El centinela
Arthur Clarke
La próxima vez que vean ustedes la luna llena brillar alta en el sur, examinen atentamente
el borde derecho y dejen resbalar la mirada a lo largo de la curva del disco.
Allá donde serían las dos si nuestro satélite fuera un reloj, observaran un
minúsculo óvalo oscuro: cualquiera que posea una vista normal puede
descubrirlo. En una gran llanura rodeada de montañas, una de las más hermosas
de la Luna, conocida con el nombre de Mare Crisium: el Mar de las Crisis. Casi
quinientos kilómetros de diámetro, rodeada por un anillo de magníficas
montañas, no había sido explorada nunca hasta que nosotros penetramos en ella a
finales del verano de 1996.
Nuestra
expedición había sido cuidadosamente planeada. Dos grandes cargos habían
transportado nuestras provisiones y nuestro equipo desde la base lunar del Mare
Serenitatis, a ochocientos kilómetros. Disponíamos además de tres pequeños
cohetes destinados al transporte a cortas distancias en regiones en las que era
imposible servirse de los vehículos de superficie. Afortunadamente, la mayor
parte del Mare Crisium es llana. No existen allí esas enormes grietas tan
frecuentes y tan peligrosas en otras partes, y los cráteres o elevaciones de
una cierta altura son bastante raros. A primera vista, nuestros potentes
tractores oruga no tendrían la menor dificultad en conducirnos hasta donde
quisiéramos ir.
Yo era el
geólogo, o selenólogo, si quieren ser ustedes pedantes, jefe del grupo
destinado a la exploración de la zona sur del Mare. Habíamos recorrido un
centenar y medio de kilómetros en una semana, bordeando los contrafuertes de
las montañas que dominaban la playa de lo qué, muchos millones de años atrás,
había sido un antiguo mar. Cuando la vida se había iniciado en la Tierra, aquel
mar estaba ya moribundo. El agua retiraba de los flancos de aquellas
maravillosas escolleras para fluir hacia el vacío corazón de la Luna. Sobre el
suelo que estábamos recorriendo, el océano que no conocía mareas había
alcanzado en su tiempo una profundidad de ochocientos metros, y ahora la única
huella de humedad que podía hallarse era la escarcha que descubrimos a veces en
las profundidades de las cavernas, donde jamás penetra la luz del sol.
Habíamos
comenzado nuestro viaje al despuntar el alba lunar, y nos quedaba aún casi una
semana de tiempo terrestre antes de que la noche cayera de nuevo. Descendíamos
de nuestros vehículos cinco o seis veces al día, vestidos con nuestros trajes
espaciales, y nos dedicábamos a la búsqueda de minerales interesantes, o
plantábamos señales indicadoras para guiar a futuros viajeros. Era una rutina
monótona y carente de excitación. Podíamos vivir confortablemente al menos
durante un mes en el interior de nuestros tractores presurizados, y si nos ocurría
algún percance siempre nos quedaba la radio para pedir ayuda, tras lo cual no
teníamos otra cosa que hacer más que aguardar la llegada de la nave que
acudiría a rescatamos.
Acabo de
decir que la exploración lunar es una rutina carente de excitación, y no es
cierto. Uno nunca se cansa de contemplar aquellas increíbles montañas, tan
distintas de las suaves colinas de la Tierra. Al doblar un cabo o un
promontorio, uno nunca sabía qué nuevos esplendores nos iban a ser revelados.
Toda la parte meridional del Mare Crisium es un vasto delta donde, hace mucho
tiempo, algunos desembarcaban en el océano, quizás alimentados por las
torrenciales lluvias que habían erosionado las montañas durante el corto
período de la era volcánica, cuando la Luna era aún joven. Cada uno de aquellos
antiguos valles era una tentación, un desafío a trepar hasta las desconocidas
mesetas que había más allá. Pero teníamos aún un centenar y medio de kilómetros
que cubrir, y todo lo que podíamos hacer era contemplar con envidia aquellas cimas
que otros escalarían.
Abordo del
tractor vivíamos según el tiempo terrestre, y a las 22 horas exactamente
enviábamos el último mensaje por radio a la Base y terminábamos nuestro
trabajo. Afuera, las rocas seguían ardiendo bajo un sol casi vertical; para
nosotros era de noche hasta que nos despertábamos de nuevo, tras ocho horas de
sueño. Entonces uno de nosotros preparaba el desayuno, se oía un gran zumbido
de afeitadoras eléctricas, y alguien conectaba la radio que nos unía a la
Tierra. Realmente, cuando el olor de las salchichas cociéndose comenzaba a
llenar la cabina, a uno le resultaba difícil creer que no habíamos regresado a
nuestro planeta: Todo era tan normal, tan familiar, excepto la disminución de
nuestro peso y la lentitud con que caían todos los objetos.
Era mi
turno de preparar el desayuno en el ángulo de la cabina principal que servía
como cocina. Pese a los años transcurridos, recuerdo con extrema claridad aquel
momento, porque la radio acababa de transmitir una de mis canciones preferidas,
la vieja tonada gala David de las Rocas Blancas. Nuestro conductor estaba ya
fuera, embutido en su traje espacial, inspeccionando los vehículos oruga. Mi
asistente, Louis Garnett, en la cabina de control, escribía algo relativo al
trabajo del día anterior en el diario de a bordo.
Como
cualquier ama de casa terrestre mientras esperaba a que las salchichas se
cocieran en la sartén dejé que mi mirada vagase sobre las montañosas paredes
que cercaban el horizonte por la parte sur, prolongándose hasta perderse de
vista por el este y por el oeste. Parecían no estar a más de tres kilómetros
del tractor, pero sabía que la más próxima estaba a treinta kilómetros. En la
Luna, por supuesto, las imágenes no pierden nitidez con la distancia, no hay
ninguna atmósfera que atenúe, difumine o incluso transfigure los objetos
lejanos, como ocurre en la Tierra.
Aquellas
montañas se elevaban hasta tres mil metros, surgiendo abruptas de la llanura
como si alguna erupción subterránea las hubiera hecho emerger a través de la
corteza en fusión. No se podía ver la base ni siquiera de la más próxima,
debido a la acusada curvatura de la superficie, ya que la Luna es un mundo muy
pequeño y el horizonte no estaba a más de tres kilómetros del lugar donde yo me
hallaba.
Levanté
los ojos hacia los picos que ningún hombre había escalado nunca, aquellos picos
que, antes del nacimiento de la vida sobre la Tierra, habían contemplado cómo
se retiraba el océano, llevándose hacia su tumba la esperanza y las promesas de
un mundo. El sol golpeaba los farallones con un resplandor que cegaba los ojos,
mientras que, un poco más arriba, las estrellas brillaban fijas en un cielo más
negro que la más oscura medianoche de invierno en la Tierra.
Iba a
girarme, cuando mi mirada fue atraída por un destello metálico casi en la cima
de uno de los grandes promontorios que avanzaba hacia el mar, cincuenta
kilómetros al oeste. Era un punto de luz pequeñísimo carente de dimensiones,
como si una estrella hubiera sido arrancada del cielo por alguno de aquellos
crueles picos, e imaginé que una roca excepcionalmente lisa captaba la luz del
sol y me la reflejaba directamente a los ojos. Era algo que sucedía a menudo.
Cuando la Luna entra en el segundo cuarto, los observadores de la Tierra pueden
ver a veces las grandes cadenas montañosas del Oceanus Procellarum, el Océano
de las Tormentas, arder con una iridiscencia blancoazulada debida al reflejo
del sol en sus laderas. Pero sentía la curiosidad de saber qué tipo de roca
podía brillar allá arriba con tanta intensidad, de modo que subí a la torreta
de observación y orienté nuestro telescopio hacia el oeste.
Lo que vi
fue suficiente para despertar mi interés. Los picos montañosos, claros y
nítidos en mi campo de visión, parecían no estar a más de ochocientos metros de
distancia, pero el objeto que reflejaba la luz del sol era aún demasiado
pequeño para poder ser identificado. Sin embargo, aunque no pudiera
distinguirlo claramente, sí podía darme cuenta de que estaba provisto de una
cierta simetría, y la base sobre la que se hallaba parecía extrañamente plana.
Estuve observando durante un buen rato aquel brillante enigma, aguzando mi
vista en el espacio, hasta que un olor a quemado proveniente de la cocina me
informó que las salchichas del desayuno habían hecho un viaje de casi cuatrocientos
mil kilómetros para nada.
Mientras
avanzábamos a través del Mare Crisium, aquella mañana, con las montañas
irguiéndose a occidente, discutimos sobre el caso, y continuamos discutiendo a
través de la radio cuando salimos a realizar nuestras prospecciones. Mis
compañeros sostenían que había sido probado sin la menor sombra de duda que
jamás había existido ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Las únicas
cosas vivas que habían llegado a existir eran algunas plantas primitivas, y sus
antecesoras, tan sólo un poco menos degeneradas. Esto lo sabía yo tan bien como
todos, pero hay ocasiones en las que un científico no debe temer al ridículo.
-Escuchad
-dije firmemente-, quiero subir hasta allí arriba, aunque sólo sea para
tranquilizar mi conciencia. Esta montaña tiene menos de cuatro mil metros, lo
que equivale a setecientos con gravedad terrestre, y puedo hacérmela en una
veintena de horas. Siempre he deseado escalar una de esas colinas, y aquí tengo
un buen pretexto para hacerlo.
-Si no te
partes el cuello -dijo Garnett-, vas a ser el hazmerreír de la expedición
cuando regresemos a la Base. De ahora en adelante, esta montaña se llamará
seguramente la Locura de Wilson.
-No me
partiré el cuello -dije con firmeza-. ¿Quién fue el primero que escaló Pico y
Helicon?
-¿Pero no
eras un poco más joven por aquel entonces? -preguntó suavemente Louis.
-Una razón
de más para ir -dije muy dignamente.
Aquella
noche nos acostamos pronto, tras conducir el tractor hasta unos quinientos
metros del promontorio. Garnett vendría conmigo al día siguiente; era un buen
escalador y había participado conmigo en otras expediciones semejantes. Nuestro
conductor se sintió muy feliz de quedarse guardando el vehículo.
A primera
vista, aquellas paredes parecían prácticamente inescalables, pero cualquiera
que tuviera un poco de experiencia sabía que la escalada no presenta serias
dificultades en un mundo donde el peso queda reducido a una sexta parte. El
auténtico peligro del alpinismo lunar reside en el exceso de confianza: una caída
desde cien metros en la Luna es tan mortal como una caída desde quince metros
en la Tierra.
Hicimos
nuestro primer alto en una cornisa a unos mil quinientos metros de la llanura.
La escalada no había sido difícil, pero el esfuerzo al que no estaba acostumbrado
había envarado mis miembros, y me sentía feliz de poder descansar un poco.
Visto desde allí, el tractor parecía un minúsculo insecto metálico al pie de la
pared. Por radio comunicamos nuestro avance al conductor antes de proseguir la
escalada.
Dentro de
nuestros trajes la temperatura era agradablemente fresca, puesto que el sistema
de refrigeración anulaba los efectos del ardiente sol y eliminaba al exterior
los desechos de nuestra transpiración.
Hablábamos raramente, salvo que
debiéramos intercambiar instrucciones o discutir acerca del mejor camino a
seguir. No sabía lo que estaría pensando Garnett, seguramente que era la
empresa más absurda en la que se había embarcado. Yo no podía dejar de darle la
razón, al menos en parte, pero el placer de la escalada, la seguridad de que
nunca ningún hombre había llegado antes hasta allí, y la exaltante visión del
paisaje, eran para mí una recompensa suficiente.
No
recuerdo haber experimentado ninguna excitación especial al hallarnos ante la
pared rocosa que había examinado a través del telescopio el día antes, desde
una distancia de cincuenta kilómetros. Se extendía hasta una veintena de metros
por encima de nosotros y allá, en aquella explanada, se hallaba el objeto que
me había atraído a través de toda aquella extensión desértica. Casi con toda
seguridad no era más que un bloque de roca nacido en alguna época pasada a
consecuencia del impacto de un meteorito, con los planos de estratificación
pulidos y brillantes aún en la inmovilidad eterna e inmutable.
La roca no
tenía apoyos, de modo que tuvimos que usar un garfio. Mis cansados brazos
parecieron recuperar una nueva fuerza cuando lancé el anda de tres puntas
haciéndola girar sobre mi cabeza. La primera vez falló su presa, y cayó
lentamente cuando tironeamos de ella para comprobar su solidez. Al tercer
intento las púas se sujetaron sólidamente, y ni siquiera el peso combinado de
nuestros dos cuerpos consiguió moverla.
Garnett me
lanzó una ansiosa mirada. Hubiera podido decirle que deseaba subir yo primero,
pero me limité a sonreír a través del cristal del casco y agité la cabeza.
Luego, lentamente, sin prisas, inicié el último tramo de la ascensión.
Aún
enfundado en el traje espacial, pesaba tan sólo veinte kilos, por lo que subí a
pulso, sin enroscar la cuerda entre mis piernas ni ayudarme con los pies contra
la pared. Cuando alcancé el borde me detuve un instante para saludar con la
mano a mi compañero, luego di el último tirón, me icé de pie sobre la
plataforma, y contemplé lo que había ante mí.
Hasta
aquel momento estaba casi convencido de que no iba a descubrir nada extraño o
insólito allí. Casi, pero no completamente, y era esa torturante duda la que me
había empujado hasta allí. Bueno, la duda había sido disipada, pero la tortura
apenas acababa de empezar.
Me
encontraba en una explanada de unos treinta metros de profundidad. En alguna
ocasión había sido lisa, demasiado lisa para ser natural, pero los impactos de
los meteoritos habían mordido y cribado su superficie a través de incontables
eones. Y había sido nivelada para poder sostener una estructura translúcida,
burdamente piramidal, de dos veces la altura de un hombre, encajada en la roca
como una gigantesca gema facetada.
Probablemente
no experimenté ninguna sensación durante los primeros segundos. Luego,
inexplicablemente, sentí una extraña alegría. Porque yo amaba la Luna, y ahora
sabía que el musgo que trepaba en Aristarco y Eratóstenes no era la única forma
de vida que había producido cuando era joven. Los antiguos y desacreditados
sueños de los primeros exploradores eran ciertos. Después de
todo había existido una civilización lunar, y yo había sido el primero en
descubrirla. El hecho de haber llegado con un millón de años de retraso no me
preocupaba; tenía bastante con haber llegado.
Mi cerebro
comenzaba a funcionar de nuevo normalmente, analizando, planteando preguntas.
¿Qué era aquella construcción? ¿Un santuario... o alguna otra cosa que en mi
lengua no tenía nombre? Si era una construcción habitable, ¿por qué la habían
edificado en aquel lugar casi inaccesible? Me pregunté si se trataría de un
templo, e imaginé ver a los adeptos de alguna extraña región invocando a sus
divinidades para que les salvaran la vida mientras la Luna declinaba con la
muerte de sus océanos.
Avancé
unos pasos para examinar más de cerca el objeto, pero la cautela me impidió
acercarme demasiado. Entendía un poco de arqueología, e intenté establecer el
nivel de la civilización que había aplanado aquella montaña y erigido aquellas
superficies resplandecientes que me cegaban aún.
Pensé que
los egipcios hubieran estado en condiciones de erigir una construcción como
aquélla, siempre que sus operarios dispusieran del extraño material que
aquellos arquitectos aún más antiguos habían utilizado. Debido a que el objeto
era relativamente pequeño, no se me ocurrió pensar que probablemente estaba
examinando el producto de una raza más avanzada que la nuestra. La idea de que
en la Luna hubieran existido seres inteligentes era ya bastante difícil de
asimilar, y mi orgullo se negaba a dar el último y más humillante paso.
Y luego
observé algo que hizo que los cabellos se me erizaran en la nuca, algo tan
trivial e inocuo que quizá cualquier otro nunca lo hubiera visto. Ya he dicho
que la explanada había sido torturada por la caída de los meteoritos, de tal
modo que estaba recubierta de una espesa capa de polvo cósmico, ese polvo que
se extiende como un manto por la superficie de todos los mundos en los que no
existen vientos que puedan turbarlo. Sin embargo, tanto el polvo como las
señales dejadas por los meteoritos terminaban bruscamente en el borde de un
amplio círculo en el centro del cual se hallaba la pirámide, como si un muro
invisible la protegiera de las inclemencias del tiempo y del lento pero
incesante bombardeo del espacio.
Sentí que
alguien estaba gritando en mis auriculares, y finalmente me di cuenta de que
Garnett me estaba llamando desde hacía rato. Avancé con paso vacilante hacia el
borde de la explanada y le hice señas de que subiera, porque no me sentía muy
seguro de ser capaz de hablar. Luego me giré de nuevo hacia el círculo en el
polvo. Me incliné y tomé un fragmento de roca, y lo lancé, sin excesiva fuerza,
hacia el brillante enigma. Si la piedra hubiera desaparecido al chocar contra
aquella invisible barrera no me hubiera sorprendido, pero se limitó a caer al
suelo, como si hubiera chocado contra una superficie curva.
Ahora
sabía que el objeto que tenía ante mí no podía ser comparado con ninguna obra
de mis antepasados. No era una construcción sino una máquina, que se protegía a
sí misma a través de unas fuerzas que habían desafiado la eternidad. Aquellas
fuerzas, cualesquiera que fuesen, seguían funcionando aún, y quizás yo me había
acercado demasiado a ellas. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había
capturado y dominado en el transcurso del último siglo. Por lo que sabía, podía
hallarme incluso condenado para siempre, como si hubiera penetrado en la
atmósfera silenciosa y letal de una pila atómica no aislada.
Recuerdo
que me giré hacia Garnett, que se había reunido conmigo y permanecía inmóvil a
mi lado. Me pareció tan absorto que no quise molestarle, y me dirigí hacia el
borde de la explanada esforzándome en ordenar de nuevo mis pensamientos. Allí,
delante de mí, se extendía el Mare Crisium, extraño y fascinante para casi toda
la humanidad, pero conocido y tranquilizador para mí. Levanté la mirada hacia
la hoz de la Tierra que yacía en su cuna de estrellas, y me pregunté qué habían
ocultado sus nubes cuando aquellos desconocidos constructores habían terminado
su trabajo. ¿Era la humeante jungla del Carbonífero, la desierta orilla de los
océanos sobre la que reptaban los primeros anfibios para conquistar la tierra
firme..., o un período más anterior aún, el periodo de la soledad, antes de que
la vida iniciara su desarrollo?
No me
pregunten por qué no intuí antes la verdad, que ahora parece tan obvia. En la
excitación del descubrimiento, me había convencido a mí mismo de que la
aparición cristalina debía de haber sido construida por una raza que había
vivido en el remoto pasado lunar, pero de pronto, con una terrible fuerza, me
traspasó la certeza de que aquella raza era tan extranjera a la Luna como lo
era yo.
En el
transcurso de veinte años de exploraciones no habíamos hallado ningún otro
rastro de vida a excepción de algunas plantas degeneradas. Ninguna civilización
lunar, aún moribunda, podía dejar tan sólo una única prueba de su existencia.
Volví a
mirar la resplandeciente pirámide, y me pareció más extraña que nunca a
cualquier cosa perteneciente a la Luna. Y entonces, de golpe fue sacudido por
un estallido de risa histérica, provocado por la excitación y por la excesiva
fatiga. Porque me había parecido que la pirámide me dirigía la palabra y me
decía: “Lo siento, pero yo tampoco soy de aquí”.
Hemos
necesitado veinte años para conseguir romper aquel invisible escudo y alcanzar
la máquina encerrada en aquellas paredes de cristal. Lo que no hemos podido
comprender lo hemos destruido finalmente con la salvaje potencia de la energía
atómica, y he podido ver los fragmentos de aquel hermoso y brillante objeto que
descubriera allí, en la cima de la montaña.
No
significaban absolutamente nada. Los mecanismos de la pirámide, suponiendo que
lo sean, son fruto de una tecnología que se halla mucho más allá de nuestro
horizonte, quizás una tecnología de fuerzas parafísicas.
El
misterio continúa atormentándonos cada vez más, ahora que hemos alcanzado otros
planetas y sabemos que sólo la Tierra ha sido cuna de vida inteligente en
nuestro Sistema. Una civilización antiquísima y desconocida perteneciente a
nuestro mundo no podría haberla construido, ya que el espesor del polvo
meteórico en la explanada nos ha permitido calcular su edad. Aquel polvo
comenzó a posarse antes de que la vida hiciera su aparición en la Tierra.
Cuando
nuestro mundo alcanzó la mitad de su edad actual, algo que venía de las
estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella huella de su paso, y
prosiguió su camino. Hasta que nosotros la destruimos, aquella máquina cumplió
su cometido. Y empiezo a intuir cuál era.
Alrededor
de cien mil millones de estrellas giran en el círculo de la Vía Láctea, y, hace
mucho tiempo, otras razas de los mundos pertenecientes a otros soles deben de
haber alcanzado y superado el estadio en el que ahora nos hallamos nosotros.
Piensen en una tal civilización, muy lejana en el tiempo, cuando la Creación
era aún tibia, dueña de un universo tan joven que la vida había surgido tan
sólo en una infinitésima parte de mundos. La soledad de aquel mundo es algo
imposible de imaginar, la soledad de los dioses que miran a través del infinito
y no hallan a nadie con quien compartir sus pensamientos.
Deben de
haber explorado las galaxias como nosotros exploramos los mundos. Por todos
lados había mundos, pero estaban vacíos, o a lo sumo poblados de cosas que se
arrastraban y eran incapaces de pensar. Así debía de ser nuestra Tierra, con el
humo de los volcanes ofuscando aún el cielo, cuando la primera nave de los
pueblos del alba surgió de los abismos más allá de Plutón. Rebasó los planetas
exteriores apresados por el hielo, sabiendo que la vida no podía formar parte
de sus destinos. Alcanzó y se detuvo en los planetas interiores, que se
calentaban al fuego del Sol, esperando a que comenzara su historia.
Aquellos
exploradores deben de haber observado la Tierra, sobrevolando la estrecha
franja entre los hielos y el fuego, llegando a la conclusión de que aquél debía
de ser el hijo predilecto del Sol. Allí, en un remoto futuro, surgiría la
inteligencia; pero ante ellos quedaban aún innumerables estrellas, y nunca
regresarían por aquel mismo camino.
Así pues,
dejaron un centinela, uno de los millones que deben de existir esparcidos por
todo el universo, vigilando los mundos en los cuales vibra la promesa de la
vida. Era un faro que, a través de todas las edades, señalaba pacientemente que
aún nadie lo había descubierto.
Quizás
ahora comprendan por qué la pirámide de cristal fue instalada en la Luna y no
en la Tierra. A sus creadores no les importaban las razas que luchaban aún por
salir del salvajismo. Nuestra civilización les podía interesar tan sólo si
dábamos prueba de nuestra capacidad de supervivencia, lanzándonos al espacio y
escapando así de la Tierra, nuestra cuna. Este es el desafío que, antes o
después, se plantea a todas las razas inteligentes. Es un desafío doble, porque
depende de la conquista de la energía atómica y de la decisiva elección entre
la vida y la muerte.
Una vez
superado este punto crítico, era tan sólo cuestión de tiempo que descubriéramos
la pirámide, y la forzásemos para ver lo que había dentro. Ahora ya no emite
ninguna señal, y aquellos encargados de su escucha deben de haber vuelto su
atención hacia la Tierra. Quizás acudan a ayudar a nuestra civilización, aún en
su infancia. Pero deben de ser viejos, muy viejos, y a menudo los viejos son
morbosamente celosos de los jóvenes.
Ahora ya
no puedo mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de esas nebulosas
estelares están acudiendo los emisarios. Si me permiten hacer una comparación
bastante vulgar, hemos tirado del aparato de alarma, y ahora no podemos hacer
otra cosa más que esperar.
No creo
que tengamos que esperar mucho.
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