Ante los Atentados
de París
Por La redacción de Le Monde diplomatique París
Edición Nro. 197 - Noviembre de 2015
Francia
ha respondido a los atentados del viernes pasado con nuevos bombardeos en los
territorios ocupados por el Estado Islámico en Siria y con el refuerzo del
sistema securitario. Sin embargo, las recientes intervenciones de Occidente en Medio Oriente obligan a reflexionar acerca de esta estrategia.
El 13 de noviembre de 2015, una serie de fusilamientos y explosiones enlutaron París y Saint-Denis,
provocando la muerte de al menos 130 personas. Los autores de estos atentados,
con frecuencia jóvenes franceses musulmanes, invocaron la intervención francesa
en Siria contra el Estado Islámico (EI) como la motivación de sus actos. Dos
días más tarde, París procedió a nuevos bombardeos contra las posiciones de EI
en Siria, principalmente en la “capital” de la organización en Raqqa. Desde
entonces, tanto el gobierno francés como la oposición de derecha coinciden en la necesidad
de multiplicar los “golpes” en Siria. La urgencia de llevar una guerra
implacable en el frente interno tampoco los distingue demasiado.
Lo
único que pareciera diferenciarlos tiene que ver con la composición de la
coalición internacional que debe combatir al EI. ¿Con o sin Rusia? ¿Con o sin
Irán? ¿Con o sin el gobierno sirio?
La política extranjera francesa, cuyo crédito se ha visto bastante afectado por
una sucesión de hipocresías e impericias, parece en la actualidad coincidir en
la idea de una alianza lo más amplia posible. Esta posición es la que defienden
el ex presidente de la República, Nicolás Sarkozy, el ex Primer Ministro,
François Fillon, y el ex ministro de Asuntos Exteriores, Alain Juppé. Todos
exigían hasta hace pocos meses, o incluso semanas, la salida anticipada del
presidente sirio Bashar al Assad; ahora todos han renunciado a la idea.
Decidida
de manera solitaria, sin debate público, sin otra participación que la
puramente decorativa del Parlamento, con un alineamiento mediático acorde a las reglas del
periodismo de guerra, la intervención militar francesa abre, sin embargo,
múltiples interrogantes de fondo.
En principio, la existencia de una “coalición”: ésta es tan amplia que los objetivos de guerra de sus principales miembros
difieren, en ocasiones muchísimo.
Algunos participantes (Rusia, Irán,
Hezbollah libanés, etc.) quieren, ante todo, mantener en el poder al régimen de
Al-Assad, aunque éste sea detestado por una gran parte de la sociedad. Otros
(Turquía y Arabia Saudita en particular), que mostraron complacencia hacia el
EI hasta que se volvió contra ellos, quisieran asegurarse de la caída de
Al-Assad.
¿Cómo no imaginar que este malentendido fundamental
pueda desembocar en nuevas convulsiones, suponiendo una victoria de los aliados
circunstanciales contra el EI? ¿Será necesario pensar en una nueva intervención
para separar (o para destruir) a alguno de los ex aliados? Las atrocidades del
EI están ampliamente documentadas, incluso por la propia organización. Sin
embargo, fue bien recibido en regiones sunitas de Irak y de Siria donde los
habitantes habían sido explotados o tiranizados por milicias chiitas. Estos
habitantes están tan golpeados por la férula que sufrieron entonces, que
difícilmente se sientan liberados por sus viejos perseguidores.
La
otra cuestión fundamental tiene que ver con la legitimidad y la eficacia de las
intervenciones militares occidentales en relación a los objetivos que se
proponen. El EI no es más que el avatar, un poco más sangriento, de un
salafismo yihadista alentado por el wahabismo de Arabia Saudita, una monarquía
oscurantista que las capitales occidentales no dejaron de apañar. En cualquier
caso, salvo que el objetivo actual de Estados Unidos, Francia, el Reino Unido,
etc. sea simplemente asegurarse de que Medio Oriente y las monarquías
oscurantistas del Golfo sigan siendo un mercado dinámico para sus industrias
armamentísticas, ¿cómo no recordar el balance realmente calamitoso de las últimas expediciones
militares que apoyaron o emprendieron
Washington, París, Londres, etc.?
Entre
1980 y 1988, durante la guerra entre Irán e Irak, los países del Golfo y las
potencias occidentales ayudaron al régimen de Saddam Hussein con el fin de
debilitar a Irán. Objetivo alcanzado al precio de un millón de víctimas.
Quince años más tarde, en
2003, una coalición conducida por Estados Unidos y el Reino Unido (pero sin
Francia) destruía el Irak de Saddam Hussein.
Como
resultado, ese país, o lo que queda de él, se convirtió en un aliado muy
cercano de Irán. Y cientos de miles de sus habitantes murieron, principalmente
como consecuencia de enfrentamientos confesionales entre sunitas y chiitas.
Para completar el desastre, el EI controla una parte del territorio iraquí.
El mismo escenario se dio en 2011 cuando, violando
el mandato de una resolución de la Organización de las Naciones Unidas, los
occidentales provocaron la caída de Muammar Gadafi. Pretendían así restablecer
la democracia en Libia, como si
esa preocupación alguna vez hubiera conducido su política extranjera en la
región. Hoy Libia no es más un país, sino un territorio donde se enfrentan
militarmente dos gobiernos. Sirve de arsenal, de refugio a los más diversos
grupos terroristas, entre ellos el EI, y de factor de desestabilización
regional.
¿Sería insolente reflexionar algunos segundos, o un
poco más, sobre el balance de estas últimas intervenciones occidentales
antes de emprender una nueva con un entusiasmo general evidente? El año pasado,
en West Point, el presidente estadounidense Barack Obama admitía: “Desde la Segunda Guerra Mundial, algunos de nuestros errores
más costosos vinieron, no de nuestra moderación, sino de nuestra tendencia a
precipitarnos en aventuras militares sin reflexionar sobre sus consecuencias”.
Como
siempre, el discurso de “guerra” se fortalece con un dispositivo
securitario y policial reforzado. Sabemos a qué tipo de excesos ha dado lugar
esto en Estados Unidos. En Francia, ya se tradujo en el restablecimiento de los controles
fronterizos, los deterioros de la nacionalidad y la modificación de la Constitución con el fin, como lo acaba de explicar el Presidente de la República,
de “permitir a los poderes públicos actuar contra el terrorismo de guerra”.
Evidentemente nadie puede negar la
necesidad de protección de los lugares públicos
contra
los actos de terrorismo, más aún
cuando los atentados coordinados del 13 de noviembre evidencian una falla grave
de los servicios de seguridad.
¿Debemos, por lo tanto, improvisar un nuevo
arsenal de restricciones a las libertades individuales cuando gran cantidad de
leyes “antiterroristas” no cesaron de sucederse y fueron a menudo endurecidas
incluso antes de aplicarse? El
actual clima de pánico y de escalada securitaria favorece, por otra parte, posturas muy inquietantes. Tal como la de encarcelar a los “sospechosos” de yihadismo o de radicalización, lo que equivaldría a confiarle a la
policía y a la administración el derecho de impartir justicia, incluyendo la
capacidad de decidir unilateralmente medidas privativas de la libertad.
Luego de una serie de crímenes premeditados que tuvieron como blanco lugares
de esparcimiento y sociabilización un viernes por la noche, la emoción de la
población francesa es comprensible.
Pero
los políticos tienen la responsabilidad de reflexionar acerca de las
motivaciones de sus adversarios y de las dinámicas que llevan a cabo antes de
alardear con la esperanza efímera de fortalecer su popularidad flaqueante.
Estamos
lejos de ello.
Traducción: Luciana Garbarino
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