Harrison Bergeron
Por Kurt Vonnegut
Este cuento publicado originalmente en 1961 en la revista The Magazine of Fantasy and Science
Fiction, cuenta la historia de una sociedad
totalitaria en la que toda la población es reducida a la “igualdad” (a una
mediocridad incapacitante) por un gobierno opresor. Por supuesto, no hay sociedad humana que sea exactamente como la que
aquí se representa, pero Vonnegut sí describe, exagerándolos, retorciéndolos,
sucesos y modos de pensar de su presente y del nuestro. Hay que recalcar
que el acto de rebeldía en el centro del cuento no está observado de manera
optimista. La traducción es una versión muy revisada de ésta.
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El año era 2081, y todos eran,
por fin, iguales. No sólo eran iguales ante Dios y ante la ley. Eran iguales en
todas las maneras posibles. Nadie era más inteligente que los demás. Nadie
lucía mejor que los demás. Nadie era más fuerte o más veloz que los demás. Toda
esta igualdad era gracias a las Enmiendas Constitucionales número 211, 212 y
213, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Directora General de
Impedidos de los Estados Unidos.
Aun así, algunas cosas sobre la
vida aún no estaban totalmente bien. Abril, por ejemplo, continuaba volviendo
loca a la gente por no ser primavera. Y era en ese mes húmedo y pegajoso en el
que los hombres H-G se llevaron lejos a Harrison, el hijo de catorce años de
George y Hazel Bergeron.
Fue trágico, sí, pero George y
Hazel no pudieron pensarlo demasiado. Hazel tenía una inteligencia
perfectamente promedio, lo que significaba que ella sólo podía pensar por
tiempos cortos y espaciados. Y George, aunque poseía una inteligencia superior a lo
normal, tenía una pequeña radio de impedimento mental en su oreja. La ley lo
obligaba a usarla todo el tiempo.
Siempre sintonizaba
transmisiones gubernamentales. Aproximadamente cada veinte segundos, el
transmisor enviaba un ruido seco para evitar que la gente como George tomara
ventaja injusta debido a su inteligencia.
George y Hazel estaban mirando
televisión. Lágrimas resbalaban por las mejillas de Hazel pero ella había
olvidado qué las había producido.
En la pantalla del televisor
había bailarinas de ballet.
Un zumbido retumbó en la cabeza
de George. Sus pensamientos huyeron con pánico, como bandidos al escuchar una
alarma anti-asaltos.
“Ese fue un muy bonito baile,
ese que acaban de hacer”, dijo Hazel.
“Huh” dijo George.
“El baile… fue bonito”, dijo
Hazel.
“Yup”, dijo George. Trató de
pensar un poco en las bailarinas. Ellas no eran muy buenas: no mejores que
cualquiera.
Cargaban contrapesos y bolsas
de perdigones, y sus caras fueron enmascaradas, evitando que alguien se sintiera
triste al ver un libre y grácil gesto o un rostro hermoso. George jugaba con la
vaga noción de que tal vez las bailarinas no deberían tener ningún impedimento.
Pero no reflexionó mucho antes
de que otro ruido salido de la radio en su oreja dispersara sus pensamientos.
George se contrajo de dolor. Al
igual que dos de las ocho bailarinas.
Hazel lo vio contraerse.
Al no tener una radio de
impedimento mental, le preguntó a George cómo había sido el último ruido.
“Sonó como alguien golpeando
una botella de cristal con un martillo de bola” dijo George.
“Creo que sería muy interesante
escuchar todos los diferentes sonidos”, dijo Hazel, con un rastro de envidia.
“Todas las cosas que inventan”.
“Urn”, dijo George.
“Eso sí, si yo fuera la
Directora General de Impedidos, ¿sabes qué haría?” dijo Hazel. De hecho, Hazel
era muy parecida a la Directora, una mujer llamada Moon Glampers. “Si yo fuera
Diana Moon Glampers”, dijo Hazel, “Habría campanadas los domingos –sólo
campanadas. Algo así como en honor a la religión”.
“Podría pensar bien si sólo
fueran campanadas”, dijo George.
“Bueno, tal vez las haría muy
fuertes”, dijo Hazel. “Creo que sería una buena Directora General”.
“Tan buena como cualquiera”,
respondió George.
“¿Quién sabría mejor que yo lo
que es normal?” replicó Hazel.
“Cierto”, dijo George. Empezó a
pensar en su hijo anormal que en este momento estaba en la cárcel, Harrison,
pero el sonido de una bala de salva detuvo los pensamientos.
“¡Rayos!”, dijo Hazel, “ese fue
uno especialmente ruidoso, ¿cierto?”
Fue tan ruidoso que George
estaba pálido y tembloroso, y al borde de sus ojos irritados podían verse
lágrimas. Dos de las ocho bailarinas habían colapsado y se encontraban en el
suelo, frotando sus sienes.
“De pronto pareces tan
cansado”, dijo Hazel. “¿Por qué no te estiras en el sillón, para que puedas
descansar tu pesada bolsa de impedimento en la almohada, querido?”.
Ella se refería al perdigón de
cuarenta y siete libras en la bolsa de lona, cerrada con candado alrededor del
cuello de George. “Ve y descansa un rato la bolsa”, dijo ella. “No me importa
si no somos iguales por un rato”.
George sostuvo la bolsa con las
manos. “No importa”, dijo él. “Ni siquiera la siento ya. Es como una parte de
mí.”
“Has estado tan cansado
últimamente, tan desgastado”, dijo Hazel. “Si pudiéramos, de alguna manera,
hacer un hoyo en la bolsa para quitar algunas esferas de plomo… Sólo algunas…”
“Dos años de cárcel y dos mil
dólares de multa por cada esfera que saque”, dijo George, “no es precisamente
una ganga.”
“Debería poder sacar sólo unas
pocas cuando llegaras a casa del trabajo”, dijo Hazel. “Quiero decir, no
compites con nadie aquí. Sólo te sientas.”
“Si tratara de hacerlo”, dijo
George, “otra gente lo haría y muy pronto estaríamos en el oscurantismo de
nuevo, todos compitiendo contra todos. Eso no te gustaría ¿o sí?”
“Lo odiaría”, dijo Hazel.
“¿Ves?”, dijo George. “Cuando
la gente empieza a hacer trampa en las leyes, ¿qué crees que pasa con la
sociedad?”
Si Hazel no hubiera sido capaz
de responder, George no habría podido darle una respuesta. Una sirena se
disparó en su cabeza.
“Creo que se desmoronaría”,
dijo Hazel.
“¿Qué se desmoronaría?”
preguntó George, con la mente completamente en blanco.
“La sociedad”, respondió Hazel,
insegura. “¿No es lo que acabas de decir?”
“¿Quién sabe?”, dijo George.
El programa de la televisión de
pronto fue interrumpido por un boletín de noticias. Al principio no fue muy
claro sobre qué era el boletín pues el locutor, como todos los locutores, tenía
un serio impedimento del habla.
Por medio minuto, en un estado
de alta exaltación, el locutor trató de decir “damas y caballeros”.
Finalmente se dio por vencido y
le entregó el boletín a una bailarina para que lo leyera.
“Eso está
bien…“, dijo Hazel sobre el locutor, “lo intentó. Eso es lo importante. Intentó
hacer lo mejor que pudo con lo que Dios le dio. Debería obtener un buen aumento
de sueldo por haberlo intentado.”
“Damas y caballeros”, dijo la
bailarina, leyendo el boletín.
Ella debe haber sido
extraordinariamente hermosa, porque la máscara que usaba era verdaderamente
espantosa.
Y era fácil darse cuenta que
ella era la más fuerte y grácil de todas las bailarinas porque sus bolsas de
impedimento eran tan pesadas como las que usaban los hombres más fuertes.
Y ella tuvo que disculparse por
su voz, que era una voz inadecuada para una mujer. Su voz era una cálida,
luminosa, atemporal melodía. “Discúlpenme…” dijo ella y comenzó de nuevo,
haciendo su voz totalmente gris.
“Harrison Bergeron, de catorce
años”, dijo ella con un graznido insípido, “ha escapado de la cárcel en la que
estaba preso bajo la sospecha de participar en una conspiración contra el
gobierno. Él es un genio y un atleta, está poco impedido y debe tenerse como
alguien extremadamente peligroso.”
Una fotografía de Harrison
Bergeron, sacada del archivo policiaco, fue mostrada en la pantalla. De cabeza
primero, luego de lado, luego de forma normal. La fotografía mostraba el cuerpo
completo de Harrison contra un fondo calibrado en pies y pulgadas. Él medía
exactamente siete pies de alto.
El resto de la aparición de
Harrison era Halloween y hardware.
Nadie había nacido nunca
con impedimentos más pesados. Él había superado los obstáculos más rápido de lo
que los hombres HG pensaron. En lugar de un pequeño radio en la oreja que
provocara un impedimento mental, él usaba un tremendo par de audífonos, y gafas
con lentes gruesas y onduladas.
Las gafas tenían la intención
de no sólo hacerlo medio ciego sino también producirle terribles dolores de
cabeza.
Metal chatarra colgaba de todas
partes de él. De una forma bastante ordinaria, existía cierta simetría, una
pulcritud militar de los impedimentos colocados a la gente fuerte. Pero
Harrison lucía como un depósito de chatarra. Cargaba trescientas libras
mientras transitaba por la vida.
Para compensar que era guapo,
los hombres H-G hacían que usara todo el tiempo una pelotilla de plástico rojo
en la nariz, que mantuviera sus cejas rasuradas e, incluso, que cubriera sus
dientes relucientes con fundas negras.
“Si usted ve a este chico”,
dijo la bailarina, “no -y repito, NO- trate de razonar con él.”
Se escuchó el chillido de una
puerta siendo arrancada de sus bisagras. Gritos
y llantos desgarradores
de consternación se desprendieron del televisor. La fotografía de Harrison
Bergeron en la pantalla saltó una y otra vez, danzando al ritmo de un
terremoto.
George Bergeron identificó
correctamente el origen del terremoto, no le fue difícil, pues su propia casa
había sido sacudida del mismo modo muchas veces. “Dios mío-” dijo George, “¡ese
debe ser Harrison!”.
El entendimiento de la
situación fue borrado de su mente instantáneamente por el sonido de un choque
automovilístico en su cabeza.
Cuando George pudo abrir los
ojos de nuevo, la fotografía de Harrison había desaparecido. Un Harrison vivo y
fuerte llenó la pantalla. Era él.
Tintineando, parecido a un
payaso enorme, Harrison se paró en el centro del estudio televisivo.
La perilla arrancada de la
puerta del estudio seguía en su mano.
Bailarinas, técnicos, músicos y
locutores cayeron sobre sus rodillas ante él, esperando ser asesinados.
“¡Yo soy el Emperador!”, gritó
Harrison. “¿Escucharon? ¡Soy el Emperador! ¡Todos tienen que hacer
inmediatamente lo que digo!”
Golpeó el suelo con el pie y el
estudio tembló. “¡Incluso si me paro aquí”,
bramó, “lisiado, cojeando, enfermo… Soy un jefe superior a cualquier otro
hombre que haya existido! ¡Ahora miren en lo que puedo convertirme!”.
Harrison desgarró las correas
de su arnés de impedimento como un papel mojado, desgarró las correas que
sostenían quinientas libras.
Las porquerías metálicas de
Harrison chocaron contra el suelo.
Harrison empujó sus pulgares
bajo la barra del candado que sostenía el arnés de su cabeza. La barra se
quebró como un tallo de apio. Harrison aplastó sus audífonos y sus gafas contra
la pared.
Arrojó lejos su nariz de
pelota, revelando al hombre que hubiera atemorizado a Thor, el dios del trueno.
“¡Ahora escogeré mi emperatriz!”,
dijo, mirando a las personas asustadas. “¡La primera mujer que se atreva a
ponerse de pie reclamará al emperador y a su trono!”
Pasó un momento, luego una
bailarina se levantó, balanceándose como las ramas del sauce llorón en una
tarde de viento.
Harrison arrancó el radio de
impedimento mental de su oreja, apagando sus deficiencias físicas con
maravillosa delicadeza. Finalmente, le quitó la máscara.
Era cegadoramente hermosa.
“Ahora…”, dijo Harrison,
tomando su mano, “¿Deberíamos mostrarle al mundo el significado de la palabra
‘baile’? ¡Música!”, ordenó.
Los músicos retomaron sus
lugares con cierta perturbación, y Harrison también los desnudó a ellos de sus
impedimentos. “Toquen lo mejor que puedan”, les dijo, “y los haré barones,
duques y condes.”
La música comenzó. Al principió
fue normal: torpe, falsa. Pero Harrison tomó a dos músicos de sus sillas,
sacudiéndolos como batutas al mismo tiempo que cantaba la música como quería
que fuera tocada. Devolvió violentamente a los músicos a sus sillas.
La música comenzó de nuevo con
una mejoría notable.
Harrison y su emperatriz
simplemente escucharon la música por un rato: escuchaban con seriedad, como
sincronizando sus latidos con la música.
Apoyaron el peso de sus cuerpos
en las puntas de sus pies.
Harrison puso sus grandes manos
en la pequeña cintura de la mujer, dejándola sentir la liviandad que pronto
sería suya.
Luego, en una explosión de
alegría y gracia, saltaron por el aire.
No sólo habían abandonado las
leyes de la tierra sino también la ley de gravedad y de movimiento.
Tambalearon, giraron,
caracolearon y revolotearon.
Saltaron como ciervos en la
luna.
El techo del estudio estaba a
treinta pies del suelo, pero con cada salto los bailarines se acercaban más y
más a él.
Se volvió obvia su intención de
besar el techo.
Lo besaron. Y luego, neutralizando la
gravedad con amor y voluntad pura, permanecieron suspendidos en el aire, varias
pulgadas sobre el suelo, y se besaron por un momento larguísimo.
En ese instante Diana
Moon Glampers, la Impedidora General, entró al estudio con una escopeta de
doble cañón. Disparó dos veces. El Emperador y la Emperatriz murieron antes de
tocar el suelo.
Diana Moon Glampers recargó el
arma. Apuntó a los músicos y les avisó que tenían diez segundos para ponerse
sus impedimentos de nuevo.
Entonces el interior del
televisor perteneciente a los Bergeron se quemó.
Hazel se giró para hacerle un
comentario a George sobre el televisor. Pero George había ido a la cocina por
una cerveza.
George regresó con la cerveza,
deteniéndose por un instante en el que la señal impedidora lo sacudió. Y luego
se sentó de nuevo.
“Has estado llorando”, dijo
George a Hazel.
“Yup”, contestó.
“¿Por qué?”, preguntó él.
“Lo he olvidado”, dijo ella,
“algo muy triste pasó en la televisión.”
“¿Qué fue?”, dijo George.
“Todo está mezclado en mi
mente, es confuso”, dijo Hazel.
“Olvida las cosas que te pongan
triste”, dijo él.
“Siempre lo hago”, respondió
ella.
“Esa es mi chica”, dijo George.
Se contrajo de dolor. En su cabeza revoloteaba un ruido parecido al que hacen
las pistolas de clavos.
“Dios, puedo notar que ese
ruido fue ensordecedor”, dijo Hazel.
“Eso es cierto, puedes
asegurarlo”, dijo George.
“Dios-”, repitió Hazel, “puedo
notar que ese ruido fue ensordecedor.”
Traducción por Andrea Barreto
V.
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