Cesare Pavese
Por Alejandro Zambra
Poco
a poco se ha impuesto la imagen de un Cesare Pavese doliente, atormentado, un
poco melodramático. Alejandro Zambra vuelve a la vida y obra de este autor para
desmontar ese mito y revalorar sus libros, todo en el centenario de Pavese y en
el marco de una FIL de Guadalajara que tiene a Italia como país invitado.
En
el poema “La habitación del suicida”, Wislawa Szymborska recrea la perplejidad
de los amigos ante el suicidio de alguien que solamente deja, a manera de
explicación, un sobre vacío apoyado en un vaso. Cesare Pavese, en cambio,
escribió durante quince años una larguísima carta de despedida que hasta aquí
hemos leído en calidad de obra maestra.
En
las cuatrocientas páginas de El oficio de vivir, Pavese cultiva la idea del
suicidio como si se tratara de una meta o de un requisito o de un sacramento,
al punto que, finalmente, se hace difícil moderar la caricatura: no es el
enigmático amigo de Wislawa Szymborska o el suicida que en un poema de Borges
dice “Lego la nada a nadie”. Por el contrario, Pavese es consciente de su
legado: sabe que deja una obra importante, cumplida, sabe que ha escrito alta
poesía, sabe que sus novelas soportarán con decoro el paso del tiempo.
No
tenía motivos para quitarse la vida, pero se encargó de inventarlos, de darles
realidad. El oficio de vivir es un registro de teorías y de planes, de
diatribas y digresiones, pero sin duda en la lectura prevalece el recuento de
pensamientos
fúnebres, casi siempre extremos y a veces más bien peregrinos, propios de un joven
envejecido que de a poco va convirtiéndose en un viejo adolescente. Tal vez hay
que ser como ese joven o como ese viejo para valorar, en plenitud, el diario de
Pavese. Tal vez hay que querer suicidarse para leer El oficio de vivir.
Pero
no es necesario querer suicidarse para disfrutar de libros perfectos como La
luna y las fogatas, La playa, Trabajar cansa o Vendrá la muerte y tendrá tus
ojos. La mayor virtud de El oficio de vivir es que da pistas sobre la obra de
Pavese: si quitamos las referencias a su vida amorosa quedaría un libro delgado
y excelente. Ahora me parece que al diario le sobran muchas páginas: sus
impresiones sobre las mujeres, por ejemplo, no se compadecen con la comprensión
verdadera o al menos verosímil de lo femenino que uno cree leer en La luna y
las fogatas, Entre mujeres solas o en algunos de sus poemas.
Por momentos Pavese
es solamente ingenioso y más bien vulgar: “Ninguna
mujer contrae matrimonio por conveniencia: todas tienen la sagacidad, antes de
casarse con un millonario, de enamorarse de él.” Su misoginia es, con
frecuencia, rudimentaria: “En la vida, les sucede a todos que se encuentran con
una puerca. A poquísimos, que conozcan a una mujer amante y decente. De cada
cien, noventa y nueve son puercas.” Más divertido y negrísimo es el humor de un
pasaje en que comenta aquello de que un clavo saca a otro clavo: para las
mujeres el asunto es muy simple, dice, pues les basta con cambiarse de clavo,
pero los hombres están condenados a tener un solo clavo. No sé si hay humor, en
cambio, en estas frases: “Las putas trabajan a sueldo. ¿Pero qué mujer se
entrega sin haberlo calculado?” El siguiente chiste, en todo caso, me parece
muy bueno: “Las mujeres son un pueblo enemigo, como el pueblo alemán.”
Es cierto que cometo una injusticia al presentar a Pavese
como un precursor de la stand up comedy, pero denigrarlo es seguir el juego que
él mismo propuso. Otro libro breve o no tan breve que podría extraerse de El
oficio de vivir es el de la ya mencionada autoflagelación literaria.
Al comienzo duda,
razonablemente, de su escritura: se queja de su idioma, de su mundo, de su
lugar en la sociedad, se retracta de sus poemas, quiere escribirlos de nuevo o
no haberlos escrito. Desea experimentar el placer de negarse, de partir, siempre, desde cero: “He
simplificado el mundo en una trivial galería de gestos de fuerza y de placer.
En esas páginas está el espectáculo de la vida, no la vida. Hay que empezarlo
todo de nuevo.”
La
observación no es casual, porque contiene una ética: el artista es siempre un
eterno amateur, sus triunfos amenazan el progreso de la obra. Pero se queja
tanto que escucharlo a veces se vuelve insoportable. Poco después de los
lamentos iniciales, Pavese ha construido una obra inmensa que le da
satisfacciones reales, que le permite ser alguien muy parecido a quien siempre
quiso ser. Pero ahora se queja lo mismo y un poco más: “Estás consagrado por
los grandes maestros de ceremonias. Te dicen: tienes cuarenta años y ya lo has
logrado, eres el mejor de tu generación, pasarás a la historia, eres extraño y
auténtico... ¿Soñabas otra cosa a los veinte años?” La respuesta es, en cierto
modo, conmovedora: “No quería sólo esto.
Quería continuar, ir más allá, comerme a otra
generación, volverme perenne como una colina.”
Pavese era un buen
amigo, dice Natalia Ginzburg, pues la amistad se le daba sin complicaciones,
naturalmente: “Tenía un modo avaro y cauto de estrechar la mano al saludar:
daba pocos dedos y los retiraba enseguida; tenía un modo arisco y parsimonioso
de sacar el tabaco de la bolsa y llenar la pipa; y tenía un modo brusco y
repentino de regalarnos dinero, si sabía que nos hacía falta, un modo tan
brusco y repentino que nos dejaba boquiabiertos.”
En un fragmento de
Léxico familiar y en un breve y bellísimo ensayo de ese libro breve y bellísimo
que se llama Las pequeñas virtudes, Natalia Ginzburg evoca los años en que ella
y su primer marido trabajaron con Pavese en Einaudi, tiempos difíciles a los
que el poeta se integra trabajosamente: “Algunas veces estaba muy triste, pero
durante mucho tiempo nosotros pensamos que se curaría de esa tristeza cuando se
decidiera a hacerse adulto, porque la suya nos parecía una tristeza como de
muchacho, la melancolía voluptuosa y despistada del muchacho que todavía no
tiene los pies sobre la tierra y se mueve en el mundo árido y solitario de los
sueños.”
“Pavese cometía
errores más graves que los nuestros, porque los nuestros se debían a la
impulsividad, a la imprudencia, a la estupidez y al candor, en cambio los suyos
nacían de la prudencia, de la sagacidad, del cálculo y de la inteligencia”,
agrega Natalia Ginzburg, y luego señala que la virtud principal de Pavese como
amigo era la ironía, pero que a la hora de escribir y a la hora de amar
enfermaba, súbitamente, de seriedad. La observación es decisiva y, a decir
verdad, ha sobrevolado con persistencia mi relectura de Pavese: “A veces,
cuando ahora pienso en él, su ironía es lo que más recuerdo y lloro, porque ya
no existe: de ella no queda ningún rastro en sus libros, y sólo es posible
hallarla en el relámpago de aquella maligna sonrisa suya.” Decir de un amigo
que en sus libros no hay ironía es decir bastante. En las páginas de El oficio
de vivir, en efecto, por largos pasajes el humor se limita a inyecciones de
sarcasmo o a meros manotazos de inocencia.
Mi creciente
antipatía por Natalia Ginzburg”, anota Pavese en 1946, “se debe al hecho de que
toma por granted, con una espontaneidad también granted, demasiadas cosas de la
naturaleza y de la vida. Tiene siempre el corazón en la mano -el parto, el
monstruo, las viejecitas. Desde que Benedetto Rognetta ha descubierto que es
sincera y primitiva, ya no hay manera de vivir.” La amistad admite estos matices,
y a su manera tajante y delicada la escritora responde: “Nos dábamos perfecta
cuenta de las absurdas y tortuosas complicaciones de pensamiento en que
aprisionaba su alma sencilla, y habríamos querido enseñarle algunas cosas,
enseñarle a vivir de un modo más elemental y respirable; pero nunca hubo manera
de enseñarle nada, porque cuando intentábamos exponerle nuestras razones,
levantaba una mano y decía que él ya lo sabía todo.”
Debo decir que me quedo
con la sincera y primitiva y no con el sabelotodo. Porque sin duda Pavese era
un sabelotodo. Por eso mismo su soliloquio se vuelve enojoso. Lo que mejor
sabía era, en todo caso, que sufría inmensamente: “Es quizás ésta mi verdadera
cualidad (no el ingenio, no la bondad, no nada): estar encenagado por un sentimiento
que no me deja célula del cuerpo sana.” Acaso estaba secretamente de acuerdo
con su amiga Natalia. Pienso en este fragmento del diario, que tal vez da la
clave del sufrimiento de Pavese: “Quien no sabe vivir con caridad y abrazar el
dolor de los demás, es castigado sintiendo con violencia intolerable el propio.
El dolor sólo puede ser acogido elevándolo a suerte común y compadeciendo a los
otros que sufren.”
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