domingo, febrero 21, 2016

Cesare  Pavese
                                                                          Por  Alejandro Zambra

Poco a poco se ha impuesto la imagen de un Cesare Pavese doliente, atormentado, un poco melodramático. Alejandro Zambra vuelve a la vida y obra de este autor para desmontar ese mito y revalorar sus libros, todo en el centenario de Pavese y en el marco de una FIL de Guadalajara que tiene a Italia como país invitado.

En el poema “La habitación del suicida”, Wislawa Szymborska recrea la perplejidad de los amigos ante el suicidio de alguien que solamente deja, a manera de explicación, un sobre vacío apoyado en un vaso. Cesare Pavese, en cambio, escribió durante quince años una larguísima carta de despedida que hasta aquí hemos leído en calidad de obra maestra.

En las cuatrocientas páginas de El oficio de vivir, Pavese cultiva la idea del suicidio como si se tratara de una meta o de un requisito o de un sacramento, al punto que, finalmente, se hace difícil moderar la caricatura: no es el enigmático amigo de Wislawa Szymborska o el suicida que en un poema de Borges dice “Lego la nada a nadie”. Por el contrario, Pavese es consciente de su legado: sabe que deja una obra importante, cumplida, sabe que ha escrito alta poesía, sabe que sus novelas soportarán con decoro el paso del tiempo.

No tenía motivos para quitarse la vida, pero se encargó de inventarlos, de darles realidad. El oficio de vivir es un registro de teorías y de planes, de diatribas y digresiones, pero sin duda en la lectura prevalece el recuento de pensamientos fúnebres, casi siempre extremos y a veces más bien peregrinos, propios de un joven envejecido que de a poco va convirtiéndose en un viejo adolescente. Tal vez hay que ser como ese joven o como ese viejo para valorar, en plenitud, el diario de Pavese. Tal vez hay que querer suicidarse para leer El oficio de vivir.

Pero no es necesario querer suicidarse para disfrutar de libros perfectos como La luna y las fogatas, La playa, Trabajar cansa o Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. La mayor virtud de El oficio de vivir es que da pistas sobre la obra de Pavese: si quitamos las referencias a su vida amorosa quedaría un libro delgado y excelente. Ahora me parece que al diario le sobran muchas páginas: sus impresiones sobre las mujeres, por ejemplo, no se compadecen con la comprensión verdadera o al menos verosímil de lo femenino que uno cree leer en La luna y las fogatas, Entre mujeres solas o en algunos de sus poemas. 

Por momentos Pavese es solamente ingenioso y más bien vulgar: “Ninguna mujer contrae matrimonio por conveniencia: todas tienen la sagacidad, antes de casarse con un millonario, de enamorarse de él.” Su misoginia es, con frecuencia, rudimentaria: “En la vida, les sucede a todos que se encuentran con una puerca. A poquísimos, que conozcan a una mujer amante y decente. De cada cien, noventa y nueve son puercas.” Más divertido y negrísimo es el humor de un pasaje en que comenta aquello de que un clavo saca a otro clavo: para las mujeres el asunto es muy simple, dice, pues les basta con cambiarse de clavo, pero los hombres están condenados a tener un solo clavo. No sé si hay humor, en cambio, en estas frases: “Las putas trabajan a sueldo. ¿Pero qué mujer se entrega sin haberlo calculado?” El siguiente chiste, en todo caso, me parece muy bueno: “Las mujeres son un pueblo enemigo, como el pueblo alemán.”

Es cierto que cometo una injusticia al presentar a Pavese como un precursor de la stand up comedy, pero denigrarlo es seguir el juego que él mismo propuso. Otro libro breve o no tan breve que podría extraerse de El oficio de vivir es el de la ya mencionada autoflagelación literaria.

Al comienzo duda, razonablemente, de su escritura: se queja de su idioma, de su mundo, de su lugar en la sociedad, se retracta de sus poemas, quiere escribirlos de nuevo o no haberlos escrito. Desea experimentar el placer de negarse, de partir, siempre, desde cero: “He simplificado el mundo en una trivial galería de gestos de fuerza y de placer. En esas páginas está el espectáculo de la vida, no la vida. Hay que empezarlo todo de nuevo.”

La observación no es casual, porque contiene una ética: el artista es siempre un eterno amateur, sus triunfos amenazan el progreso de la obra. Pero se queja tanto que escucharlo a veces se vuelve insoportable. Poco después de los lamentos iniciales, Pavese ha construido una obra inmensa que le da satisfacciones reales, que le permite ser alguien muy parecido a quien siempre quiso ser. Pero ahora se queja lo mismo y un poco más: “Estás consagrado por los grandes maestros de ceremonias. Te dicen: tienes cuarenta años y ya lo has logrado, eres el mejor de tu generación, pasarás a la historia, eres extraño y auténtico... ¿Soñabas otra cosa a los veinte años?” La respuesta es, en cierto modo, conmovedora: “No quería sólo esto.

Quería continuar, ir más allá, comerme a otra generación, volverme perenne como una colina.”

Pavese era un buen amigo, dice Natalia Ginzburg, pues la amistad se le daba sin complicaciones, naturalmente: “Tenía un modo avaro y cauto de estrechar la mano al saludar: daba pocos dedos y los retiraba enseguida; tenía un modo arisco y parsimonioso de sacar el tabaco de la bolsa y llenar la pipa; y tenía un modo brusco y repentino de regalarnos dinero, si sabía que nos hacía falta, un modo tan brusco y repentino que nos dejaba boquiabiertos.”

En un fragmento de Léxico familiar y en un breve y bellísimo ensayo de ese libro breve y bellísimo que se llama Las pequeñas virtudes, Natalia Ginzburg evoca los años en que ella y su primer marido trabajaron con Pavese en Einaudi, tiempos difíciles a los que el poeta se integra trabajosamente: “Algunas veces estaba muy triste, pero durante mucho tiempo nosotros pensamos que se curaría de esa tristeza cuando se decidiera a hacerse adulto, porque la suya nos parecía una tristeza como de muchacho, la melancolía voluptuosa y despistada del muchacho que todavía no tiene los pies sobre la tierra y se mueve en el mundo árido y solitario de los sueños.”

“Pavese cometía errores más graves que los nuestros, porque los nuestros se debían a la impulsividad, a la imprudencia, a la estupidez y al candor, en cambio los suyos nacían de la prudencia, de la sagacidad, del cálculo y de la inteligencia”, agrega Natalia Ginzburg, y luego señala que la virtud principal de Pavese como amigo era la ironía, pero que a la hora de escribir y a la hora de amar enfermaba, súbitamente, de seriedad. La observación es decisiva y, a decir verdad, ha sobrevolado con persistencia mi relectura de Pavese: “A veces, cuando ahora pienso en él, su ironía es lo que más recuerdo y lloro, porque ya no existe: de ella no queda ningún rastro en sus libros, y sólo es posible hallarla en el relámpago de aquella maligna sonrisa suya.” Decir de un amigo que en sus libros no hay ironía es decir bastante. En las páginas de El oficio de vivir, en efecto, por largos pasajes el humor se limita a inyecciones de sarcasmo o a meros manotazos de inocencia.

Mi creciente antipatía por Natalia Ginzburg”, anota Pavese en 1946, “se debe al hecho de que toma por granted, con una espontaneidad también granted, demasiadas cosas de la naturaleza y de la vida. Tiene siempre el corazón en la mano -el parto, el monstruo, las viejecitas. Desde que Benedetto Rognetta ha descubierto que es sincera y primitiva, ya no hay manera de vivir.” La amistad admite estos matices, y a su manera tajante y delicada la escritora responde: “Nos dábamos perfecta cuenta de las absurdas y tortuosas complicaciones de pensamiento en que aprisionaba su alma sencilla, y habríamos querido enseñarle algunas cosas, enseñarle a vivir de un modo más elemental y respirable; pero nunca hubo manera de enseñarle nada, porque cuando intentábamos exponerle nuestras razones, levantaba una mano y decía que él ya lo sabía todo.” 

Debo decir que me quedo con la sincera y primitiva y no con el sabelotodo. Porque sin duda Pavese era un sabelotodo. Por eso mismo su soliloquio se vuelve enojoso. Lo que mejor sabía era, en todo caso, que sufría inmensamente: “Es quizás ésta mi verdadera cualidad (no el ingenio, no la bondad, no nada): estar encenagado por un sentimiento que no me deja célula del cuerpo sana.” Acaso estaba secretamente de acuerdo con su amiga Natalia. Pienso en este fragmento del diario, que tal vez da la clave del sufrimiento de Pavese: “Quien no sabe vivir con caridad y abrazar el dolor de los demás, es castigado sintiendo con violencia intolerable el propio. El dolor sólo puede ser acogido elevándolo a suerte común y compadeciendo a los otros que sufren.”




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