El filósofo austriaco abrió las grandes líneas de pensamiento del siglo XX, pero estaba obsesionado con lo que excedía el ámbito de los sentidos
Josemaría Carabante
Además, su
figura posee el atractivo que siempre ejerce sobre nosotros, simples mortales,
el genio. De hecho, si se sondea en su biografía, se descubre que esta se halla
salpicada de anécdotas y leyendas que bien podrían haber protagonizado otros
individuos -de Tales hasta Gödel- que suscitan fascinación y compasión a partes
iguales.
Hijo de un
gran industrial austriaco, su familia estuvo condenada tanto a la agudeza
inteligente y el arte como a la tragedia. Uno tras otro, sus hermanos se
suicidaban. Se sabe que él también flirteó con la idea, pero no consumó sus
planes, a pesar de que vivió siempre en permanentes dudas sobre la verdad, la
identidad sexual y lo sobrenatural. Si se desea saber lo que es una vida
atormentada, es muy recomendable pasear por las páginas de sus diarios
secretos.
A él lo que
más le impactó fue la lectura de Tolstoi, que le abrió su mente demasiado
científica. Quizá su equilibro mental se viera perturbado por la incomprensión
de quienes le rodeaban. Así se ha recordado que, tras presentar el Tractatus
-su principal obra- como tesis doctoral, a sugerencia de G. E. Moore, contestó
al tribunal que probablemente nunca entenderían su contenido. Ese libro, agudo
como una buena solución matemática, contiene su propia crítica, pues
Wittgenstein creía que no había alcanzado su objetivo de explicar, desde la
ciencia, el todo.
La figura
de Wittgenstein posee el atractivo que siempre ejerce sobre nosotros, simples
mortales, el genio
Nunca se
podrá valorar suficientemente la figura de quien ha determinado, como muy
pocos, la filosofía del siglo XX. Y aún la de hoy. El logro de este pensador de
origen vienés es haber sido tan relevante con tan pocos libros en su haber. En
el primero, condena a las palabras y a nuestro más íntimo sentido al sostener
que no se puede hablar de aquello que excede el mundo de los hechos. No en
vano, el texto concluye con esa magnífica perogrullada según la cual de lo que
no se puede hablar, es mejor callarse.
Con esas
frases a veces enigmáticas y siempre concluyentes, numeradas sucesivamente, el
Tractatus, escrito cuando Wittgenstein apenas frisaba los treinta, fue el
objeto de culto de eminentes catedráticos y científicos, de Russell a Carnap.
Su
personalidad tan acusada le impidió acudir a las reuniones que los jueves
mantenía el Círculo de Viena y, a pesar de la insistencia de Schlick, tardó más
de dos años en concertar una cita con él. Lo curioso es que, con todo, la
corriente neopositivista se inspiró en Wittgenstein para arremeter contra todo
lo que rebasara el chato universo de los sentidos.
Eso era,
claro está, renegar de la filosofía. O más bien reducirla a esclava de la
ciencia, después de haber estado históricamente supeditada a la teología.
Wittgenstein era demasiado perspicaz, sin embargo, para darse cuenta de que las
regiones que no alcanza nuestra mirada son, efectivamente, poco proclives a la
certeza, pero de ellas depende el valor de nuestra existencia.
Más tarde, abandonó Cambridge y se dedicó a dar clase de matemáticas en pueblos recónditos, a niños que no estaban ni podía estar a la altura de su mente. A menudo tenía ataques de ira; un día, tras zarandear a un alumno que no entendía sus fórmulas, abandonó el aula y se marchó.
Wittgenstein
era perspicaz para darse cuenta de que las regiones que no alcanza nuestra
mirada son poco proclives a la certeza, pero de ellas depende el valor de
nuestra existencia
Por
entonces, ya le daba vueltas a otra idea: quizá el lenguaje no fuera un reflejo
exacto de lo que ocurre. Quizá su función no estuviera en describir. Quizá el
significado de los términos y enunciados procediera de su uso. Había
descubierto la dimensión pragmática del lenguaje.
Después
vino esa sugerencia según la cual debemos ahondar en cómo se emplea una palabra
para saber lo que quiere comunicarnos. Y lo de los juegos del lenguaje, un
descubrimiento del que ha bebido durante largos lustros la filosofía analítica.
Nadie puede
negar la trascendencia de las ideas del filósofo austriaco y sería simplista
criticarlas sin más. Su argumentación tiene fallas y, como siempre ocurre con
los filósofos creativos, se obsesionó demasiado con sus propias convicciones.
Sin esa terquedad, habrían existido pocos eventos luminosos en la historia.
Ahora bien, para un individuo de a pie, como somos nosotros, creo que la principal aportación de Wittgenstein es la que cabe concluirse de su actitud ante el misterio de la vida. Porque lo más importante y aleccionador de sus años de vida no fue su inteligencia visionaria -se cuenta que Keynes comentó, al toparse con él, que había conocido a Dios-. Lo que se deduce de sus textos es que la ciencia no es suficiente para responder a las preguntas más inquietantes. Todo lo contrario: el significado de todo está oculto, escondido tras esa cortina que el propio Wittgenstein llamó lo místico.
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