Los que abandonan Omelas
Úrsula K.
Le Guin
Las
festividades, cuando no son mero pretexto del exceso, potencian nuestras
sensibilidades, des-ocultando nuestra fragilidad, aunque habitualmente de forma
más bien efímera. Pronto se olvidan las conmociones y los deseos de amparar a
los demás.
Y los sótanos
persisten.
Omelas no es
un lugar; mucho menos, los que se marchan, tampoco recorren ninguna geografía
específica. Su desplazamiento es más hondo e imperceptible: aprenden a habitar
de otro modo, alejándose de las estancias doradas y su esplendor cercado.
Esta honda
narración está dedicada a los que en cualquier región del mundo inventan una
forma de morar en la que el propio goce no se monta sobre el dolor ajeno. A.B.
Con un repicar de campanas que echaba a volar las golondrinas, el Festival de Verano llegaba a la ciudad de Omelas, torres brillantes junto al mar. En la bahía, chispeaban banderas en las jarcias de los barcos. En las calles, entre casas de tejado rojo y paredes pintadas, entre jardines musgosos y bajo avenidas de árboles, frente a grandes parques y edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran sobrias: ancianos con largas y rígidas túnicas color malva y gris, graves maestres de cada oficio, mujeres apacibles y alegres que llevaban sus niños y caminaban parloteando.
Con un repicar de campanas que echaba a volar las golondrinas, el Festival de Verano llegaba a la ciudad de Omelas, torres brillantes junto al mar. En la bahía, chispeaban banderas en las jarcias de los barcos. En las calles, entre casas de tejado rojo y paredes pintadas, entre jardines musgosos y bajo avenidas de árboles, frente a grandes parques y edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran sobrias: ancianos con largas y rígidas túnicas color malva y gris, graves maestres de cada oficio, mujeres apacibles y alegres que llevaban sus niños y caminaban parloteando.
En otras
calles la música era más rítmica, un trepidar de gongs y panderos, y la gente
iba danzando, la procesión era una danza. Los niños correteaban de aquí para
allá, y sus chillidos estridentes se elevaban sobre la música y el canto como
el vuelo raudo de las golondrinas. Todas las procesiones se dirigían al lado
norte de la ciudad, donde en el gran prado llamado Campos Verdes muchachos y
muchachas, desnudos en el aire brillante, los pies y los tobillos enlodados,
los brazos largos y ágiles, ejercitaban los caballos resoplantes antes de la
carrera.
Los caballos
no usaban ningún arreo, salvo una brida sin bocado. Tenían las crines orladas
con banderines plateados, dorados y verdes hacían aletear los ollares y
coceaban y alardeaban entre sí; estaban muy excitados, pues el caballo es el
único animal que ha adoptado como propias nuestras ceremonias.
Allá lejos, al
norte y al oeste, las montañas se erguían casi arrinconando a Omelas contra la
bahía. El aire de la mañana era tan límpido que la nieve que todavía coronaba
los Dieciocho Picos aún ardía con un fuego oro blanco a través de millas de
aire luminoso, bajo el azul oscuro del cielo. Soplaba apenas viento suficiente
para que los estandartes que marcaban la pista de carreras chasquearan y
flamearan de vez en cuando.
En el silencio
de los anchos prados verdes se oía la música serpeando por las calles de la
ciudad, más lejos y más cerca y siempre aproximándose, una gozosa y tenue
dulzura del aire que de vez en cuando tiritaba y se arracimaba y estallaba en
el clamoreo inmenso y alegre de las campanas.
¡Alegre! ¿Cómo
se puede nombrar la alegría? ¿Cómo describir a los ciudadanos de Omelas?
Ante todo; no
eran gente simple, aunque eran felices. Pero hoy día las palabras de júbilo han
caído en desuso. Todas las sonrisas se han vuelto arcaicas. Ante una
descripción como ésta uno tiende a hacer ciertas presunciones. Ante una
descripción como ésta uno también tiende a buscar al rey, montado en un
espléndido corcel y rodeado por sus nobles caballeros;. o quizá tendido en una
litera dorada llevada por esclavos musculosos. Pero no había rey. No usaban
espadas, ni tenían esclavos. No eran bárbaros. No conozco las normas ni las leyes
de esa sociedad, pero sospecho que eran singularmente escasas. Así como se
arreglaban sin monarquía ni esclavitud, también podían prescindir de la bolsa
de valores, la publicidad, la policía secreta, y la bomba. Sin embargo debo
repetir que no eran gente simple, ni bucólicos pastores, ni buenos salvajes, ni
utopianos blandos. No eran menos complejos que nosotros.
El problema es
que tenemos la mala costumbre, alentada por los pedantes y los sofisticados, de
considerar la felicidad como algo bastante estúpido. Sólo el dolor es
intelectual, sólo el mal es interesante. Esa es la traición del artista: una
negativa a admitir la trivialidad del mal y el tedio espantoso del dolor.
Si no puedes
vencerlos, únete a ellos. Si duele, repítelo. Pero elogiar la desesperación es
condenar el deleite, adherir a la violencia es perder de vista todo lo demás.
Casi lo hemos perdido; ya no sabemos describir a un hombre feliz, ni celebramos
la alegría. ¿Cómo puedo contaros sobre la gente de Omelas? No eran niños
ingenuos y felices, aunque es cierto que sus niños eran felices, eran adultos
maduros, inteligentes, apasionados, cuyas vidas no eran sórdidas. ¡Oh milagro!
Pero ojalá pudiera describirlo mejor. Ojalá pudiera convenceros. Omelas suena
en mis palabras como una ciudad de cuentos de hadas, hace tiempo y allá lejos,
érase una vez. Tal vez sería mejor si la imaginarais según vuestra propia
fantasía, esperando que la ciudad esté a la altura de la ocasión, pues por
cierto no puedo conformaros a todos.
Por ejemplo.
¿Qué diremos de la tecnología? Pienso que no habría coches ni helicópteros en y
sobre las calles; es natural, considerando que los habitantes de Omelas son
gente feliz. La felicidad se basa en una discriminación justa entre lo que es
necesario, lo que no es ni necesario ni destructivo, y lo que es destructivo.
En la
categoría intermedia, sin embargo -lo innecesario pero no destructivo, el
confort, el lujo, la exuberancia, etcétera-, bien podían tener calefacción
central, trenes subterráneos, máquinas de lavar, y toda suerte de artefactos
maravillosos aún no inventados aquí, fuentes lumínicas flotantes, energía sin
combustible, una cura para el vulgar resfrío. O podrían no tener nada de eso:
lo mismo da. Como gustéis. Yo me inclino a pensar que los habitantes de los
pueblos costeros de la zona han estado llegando a Omelas durante los últimos
días antes del Festival en trencitos muy rápidos y tranvías de dos pisos, y que
la estación ferroviaria de Omelas es en verdad el edificio más elegante de la
ciudad, aunque más sencillo que el suntuoso Mercado de los Granjeros. Pero
aunque haya trenes, temo que hasta ahora Omelas os parece demasiado idílica.
Sonrisas, campanas, desfiles, caballos, bah.
En tal caso,
añádase una orgía. Si una orgía ayuda, no hay por qué titubear. No agreguemos,
sin embargo, templos de donde bellos sacerdotes y sacerdotisas desnudas salen
casi en éxtasis y prontos para copular con cualquier hombre o mujer, amante o
desconocido, que desee unirse con la profunda naturaleza divina de la sangre,
aunque ésa fue mi primera idea. Pero en verdad sería mejor no tener templos en
Omelas: al menos, no templos con sacerdotes. Religión sí, clero no.
Por cierto,
las beldades desnudas pueden vagabundear sin más, ofreciéndose cómo manjares
divinos para el hambre de los necesitados y la fascinación de la carne. Que se
unan a las procesiones. Que los panderos resuenen por encima de las
copulaciones, y la gloria del deseo sea proclamada en los gongs, y (un detalle
nada baladí) que los retoños de estos deliciosos rituales sean amados y
cuidados por todos. Sé que algo no existe en Omelas, y es la culpa. ¿Pero qué
más debería haber?
Al principio
pensé que no había drogas, pero eso es puritanismo. Para quienes gustan de
ello, la dulzura tenue y punzante del druz puede perfumar los caminos de la
Ciudad, el druz que primero propicia una gran lucidez mental y agilidad
corporal, y al cabo de unas horas una somnolienta languidez, y al fin
maravillosas visiones de los mismos arcanos y secretos íntimos del Universo,
además de estimular el placer sexual más allá de todo lo imaginable; y no crea
hábito. Para los gustos más modestos creo que debería haber cerveza. ¿Qué más,
qué más habrá en la ciudad de la alegría? La sensación de triunfo, desde luego,
la celebración del coraje. Pero así como prescindimos del clero, prescindamos
de los soldados.
La alegría
construida sobre una matanza victoriosa no es una alegría limpia; no conduce a
nada, es temible y es frívola. Una sensación ilimitada y generosa, un triunfo
magnánimo que no nace de la hostilidad contra un enemigo externo sino de la
comunión entre las almas más refinadas y bellas de los hombres de todas partes
y el esplendor del verano del mundo: esto es lo que inflama los corazones de la
gente de Omelas, y la victoria que celebran es la victoria de la vida. En
realidad no creo que muchos necesiten tomar druz.
La mayoría de
las procesiones ha llegado ahora a los Campos Verdes. Un maravilloso olor a
comida brota de los puestos rojos y azules de los proveedores. Los niños tienen
pegotes deliciosos en la cara, de la benigna barba gris de un hombre cuelgan
dos migajas de un rico pastel. Los jóvenes y las muchachas han montado a
caballo y se están agrupando alrededor de la línea de largada de la pista. Una
vieja, baja, gorda, risueña, está repartiendo flores de un canasto, y hombres
jóvenes y altos usan las flores en la melena brillante. Un niño de nueve o diez
años está sentado en el linde de la muchedumbre, solo, tocando una flauta de
madera. La gente se detiene a escuchar, y sonríe, pero nadie le habla porque el
niño nunca deja de tocar y nunca ve a nadie, los ojos oscuros profundamente
sumidos en la magia dulce e inaprensible de la melodía. Concluye, y baja
lentamente las manos que empuñan la flauta de madera. Como si ese pequeño
silencio privado fuera la señal, la trompeta trina de repente en el pabellón de
la línea de largada: imperiosa, melancólica, penetrante. Los caballos
corcovean, y algunos responden con un relincho. Serenos, los jóvenes jinetes
acarician el pescuezo de los caballos y los tranquilizan, susurrando:
"Calma, calma, mi belleza, mi esperanza..." Empiezan a formar una
fila en la línea de largada. Junto a la pista, las multitudes son como un campo
de hierba y flores al viento. El Festival del Verano ha comenzado.
¿Lo creéis?
¿Aceptáis el festival, la ciudad, la alegría? ¿No? Pues entonces describiré
algo más.
En los
cimientos de uno de los hermosos edificios públicos de Omelas, o quizá en el
sótano de una de las amplias moradas, hay un cuarto. Tiene una puerta cerrada
con llave, y ninguna ventana.
Un tajo de luz
polvorienta se filtra entre las hendijas de la madera, después de atravesar una
ventana cubierta de telarañas en alguna parte del sótano. En un rincón del
cuarto hay un par de estropajos, duros, sucios, hediondos, junto a un balde
oxidado. El suelo es mugre, un poco húmeda al tacto, como suele ser la mugre de
los sótanos. El cuarto tiene tres metros de largo por dos de ancho: una mera
alacena o galpón en desuso. En el cuarto está sentado un niño. También podría
ser una niña. Aparenta seis años, pero tiene casi diez. Es débil mental.
Tal vez lo es
de nacimiento, o quizá lo imbecilizaron el miedo, la desnutrición y el
descuido. Se escarba la nariz y de vez en cuando se palpa los pies o los
genitales, mientras está acurrucado en el rincón más alejado del balde y los
estropajos. Tiene miedo de los estropajos.
Le parecen
horribles. Cierra los ojos, pero sabe que los estropajos están todavía allí; y
la puerta tiene llave; y no vendrá nadie. La puerta siempre tiene llave; y
nunca viene nadie, excepto que a veces el niño no comprende el tiempo ni los
intervalos de tiempo, a veces, la puerta cruje horriblemente y se abre, y entra
una persona, o varias personas.
Una de ellas
quizá se acerque y patee al niño para obligarlo a levantarse. Las otras nunca se
acercan, sino que lo observan con ojos aprensivos y asqueados. Le llenan
apresuradamente el cuenco de comida y la jarra de agua, cierran la puerta, los
ojos desaparecen. La gente de la puerta nunca dice nada, pero el niño, que no
siempre ha vivido en ese cuartucho, y puede recordar la luz del sol y la voz de
la madre, a veces habla. "Me portaré bien", dice. "por favor,
quiero salir.
¡Me portaré
bien!" Nunca le responden. Antes el niño pedía ayuda a gritos durante la
noche, y lloraba mucho, pero ahora sólo emite una especie de quejido,
"ueh-haa, eh-haa", y cada vez habla menos. Es tan raquítico que no
tiene pantorrillas; le sobresale el vientre; se alimenta de medio cuenco de
cereal y grasa por día. Está desnudo. Las nalgas y los muslos son una masa de
úlceras infectas, pues está continuamente sentado sobre sus propios
excrementos.
Todos saben
que está ahí, todos los habitantes de Omelas. Algunos han venido a verlo, otros
se contentan meramente con saber que está ahí.
Todos saben
que debe estar ahí. Algunos entienden por qué, y algunos no lo entienden, pero
todos entienden que su felicidad, la belleza de su ciudad, la ternura de sus
amistades, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus eruditos, la habilidad de
sus artesanos, incluso la abundancia de sus cosechas y el aire templado de sus
cielos, dependen absolutamente de la abominable desdicha de este niño.
Normalmente
explican esto a los hijos cuando ellos tienen entre ocho y doce años, cuando
parecen capaces de comprenderlo; y la mayoría de los que vienen a ver al niño
son personas jóvenes, aunque muchas veces hay adultos que vienen, o vuelven, a
ver al niño. Por precisas que sean las explicaciones que han recibido, estos
jóvenes espectadores siempre se escandalizan y asquean ante el espectáculo.
Sienten
náuseas, aunque se creían por encima de esa sensación.
Sienten furor,
ultraje, impotencia, pese a todas las explicaciones. Les gustaría hacer algo
por el niño. Pero no pueden hacer nada. Sería bueno poder llevar al niño a la
luz del sol, sacarlo de ese lugar aberrante: limpiarlo y alimentarlo y
confortarlo; pero si se hiciera, la prosperidad y la belleza y el deleite de
Omelas se marchitarían y secarían ese mismo día, esa misma hora. Esas son las
condiciones.
Cambiar toda
la bondad y gracilidad de cada vida de Omelas por esa sola y pequeña buena
acción, perder la felicidad de miles por la posible felicidad de uno: por
cierto eso sería abrir las puertas a la culpa.
Las
condiciones son estrictas y absolutas; al niño no se le puede dirigir ni
siquiera una palabra de cariño.
A menudo los
jóvenes vuelven a casa llorando, o tan furiosos que no pueden llorar, cuando
han visto al niño y han enfrentado esta paradoja atroz. Quizá cavilen semanas o
años. Pero con el tiempo empiezan a comprender que aunque soltaran al niño la
libertad no le brindaría muchas cosas: el placer vago y pequeño de la tibieza y
la comida, sin duda, pero no mucho más. Está demasiado degradado e imbecilizado
para gozar realmente de la alegría. Ha temido demasiado tiempo para estar libre
del miedo.
En verdad,
después de tanto tiempo es probable que fuera infeliz sin paredes que lo
protejan, sin oscuridad para los ojos, sin excrementos donde sentarse. Las
lágrimas vertidas por esa atroz injusticia se secan cuando empiezan a entender
la terrible justicia de la realidad, y a aceptarla. Sin embargo esas lágrimas y
esa furia, la generosidad puesta a prueba y la aceptación de la impotencia, son
tal vez la verdadera fuente del esplendor de sus vidas.
No gozan de
una felicidad vaporosa, irresponsable: Saben que ellos, como el niño, no son
libres. Conocen la compasión. La existencia del niño, y el hecho de que ellos
conozcan su existencia, posibilita la nobleza de su arquitectura, la hondura de
su música, la profundidad de su ciencia. Es por causa del niño que tratan tan
bien a los niños. Saben que si ese desdichado no estuviera acurrucado en la
oscuridad, el otro, el flautista, no podría ejecutar una música alegre mientras
los jóvenes y bellos jinetes se alinean para la carrera al sol de la primera mañana
de verano.
¿Ahora creéis
en ellos? ¿No son más convincentes? Pero hay algo más para contar, y esto es
absolutamente increíble.
En ocasiones,
uno de los adolescentes que vino a ver al niño no vuelve al hogar dominado por
la furia o el llanto, no vuelve simplemente al hogar. De vez en cuando un
hombre o una mujer de más edad guardan silencio un par de días, y luego se van.
Esta gente sale a la calle, y echa a andar hasta salir de la ciudad de Omelas
por las hermosas puertas. Siguen caminando a través de las tierras de labranza
de Omelas. Cada cual va solo, muchacho o muchacha, hombre o mujer.
Cae la noche;
el viajero debe atravesar callejas de aldeas, entre casas con ventanas
iluminadas de amarillo. Y luego salir a la oscuridad de los campos. Siempre solos,
van al oeste o al norte, hacia las montañas. Siguen adelante. Abandonan Omelas,
siguen caminando en la oscuridad, y no regresan. El lugar al cual se dirigen es
un lugar aún menos imaginable para la mayoría de nosotros que la ciudad de la
dicha. Ni siquiera puedo describirlos. Es posible que no exista. Pero ellos
parecen saber adónde van, los que abandonan Omelas.
Úrsula K. Le Guin. Traducción
de Carlos Gardini.
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