viernes, mayo 15, 2015

Corea del  Norte: la sucesión y sus  precedentes

La dinastía Kim o los tres cuerpos del rey                    Por Bruce Cumings*


El Grupo de los Seis: Estados Unidos, Japón, Corea del Sur, China, Rusia y Corea del Norte, retomó las negociaciones interrumpidas tras la muerte de Kim Jong-il para alcanzar la desnuclearización de Corea del Norte. Mientras, el nuevo “querido líder”, Kim Jon-un, multiplica las apariciones públicas ante las distintas ramas de las      Fuerzas Armadas.

Estaba en Singapur el día de la muerte de Kim Jong-il, el pasado 17 de diciembre, y por suerte me encontraba a una buena distancia del bullicio de los “expertos” estadounidenses. En las columnas de The New York Times, un ex asesor del presidente George W. Bush no vacilaba en pronosticar el “fin de Corea del Norte, tal como la conocemos. […] El régimen será incapaz de mantener la unidad”, ya que el hijo, inexperto, no da la talla para enfrentar a los octogenarios caciques del Ejército (1). Algunos observadores evocaban un posible golpe de Estado; otros, en cambio, apostaban a un endurecimiento del régimen que, desde su entrada en escena, orquestaría Kim Jong-un para imponerse frente a los militares; estaban también aquellos que elaboraban el argumento de un desmoronamiento del país que obligaría a los soldados estadounidenses estacionados en la base japonesa de Okinawa a intervenir para recuperar las armas nucleares antes de que desaparecieran…

Tras el ataque cerebral que sufrió el ex presidente norcoreano en agosto de 2008, el mayor temor de Washington, varias veces expresado por la secretaria de Estado Hillary Clinton, sigue siendo el de una lucha en la cumbre del poder. El modelo parece ser el de la Unión Soviética a la muerte de Josef Stalin o el de China tras Mao Zedong. Cada cual quiere ignorar lo que sucedió en 1994 tras la muerte de Kim Il-sung: nada.

El rostro del país         

Mi primera visita a la República Popular Democrática de Corea (RPDC) data de 1981. Había llegado desde Pekín con la intención de volver a salir atravesando la Unión Soviética a bordo del Transiberiano. En ese entonces las autoridades consulares habían exigido que la embajada soviética en Pyongyang me otorgara una visa. En cuanto llegué a las oficinas, un consejero, con toda seguridad un agente de la KGB, me invitó amablemente a saborear un coñac y a explicarle las razones de mi estadía en Corea. De inmediato me preguntó mi opinión sobre Kim Jong-il, quien acababa de ser designado oficialmente sucesor de su padre en el Sexto Congreso del Partido Comunista, en 1980.


Respondí que me parecía más bien insulso, algo gordo y de apariencia vulgar. “¡Oh!, ustedes, los estadounidenses -me replicó-, siempre tan apegados a la personalidad. No se dan cuenta de que, detrás de él, hay un bloque burocrático constituido de gente cuyo ascenso o caída es indisociable al ascenso o caída del sistema. Verdaderamente saben lo que hacen”, agregó, antes de aconsejarme “volver en 2020, para ver a su hijo en el poder”.

Ésa fue la predicción más justa que he escuchado jamás sobre el destino de este extraño Estado a la vez comunista y dinástico; aun cuando Kim Jong-il murió a los 69 años, lo que precipitó en algunos años el proceso de sucesión. El pueblo norcoreano conoció un milenio de monarquía y un siglo de dictadura: primero la de la era colonial japonesa (de 1910 a 1945), que obligaba a los coreanos a venerar al Emperador; luego el dominio de la familia Kim, que lleva sesenta y seis años. El 8 de enero de 2012, día del cumpleaños de Kim Jong-un (el año exacto de su nacimiento, 1983 o 1984, sigue siendo un misterio), la televisión nacional difundió un documental de una hora adornando al muchacho con todas las virtudes. Allí, el nieto de Kim Il-sung era comparado con cada uno de los lugares y monumentos simbólicos que visitara su ilustre abuelo, y particularmente con la “montaña de cabeza blanca”.

Esta larga cadena volcánica en la frontera con China, crisol de la identidad norcoreana, fue el teatro de la guerrilla liderada por Kim Il-sung contra los japoneses en la década de 1930 y el lugar de nacimiento oficial de Kim Jong-il, en 1942. El documental también destacaba el lenguaje corporal de Jong-un. Alto y fuerte, el joven aparecía sonriente, estrechando manos, adoptando ya la postura del hombre político: una persona común perfectamente cómoda en su rol de “querido líder”. Ya había sido borrada la imagen de su padre, austero, autoritario y cínico, envarado en un anorak de esquí, la mirada oculta tras enormes anteojos de sol. Aún más destacable: el documental insistía en que los rasgos y el porte del joven se parecían a los de su abuelo cuando éste accedió al poder, a fines de los años 1940; exhumaba fotos que mostraban idénticos cortes de cabello. Como si el nieto fuera el heredero directo del inalterado patrimonio genético del abuelo.   

La cultura norcoreana -tanto su poesía como su literatura- está impregnada de todo lo que se refiere al ceremonial, a los rituales, a las tradiciones, e incluso a los chismes en torno a las familias reales, particularmente sobre la cuestión del sucesor del rey. Muchos accedieron al poder siendo muy jóvenes. El rey más ilustre, Sejong (1397-1450), quien impuso el alfabeto nacional coreano (el hangul), apenas tenía 21 años cuando ocupó el trono, asistido por su padre. Como Jong-un, Sejong era el tercer hijo: el mayor había sido desterrado de Seúl por su grosería, y el menor se había convertido en monje budista. De la misma manera, en 2001, Kim Jong-nam, el primogénito de Kim Jong-il, avergonzó seriamente al régimen cuando fue descubierto intentando ingresar a Japón con una identidad falsa (para visitar Disneylandia, se dice). Después prefirió instalarse en Macao, capital mundial del juego. Nada se sabe de su hermano menor, que por otra parte no estuvo presente en los funerales de su padre.

Entre los numerosos prejuicios que circulan a propósito de los asiáticos, está aquel que dice que detestan “perder prestigio”. Los términos de “dignidad” u “honor” serían más apropiados. A ojos de los norcoreanos, el rostro del líder refleja el prestigio de la Nación. En 1981, apenas salimos del aeropuerto, cuando pasábamos delante de inmensos retratos de Kim Il-sung, mi guía me había prevenido de manera amistosa: “Por favor, no insulte a nuestro líder” (cosa que no tenía intención de hacer, pues de ninguna manera deseaba comprometer mi salida del territorio).

La doctrina en vigor, antes como ahora, es el Juch’e, o chuch’e, un concepto que implica poner a Corea por delante de cualquier otra cosa en su espíritu. Según el intelectual coreano Gari Ledyard, el vocablo “e”, unido a “kukch”, “la nación”, era utilizado en el discurso clásico para evocar el rostro del país, su dignidad.

“El kukch’e -escribió- puede ser herido, avergonzado, molestado, insultado, manchado. Los miembros de la sociedad deben comportarse de manera apropiada, para que al fin de cuentas el kukch’e [la dignidad] no se pierda.” En estas palabras resuenan valores profundamente arraigados en el inconsciente colectivo norcoreano. Cualquiera que haya visitado este país ha podido verificar su vigencia, incluso si demasiado a menudo se traducen en un desmesurado orgullo o en monumentos grandilocuentes. Pero ello surge también de la voluntad de afirmar la dignidad nacional que se perpetúa.          

Un pasado ideal

El penúltimo rey de Corea, Kojong, apenas tenía 11 años cuando accedió al trono, en 1863. Hasta su mayoría de edad, fue guiado por su padre, Taewon’gun. Durante su regencia, el padre había reavivado el neoconfucianismo, la ideología dominante en ese entonces, y adoptado una política de estricto aislamiento frente a los apetitos de los diferentes imperios que golpeaban a su puerta. Libró batalla al mismo tiempo contra Francia (1866) y contra Estados Unidos (1871), antes de rechazar dos años después el intento de invasión de Japón, a comienzos de la era Meiji.

Fue la época más emblemática del “Reino Ermitaño”, y aquella durante la cual la ideología del kukch’e tuvo mayor vigor. Las cosas cambiaron cuando Kojong alcanzó la edad de gobernar. Se dedicó a reformar y modernizar Corea, firmó “tratados desiguales” que abrieron el país al comercio e intentó utilizar a las grandes potencias unas contra otras. El sistema funcionó durante un cuarto de siglo, antes de provocar la pérdida de la soberanía, en 1910.

En el Museo de la Revolución de Pyongyang, en cuya puerta se alza una estatua de Kim Il-sung de dieciocho metros de altura, los visitantes pueden asistir a sesiones de loas a Taewon’gun, descubrir estelas de piedra que simbolizan la muralla contra los bárbaros extranjeros, e incluso escuchar el edificante relato de las victorias coreanas contra los franceses y los estadounidenses.

En los funerales de Kim Jong-il, se pudo ver a su cuñado, Chang Song-t’ack, de 55 años, durante mucho tiempo a la cabeza de los servicios secretos, marchar detrás de Kim Jong-un. Lo seguía Kim Ki-nam, hoy mayor de 80 años, que fuera un allegado de Kim Il-sung. Así, tres generaciones marchaban solemnes al lado del Lincoln Continental de colección, adornado con el escudo de armas de la familia, que transportaba los despojos mortales hacia su última morada. Del otro lado de la limusina se erguían los jefes de los Estados Mayores de la cuarta potencia militar del mundo.

A la muerte de Kim Il-sung se había seguido el mismo ritual. Ya en esa época los expertos y los órganos oficiales se habían prodigado en conjeturas. Newsweek había titulado “The Headless Beast” (“la bestia sin cabeza”)
(2). El comandante de las fuerzas estadounidenses en Corea del Sur no había dejado de repetir que bien pronto Corea del Norte iba a “implosionar o explotar”. A fines de los años 1990, la inminente caída del régimen era el leitmotiv de la Central Intelligence Agency (CIA). Casi dos décadas más tarde, la República Popular Democrática de Corea (RPDC) sigue existiendo. Dentro de algunos años, su longevidad igualará a la del régimen de la Unión Soviética. Poco antes de la muerte de Kim Jong-il, un académico estadounidense ofreció una conferencia para afirmar que, a su muerte, la multitud se alzaría para derrocar el sistema: la profecía no se cumplió. En una especie de histeria colectiva, muchedumbres acongojadas se amontonaron en las calles para llorar a su líder, tal como se habían reunido en 1919 en las exequias del rey Kojong, culminación de un levantamiento nacional contra la ley colonial japonesa.

Tras la muerte de su padre, Kim Jong-il se retiró de la vida pública, dejando el campo libre a rumores de luchas de poder. Sin embargo, había actuado como cualquier delfín designado debía hacerlo en el Antiguo Régimen, prolongando tres años el duelo por su padre. En 1998, cuando se celebraba el cincuentenario de la creación de la
RPDC, Kim Jong-il apareció en plena posesión de sus poderes y listo para asumir la conducción del país. Por otra parte, con el fin de inmortalizar el acontecimiento, Corea del Norte había elegido ese día para lanzar su primer misil de largo alcance.

El Presidente acostumbraba decir que el comunismo había fracasado en Occidente debido al empobrecimiento y a la erosión de su pureza ideológica; por su parte, Corea del Norte puso a Karl Marx patas para arriba -o restableció a Hegel- concluyendo que “la idea determina todo”: una fórmula que hubiera complacido a los escribas neoconfucionistas de Taewon.

¿Respetará también Kim Jong-un un largo período de duelo antes de asumir sus funciones? Parece que no tomará ese camino. Ya realizó muchas apariciones públicas, en especial en ocasión de visitas a bases militares. Por cierto, tiene interés en mantener un bajo perfil para adquirir experiencia y dejar las riendas del poder en manos de los viejos guardianes del régimen. Este año habrá elecciones presidenciales tanto en Estados Unidos como en Corea del Sur, donde no puede volver a presentarse el presidente saliente, Lee Miung-bak, odiado por el Norte por su extrema dureza. En China, Hu Jintao dejará el poder dentro de poco, y en Rusia no está asegurada la elección de Vladimir Putin. En ese contexto de redistribución de roles, parece prudente tomarse su tiempo. Mientras tanto, con Kim Jong-un el poder busca imponer a los ojos de la población un rostro del régimen mucho más agradable que el de su padre.

Una vez más, mi interlocutor soviético tenía razón: me equivocaba al atribuir demasiada importancia a la apariencia física. Poco importa a qué se parece: el rey no puede equivocarse. Incluso puede, según cuenta la leyenda construida en torno a Kim Jong-il, alcanzar varios hoyos de un solo swing en su primer recorrido de golf. En su célebre ensayo Los dos cuerpos del rey, Ernst Kantorowicz escribía que había dos reyes: el primero, un hombre común con sus fragilidades, confrontado a todas las contingencias humanas, investido del cargo real; y el segundo, que, en su eterna perfección, encarna a la monarquía
(3).

Así, los norcoreanos hicieron del difunto Kim Il-sung un presidente para la eternidad, libre de cualquier imperfección. El mausoleo erigido a su gloria es el edificio más imponente del país. El rostro de Jong-un, tan parecido al suyo, ¿sabrá hacer olvidar en poco tiempo los diecisiete años del reino de Kim Jong-il, marcados por innumerables epidemias, inundaciones, sequías, el completo hundimiento de la economía y hambrunas que causaron miles de muertos? El fallecido líder cuenta en su activo con una sola realización, tan singular como discutible: la adquisición de armas nucleares.

El hombre está hecho de esta manera: conscientemente o no, está en búsqueda de un pasado ideal. Kim Jong-un aún no tiene 30 años, pero si mi interlocutor soviético tenía razón también sobre este punto, podemos prepararnos desde ahora para seguir viendo su rostro durante largos años.

1. Victor Cha, “China’s Newest Province”, The New York Times, 19-12-11.
2. 18 de julio de 1994; algunos días después de la muerte de Kim Il-sung.
3. Ernst Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval,
Alianza, Madrid, 1989.
* Director del Departamento de Historia en la U. de Chicago. Autor de The Korean War: A History, Random House, Nueva York, 2010.                     
                                                                                                                  Traducción: Teresa Garufi





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