Mandela logró hacer de este deporte una herramienta para cohesionar a un país dividido.
Mandela, vestido con la camiseta de los Springboks, recibió el abrazo del capitán Francois Pienaar. Esa escena hubiera sido impensable. Foto: A.F.P.
“Tenemos que escuchar, estamos del lado hacia donde sopla el viento”, dice un viejo proverbio xosha, la etnia sudafricana de la que viene Nelson Mandela. El 24 de junio de 1995 Mandela pareció haber aplicado cada una de las palabras del refrán.
Ese día, en los 80 minutos que duró la final de la Copa Mundo de Rugby entre Sudáfrica y Nueva Zelanda, logró que los 39 millones de sudafricanos, blancos, negros, mestizos e indios se unieran. A un lado quedaron los miedos, los odios, las ganas de revancha. Lo único que importaba era la victoria. Un verdadero milagro, con el que, así fuera solo por un momento, Mandela logró mostrarle a todo su país, que podían ser una nación arco iris, de todos los colores.
No era una tarea fácil. Sudáfrica apenas salía del apartheid y Mandela llevaba solo un año como presidente, después de haber pasado 27 encerrado en la lúgubre isla Robben. Para gran parte de la minoría blanca era un terrorista, el líder del ala militar del Congreso Nacional Africano (ANC). Muchos negros también pensaron que con Mandela en el poder al fin había llegado la hora de desquitarse de los más de 46 años de apartheid, de humillaciones cotidianas, de persecución, de discriminación política y de la violencia gubernamental generalizada.
Sudáfrica estaba al borde de la guerra civil. En las haciendas de algunos bóeres, los descendientes de colonos protestantes que dominaban el país, se entrenaban los grupos paramilitares neonazis del Afrikaner Weerstandsbeweging (Movimiento de Resistencia Afrikáner), armados hasta los dientes y dispuestos a defenderse contra cualquier intento de quitarles sus derechos.
Por eso la prioridad número uno de Mandela como presidente fue la reconciliación para sembrar las bases de la Sudáfrica del futuro. Y el arma que escogió fue la más improbable de todas: el rugby. Ese “juego de villanos jugado por caballeros”, donde 15 jugadores se enfrentan, cuerpo a cuerpo, como en un campo de batalla, peleando cada metro para llevar un balón oval hasta la zona de anotación.
Para los afrikáners, los blancos sudafricanos, el rugby es una religión. Y la selección nacional, conocidos como los Springboks (los antílopes, abreviado los Boks) son sus dioses. Los negros los odiaban, eran el símbolo del apartheid. Cuando los Boks disputaban un partido, apoyaban a su contrincante. La ANC también logró un boicot internacional contra la selección nacional. Toda una afrenta.
Mandela tejió su plan con mucha paciencia. Se suponía que su exigua celda de la isla Robben iba a romper su voluntad. Pero aprovechó para conocer a su enemigo. Aprendió afrikáans, el idioma de raíz holandesa de sus carceleros, su historia, su cultura. Entendió que el rugby era la llave. Los guardianes más crueles se descomponían escuchando un partido. Comentando los partidos, hablando con propiedad de los ídolos del balón oval, Mandela logró cautivarlos, desarmó el odio y les mostró que era posible compartir.
No era una tarea fácil. Sudáfrica apenas salía del apartheid y Mandela llevaba solo un año como presidente, después de haber pasado 27 encerrado en la lúgubre isla Robben. Para gran parte de la minoría blanca era un terrorista, el líder del ala militar del Congreso Nacional Africano (ANC). Muchos negros también pensaron que con Mandela en el poder al fin había llegado la hora de desquitarse de los más de 46 años de apartheid, de humillaciones cotidianas, de persecución, de discriminación política y de la violencia gubernamental generalizada.
Sudáfrica estaba al borde de la guerra civil. En las haciendas de algunos bóeres, los descendientes de colonos protestantes que dominaban el país, se entrenaban los grupos paramilitares neonazis del Afrikaner Weerstandsbeweging (Movimiento de Resistencia Afrikáner), armados hasta los dientes y dispuestos a defenderse contra cualquier intento de quitarles sus derechos.
Por eso la prioridad número uno de Mandela como presidente fue la reconciliación para sembrar las bases de la Sudáfrica del futuro. Y el arma que escogió fue la más improbable de todas: el rugby. Ese “juego de villanos jugado por caballeros”, donde 15 jugadores se enfrentan, cuerpo a cuerpo, como en un campo de batalla, peleando cada metro para llevar un balón oval hasta la zona de anotación.
Para los afrikáners, los blancos sudafricanos, el rugby es una religión. Y la selección nacional, conocidos como los Springboks (los antílopes, abreviado los Boks) son sus dioses. Los negros los odiaban, eran el símbolo del apartheid. Cuando los Boks disputaban un partido, apoyaban a su contrincante. La ANC también logró un boicot internacional contra la selección nacional. Toda una afrenta.
Mandela tejió su plan con mucha paciencia. Se suponía que su exigua celda de la isla Robben iba a romper su voluntad. Pero aprovechó para conocer a su enemigo. Aprendió afrikáans, el idioma de raíz holandesa de sus carceleros, su historia, su cultura. Entendió que el rugby era la llave. Los guardianes más crueles se descomponían escuchando un partido. Comentando los partidos, hablando con propiedad de los ídolos del balón oval, Mandela logró cautivarlos, desarmó el odio y les mostró que era posible compartir.
Como lo relata el libro El factor humano del periodista británico John Carlin, que después fue llevada al cine por Clint Eastwood como la exitosa película Invictus, solo una semana después de su posesión, Mandela invitó a su despacho a Francois Pienaar, el capitán de los Springboks, un gigantón de 1,91 metros, de 100 kilos y rubio, el arquetipo del buen afrikáner. El presidente le contó que quería que la camiseta verde de la selección pasara de ser un símbolo de opresión a uno de unidad.
En los meses anteriores al Mundial, Mandela visitó varias veces el campo de entrenamiento de los Boks. En todo el país florecieron vallas con la consigna “One team, one nation” (Un equipo, una nación). Fotos de Chester Williams, el único mulato del equipo, fueron usadas en una campaña nacional. Los rudos jugadores de rugby se aprendieron Nkosi Sikelele África, un himno en lenguaje xhosa que identificó la lucha antiapartheid y los movimientos de liberación africana en todo el continente. Para los bóeres, la canción del enemigo.
Y un día antes de su partido inaugural contra Australia, los Springboks fueron a la prisión de la isla Robben, donde Mandela pasó 18 años encerrado. Visitaron su diminuta celda, y prometieron dedicarle la Copa Mundo al presidente. “Había una química increíble, los jugadores se sintieron atraídos por Mandela de inmediato”, recordó el entrenador Morne du Plessis en El factor humano. Impulsados por una ola de fervor popular que contagiaba a todos los corazones, Sudáfrica le ganó a Australia, a Francia y pasó a la final contra Nueva Zelanda, los temidos All Black, los mejores del mundo.
Las seis semanas que duró el Mundial le cambiaron la cara al país. En las calles todo el mundo hablaba de los Boks. Hasta Soweto, la barriada negra pobre, marginal y más politizada de Johannesburgo se paralizaba cuando jugaba la selección. Cuando esta llegó a la final, todos estaban orgullosos de su equipo. Esa mañana, el país se encontraba en ebullición. Miles de personas salieron a las calles a acompañar el bus de los Springboks.
Pero Mandela aún tenía un truco guardado. Minutos antes del pitazo inicial, enfundado en la odiada camiseta verde de los Springboks, bajó a la cancha a saludar a los jugadores. Los 63.000 espectadores del estadio Ellis Park de Johannesburgo, en su inmensa mayoría afrikáneres, no estaban seguros sobre lo que tenían que hacer, si abuchear a quien hasta hace pocos años era su peor enemigo.
La respuesta llegó sola. Con cada vez más fuerza, el grito “Nel-son, Nel-son, Nel-son” contagió todo el recinto. Los blancos habían coronado a Mandela. Como escribió Carlin: “Mandela es un genio de la política, un genio total como Mozart lo fue en la música. ¿Qué intentan hacer los políticos? Conquistar a la gente. Él conquistó a todos, incluso a la gente más improbable”.
Ahora los Springboks tenían que ganar la final. El partido fue dramático y terminó empatado. En el extratiempo, cuando la suerte de Sudáfrica parecía agonizar, Joel Stransky pateó el balón a más de 30 metros de la meta. Los Boks eran campeones, y la locura se tomó todo el país, los townships de los negros, las elegantes villas de Ciudad del Cabo, las granjas de los bóeres.
Mandela bajó de nuevo a la cancha, para entregarle al capitán Francois Pienaar la copa Webb Ellis. Le dijo: “Francois, gracias por lo que hizo por nuestro país”. Pienaar le contestó: “No señor presidente, gracias por lo que usted ha hecho”.
Ahora los Springboks tenían que ganar la final. El partido fue dramático y terminó empatado. En el extratiempo, cuando la suerte de Sudáfrica parecía agonizar, Joel Stransky pateó el balón a más de 30 metros de la meta. Los Boks eran campeones, y la locura se tomó todo el país, los townships de los negros, las elegantes villas de Ciudad del Cabo, las granjas de los bóeres.
Mandela bajó de nuevo a la cancha, para entregarle al capitán Francois Pienaar la copa Webb Ellis. Le dijo: “Francois, gracias por lo que hizo por nuestro país”. Pienaar le contestó: “No señor presidente, gracias por lo que usted ha hecho”.
Un milagro estaba pasando. Esa noche blancos y negros bailaron hasta el amanecer, mezclados en la euforia de la celebración, unidos por primera vez en la historia. El reverendo Desmond Tutu, el legendario activista pacifista, recordó que “fue extraordinario lo que pasó, volteó el país, fue una transformación increíble. Mostró que sí es posible que podamos ser una nación”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario