La pradera
Ray Bradbury
-George, me gustaría que le echaras un ojo al cuarto de jugar de los niños.
-¿Qué le pasa?
-No lo sé.
-Pues bien, ¿y entonces?
-Sólo quiero que le eches una ojeada, o que llames a un sicólogo para
que se la eche él.
-¿Y qué necesidad tiene un cuarto de jugar de un sicólogo?
-Lo sabes perfectamente -su mujer se detuvo en el centro de la cocina y
contempló uno de los fogones, que en ese momento estaba hirviendo sopa para
cuatro personas-. Sólo es que ese cuarto ahora es diferente de como era antes.
-Muy bien, echémosle un vistazo.
Atravesaron el vestíbulo de su lujosa casa insonorizada cuya instalación
les había costado treinta mil dólares, una casa que los vestía y los alimentaba
y los mecía para que se durmieran, y tocaba música y cantaba y era buena con
ellos. Su aproximación activó un interruptor en alguna parte y la luz de la
habitación de los niños parpadeó cuando llegaron a tres metros de ella.
Simultáneamente, en el vestíbulo, las luces se apagaron con un automatismo suave.
-Bien -dijo George Hadley.
Se detuvieron en el suelo acolchado del cuarto de jugar de los niños.
Tenía doce metros de ancho por diez de largo; además había costado tanto como
la mitad del resto de la casa. "Pero nada es demasiado bueno para nuestros
hijos", había dicho George.
La habitación estaba en silencio y tan desierta como un claro de la
selva un caluroso mediodía. Las paredes eran lisas y bidimensionales. En ese
momento, mientras George y Lydia Hadley se encontraban quietos en el centro de
la habitación, las paredes se pusieron a zumbar y a retroceder hacia una
distancia cristalina, o eso parecía, y pronto apareció una pradera africana en
tres dimensiones; por todas partes, en colores que reproducían hasta el último
guijarro y brizna de paja. Por encima de ellos, el techo se convirtió en un
cielo profundo con un ardiente sol amarillo.
George Hadley notó que la frente le empezaba a sudar.
-Vamos a quitarnos del sol -dijo-. Resulta demasiado real. Pero no veo
que pase nada extraño.
-Espera un momento y verás -dijo su mujer.
Los ocultos olorificadores empezaron a emitir un viento aromatizado en
dirección a las dos personas del centro de la achicharrante pradera africana.
El intenso olor a paja, el aroma fresco de la charca oculta, el penetrante olor
a moho de los animales, el olor a polvo en el aire ardiente. Y ahora los
sonidos: el trote de las patas de lejanos antílopes en la hierba, el aleteo de
los buitres. Una sombra recorrió el cielo y vaciló sobre la sudorosa cara que
miraba hacia arriba de George Hadley.
-Alimañas asquerosas -le oyó decir a su mujer.
-Los buitres.
-¿Ves? Allí están los leones, a lo lejos, en aquella dirección. Ahora se
dirigen a la charca. Han estado comiendo -dijo Lydia-. No sé qué.
-Algún animal -George Hadley alzó la mano para defender sus
entrecerrados ojos de la luz ardiente-. Una cebra o una cría de jirafa, a lo
mejor.
-¿Estás seguro? -la voz de su mujer sonó especialmente tensa.
-No, ya es un poco tarde para estar seguro -dijo él, divertido-. Allí lo
único que puedo distinguir son unos huesos descarnados, y a los buitres
dispuestos a caer sobre lo que queda.
-¿Has oído ese grito? -preguntó ella.
-No.
-¡Hace un momento!
-Lo siento, pero no.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a sentirse lleno de
admiración hacia el genio mecánico que había concebido aquella habitación. Un
milagro de la eficacia que vendían por un precio ridículamente bajo. Todas las
casas deberían tener algo así. Claro, de vez en cuando te asustaba con su
exactitud clínica, hacía que te sobresaltases y te producía un estremecimiento,
pero qué divertido era para todos en la mayoría de las ocasiones; y no sólo
para su hijo y su hija, sino para él mismo cuando sentía que daba un paseo por
un país lejano, y después cambiaba rápidamente de escenario. Bien, ¡pues allí
estaba! Y allí estaban los leones, a unos metros de distancia, tan reales, tan
febril y sobrecogedoramente reales que casi notabas su piel áspera en la mano,
la boca se te quedaba llena del polvoriento olor a tapicería de sus pieles
calientes, y su color amarillo permanecía dentro de tus ojos como el amarillo
de los leones y de la hierba en verano, y el sonido de los enmarañados pulmones
de los leones respirando en el silencioso calor del mediodía, y el olor a carne
en el aliento, sus bocas goteando.
Los leones se quedaron mirando a George y Lydia Hadley con sus
aterradores ojos verde-amarillentos.
-¡Cuidado! -gritó Lydia.
Los leones venían corriendo hacia ellos.
Lydia se dio la vuelta y echó a correr. George se lanzó tras ella.
Fuera, en el vestíbulo, después de cerrar de un portazo, él se reía y ella
lloraba y los dos se detuvieron horrorizados ante la reacción del otro.
-¡George!
-¡Lydia! ¡Oh, mí querida, mi dulce, mi pobre Lydia!
-¡Casi nos atrapan!
-Unas paredes, Lydia, acuérdate de ello; unas paredes de cristal, es lo
único que son. Claro, parecen reales, lo reconozco... África en tu salón, pero
sólo es una película en color multidimensional de acción especial,
supersensitiva, y una cinta cinematográfica mental detrás de las paredes de
cristal. Sólo son olorificadores y acústica, Lydia. Toma mi pañuelo.
-Estoy asustada -Lydia se le acercó, pego su cuerpo al de él y lloró sin
parar-. ¿Has visto? ¿Lo has notado? Es demasiado real.
-Vamos a ver, Lydia...
-Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean nada más sobre África.
-Claro que sí... Claro que sí -le dio unos golpecitos con la mano.
-¿Lo prometes?
-Desde luego.
-Y mantén cerrada con llave esa habitación durante unos días hasta que
consiga que se me calmen los nervios.
-Ya sabes lo difícil que resulta Peter con eso. Cuando lo castigué hace
un mes a tener unas horas cerradas con llave esa habitación..., ¡menuda rabieta
cogió! Y Wendy lo mismo. Viven para esa habitación.
-Hay que cerrarla con llave, eso es todo lo que hay que hacer.
-Muy bien -de mala gana, George Hadley cerró con llave la enorme
puerta-. Has estado trabajando intensamente. Necesitas un descanso.
-No lo sé... No lo sé -dijo ella, sonándose la nariz y sentándose en una
butaca que inmediatamente empezó a mecerse para tranquilizarla-. A lo mejor
tengo pocas cosas que hacer. Puede que tenga demasiado tiempo para pensar. ¿Por
qué no cerramos la casa durante unos cuantos días y nos vamos de vacaciones?
-¿Te refieres a que vas a tener que freír tú los huevos?
-Sí -Lydia asintió con la cabeza.
-¿Y zurcirme los calcetines?
-Sí -un frenético asentimiento, y unos ojos que se humedecían.
-¿Y barrer la casa?
-¡Sí, sí..., claro que sí!
-Pero yo creía que por eso habíamos comprado esta casa, para que no
tuviéramos que hacer ninguna de esas cosas.
-Justamente es eso. No siento como si ésta fuera mi casa. Ahora la casa
es la esposa y la madre y la niñera. ¿Cómo podría competir yo con una pradera
africana? ¿Es que puedo bañar a los niños y restregarles de modo tan eficiente
o rápido como el baño que restriega automáticamente? Es imposible. Y no sólo me
pasa a mí. También a ti. Últimamente has estado terriblemente nervioso.
-Supongo que porque he fumado en exceso.
-Tienes aspecto de que tampoco tú sabes qué hacer contigo mismo en esta
casa. Fumas un poco más por la mañana y bebes un poco más por la tarde y
necesitas unos cuantos sedantes más por la noche. También estás empezando a
sentirte innecesario.
-¿Y no lo soy? -hizo una pausa y trató de notar lo que de verdad sentía
interiormente.
-¡Oh, George! -Lydia lanzó una mirada más allá de él, a la puerta del
cuarto de jugar de los niños-. Esos leones no pueden salir de ahí, ¿verdad que
no pueden? Él miró la puerta y vio que temblaba como si algo hubiera saltado
contra ella por el otro lado.
-Claro que no -dijo.
Cenaron solos porque Wendy y Peter estaban en un carnaval plástico en el
otro extremo de la ciudad y habían televisado a casa para decir que se iban a
retrasar, que empezaran a cenar. Con que George Hadley se sentó abstraído
viendo que la mesa del comedor producía platos calientes de comida desde su
interior mecánico.
-Nos olvidamos del ketchup -dijo.
-Lo siento -dijo un vocecita del interior de la mesa, y apareció el
ketchup. En cuanto a la habitación, pensó George Hadley, a sus hijos no les
haría ningún daño que estuviera cerrada con llave durante un tiempo. Un exceso
de algo a nadie le sienta nunca bien. Y quedaba claro que los chicos habían pasado
un tiempo excesivo en África. Aquel sol. Todavía lo notaba en el cuello como
una garra caliente. Y los leones. Y el olor a sangre. Era notable el modo en
que aquella habitación captaba las emanaciones telepáticas de las mentes de los
niños y creaba una vida que colmaba todos sus deseos. Los niños pensaban en
leones, y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y aparecían cebras.
Sol... sol. Jirafas... jirafas. Muerte y muerte.
Aquello no se iba. Masticó sin saborearla la carne que les había preparado
la mesa. La idea de la muerte. Eran terriblemente jóvenes, Wendy y Peter, para
tener ideas sobre la muerte. No, la verdad, nunca se era demasiado joven. Uno
le deseaba la muerte a otros seres mucho antes de saber lo que era la muerte.
Cuando tenías dos años y andabas disparando a la gente con pistolas de juguete.
Pero aquello: la extensa y ardiente pradera africana, la espantosa muerte en
las fauces de un león... Y repetido una y otra vez.
-¿Adónde vas?
No respondió a Lydia. Preocupado, dejó que las luces se fueran
encendiendo delante de él y apagando a sus espaldas según caminaba hasta la
puerta del cuarto de jugar de los niños. Pegó la oreja y escuchó. A lo lejos
rugió un león.
Hizo girar la llave y abrió la puerta. Justo antes de entrar, oyó un
chillido lejano. Y luego otro rugido de los leones, que se apagó rápidamente.
Entró en África. Cuántas veces había abierto aquella puerta durante el último
año encontrándose en el País de las Maravillas, con Alicia y la Tortuga
Artificial, o con Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de
Calabaza del País de Oz, o el doctor Doolittle, o con la vaca saltando una luna
de aspecto muy real -todas las deliciosas manifestaciones de un mundo
simulado-.
Había visto muy a menudo a Pegasos volando por el cielo del techo, o
cataratas de fuegos artificiales auténticos, u oído voces de ángeles cantar.
Pero ahora, aquella ardiente África, aquel horno con la muerte en su calor.
Puede que Lydia tuviera razón. A lo mejor necesitaban unas pequeñas vacaciones,
alejarse de la fantasía que se había vuelto excesivamente real para unos niños
de diez años. Estaba muy bien ejercitar la propia mente con la gimnasia de la
fantasía, pero cuando la activa mente de un niño establecía un modelo... Ahora
le parecía que, a lo lejos, durante el mes anterior, había oído rugidos de
leones y sentido su fuerte olor, que llegaba incluso hasta la puerta de su
estudio. Pero, al estar ocupado, no había prestado atención.
George Hadley se mantenía quieto y solo en el mar de hierba africano.
Los leones alzaron la vista de su alimento, observándolo. El único defecto de
la ilusión era la puerta abierta por la que podía ver a su mujer, al fondo,
pasado el vestíbulo, a oscuras, como cuadro enmarcado, cenando distraídamente.
-Largo -les dijo a los leones.
No se fueron.
Conocía exactamente el funcionamiento de la habitación. Emitías tus
pensamientos. Y aparecía lo que pensabas.
-Que aparezcan Aladino y su lámpara maravillosa -dijo chasqueando los
dedos. La pradera siguió allí; los leones siguieron allí.
-¡Venga, habitación! ¡Que aparezca Aladino! -repitió.
No pasó nada. Los leones refunfuñaron dentro de sus pieles recocidas.
-¡Aladino!
Volvió al comedor.
-Esa estúpida habitación está averiada -dijo-. No quiere funcionar.
-O...
-¿O qué?
-O no puede funcionar -dijo Lydia-, porque los niños han pensado en
África y leones y muerte tantos días que la habitación es víctima de la rutina.
-Podría ser.
-O que Peter la haya conectado para que siga siempre así.
-¿Conectado?
-Puede que haya manipulado la maquinaria, tocado algo.
-Peter no conoce la maquinaria.
-Es un chico listo para sus diez años. Su coeficiente de inteligencia
es...
-A pesar de eso...
-Hola, mamá. Hola, papá.
Los niños habían vuelto. Wendy y Peter entraron por la puerta principal,
con las mejillas como caramelos de menta y los ojos como brillantes piedras de
ágata azul. Sus monos de salto despedían un olor a ozono después de su viaje en
helicóptero.
-Llegan justo a tiempo de cenar -dijeron los padres.
-Nos hemos atiborrado de helado de fresa y de perritos calientes
-dijeron los niños, cogidos de la mano-. Pero nos sentaremos un rato y
miraremos.
-Sí, vamos a hablar de vuestro cuarto de jugar -dijo George Hadley.
Ambos hermanos parpadearon y luego se miraron uno al otro.
-¿El cuarto de jugar?
-De lo de África y de todo lo demás -dijo el padre con una falsa
jovialidad.
-No te entiendo -dijo Peter.
-Mamá y yo hemos estado viajando por África; Tom Swift y su león
eléctrico - explicó George Hadley.
-En el cuarto no hay nada de África -dijo sencillamente Peter.
-Oh, vamos, Peter. Lo sabemos perfectamente.
-No me acuerdo de nada de África -le comentó Peter a Wendy-. ¿Y tú?
-No.
-Vayan corriendo a ver y vuelvan a contarnos.
La niña obedeció.
-Wendy, ¡vuelve aquí! -dijo George Hadley, pero la niña ya se había ido.
Las luces de la casa la siguieron como una bandada de luciérnagas. Demasiado
tarde, George Hadley se dio cuenta de que había olvidado cerrar con llave la
puerta después de su última inspección.
-Wendy mirará y vendrá a contarnos -dijo Peter.
-Ella no me tiene que contar nada. Yo mismo lo he visto.
-Estoy seguro de que te has equivocado, padre.
-No me he equivocado, Peter. Vamos
Pero Wendy volvía ya.
-No es África -dijo sin aliento.
-Ya lo veremos -comentó George Hadley, y todos cruzaron el vestíbulo juntos
y abrieron la puerta de la habitación.
Había un bosque verde, un río encantador, una montaña púrpura, cantos de
voces agudas, y Rima acechando entre los árboles.
Mariposas de muchos colores volaban, igual que ramos de flores animados,
en torno a su largo pelo. La pradera africana había desaparecido. Los leones
habían desaparecido. Ahora sólo estaba Rima, entonando una canción tan hermosa
que llenaba los ojos de lágrimas. George Hadley contempló la escena que había
cambiado.
-Vayan a la cama -les dijo a los niños.
Éstos abrieron la boca.
-Ya me escucharon -dijo el padre.
Salieron a la toma de aire, donde un viento los empujó como a hojas
secas hasta sus dormitorios.
George Hadley anduvo por el sonoro claro y agarró algo que yacía en un
rincón cerca de donde habían estado los leones. Volvió caminando lentamente
hasta su mujer.
-¿Qué es eso? -preguntó ella.
-Una vieja cartera mía -dijo él.
Se la enseñó. Olía a hierba caliente y a león. Había gotas de saliva en
ella: la habían mordido, y tenía manchas de sangre en los dos lados. Cerró la
puerta de la habitación y echó la llave.
En plena noche todavía seguía despierto, y se dio cuenta de que su mujer
lo estaba también.
-¿Crees que Wendy la habrá cambiado? -preguntó ella, por fin, en la
habitación a oscuras.
-Naturalmente.
-¿Ha cambiado la pradera africana en un bosque y ha puesto a Rima allí
en lugar de los leones?
-Sí.
-¿Por qué?
-No lo sé. Pero seguirá cerrada con llave hasta que lo averigüe.
-¿Cómo ha llegado allí tu cartera?
-Yo no sé nada -dijo él-, a no ser que estoy empezando a lamentar que
hayamos comprado esa habitación para los niños. Si los niños son neuróticos,
una habitación como ésa...
-Se suponía que les iba a ayudar a librarse de sus neurosis de un modo
sano.
-Es lo que me estoy empezando a preguntar -George Hadley clavó la vista
en el techo.
-Les hemos dado a los niños todo lo que quieren. Y ésta es nuestra
recompensa... ¡Secretos, desobediencia!
-¿Quién fue el que dijo que los niños son como alfombras a las que hay
que sacudir de vez en cuando? Nunca les levantamos la mano. Son
insoportables..., admitámoslo. Van y vienen según les apetece; nos tratan como
si los hijos fuéramos nosotros. Están echados a perder y nosotros estamos
echados a perder también.
-Llevan comportándose de un modo raro desde que hace unos meses les
prohibiste ir a Nueva York en cohete.
-No son lo suficientemente mayores para ir solos. Lo expliqué.
-Da igual. Me he fijado que desde entonces se han mostrado claramente
fríos con nosotros.
-Creo que deberíamos hacer que mañana viniera David McClean para que le
echara un ojo a África.
Unos momentos después, oyeron los gritos.
Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego,
rugidos de leones.
-Wendy y Peter no están en sus dormitorios -dijo su mujer. Siguió
tumbado en la cama con el corazón latiéndole con fuerza.
-No -dijo él-. Han entrado en el cuarto de jugar.
-Esos gritos... suenan a conocidos.
-¿De verdad?
-Sí, muchísimo.
Y
aunque sus camas se esforzaron a fondo, los dos adultos no consiguieron sumirse
en el sueño durante otra hora más. Un olor a felino llenaba el aire nocturno.
-¿Padre? -dijo Peter.
-¿Qué?
Peter se observó los zapatos. Ya no miraba nunca a su padre, ni a su
madre.
-Vas a cerrar con llave la habitación para siempre, ¿verdad?
-Eso depende.
-¿De qué? -soltó Peter.
-De ti y de tu hermana. De que mezclen África con otras cosas... Con
Suecia, tal vez, o Dinamarca o China...
-Yo creía que teníamos libertad para jugar a lo que quisiéramos.
-La tienen, con unos límites razonables.
-¿Qué pasa de malo con África, padre?
-Vaya, de modo que ahora admites que has estado haciendo que aparezca
África, ¿es así?
-No quiero que el cuarto de jugar esté cerrado con llave -dijo fríamente
Peter-. Nunca.
-En realidad estamos pensando en pasar un mes fuera de casa. Libres de
esta especie de existencia despreocupada.
-¡Eso sería espantoso! ¿Tendría que atarme los cordones de los zapatos
yo en lugar de dejar que me los ate el atador? ¿Y lavarme los dientes y
peinarme y bañarme?
-Sería divertido un pequeño cambio, ¿no crees?
-No, sería horripilante. No me gustó que quitaras el pintador de cuadros
el mes pasado.
-Es porque quería que aprendieras a pintar por ti mismo, hijo.
-Yo no quiero hacer nada excepto mirar y oír y oler. ¿Qué otra cosa se
puede hacer?
-Muy bien, vete a jugar a África.
-¿Cerrarás la casa pronto?
-Lo estamos pensando.
-Creo que será mejor que no lo piensen más, padre.
-¡No voy a consentir que me amenace mi propio hijo!
-Muy bien
-y Peter penetró en el cuarto de jugar.
-¿Llego a tiempo? -dijo David McClean.
-¿Quieres desayunar? -preguntó George Hadley.
-Gracias, tomaré algo. ¿Cuál es el problema?
-David, tú eres sicólogo.
-Eso espero.
-Bien, pues entonces échale una mirada al cuarto de jugar de nuestros
hijos. Ya lo viste hace un año cuando viniste por aquí. ¿Entonces no notaste
nada especial en esa habitación?
-No podría decir que lo notara: la violencia habitual, cierta tendencia
hacia una ligera paranoia acá y allá, lo normal en niños que se sienten
perseguidos constantemente por sus padres; pero, bueno, de hecho nada. Cruzaron
el vestíbulo.
-Cerré la habitación con llave -explico el padre-, y los niños entraron
en ella por la noche. Dejé que estuvieran dentro para que pudieran formar los
modelos y así tú los pudieras ver.
De la habitación salían gritos terribles.
-Ahí lo tienes -dijo George Hadley-. Veamos lo que consigues. Entraron
sin llamar.
-Salgan afuera un momento, chicos -dijo George Hadley-. No, no cambien
la combinación mental. Dejen las paredes como están.
Con los niños fuera, los dos hombres se quedaron quietos examinando a
los leones agrupados a lo lejos que comían con deleite lo que habían cazado.
-Me gustaría saber de qué se trata -dijo George Hadley-. A veces casi lo
consigo ver. ¿Crees que si trajese unos prismáticos potentes y...?
David McClean se rió.
-Difícilmente -se volvió para examinar las cuatro paredes-. ¿Cuánto hace
que pasa esto?
-Algo más de un mes.
-La verdad es que no me causa ninguna buena impresión.
-Yo quiero hechos, no impresiones.
-Mira, George querido, un sicólogo nunca ve un hecho en toda su vida.
Sólo presta atención a las impresiones, a cosas vagas. Esto no me causa buena
impresión, te lo repito. Confía en mis corazonadas y mi intuición. Me huelo las
cosas malas. Y ésta es muy mala. Mi consejo es que desmontes esta maldita cosa
y lleves a tus hijos a que me vean todos los días para someterlos a tratamiento
durante un año entero.
-¿Es tan mala?
-Me temo que sí. Uno de los usos originales de estas habitaciones era
que pudiéramos estudiar los modelos que dejaba la mente del niño en las
paredes, y de ese modo estudiarlos con toda comodidad y ayudar al niño. En este
caso, sin embargo, la habitación se ha convertido en un canal hacia... ideas
destructivas, en lugar de una liberación de ellas.
-¿Ya has notado esto con anterioridad?
-Lo único que he notado es que has echado a perder a tus hijos más que
la mayoría. Y ahora los has degradado de algún modo. ¿De qué modo?
-No les dejé que fueran a Nueva York.
-¿Y qué más?
-He quitado algunos de los aparatos de la casa y los amenacé, hace un
mes, con cerrar el cuarto de jugar como no hicieran los deberes del colegio. Lo
tuve cerrado unos cuantos días para que aprendieran.
-Vaya, vaya.
-¿Significa algo eso?
-Todo. Donde antes tenían a un Papá Noel, ahora tienen a un ogro. Los
niños prefieren a Papá Noel. Dejaste que esta casa los reemplazara a ti y a tu
mujer en el afecto de sus hijos. Esta habitación es su madre y su padre, y es
mucho más importante en sus vidas que sus padres auténticos. Y ahora vas y la
quieres cerrar. No me extraña que aquí haya odio. Se nota que brota del cielo.
Se nota en ese sol. George, tienes que cambiar de vida. Lo mismo que otros
muchos, la has construido en torno a las comodidades. Mañana te morirías de
hambre si en la cocina funcionara algo mal. Deberías saber cascar un huevo. Sin
embargo, desconéctalo todo. Empieza de nuevo. Llevará tiempo. Pero
conseguiremos obtener unos niños buenos a partir de los malos dentro de un año,
espera y verás.
-Pero ¿no será un choque excesivo para los niños cerrar la habitación
bruscamente, para siempre?
-Lo que yo no quiero es que profundicen más en esto, eso es todo.
Los leones estaban terminando su festín rojo. Se mantenían al borde del
claro observando a los dos hombres.
-Ahora estoy sintiendo que me persiguen -dijo McClean-. Salgamos de
aquí. Nunca me gustaron estas malditas habitaciones. Me ponen nervioso.
-Los leones no son reales, ¿verdad? -dijo George Hadley-. Supongo que no
habrá ningún modo de...
-¿De qué?
-... ¡De que se vuelvan reales!
-No, que yo sepa.
-¿Algún fallo en la maquinaria, una avería o algo?
-No.
Se dirigieron a la puerta.
-No creo que a la habitación le guste que la desconecten -dijo el padre.
-A nadie le gusta morir... Ni siquiera a una habitación.
-Me pregunto si me odia por querer desconectarla.
-La paranoia abunda por aquí hoy -dijo David McClean-. Puedes utilizar
esto como pista. Mira -se agachó y recogió un pañuelo de cuello ensangrentado-.
¿Es tuyo?
-No -la cara de George Hadley estaba rígida-. Pertenece a Lydia. Fueron
juntos a la caja de fusibles y quitaron el que desconectaba el cuarto de jugar.
Los dos niños estaban histéricos. Gritaban y pataleaban y tiraban cosas.
Aullaban y sollozaban y soltaban tacos y daban saltos por encima de los
muebles.
-¡No le puedes hacer eso al cuarto de jugar, no puedes!
-Vamos a ver, chicos.
Los niños se arrojaron en un sofá, llorando.
-George -dijo Lydia Hadley-, vuelve a conectarla, sólo unos momentos. No
puedes ser tan brusco.
-No.
-No seas tan cruel.
-Lydia, está desconectada y seguirá desconectada. Y toda la maldita casa
morirá dentro de poco. Cuanto más veo el lío que nos ha originado, más enfermo
me pone. Llevamos contemplándonos nuestros ombligos electrónicos, mecánicos, demasiado
tiempo. ¡Dios santo, cuánto necesitamos una ráfaga de aire puro!
Y se puso a recorrer la casa desconectando los relojes parlantes, los
fogones, la calefacción, los limpiazapatos, los restregadores de cuerpo y las
fregonas y los masajeadores y todos los demás aparatos a los que pudo echar
mano. La casa estaba llena de cuerpos muertos, o eso parecía. Daba la sensación
de un cementerio mecánico. Tan silenciosa. Ninguna de la oculta energía de los
aparatos zumbaba a la espera de funcionar cuando apretaran un botón.
-¡No los dejes hacerlo! -gritó Peter al techo, como si hablara con la
casa, con el cuarto de jugar-. No dejes que mi padre lo mate todo -se volvió
hacia su padre-. ¡Te odio!
-Los insultos no te van a servir de nada.
-¡Quisiera que estuvieses muerto!
-Ya lo estamos, desde hace mucho. Ahora vamos a empezar a vivir de
verdad. En lugar de que nos manejen y nos den masajes, vamos a vivir.
Wendy todavía seguía llorando y Peter se unió a ella.
-Sólo un momento, sólo un momento, sólo otro momento en el cuarto de
jugar -gritaban.
-Oh, George -dijo la mujer-. No les hará daño.
-Muy bien... muy bien, siempre que se callen. Un minuto, ténganlo en
cuenta, y luego desconectada para siempre.
-Papá, papá, papá -dijeron alegres los chicos, sonriendo con la cara
llena de lágrimas.
-Y luego nos iremos de vacaciones. David McClean volverá dentro de media
hora para ayudarnos a recoger las cosas y llevarnos al aeropuerto. Me voy a
vestir. Conecta la habitación durante un minuto. Lydia, sólo un minuto, tenlo
en cuenta.
Y los tres se pusieron a parlotear mientras él dejaba que el tubo de
aire le aspirara al piso de arriba y empezaba a vestirse por sí mismo. Un
minuto después, apareció Lydia.
-Me sentiré muy contenta cuando nos vayamos -dijo suspirando.
-¿Los has dejado en el cuarto?
-También yo me quería vestir. Oh, esa espantosa África. ¿Qué le pueden
encontrar?
-Bueno, dentro de cinco minutos y pico estaremos camino de Iowa. Señor,
¿cómo se nos ocurrió tener esta casa? ¿Qué nos impulsó a comprar una pesadilla?
-El orgullo, el dinero, la estupidez.
-Creo que será mejor que baje antes de que esos chicos vuelvan a
entusiasmarse con esas malditas fieras.
Precisamente entonces oyeron que llamaban los niños.
-Papá, mamá, vengan enseguida... ¡enseguida!
Bajaron al otro piso por el tubo de aire y atravesaron corriendo el
vestíbulo. Los niños no estaban a la vista.
-¿Wendy? ¡Peter!
Corrieron al cuarto de jugar. En la pradera africana no había nadie a no
ser los leones, que los miraban.
-¿Peter, Wendy?
La puerta se cerró dando un portazo.
-¡Wendy, Peter!
George Hadley y su mujer dieron la vuelta y corrieron a la puerta.
-¡Abran esta puerta! -gritó George Hadley, tratando de hacer girar el
picaporte-. ¡Han cerrado por fuera! ¡Peter! -golpeó la puerta-. ¡Abran!
Oyó la voz de Peter afuera, pegada a la puerta.
-No los dejen desconectar la habitación y la casa -estaba diciendo.
George Hadley y su mujer daban golpes en la puerta.
-No sean absurdos, chicos. Es hora de irse. El señor McClean llegará en
un momento y...
Y entonces oyeron los sonidos.
Los leones los rodeaban por tres lados. Avanzaban por la hierba amarilla
de la pradera, olisqueando y rugiendo.
Los leones.
George Hadley miró a su mujer y los dos se dieron la vuelta y volvieron a mirar a las fieras que avanzaban lentamente,
encogiéndose, con el rabo tieso. George Hadley y su mujer gritaron.
Y de
repente se dieron cuenta del motivo por el que aquellos gritos anteriores les
habían sonado tan conocidos.
-Muy bien, aquí estoy -dijo David McClean a la puerta del cuarto de
jugar-. Oh, hola -miró fijamente a los niños, que estaban sentados en el centro
del claro merendando. Más allá de ellos estaban la charca y la pradera
amarilla; por encima había un sol abrasador. Empezó a sudar-. ¿Dónde están sus
padres?
Los niños alzaron la vista y sonrieron.
-Oh, estarán aquí enseguida.
-Bien, porque nos tenemos que ir -a lo lejos, McClean distinguió a los
leones peleándose. Luego vio cómo se tranquilizaban y se ponían a comer en
silencio, a la sombra de los árboles.
Lo observó con la mano encima de los ojos entrecerrados.
Ahora los leones habían terminado de comer. Se acercaron a la charca
para beber.
Una sombra parpadeó por encima de la ardiente cara de McClean.
Parpadearon muchas sombras. Los buitres bajaban del cielo abrasador.
-¿Una taza de té? -preguntó Wendy en medio del silencio.
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