No hay mal menor
Por Antonio Caballero
Desde
Inglaterra hasta Filipinas y desde Islandia hasta la Argentina las mujeres
gobernantes han demostrado ser tan dañinas como los hombres.
Por corrección política muchos
opinadores pretenden negar la realidad: el pueblo norteamericano es sensato
-dicen-; no va a elegir presidente a un payaso como Donald Trump. Pero ahí va
Trump, surfeando en la cresta de la ola. Ya derrotó a sus 16
rivales republicanos y los sacó de la competencia. Esas cosas pasan.
Tampoco
cabía esperar hace 85 años que el pueblo alemán cometiera la insensatez de
elegir a Adolf Hitler, pero así sucedió.
Los
que no conocen la historia están condenados a repetirla, sentenció Santayana en
su frase famosa (¿alguien recuerda alguna otra frase de Santayana?). Frase que
habría que redondear diciendo: y los que sí la conocen, también.
Porque
también Hitler parecía un payaso: más payaso aún que la caricatura que Chaplin
hizo de él en su película El gran dictador. Usaba un peinado de
semimechón pegado sobre la frente, más ridículo aún que el pastel lacado y
dorado que usa Trump, y un bigotito de fiesta de disfraces. Trump es gritón,
agresivo, machista, racista, como era Hitler; y parece estar diciendo lo que
cree, que es lo que cree también el pueblo norteamericano (como lo creía el
alemán): cree que es un pueblo superior, predestinado a dominar el mundo
entero. Como Hitler, Trump seduce apelando al instinto más bajo de su pueblo,
que es el ansia de poder sobre los demás. Hitler prometía devolverle a Alemania
su grandeza. Trump hace lo mismo desde la divisa que campea en su cachucha de
béisbol: Make America Great Again.
Con
todas estas semejanzas, sin embargo, Trump no es Hitler, claro está. Porque no
tiene, como tuvo este, un monolítico partido de bandidos detrás. El Partido
Republicano es solo una dispersa maquinaria electoral, no una monolítica
maquinaria de muerte como era el partido nazi. Trump se parece más a un
personaje como Ronald Reagan. También era algo ridículo su peinado de copete
engominado, también él usaba la frase de devolverle su grandeza a los Estados
Unidos, también él quería someter al mundo entero con su insensata “Guerra de
las Galaxias” (Iniciativa de Defensa Estratégica). Y derrotó arrolladoramente
al sensato y pacifista Jimmy Carter, y fue reelegido con una incontenible
marejada de votos que premiaron su política de matoneo internacional -la
invasión de la islita caribeña de Grenada, la ayuda ilegal (prohibida por el
propio Congreso) a los “Contras” de Nicaragua financiados por la
CIA con dineros del tráfico de drogas, el bombardeo de Libia–; y su política
económica –la reducción de los impuestos a los ricos, la liberación de controles
a los bancos, el recorte de los gastos sociales, la multiplicación del gasto
militar–, que en su momento se llamó “revolución conservadora”. Todavía hoy
muchos norteamericanos consideran a Reagan, con Abraham Lincoln, el mejor
presidente de su historia. Porque piensan que su política neoliberal, que
concentró la riqueza, es la respuesta adecuada al comunismo; y porque creen que
“ganó” la Guerra Fría contra el “Imperio del Mal”, como bautizó a la Unión
Soviética, simplemente porque le cupo en suerte ser el presidente de los
Estados Unidos en los momentos en que el régimen soviético se hundía por su
propio peso.
Reagan
fue, pues, catastrófico, pero amado por su pueblo. Como lo será Trump si
resulta triunfador en noviembre. Pero con Reagan no pasó nada. Y tampoco pasará
nada con Trump.
Lo
peor del asunto es que la probable contendora de Trump, Hillary Clinton, es una
posible presidenta tan mala como Trump. Este dice que la mejor carta de Hillary
es que es mujer (lo cual es casi cierto: su mejor carta es que su rival es
Trump), y que no tendría votos si, con su mismo discurso y su mismo historial,
fuera hombre. No le falta razón. Aunque tampoco es que lo femenino, sexo o
género, sea una buena recomendación en materia de gobierno: desde Inglaterra
hasta las Filipinas y desde Islandia hasta la Argentina las mujeres gobernantes
han demostrado ser tan dañinas como los hombres. Por lo demás, tampoco es que
la diferencia entre el uno y la otra sea mucha: Clinton es tan conservadora
como Trump, tan guerrerista como Trump, tan gritona como Trump, tan ególatra
como Trump, tan pelipintada como Trump. Y es además, o parece, más mentirosa
que Trump: no da la impresión de ser sincera ni siquiera cuando dice que es
mujer.
Queda
un agridulce consuelo: que el poder real de un presidente de los Estados Unidos
es bastante relativo. El Imperio navega por sí solo, sin necesidad de timonel:
por su propia inercia. La más reciente demostración de esa debilidad
presidencial la acabamos de ver en la firma que a regañadientes le acaba de
poner Barack Obama a una ley imperial votada hace dos años por el Congreso, por
la cual se da una especie de patente de corso a los fiscales norteamericanos
para que “ataquen de raíz” el problema de las drogas ilegales persiguiendo a
sus fabricantes en cualquier lugar del mundo, así no las exporten al territorio
de los Estados Unidos. No es una ley de Obama, ni del Congreso: es una ley de
la DEA. Como la Guerra de las Galaxias de Reagan era una iniciativa del
Pentágono y del llamado “complejo militar-industrial” (o tal vez de Hollywood,
cuyo mejor negocio son las películas al respecto). Y como la invasión de Irak
de Bush fue una idea de la CIA y de los petroleros. Y como la política
económica, sea la de Trump o la de Hillary, es la de los poderes financieros de
Wall Street, tal como lo viene denunciando el candidato Bernie Sanders en su
quijotada contra los poderosos molinos de viento.
Pero
tal vez, al fin y al cabo, no vaya a ser el pueblo norteamericano tan insensato
como parece: informan las encuestas que seis de cada diez ciudadanos no quieren
votar ni por Clinton ni por Trump. Y Sanders y sus sanchopanzas se niegan a
retirarse de la lucha.
http://www.semana.com/opinion/articulo/antonio-caballero-hillary-clinton-podria-ser-tan-mala-presidente-como-trump/474436
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