El ensayista alemán Rüdiger Safranski analiza las complejas relaciones entre vida y pensamiento, entre verdades
individuales o culturales y verdades
Por Ángel Vivas
Rudiger Safranski (Rottweil,
Alemania, 1945) es filósofo y escritor. Autor de biografías de Goethe,
Nietzsche, Heidegger o Schopenhauer, y de ensayos como Romanticismo. Una odisea
del espíritu alemán, El mal o Ser único. Un desafío existencial, traducidos a
más de veintiséis idiomas. Junto a Peter Sloterdijk, moderó durante años un
programa televisivo dedicado a la filosofía. Ha recibido numerosos premios.
Avance
En este libro de 1990
Safranski se plantea ya cuestiones a las que seguirá refiriéndose en títulos
posteriores: esencialmente, las relaciones entre pensamiento y vida, y cómo
estas se desarrollan conflictivamente en algunos «seres únicos» singularmente
filósofos y escritores, cuya acentuada conciencia de sí mismos los lleva a
«residir en lo extraño» y encajar mal en el mundo real. La locura de Nietzsche,
el suicidio de Heinrich von Kleist, la inadaptación de Kafka, el nazismo de
Heidegger, son ejemplos destacados. La cuestión es deslindar claramente lo que -quizá
inevitablemente, dada su singularidad- hay de irracional en el individuo de lo
que es política y convivencia. Es peligroso hacer política con las verdades de
los filósofos y los poetas, dice Safranski.
La cultura (individual) es
fantasiosa, creativa, metafísica, experimental, entusiástica y abismal, admite
lo trágico, la violencia y el sufrimiento, y no requiere de consenso ni de
utilidad. La política (colectiva), por el contrario, debe ser razonable,
objetiva, prosaica, pragmática y ha de estar al servicio de la sociedad y de la
vida. Saber vivir consistiría en mantener separados esos dos ámbitos; sentir la
intensidad de la vida sin renunciar a la arriesgada empresa de vivir en
sociedad.
Artículo
Conocido probablemente más por
sus biografías que por sus ensayos filosóficos, Rüdiger Safranski muestra una
notable coherencia en sus preocupaciones. En alguna ocasión ha dicho que lo que
une a los protagonistas de sus biografías (género en el que ha destacado, ocupándose
de nombres de primera fila como Goethe, Schiller, Heidegger, Nietzsche,
Schopenhauer o Hölderlin) es «cómo se produce el equilibrio entre pensamiento y
vida»; y su reciente ensayo Ser único. Un desafío existencial trata de una
serie de «seres únicos» de la cultura occidental. Pues bien, esas cuestiones
estaban ya presentes en ¿Cuánta verdad necesita el hombre?, ensayo de 1990, que
ahora se reedita en España. En él, Safranski se ocupa de las diferencias y del
necesario equilibrio entre pensamiento y vida; o, como dice su subtítulo: lo
que se puede pensar y lo que se puede vivir. Recoge, por ejemplo, una cita de
Gottfried Benn: «lo que vive es otra cosa que lo que piensa, este es un hecho
fundamental de nuestra existencia que tenemos que aceptar»; y él mismo afirma
que «saber vivir consistiría en ser capaz de mantener una separación entre lo
pensable y lo vivible».
En cuanto a los «seres
únicos», este trabajo se ocupa también de algunos. Destacadamente, de Rousseau
(que también estaba en Ser único), Heinrich von Kleist, Nietzsche y Kafka,
además de otros como Heidegger, incluso Hitler y Goebbels. Todos ilustran el
citado (des)equilibrio entre pensamiento y vida; o, como dice uno de sus
capítulos, la contraposición entre la verdad del yo y el resto del mundo, que
no otro es el «desafío existencial» que trata en el libro de ese título.
Así, Rousseau, Kleist y
Nietzsche se abstrajeron del mundo de los otros y se encerraron en el mundo que
ellos mismos habían creado. «Quieren ser su propia obra y ello les impide
seguir perteneciendo a este mundo», dice Safranski. Los tres «se apropian de sí
mismos cayendo dentro de sí mismos, hasta el punto de poder despojarse del
mundo de manera apacible y elegíaca o muy violenta, según el caso». «Y lo que
hace que el destino de estos tres hombres resulte fascinante es que en ellos el
espíritu de autoinversión se torna existencial, es decir, que no se limita a
correr paralelo a la vida como mera posibilidad de la imaginación, sino que la
somete. Lo pensable se vuelve destino para la vida». Es, según la expresión de
Nietzsche, un «parirse a sí mismos». «No quieren deberle nada al mundo, ya que
este no es fiable, sino solo a sí mismos». No se sienten de este mundo y se
retiran de él.
Nietzsche, en concreto, «quiso
encontrar la vida con ayuda del pensamiento, y lo que halló fue un pensamiento
aniquilador de la vida». Su defensa de lo dionisiaco le hace llevar al extremo
la antítesis de vida y conocimiento, convencido de que donde el conocimiento se
impone como impulso vital, la vida pierde su pujanza y su profundidad, de que,
«si se pretende ser uno con la vida, hay que soltar el lastre de querer
conocerlo todo». Su contradicción era, como señala Safranski, estar corroído
por el conocimiento, poseído por la curiosidad teórica.
El jugoso capítulo dedicado a
Kafka y su proceder literario («en el que las historias más sencillas abren un
abismo de posibilidades interpretativas… un fragmento minúsculo de realidad ya
encierra para él una inagotable plétora de posibilidades interpretativas»)
tiene un título suficientemente elocuente: Kafka o el arte de residir en lo
extraño.
En cuanto a Heidegger, al
abrazar el nazismo, doctrina en la que cree ver «la disolución de la diferencia
entre lo pensable y lo vivible», muestra a su modo el peligro de no separar
ambos ámbitos. Porque la verdad, «siempre que toma el poder, se torna
amenazante».
Más de dos mil años de
metafísica
El libro de Safranski -que
tiene una continuidad de fondo, pero una cierta heterogeneidad entre sus
distintos capítulos (¿estamos ante una recopilación de trabajos dispersos?)-
procede a un recorrido a vista de pájaro por más de dos mil años de metafísica,
en el que ofrece una suerte de premisa para entender a esos «seres únicos»
enfrentados al mundo: «Existe la metafísica porque la física de la vida
conlleva dolor, miedo y muerte. La metafísica explica la realidad en la que
sufrimos como superficie, como apariencia, y propone echar un vistazo al fondo,
a la esencia de lo real». En otras palabras, «los hombres encontraron o, si se
quiere, inventaron la metafísica por temor a un mundo incierto plagado de
guerras, catástrofes naturales y muerte”.
Ese recorrido, que pasa por
los griegos, el cristianismo y la metafísica medieval, el racionalismo de
Descartes, la crítica de Kant, el idealismo alemán y el vitalismo, culmina en
el antimetafísico Freud, que mina la fe en la cultura y para quien «el
propósito de que el hombre sea feliz no está contemplado en el plan de la
creación». Pero el propio Hitler tiene una concepción del mundo que, aunque
bárbara, constituye una metafísica, «metafísica que cobra realidad
convirtiéndose en crimen monstruoso».
«Las imágenes del mundo de los
dos grandes totalitarismos de nuestro siglo se instalan en una tradición
metafísica que pervierten atrozmente. Son imágenes metafísicas porque se
arrogan la posibilidad de captar en su totalidad la verdadera esencia de la
naturaleza y de la historia. Son sistemas metafísicos porque aspiran nada menos
que a una comprensión de lo que el mundo guarda en lo más profundo». La promesa
de la metafísica totalitaria reza así: «El conocimiento de la ley histórica
tiene que ir acompañado de su realización, solo así puede la realidad liberar
su verdadera esencia», escribe Safranski.
¿Qué tiene todo esto que ver
con la verdad que aparece en el título (tomado de Nietzsche)? Nuestro anhelo de
verdad, dice el autor, no es sino la búsqueda de algo que nos ayude a
orientarnos en la realidad; quien pregunta por la verdad quiere familiarizarse
con el difícil terreno de la vida, y tiene como meta, manifiesta o secreta,
cierta coincidencia entre él mismo y su mundo. Las expectativas vinculadas a la
verdad pueden resumirse en que la verdad nos hará libres. Nuestra verdad es
nuestra verdadera naturaleza y la buscamos como si se encontrara oculta en
nosotros mismos; el psicoanálisis es un ejemplo claro. Y si creemos en una
verdad independiente de nosotros mismos es por el miedo a la libertad.
«El miedo a la libertad ha
generado un amplio repertorio de formas de pensamiento destinadas a ocultar el
abismo de la libertad… Deseamos ser libres para hacer lo que queramos, para dar
vía libre a la satisfacción de nuestras necesidades, más cuando las cosas
empiezan a torcerse, cuando hay que cargar con las consecuencias, llega la hora
de los discursos que niegan la libertad». El individuo, por distinto y por más
complejo, no coincide con la verdad que pretende representar al común de los
hombres. Popper ha señalado cómo algunos tipos de misticismo han trasladado a
otro dominio el sentimiento de irracionalidad propio de la singularidad del
individuo y de las relaciones entre individuos, el dominio de los conceptos
generales y abstractos, como el alma del pueblo, la conciencia de clase o la
ley de la historia, «todos esos grandes modelos de verdad en los que huyendo de
la propia libertad quisiéramos desaparecer».
Contra esos peligros, el autor
se muestra contundente en las últimas páginas del libro: «Si se quiere evitar
la violencia en el proceso de socialización de las ideas no hay más remedio que
renunciar a universalizar las verdades concretas e individuales; los proyectos,
las invenciones, las creaciones de los filósofos y de los poetas, por su alto
grado de singularidad, difícilmente son susceptibles de semejante
socialización, aun cuando ellos las hayan experimentado en sí mismos. Así lo
prueban los ejemplos de Rousseau, Kleist, Nietzsche, Benn o Heidegger. La
historia, especialmente la de Alemania, nos enseña lo peligroso que puede
llegar a ser hacer política con las verdades de los filósofos y los poetas;
verdades como las del platonismo, las de la metafísica, las del romanticismo,
las de Hegel, Nietzsche o Spengler, trasladadas a la política, han ocasionado
estragos».
A favor de una política
insípida
«Son necesarias en política,
por el contrario -sostiene Safranski-, las ideas que, dicho filosóficamente, se
ciñan a lo trascendental para la convivencia, es decir, que se refieran
exclusivamente a las condiciones de posibilidad de una convivencia libre y
pacífica. Se trata de universales que hacen abstracción de todas las verdades
concretas elegidas o inventadas por el individuo para confeccionar su propia
vida». «Lo que necesitamos es una política de verdades insípidas; una política
que no ambicione dar sentido a la existencia; una política sin alma… una
política que permita al individuo buscar su verdad sin el pathos de una
filosofía de la historia ni el trémolo de una visión del mundo. Una política
que en virtud de esa parquedad tan útil para la vida pueda llegar a resultar
aburrida».
«La política –añade– es la
negociación del restablecimiento de la paz en el campo de batalla de las
verdades, restablecimiento que no puede ser guiado por ninguna verdad
trascendente salvo por aquella que garantice unas condiciones de vida dignas
para el hombre. Su contribución capital ha de ser la vigilancia del respeto a
las reglas del juego que permiten a cada uno descubrir o incluso inventar su
verdad vital».
«Deberíamos ser tan libres
como para poder vivir simultáneamente en dos mundos y poder dar validez a dos
ámbitos de verdad separados. El primer ámbito es, llamémosle así para
simplificar, el cultural. En él se inscriben las invenciones y creaciones
individuales, así como las interpretaciones del mundo y los grandes proyectos
cósmicos… Dicho ámbito es fantasioso, creativo, metafísico, experimental,
entusiástico y abismal… No ha de someterse a consenso ni ser útil para la
sociedad, ni siquiera tiene que estar al servicio de la vida. Puede incluso
consistir en el deseo de muerte» (el ejemplo aquí es el de Heinrich von
Kleist). «El otro ámbito de verdad incorpora el reconocimiento de la
insuperable alteridad del otro y el respeto por su libertad, por lo que puede
denominarse político. Este ámbito de verdad ha de someterse a consenso, debe
ser razonable, objetivo, prosaico, pragmático y ha de estar al servicio de la
sociedad y de la vida».
«La cultura puede lanzarse en
busca de lo trágico, del sufrimiento más intenso; la política debe, por contra,
partir del principio de eliminación o atenuación del dolor. En la cultura a
menudo entra en escena el deseo de violencia; en política la violencia debe ser
evacuada; la cultura no aspira a la paz sino a la pasión, por el contrario,
para la política la paz es un deber; la cultura anhela amor y salvación, la
política se preocupa, en cambio, por la justicia y el bienestar».
«Necesitamos las verdades
intrépidas de la cultura a la par que las frías y útiles verdades de la
política. De no mantener separadas ambas esferas corremos el peligro de padecer
una política intrépida o una cultura insípida o, en el peor de los casos,
ambas».
«Ambas verdades, la cultural y
la política, deben permanecer separadas… Vivir en dos mundos con distintos
ámbitos de verdad; sentir la intensidad de la vida sin renunciar a la
arriesgada empresa de vivir en sociedad. En eso consistiría saber vivir».
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