El crepúsculo del euro
Paul
Krugman analiza la profunda depresión económica que atraviesa el mundo
desarrollado
"¡Acabad
ya con esta crisis!"
Durante
los últimos años, comparar la evolución económica de Europa y la de EU se
asemejaba a una carrera de cojos contra rengos; o, si lo prefieren de otro
modo, una competición sobre quién puede pifiarla más a la hora de dar una
respuesta a la crisis. Mientras escribo estas páginas, Europa parece llevar un
pie de ventaja en la carrera hacia el desastre; pero démosle tiempo.
Si
esto les parece despiadado, o suena a regodeo[1]
desde EU, permítanme ser más claro: las dificultades económicas que está
sufriendo Europa son indudablemente terribles, y no solo por el sufrimiento que
provocan, sino también por sus implicaciones políticas. Durante unos 60 años,
Europa se ha entregado a un noble experimento: un intento de reformar, mediante
la integración económica, un continente azotado por la guerra, para situarlo de
forma permanente en el camino de la paz y de la democracia. Al mundo entero le
interesa que el experimento sea un éxito y el mundo entero padecerá si fracasa.
El
experimento comenzó en 1951, con la creación de la Comunidad Europea del Carbón
y del Acero (CECA). El nombre es prosaico, pero se trataba de un intento de muy
nobles ideales, concebido para que la guerra resultara imposible en Europa. Al
establecer el libre comercio en, vaya, el carbón y el acero -esto es, se
eliminaron todos los aranceles y restricciones que gravaban los envíos
económicos transfronterizos, de modo que las acerías pudieran comprar carbón al
productor más cercano, aunque estuviera al otro lado de la frontera-, el pacto
generaba beneficios económicos. Pero, al mismo tiempo, se garantizaba que las
acerías francesas dependieran del carbón alemán, y viceversa; se esperaba que,
a Eurodämmerung sí, cualquier futura
hostilidad entre los países fuera tan tremendamente perjudicial que resultara
impensable.
La
CECA fue un gran éxito y sirvió de modelo para una serie de medidas similares.
En 1957, seis países europeos fundaron la Comunidad Económica Europea, una
unión aduanera con libre comercio entre sus miembros y aranceles comunes
sobre las importaciones del exterior. En los años setenta, se unieron al grupo
Reino Unido, Irlanda y Dinamarca; mientras tanto, la Comunidad Europea iba
ampliando su papel, prestando ayuda a las regiones más pobres y fomentando los
Gobiernos democráticos por toda Europa. A lo largo de los años ochenta, Grecia,
España y Portugal, liberadas ya de sus dictadores, recibieron como recompensa
la incorporación a la comunidad; y los países de Europa estrecharon sus lazos
económicos armonizando las regulaciones económicas, eliminando puestos
fronterizos y garantizando la libre circulación de sus trabajadores.
En
cada estadio, los beneficios económicos derivados de una integración más
profunda avanzaban parejos con un nivel cada vez más estrecho de integración
política. Las políticas económicas nunca trataron solo de economía; siempre
intentaban promocionar, además, la unidad europea. Por ejemplo, la utilidad
económica del libre comercio entre España y Francia era igual de obvia durante
el mandato de Franco que tras su muerte (y los problemas que supuso la entrada
de España fueron tan reales tras su muerte como lo habrían sido antes), pero
añadir al proyecto europeo una España democrática era un objetivo que valía la
pena, y el libre comercio con un dictador, en cambio, no lo era. Y esto
contribuye a explicar lo que ahora parece un error fatídico: la decisión de
pasar a una moneda común. Las élites europeas estaban tan embelesadas con la
idea de crear un poderoso símbolo de unidad que exageraron los beneficios de
una moneda única e hicieron caso omiso de las advertencias al respecto de un
inconveniente importante.
El
problema de la moneda - única.
Existen, por supuesto, costes reales derivados del uso de varias monedas; costes que pueden evitarse si se adopta una moneda común. Los negocios entre dos países fronterizos son más caros si hay que cambiar divisas, tener a mano distintas monedas o mantener cuentas bancarias multidivisa. Los posibles tipos de cambio introducen incertidumbre; la planificación se complica y la contabilidad es más confusa cuando los ingresos y los gastos no están siempre en las mismas unidades. Cuantos más negocios haga una unidad política con sus vecinos, más problemático será que tenga una moneda independiente; es la razón que explica por qué sería una mala idea que Brooklyn, por decir algo, contase con su dólar propio, como sí hace Canadá.
Existen, por supuesto, costes reales derivados del uso de varias monedas; costes que pueden evitarse si se adopta una moneda común. Los negocios entre dos países fronterizos son más caros si hay que cambiar divisas, tener a mano distintas monedas o mantener cuentas bancarias multidivisa. Los posibles tipos de cambio introducen incertidumbre; la planificación se complica y la contabilidad es más confusa cuando los ingresos y los gastos no están siempre en las mismas unidades. Cuantos más negocios haga una unidad política con sus vecinos, más problemático será que tenga una moneda independiente; es la razón que explica por qué sería una mala idea que Brooklyn, por decir algo, contase con su dólar propio, como sí hace Canadá.
La
decisión de adoptar una moneda común parece ahora un error fatídico. Pero tener
moneda propia también supone algunas ventajas nada desdeñables; la más conocida
es cómo la devaluación –reducir el valor de la propia moneda en relación con
las otras- puede, en ocasiones, facilitar el proceso de ajuste posterior a una
crisis económica.
Situémonos
ante el siguiente ejemplo, nada hipotético: España ha vivido buena parte de la
última década fortalecida por un gigantesco auge inmobiliario, financiado por
grandes entradas de capital proveniente de Alemania. Este auge ha alimentado la
inflación y ha hecho subir los sueldos españoles en relación con los de
Alemania. Pero, al final, resulta que el auge estaba hinchado por una burbuja
que ahora ha estallado. Ahora, España tiene que reorientar su economía, dejando
a un lado la construcción y volviendo otra vez a la industria. En este punto,
sin embargo, la industria española no es competitiva, porque los sueldos
españoles son demasiado altos comparados con los alemanes. ¿Cómo puede
recuperar España su competitividad?
Una
forma sería convencer a los trabajadores españoles de que acepten sueldos
inferiores (o exigirles que lo hagan). Es la única vía real de la que disponer
si España y Alemania comparten moneda, o si, como consecuencia de una directriz
política no modificable, la moneda española se ha fijado frente a la moneda
alemana. Pero si España tiene su propia moneda, y está dispuesta a dejarla
caer, para conservar sus sueldos le basta con devaluar la moneda. Si pasamos de
80 pesetas por marco alemán a 100 pesetas por marco, aunque los sueldos
españoles en pesetas no cambien, habremos reducido de golpe los sueldos
españoles un 20% en relación con los alemanes.
¿Por
qué tiene que ser más fácil así que si negociamos una bajada de sueldos? La
mejor explicación la ofrece Milton Friedman -ni más ni menos-, quien defendió
los tipos de cambio flexibles en un artículo clásico de 1953 (The case for flexible exchange
rates, en Essays in Positive Economics).
Decía Friedman:
La
defensa de los tipos de cambio flexibles es, por curioso que parezca, casi
idéntica a la del cambio de hora en verano. ¿No resulta absurdo cambiar el
reloj en verano cuando se podría conseguir exactamente lo mismo si cada persona
cambiase sus costumbres? Lo único que se precisa es que cada persona decida
llegar a la oficina una hora antes, comer una hora antes, etc. Pero,
obviamente, es mucho más sencillo cambiar el reloj que guía a todas estas
personas, en lugar de pretender que cada individuo por separado cambie sus
costumbres de reacción ante el reloj, por más que todos quieran hacerlo. La
situación es exactamente igual a la del mercado de divisas. Es mucho más simple
permitir que un precio cambie -el precio de una divisa extranjera- que confiar
en que se modifique una multitud de precios que constituyen, todos juntos, la
estructura interna del precio.
Sin
duda, Friedman está en lo cierto. Los trabajadores siempre se muestran
reticentes a aceptar recortes en sus salarios, pero sobre todo se niegan si no
están seguros de que otros trabajadores vayan a aceptar otros recortes
similares y que el coste de la vida vaya a rebajarse igual que bajan los costes
laborales. No conozco ningún país cuyas instituciones y mercado laboral le
faciliten responder a la situación que acabo de describir para España por la
vía del recorte salarial generalizado. Pero los países sí pueden sufrir, y de
hecho sufren, importantes disminuciones de sus sueldos relativos de forma más o
menos repentina, por la vía de la devaluación de la moneda; y lo hacen
con trastornos relativamente menores.
Las elites estaban tan
embelesadas que desoyeron las advertencias
Por
lo tanto, fijar una moneda única implica ciertos sacrificios. De un lado,
compartir moneda aumenta los rendimientos: disminuyen los costes empresariales
y, es de suponer, mejora la planificación de los negocios. Del otro, se pierde
flexibilidad, lo cual puede acarrear serios problemas si llegan a producirse
choques asimétricos como el hundimiento de un boom inmobiliario cuando tiene lugar
solo en algunos países, no en todos. Es difícil cuantificar el valor de la
flexibilidad económica. Y es aún más difícil cuantificar los beneficios
obtenidos por compartir moneda. Disponemos, no obstante, de abundantes estudios
económicos sobre los criterios para determinar una zona monetaria óptima, un
tecnicismo feo, pero útil, para aludir a un grupo de países que se
beneficiarían de una fusión de sus monedas. ¿Qué dicen esos textos?
En
primer lugar, no tiene sentido que unos países compartan moneda de no ser que
entre ellos exista un gran comercio. En la década de 1990, Argentina fijó el
valor del peso en 1 dólar estadounidense, en teoría de forma permanente, lo
cual, aunque no significaba lo mismo que abandonar su moneda, se pretendía que
fuese lo más parecido. Sin embargo, resultó ser una operación abocada al
fracaso que terminó en devaluación e impago. Y una de las razones por las que
estaba condenada al fracaso era que Argentina no mantenía un vínculo económico
tan estrecho con EU, que solo supone el 11% de sus importaciones y el 5%
de las exportaciones.
Así,
por una parte, cualesquiera que fuesen los beneficios obtenidos al otorgar
seguridad empresarial en lo tocante al tipo de cambio dólar-peso, estos
quedaron en poco porque Argentina comerciaba escasamente con EE UU. Por otra
parte, Argentina estaba sometida al mismo tiempo a las fluctuaciones de
otras monedas, en especial a las grandes caídas frente al dólar tanto del euro
como del real brasileño, lo que implicaba precios excesivos para las exportaciones
argentinas.
A
este respecto, a Europa no parecía irle mal: los países europeos realizan
aproximadamente el 60% de su comercio entre sí, y el suyo es un comercio muy
profuso. Sin embargo, atendiendo a otros dos criterios importantes -la movilidad
laboral y la integración fiscal-, Europa no parecía ni de lejos tan bien
preparada para asumir una moneda única.
La industria española no es
competitiva porque los sueldos son demasiado altos
La
movilidad laboral ocupaba un primer plano en el artículo que dio origen a todo
el campo de estudio de la zona monetaria óptima, escrito en 1961 por el
economista de origen canadiense Robert Mundell. Un resumen a grandes rasgos de
la tesis de Mundell diría que los problemas de ajustarse a un boom en
Saskatchewan y una depresión simultánea en la Columbia Británica (o viceversa)
se reducirían bastante si los trabajadores se desplazaran libremente allí donde
están los empleos. Y, de hecho, la mano de obra se mueve libremente por las
provincias canadienses, exceptuando Quebec; y se mueve libremente por los
distintos Estados de EU. Sin embargo, no se mueve libremente por los países de
Europa. Aunque los europeos tienen, desde 1992, derecho legal a trabajar en
cualquier parte de la Unión Europea, las divisiones lingüísticas y culturales
son suficientemente grandes como para que incluso grandes diferencias en las
tasas de desempleo ocasionen unas tasas migratorias muy modestas.
La
importancia de la integración fiscal fue subrayada por Peter Kenen, de
Princeton, pocos años después de la publicación del artículo de Mundell. Para
ilustrar el punto de vista de Kenen, imaginemos una comparación entre dos
economías que -dejando a un lado los paisajes- se parecen mucho en la
actualidad: Irlanda y Nevada. Ambas tuvieron enormes burbujas inmobiliarias que
han estallado, ambas cayeron en profundas recesiones que dispararon las tasas
de desempleo y en ambos casos hay una elevada morosidad en las hipotecas de la
vivienda. Pero en el caso de Nevada, las crisis se han visto amortiguadas, en
gran medida, gracias al Gobierno federal. Ahora Nevada está pagando muchos
menos impuestos a Washington, pero los jubilados del Estado siguen cobrando los
cheques de la Seguridad Social, y Medicare sigue pagándoles las facturas
sanitarias; en consecuencia, la realidad es que el Estado está recibiendo mucha
ayuda. Además, los depósitos de los bancos de Nevada están garantizados por una
agencia federal, la Corporación Federal de Seguros de Depósitos (FDIC en sus
siglas inglesas), y algunas pérdidas derivadas de la morosidad hipotecaria
recaen sobre Fannie y Freddie, que cuentan con el respaldo del Gobierno
federal. Irlanda, por el contrario, está principalmente sola: tiene que
rescatar a sus bancos, pagar las jubilaciones y costear la Sanidad a partir de
sus propios ingresos, muy disminuidos. Por tanto, aunque la situación es dura
en ambos lugares, Irlanda no está pasando por la crisis igual que Nevada.
Y
nada de todo esto debería sorprendernos. Hace 20 años, a medida que la idea de
pasar a una moneda común en Europa iba tomando visos de realidad, ya se
comprendía perfectamente que la moneda única europea era problemática. De
hecho, se desató un prolongado debate académico sobre la cuestión (en el que
tuve ocasión de participar) y los economistas estadounidenses allí presentes se
mostraron, en general, escépticos con respecto al euro; sobre todo
porque Estados Unidos parecía ofrecer un buen modelo de lo que se necesita para que una
economía pueda contar con una moneda única, y Europa quedaba muy lejos de aquel
modelo. La movilidad laboral, según creíamos, era demasiado escasa; y la
ausencia de un Gobierno central, junto con la protección automática que habría
ofrecido un Gobierno de esas características, se sumaba a las dudas. Pero
aquellas advertencias se pasaron por alto. El glamour -si es que podemos llamarlo
así- de la idea del euro, la sensación de que Europa estaba dando un paso
trascendental para terminar definitivamente con su historia bélica y
convertirse en baluarte de la democracia fue, sencillamente, demasiado fuerte.
Cuando
uno preguntaba cómo manejaría Europa las situaciones en las que algunas
economías funcionasen bien al tiempo que otras se hundían -como sucede en la
actualidad con Alemania y España- la respuesta oficial, más o menos, era que
todos los países de la zona euro seguirían políticas fiables, de modo que no se
producirían tales “choques asimétricos”; y, si de algún modo llegaba a darse un
caso así, la reforma
estructural flexibilizaría lo suficiente las economías europeas
para permitir los ajustes necesarios. Pero lo que ha ocurrido, en realidad, ha
sido el mayor de todos los choques asimétricos. Y se debió a la propia creación
del euro.
La
euroburbuja
Oficialmente,
el euro empezó a existir a principios de 1999, aunque los billetes y las
monedas de euro no llegaron hasta tres años después. (También oficialmente, el
franco, el marco, la lira, la peseta, etcétera, se convirtieron en valores del
euro: 1 franco francés equivalía a 6,5597 euros, 1 marco alemán era igual a
1,95583 euros y así todas las demás monedas). Y el euro tuvo un efecto
inmediato fatídico: hizo que los inversores se sintieran seguros.
Más
concretamente, hizo que los inversores se sintieran seguros al poner su dinero
en países que antes se consideraban de riesgo. Los tipos de interés en el sur
de Europa habían sido, históricamente, más altos que en Alemania, porque los
inversores exigían una prima como seguro ante el riesgo de devaluación o mora.
Con la llegada del euro, esas primas se desmoronaron: la deuda de España, de
Italia, incluso la griega, se trataba como si fuera tan segura, o casi, como la
deuda alemana.
Eso
supuso un fuerte descenso en el coste del dinero prestado en el sur de Europa;
y provocó enormes explosiones inmobiliarias que pronto se convirtieron en
enormes burbujas inmobiliarias. El mecanismo de estos auges y estas burbujas
inmobiliarias es un poco distinto del que vivió la burbuja de EE UU: hubo
menos extravagancias financieras, con mucho más peso de los préstamos directos
por parte de bancos convencionales.
No
obstante, los bancos locales no tenían, ni de lejos, depósitos suficientes para
respaldar el volumen de préstamo que movían, de modo que se volcaron en el
mercado mayorista y solicitaron préstamos a los bancos del corazón de Europa -de
Alemania, sobre todo-, que no estaba atravesando un auge comparable. Por tanto,
hubo enormes flujos de dinero desde el corazón de Europa hacia su floreciente
periferia.
Esa
afluencia de capital alimentó auges que, a su vez, provocaron un aumento de
sueldos: en la década siguiente a la creación del euro, el coste unitario de la
mano de obra (con sueldos ajustados a la productividad) ascendió cerca de un
35% en el sur de Europa, comparado con el incremento de solo un 9% en Alemania.
La industria del sur de Europa dejó de ser competitiva, lo cual a su vez
significó que los países que estaban atrayendo grandes cantidades de dinero
empezaron a registrar, a su vez, grandes déficits comerciales. Para que el lector
se haga una idea de lo que sucedía -y del lío que ahora hay que desliar-, el
cuadro adjunto indica el incremento de los desequilibrios comerciales dentro de
Europa tras la introducción del euro. Una línea muestra el saldo de la balanza
por cuenta corriente de Alemania (medida aproximada de la balanza comercial);
la otra indica la balanza por cuenta corriente combinada de los países GIPSI
(Grecia, Irlanda, Portugal, España e Italia). Esta ampliación del diferencial
se halla en el núcleo de los problemas de Europa.
Pero
pocos se dieron cuenta del gran peligro que suponía este proceso. Más bien al
contrario, la mayoría mostraba una satisfacción que bordeaba la euforia. Hasta
que la burbuja reventó.
La
crisis financiera en EE UU fue el desencadenante del derrumbe europeo; pero
este hundimiento habría llegado igualmente, más tarde o más temprano. Y, de
repente, el euro se vio ante un enorme choque asimétrico, que se agravó mucho
por la falta de una integración fiscal. Pues el estallido de estas burbujas
inmobiliarias -que se produjo algo más tarde que en EE UU, pero que en 2008 ya
había recorrido un buen trecho- hizo más que hundir a los países de las
burbujas en una recesión: además ha colocado sus presupuestos bajo una terrible
presión. Los ingresos cayeron a la vez que caían la producción y el empleo; el
gasto en los subsidios de desempleo se disparó,; y los Gobiernos se encontraron
(o se colocaron ellos mismos) en una peligrosa posición a consecuencia de los
gravosos rescates de los bancos, puesto que no solo garantizaron los depósitos,
sino también, en numerosos casos, las deudas que sus bancos habían contraído
con otros bancos en países acreedores. Por lo tanto, también se
dispararon la deuda y el déficit, y los inversores se inquietaron. En vísperas
de la crisis, los tipos de interés de la deuda irlandesa a largo plazo estaban
ligeramente por debajo de las tasas de interés aplicadas a la deuda alemana, y
las de España, solo un poco por encima; mientras estoy escribiendo estas
palabras, las tasas españolas multiplican por 2,5 las alemanas, y las
irlandesas llegan a cuadruplicarlas.
No
tardaré en ocuparme de la respuesta política. Pero antes debo detenerme en
algunos mitos muy extendidos. Pues la historia que probablemente haya oído
usted acerca de los problemas de Europa -la historia que se ha convertido de facto en el
argumento con el que se explica la política europea- es bastante distinta de la
que acabo de contar.
El
Gran Engaño europeo
En
el capítulo 4 de este libro describí y desarmé la Gran Mentira sobre la crisis
de EU: la que sostenía que los organismos gubernamentales habían provocado la
crisis en su desacertado intento de ayudar a los pobres. Bien; Europa también
tiene su propia narración distorsionada, un relato falso de las causas de la
crisis que no solo interfiere en el camino de las soluciones reales sino que,
de hecho, termina llevando a políticas que solo empeoran la situación. No creo
que quienes han extendido el falso relato sobre Europa sean tan cínicos como
sus equivalentes de EU; no veo tanta deliberación para amañar los datos y
sospecho que la mayoría cree realmente lo que dice. Por tanto, llamémoslo el
Gran Engaño, mejor que la Gran Mentira. Aunque no está claro que esto mejore
las cosas: sigue siendo un perfecto error y la gente que difunde esta doctrina
tiene tan poco interés en escuchar pruebas contrarias como la derecha de EU.
He
aquí, pues, el Gran Engaño europeo: la creencia de que la crisis europea se
debe ante todo a la irresponsabilidad fiscal. Los países incurren en déficits
presupuestarios excesivos -nos dice el cuento- y se endeudan en exceso, por lo
que ahora lo importante es establecer unas normas que impidan que la historia
se vuelva a repetir. Pero seguro que algunos lectores están preguntándose ahora
si esto no se parece mucho a lo que sucedió en Grecia. Y la respuesta es que
sí, aunque hasta la historia de Grecia es más complicada. La cuestión, sin
embargo, es que no se trata de lo que pasó en otros países en crisis; y,
además, si todo esto no fuese más que un problema griego, no tendríamos la
crisis que tenemos. Porque la de Grecia es una economía menor, que representa
menos del 3% del PIB de los países del euro y solo cerca del 8% del PIB
conjunto de los países del euro que están en crisis.
¿Hasta
qué punto confunde la helenización
del discurso en Europa? Tal vez se podría aducir irresponsabilidad fiscal
también en el caso de Portugal, aunque en un grado distinto. Pero justo antes
de la crisis, Irlanda tenía superávit presupuestario y una deuda baja;
en 2006, George Osborne, que ahora dirige la política económica de Reino Unido,
la calificó de “brillante ejemplo del arte de lo posible en la formulación de
políticas económicas a largo plazo”. España también tenía superávit
presupuestario y una deuda baja. Italia había heredado un elevado nivel de
deuda de los años setenta y ochenta, cuando se practicaba una política
verdaderamente irresponsable, pero aun así la deuda en cuanto porcentaje del
PIB iba disminuyendo de forma constante.
¿Cómo
se suma todo esto? En el segundo cuadro adjunto se indica la deuda como
porcentaje del PIB para un país promedio de entre los países que ahora están en
crisis: un promedio, ponderado en función del PIB, de las proporciones de
deuda/PIB en los cinco países GIPSI (recordemos: Grecia, Irlanda, Portugal,
España e Italia). Hasta 2007 inclusive, este promedio descendía de forma
sostenida; o sea que, en lugar de transmitir una imagen de derrochadores,
parecía que el grupo de los GIPSI, con el tiempo, mejoraría su situación
fiscal. La deuda se disparó solo tras la llegada de la crisis. Pero muchos
europeos en puestos clave -sobre todo destacados políticos y funcionarios
alemanes, aunque también los dirigentes del Banco Central Europeo y líderes de opinión de todo el
mundo de las finanzas y la banca- están totalmente comprometidos con el Gran
Engaño y ninguna prueba esgrimida en su contra les afectará.
En
consecuencia, el problema de hacer frente a esta crisis suele formularse en
términos morales: los países tienen problemas porque han pecado, y ahora tienen
que redimirse a través del sufrimiento. Y este enfoque es funesto, a la hora de
abordar los problemas reales a los que se enfrenta Europa.
Si
contemplamos Europa, o más concretamente la zona euro, como un conglomerado, o
sea, sumando las cifras de todos los países que usan el euro, no parece que
tuvieran que encontrarse tan mal. Tanto la deuda privada como la pública son
algo inferiores a las de EU, lo que hace pensar que deberían contar con más
margen de maniobra; las cifras de inflación se parecen a las nuestras y
no se aprecia el menor rastro de una crisis inflacionaria; y, por lo que añada
el dato, Europa en su conjunto tiene un balance por cuenta corriente más o
menos equilibrado, lo que significa que no necesita atraer capital de ninguna
otra parte. Pero Europa no es un conglomerado. Es una colección de países, cada
uno con sus presupuestos (porque hay muy poca integración fiscal) y sus propios
mercados laborales (porque hay poca movilidad laboral), pero sin sus propias
monedas. Y esto ha provocado una crisis.
Pensemos
en el caso de España, que, a mi modo de ver, es un caso emblemático de la
crisis económica del euro; y dejemos de lado, por un momento, la cuestión del
presupuesto gubernamental. Como ya hemos visto, durante los primeros ocho años
de vida del euro, España recibió grandes flujos de dinero, que alimentaron una
enorme burbuja inmobiliaria y, además, provocaron un considerable aumento de
sueldos y precios en relación con las economías del núcleo de Europa. La
esencia del problema español -de donde proviene todo lo demás- es la necesidad
de reajustar los costes y los precios. ¿Cómo puede hacerse algo así?
Bien,
podría conseguirse mediante la inflación en las economías de los países
centrales. Supongamos que el Banco Central Europeo (BCE) siguiera
una política de dinero barato mientras el Gobierno alemán proponía un estímulo
fiscal; esto supondría pleno empleo dentro de Alemania, aunque en España las
tasas de desempleo continuaran siendo aún elevadas. Por lo tanto, los sueldos
españoles no subirían mucho, si es que llegaban a subir, mientras que los
alemanes sí crecerían bastante; de este modo, los costes españoles se
mantendrían al mismo nivel mientras que los costes alemanes aumentarían. Y este
ajuste, en el caso español, sería relativamente sencillo; no digo sencillo,
solo relativamente sencillo.
Pero
los alemanes sienten un odio verdaderamente profundo hacia la inflación, debido
al recuerdo de la gran inflación de los primeros años veinte. (Curiosamente,
recuerdan mucho menos las políticas deflacionistas de los primeros años
treinta, que en realidad fueron las que abonaron el terreno para la ascensión
al poder de el-lector-ya-sabe-quién. Volveremos sobre ello en el capítulo 11. Y
quizá sea relevante, de forma más directa, que el BCE se constituyó con el mandato de mantener la estabilidad de los
precios; y punto. Hasta qué extremo es vinculante este mandato es una pregunta
abierta; yo sospecho que el BCE
podría dar con un modo de justificar una inflación moderada, diga lo que diga
su carta fundacional. Sin embargo, el ánimo que impera concibe la inflación
como un demonio terrible, sin tomar en consideración las consecuencias que
puede tener una política de inflación reducida.
Pensemos
ahora en lo que esto implica para España; a saber, que tiene que ajustar los
costes por medio de la deflación, que en la eurojerga se conoce como devaluación interna.
Y eso sí es muy difícil de conseguir, porque los sueldos son casi rígidos,
cuando se trata de bajarlos: solo caen despacio y de mala gana, por mucho que
el país se enfrente a un fuerte desempleo.
Si
hubiera dudas en torno a esta rigidez, la historia de Europa las disipará
todas. Tomemos el caso de Irlanda, por lo general considerada una nación con
mercados laborales muy flexibles
(otro eufemismo para hablar de una economía en la que los patrones
pueden despedir a los trabajadores, o recortarles los sueldos, con suma
facilidad). Pese a que Irlanda lleva varios años sufriendo unas tasas de paro
muy elevadas (próximas al 14%, en el momento de escribir estas páginas), los
sueldos irlandeses solo han caído un 4% desde su pico más elevado. Es decir,
Irlanda está consiguiendo una devaluación interna, en efecto; pero muy
despacio. Es una historia parecida a la de Lituania, que no está en el euro
pero ha rechazado la posibilidad de devaluar la moneda. En cuanto a España, el
salario medio ha llegado a aumentar ligeramente pese a la fuerte tasa de
desempleo, aunque tal vez solo se trate, en parte, de una ilusión estadística.
Y,
por cierto, si quieren un ejemplo de la tesis de Milton Friedman -cuando
afirmaba que, para recortar precios y salarios, lo más sencillo, con
diferencia, es devaluar la moneda-, miren el caso de Islandia. Este pequeño
país insular saltó a la fama por la magnitud de su desastre financiero, y quizá
podríamos haber esperado que ahora estuviese aún peor que Irlanda. Pero
Islandia declaró que no era responsable de las deudas de sus banqueros
desbocados, y además contaba con la grandísima ventaja de tener aún su propia
moneda, lo cual le facilitó mucho el camino para recuperar la competitividad:
se limitaron a dejar caer la corona y, solo con eso, recortaron sus sueldos en
un 25% en relación con el euro.
Sin
embargo, en España no hay moneda propia. Esto significa que, para ajustar el
nivel de costes, España y otros países tendrán que atravesar un largo periodo
de tiempo con tasas de desempleo elevadísimas, lo suficientemente altas como
para que vayan forzando una muy lenta reducción salarial. Y aquí no termina
todo. Los países que ahora se ven obligados a ajustar los costes son los mismos
que tuvieron la mayor acumulación de deuda privada antes de la crisis. Ahora se
enfrentan a la deflación, que incrementará el peso real de aquel endeudamiento.
Pero
¿qué pasa con la crisis fiscal, las tasas de interés aplicadas a la
deuda gubernamental, que se han disparado en el sur de Europa? En gran medida,
esta crisis fiscal es un producto derivado del estallido de las burbujas y el
descontrol de los costes. Cuando estalló la crisis, el déficit se puso
por las nubes, y la deuda también aumentó mucho de golpe cuando los países con
problemas actuaron para rescatar sus sistemas bancarios. Y la vía a la que los
Gobiernos recurren habitualmente para abordar las cargas del endeudamiento -una
combinación de inflación y crecimiento, tal que reduzca la deuda en
relación con el PIB- no es un camino viable para los países de la zona euro,
que, por el contrario, están condenados a años de deflación y estancamiento. No
debe sorprendernos, entonces, que los inversores se pregunten si los países del
sur de Europa estarán dispuestos a devolver todas sus deudas, o si serán
capaces de hacerlo.
Pero
la historia tampoco acaba aquí. Aún hay otro elemento en la crisis del euro,
otra debilidad causada por la moneda común, que ha cogido a muchas personas por
sorpresa; y aquí me incluyo entre ellas. Resulta que los países sin moneda
propia son muy vulnerables a caer víctimas de un pánico que acarrea su propio
cumplimiento; un pánico en el que el empeño de los inversores por evitar
pérdidas por impago termina desencadenando precisamente el impago temido.
El
economista belga Paul de Grawe, afirma que las tasas de interés de la deuda
británica son muy inferiores a las de la española - 2% frente al 5%,
respectivamente, al momento de escribir-, pese a que Reino Unido tiene más
deuda y más déficit y, posiblemente, una perspectiva fiscal peor que la
española, aun teniendo en cuenta la deflación de España. Pero España se
enfrenta un riesgo del que Reino Unido está
libre: la congelación de la liquidez.
¿Qué
quiere decir esto? Casi todos los Gobiernos modernos tienen una deuda
cuantiosa, y no toda son bonos a treinta años; hay mucha deuda a cortísimo
plazo, con un vencimiento de tan solo unos meses, además de bonos a dos, tres o
cinco años, un buen número de los cuales vence en cualquier año dado. Los
Gobiernos dependen de su capacidad de refinanciar la mayor parte de esta deuda;
de hecho, venden bonos nuevos para pagar los viejos. Si, por alguna razón, los
inversores se negasen a comprar bonos nuevos, hasta un Gobierno esencialmente
solvente podría verse obligado al impago.
¿Puede
suceder algo así en EU? No, en realidad, no; porque la Reserva Federal podría
intervenir, y lo haría, comprando la deuda federal, imprimiendo de hecho más
dinero para pagar las facturas del Gobierno. Tampoco podría ocurrirle a Reino
Unido, a Japón o a cualquier otro país que pide prestado el dinero en su propia
moneda y dispone de su propio banco central. Pero sí les puede suceder a
cualquiera de los países que están ahora en la zona euro, que no pueden contar
con que el BCE les dé efectivo en
caso de emergencia. Y si un país de la zona euro se ve obligado a no pagar sus
deudas por esta clase de restricción del efectivo, tal vez nunca logre devolver
la deuda por completo. Esto crea, inmediatamente, la posibilidad de una crisis
que acarree su propio cumplimiento, en la que el temor de los inversores ante
un posible impago derivado de la falta de efectivo les llevaría a rechazar los
bonos de ese país, lo cual provocaría la misma falta de dinero que temían. Y
pese a que todavía no se ha producido una crisis de este tipo, es fácil ver
cómo la inquietud constante ante la posibilidad de que estalle una de ellas
puede llevar a los inversores a pedir tasas de interés más elevadas para
mantener la deuda de los países susceptibles, en potencia, de caer en esta
clase de pánico autorrealizante. Evidentemente, desde principios de 2011, el
euro ha supuesto una clara penalización: los países que usan el euro tienen que
afrontar costes de préstamo más elevados que otros países con un panorama
económico y fiscal parecido, pero que mantienen la moneda propia. No se trata
solamente de España frente a RU; mi
comparación reúne a los tres países escandinavos: Finlandia, Suecia y
Dinamarca. Aunque todos ellos son dignos de considerarse países de alta
solvencia, sin embargo, Finlandia (que está dentro del euro) ha visto cómo sus
costes de préstamo se incrementan sustancialmente más que los de Suecia (que ha
conservado su moneda propia, con libre flotación) e incluso los de Dinamarca
(que mantiene un tipo de cambio fijo con respecto al euro, pero conserva su
moneda y, por tanto, la posibilidad de salir por sí sola del apuro, si falta el
efectivo).
Salvar
el euro
Dados
los problemas que está sufriendo el euro en la actualidad, se diría que los
euroescépticos -los que advirtieron a Europa de que, en realidad, no estaba
bien preparada para tener una moneda única - estaban en lo cierto. Además,
aquellos países que decidieron no adoptar el euro - RU, Suecia- lo están pasando mucho menos mal que sus vecinos del
euro. Así pues, los países europeos que ahora tienen problemas ¿deberían
invertir el curso, sencillamente, y volver a sus monedas independientes? No
necesariamente. Hasta los euroescépticos como yo nos damos cuenta de que romper
el euro ahora que ya existe se pagaría muy caro.
En
primer lugar, cualquier país que pareciera candidato a abandonar el euro se
enfrentaría, de inmediato, a una descomunal estampida bancaria, puesto que los
depositantes correrían a desplazar sus fondos a otras euronaciones más sólidas.
Y la vuelta del dracma o de la peseta provocaría enormes problemas
legales, cuando todo el mundo intentara esclarecer el significado de las deudas
y los contratos expresados en euros. Además, un cambio de postura radical en
relación con el euro representaría una derrota política terrible para el
proyecto europeo más amplio de unidad y democracia a través de la integración
económica; y este proyecto, como dije al principio, es muy importante no solo
para Europa sino para el mundo entero.
En consecuencia, sería mejor encontrar
una forma de salvar al euro. ¿Cómo se podría conseguir?
Lo
primero, y más urgente, es que Europa ponga coto a los ataques de pánico. De un
modo u otro, tiene que haber garantías de una liquidez adecuada -garantías de
que los Gobiernos no se quedarán sin dinero a consecuencia del pánico en el
mercado-, comparables a las que existen en la práctica para los Gobiernos que
asumen préstamos en su propia moneda. La forma más clara de lograrlo sería que
el BCE estuviera preparado para
comprar bonos gubernamentales de los países del euro. En segundo lugar, esos
países cuyos costes y precios se deben ajustar -los países europeos que han
venido generando grandes déficits comerciales, pero que no pueden continuar
haciéndolo- necesitan vías realistas de retorno a la competitividad. A corto
plazo, los países con excedente tienen que ser la fuente de una gran demanda de
exportaciones.
Y,
con el tiempo, si este camino no termina conllevando una deflación carísima en
los países deficitarios, tendrá que implicar una inflación moderada, pero
significativa, en los países excedentarios, y una tasa de inflación algo menor
pero aún importante -digamos de un 3% o 4%- para la zona euro en su conjunto.
Todo esto exige una política monetaria muy expansiva por parte del BCE, además de un estímulo fiscal en
Alemania y unos pocos países más pequeños.
Por
último, aunque las cuestiones fiscales no están en el meollo del problema, en
el punto actual los países deficitarios tienen problemas de déficit y
endeudamiento y tendrán que poner en práctica medidas de considerable
austeridad fiscal, durante un tiempo, para ordenar sus sistemas fiscales. Esto
es lo que se necesitaría, probablemente, para salvar el euro. Pero ¿qué
posibilidades hay de que lo veamos?
El
Banco Central Europeo nos ha
sorprendido de manera positiva desde que Mario Draghi relevó a Jean-Claude
Trichet en la presidencia. Cierto es que Draghi se negó en redondo a admitir
que el banco comprara bonos procedentes de los países en crisis. Pero encontró
un modo de conseguir un resultado más o menos similar por la puerta de atrás:
anunció un programa por el cual el BCE
avanzaría préstamos ilimitados a los bancos privados y aceptaría bonos de los
Gobiernos europeos como garantía secundaria. El resultado ha sido que, en el
panorama general (al menos, mientras escribo estas páginas), el pánico
autorrealizante parece menos inminente y, con ello, las tasas de interés de los
bonos europeos se han reducido.
Pese
a esto, sin embargo, los casos más extremos -Grecia, Portugal e Irlanda- siguen
excluidos de los mercados de capital privado. Por lo tanto, han dependido de
una serie de programas de préstamo ad
hoc, establecidos por una troika
compuesta por los Gobiernos europeos más fuertes, el BCE y el Fondo Monetario Internacional. Por desgracia, la troika
siempre ha proporcionado el dinero en cantidad insuficiente y sin la celeridad
necesaria. Además, a cambio de estos préstamos de emergencia, los países
deficitarios se han visto obligados a imponer programas de recorte de gastos
inmediatos y draconianos, además de subidas de los impuestos. En consecuencia,
estos programas los empujan a pozos aún más hondos y siguen siendo demasiado
escasos aun en términos exclusivamente presupuestarios, ya que las economías en
recesión también sufren la caída de los ingresos tributarios.
Mientras
tanto, no se ha hecho nada para ofrecer un entorno en el que los países
deficitarios encuentren una vía razonable para recuperar su competitividad.
Mientras los países con déficit se ven forzados a adoptar medidas de austeridad
salvajes, los países con superávit se han metido por su cuenta en programas de
austeridad, lo cual socava las esperanzas de un crecimiento de las
exportaciones. Y en lugar de admitir que la inflación tiene que ser un poco más
alta, el BCE subió los tipos de
interés en la primera mitad de 2011, para responder a una amenaza de inflación
que solo existía en su imaginación (más adelante dio marcha atrás al incremento
de los tipos, pero para entonces ya se había hecho mucho daño).
¿Por
qué Europa ha respondido tan mal a su crisis? Ya he apuntado parte de la
respuesta: muchos dirigentes del continente parecen decididos a helenizar el cuento
y creer que quienes atraviesan dificultades -no solo Grecia- han llegado ahí
por culpa de la irresponsabilidad fiscal. Y, con esta premisa falsa, se busca
un remedio falso: si el problema era el despilfarro fiscal, la rectitud fiscal
debería ser la solución. Se presenta la economía como una obra moral, pero con
otra vuelta de tuerca: en realidad, los pecados por los que se pena jamás
tuvieron lugar. Pero esta es solo una parte de la historia. Que Europa sea
incapaz de afrontar sus problemas reales, y que insista en enfrentarse a
fantasmas inexistentes, no es en modo alguno exclusiva de este continente. En
2010, buena parte de la élite que determina las políticas a ambos lados del
Atlántico se enamoró perdidamente de una serie relacionada de falacias sobre la
deuda, la inflación y el crecimiento.
Responder lo Siguiente con base en la Lectura
1. Copie los nombres de los
países y las monedas referenciados en el escrito.
2. Consulte los Términos
Específicos seleccionados en el
Texto (los que están subrayados).
3. ¿Qué fue lo que más le llamó la atención de lo
planteado por el profesor
Paul Krugman?
4. ¿Cuáles alternativas plantea el autor
para que España logre recuperar su competitividad?
5. Determine cuáles son:
b) las desventajas
De tener una moneda única en Europa
Las Respuestas deben ser coherentes y con Argumentos, de tal manera que sustenten una explicación clara y concisa de lo planteado.
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