubiertos por una pátina, un barniz de violín viejo; en otros casos sólo quedan
esqueletos, chasis, desarticulaciones de bielas y manivelas que amenazan
indescriptibles torturas, y uno se imagina ya encadenado, inmovilizado en esas
especies de lechos donde algo podía empezar a moverse y a hurgar en nuestra
carne, hasta arrancarnos la confesión.
Más
allá de esa secuencia de antiguos objetos móviles, ahora inmóviles, el alma
herrumbrada, puros signos de un orgullo tecnológico que ha querido exponerlos a
la reverencia de los visitantes, entre la vigilancia de una estatua de la
Libertad, modelo reducido de la que Bartholdi proyectara para otro mundo, por
la izquierda, y una estatua de Pascal por la derecha, se abre el coro, donde el
Péndulo oscila coronado de la pesadilla de un entomólogo enfermo, caparazones,
mandíbulas, antenas, proglotis, alas, patas, un cementerio de cadáveres mecánicos
que de pronto podrían volver a funcionar todos al mismo tiempo; magnetos,
transformadores monofásicos, turbinas, grupos convertidores, máquinas de vapor,
dínamos, y al fondo, más allá del Péndulo, en la girola, ídolos asirios,
caldeos, cartagineses, grandes Baales de vientre antaño incandescente, vírgenes
de Nuremberg con el corazón descubierto, erizado de clavos, los otrora
poderosos motores de aviación, indescriptible corona de simulacros postrados en
adoración del Péndulo, como si los hijos de la Razón y de las Luces hubieran
sido condenados a custodiar eternamente el símbolo mismo de la Tradición y de
la Sabiduría.
Los
turistas aburridos, que pagan sus nueve francos en la caja y los domingos
entran gratis, pueden pensar que unos viejos señores decimonónicos con la barba
amarillenta por la nicotina, el cuello de la camisa ajado y mugriento, la
levita impregnada de olor a rapé, los dedos ennegrecidos por los ácidos, la
mente agriada por las envidias académicas, fantasmas de caricatura que se
llamaban cher maitre unos a otros, pusieron aquellos objetos bajo aquellas
bóvedas por virtuoso espíritu didáctico, para satisfacer al contribuyente
burgués y radical, para celebrar los destinos de esplendor y de progreso. Pero
no, no, Saint-Martin-des-Champs había sido concebido primero como priorato y
después como museo revolucionario, como florilegio de archisecretos arcanos, y
aquellos aeroplanos, aquellas máquinas automóviles, aquellos esqueletos
electromagnéticos estaban allí para mantener un diálogo cuya fórmula aún se me
escapaba.
¿Acaso
hubiese tenido que creer que, como me decía hipócritamente el catálogo, la
bella iniciativa había partido de los señores de la Convención para facilitar
el acceso de las masas a un santuario de todas las artes y oficios, cuando era
tan evidente que el proyecto, las palabras mismas utilizadas, correspondían
exactamente a las que Francis Bacon empleara para describir la Casa de Salomón
en la Nueva Atlántida?
¿Era
posible que sólo yo, yo y Jacopo Belbo, y Diotallevi, hubiésemos intuido la
verdad? quizá aquella noche conocería la respuesta. Tenía que conseguir a toda
costa quedarme en el museo a la hora del cierre, para esperar hasta medianoche.
Por
dónde entrarían Ellos no lo sabía, sospechaba que en el entramado del
alcantarillado de París había un conducto que llevaba desde algún punto del
museo hasta algún lugar de la ciudad, quizá cercano a la Porte St-Denis; lo que
sí sabía era que, una vez fuera, no sería capaz de encontrar esa entrada. De
modo que necesitaba esconderme, y permanecer en el recinto.
Traté
de evitar la fascinación de aquel sitio y de mirar la nave con ojos
indiferentes. Ahora ya no buscaba una revelación, sólo quería obtener una
información. Imaginaba que en las otras salas sería difícil encontrar un lugar
que me permitiera burlar la vigilancia de los guardianes (su obligación, a la
hora de cerrar, consiste en dar una vuelta por las salas, atentos a que no haya
un ladrón agazapado en alguna parte), pero ¿qué mejor que esta nave rebosante
de vehículos, para instalarse en algún sitio como pasajero? Esconderse, vivo,
en un vehículo muerto. Al fin y al cabo, después de tantos juegos, ¿por qué no
intentar también éste?
Vamos,
ánimo, dije para mis adentros, deja de pensar en la Sabiduría: pide ayuda a la
Ciencia.
“Tenemos
diversos y curiosos Relojes, y otros que realizan movimientos alternativos... Y
también tenemos casas de los engaños de los sentidos, donde efectuamos todo
tipo de manipulaciones, falsas apariencias, imposturas e busiones... Estas son,
hijo mío, las Riquezas de la Casa de Salomón”. (Francis Bacon. New Atlantis, ed. Rawley,
Londres, 1627. pp. 41-42)
Había
recobrado el dominio de mis nervios y de mi imaginación. Tenía que jugar con
ironía, como había jugado hasta hacía unos pocos días, sin dejarme atrapar por
el juego. Estaba en un museo y tenía que ser dramáticamente astuto y lúcido.
Eché
una mirada confiada a los aeroplanos que colgaban sobre mi cabeza: hubiera
podido encaramarme a la carlinga de un biplano y esperar la llegada de la noche
como si estuviera sobrevolando el Canal de la Mancha, saboreando de antemano la
Legión de Honor. Los nombres de los automóviles expuestos a mi alrededor
despertaban agradables nostalgias... Hispano Suiza 1932, bello y acogedor. No
me servía porque estaba demasiado cerca de la caja, pero habría podido engañar
al empleado si me hubiese presentado con knickerbockers, cediendo el paso a una
dama de traje color crema, larga bufanda en torno al largo cuello, sombrerito
de campana acomodado sobre el pelo a la garzon. El Citroen C64 de 1931 sólo se
exhibía en sección vertical, excelente modelo escolar, pero ridículo escondite.
Ni que
hablar de la máquina de vapor de Cugnot, enorme, toda ella caldera o marmita.
Había que examinar el lado derecho, donde se alineaban junto a la pared los
velocípedos de grandes ruedas art nouveau, las draisiennes de barra plana, como
un patinete, evocación de caballeros con chistera que corretean por el Bois de
Boulogne, abanderados del progreso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario