El siglo VI a. de C. fue de verdadero progreso para la filosofía; en él hemos visto nacer la escuela jónica, y al mismo se nos ofrece el origen de la itálica.
Pitágoras, es el fundador de la escuela itálica, es uno de los personajes más notables que nos presenta la antigüedad. Escuchó sucesivamente a Ferécides, Tales y Anaximandro; recorrió la Fenicia y el Egipto, en cuyos países aprendió la geometría y astronomía, iniciándose al propio tiempo en los misterios religiosos por la comunicación de los sacerdotes.
Pasó después a Caldea y Persia, donde se perfeccionó en la aritmética y la música, y después de haber visitado Delfos, Creta, Esparta y otras partes de Grecia. Finalmente se estableció en Crotona, Italia, en el país llamado la Gran Grecia, donde abrió su centro de enseñanza.
Entre los discípulos de Pitágoras había dos clases: unos iniciados, otros públicos. Los iniciados formaban una especie de comunidad religiosa, pues llevaban vida común. Se los sometía a muchas pruebas; sólo así se los introducía a la presencia del maestro para recibir la doctrina misteriosa.
Fácilmente se concibe el efecto que debía producir en la
imaginación de los discípulos semejante sistema; no siendo entonces extraño, que
mirasen a Pitágoras como una
especie de divinidad y que le escuchasen como infalible oráculo; es bien
conocida la fórmula de los pitagóricos «el maestro lo ha dicho»; ya no
se necesitaba más prueba.
Los discípulos públicos recibían una enseñanza común; éstos eran en mayor número y no se instruían en los misterios de la escuela. En las doctrinas de Pitágoras se halla el doble sello de las escuelas en que se había formado: la elevación, el espíritu místico y simbólico de los orientales, y el carácter, a un mismo tiempo bello y positivo, que distingue a los griegos. Las matemáticas, la física, la astronomía, la música, el canto, la poesía, al lado de la armonía de las esferas celestes y de la transmigración de las almas.
El filósofo de Samos admitía una grande unidad, de la cual dimana el mundo, y a éste le consideraba como un conjunto de otras unidades subalternas.
Daba al número
mucha importancia, y afirmaba que nuestra alma era un número. No es fácil
determinar con precisión lo que entendía aquí por esta palabra; mas parece
harto verosímil que sólo la aplicaba como un símbolo, que prefería tomar de las
ciencias matemáticas, en las cuales estaba muy versado. Esta conjetura se
fortalece considerando que los pitagóricos lo expresaban casi todo por números,
ya por su afición a las matemáticas, ya también para encubrir a los profanos
los misterios de la ciencia. Con el mismo objeto tenían dos doctrinas, o al
menos dos maneras de expresarse: una para el público y otra para los iniciados;
así lograban evitar las persecuciones que les hubiera quizá acarreado el
contrariar en algunos puntos las creencias populares, que en aquellos tiempos y
países debían de ser harto extravagantes para que las profesaran hombres de tan
clara razón.
En el modo con que explicaban la formación del mundo se echa de ver el
carácter simbólico de sus expresiones. Decían que la gran Mónada o unidad había
producido el número binario, después se formó el ternario y así sucesivamente,
continuando por una serie de unidades y números hasta llegar al conjunto de
unidades que constituye el universo. Representaban la primera unidad por el
punto, el número binario por la línea, el ternario por la superficie y el
cuaternario por el sólido. Despojado este sistema de sus formas geométricas,
contiene un fondo semejante al que hemos visto en la Jonia, la Persia, la China
y la India.
La metempsicosis, o sea la transmigración de las almas de unos cuerpos a
otros, la hemos encontrado también en Oriente, y es probable que allí la habría
aprendido Pitágoras en sus
viajes. Esta escuela reconocía en el alma dos partes: inferior y superior, o
sea pasiones y razón; aquéllas deben ser dirigidas y gobernadas por ésta, en
cuya armonía consiste la virtud.
Se atribuye a los pitagóricos
el haber considerado el universo como un gran todo armónico, cosmos; y la
música de las esferas debió de significar el orden admirable que reina en los
movimientos de los cuerpos celestes.
A pesar
de la escasez de medios de observación, los pitagóricos hicieron notables adelantos en la astronomía; para dar
una idea de la osada novedad de sus opiniones bastará decir que se atribuye a Pitágoras el haber enseñado el doble
movimiento de la tierra, doctrina a que dio publicidad y extensión su discípulo
Filolao.
La escuela pitagórica
ejerció grande influencia en Italia, y Cicerón, al paso que nota el anacronismo
de los que hacían pitagórico al rey Numa, anterior a Pitágoras cerca de dos siglos, no vacila en reconocer que debieron
mucho a esta escuela los romanos de los primeros tiempos de la república. Esta
conjetura se confirma por el mismo error, bastante común en Roma, de que Numa
era pitagórico.
Los discípulos de Pitágoras
no se ocupaban sólo de astronomía y matemáticas; se aplicaban también al
estudio de la organización social y política. Quizá esto contribuiría un poco a
que tuviesen que verter sus doctrinas en estilo misterioso; aquellos tiempos no
eran de mucha tolerancia. Hasta parece que Pitágoras hizo sus tentativas de organización social en la Gran
Grecia, y el reunir a sus discípulos en comunidad, y el prescribirles el ayuno,
la oración, el trabajo, la contemplación, indica que el filósofo intentaba algo
más que la formación de una escuela. Mientras la filosofía se ciñe a la mera
enseñanza suele estar exenta de peligros; pero cuando se propone reformar el
mundo, ya corre los azares de las empresas políticas. Así creen algunos que Pitágoras no murió de muerte natural y
que fue asesinado porque se le suponían designios ambiciosos.
A Pitágoras se debe el
modesto nombre de filósofo aplicado a los que se dedican a esta ciencia. Los
griegos llamaban a la sabiduría sofia, y a sus sabios sofios;
parecía demasiado orgulloso este nombre, y tomó simplemente el de filósofo,
que significa amante de la sabiduría;
en vez de atribuirse la realidad de la sabiduría, se contentó con expresar el
deseo, el amor con que la buscaba. He aquí cómo refiere Cicerón el curioso
origen de este nombre: «Heráclides de Ponto, varón muy docto y discípulo de
Platón, escribe que habiendo ido Pitágoras
a Philiasia habló larga y sabiamente con el rey León, y que éste, admirado de
tanto saber y elocuencia, le preguntó cuál era el arte que profesaba. Ningún
arte conozco, respondió Pitágoras;
soy filósofo.
Extrañando el rey la novedad del nombre, preguntó qué eran los filósofos, y en qué se diferenciaban de los demás hombres, a lo cual respondió Pitágoras: «La vida humana me parece una de las asambleas que se juntan con grande aparato en los juegos públicos de la Grecia.
Allí unos acuden para ganar el premio con su robustez y destreza, otros para hacer su negocio comprando y vendiendo; otros, que son, por cierto, los más nobles, no buscan ni corona ni ganancia, y sólo asisten para ver y observar lo que se hace y de qué manera; así nosotros miramos a los hombres como venidos de otra vida y naturaleza a reunirse en la asamblea de este mundo: unos andan en pos de la gloria, otros del dinero, y son pocos los que sólo se dedican al estudio de la naturaleza do las cosas despreciando lo demás.
A estos
pocos los llamamos filósofos, y así como en la asamblea de los juegos públicos
representa un papel más noble el que nada adquiere y sólo observa, creemos
también que se aventaja mucho a las demás ocupaciones la contemplación y el
conocimiento de las cosas» (Tuse., lib. V).
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