martes, mayo 02, 2023

El secuestro del inca Atahualpa por la banda de Francisco Pizarro



El 16 de noviembre de 1532 tuvo lugar el primer caso documentado de secuestro en el territorio suramericano. Un grupo de españoles dirigido por Francisco Pizarro se apoderó por la fuerza del inca Atahualpa, quien había aceptado una invitación a cenar y había llegado al campamento en el alto valle de Cajamarca, en las montañas del Perú, con un lujoso cortejo ceremonial de incas desarmados.

                                     Por William Ospina


Las tropas de los aventureros españoles se habían atrincherado en los edificios vecinos, esperando la orden de su jefe para abrir fuego contra los visitantes, pero antes de ello un sacerdote católico, el padre dominico Vicente de Valverde, salió al encuentro de la víctima, le habló del misterio de la Santísima Trinidad, le habló de la creación del mundo y del pecado original, y finalmente le informó que el papa de Roma había entregado esas tierras al emperador Carlos V y que Pizarro venía a tomar posesión de ellas.

Al oír la traducción que le hacía el intérprete, el inca sorprendido le respondió que el reino del Perú le correspondía por herencia de su padre Huayna Cápac, y que ambos descendían del Sol, del dios de los incas. Entonces el sacerdote le mostró un objeto hecho de numerosos planos superpuestos exornados de inscripciones, y poniéndolo en manos de Atahualpa le dijo que allí estaba toda la sabiduría. El inca examinó aquel objeto, tratando de escuchar todo el saber que había en él, pero al no oír nada se sintió engañado y lo arrojó por tierra con indignación; era la señal que se requería. El dominico corrió hacia donde se encontraba Pizarro, le dijo que aquel perro arrogante había arrojado por tierra la sagrada escritura, y le dio la absolución previa por todo lo que quisiera hacer contra él y contra sus gentes.

Los conquistadores, que disponían de cañones y de mosquetes para espantar y también para aniquilar a las tropas de flecheros del imperio incaico, abrieron fuego en todas direcciones, cayeron además con sus espadas sobre los acompañantes inermes de Atahualpa, que no acertaban a huir abandonando a su rey, y dieron muerte en una tarde a más de siete mil personas. El hecho era trágico de una manera extrema: Atahualpa asistió a la cena con toda su corte, como prueba de confianza en los visitantes. Nada más alejado de las expectativas de su cultura y de los códigos de honor seculares de su pueblo que la posibilidad de que un ejército abriera fuego contra ellos sin haber declarado previamente la guerra. Ante la superioridad técnica de los atacantes, ante ese fuego inesperado y traicionero, ante esa ferocidad de los guerreros españoles del Renacimiento que le ha hecho decir a Jacob Burckhardt que en ellos parecía haberse desencadenado el lado diabólico de la naturaleza humana, fue tal el desconcierto de los incas que ninguno reaccionó, y la irrupción de los caballos acorazados de los españoles, bestias bicéfalas desconocidas vestidas de hierro y capaces de hablar, acabó de paralizar al cortejo. Ni siquiera las tropas que acampaban en el valle vecino se atrevieron a asomarse al lugar donde resonaban los truenos.

Quienes allí caían aniquilados eran, nos dice David Ewing Duncan: «la élite del gobierno de Atahualpa, sus nobles, sus gobernadores, sus generales, sus sacerdotes y sus adivinos, los mayores responsables del funcionamiento del gobierno imperial, cuya súbita muerte en masa significaba un golpe devastador para un imperio que había perdido a millares de miembros de su clase dirigente en la reciente guerra civil». Pero aquella fiesta de sangre no fue más que el comienzo. Con la mano ensangrentada, el propio Pizarro tomó por los cabellos a Atahualpa y lo llevó a rastras, entre el caos y la masacre, hasta la habitación donde después lo tuvieron cautivo durante nueve meses.

Los móviles de aquel secuestro están claros: desde su llegada a América, a los 40 años de su edad, Francisco Pizarro se había hecho el propósito de obtener poder y fortuna, y andaba buscando la región de los incas, siguiendo la leyenda de su riqueza extrema. Pascual de Andagoya, viajando desde Panamá, había oído a unos indios que navegaban en piraguas por las costas del Pacífico hablar de una tierra llamada Pirú, donde un poderoso rey era dueño de tesoros fabulosos. Desde entonces Pizarro se había obsesionado con esa aventura, había conseguido cómplices que lo secundaran, y estaba tan seguro de las riquezas que iba a obtener que hasta celebró un contrato con sus aliados, distribuyéndose de antemano el oro y las tierras que pensaban apropiarse. Eran tenaces, y antes de llegar al Perú afrontaron grandes penalidades, como los meses de delirio en la isla Gorgona, donde chapotearon en el fango entre el asedio de los mosquitos, alimentándose de lagartos y de huevos de tortuga, enfundados en sus armaduras bajo el sol del Pacífico por temor a las bestias venenosas. Pero aún no estaba claro para ellos que lo que se proponían era un secuestro; éste se les fue apareciendo como el camino más eficaz para cumplir su cometido, y sólo cuando Pizarro ya tenía a Atahualpa cautivo en su edificio de Cajamarca, concibió con claridad el monto del rescate que pediría por él.

La prisión del inca era una habitación de siete metros de largo por cinco de ancho. Pizarro exigió a Atahualpa que ordenara a sus súbditos llenar de oro esa habitación hasta una altura de dos metros, y trazó una raya en la pared para indicar con claridad el nivel al que debían llegar los tributos. Ello equivalía a setenta metros cúbicos de oro, que en última instancia y en los niveles extremos podría completarse con plata en caso de que el oro aportado para la liberación del secuestrado no fuera suficiente. Empezaron entonces los súbditos de Atahualpa a acarrear por la red de caminos del imperio inca, que eran mejores que los caminos europeos de aquel tiempo, literas cargadas con objetos de oro, intentando llenar la habitación en los dos meses que los secuestradores habían concedido como plazo. En realidad tardaron más de siete en llenarla, y mientras tanto los captores establecieron cierta relación de familiaridad con el prisionero, hasta el punto de que uno de ellos, acaso Hernando de Soto, distraía los meses de su cautiverio enseñándole a jugar ajedrez.

En julio de 1533 se terminó de pagar el inmenso rescate, que ascendió entonces a la cifra de 1.326.539 pesos de oro más 51.610 marcos de plata. Al precio de 1995, el oro recogido ascendía a 88,5 millones de dólares y la plata a 2,5 millones de dólares, de modo que el precio total del rescate pagado sería al precio de 2003 de 254.800 millones de pesos colombianos.

Caudal distribuido entre los partícipes del secuestro, que eran un jefe mayor, Francisco Pizarro, dos socios por contrato, Diego de Almagro y Hernando de Luque, tres colaboradores especiales, los hermanos de Pizarro, Hernando, Gonzalo y Juan, dos jefes destacados en la campaña, Hernando de Soto, futuro conquistador de Florida, y Sebastián de Belalcázar, cuya estatua ejemplar preside el cerro de los Cristales en Cali.


Finalmente pueden calcular también la parte que le correspondió a una suerte de cómplice ciego, o gancho ciego como se decía aquí en las cárceles, el emperador Carlos V, quien había encomendado a Pizarro la misión de apoderarse del Perú “en caso de que el Perú existiera” y quien para tener en paz su conciencia ante el dios que le dio tan ancho imperio había nombrado a estos hombres protectores universales de los indios, pero no rechazó su parte de la recompensa por el hecho deleznable de que unos cuantos peruanos, entre ellos siete mil en un solo día, hubieran perdido la vida.

Podría decirse que el emperador, que tenía por entonces la misma edad de Hernando de Soto y de Atahualpa, unos 34 años, ignoraba el modo como se habían dado los hechos, y podía seguir siendo el jefe del mayor imperio católico del mundo sin muchos remordimientos, pues sin duda sus súbditos, los secuestradores de esta historia, le ocultarían algunos detalles menudos del hecho. Pero la verdad es que en el año de 1534, justo cuando el piadoso emperador recibió a Hernando Pizarro, quien llegaba a entregarle su parte del botín, de eso que en el virtuoso lenguaje de hoy se llamaría el dinero sucio, se publicó en Sevilla el relato detallado de aquel episodio, aunque no se lo llamó Noticia de un secuestro porque en esos tiempos no se solía llamar a las cosas por su nombre, sino "La Conquista del Perú llamado la Nueva Castilla. La cual tierra fue conquistada por el capitán Pizarro y su hermano Fernando Pizarro", que había sido escrito por uno de los miembros de la expedición y publicado de manera anónima, aunque ahora ya sabemos que se trata del soldado Cristóbal de Mena, partícipe del hecho, atento observador y finalmente mal pagado. Pero la verdad es que Pizarro, ávido de poder y de reconocimiento, destinó para el emperador la mayor parte de ese tesoro, no los quintos reales que eran entonces la obligación de los aventureros, y como Carlos V debía a los banqueros alemanes el dinero con el cual compró la corona de Alemania, y sólo podía pagarla con el oro de América, Pizarro no sólo obtuvo el título de marqués y la gobernación de las montañas del inca, sino también una leyenda de paladín y de patriota que dura hasta hoy, y que se enardece en efigies de bronce y resuena en ditirambos en los volúmenes de la historia oficial de nuestros continentes. Cualquiera diría que con tan descomunal rescate los secuestradores habrán despedido a su víctima con abrazos y besos, e incluso con lágrimas en los ojos, como lo hacen a veces sus discípulos contemporáneos, pero la verdad es que Pizarro y sus socios estaban inventando un género y lo inventaron plenamente. Como ocurre a menudo en los secuestros modernos, después de recibido el rescate, en lugar de liberar a la víctima empezaron a pensar qué más podían sacarle, y finalmente decidieron matar a Atahualpa, de quien se habían hecho tan buenos amigos, le enseñaban a jugar ajedrez y le conversaban de la civilización europea durante las veladas de nueve meses en la mesa de Cajamarca.

Claro que antes de matarlo decidieron darle un matiz de legitimidad al hecho cruel y atroz, y montaron un juicio amañado y cínico en el cual un indio llamado Felipillo, que servía de intérprete, que al parecer estaba enamorado de la favorita del inca, y al que le habrán dado también al estilo de nuestra época algún estímulo jurídico e incluso económico, testificó en su contra.

Los testimonios de este súbdito resultaron harto convincentes para el jurado, y vinieron adicionalmente acusaciones de poligamia e idolatría: Atahualpa había ofrecido sacrificios a dioses falsos. Allí debió ser utilísimo el testimonio del padre dominico Vicente de Valverde, a quien ya conocemos, y quien se escandalizó de que no besara con veneración la Biblia alguien que nunca había visto un libro; de modo que en vez de dejar en libertad al secuestrado, un improvisado tribunal pulió unos argumentos para asesinarlo fríamente, dejándonos un ejemplo completo de lo que vendría a ser con el tiempo una de las prácticas más crueles y abominables en nuestras sociedades.

Como conclusión de su secuestro, el emperador de los incas, jefe del segundo imperio más grande del mundo después del Imperio otomano, fue condenado en agosto de 1533 a ser quemado vivo. Todavía podían hacerle una última violencia, y se la hicieron: le prometieron cambiarle la pena atroz del fuego por otra si aceptaba la religión de sus asesinos.

Aceptó entonces bautizarse y por ello obtuvo el favor de morir estrangulado. El 29 de agosto de 1533, ya con el nombre cristiano de Juan de Atahualpa, en homenaje a Juan el Bautista, a quien también alguien le había cortado la cabeza, fue amarrado a un poste y ahorcado en el clásico estilo español: mediante un torniquete que se va apretando lentamente y que tiene el nombre de garrote vil.

Hay quien dice que los españoles que lo secuestraron estaban obligados a ello, porque se habían internado de un modo temerario en una tierra donde Atahualpa contaba con un ejército de 80 mil hombres, de modo que si no obraban de esa manera brutal, no habrían podido escapar de aquel encierro. Ello supone una curiosa legitimación: vale más la vida de 168 cristianos que se han adentrado violentamente en un país ajeno, que la vida de los siete mil hombres a los que masacraron en una sola tarde, para hablar solamente de esas víctimas. Por supuesto que todo esto es historia, y en esa medida no vale mucho la pena exaltarse, apasionarse, ni intentar insensatamente modificar el pasado. Pero la verdad es que no estamos hablando del pasado. Me he propuesto contar esta historia interpretando el cautiverio de Atahualpa como lo que fue, como un secuestro abusivo y criminal, porque esa historia tremenda nos ha sido contada casi siempre como una hazaña heroica, donde los bandidos están cubiertos por una aureola luminosa de grandes estadistas, de paladines y de portaestandartes de la civilización.


Casi siempre, en la historia de las guerras, los crímenes terminan siendo justificados y juzgados a la luz de la moral de los triunfadores. Pero los hechos de Cajamarca resultan criminales a la luz de los principios de la propia civilización cristiana en cuyo nombre fueron cometidos, y causaron alarma en las conciencias civilizadas de la península, y honra a España la certeza de que sus humanistas de entonces reaccionaron con horror ante la noticia de estas acciones.

Indios y mestizos tenemos hoy el deber y la oportunidad única de crecer y luchar unidos para hacer grande a nuestro país, para contribuir al bienestar de toda la comunidad. Parquearnos en el rencor histórico de acontecimientos pasados mantiene abierta la herida de acontecimientos que no pueden dar marcha atrás, que nos impiden ver con claridad las posibilidades del presente. Por sobre todo, añadimos otro motivo de odio y de resentimiento entre hermanos y un pretexto más para multiplicar los conflictos que desangran a nuestra martirizada patria.

Ejercicio de Comprensión lectora

Analice, contextualice y responda lo siguiente:


1. ¿Qué piensa sobre la actitud de los españoles dirigidos por Francisco Pizarro al secuestrar al inca Atahualpa y masacrar a sus acompañantes?


2. ¿Cree justa la actitud del sacerdote católico, el padre dominico Vicente de Valverde, al darle la absolución a Pizarro y sus secuaces para que hicieran lo quisieran a Atahualpa y sus gentes?


3. ¿Qué importancia histórica tiene relato?


4. ¿Cómo entender que la sociedad europea, con sus conocimientos, el arte y su cultura, sus avances tecnológicos, no rechazara la barbarie y las atrocidades cometidas por los súbditos españoles en la invasión a tierra americana?


5. ¿Qué fue lo que más le llamó la atención?


Realice un comentario sobre los siguientes dos planteamientos:

6. Pagamos un altísimo costo por los aportes europeos:
adoctrinamiento religioso, enfermedades y muerte, usurpación de toneladas de metales preciosos, obras culturales, recursos naturales, implantaron la esclavitud, impusieron el catolicismo, dominaron y explotaron la tierra. Sembraron el suelo americano con la muerte de millones de seres, sin escrúpulos ni asomo de ningún valor humano. ¿Valió la pena?


7. “Los pueblos que desconocen su pasado, seguirán explotados y abusados por los victimarios de turno”.


Si se contextualiza la situación por la que han atravesado algunos países Hispanoamericanos, la situación no parece haber cambiado mayor cosa: salarios de hambre, altísima deuda externa, sobrexplotación por parte de extranjeros de nuestros valiosos recursos naturales, discriminación racial, violación de los derechos humanos, inversión extranjera, que no trae ni progreso ni un mejoramiento notable de las condiciones sociales de sus asalariados ni de las comunidades donde tienen su sede estas empresas.

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