domingo, abril 10, 2016

Las ruinas circulares

Jorge Luis Borges

                                  And if he left off dreaming about you. . .
                                               Through the Looking-Glass, VI

          Nadie  lo vio  desembarcar en  la  unánime noche,  nadie vio  la canoa de bambú sumiéndose en  el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el  hombre taciturno venía del Sur y que su  patria era  una  de  las infinitas  aldeas que  están  aguas arriba, en  el flanco violento  de la  montaña, donde el  idioma zend no  está contaminado de  griego y  donde es infrecuente  la lepra. Lo cierto  es que el hombre  gris besó el fango,  repechó la   ribera  sin   apartar  (probablemente,   sin  sentir)   las cortaderas que le dilaceraban las  carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta  el recinto circular que corona  un tigre o caballo de  piedra, que tuvo alguna  vez el color del  fuego y ahora el de  la ceniza. Ese redondel es un templo  que devoraron los incendios  antiguos, que  la selva  palúdica ha profanado  y cuyo  dios no  recibe  honor  de los  hombres. El  forastero  se tendió bajo el  pedestal. Lo despertó el sol alto.  Comprobó sin asombro  que las  heridas  habían  cicatrizado; cerró  los  ojos pálidos  y  durmió,  no  por  flaqueza  de  la  carne  sino  por determinación de la voluntad. Sabía  que ese templo era el lugar que  requería su  invencible propósito;  sabía  que los  árboles incesantes no habían logrado estrangular,  río abajo, las ruinas de  otro  templo  propicio,  también  de  dioses  incendiados  y muertos; sabía que  su inmediata obligación era el  sueño. Hacia la medianoche  lo despertó el  grito inconsolable de un  pájaro. Rastros  de  pies   descalzos,  unos  higos  y  un   cántaro  le advirtieron  que los  hombres de  la región  habían espiado  con respeto su  sueño y  solicitaban su  amparo o  temían su  magia. Sintió el  frío del miedo  y buscó  en la muralla dilapidada  un nicho   sepulcral   y   se   tapó    con   hojas   desconocidas.
          El  propósito  que  lo  guiaba   no  era  imposible,  aunque  sí sobrenatural.  Quería  soñar  un  hombre:   quería  soñarlo  con integridad minuciosa  e imponerlo  a la  realidad. Ese  proyecto mágico había  agotado el espacio entero  de su alma; si  alguien le hubiera preguntado  su propio nombre o cualquier rasgo  de su vida anterior,  no habría acertado  a responder. Le convenía  el templo inhabitado y  despedazado, porque era un mínimo  de mundo visible; la cercanía  de los leñadores también, porque  éstos se encargaban de  subvenir a sus  necesidades frugales. El arroz  y las frutas de su tributo  eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.
          Al principio, los sueños eran  caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica.  El forastero se  soñaba en el centro  de un  anfiteatro  circular  que  era   de  algún  modo  el  templo incendiado: nubes  de alumnos  taciturnos fatigaban las  gradas; las caras de los últimos  pendían a muchos siglos de distancia y a una  altura estelar, pero  eran del  todo precisas. El  hombre les dictaba  lecciones de  anatomía, de  cosmografía, de  magia: los rostros escuchaban con ansiedad  y  procuraban responder con entendimiento,  como  si  adivinaran  la  importancia  de  aquel examen, que  redimiría a uno  de ellos  de su condición de  vana apariencia y lo interpolaría en  el mundo real. El hombre, en el sueño  y  en  la vigilia,  consideraba  las  respuestas  de  sus fantasmas, no se  dejaba embaucar por los  impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia  creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.
          A las  nueve o diez  noches comprendió  con alguna amargura  que nada  podía  esperar  de  aquellos  alumnos  que  aceptaban  con pasividad  su doctrina  y  si  de aquellos  que  arriesgaban,  a veces, una contradicción razonable. Los  primeros, aunque dignos de amor y de bueno  afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían  un poco más.  Una tarde (ahora también  las tardes eran tributarias  del sueño, ahora no velaba sino  un par de horas en el amanecer)  licenció para siempre el vasto colegio ilusorio  y  se  quedó con  un  solo  alumno.  Era  un  muchacho taciturno,  cetrino, díscolo  a veces,  de  rasgos afilados  que repetían los de  su soñador. No lo desconcertó por  mucho tiempo la  brusca eliminación  de los  condiscípulos;  su progreso,  al cabo de  unas pocas lecciones  particulares, pudo maravillar  al maestro. Sin  embargo, la  catástrofe sobrevino.  El hombre,  un día, emergió  del sueño  como de  un desierto  viscoso, miró  la vana luz  de la tarde  que al pronto  confundió con la aurora  y comprendió que no  había soñado. Toda esa  noche y todo el  día, la intolerable lucidez  del insomnio se abatió contra  él. Quiso explorar la  selva, extenuarse; apenas  alcanzó entre la  cicuta unas rachas de  sueño débil, veteadas fugazmente de  visiones de tipo  rudimental:  inservibles.  Quiso congregar  el  colegio  y apenas  hubo articulado  unas  breves palabras  de  exhortación, éste  se  deformó,  se  borró.  En  la  casi  perpetua  vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.
          Comprendió que  el empeño  de modelar  la materia incoherente  y vertiginosa de que  se componen los sueños  es el más arduo  que puede acometer  un varón, aunque  penetre todos los enigmas  del orden superior  y del inferior:  mucho más  arduo que tejer  una cuerda de  arena o que amonedar  el viento sin cara.  Comprendió que un  fracaso inicial era  inevitable. Juró olvidar la  enorme alucinación  que lo  había desviado  al principio  y buscó  otro método  de trabajo  Antes de  ejercitarlo,  dedicó un  mes a  la reposición  de las  fuerzas  que  había malgastado  el  delirio. Abandonó toda premeditación de soñar  y casi acto continuo logró dormir un  trecho razonable del  día. Las  raras veces que  soñó durante ese período,  no reparó en los sueños. Para  reanudar la tarea, esperó que el disco  de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde,  se purificó en  las aguas  del río, adoró los  dioses planetarios,  pronunció  las   sílabas  lícitas  de  un   nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente,  soñó con un corazón que latía.
          Lo  soñó activo,  caluroso,  secreto,  del grandor  de  un  puño cerrado, color  granate en la penumbra  de un cuerpo humano  aun sin cara  ni sexo; con minucioso  amor lo soñó, durante  catorce lúcidas noches. Cada noche, lo  percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se  limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal  vez a corregirlo con  la mirada. Lo  percibía, lo vivía, desde  muchas distancias y muchos ángulos. La  noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el  índice y luego todo el corazón, desde  afuera y adentro.  El  examen  lo  satisfizo.   Deliberadamente  no  soñó durante una noche: luego retomó  el corazón, invocó el nombre de un  planeta  y  emprendió la  visión  de  otro  de  los  órganos principales.  Antes  de  un  año   llegó  al  esqueleto,  a  los párpados. El pelo innumerable fue  tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un  mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir  los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.
          En las cosmogonías gnósticas, los  demiurgos amasan un rojo Adán que no  logra ponerse  de pie;  tan inhábil  y rudo y  elemental como ese Adán de  polvo era el Adán de sueño que las  noches del mago habían fabricado.  Una tarde, el hombre casi  destruyó toda su   obra,  pero   se  arrepintió.   (Más   le  hubiera   valido destruirla.) Agotados  los votos a  los númenes  de la tierra  y del río, se  arrojó a los pies  de la efigie que tal vez  era un tigre y tal vez un  potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con  la estatua. La soñó viva, trémula:  no era un atroz  bastardo de  tigre y  potro, sino  a la  vez esas  dos criaturas  vehementes   y  también  un   toro,  una  rosa,   una tempestad. Ese  múltiple dios le  reveló que su nombre  terrenal era Fuego, que  en ese templo circular  (y en otros iguales)  le habían rendido  sacrificios y culto  y que mágicamente  animaría al fantasma soñado,  de suerte que todas las  criaturas, excepto el Fuego mismo  y el soñador, lo  pensaran un hombre de  carne y hueso.  Le  ordenó  que una  vez  instruido  en  los  ritos,  lo enviaría al  otro templo  despedazado cuyas pirámides  persisten aguas  abajo,  para  que alguna  voz  lo  glorificara  en  aquel edificio desierto. En el sueño  del hombre que soñaba, el soñado se despertó.
          El mago ejecutó esas órdenes.  Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos  años) a descubrirle los  arcanos del universo y  del culto del fuego.  Íntimamente, le dolía apartarse de él.  Con el pretexto  de la  necesidad pedagógica,  dilataba  cada días  las horas  dedicadas al  sueño. También  rehizo  el hombro  derecho, acaso deficiente.  A veces, lo  inquietaba una impresión de  que ya todo  eso había  acontecido. .  . En  general, sus días  eran felices; al cerrar  los ojos pensaba: Ahora estaré con mi  hijo. O, más  raramente: El hijo  que he  engendrado me  espera y  no existirá si no voy.
Gradualmente, lo fue acostumbrando  a la  realidad. Una vez  le ordenó que embanderara una cumbre  lejana. Al otro día, flameaba la bandera  en la  cumbre. Ensayó  otros experimentos  análogos, cada  vez más  audaces. Comprendió  con cierta  amargura que  su hijo estaba listo para nacer, y  tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera  vez y lo envió  al otro templo, cuyos  despojos blanqueaban río abajo,  a muchas leguas de inextricable  selva y de  ciénaga.  Antes  (para que  no  supiera  nunca  que  era  un fantasma,  para que  se creyera  un  hombre como  los otros)  le infundió  el   olvido  total de sus años de aprendizaje.
          Su  victoria y  su  paz  quedaron empañadas  de hastío.  En  los crepúsculos  de la  tarde y  del  alba, se  prosternaba ante  la figura  de  piedra,  tal  vez  imaginando  que  su  hijo  irreal ejecutaba  idénticos ritos,  en otras  ruinas circulares,  aguas abajo; de  noche no  soñaba, o  soñaba como  lo hacen todos  los hombres. Percibía  con cierta palidez  los sonidos y formas  del universo: el hijo ausente se  nutría de esas disminuciones de su alma.  El  propósito  de  su  vida  estaba  colmado;  el  hombre persistió en  una suerte de  éxtasis. Al  cabo de un tiempo  que ciertos narradores de  su historia prefieren computar en  años y otros en  lustros, lo despertaron  dos remeros a medianoche:  no pudo ver sus  caras, pero le hablaron de un hombre mágico  en un templo del Norte, capaz de  hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente  las palabras del dios. Recordó  que de todas las criaturas que componen  el orbe, el fuego era la única que  sabía   que  su  hijo   era  un  fantasma.  Ese   recuerdo, apaciguador al principio,  acabó por atormentarlo. Temió  que su hijo meditara en  ese privilegio anormal y descubriera  de algún modo su condición  de mero simulacro. No  ser un hombre, ser  la proyección   del  sueño   de   otro  hombre   ¡qué   humillación incomparable, qué vértigo!  A todo padre le interesan  los hijos que ha  procreado (que  ha permitido)  en una  mera confusión  o felicidad; es  natural que el  mago temiera  por el porvenir  de aquel hijo,  pensado entraña por entraña  y rasgo por rasgo,  en mil y una noches secretas.
          El término de  sus cavilaciones fue brusco, pero  lo prometieron algunos  signos. Primero  (al  cabo  de una  larga  sequía)  una remota nube  en un cerro, liviana  como un pájaro; luego,  hacia el Sur, el  cielo que tenía el  color rosado de la encía  de los leopardos; luego las humaredas que  herrumbraron el metal de las noches,  después  la  fuga pánica  de  las  bestias.  Porque  se repitió  lo  acontecido  hace  muchos  siglos.  Las  ruinas  del santuario del dios del fuego  fueron destruidas por el fuego. En un alba  sin pájaros el  mago vio  cernirse contra los muros  el incendio concéntrico. Por  un instante, pensó refugiarse  en las aguas, pero  luego comprendió que la  muerte venía a coronar  su vejez y a absolverlo de  sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego.  Éstos no mordieron su  carne, éstos lo acariciaron  y lo  inundaron  sin  calor y  sin  combustión.  Con  alivio,  con humillación,  con terror,  comprendió  que  él también  era  una apariencia, que otro estaba soñándolo.




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