domingo, septiembre 18, 2016

El Péndulo de Foucault
  Umberto  Eco

fragmento

Sólo para vosotros, hijos de la doctrina y de la sabiduría,  hemos escrito esta obra. Escrutad el libro, concentraos en la intención que hemos diseminado y emplazado en diferentes lugares; lo que en un lugar hemos ocultado, en otro lo hemos manifestado, para que vuestra sabiduría pueda comprenderlo.

(Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim,  De occulta philosophia, 3, 65)


KETER

Fue entonces cuando vi el Péndulo.

La esfera, móvil en el extremo de un largo hilo sujeto de la bóveda del coro, describía sus amplias oscilaciones con isócrona majestad.

Sabía, aunque cualquiera hubiese podido percibirlo en la magia de aquella plácida respiración, que el período obedecía a la relación entre la raíz cuadrada de la longitud del hilo y ese número “pi” que, irracional para las mentes sublunares, por divina razón vincula necesariamente la circunferencia con el diámetro de todos los círculos posibles, por lo que el compás de ese vagar de una esfera entre uno y otro polo era el efecto de una arcana conjura de las más intemporales de las medidas, la unidad del punto de suspensión, la dualidad de una dimensión abstracta, la naturaleza ternaria de él, el tetrágono secreto de la raíz, la perfección del círculo.

También sabía que en la vertical del punto de suspensión, en la base, un dispositivo magnético, comunicando su estímulo a un cilindro oculto en el corazón de la esfera, garantizaba la constancia del movimiento, artificio introducido para contrarrestar las resistencias de la materia, pues no sólo era compatible con la ley del Péndulo, sino que, precisamente, hacía posible su manifestación, porque en el vacío, cualquier punto material pesado, suspendido del extremo de un hilo inextensible y sin peso, que no sufriese la resistencia del aire ni tuviera fricción con su punto de sostén, habría oscilado en forma regular por toda la eternidad.

La esfera de cobre despedía pálidos, cambiantes reflejos, comoquiera que reverberara los últimos rayos del sol que penetraban por las vidrieras.

Si, como antaño, su punta hubiese rozado una capa de arena húmeda extendida sobre el pavimento del coro, con cada oscilación habría inscrito un leve surco sobre el suelo, y el surco, al cambiar infinitesimalmente de dirección a cada instante, habría ido ensanchándose hasta formar una suerte de hendidura, o de foso, donde hubiera podido adivinarse una simetría radial, semejante al armazón de una mándala, a la estructura invisible de un pentaculum, a una estrella, a una rosa mística. No, más bien, a la sucesión, grabada en la vastedad de un desierto, de huellas de infinitas, errantes caravanas. Historia de lentas, milenarias migraciones; quizá fueran así las de los Atlántidas del continente Mu, en su tenaz y posesivo vagar, oscilando de Tasmania a Groenlandia, del Trópico de Capricornio al de Cáncer, de la Isla del Príncipe Eduardo a las Svalvard. La punta repetía, narraba nuevamente en un tiempo harto contraído, lo que ellos habían hecho entre una y otra glaciación, y quizá aún seguían haciendo, ahora como mensajeros de los Señores; quizá en el trayecto desde Samoa a Nueva Zembla la punta rozaba, en su posición de equilibrio, Agarttha, el Centro del Mundo. Intuí que un único plano vinculaba Avalón, la hiperbórea, con el desierto austral que custodia el enigma de Ayers Rock.

En aquel momento, a las cuatro de la tarde del 23 de junio, el Péndulo reducía su velocidad en un extremo del plano de oscilación, para dejarse caer indolente hacia el centro, acelerar a mitad del trayecto, hendir confiado el oculto cuadrilátero de fuerzas que marcaban su destino.

Si hubiera permanecido allí, indiferente al paso de las horas, contemplando aquella cabeza de pájaro, aquella punta de lanza, aquella cimera invertida, mientras trazaba en el vacío sus diagonales, rasando los puntos opuestos de su astigmática circunferencia, habría sucumbido a un espejismo fabulador, porque el Péndulo me habría hecho creer que el plano de oscilación habría completado una rotación entera para regresar, en treinta y dos horas, a su punto de partida, describiendo una elipse aplanada, la cual giraba también alrededor de su centro con una velocidad angular uniforme, proporcional al seno de la latitud. ¿Cómo habría girado si el punto hubiese estado sujeto en el ápice de la cúpula del Templo de Salomón? quizá los Caballeros también habían probado allí. quizá el cálculo, el significado final, hubiera permanecido inalterado. quizá la iglesia abacial de Saint Martin-des-Champs era el verdadero Templo. En cualquier caso, el experimento sólo habría sido perfecto en el Polo, único lugar en que el punto de suspensión se sitúa en la prolongación del eje de rotación de la Tierra, y donde el Péndulo consumaría su ciclo aparente en veinticuatro horas.

Pero no por aquella desviación con respecto a la Ley, prevista por lo demás en la Ley, no por aquella violación de una medida áurea se empañaba la perfección del prodigio. Sabía que la Tierra estaba girando, y yo con ella, y Saint Martin-des-Champs y toda París conmigo y que juntos girábamos bajo el Péndulo, cuyo plano en realidad jamás cambiaba de dirección, porque allá arriba, en el sitio del que estaba suspendido, y en la infinita prolongación ideal del hilo, allá en lo alto, siguiendo hacia las galaxias más remotas, permanecía, eternamente inmóvil, el Punto Quieto.

La Tierra giraba, pero el sitio donde estaba anclado el hilo era el único punto fijo del universo. Por tanto, no era hacia la Tierra adonde se dirigía mi mirada, sino hacia arriba, allí donde se celebraba el misterio de la inmovilidad absoluta.

El Péndulo me estaba diciendo que, siendo todo móvil, el globo, el sistema solar, las nebulosas, los agujeros negros y todos los hijos de la gran emanación cósmica, desde los primeros eones hasta la materia más viscosa, un solo punto era perno, clavija, tirante ideal, dejando que el universo se moviese a su alrededor. Y ahora yo participaba en aquella experiencia suprema, yo, que sin embargo me movía con todo y con el todo, pero era capaz de ver Aquello, lo Inmóvil, la Fortaleza, la Garantía, la niebla resplandeciente que no es cuerpo ni tiene figura, forma, peso, cantidad o calidad, y no ve, no oye, ni está sujeta a la sensibilidad, no está en algún lugar o en algún tiempo, en algún espacio, no es alma, inteligencia, imaginación, opinión, número, orden, medida, substancia, eternidad, no es tinieblas ni luz, no es error y no es verdad.

Me devolvió a la realidad un diálogo, preciso y desganado, entre un chico con gafas y una chica desgraciadamente sin ellas.

--Es el péndulo de Foucault --estaba diciendo él--. Primer experimento en un sótano en 1851, después en el Observatoire y más tarde bajo la cúpula del Panthéon, con un hilo de sesenta y siete metros y una esfera de veintiocho kilos. Por último, desde 1855 está instalado aquí, a escala reducida, y cuelga de aquel orificio, en el centro del crucero.

--¿Y qué hace? ¿Tambalearse?

--Demuestra la rotación de la Tierra. Como el punto de suspensión permanece inmóvil...

--¿Y por qué permanece inmóvil?

--Porque un punto... cómo te diré... en su punto central, a ver si me explico, todo punto que esté justo en el centro de los puntos que ves, pues bien, ese punto, el punto geométrico, no lo ves, no tiene dimensiones, y lo que no tiene dimensiones no puede moverse hacia la derecha ni hacia la izquierda, ni hacia arriba ni hacia abajo. Por tanto, no gira. ¿Entiendes? Si el punto no tiene dimensiones, ni siquiera puede girar alrededor de sí mismo. Ni siquiera tiene sí mismo...

--¿Tampoco si la Tierra gira?

--La Tierra gira pero el punto no. Si te gusta, bien; si no, te aguantas. ¿Estamos?

--Eso asunto suyo.

Miserable. Encima de su cabeza tenía el único lugar estable del cosmos, la única redención de la condenación del pantarei y pensaba que era asunto suyo, y no Suyo. Y poco después ambos se alejaron; él, adoctrinado con algún manual que había oscurecido su capacidad de asombro, ella, inerte, inaccesible al estremecimiento del infinito, se alejaron sin que, en su memoria, hubiera quedado huella alguna de aquel encuentro pavoroso, el primero y el último, con el Uno, el En-sof, lo Indecible. ¿Cómo no postrarse de hinojos ante el altar de la certeza?

Yo miraba con temor reverente. En aquel momento estaba convencido de que Jacopo Belbo tenía razón. Cuando me hablaba del Péndulo, su emoción me parecía fruto de un delirio estético, de ese cáncer que lentamente estaba cobrando forma informe, en su alma, y poco a poco, sin que él se diese cuenta, iba transformando su juego en realidad. Pero si tenía razón con respecto al Péndulo, quizá también fuera cierto todo el resto, el Plan, la Conjura Universal, y era justo que ahora yo estuviese allí, en la víspera del solsticio de verano. Jacopo Belbo no había enloquecido, sólo había descubierto, jugando, a través del Juego, la verdad.

Es que la experiencia de lo Numinoso no puede durar mucho tiempo sin trastornar la mente.

Traté entonces de apartar la vista siguiendo la curva que, desde los capiteles de las columnas dispuestas en semicírculo, se prolongaba por las nervaduras de la bóveda hasta la clave, repitiendo el misterio de la ojiva, que se apoya en una ausencia, suprema hipocresía estática, y a las columnas les hace creer que empujan hacia arriba las aristas, mientras que a éstas, rechazadas por la clave, las persuade de que son ellas quienes afirman las columnas contra el suelo, cuando en realidad la bóveda es todo y nada, efecto y causa al mismo tiempo. Pero comprendí que descuidar el Péndulo, péndulo de la bóveda, para admirar la bóveda, era como abstenerse de beber en el manantial para embriagarse en la fuente.

El coro de Saint-Martin-des-Champs sólo existía porque, en virtud de la Ley, podía existir el Péndulo, y éste existía porque existía aquél. No se elude un infinito, pensé, huyendo hacia otro infinito, no se elude la revelación de lo idéntico eludiéndose con la posibilidad de encontrarse con lo distinto.

Sin poder quitar la vista de la clave de bóveda fui retrocediendo, lentamente, porque en unos pocos minutos, los que habían transcurrido desde que entrara allí, me había aprendido el recorrido de memoria, y las grandes tortugas metálicas que desfilaban a mi lado eran bastante imponentes como para señalar su presencia al rabillo de mis ojos. Retrocedí por la amplia nave, hacia la puerta de entrada, y otra vez pasaron sobre mí aquellos amenazadores pájaros prehistóricos de tela raída y alambre, aquellas malignas libélulas que una voluntad oculta había hecho colgar del techo de la nave. Adivinaba que eran metáforas sapienciales, mucho más significativas y alusivas de lo que el pretexto didascálico hubiera querido, engañosamente, sugerir. Vuelo de insectos y reptiles jurásicos, alegoría de las largas migraciones que el Péndulo estaba compendiando sobre el suelo, arcontes, emanaciones perversas; y ahora se abatían sobre mí, con sus largos picos de arqueoptérix, el aeroplano de Breguet, el de Bleriot, el de Esnault, el helicóptero de Dufaux.

Así es como se entra, en efecto, al Conservatoire des Arts et Métiers en París; después de haber atravesado un patio del siglo XVIII, penetramos en la vieja iglesia abacial, engastada en edificios más tardíos como antes lo había estado en el primitivo priorato. Nada más entrar nos deslumbra la confabulación entre el universo superior de las celestes ojivas y el mundo atónico de los devoradores de aceites minerales.

Sobre el piso se extiende una procesión de vehículos automóviles, bicicletas y coches de vapor, desde arriba amenazan los aviones de los pioneros, en algunos casos los objetos están íntegros, aunque desconchados, corroídos por el tiempo, y, en la ambigua luz, en parte natural y en parte eléctrica, se presentan todos cubiertos por una pátina, un barniz de violín viejo; en otros casos sólo quedan esqueletos, chasis, desarticulaciones de bielas y manivelas que amenazan indescriptibles torturas, y uno se imagina ya encadenado, inmovilizado en esas especies de lechos donde algo podía empezar a moverse y a hurgar en nuestra carne, hasta arrancarnos la confesión.

Más allá de esa secuencia de antiguos objetos móviles, ahora inmóviles, el alma herrumbrada, puros signos de un orgullo tecnológico que ha querido exponerlos a la reverencia de los visitantes, entre la vigilancia de una estatua de la Libertad, modelo reducido de la que Bartholdi proyectara para otro mundo, por la izquierda, y una estatua de Pascal por la derecha, se abre el coro, donde el Péndulo oscila coronado de la pesadilla de un entomólogo enfermo, caparazones, mandíbulas, antenas, proglotis, alas, patas, un cementerio de cadáveres mecánicos que de pronto podrían volver a funcionar todos al mismo tiempo; magnetos, transformadores monofásicos, turbinas, grupos convertidores, máquinas de vapor, dínamos, y al fondo, más allá del Péndulo, en la girola, ídolos asirios, caldeos, cartagineses, grandes Baales de vientre antaño incandescente, vírgenes de Nuremberg con el corazón descubierto, erizado de clavos, los otrora poderosos motores de aviación, indescriptible corona de simulacros postrados en adoración del Péndulo, como si los hijos de la Razón y de las Luces hubieran sido condenados a custodiar eternamente el símbolo mismo de la Tradición y de la Sabiduría.

Los turistas aburridos, que pagan sus nueve francos en la caja y los domingos entran gratis, pueden pensar que unos viejos señores decimonónicos con la barba amarillenta por la nicotina, el cuello de la camisa ajado y mugriento, la levita impregnada de olor a rapé, los dedos ennegrecidos por los ácidos, la mente agriada por las envidias académicas, fantasmas de caricatura que se llamaban cher maitre unos a otros, pusieron aquellos objetos bajo aquellas bóvedas por virtuoso espíritu didáctico, para satisfacer al contribuyente burgués y radical, para celebrar los destinos de esplendor y de progreso. Pero no, no, Saint-Martin-des-Champs había sido concebido primero como priorato y después como museo revolucionario, como florilegio de archisecretos arcanos, y aquellos aeroplanos, aquellas máquinas automóviles, aquellos esqueletos electromagnéticos estaban allí para mantener un diálogo cuya fórmula aún se me escapaba.

¿Acaso hubiese tenido que creer que, como me decía hipócritamente el catálogo, la bella iniciativa había partido de los señores de la Convención para facilitar el acceso de las masas a un santuario de todas las artes y oficios, cuando era tan evidente que el proyecto, las palabras mismas utilizadas, correspondían exactamente a las que Francis Bacon empleara para describir la Casa de Salomón en la Nueva Atlántida?

¿Era posible que sólo yo, yo y Jacopo Belbo, y Diotallevi, hubiésemos intuido la verdad? quizá aquella noche conocería la respuesta. Tenía que conseguir a toda costa quedarme en el museo a la hora del cierre, para esperar hasta medianoche.

Por dónde entrarían Ellos no lo sabía, sospechaba que en el entramado del alcantarillado de París había un conducto que llevaba desde algún punto del museo hasta algún lugar de la ciudad, quizá cercano a la Porte St-Denis; lo que sí sabía era que, una vez fuera, no sería capaz de encontrar esa entrada. De modo que necesitaba esconderme, y permanecer en el recinto.

Traté de evitar la fascinación de aquel sitio y de mirar la nave con ojos indiferentes. Ahora ya no buscaba una revelación, sólo quería obtener una información. Imaginaba que en las otras salas sería difícil encontrar un lugar que me permitiera burlar la vigilancia de los guardianes (su obligación, a la hora de cerrar, consiste en dar una vuelta por las salas, atentos a que no haya un ladrón agazapado en alguna parte), pero ¿qué mejor que esta nave rebosante de vehículos, para instalarse en algún sitio como pasajero? Esconderse, vivo, en un vehículo muerto. Al fin y al cabo, después de tantos juegos, ¿por qué no intentar también éste?

Vamos, ánimo, dije para mis adentros, deja de pensar en la Sabiduría: pide ayuda a la Ciencia.

“Tenemos diversos y curiosos Relojes, y otros que realizan movimientos alternativos... Y también tenemos casas de los engaños de los sentidos, donde efectuamos todo tipo de manipulaciones, falsas apariencias, imposturas e busiones... Estas son, hijo mío, las Riquezas de la Casa de Salomón”. (Francis Bacon. New Atlantis, ed. Rawley, Londres, 1627. pp. 41-42)

Había recobrado el dominio de mis nervios y de mi imaginación. Tenía que jugar con ironía, como había jugado hasta hacía unos pocos días, sin dejarme atrapar por el juego. Estaba en un museo y tenía que ser dramáticamente astuto y lúcido.

Eché una mirada confiada a los aeroplanos que colgaban sobre mi cabeza: hubiera podido encaramarme a la carlinga de un biplano y esperar la llegada de la noche como si estuviera sobrevolando el Canal de la Mancha, saboreando de antemano la Legión de Honor. Los nombres de los automóviles expuestos a mi alrededor despertaban agradables nostalgias... Hispano Suiza 1932, bello y acogedor. No me servía porque estaba demasiado cerca de la caja, pero habría podido engañar al empleado si me hubiese presentado con knickerbockers, cediendo el paso a una dama de traje color crema, larga bufanda en torno al largo cuello, sombrerito de campana acomodado sobre el pelo a la garzon. El Citroen C64 de 1931 sólo se exhibía en sección vertical, excelente modelo escolar, pero ridículo escondite.

Ni que hablar de la máquina de vapor de Cugnot, enorme, toda ella caldera o marmita. Había que examinar el lado derecho, donde se alineaban junto a la pared los velocípedos de grandes ruedas art nouveau, las draisiennes de barra plana, como un patinete, evocación de caballeros con chistera que corretean por el Bois de Boulogne, abanderados del progreso.


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