jueves, septiembre 30, 2021

El mundo y sus demonios

 

         

Reseña

 ¿Estamos al borde de una nueva edad oscura de irracionalismo y superstición?

En este libro conmovedor el incomparable Carl Sagan demuestra con brillantez que el pensamiento científico es necesario para salvaguardar nuestras instituciones democráticas y nuestra civilización técnica. El mundo y sus demonios es el libro más personal de Sagan, y está lleno de historias humanas entrañables y reveladoras. El autor, con las experiencias de su propia infancia y la apasionante historia de los descubrimientos de la ciencia, muestra cómo el método del pensamiento racional puede superar prejuicios y supersticiones para dejar al descubierto la verdad, con frecuencia, resulta sorprendente.



Prefacio

Mis Profesores

Era un día de tormenta en el otoño de 1939. Afuera, en las calles alrededor del edificio de apartamentos, las hojas caían y formaban pequeños remolinos, cada una con vida propia. Era agradable estar dentro, a salvo y caliente, mientras mi madre preparaba la cena en la habitación contigua. En nuestro apartamento no había niños mayores que se metieran con uno sin razón. Precisamente, la semana anterior me había visto envuelto en una pelea... no recuerdo, después de tantos años, con quién; quizá fuera con Snoony Ágata, del tercer piso... y, tras un violento golpe, mi puño atravesó el cristal del escaparate de la farmacia de Schechter. El señor Schechter se mostró solícito: «No pasa nada, tengo seguro», dijo mientras me untaba la muñeca con un antiséptico increíblemente doloroso. Mi madre me llevó al médico, que tenía la consulta en la planta baja de nuestro bloque. Con unas pinzas extrajo un fragmento de vidrio y, provisto de aguja e hilo, me aplicó dos puntos.

«¡Dos puntos!», había repetido mi padre por la noche. Sabía de puntos porque era cortador en la industria de la confección; su trabajo consistía en cortar patrones -espaldas, por ejemplo, o mangas para abrigos y trajes de señora- de un montón de tela enorme con una temible sierra eléctrica. A continuación, unas interminables hileras de mujeres sentadas ante máquinas de coser ensamblaban los patrones. Le complacía que me hubiera enfadado tanto como para vencer mi natural timidez.

A veces es bueno devolver el golpe. Yo no había pensado ejercer ninguna violencia. Simplemente ocurrió así. Snoony me empujó y, a continuación, mi puño atravesó el escaparate del señor Schechter. Yo me había lesionado la muñeca, había generado un gasto médico inesperado, había roto un cristal, y nadie se había enfadado conmigo. En cuanto a Snoony, estaba más simpático que nunca. Intenté dilucidar cuál era la lección de todo aquello. Pero era mucho más agradable intentar descubrirlo en el calor del apartamento, mirando a través de la ventana de la sala la bahía de Nueva York, que arriesgarme a un nuevo contratiempo en las calles.

Mi madre se había cambiado de ropa y maquillado como solía hacer siempre antes de que llegara mi padre. Casi se había puesto el sol y nos quedamos los dos mirando más allá de las aguas embravecidas. —Allí fuera hay gente que lucha, y se matan unos a otros —dijo haciendo una señal vaga hacia el Atlántico. Yo miré con atención.

—Lo sé —contesté—. Los veo.

—No, no los puedes ver —repuso ella, casi con severidad, antes de volver a la cocina—. Están demasiado lejos.

¿Cómo podía saber ella si yo los veía o no?, me pregunté. Forzando la vista, me había parecido discernir una fina franja de tierra en el horizonte sobre la que unas pequeñas figuras se empujaban, pegaban y peleaban con espadas como en mis cómics. Pero quizá tuviera razón. Quizá se trataba sólo de mi imaginación; como los monstruos de medianoche que, en ocasiones, todavía me despertaban de un sueño profundo, con el pijama empapado de sudor y el corazón palpitante.

¿Cómo se puede saber cuando alguien sólo imagina? Me quedé contemplando las aguas grises hasta que se hizo de noche y me mandaron a lavarme las manos para cenar. Para mi delicia, mi padre me tomó en brazos. Podía notar el frío del mundo exterior contra su barba de un día.

* * * *

UN DOMINGO DE AQUEL MISMO AÑO, mi padre me había explicado con paciencia el papel del cero como punto de origen en aritmética, los nombres de sonido malicioso de los números grandes y que no existe el número más grande («Siempre puedes añadir uno más», decía). De pronto me entró una compulsión infantil de escribir en secuencia todos los números enteros del uno al mil. No teníamos ninguna libreta de papel, pero mi padre me ofreció el montón de cartones grises que guardaba cuando le traían las camisas de la lavandería. Empecé el proyecto con entusiasmo, pero me sorprendió lo lento que era. Cuando me encontraba todavía en los cientos más bajos, mi madre anunció que era la hora del baño. Me quedé desconsolado. Tenía que llegar a mil. Intervino mi padre, que toda la vida actuó de mediador: si me sometía al baño sin rechistar, él continuaría la secuencia por mí. Yo no cabía en mí de contento. Cuando salí del baño ya estaba cerca del novecientos, y así pude llegar a mil sólo un poco después de la hora habitual de acostarme. La magnitud de los números grandes nunca ha dejado de impresionarme.

También en 1939, mis padres me llevaron a la Feria Mundial de Nueva York. Allí se me ofreció una visión de un futuro perfecto que la ciencia y la alta tecnología habían hecho posible. Habían enterrado una cápsula llena de artefactos de nuestra época, para beneficio de la gente de un futuro lejano... que, asombrosamente, quizá no supiera mucho de la gente de 1939. El «mundo del mañana» sería impecable, limpio, racionalizado y, por lo que yo podía ver, sin rastro de gente pobre.

«Vea el sonido», ordenaba de modo desconcertante un cartel. Y, desde luego, cuando el pequeño martillo golpeaba el diapasón aparecía una bella onda sinusoide en la pantalla del osciloscopio. «Escuche la luz», exhortaba otro cartel. Y, cuando el flash iluminó la fotocélula, pude escuchar algo parecido a las interferencias de nuestra radio Motorola cuando el dial no daba con la emisora. Sencillamente, el mundo encerraba una serie de maravillas que nunca me había imaginado. ¿Cómo podía convertirse un tono en una imagen y la luz en ruido?

Mis padres no eran científicos. No sabían casi nada de ciencia. Pero, al introducirme simultáneamente en el escepticismo y lo asombroso, me enseñaron los dos modos de pensamiento difícilmente compaginables que son la base del método científico. Su situación económica no superaba en mucho el nivel de pobreza. Pero cuando anuncié que quería ser astrónomo recibí un apoyo incondicional, a pesar de que ellos (como yo) sólo tenían una idea rudimentaria de lo que hace un astrónomo. Nunca me sugirieron que a lo mejor sería más oportuno que me hiciera médico o abogado.

Me encantaría poder decir que en la escuela elemental, superior o universitaria tuve profesores de ciencias que me inspiraron. Pero, por mucho que buceo en mi memoria, no encuentro ninguno. Se trataba de una pura memorización de la tabla periódica de los elementos, palancas y planos inclinados, la fotosíntesis de las plantas verdes y la diferencia entre la antracita y el carbón bituminoso, Pero no había ninguna elevada sensación de maravilla, ninguna indicación de una perspectiva evolutiva, nada sobre ideas erróneas que todo el mundo había creído ciertas en otra época. Se suponía que en los cursos de laboratorio del instituto debíamos encontrar una respuesta. Si no era así, nos suspendían. 

No se nos animaba a profundizar en nuestros propios intereses, ideas o errores conceptuales. Al final del libro de texto había material que parecía interesante, pero el año escolar siempre terminaba antes de llegar a dicho final. Era posible ver maravillosos libros de astronomía, por ejemplo, en las bibliotecas, pero no en la clase. Se nos enseñaba la división larga como si se tratara de una serie de recetas de un libro de cocina, sin ninguna explicación de cómo esta secuencia particular de divisiones cortas, multiplicaciones y restas daba la respuesta correcta. En el instituto se nos enseñaba con reverencia la extracción de raíces cuadradas, como si se tratara de un método entregado tiempo atrás en el monte Sinaí. Nuestro trabajo consistía meramente en recordar lo que se nos había ordenado: consigue la respuesta correcta, no importa que entiendas lo que haces. En segundo curso tuve un profesor de álgebra muy capacitado que me permitió aprender muchas matemáticas, pero era un matón que disfrutaba haciendo llorar a las chicas. En todos aquellos años de escuela mantuve mi interés por la ciencia leyendo libros y revistas sobre realidad y ficción científica. La universidad fue la realización de mis sueños: encontré profesores que no sólo entendían la ciencia sino que realmente eran capaces de explicarla. Tuve la suerte de estudiar en una de las grandes instituciones del saber de la época: la Universidad de Chicago. Estudiaba física en un departamento que giraba alrededor de Enrico Fermi; descubrí la verdadera elegancia matemática con Subrahmanyan Chandrasekhar; tuve la oportunidad de hablar de química con Harold Urey; durante los veranos fui aprendiz de biología con H. J. Muller en la Universidad de Indiana; y aprendí astronomía planetaria con el único practicante con plena dedicación de la época, G. P. Kuiper.

En Kuiper vi por primera vez el llamado cálculo sobre servilleta de papel: se te ocurre una posible solución a un problema, coges una servilleta de papel, apelas a tu conocimiento de física fundamental, garabateas unas cuantas ecuaciones aproximadas, las sustituyes por valores numéricos probables y compruebas si la respuesta puede resolver de algún modo tu problema. Si no es así, debes buscar una solución diferente. Es una manera de ir eliminando disparates como si fueran capas de una cebolla.

En la Universidad de Chicago también tuve la suerte de encontrarme con un programa de educación general diseñado por Robert M. Hutchins en el que la ciencia se presentaba como parte integral del maravilloso tapiz del conocimiento humano. Se consideraba impensable que un aspirante a físico no conociera a Platón, Aristóteles, Bach, Shakespeare, Gibbon, Malinowski y Freud... entre otros. En una clase de introducción a la ciencia se nos presentó de modo tan irresistible el punto de vista de Tolomeo de que el Sol giraba alrededor de la Tierra que muchos estudiantes tuvieron que replantearse su confianza en Copérnico. La categoría de los profesores en el programa de Hutchins no tenía casi nada que ver con la investigación; al contrario —a diferencia de lo que es habitual en las universidades norteamericanas de hoy—, se valoraba a los profesores por su manera de enseñar, por su capacidad de transmitir información e inspirar a la futura generación.

En este ambiente embriagador pude rellenar algunas lagunas de mi educación. Se me aclararon muchos aspectos que me habían parecido profundamente misteriosos, y no sólo en la ciencia. También fui testigo de primera mano de la alegría que sentían los que tenían el privilegio de descubrir algo sobre el funcionamiento del universo.

Siempre me he sentido agradecido a mis mentores de la década de 1950 y he hecho lo posible para que todos ellos conocieran mi aprecio. Pero cuando echo la vista atrás me parece que lo más esencial no lo aprendí de mis maestros de escuela, ni siquiera de mis profesores de universidad, sino de mis padres, que no sabían nada en absoluto de ciencia, en aquel año tan lejano de 1939.

         

Capítulo 1

Lo más preciado

Toda nuestra ciencia, comparada con la realidad, es primitiva e infantil... y sin embargo es lo más preciado que tenemos.

Albert Einstein 

 Cuando bajé del avión, el hombre me esperaba con un pedazo de cartón en el que estaba escrito mi nombre. Yo iba a una conferencia de científicos y comentaristas de televisión dedicada a la aparentemente imposible tarea de mejorar la presentación de la ciencia en la televisión comercial. Amablemente, los organizadores me habían enviado un chofer.

— ¿Le molesta que le haga una pregunta? —me dijo mientras esperábamos la maleta.

No, no me molestaba.

— ¿No es un lío tener el mismo nombre que el científico aquel?

Tardé un momento en comprenderlo. ¿Me estaba tomando el pelo? Finalmente lo entendí.

—Yo soy el científico aquel —respondí. Calló un momento y luego sonrió.

—Perdone. Como ése es mi problema, pensé que también sería el suyo.

Me tendió la mano.

—Me llamo William F. Buckley.

(Bueno, no era exactamente William F. Buckley, pero llevaba el nombre de un conocido y polémico entrevistador de televisión, lo que sin duda le había valido gran número de inofensivas bromas.) Mientras nos instalábamos en el coche para emprender el largo recorrido, con los limpiaparabrisas funcionando rítmicamente, me dijo que se alegraba de que yo fuera «el científico aquel» porque tenía muchas preguntas sobre ciencia. ¿Me molestaba?

No, no me molestaba.

Y nos pusimos a hablar. Pero no de ciencia. Él quería hablar de los extraterrestres congelados que languidecían en una base de las Fuerzas Aéreas cerca de San Antonio, de «canalización» (una manera de oír lo que hay en la mente de los muertos... que no es mucho, por lo visto), de cristales, de las profecías de Nostradamus, de astrología, del sudario de Turín... Presentaba cada uno de estos portentosos temas con un entusiasmo lleno de optimismo. Yo me veía obligado a decepcionarle cada vez.

—La prueba es insostenible —le repetía una y otra vez—. Hay una explicación mucho más sencilla.

En cierto modo era un hombre bastante leído. Conocía los distintos matices especulativos, por ejemplo, sobre los «continentes hundidos» de la Atlántida y Lemuria. Se sabía al dedillo cuáles eran las expediciones submarinas previstas para encontrar las columnas caídas y los minaretes rotos de una civilización antiguamente grande cuyos restos ahora sólo eran visitados por peces luminiscentes de alta mar y calamares gigantes. Sólo que... aunque el océano guarda muchos secretos, yo sabía que no hay la más mínima base oceanográfica o geofísica para deducir la existencia de la Atlántida y Lemuria. Por lo que sabe la ciencia hasta este momento, no existieron jamás. A estas alturas, se lo dije de mala gana.

Mientras viajábamos bajo la lluvia me di cuenta de que el hombre estaba cada vez más taciturno. Con lo que yo le decía no sólo descartaba una doctrina falsa, sino que eliminaba una faceta preciosa de su vida interior.

Y, sin embargo, hay tantas cosas en la ciencia real, igualmente excitantes y más misteriosas, que presentan un desafío intelectual mayor... además de estar mucho más cerca de la verdad. ¿Sabía algo de las moléculas de la vida que se encuentran en el frío y tenue gas entre las estrellas? ¿Había oído hablar de las huellas de nuestros antepasados encontradas en ceniza volcánica de cuatro millones de años de antigüedad? ¿Y de la elevación del Himalaya cuando la India chocó con Asia? ¿O de cómo los virus, construidos como jeringas hipodérmicas, deslizan su ADN más allá de las defensas del organismo del anfitrión y subvierten la maquinaria reproductora de las células; o de la búsqueda por radio de inteligencia extraterrestre; o de la recién descubierta civilización de Ebla, que anunciaba las virtudes de la cerveza de Ebla? No, no había oído nada de todo aquello. Tampoco sabía nada, ni siquiera vagamente, de la indeterminación cuántica, y sólo reconocía el ADN como tres letras mayúsculas que aparecían juntas con frecuencia. El señor «Buckley» —que sabía hablar, era inteligente y curioso— no había oído prácticamente nada de ciencia moderna. Tenía un interés natural en las maravillas del universo. Quería saber de ciencia, pero toda la ciencia había sido expurgada antes de llegar a él. A este hombre le habían fallado nuestros recursos culturales, nuestro sistema educativo, nuestros medios de comunicación. Lo que la sociedad permitía que se filtrara eran principalmente apariencias y confusión. Nunca le habían enseñado a distinguir la ciencia real de la burda imitación. No sabía nada del funcionamiento de la ciencia.

Hay cientos de libros sobre la Atlántida, el continente mítico que según dicen existió hace unos diez mil años en el océano Atlántico. (O en otra parte. Un libro reciente lo ubica en la Antártida.). La historia viene de Platón, que lo citó como un rumor que le llegó de épocas remotas. Hay libros recientes que describen con autoridad el alto nivel tecnológico, moral y espiritual de la Atlántida y la gran tragedia de un continente poblado que se hundió entero bajo las olas. Hay una Atlántida de la «Nueva Era», «la civilización legendaria de ciencias avanzadas», dedicada principalmente a la «ciencia» de los cristales. En una trilogía titulada La ilustración del cristal, de Katrina Raphaell -unos libros que han tenido un papel principal en la locura del cristal en Norteamérica-, los cristales de la Atlántida leen la mente, transmiten pensamientos, son depositarios de la historia antigua y modelo y fuente de las pirámides de Egipto. No se ofrece nada parecido a una prueba que fundamente esas afirmaciones. (Podría resurgir la manía del cristal tras el reciente descubrimiento de la ciencia sismológica de que el núcleo interno de la Tierra puede estar compuesto por un cristal único, inmenso, casi perfecto... de hierro.)

Algunos libros -Leyendas de la Tierra, de Dorothy Vitaliano, por ejemplo- interpretan comprensivamente las leyendas originales de la Atlántida en términos de una pequeña isla en el Mediterráneo que fue destruida por una erupción volcánica, o una antigua ciudad que se deslizó dentro del golfo de Corinto después de un terremoto. Por lo que sabemos, ésa puede ser la fuente de la leyenda, pero de ahí a la destrucción de un continente en el que había surgido una civilización técnica y mística preternaturalmente avanzada hay una gran distancia.

Lo que casi nunca encontramos -en bibliotecas públicas, escaparates de revistas o programas de televisión en horas punta- es la prueba de la extensión del suelo marino y la tectónica de placas y del trazado del fondo del océano, que muestra de modo inconfundible que no pudo haber ningún continente entre Europa y América en una escala de tiempo parecida a la propuesta.

Es muy fácil encontrar relatos espurios que hacen caer al crédulo en la trampa. Mucho más difícil es encontrar tratamientos escépticos. El escepticismo no vende. Es cien, mil veces más probable que una persona brillante y curiosa que confíe enteramente en la cultura popular para informarse de algo como la Atlántida se encuentre con una fábula tratada sin sentido crítico que con una valoración sobria y equilibrada.

Quizá el señor «Buckley» debería aprender a ser más escéptico con lo que le ofrece la cultura popular. Pero, aparte de eso, es difícil echarle la culpa. Él se limitaba a aceptar lo que la mayoría de las fuentes de información disponibles y accesibles decían que era la verdad. Por su ingenuidad, se veía confundido y embaucado sistemáticamente.

La ciencia origina una gran sensación de prodigio. Pero la pseudociencia también. Las popularizaciones dispersas y deficientes de la ciencia dejan unos nichos ecológicos que la pseudociencia se apresura a llenar. Si se llegara a entender ampliamente que cualquier afirmación de conocimiento exige las pruebas pertinentes para ser aceptada, no habría lugar para la pseudociencia. Pero, en la cultura popular, prevalece una especie de ley de Gresham según la cual la mala ciencia produce buenos resultados.

En todo el mundo hay una enorme cantidad de personas inteligentes, incluso con un talento especial, que se apasionan por la ciencia. Pero no es una pasión correspondida. Los estudios sugieren que un noventa y cinco por ciento de los americanos son «analfabetos científicos». Es exactamente la misma fracción de afroamericanos analfabetos, casi todos esclavos, justo antes de la guerra civil, cuando se aplicaban severos castigos a quien enseñara a leer a un esclavo. Desde luego, en las cifras sobre analfabetismo hay siempre cierto grado de arbitrariedad, tanto si se aplica al lenguaje como a la ciencia. Pero un noventa y cinco por ciento de analfabetismo es extremadamente grave.

Todas las generaciones se preocupan por la decadencia de los niveles educativos. Uno de los textos más antiguos de la historia humana, datado en Sumeria hace unos cuatro mil años, lamenta el desastre de que los jóvenes sean más ignorantes que la generación inmediatamente precedente. Hace dos mil cuatrocientos años, el anciano y malhumorado Platón, en el libro VII de Las leyes, dio su definición de analfabetismo científico:

El hombre que no pudiera discernir el uno ni el dos ni el tres ni en general los pares y los impares, o el que no supiera nada de contar, o quien no fuera capaz de medir el día y la noche o careciera de experiencia acerca de las revoluciones de la Luna o del Sol o de los demás astros... Lo que hay que decir que es menester que aprendan los hombres libres en cada materia es todo aquello que aprende en Egipto junto con las letras la innumerable grey de los niños. En primer lugar, por lo que toca al cálculo, se han inventado unos sencillos procedimientos para que los niños aprendan jugando y a gusto... Yo... cuando en tiempos me enteré tardíamente de lo que nos ocurre en relación con ello, me quedé muy impresionado, y entonces me pareció que aquello no era cosa humana, sino propia más bien de bestias porcinas, y sentí vergüenza no sólo por mí mismo sino en nombre de los helenos todos.[1]

No sé hasta qué punto la ignorada de la ciencia y las matemáticas contribuyó al declive de la antigua Atenas, pero sé que las consecuencias del analfabetismo científico son mucho más peligrosas en nuestra época que en cualquier otra anterior. Es peligroso y temerario que el ciudadano medio mantenga su ignorancia sobre el calentamiento global, la reducción del ozono, la contaminación del aire, los residuos tóxicos y radiactivos, la lluvia ácida, la erosión del suelo, la deforestación tropical, el crecimiento exponencial de la población. Los trabajos y sueldos dependen de la ciencia y la tecnología. Si nuestra nación no puede fabricar, a bajo precio y alta calidad, los productos que la gente quiere comprar, las industrias seguirán desplazándose para transferir un poco más de prosperidad a otras partes del mundo. Considérense las ramificaciones sociales de la energía generada por la fisión y fusión nucleares, las super-computadoras, las «autopistas» de datos, el aborto, el radón, las reducciones masivas de armas estratégicas, la adicción, la intromisión del gobierno en la vida de sus ciudadanos, la televisión de alta resolución, la seguridad en líneas aéreas y aeropuertos, los trasplantes de tejido fetal, los costes de la sanidad, los aditivos de alimentos, los fármacos para tratar psicomanías, depresiones o esquizofrenia, los derechos de los animales, la superconductividad, las píldoras del día siguiente, las predisposiciones antisociales presuntamente hereditarias, las estaciones espaciales, el viaje a Marte, el hallazgo de remedios para el sida y el cáncer...


¿Cómo podemos incidir en la política nacional -o incluso tomar decisiones inteligentes en nuestras propias vidas- si no podemos captar los temas subyacentes? En el momento de escribir estas páginas, el Congreso está tratando la disolución de su departamento de valoración tecnológica, la única organización con la tarea específica de asesorar a la Casa Blanca y al Senado sobre ciencia y tecnología. Su competencia e integridad a lo largo de los años ha sido ejemplar. De los quinientos treinta y cinco miembros del Congreso de Estados Unidos, por extraño que parezca a finales del siglo XX, sólo el uno por ciento tiene unos antecedentes científicos significativos. El último presidente con preparación científica debió de ser Thomas Jefferson.[2][

¿Cómo deciden esos asuntos los americanos? ¿Cómo instruyen a sus representantes? ¿Quién toma en realidad estas decisiones, y sobre qué base?

* * * *

HIPÓCRATES DE COS ES EL PADRE DE LA MEDICINA. Todavía se le recuerda 2.500 años después por el Juramento de Hipócrates (del que existe una forma modificada que los estudiantes de medicina pronuncian cuando se licencian). Pero, principalmente, se le recuerda por sus esfuerzos por retirar el manto de superstición de la medicina para llevarla a la luz de la ciencia. En un pasaje típico, Hipócrates escribió: «Los hombres creen que la epilepsia es divina, meramente porque no la pueden entender. Pero si llamasen divino a todo lo que no pueden entender, habría una infinidad de cosas divinas.» En lugar de reconocer que somos ignorantes en muchas áreas, hemos tendido a decir cosas como que el universo está impregnado de lo inefable. Se asigna la responsabilidad de lo que todavía no entendemos a un Dios de lo ignorado. A medida que fue avanzando el conocimiento de la medicina a partir del siglo IV, cada vez era más lo que entendíamos y menos lo que teníamos que atribuir a la intervención divina: tanto en las causas como en el tratamiento de la enfermedad. La muerte en el parto y la mortalidad infantil han disminuido, el tiempo de vida ha aumentado y la medicina ha mejorado la calidad de vida de millones de personas en todo el planeta.

En el diagnóstico de la enfermedad, Hipócrates introdujo elementos del método científico. Exhortaba a la observación atenta y meticulosa: «No dejéis nada a la suerte. Controladlo todo. Combinad observaciones contradictorias. Concedeos el tiempo suficiente.» Antes de la invención del termómetro, hizo gráficas de las curvas de temperatura de muchas enfermedades. Recomendó a los médicos que, a partir de los síntomas del momento, intentaran predecir el pasado y el probable curso futuro de cada enfermedad. Daba gran importancia a la honestidad. Estaba dispuesto a admitir las limitaciones del conocimiento del médico. No mostraba ningún recato en confiar a la posteridad que más de la mitad de sus pacientes habían muerto por causa de las enfermedades que él trataba. Sus opciones, desde luego, eran limitadas; los únicos fármacos de que disponía eran principalmente laxantes, eméticos y narcóticos. Se practicaba la cirugía y la cauterización. En los tiempos clásicos se hicieron avances considerables hasta la caída de Roma.

Mientras en el mundo islámico florecía la medicina, en Europa se entró realmente en una edad oscura. Se perdió la mayor parte del conocimiento de anatomía y cirugía.

Abundaba la confianza en la oración y las curaciones milagrosas. Desaparecieron los médicos seculares. Se usaban ampliamente cánticos, pociones, horóscopos y amuletos. Se restringieron o ilegalizaron las disecciones de cadáveres, lo que impedía que los que practicaban la medicina adquirieran conocimiento de primera mano del cuerpo humano. La investigación médica llegó a un punto muerto.

Era muy parecido a lo que el historiador Edward Gibbon describió para todo el Imperio oriental, cuya capital era Constantinopla: En el transcurso de diez siglos no se hizo ni un solo descubrimiento que exaltara la dignidad o promoviera la felicidad de la humanidad. No se había añadido ni una sola idea a los sistemas especulativos de la antigüedad y toda una serie de pacientes discípulos se convirtieron en su momento en los maestros dogmáticos de la siguiente generación servil.

La práctica médica premoderna no logró salvar a muchos ni siquiera en su mejor momento. La reina Ana fue la última Estuardo de Gran Bretaña. En los últimos diecisiete años del siglo XVII se quedó embarazada dieciocho veces. Sólo cinco niños le nacieron vivos. Sólo uno sobrevivió a la infancia. Murió antes de llegar a la edad adulta y antes de la coronación de la reina en 1702. No parece haber ninguna prueba de trastorno genético. Contaba con los mejores cuidados médicos que se podían comprar con dinero.

Las trágicas enfermedades que en otra época se llevaban un número incontable de bebés y niños se han ido reduciendo progresivamente y se curan gracias a la ciencia: por el descubrimiento del mundo de los microbios, por la idea de que médicos y comadronas se lavaran las manos y esterilizaran sus instrumentos, mediante la nutrición, la salud pública y las medidas sanitarias, los antibióticos, fármacos, vacunas, el descubrimiento de la estructura molecular del ADN, la biología molecular y, ahora, la terapia genética. Al menos en el mundo desarrollado, los padres tienen muchas más posibilidades de ver alcanzar la madurez a sus hijos de las que tenía la heredera al trono de una de las naciones más poderosas de la Tierra a finales del siglo XVII. La viruela ha desaparecido del mundo. El área de nuestro planeta infestada de mosquitos transmisores de la malaria se ha reducido de manera espectacular. La esperanza de vida de un niño al que se diagnostica leucemia ha ido aumentando progresivamente año tras año. La ciencia permite que la Tierra pueda alimentar a una cantidad de humanos cientos de veces mayor, y en condiciones mucho menos miserables, que hace unos cuantos miles de años.

Podemos rezar por una víctima del cólera o podemos darle quinientos miligramos de tetraciclina cada doce horas. (Todavía hay una religión, la «ciencia cristiana», que niega la teoría del germen de la enfermedad; si falla la oración, los fieles de esta secta preferirían ver morir a sus hijos antes que darles antibióticos.) Podemos intentar una terapia psicoanalítica casi fútil con el paciente esquizofrénico, o darle de trescientos a quinientos miligramos de clozapina al día. Los tratamientos científicos son cientos o miles de veces más eficaces que los alternativos. (E incluso cuando parece que las alternativas funcionan, no sabemos si realmente han tenido algún papel: Pueden producirse remisiones espontáneas, incluso del cólera y la esquizofrenia, sin oración y sin psicoanálisis.) Abandonar la ciencia significa abandonar mucho más que el aire

acondicionado, el aparato de CD, los secadores del pelo y los coches rápidos.

En la época pre agrícola, de cazadores-recolectores, la expectativa de vida humana era de veinte a treinta años, la misma que en Europa occidental a finales de la época romana medieval. La media no ascendió a cuarenta años hasta alrededor del año 1870.

Llegó a cincuenta en 1915, sesenta en 1930, setenta en 1955 y hoy se acerca a ochenta (un poco más para las mujeres, un poco menos para los hombres). El resto del mundo sigue los pasos del incremento europeo de la longevidad. ¿Cuál es la causa de esta transición humanitaria asombrosa, sin precedentes? La teoría del germen como causante de la enfermedad, las medidas de salud pública, las medicinas y la tecnología médica. La longevidad quizá sea la mejor medida de la calidad de vida física. (Si uno está muerto, no puede hacer nada para ser feliz.) Es un ofrecimiento muy valioso de la ciencia a la humanidad: nada menos que el don de la vida.

Pero los microorganismos se transforman. Aparecen nuevas enfermedades que se extienden como el fuego. Hay una batalla constante entre medidas microbianas y contramedidas humanas. Nos ponemos a la altura de esta competición no sólo diseñando nuevos fármacos y tratamientos, sino avanzando progresivamente con mayor profundidad en la comprensión de la naturaleza de la vida: una investigación básica.

Si queremos que el mundo escape de las temibles consecuencias del crecimiento de la población global y de los diez mil o doce mil millones de personas en el planeta a finales del siglo XXI, debemos inventar medios seguros y más eficientes de cultivar alimentos, con el consiguiente abastecimiento de semillas, riego, fertilizantes, pesticidas, sistemas de transporte y refrigeración. También se necesitarán métodos contraceptivos ampliamente disponibles y aceptables, pasos significativos hacia la igualdad política de las mujeres y mejoras en las condiciones de vida de los más pobres. ¿Cómo puede conseguirse todo eso sin ciencia y tecnología?

Sé que la ciencia y la tecnología no son simples cornucopias que vierten dones al mundo. Los científicos no sólo concibieron las armas nucleares; también agarraron a los líderes políticos por las solapas para que entendieran que su nación —cualquiera que ésta fuera— tenía que ser la primera en tenerlas. Luego fabricaron más de sesenta mil. Durante la guerra fría, los científicos de Estados Unidos, la Unión Soviética, China y otras naciones estaban dispuestos a exponer a sus compatriotas a la radiación —en la mayoría de los casos sin su conocimiento— con el fin de prepararse para la guerra nuclear. Los médicos de Tuskegee, Alabama, engañaron a un grupo de veteranos que creían recibir tratamiento médico para la sífilis, cuando en realidad servían de grupo de control sin tratamiento. Son conocidas las atrocidades perpetradas por los médicos nazis.

Nuestra tecnología ha producido la talidomida, el CFC, el agente naranja, el gas nervioso, la contaminación del aire y el agua, la extinción de especies e industrias tan poderosas que pueden arruinar el clima del planeta. Aproximadamente, la mitad de los científicos de la Tierra trabajan al menos a tiempo parcial para los militares. Aunque todavía se ve a algunos científicos como personas independientes que critican con valentía los males de la sociedad y advierten con antelación de las potenciales catástrofes tecnológicas, también se considera que muchos de ellos son oportunistas acomodaticios o complacientes originadores de beneficios corporativos y armas de destrucción masiva, sin tener en cuenta las consecuencias a largo plazo. Los peligros tecnológicos que plantea la ciencia, su desafío implícito al saber tradicional y la dificultad que se percibe en ella son razones para que alguna gente desconfíe de la ciencia y la evite. Hay una razón por la que la gente se pone nerviosa ante la ciencia y la tecnología. De modo que el mundo vive obcecado con la imagen del científico loco: desde los chiflados de bata blanca de los programas infantiles del sábado por la mañana y la plétora de tratos faustianos de la cultura popular, desde el epónimo doctor Fausto en persona al Dr. Frankenstein, Dr. Strangelove y Jurassic Park.

Pero no nos podemos limitar a concluir que la ciencia pone demasiado poder en manos de tecnólogos moralmente débiles o políticos corruptos enloquecidos por el poder y decidir, en consecuencia, prescindir de ella. Los avances en medicina y agricultura han salvado muchas más vidas que las que se han perdido en todas las guerras de la historia.[3]

Los avances en transportes, comunicación y espectáculos han transformado y unificado el mundo. En las encuestas de opinión, la ciencia queda clasificada siempre entre las ocupaciones más admiradas y fiables, a pesar de los recelos. La espada de la ciencia es de doble filo. Su temible poder nos impone a todos, incluidos los políticos, pero desde luego especialmente a los científicos, una nueva responsabilidad: más atención a las consecuencias a largo plazo de la tecnología, una perspectiva global y transgeneracional y un incentivo para evitar las llamadas fáciles al nacionalismo y el chauvinismo. El coste de los errores empieza a ser demasiado alto.

* * * *

¿NOS INTERESA LA VERDAD? ¿Tiene alguna importancia? ...donde la ignorancia es una bendición es una locura ser sabio, escribió el poeta Thomas Gray. Pero ¿es así? Edmund Way Teale, en su libro de 1950, Círculo de las estaciones, planteó mejor el dilema:

Moralmente es tan malo no querer saber si algo es verdad o no, siempre que permita sentirse bien, como lo es no querer saber cómo se gana el dinero siempre que se consiga.

Por ejemplo, es descorazonador descubrir la corrupción y la incompetencia del gobierno, pero ¿es mejor no saber nada de ello? ¿A qué intereses sirve la ignorancia? Si los humanos tenemos, por ejemplo, una propensión hereditaria al odio a los forasteros, ¿no es el autoconocimiento el único antídoto? Si ansiamos creer que las estrellas salen y se ponen para nosotros, que somos la razón por la que hay un universo, ¿es negativo el servicio que nos presta la ciencia para rebajar nuestras expectativas?

En La genealogía de la moral, Friedrich Nietzsche, como tantos antes y después, critica el «progreso ininterrumpido en la autodesvalorización del hombre» causado por la revolución científica. Nietzsche lamenta la pérdida de la «creencia del hombre en su dignidad, su unicidad, su insustitubilidad en el esquema de la existencia». Para mí es mucho mejor captar el universo como es en realidad que persistir en el engaño, por muy satisfactorio y reconfortante que sea. ¿Qué actitud es la que nos equipa mejor para sobrevivir a largo plazo? ¿Qué nos da una mayor influencia en nuestro futuro? Y si nuestra ingenua autoconfianza queda un poco socavada en el proceso, ¿es tan grande la pérdida, en realidad? ¿No hay motivo para darle la bienvenida como una experiencia que hace madurar e imprime carácter?

Descubrir que el universo tiene de ocho mil a quince mil millones de años y no de seis mil a doce mil[4] mejora nuestra apreciación de su alcance y grandeza; mantener la idea de que somos una disposición particularmente compleja de átomos y no una especie de hálito de divinidad, aumenta cuando menos nuestro respeto por los átomos; descubrir, como ahora parece posible, que nuestro planeta es uno de los miles de millones de otros mundos en la galaxia de la Vía Láctea y que nuestra galaxia es una entre miles de millones más, agranda majestuosamente el campo de lo posible; encontrar que nuestros antepasados también eran los ancestros de los monos nos vincula al resto de seres vivos y da pie a importantes reflexiones - aunque a veces lamentables- sobre la naturaleza humana.

Sencillamente, no hay vuelta atrás. Nos guste o no, estamos atados a la ciencia. Lo mejor sería sacarle el máximo provecho. Cuando finalmente lo aceptemos y reconozcamos plenamente su belleza y poder, nos encontraremos con que, tanto en asuntos espirituales como prácticos; salimos ganando.

Pero la superstición y la pseudociencia no dejan de interponerse en el camino para distraer a todos los «Buckley» que hay entre nosotros, proporcionar respuestas fáciles, evitar el escrutinio escéptico, apelar a nuestros temores y devaluar la experiencia, convirtiéndonos en practicantes rutinarios y cómodos además de víctimas de la credulidad. Sí, el mundo sería más interesante si hubiera ovnis al acecho en las aguas profundas de las Bermudas tragándose barcos y aviones, o si los muertos pudieran hacerse con el control de nuestras manos y escribirnos mensajes. Sería fascinante que los adolescentes fueran capaces de hacer saltar el auricular del teléfono de su horquilla sólo con el pensamiento, o que nuestros sueños pudieran predecir acertadamente el futuro con mayor asiduidad que la que puede explicarse por la casualidad y nuestro conocimiento del mundo.

Todo eso son ejemplos de pseudociencia. Pretenden utilizar métodos y descubrimientos de la ciencia, mientras que en realidad son desleales a su naturaleza, a menudo porque se basan en pruebas insuficientes o porque ignoran claves que apuntan en otra dirección. Están infestados de credulidad. Con la cooperación desinformada (y a menudo la connivencia cínica) de periódicos, revistas, editores, radio, televisión, productores de cine y similares, esas ideas se encuentran fácilmente en todas partes. Mucho más difíciles de encontrar, como pude constatar en mi encuentro con el señor «Buckley», son los descubrimientos alternativos más desafiantes e incluso más asombrosos de la ciencia.

La pseudociencia es más fácil de inventar que la ciencia, porque hay una mayor disposición a evitar confrontaciones perturbadoras con la realidad que no permiten controlar el resultado de la comparación. Los niveles de argumentación, lo que pasa por pruebas, son mucho más relajados. En parte por las mismas razones, es mucho más fácil presentar al público en general la pseudociencia que la ciencia. Pero eso no basta para explicar su popularidad.

Naturalmente, la gente prueba distintos sistemas de creencias para ver si le sirven. Y, si estamos muy desesperados, todos llegamos a estar de lo más dispuestos a abandonar lo que podemos percibir como una pesada carga de escepticismo. La pseudociencia colma necesidades emocionales poderosas que la ciencia suele dejar insatisfechas. Proporciona fantasías sobre poderes personales que nos faltan y anhelamos (como los que se atribuyen a los superhéroes de los cómics  hoy en día, y anteriormente a los dioses). En algunas de sus manifestaciones ofrece una satisfacción del hambre espiritual, la curación de las enfermedades, la promesa de que la muerte no es el fin. Nos confirma nuestra centralidad e importancia cósmica. Asegura que estamos conectados, vinculados, al universo.[5] A veces es una especie de hogar a medio camino entre la antigua religión y la nueva ciencia, del que ambas desconfían. En el corazón de alguna pseudociencia (y también de alguna religión antigua o de la «Nueva Era») se encuentra la idea de que el deseo lo convierte casi todo en realidad. Qué satisfactorio sería, como en los cuentos infantiles y leyendas folclóricas, satisfacer el deseo de nuestro corazón sólo deseándolo. Qué seductora es esta idea, especialmente si se compara con el trabajo y la suerte que se suele necesitar para colmar nuestras esperanzas. El pez encantado o el genio de la lámpara nos concederán tres deseos: lo que queramos, excepto más deseos. ¿Quién no ha pensado —sólo por si acaso, sólo por si nos encontramos o rozamos accidentalmente una vieja lámpara de hierro— qué pediría?

Recuerdo que en las tiras de cómic y libros de mi infancia salía un mago con sombrero y bigote que blandía un bastón de ébano. Se llamaba Zatara. Era capaz de provocar cualquier cosa, lo que fuera. ¿Cómo lo hacía? Fácil. Daba sus órdenes al revés. O sea, si quería un millón de dólares, decía «seralód ed nóllim, nú emad». Con eso bastaba. Era como una especie de oración, pero con resultados mucho más seguros.

A los ocho años dediqué mucho tiempo a experimentar de esta guisa, dando órdenes a las piedras para que se elevasen: «etavéle, ardeip». Nunca funcionó. Decidí que era culpa de mi pronunciación.

* * * *

PODRÍA AFIRMARSE QUE SE ABRAZA la pseudociencia en la misma proporción que se comprende mal la ciencia real... sólo que aquí acaba la comparación. Si uno nunca ha oído hablar de ciencia (por no hablar de su funcionamiento), difícilmente será consciente de estar abrazando la pseudociencia. Simplemente, estará pensando de una de las maneras que han pensado siempre los humanos. Las religiones suelen ser los viveros de protección estatal de la pseudociencia, aunque no hay razón para que tengan que representar este papel. En cierto modo es un dispositivo procedente de tiempos ya pasados. En algunos países, casi todo el mundo cree en la astrología y la adivinación, incluyendo los líderes gubernamentales. Pero eso no se les ha inculcado sólo a través de la religión; deriva de la cultura que los rodea, en la que todo el mundo se siente cómodo con estas prácticas y se encuentran testimonios que lo afirman en todas partes.

La mayoría de los casos a los que me refiero en este libro son norteamericanos... porque son los que conozco mejor, no porque la pseudociencia y el misticismo tengan mayor incidencia en Estados Unidos que en otra parte. Uri Geller, doblador de cucharas y psíquico que se comunica con extraterrestres, saluda desde Israel. A medida que crecen las tensiones entre los secularistas argelinos y los fundamentalistas musulmanes aumenta el número de gente que consulta discretamente a los diez mil adivinos y clarividentes (de los que cerca de la mitad operan con licencia del gobierno). Altos cargos franceses, incluido un antiguo presidente de la República, ordenaron la inversión de millones de dólares en una patraña (el escándalo Elf-Aquitaine) para encontrar nuevas reservas de petróleo desde el aire. En Alemania hay preocupación por los «rayos de la Tierra» carcinógenos que la ciencia no detecta; sólo pueden ser captados por experimentados zahones blandiendo sus palos ahorquillados. En las Filipinas florece la «cirugía psíquica». Los fantasmas son una obsesión nacional en Gran Bretaña. Desde la segunda guerra mundial, en Japón han aparecido una enorme cantidad de nuevas religiones que prometen lo sobrenatural. El número estimado de adivinos que prosperan en el Japón es de cien mil, con una clientela mayoritaria de mujeres jóvenes. Aum Shirikyo, una secta que se supone implicada en la fuga de gas nervioso sarín en el metro de Tokyo en marzo de 1995, cuenta entre sus principales dogmas con la levitación, la curación por la fe y la percepción extrasensorial (PES). Los seguidores bebían, a un alto precio, el agua del «estanque milagroso»... del baño de Asahara, su líder. En Tailandia se tratan enfermedades con pastillas fabricadas con Escrituras Sagradas pulverizadas. Todavía hoy se queman «brujas» en Sudáfrica. Las fuerzas australianas que mantienen la paz en Haití rescatan a una mujer atada a un árbol; está acusada de volar de tejado en tejado y chupar la sangre a los niños. En la India abunda la astrología, la geomancia está muy extendida en China.

Quizá la pseudociencia global reciente de más éxito -según muchos criterios, ya una religión- es la doctrina hindú de la meditación trascendental (MT). Las soporíferas homilías de su fundador y líder espiritual, el Maharishi Mahesh Yogi, se pueden seguir por televisión. Sentado en posición de yogui, con sus cabellos blancos veteados de negro, rodeado de guirnaldas y ofrendas florales, su aspecto es imponente. Un día, cambiando de canales, nos encontramos con esta cara. « ¿Sabéis quién es?», preguntó nuestro hijo de cuatro años. «Dios.» La organización mundial de MT tiene una valoración estimada de tres mil millones de dólares. Previo pago de una tasa, prometen que a través de la meditación pueden hacer que uno atraviese paredes, se vuelva invisible y vuele. Pensando al unísono, según dicen, han reducido el índice de delitos en Washington, D.C. y han provocado el colapso de la Unión Soviética, entre otros milagros seculares. No se ha ofrecido la más mínima prueba real de tales afirmaciones. MT vende medicina popular, dirige compañías comerciales, clínicas médicas y universidades de «investigación», y ha hecho una incursión sin éxito en la política. Con su líder de extraño carisma, su promesa de comunidad y el ofrecimiento de poderes mágicos a cambio de dinero y una fe ferviente, es el paradigma de muchas pseudociencias comercializadas para la exportación sacerdotal.

Cada vez que se renuncia a los controles civiles y a la educación científica se produce otro pequeño tirón de la pseudociencia.

Liev Trotski lo describió refiriéndose a Alemania en vísperas de la toma del poder por parte de Hitler (pero la descripción podría haberse aplicado igualmente a la Unión Soviética de 1933):

No sólo en las casas de los campesinos, sino también en los rascacielos de la ciudad, junto al siglo XX convive el XIII. Cien millones de personas usan la electricidad y creen todavía en los poderes mágicos de los signos y exorcismos... Las estrellas de cine acuden a médiums. Los aviadores que pilotan milagrosos mecanismos creados por el genio del hombre llevan amuletos en la chaqueta. ¡Qué inagotable reserva de oscuridad, ignorancia y salvajismo poseen!

 

Rusia es un caso instructivo. En la época de los zares se estimulaba la superstición religiosa, pero se suprimió sin contemplaciones el pensamiento científico y escéptico, sólo permitido a unos cuantos científicos adiestrados. Con el comunismo se suprimieron sistemáticamente la religión y la pseudociencia... excepto la superstición de la religión ideológica estatal. Se presentaba como científica, pero estaba tan lejos de este ideal como el culto misterioso menos provisto de autocrítica. Se consideraba un peligro el pensamiento crítico -excepto por parte de los científicos en compartimentos de conocimiento herméticamente aislados-, no se enseñaba en las escuelas y se castigaba cuando alguien lo expresaba. Como resultado, con el poscomunismo, muchos rusos contemplan la ciencia con sospecha. Al levantar la tapa, como ocurrió con los virulentos odios étnicos, salió a la superficie lo que hasta entonces había estado hirviendo por debajo de ella. Ahora toda la zona está inundada de ovnis, poltergeist, sanadores, curanderos, aguas mágicas y antiguas supersticiones. Un asombroso declive de la expectativa de vida, el aumento de la mortalidad infantil, las violentas epidemias de enfermedades, las condiciones sanitarias por debajo del mínimo y la ignorancia de la medicina preventiva se unen para elevar el umbral a partir del cual se dispara el escepticismo de una población cada vez más desesperada. En el momento de escribir estas líneas, el miembro más popular y más votado de la Duma, un importante defensor del ultranacionalista Vladimir Zhirinovski, es un tal Anatoli Kashprirovski: un curandero que, a distancia, con la luz deslumbrante de su rostro en la pantalla del televisor, cura enfermedades que van desde una hernia hasta el sida. Su cara pone en funcionamiento relojes estropeados.

Existe una situación más o menos análoga en China. Después de la muerte de Mao Zedong y la gradual emergencia de una economía de mercado, aparecieron los ovnis, la canalización y otros ejemplos de pseudociencia Occidental, junto con prácticas chinas tan antiguas como la adoración de los ancestros, la astrología y las adivinaciones, especialmente la versión que consiste en arrojar unas ramitas de milenrama y examinar los viejos hexagramas del I Ching. El periódico del gobierno lamentaba que «la superstición de la ideología feudal cobre nueva vida en nuestro país». Era (y sigue siendo) un mal principalmente rural, no urbano.

Los individuos con «poderes especiales» atraían a gran número de seguidores. Según decían, podían proyectar Qi, el «campo de energía del universo», desde su cuerpo para cambiar la estructura molecular de un producto químico a dos mil kilómetros de distancia, comunicarse con extraterrestres, curar enfermedades. Algunos pacientes murieron bajo los cuidados de uno de esos «maestros de Qi Gong», que fue arrestado y condenado en 1993. Wang Hong-cheng, un aficionado a la química, afirmaba haber sintetizado un líquido que, si se añadía al agua en pequeñas cantidades, la convertía en gasolina o un equivalente. Durante un tiempo recibió fondos del ejército y la policía secreta pero, cuando se constató que su invento era una patraña, fue arrestado y encarcelado. Naturalmente, se propagó la historia de que su desgracia no era producto del fraude sino de su negativa a revelar la «fórmula secreta» al gobierno. (En Norteamérica han circulado historias similares durante décadas, normalmente con la sustitución del papel del gobierno por el de una compañía petrolera o automovilística importante.) Se está llevando a los rinocerontes asiáticos a la extinción porque dicen que sus cuernos, pulverizados, previenen la impotencia; el mercado abarca todo el este de Asia.

El gobierno de China y el Partido Comunista chino estaban alarmados por estas tendencias. El 5 de diciembre de 1994 emitieron una declaración conjunta que decía, entre otras cosas:

Se ha debilitado la educación pública en temas científicos en años recientes. Al mismo tiempo han ido creciendo actividades de superstición e ignorancia y se han hecho frecuentes los casos de anticiencia y pseudociencia. En consecuencia, se deben aplicar medidas eficaces lo antes posible para fortalecer la educación pública en la ciencia. El nivel de educación pública en ciencia y tecnología es una señal importante del logro científico nacional. Es un asunto de la mayor importancia en el desarrollo económico, avance científico y progreso de la sociedad. Debemos prestar atención y potenciar esta educación pública como parte de la estrategia de modernización de nuestro país socialista para conseguir una nación poderosa y próspera. La ignorancia, como la pobreza, nunca es socialista.

Así pues, la pseudociencia en Estados Unidos es parte de una tendencia global. Sus causas, peligros, diagnóstico y tratamiento son iguales en todas partes. Aquí, los psíquicos venden sus servicios en largos anuncios de televisión con el respaldo personal de los presentadores. Tienen su canal propio, el Psychic Friends Network, con un millón de abonados anuales que lo usan como guía en su vida cotidiana. Hay una especie de astrólogo-adivino-psíquico dispuesto a aconsejar a altos ejecutivos de grandes corporaciones, analistas financieros, abogados y banqueros sobre cualquier tema. «Si la gente supiera cuántas personas, especialmente entre los más ricos y poderosos, van a los psíquicos, se quedaría con la boca abierta para siempre», dice un psíquico de Cleveland, Ohio.

Tradicionalmente, la realeza ha sido vulnerable a los fraudes psíquicos. En la antigua China y en Roma la astrología era propiedad exclusiva del emperador; cualquier uso privado de este poderoso arte se consideraba una ofensa capital. Procedentes de una cultura del sur de California particularmente crédula, Nancy y Ronald Reagan consultaban a un astrólogo para temas privados y públicos, sin que los votantes tuvieran conocimiento de ello. Parte del proceso de toma de decisiones que influyen en el futuro de nuestra civilización está sencillamente en manos de charlatanes. De todas formas, la práctica es relativamente baja en América; su extensión es mundial.

* * * *

POR DIVERTIDA QUE PUEDA PARECER la pseudociencia, por mucho que confiemos en que nunca seremos tan crédulos como para que nos afecte una doctrina así, sabemos que está ocurriendo a nuestro alrededor. La Meditación Trascendental y Aum Shin-rikyo parecen haber atraído a gran número de personas competentes, algunas con títulos avanzados de física o ingeniería. No son doctrinas para mentecatos. Hay algo más.

Más aún, nadie que esté interesado en lo que son las religiones y cómo empiezan puede ignorarlas. Aunque parece que se alzan amplias barreras entre una opinión local pseudocientífica y algo así como una religión mundial, los tabiques de separación son muy delgados. El mundo nos presenta problemas casi insuperables. Se ofrece una amplia variedad de soluciones, algunas de visión mundial muy limitada, otras de un alcance portentoso. En la habitual selección natural darwiniana de las doctrinas, algunas resisten durante un tiempo, mientras la mayoría se desvanecen rápidamente. Pero unas pocas —a veces, como ha mostrado la historia, las más descuidadas y menos atractivas de entre ellas— pueden tener el poder de cambiar profundamente la historia del mundo.

El continuum que va de la ciencia mal practicada, la pseudociencia y la superstición (antigua y de la «Nueva Era») hasta la respetable religión basada en la revelación es confuso. Intento no utilizar la palabra «culto» en este libro en el sentido habitual de una religión que desagrada al que habla. Sólo pretendo llegar a la piedra angular del conocimiento: ¿saben realmente lo que afirman saber? Todo el mundo, por lo visto, tiene una opinión relevante.

En algunos pasajes de este libro me mostraré crítico con los excesos de la teología, porque en los extremos es difícil distinguir la pseudociencia de la religión rígida y doctrinaria. Sin embargo, quiero reconocer de entrada la diversidad y complejidad prodigiosa del pensamiento y práctica religiosa a lo largo de los siglos, el crecimiento de la religión liberal y de la comunidad ecuménica en el último siglo y el hecho de que —como en la Reforma protestante, el ascenso del judaísmo de la Reforma, el Vaticano II y el llamado alto criticismo de la Biblia— la religión ha luchado (con distintos niveles de éxito) contra sus propios excesos. Pero, igual que muchos científicos parecen reacios a debatir o incluso comentar públicamente la pseudociencia, muchos defensores de las religiones principales se resisten a enfrentarse a conservadores ultras y fundamentalistas. Si se mantiene la tendencia, a la larga el campo es suyo; pueden ganar el debate por incomparecencia del contrario. Un líder religioso me escribe sobre su anhelo de «integridad disciplinada» en la religión:

Nos hemos vuelto demasiado sentimentales... La devoción extrema y la psicología barata por un lado, y la arrogancia e intolerancia dogmática por el otro, distorsionan la auténtica vida religiosa hasta hacerla irreconocible. A veces casi rozo la desesperación, pero también vivo con tenacidad y siempre con esperanza... La religión sincera, más familiar que sus críticos con las distorsiones y absurdidades perpetradas en su nombre, tiene un interés activo en alentar un escepticismo saludable para sus propósitos... Existe la posibilidad de que la religión y la ciencia forjen una relación poderosa contra la pseudociencia. Por extraño que parezca, creo que pronto se unirán para oponerse a la pseudorreligión.

La pseudociencia es distinta de la ciencia errónea. La ciencia avanza con los errores y los va eliminando uno a uno. Se llega continuamente a conclusiones falsas, pero se formulan hipotéticamente. Se plantean hipótesis de modo que puedan refutarse. Se confronta una sucesión de hipótesis alternativas mediante experimento y observación. La ciencia anda a tientas y titubeando hacia una mayor comprensión. Desde luego, cuando se descarta una hipótesis científica se ven afectados los sentimientos de propiedad, pero se reconoce que este tipo de refutación es el elemento central de la empresa científica.

La pseudociencia es justo lo contrario. Las hipótesis suelen formularse precisamente de modo que sean invulnerables a cualquier experimento que ofrezca una posibilidad de refutación, por lo que en principio no pueden ser invalidadas. Los practicantes se muestran cautos y a la defensiva. Se oponen al escrutinio escéptico. Cuando la hipótesis de los pseudocientíficos no consigue cuajar entre los científicos se alegan conspiraciones para suprimirla.

La capacidad motora en la gente sana es casi perfecta. Raramente tropezamos o caemos, excepto de pequeños o en la vejez. Aprendemos tareas como montar en bicicleta, patinar, saltar a la comba o conducir un coche y conservamos este dominio para toda la vida. Aunque estemos una década sin practicarlo, no nos cuesta ningún esfuerzo recuperarlo. La precisión y retención de nuestras habilidades motoras, sin embargo, nos da un falso sentido de confianza en nuestros otros talentos. Nuestras percepciones son falibles. A veces vemos lo que no existe. Somos víctimas de ilusiones ópticas. En ocasiones alucinamos. Tendemos a cometer errores. Un libro francamente ilustrativo, titulado Cómo sabemos que no es así: la falibilidad de la razón humana en la vida cotidiana, de Thomas Gilovich, muestra cómo la gente yerra sistemáticamente en la comprensión de números, cómo rechaza las pruebas desagradables, cómo le influyen las opiniones de otros. Somos buenos en algunas cosas, pero no en todo. La sabiduría radica en comprender nuestras limitaciones. «Porque el hombre es una criatura atolondrada», nos enseña William Shakespeare. Aquí es donde entra el puntilloso rigor escéptico de la ciencia.

Quizá la distinción más clara entre la ciencia y la pseudociencia es que la primera tiene una apreciación mucho más comprensiva de las imperfecciones humanas y la falibilidad que la pseudociencia (o revelación «inequívoca»). Si nos negamos categóricamente a reconocer que somos susceptibles de cometer un error, podemos estar seguros de que el error —incluso un error grave, una equivocación profunda— nos acompañará siempre. Pero si somos capaces de evaluarnos con un poco de coraje, por muy lamentables que sean las reflexiones que podamos engendrar, nuestras posibilidades mejoran enormemente.

Si nos limitamos a mostrar los descubrimientos y productos de la ciencia —no importa lo útiles y hasta inspiradores que puedan ser— sin comunicar su método crítico, ¿cómo puede distinguir el ciudadano medio entre ciencia y pseudociencia? Ambas se presentan como afirmación sin fundamento. En Rusia y China solía ser fácil. La ciencia autorizada era la que enseñaban las autoridades. La distinción entre ciencia y pseudociencia se hacía a medida. No hacía falta explicar las dudas. Pero en cuanto se produjeron cambios políticos profundos y se liberaron las restricciones del libre pensamiento hubo una serie de afirmaciones seguras o carismáticas —especialmente las que nos decían lo que queríamos oír— que consiguieron muchos seguidores. Cualquier idea, por improbable que fuera, conseguía autoridad.

Para el divulgador de la ciencia es un desafío supremo aclarar la historia actual y tortuosa de sus grandes descubrimientos y equivocaciones, y la testarudez ocasional de sus practicantes en su negativa a cambiar de camino. Muchos, quizá la mayoría de los libros de texto de ciencias para científicos en ciernes, lo abordan con ligereza. Es mucho más fácil presentar de modo atractivo la sabiduría destilada durante siglos de interrogación paciente y colectiva sobre la naturaleza que detallar el complicado aparato de destilación. El método, aunque sea indigesto y espeso, es mucho más importante que los descubrimientos de la ciencia.

Capítulo 2

Ciencia y esperanza

Dos hombres llegaron a un agujero en el cielo. Uno le pidió al otro que le ayudara a subir... Pero el cielo era tan bonito que el hombre que miraba por encima del margen; lo olvidó todo, olvidó a su compañero al que había prometido ayudar y salió corriendo hacia todo el esplendor del cielo.

De un poema en prosa inuit iglülik de principios del siglo XX, contado por Inugpasugjuk a Knud

Rasmussen, el explorador ártico de Groenlandia

Yo fui niño en una época de esperanza. Quise ser científico desde mis primeros días de escuela. El momento en que cristalizó mi deseo llegó cuando capté por primera vez que las estrellas eran soles poderosos, cuando constaté lo increíblemente lejos que debían de estar para aparecer como simples puntos de luz en el cielo. No estoy seguro de que entonces supiera siquiera el significado de la palabra «ciencia», pero de alguna manera quería sumergirme en toda su grandeza. Me llamaba la atención el esplendor del universo, me fascinaba la perspectiva de comprender cómo funcionan realmente las cosas, de ayudar a descubrir misterios profundos, de explorar nuevos mundos... quizá incluso literalmente. He tenido la suerte de haber podido realizar este sueño al menos en parte. Para mí, el romanticismo de la ciencia sigue siendo tan atractivo y nuevo como lo fuera aquel día, hace más de medio siglo, que me enseñaron las maravillas de la Feria Mundial de 1939.

Popularizar la ciencia -intentar hacer accesibles sus métodos y descubrimientos a los no científicos- es algo que viene a continuación, de manera natural e inmediata. No explicar la ciencia me parece perverso. Cuando uno se enamora, quiere contarlo al mundo. Este libro es una declaración personal que refleja mi relación de amor de toda la vida con la ciencia.

Pero hay otra razón: la ciencia es más que un cuerpo de conocimiento, es una manera de pensar. Preveo cómo será la América de la época de mis hijos o nietos: Estados Unidos será una economía de servicio e información; casi todas las industrias manufactureras clave se habrán desplazado a otros países; los temibles poderes tecnológicos estarán en manos de unos pocos y nadie que represente el interés público se podrá acercar siquiera a los asuntos importantes; la gente habrá perdido la capacidad de establecer sus prioridades o de cuestionar con conocimiento a los que ejercen la autoridad; nosotros, aferrados a nuestros cristales y consultando nerviosos nuestros horóscopos, con las facultades críticas en declive, incapaces de discernir entre lo que nos hace sentir bien y lo que es cierto, nos iremos deslizando, casi sin darnos cuenta, en la superstición y la oscuridad.

La caída en la estupidez de Norteamérica se hace evidente principalmente en la lenta decadencia del contenido de los medios de comunicación, de enorme influencia, las cuñas de sonido de treinta segundos (ahora reducidas a diez o menos), la programación de nivel ínfimo, las crédulas presentaciones de pseudociencia y superstición, pero sobre todo en una especie de celebración de la ignorancia. En estos momentos, la película en vídeo que más se alquila en Estados Unidos es Dumb and Dumber. Beavis y Butthead siguen siendo populares (e influyentes) entre los jóvenes espectadores de televisión. La moraleja más clara es que el estudio y el conocimiento -no sólo de la ciencia, sino de cualquier cosa- son prescindibles, incluso indeseables.

Hemos preparado una civilización global en la que los elementos más cruciales -el transporte, las comunicaciones y todas las demás industrias; la agricultura, la medicina, la educación, el ocio, la protección del medio ambiente, e incluso la institución democrática clave de las elecciones- dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos dispuesto las cosas de modo que nadie entienda la ciencia y la tecnología. Eso es una garantía de desastre. Podríamos seguir así una temporada pero, antes o después, esta mezcla combustible de ignorancia y poder nos explotará en la cara. Una vela en la oscuridad es el título de un libro valiente, con importante base bíblica, de Thomas Ady, publicado en Londres en 1656, que ataca la caza de brujas que se realizaba entonces como una patraña «para engañar a la gente». Cualquier enfermedad o tormenta, cualquier cosa fuera de lo ordinario, se atribuía popularmente a la brujería. Las brujas deben existir: Ady citaba el argumento de los «traficantes de brujas»: « ¿cómo si no existirían, o llegarían a ocurrir esas cosas?» Durante gran parte de nuestra historia teníamos tanto miedo del mundo exterior, con sus peligros impredecibles, que nos abrazábamos con alegría a cualquier cosa que prometiera mitigar o explicar el terror. La ciencia es un intento, en gran medida logrado, de entender el mundo, de conseguir un control de las cosas, de alcanzar el dominio de nosotros mismos, de dirigirnos hacia un camino seguro. La microbiología y la meteorología explican ahora lo que hace sólo unos siglos se consideraba causa suficiente para quemar a una mujer en la hoguera.

Ady también advertía del peligro de que «las naciones perezcan por falta de conocimiento». La causa de la miseria humana evitable no suele ser tanto la estupidez como la ignorancia, particularmente la ignorancia de nosotros mismos. Me preocupa, especialmente ahora que se acerca el fin del milenio, que la pseudociencia y la superstición se hagan más tentadoras de año en año, el canto de sirena más sonoro y atractivo de la insensatez. ¿Dónde hemos oído eso antes? Siempre que afloran los prejuicios étnicos o nacionales, en tiempos de escasez, cuando se desafía a la autoestima o vigor nacional, cuando sufrimos por nuestro insignificante papel y significado cósmico o cuando hierve el fanatismo a nuestro alrededor, los hábitos de pensamiento familiares de épocas antiguas toman el control.

La llama de la vela parpadea. Tiembla su pequeña fuente de luz.

Aumenta la oscuridad. Los demonios empiezan a agitarse.

* * * *

ES MUCHO LO QUE LA CIENCIA NO ENTIENDE, quedan muchos misterios todavía por resolver. En un universo que abarca decenas de miles de millones de años luz y de unos diez o quince miles de millones de años de antigüedad, quizá siempre será así. Tropezamos constantemente con sorpresas. Sin embargo, algunos escritores y religiosos de la «Nueva Era» afirman que los científicos creen que «lo que ellos encuentran es todo lo que existe». Los científicos pueden rechazar revelaciones místicas de las que no hay más prueba que lo que dice alguien, pero es difícil que crean que su conocimiento de la naturaleza es completo.

La ciencia está lejos de ser un instrumento de conocimiento perfecto. Simplemente, es el mejor que tenemos. En este sentido, como en muchos otros, es como la democracia. La ciencia por sí misma no puede apoyar determinadas acciones humanas, pero sin duda puede iluminar las posibles consecuencias de acciones alternativas.

La manera de pensar científica es imaginativa y disciplinada al mismo tiempo. Ésta es la base de su éxito. La ciencia nos invita a aceptar los hechos, aunque no se adapten a nuestras ideas preconcebidas. Nos aconseja tener hipótesis alternativas en la cabeza y ver cuál se adapta mejor a los hechos. Nos insta a un delicado equilibrio entre una apertura sin barreras a las nuevas ideas, por muy heréticas que sean, y el escrutinio escéptico más riguroso: nuevas ideas y sabiduría tradicional. Esta manera de pensar también es una herramienta esencial para una democracia en una era de cambio.

Una de las razones del éxito de la ciencia es que tiene un mecanismo incorporado que corrige los errores en su propio seno. Quizá algunos consideren esta caracterización demasiado amplia pero, para mí, cada vez que ejercemos la autocrítica, cada vez que comprobamos nuestras ideas a la luz del mundo exterior, estamos haciendo ciencia. Cuando somos autoindulgentes y acríticos, cuando confundimos las esperanzas con los hechos, caemos en la pseudociencia y la superstición.

Cada vez que un estudio científico presenta algunos datos, va acompañado de un margen de error: un recordatorio discreto pero insistente de que ningún conocimiento es completo o perfecto. Es una forma de medir la confianza que tenemos en lo que creemos saber. Si los márgenes de error son pequeños, la precisión de nuestro conocimiento empírico es alta; si son grandes, también lo es la incertidumbre de nuestro conocimiento. Excepto en matemática pura, nada se sabe seguro (aunque, con toda seguridad, mucho es falso).

Además, los científicos suelen ser muy cautos al establecer la condición verídica de sus intentos de entender el mundo —que van desde conjeturas e hipótesis, que son provisionales, hasta las leyes de la naturaleza, repetida y sistemáticamente confirmadas a través de muchos interrogantes acerca del funcionamiento del mundo. Pero ni siquiera las leyes de la naturaleza son absolutamente ciertas. Puede haber nuevas circunstancias nunca examinadas antes —sobre los agujeros negros, por ejemplo, o dentro del electrón, o acerca de la velocidad de la luz— en las que incluso nuestras loadas leyes de la naturaleza fallan y, por muy válidas que puedan ser en circunstancias ordinarias, necesitan corrección.

Los humanos podemos desear la certeza absoluta, aspirar a ella, pretender como hacen los miembros de algunas religiones que la hemos logrado. Pero la historia de la ciencia —sin duda la afirmación de conocimiento accesible a los humanos de mayor éxito— nos enseña que lo máximo que podemos esperar es, a través de una mejora sucesiva de nuestra comprensión, aprendiendo de nuestros errores, tener un enfoque asintótico del universo, pero con la seguridad de que la certeza absoluta siempre se nos escapará. Siempre estaremos sujetos al error. Lo máximo que puede esperar cada generación es reducir un poco el margen de error y aumentar el cuerpo de datos al que se aplica. El margen de error es una autovaloración penetrante, visible, de la fiabilidad de nuestro conocimiento. Se puede ver a menudo el margen de error en encuestas de opinión pública («una inseguridad de más o menos tres por ciento», por ejemplo). Imaginemos una sociedad en la que todo discurso en el Parlamento, todo anuncio de televisión, todo sermón fuera acompañado de un margen de error o su equivalente. Uno de los grandes mandamientos de la ciencia es: «Desconfía de los argumentos que proceden de la autoridad.» (Desde luego, los científicos, siendo primates y dados por tanto a las jerarquías de dominación, no siempre siguen este mandamiento.) Demasiados argumentos de este tipo han resultado ser dolorosamente erróneos. Las autoridades deben demostrar sus opiniones como todos los demás. Esta independencia de la ciencia, su reluctancia ocasional a aceptar la sabiduría convencional, la hace peligrosa para doctrinas menos autocríticas o con pretensiones de certidumbre.

Como la ciencia nos conduce a la comprensión de cómo es el mundo y no de cómo desearíamos que fuese, sus descubrimientos pueden no ser inmediatamente comprensibles o satisfactorios en todos los casos. Puede costar un poco de trabajo reestructurar nuestra mente. Parte de la ciencia es muy simple. Cuando se complica suele ser porque el mundo es complicado, o porque nosotros somos complicados. Cuando nos alejamos de ella porque parece demasiado difícil (o porque nos la han enseñado mal) abandonamos la posibilidad de responsabilizarnos de nuestro, futuro. Se nos priva de un derecho. Se erosiona la confianza en nosotros mismos. Pero cuando atravesamos la barrera, cuando los descubrimientos y métodos de la ciencia llegan hasta nosotros, cuando entendemos y ponemos en uso este conocimiento, muchos de nosotros sentimos una satisfacción profunda. A todo el mundo le ocurre eso, pero especialmente a los niños, que nacen con afán de conocimiento, conscientes de que deben vivir en un futuro moldeado por la ciencia, pero a menudo convencidos en su adolescencia de que la ciencia no es para ellos. Sé por experiencia, tanto por habérmela explicado a mí como por mis intentos de explicarla a otros, lo gratificante que es cuando conseguimos entenderla, cuando los términos oscuros adquieren significado de golpe, cuando captamos de qué va todo, cuando se nos revelan profundas maravillas.

En su encuentro con la naturaleza, la ciencia provoca invariablemente reverencia y admiración. El mero hecho de entender algo es una celebración de la unión, la mezcla, aunque sea a escala muy modesta, con la magnificencia del cosmos. Y la construcción acumulativa de conocimiento en todo el mundo a lo largo del tiempo convierte a la ciencia en algo que no está muy lejos de un meta-pensamiento transnacional, transgeneracional.

«Espíritu» viene de la palabra latina «respirar». Lo que respiramos es aire, que es realmente materia, por sutil que sea. A pesar del uso en sentido contrario, la palabra «espiritual» no implica necesariamente que hablemos de algo distinto de la materia (incluyendo la materia de la que está hecho el cerebro), o de algo ajeno al reino de la ciencia. En ocasiones usaré la palabra con toda libertad. La ciencia no sólo es compatible con la espiritualidad sino que es una fuente de espiritualidad profunda. Cuando reconocemos nuestro lugar en una inmensidad de años luz y en el paso de las eras, cuando captamos la complicación, belleza y sutileza de la vida, la elevación de este sentimiento, la sensación combinada de regocijo y humildad, es sin duda espiritual. Así son nuestras emociones en presencia del gran arte, la música o la literatura, o ante los actos de altruismo y valentía ejemplar como los de Mahatma Gandhi o Martín Luther King, Jr. La idea de que la ciencia y la espiritualidad se excluyen mutuamente de algún modo presta un flaco servicio a ambas.

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LA CIENCIA PUEDE SER DIFÍCIL DE ENTENDER. Puede desafiar creencias arraigadas. Cuando sus productos se ponen a disposición de políticos o industriales, puede conducir a las armas de destrucción masiva y a graves amenazas al entorno. Pero debe decirse una cosa a su favor: cumple su cometido.

No todas las ramas de la ciencia pueden presagiar el futuro —la paleontología, por ejemplo— pero muchas sí, y con una precisión asombrosa. Si uno quiere saber cuándo será el próximo eclipse de sol, puede preguntar a magos o místicos, pero le irá mucho mejor con los científicos. Le dirán dónde colocarse en la Tierra, para verlo, cuándo debe hacerlo y si será un eclipse parcial, total o anular. Pueden predecir rutinariamente un eclipse solar, al minuto, con un milenio de anticipación. Una persona puede ir a ver a un brujo para que le quite el sortilegio que le provoca una anemia perniciosa, o puede tomar vitamina B12. Si quiere salvar de la polio a su hijo, puede rezar o puede vacunarle. Si le interesa saber el sexo de su hijo antes de nacer, puede consultar todo lo que quiera a los adivinos que se basan en el movimiento de la plomada (derechaizquierda, un niño; adelante-atrás, una niña... o quizá al revés) pero, como promedio, acertarán sólo una de cada dos veces. Si quiere precisión (en este caso del noventa y nueve por ciento), pruebe la amniocentesis y las ecografías. Pruebe la ciencia.

Pensemos en cuántas religiones intentan justificarse con la profecía. Pensemos en cuánta gente confía en esas profecías, por vagas que sean, por irrealizables que sean, para fundamentar o apuntalar sus creencias. Pero ¿ha habido alguna religión con la precisión profética y la exactitud de la ciencia? No hay ninguna religión en el planeta que no ansíe una capacidad comparable —precisa y repetidamente demostrada ante escépticos redomados— para presagiar acontecimientos futuros. No hay otra institución humana que se acerque tanto.

¿Es todo eso adoración ante el altar de la ciencia? ¿Es reemplazar una fe por otra, igualmente arbitraria? Desde mi punto de vista, en absoluto. El éxito de la ciencia, directamente observado, es la razón por la que defiendo su uso. Si funcionara mejor otra cosa, la defendería. ¿Se aísla la ciencia de la crítica filosófica? ¿Se define a sí misma como poseedora de un monopolio de la «verdad»? Pensemos nuevamente en este eclipse futuro a miles de años vista. Comparemos todas las doctrinas que podamos, veamos qué predicciones hacen del futuro, cuáles son vagas y cuáles precisas, y qué doctrinas —cada una de ellas sujeta a la falibilidad humana— tienen mecanismos incorporados de corrección de errores. Tomemos nota del hecho que ninguna de ellas es perfecta. Luego tomemos la que razonablemente puede funcionar (en oposición a la que lo parece) mejor. Si hay diferentes doctrinas que son superiores en campos distintos e independientes, desde luego somos libres de elegir varias, pero no si se contradicen una a otra. Lejos de ser idolatría, es el medio a través del que podemos distinguir a los ídolos falsos de los auténticos.

Nuevamente, la razón por la que la ciencia funciona tan bien es en parte este mecanismo incorporado de corrección de errores. En la ciencia no hay preguntas prohibidas, no hay temas demasiado sensibles o delicados para ser explorados, no hay verdades sagradas. Esta apertura a nuevas ideas, combinada con el escrutinio más riguroso y escéptico de todas las ideas, selecciona el trigo de la cizaña. No importa lo inteligente, venerable o querido que sea uno. Debe demostrar sus ideas ante la crítica decidida y experta. Se valoran la diversidad y el debate. Se alienta la formulación de opiniones en disputa, sustantivamente y en profundidad.

El proceso de la ciencia puede parecer confuso y desordenado. En cierto modo lo es. Si uno examina la ciencia en su aspecto cotidiano, desde luego encuentra que los científicos ocupan toda la gama de emociones, personalidades y caracteres humanos. Pero hay una faceta realmente asombrosa para el observador externo, y es el nivel de crítica que se considera aceptable o incluso deseable. Los aprendices de científicos reciben mucho calor e inspirado aliento de sus tutores. Pero el pobre licenciado, en su examen oral de doctorado, está sujeto a un mordaz fuego cruzado de preguntas de unos profesores que precisamente tienen el futuro del candidato en sus manos. Naturalmente, el doctorado se pone nervioso; ¿quién no? Cierto, se ha preparado para ello durante años. Pero entiende que, en este momento crítico, tiene que ser capaz de responder las minuciosas preguntas que le planteen los expertos. Así, cuando se prepara para defender su tesis, debe practicar un hábito de pensamiento muy útil: tiene que anticipar las preguntas, tiene que preguntarse: ¿En qué punto flaquea mi disertación? Será mejor que lo identifique yo antes que otros. El científico participa en reuniones y discusiones. Se encuentra en coloquios universitarios en los que apenas el ponente lleva treinta segundos hablando cuando la audiencia le plantea preguntas y comentarios devastadores. Analiza las condiciones para entregar un artículo a una revista científica para su posible publicación, lo envía al editor y luego éste lo somete a árbitros anónimos cuya tarea es preguntarse: ¿Lo que ha hecho el autor es una estupidez? ¿Hay algo aquí lo bastante interesante para ser publicado? ¿Cuáles son las deficiencias de este estudio? Los resultados principales ¿han sido encontrados por alguien más? ¿El argumento es adecuado, o el autor debería someter el informe de nuevo después de demostrar realmente lo que aquí es sólo una especulación? Y es anónimo: el autor no sabe quiénes son los críticos. Esta es la práctica diaria de la comunidad científica.

¿Por qué soportamos todo eso? ¿Nos gusta que nos critiquen? No, a ningún científico le gusta. Todo científico siente un afecto de propietario por sus ideas y descubrimientos. Con todo, no replicamos a los críticos: espera un momento, de verdad que es buena idea, me gusta mucho, no te hace ningún daño, por favor, déjala en paz. En lugar de eso, la norma dura pero justa es que si las ideas no funcionan, debemos descartarlas. No gastes neuronas en lo que no funciona. Dedica esas neuronas a ideas nuevas que expliquen mejor los datos. El físico británico Michael Faraday advirtió de la poderosa tentación de buscar las pruebas y apariencias que están a favor de nuestros deseos y desatender las que se oponen a ellos...

Recibimos como favorable lo que concuerda con [nosotros], nos resistimos con desagrado a lo que se nos opone; mientras todo dictado del sentido común requiere exactamente lo contrario.

Las críticas válidas te hacen un favor.

Hay gente que considera arrogante a la ciencia, especialmente cuando pretende contradecir creencias arraigadas o cuando introduce conceptos extraños que parecen contrarios al sentido común. Como un terremoto que sacude nuestra fe en el terreno donde nos hallamos, desafiar nuestras creencias tradicionales, zarandear las doctrinas en las que hemos confiado, puede ser profundamente perturbador. Sin embargo, mantengo que la ciencia es parte integrante de la humildad. Los científicos no pretenden imponer sus necesidades y deseos a la naturaleza, sino que humildemente la interrogan y se toman en serio lo que encuentran. Somos conscientes de que científicos venerados se han equivocado. Entendemos la imperfección humana. Insistimos en la verificación independiente -hasta donde sea posible- y. cuantitativa de los principios de creencia que se proponen. Constantemente estamos clavando el aguijón, desafiando, buscando contradicciones o pequeños errores persistentes, residuales, proponiendo explicaciones alternativas, alentando la herejía. Damos nuestras mayores recompensas a los que refutan convincentemente creencias establecidas.

Aquí va uno de los muchos ejemplos: las leyes de movimiento y la ley de cuadrado inverso de gravitación asociadas con el nombre de Isaac Newton están consideradas con razón entre los máximos logros de la especie humana. Trescientos años después, utilizamos la dinámica newtoniana para predecir los eclipses. Años después del lanzamiento, a miles de millones de kilómetros de la Tierra (con sólo pequeñas correcciones de Einstein), la nave espacial llega de manera magnífica a un punto predeterminado en la órbita del objetivo mientras el mundo va moviéndose lentamente. La precisión es asombrosa. Sencillamente, Newton sabía lo que hacía.

Pero los científicos no se han conformado con dejarlo como estaba. Han buscado con persistencia grietas en la armadura newtoniana. A grandes velocidades y fuertes gravedades, la física newtoniana se derrumba. Éste es uno de los grandes descubrimientos de la relatividad especial y general de Albert Einstein y una de las razones por las que se honra de tal modo su memoria. La física newtoniana es válida en un amplio espectro de condiciones, incluyendo las de la vida cotidiana. Pero, en ciertas circunstancias altamente inusuales para los seres humanos —al fin y al cabo, no tenemos el hábito de viajar a velocidad cercana a la de la luz— simplemente no da la respuesta correcta; no es acorde con las observaciones de la naturaleza. La relatividad especial y general son indistinguibles de la física newtoniana en su campo de validez, pero hacen predicciones muy diferentes -predicciones en excelente acuerdo con la observación- en esos otros regímenes (alta velocidad; fuerte gravedad). La física newtoniana resulta ser una aproximación a la verdad, buena en circunstancias con las que tenemos una familiaridad rutinaria, mala en otras. Es un logro espléndido y justamente celebrado de la mente humana, pero tiene sus limitaciones.

Sin embargo, de acuerdo con nuestra comprensión de la falibilidad humana, teniendo en cuenta la advertencia de que podemos acercarnos asintóticamente a la verdad pero nunca alcanzarla del todo, los científicos están investigando hoy regímenes en los que pueda fallar la relatividad general. Por ejemplo, la relatividad general predice un fenómeno asombroso llamado ondas gravitacionales. Nunca se han detectado directamente. Pero, si no existen, hay algo fundamental-mente erróneo en la relatividad general. Los pulsares son estrellas de neutrones que giran rápidamente, cuyos períodos de giro pueden medirse ahora con una precisión de hasta quince decimales. Se predice que dos pulsares muy densos en órbita uno alrededor del otro irradian cantidades copiosas de ondas gravitacionales... que con el tiempo alterarán ligeramente las órbitas y los períodos de rotación de las dos estrellas. Joseph Taylor y Russell Hulse, de la Universidad de Princeton, han usado este método para comprobar las predicciones de la relatividad general de un modo totalmente nuevo. Según sus hipótesis, los resultados serían inconsistentes con la relatividad general y habrían derribado uno de los pilares principales de la física moderna. No sólo estaban dispuestos a desafiar la relatividad general, sino que se los animó a hacerlo con entusiasmo. Al final, la observación de pulsares binarios da una verificación precisa de las predicciones de la relatividad general y, por ello, Taylor y Hulse recibieron conjuntamente el Premio Nobel de Física en 1993. De modos diversos, otros muchos físicos ponen a prueba la relatividad general: por ejemplo intentando detectar directamente las elusivas ondas gravitacionales. Confían en forzar la teoría hasta el punto de ruptura y descubrir si existe un régimen de la naturaleza en el que empiece a no ser sólido el gran avance de comprensión de Einstein. Esos esfuerzos continuarán siempre que haya científicos. La relatividad general es ciertamente una descripción inadecuada de la naturaleza a nivel cuántico, pero, aunque no fuera así, aunque la relatividad general fuera válida en todas partes y para siempre, ¿qué mejor manera de convencernos de su validez que con un esfuerzo concertado para descubrir sus errores y limitaciones?

Esta es una de las razones por las que las religiones organizadas no me inspiran confianza. ¿Qué líderes de las religiones principales reconocen que sus creencias podrían ser incompletas o erróneas y establecen institutos para desvelar posibles deficiencias doctrinales? Más allá de la prueba de la vida cotidiana, ¿quién comprueba sistemáticamente las circunstancias en que las enseñanzas religiosas tradicionales pueden no ser ya aplicables? (Sin duda es concebible que doctrinas y éticas que funcionaron bastante bien en tiempos patriarcales, patrísticos o medievales puedan carecer absolutamente de valor en el mundo tan diferente que habitamos.) ¿En qué sermón se examina imparcialmente la hipótesis de Dios? ¿Qué recompensas conceden a los escépticos religiosos las religiones establecidas... o a los escépticos sociales y económicos la sociedad en la que navegan?

La ciencia, apunta Ann Druyan, siempre nos está susurrando al oído: «Recuerda que eres nuevo en esto. Podrías estar equivocado. Te has equivocado antes.» A pesar de toda la prédica sobre la humildad, me gustaría que me enseñasen algo comparable en la religión. Se dice que las Escrituras son de inspiración divina, una frase con muchos significados. Pero ¿y si han sido fabricadas simplemente por humanos falibles? Se da testimonio de milagros, pero ¿y si en lugar de eso son una mezcla de charlatanería, estados de conciencia poco familiares, malas interpretaciones de fenómenos naturales y enfermedades mentales? No me parece que ninguna religión contemporánea y ninguna creencia de la «Nueva Era» tenga en cuenta suficientemente la grandeza, magnificencia, sutileza y complicación del universo revelado por la ciencia. El hecho de que en las Escrituras se hallen prefigurados tan pocos descubrimientos de la ciencia moderna aporta mayores dudas a mi mente sobre la inspiración divina.

Pero, sin duda, podría estar equivocado.

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VALE LA PENA LEER LOS dos párrafos que siguen, no para entender la ciencia que describen sino para captar el estilo de pensamiento del autor. Se enfrenta a anomalías, paradojas aparentes en física; «asimetrías», las llama. ¿Qué podemos aprender de ellas?

Es sabido que la electrodinámica de Maxwell -tal y como se entiende actualmente- conduce a asimetrías que no parecen inherentes a los fenómenos, cuando se aplica a cuerpos en movimiento. Tómese, por ejemplo, la acción electromagnética dinámica recíproca entre un imán y un conductor. El fenómeno que aquí se observa depende únicamente del movimiento relativo entre el conductor y el imán, mientras que la visión habitual establece una bien definida distinción entre los dos casos en que uno u otro de esos cuerpos está en movimiento. Ya que si el imán está en movimiento y el conductor en reposo, aparece en los alrededores del imán un campo eléctrico con una cierta energía definida, que produce una corriente en aquellos lugares donde se sitúan partes del conductor. Pero si el imán está estacionario y el conductor en movimiento, no surge ningún campo eléctrico en los alrededores del imán. Sin embargo, en el conductor encontramos una fuerza electromotriz, para la que no existe la energía correspondiente, pero que da lugar -suponiendo que el movimiento relativo sea el mismo en los dos casos discutidos- a corrientes eléctricas de la misma dirección e intensidad que las producidas por las fuerzas eléctricas en el caso anterior.

Ejemplos de este tipo, junto a los intentos que sin éxito se han realizado para descubrir cualquier movimiento de la Tierra con respecto al «éter», sugieren que los fenómenos de la electrodinámica lo mismo que los de la mecánica no poseen propiedades que corresponden a la idea del reposo absoluto. Más bien sugieren que, como se ha demostrado en el primer orden de pequeñas cantidades, serán válidas las mismas leyes de electrodinámica y óptica para todos los marcos de referencia en que sean aplicables las ecuaciones de mecánica.

¿Qué intenta decirnos aquí el autor? Más adelante trataré de explicar los antecedentes. De momento, quizá podemos reconocer que el lenguaje es ahorrativo, cauto, claro y sin un ápice más de complicación que la necesaria. No es posible adivinar a primera vista por la redacción (o por el poco ostentoso título: «Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento») que este artículo representa la llegada crucial al mundo de la teoría de la relatividad especial, la puerta del anuncio triunfante de la equivalencia de masa y energía, la reducción de la presunción de que nuestro pequeño mundo ocupa algún «marco de referencia privilegiado» en el universo, y en varios aspectos diferentes un acontecimiento que marca una época en la historia humana. Las palabras que abren el artículo de 1905 de Einstein son características del informe científico. Su aire desinteresado, su circunspección y modestia son agradables. Contrastemos su tono contenido, por ejemplo, con los productos de la publicidad moderna, discursos políticos, pronunciamientos teológicos autorizados... o, por qué no, con la propaganda de la solapa de este libro. Nótese que el informe de Einstein empieza intentando extraer un sentido de unos resultados experimentales. Siempre que sea posible, los científicos experimentan. Los experimentos que se proponen dependen a menudo de las teorías que prevalecen en el momento. Los científicos están decididos a comprobar esas teorías hasta el punto de ruptura. No confían en lo que es intuitivamente obvio. Que la Tierra era plana fue obvio en un tiempo. Fue obvio que los cuerpos pesados caían más de prisa que los ligeros. Fue obvio que algunas personas eran esclavas por naturaleza y por decreto divino. Fue obvio que las sanguijuelas curaban la mayoría de las enfermedades. Fue obvio que existía un lugar que ocupaba el centro del universo, y que la Tierra se encontraba en ese lugar privilegiado. Fue obvio que hubo un sistema de referencia en reposo absoluto. La verdad puede ser confusa o contraria a la intuición. Puede contradecir creencias profundas. Experimentando, llegamos a controlarla.

Hace muchas décadas, en una cena, se pidió al físico Robert W.

Wood que respondiera al brindis: «Por la física y la metafísica.» Por «metafísica» se entendía entonces algo así como la filosofía, o verdades que uno puede reconocer sólo pensando en ellas. También podían haber incluido la pseudociencia.

 

Wood respondió aproximadamente de esta guisa: El físico tiene una idea. Cuanto más piensa en ella, más sentido le parece que tiene. Consulta la literatura científica. Cuanto más lee, más prometedora le parece la idea. Con esta preparación va al laboratorio y concibe un experimento para comprobarlo. El experimento es trabajoso. Se comprueban muchas posibilidades. Se afina la precisión de la medición, se reducen los márgenes de error. Deja que los casos sigan su curso. Se concentra sólo en lo que le enseña el experimento. Al final de todo su trabajo, después de una minuciosa experimentación, se encuentra con que la idea no tiene valor. Así, el físico la descarta, libera su mente de la confusión del error y pasa a otra cosa.[6]

La diferencia entre física y metafísica, concluyó Wood mientras levantaba su vaso, no es que los practicantes de una sean más inteligentes que los de la otra. La diferencia es que la metafísica no tiene laboratorio.

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PARA MÍ, HAY CUATRO RAZONES principales para realizar un esfuerzo concertado que acerque la ciencia -por radio, televisión, cine, periódicos, libros, programas de ordenador, parques temáticos y aulas de clase- a todos los ciudadanos. En todos los usos de la ciencia es insuficiente -y ciertamente peligroso- producir sólo un sacerdocio pequeño, altamente competente y bien recompensado de profesionales. Al contrario, debe hacerse accesible a la más amplia escala una comprensión fundamental de los descubrimientos y métodos de la ciencia.

      A pesar de las abundantes oportunidades de mal uso, la ciencia puede ser el camino dorado para que las naciones en vías de desarrollo salgan de la pobreza y el atraso. Hace funcionar las economías nacionales y la civilización global. Muchas naciones lo entienden. Ésa es la razón por la que tantos licenciados en ciencia e ingeniería de las universidades norteamericanas —todavía las mejores del mundo— son de otros países. El corolario, que a veces no se llega a captar en Estados Unidos, es que abandonar la ciencia es el camino de regreso a la pobreza y el atraso.

      La ciencia nos alerta de los riesgos que plantean las tecnologías que alteran el mundo, especialmente para el medio ambiente global del que dependen nuestras vidas. La ciencia proporciona un esencial sistema de alarma. 

      La ciencia nos enseña los aspectos más profundos de orígenes, naturalezas y destinos: de nuestra especie, de la vida, de nuestro planeta, del universo. Por primera vez en la historia de la humanidad, podemos garantizar una comprensión real de algunos de esos aspectos. Todas las culturas de la Tierra han trabajado estos temas y valorado su importancia. A todos se nos pone la carne de gallina cuando abordamos estas grandes cuestiones. A la larga, el mayor don de la ciencia puede ser enseñarnos algo, de un modo que ningún otro empeño ha sido capaz de hacer, sobre nuestro contexto cósmico, sobre dónde, cuándo y quiénes somos.

      Los valores de la ciencia y los valores de la democracia son concordantes, en muchos casos indistinguibles. La ciencia y la democracia empezaron —en sus encarnaciones civilizadas— en el mismo tiempo y lugar, en los siglos VII y VI a. J.C. en Grecia. La ciencia confiere poder a todo aquel que se tome la molestia de estudiarla (aunque sistemáticamente se ha impedido a demasiados). La ciencia prospera con el libre intercambio de ideas, y ciertamente lo requiere; sus valores son antitéticos al secreto. La ciencia no posee posiciones ventajosas o privilegios especiales. Tanto la ciencia como la democracia alientan opiniones poco convencionales y un vivo debate. Ambas exigen raciocinio suficiente, argumentos coherentes, niveles rigurosos de prueba y honestidad. La ciencia es una manera de ponerles las cartas boca arriba a los que se las dan de conocedores. Es un bastión contra el misticismo, contra la superstición, contra la religión aplicada erróneamente. Si somos fieles a sus valores, nos puede decir cuándo nos están engañando. Nos proporciona medios para la corrección de nuestros errores. Cuanto más extendido esté su lenguaje, normas y métodos, más posibilidades tenemos de conservar lo que Thomas Jefferson y sus colegas tenían en mente. Pero los productos de la ciencia también pueden subvertir la democracia más de lo que pueda haber soñado jamás cualquier demagogo preindustrial.

Para encontrar una brizna de verdad ocasional flotando en un gran océano de confusión y engaño se necesita atención, dedicación y valentía. Pero si no ejercitamos esos duros hábitos de pensamiento, no podemos esperar resolver los problemas realmente graves a los que nos enfrentamos… y corremos el riesgo de convertirnos en una nación de ingenuos, un mundo de niños a disposición del primer charlatán que nos pase por delante.

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UN SER EXTRATERRESTRE RECIÉN LLEGADO A LA TIERRA -si hiciera un examen de lo que presentamos principalmente a nuestros hijos en televisión, radio, cine, periódicos, revistas, cómics y muchos libros- podría llegar fácilmente a la conclusión de que queremos enseñarles asesinatos, violaciones, crueldad, superstición, credulidad y consumismo. Insistimos en ello y, a fuerza de repetición, por fin muchos de ellos quizá aprendan. ¿Qué tipo de sociedad podríamos crear si, en lugar de eso, les inculcáramos la ciencia y un soplo de esperanza?

        Capítulo 3

El hombre de la Luna y la cara de Marte

La luna salta en la corriente del

Gran Río. Flotando en el viento, ¿qué parezco?

DU FU, «Viaje nocturno» (China, dinastía Tang, 765)

Cada campo de la ciencia tiene su propio complemento de pseudociencia. Los geofísicos tienen que enfrentarse a Tierras planas, Tierras huecas. Tierras con ejes que se balancean desordenadamente, continentes de rápido ascenso y hundimiento y profetas del terremoto. Los botánicos tienen plantas cuyas apasionantes vidas emocionales se pueden seguir con detectores de mentiras, los antropólogos tienen hombres-mono supervivientes, los zoólogos dinosaurios vivos y los biólogos evolutivos tienen a los literalistas bíblicos pisándoles los talones. Los arqueólogos tienen antiguos astronautas, runas falsificadas y estatuas espurias. Los físicos tienen máquinas de movimiento perpetuo, un ejército de aficionados a refutar la relatividad y quizá la fusión fría. Los químicos todavía tienen la alquimia. Los psicólogos tienen mucho de psicoanálisis y casi toda la parapsicología. Los economistas tienen las previsiones económicas a largo plazo. Los meteorólogos, hasta ahora, tienen previsiones del tiempo de largo alcance, como en el Almanaque del campesino que se guía por las manchas solares (aunque la previsión del clima a largo plazo es otro asunto). La astronomía tiene como pseudociencia equivalente principal la astrología, disciplina de la que surgió. A veces las pseudociencias se entrecruzan y aumenta la confusión, como en las búsquedas telepáticas de tesoros enterrados de la Atlántida o en las previsiones económicas astrológicas.

Pero, como yo trabajo con planetas, y como me he interesado en la posibilidad de vida extraterrestre, las pseudociencias que más a menudo aparecen en mi camino implican otros mundos y lo que con tanta facilidad en nuestra época se ha dado en llamar

«extraterrestres». En los capítulos que siguen quiero presentar dos doctrinas pseudocientíficas recientes y en cierto modo relacionadas. Comparten la posibilidad de que las imperfecciones perceptuales y cognitivas humanas representen un papel en nuestra confusión sobre temas de gran importancia. La primera sostiene que una cara de piedra gigante de eras antiguas mira inexpresivamente hacia el cielo desde la arena de Marte. La segunda mantiene que seres ajenos de mundos distantes visitan la Tierra con despreocupada impunidad.

Aunque el resumen sea escueto, ¿no provoca cierta emoción la contemplación de esas afirmaciones? ¿Y si esas viejas ideas de ciencia ficción —en las que sin duda resuenan profundos temores y anhelos humanos— llegaran a ocurrir realmente? ¿Cómo pueden no producir interés? Ante un material así, hasta el cínico más obtuso se conmueve. ¿Estamos totalmente seguros de poder descartar esas afirmaciones sin ninguna sombra de duda? Y si unos desenmascaradores empedernidos son capaces de notar su atractivo, ¿qué deben sentir aquellos que, como el señor «Buckley», ignoran el escepticismo científico?

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LA LUNA, DURANTE LA MAYOR PARTE DE LA HISTORIA —antes de las naves espaciales, antes de los telescopios, cuando estábamos todavía prácticamente inmersos en el pensamiento mágico— era un enigma. Casi nadie pensaba en ella como un mundo.

¿Qué vemos realmente cuando miramos la Luna a simple vista? Discernimos una configuración de marcas irregulares brillantes y oscuras, no una representación parecida a un objeto familiar. Pero nuestros ojos, casi de manera irresistible, conectan las marcas subrayando algunas e ignorando otras. Buscamos una forma y la encontramos. En los mitos y el folclore mundial se ven muchas imágenes: una mujer tejiendo, bosques de laureles, un elefante que salta de un acantilado, una chica con un cesto a la espalda, un conejo, los intestinos lunares salpicados sobre su superficie tras ser destripados por una ave irritable sin alas, una mujer que machaca una corteza para hacer tela, un jaguar de cuatro ojos. A los de una cultura les cuesta creer cómo los de otra pueden ver esas cosas tan raras.

La imagen más común es el Hombre de la Luna. Desde luego, no parece un hombre de verdad. Tiene las facciones ladeadas, alabeadas, torcidas. Tiene un bistec o algo parecido encima del ojo izquierdo. ¿Y qué expresión transmite su boca? ¿Una «o» de sorpresa? ¿Una señal de tristeza, quizá de lamentación? ¿Un reconocimiento lúgubre de la dureza de la labor de la vida en la Tierra? Ciertamente, la cara es demasiado redonda. Le faltan las orejas. Supongo que por arriba es calva. A pesar de todo, cada vez que la miro veo una cara humana.

El folclore mundial pinta la Luna como algo prosaico. En la generación anterior al Apolo se decía a los niños que la Luna estaba hecha de queso verde (es decir, oloroso) y, por alguna razón, este dato no se consideraba maravilloso sino hilarante. En los libros infantiles y cómics, a menudo se dibuja al Hombre de la Luna como una simple cara dentro de un círculo, no muy diferente de la «cara feliz» con un par de puntos y un arco invertido. Bondadosa, baja su mirada hacia las travesuras nocturnas de animales y niños.

Consideremos nuevamente las dos categorías de terreno que reconocemos cuando examinamos la Luna a simple vista: la frente, mejillas y barbilla más brillantes, y los ojos y la boca más oscuros. A través de un telescopio, las facciones brillantes se revelan como antiguas tierras altas con cráteres que, ahora lo sabemos (por la datación radiactiva de muestras proporcionadas por los astronautas del Apolo), datan de casi 4500 millones de años. Las facciones oscuras son flujos algo más recientes de lava basáltica llamados maña (singular, mare, ambas de la palabra latina que significa mar, aunque según sabemos la Luna está seca como un hueso). Los mana brotaron en los primeros cientos de millones de años de historia lunar, inducida en parte por el impacto de alta velocidad de enormes asteroides y cometas. El ojo derecho es el Mare Imbrium, el bistec inclinado sobre el ojo izquierdo es la combinación del Mare Serenitatis y el Mare Tranquilitatis (donde aterrizó el Apolo 11) y la boca abierta descentrada es el Mare Humorum. (La visión humana ordinaria no puede distinguir los cráteres sin ayuda.)

El Hombre de la Luna es en realidad un registro de antiguas catástrofes, la mayoría de las cuales ocurrieron antes de la existencia de los humanos, de los mamíferos, de los vertebrados, de los organismos multicelulares y, probablemente, incluso antes de que surgiera la vida en la Tierra. Es una presunción característica de nuestra especie darle una cara humana a la violencia cósmica aleatoria.

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LOS HUMANOS, COMO OTROS PRIMATES, somos gregarios. Nos gusta la compañía de los demás. Somos mamíferos, y el cuidado paternal de los jóvenes es esencial para la continuación de las líneas hereditarias. El padre sonríe al niño, el niño devuelve la sonrisa y se forja o fortalece un vínculo. En cuanto el niño es capaz de ver, reconoce caras, y ahora sabemos que esta habilidad está bien conectada en nuestro cerebro. Los bebés que hace un millón de años eran incapaces de reconocer una cara devolvían menos sonrisas, era menos probable que se ganaran el corazón de sus padres y tenían menos probabilidades de prosperar. Hoy en día, casi todos los bebés identifican con rapidez una cara humana y responden con una mueca.

Como efecto secundario involuntario, la eficiencia del mecanismo de reconocimiento de formas en nuestro cerebro para aislar una cara entre un montón de detalles es tal que a veces vemos caras donde no las hay. Reunimos fragmentos inconexos de luz y oscuridad e, inconscientemente, intentamos ver una cara. El Hombre de la Luna es un resultado. La película Blow up de Michelangelo Antonioni describe otro. Hay muchos más ejemplos.

A veces es una formación geológica, como la del Hombre Viejo de las Montañas en Franconia Notch, New Hampshire. Sabemos que, más que un agente sobrenatural o una antigua civilización que, por lo demás, no se ha descubierto en New Hampshire, es producto de la erosión y los desprendimientos de una superficie de roca. En todo caso, ya no se parece mucho a una cara. Están también la Cabeza del Diablo en Carolina del Norte, la Esfinge en Wastwater, Inglaterra, la Vieja en Francia, la Roca Varían en Armenia. A veces es una mujer reclinada, como el monte Ixtaccihuatl en México. A veces son otras partes del cuerpo, como los Grand Tetons en Wyoming: un par de picos de montaña bautizados por exploradores franceses que llegaban por el oeste. (En realidad son tres.) A veces son formas cambiantes en las nubes. A finales de la época medieval y en el Renacimiento, las visiones en España de la Virgen María eran «confirmadas» por personas que veían santos en las formaciones nubosas. (Zarpando de Suva, Fiji, vi una vez la cabeza de un monstruo realmente aterrador, con las quijadas abiertas, dibujada en una nube de tormenta.)

En algunas ocasiones, un vegetal o un dibujo de la veta de la madera o la joroba de una vaca parecen una cara humana. Hubo una célebre berenjena que tenía un parecido enorme con Richard Nixon. ¿Qué deberíamos deducir de este hecho? ¿Intervención divina o extraterrestre? ¿Intromisión republicana en la genética de la berenjena? No. Reconocemos que hay gran número de berenjenas en el mundo y que, habiendo tantas, tarde o temprano encontraremos una que parezca una cara humana, incluso una cara humana particular.

Cuando la cara es de un personaje religioso —como, por ejemplo, una tortilla que parece exhibir la cara de Jesús— los creyentes tienden a deducir rápidamente la intervención de Dios. En una era más escéptica que la mayoría, anhelan una confirmación. Sin embargo parece improbable que se produzca un milagro en un medio tan evanescente. Teniendo en cuenta la cantidad de tortillas que se han hecho desde el principio del mundo, sería sorprendente que no saliera alguna con unas facciones al menos vagamente familiares.[7]

Se han adscrito propiedades mágicas a las raíces de ginseng y mandrágora, debido en parte a un vago parecido con la forma humana. Algunos brotes de castaño muestran caras sonrientes. Hay corales que parecen manos. El hongo oreja (también impropiamente llamado «oreja de judío») parece realmente una oreja, y en las alas de ciertas polillas puede verse algo así como unos ojos enormes. Puede ser que haya algo más que mera coincidencia; quizá sea menos probable que criaturas con cara —o criaturas que tienen miedo de depredadores con cara— engullan plantas y animales que sugieren una cara. El «palo» es un insecto con un disfraz de rama espectacular. Naturalmente, tiende a vivir sobre los árboles y alrededor de ellos. Su imitación del mundo de las plantas le salva de pájaros y otros depredadores y casi seguro que es la razón por la que esta forma extraordinaria fue lentamente moldeada por la selección natural darwiniana. Esos cruces de límites entre los reinos de la vida son enervantes. Un niño pequeño que vea un insecto palo puede imaginarse fácilmente un ejército de palos, ramas y árboles avanzando con algún ominoso propósito vegetal.

Se describen e ilustran muchos ejemplos de este tipo en un libro de 1979 titulado Parecido natural, de John Michell, un británico entusiasta de lo oculto. Toma en serio las afirmaciones de Richard Shaver, quien —como describiré más adelante— representó un papel importante en el origen del entusiasmo por los ovnis en Norteamérica. Shaver practicó cortes en las rocas de su granja de Wisconsin y descubrió, escrita en un lenguaje pictográfico que sólo él podía ver, aunque no entender, una historia total del mundo. Michell acepta también a pies juntillas las afirmaciones del dramaturgo y teórico surrealista Antonina Ataúd, quien, en parte bajo la influencia del peyote, veía en las formas del exterior de las rocas imágenes eróticas, un hombre torturado, animales feroces y cosas así. «Todo el paisaje se revelaba a sí mismo —dice Michell—, como la creación de un único pensamiento.» Pero hay una cuestión clave: ¿este pensamiento estaba dentro o fuera de la cabeza de Ataúd? Ataúd llegó a la conclusión, aceptada por Michell de que aquellas formas tan aparentes en las rocas habían sido fabricadas por una civilización antigua y no por su estado de conciencia inducido en parte por alucinógenos. Cuando Ataúd volvió de México a Europa, se le diagnosticó una locura. Michell deplora el «punto de vista materialista» que recibió con escepticismo las formas de Ataúd. Michell nos muestra una fotografía del Sol tomada con rayos X que parece vagamente una cara y nos informa que «los seguidores de Gurdjieff ven la cara de su Maestro» en la corona solar. Deduce que innumerables caras en los árboles, montañas y cantos rodados son producto de una antigua sabiduría. Quizá algunas lo sean: es una buena broma, además de un símbolo religioso tentador, apilar piedras de modo que, de lejos, parezcan una cara gigante.

Michell considera que la opinión de que la mayoría de esas formas son naturales en los procesos de formación de rocas y la simetría bilateral de plantas y animales, más un poco de selección natural — todo procesado por el filtro parcial humano de nuestra percepción— es «materialismo» y una «ilusión del siglo XIX». «Condicionados por creencias racionalistas, nuestra visión del mundo es más insulsa y limitada de lo que pretendía la naturaleza.» No revela mediante qué procesos ha sondeado las intenciones de la naturaleza.

De las imágenes que presenta, Michell concluye que su misterio permanece esencialmente inalterado, una fuente constante de maravilla, deleite y especulación. Todo lo que sabemos con seguridad es que la naturaleza las creó y al mismo tiempo nos dio el aparato para percibirlas y la mente para apreciar su ilimitada fascinación. Para mayor provecho y disfrute, deberían ser contempladas como pretendía la naturaleza, con el ojo de la inocencia desprovisto de teorías y preconcepciones, con la visión múltiple que nos es innata, que enriquece y dignifica la vida humana, y no con la visión única cultivada por los insulsos y obstinados.

* * * *

QUIZÁ LA DECLARACIÓN ESPURIA más famosa de formas portentosas sea los canales de Marte. Observados por primera vez en 1877, al parecer fueron confirmados por una sucesión de astrónomos profesionales que miraban a través de grandes telescopios en todo el mundo. Se decía que existía una red de líneas rectas únicas y dobles que se entrecruzaban en la superficie de Marte con una regularidad geométrica tan misteriosa que sólo podía tener un origen inteligente. Se sacaron conclusiones evocadoras sobre un planeta abrasado y moribundo poblado por una civilización técnica antigua y sabia dedicada a la conservación de los recursos de agua. Se plasmaron en mapas y se bautizaron cientos de canales. Pero, extrañamente, se evitaba mostrarlos en fotografías. Se sugería que mientras el ojo humano podía recordar los breves instantes de transparencia atmosférica perfecta, la placa fotográfica promediaba indiscriminadamente los pocos momentos claros con los muchos borrosos. Algunos astrónomos veían los canales. Otros muchos no. Quizá algunos observadores eran más hábiles que otros para verlos. O quizá todo el asunto fuera una suerte de ilusión perceptiva.

En gran parte, la idea de que Marte albergaba vida, así como la prevalencia de los «marcianos» en la ficción popular, deriva de los canales. Yo, por mi parte, me empapé de pequeño de esta literatura, y cuando me encontré como experimentador en la misión del Mariner 9 a Marte —la primera nave espacial en órbita alrededor del planeta rojo— estaba muy interesado en ver, naturalmente, cuáles eran las circunstancias reales. Con el Mariner 9 y el Viking pudimos trazar el mapa del planeta de polo a polo, detectando características cientos de veces más pequeñas que las que mejor se podían ver desde la Tierra. No encontré ni rastro, aunque no me sorprendió, de los canales. Había unas cuantas características más o menos lineales que se habían discernido con el telescopio; por ejemplo, una falla de cinco mil kilómetros de largo que habría sido difícil no ver. Pero los cientos de canales «clásicos» que llevaban agua desde los casquetes polares a través de los desiertos áridos hasta las ciudades ecuatoriales abrasadas simplemente no existían. Eran una ilusión, una disfunción de la combinación humana mano-ojo-cerebro en el límite de resolución cuando miramos a través de una atmósfera inestable y turbulenta.

Toda una sucesión de científicos profesionales —incluyendo astrónomos famosos que hicieron otros descubrimientos ahora confirmados y celebrados con justicia— pueden cometer errores graves, incluso persistentes, en el reconocimiento de formas. Especialmente cuando las implicaciones de lo que creemos que estamos viendo parecen ser profundas, quizá no ejerzamos una autodisciplina y autocrítica adecuadas. El mito de los canales marcianos constituye una importante lección histórica.

En el caso de los canales, las misiones de las naves espaciales proporcionaron el medio de corregir nuestras malas interpretaciones. Pero también es cierto que algunas de las afirmaciones más persistentes de la existencia de formas inesperadas surgen de la exploración de las naves espaciales. A principios de la década de 1960, insistí en que debíamos prestar atención a la posibilidad de encontrar artefactos de civilizaciones antiguas, tanto procedentes de nuestro mundo como construidos por visitantes de otra parte. No pensaba que eso pudiera ser fácil o probable y, desde luego, no sugería que, en un tema tan importante, valiera la pena considerar algo que no contara con pruebas rigurosas.

Empezando con el evocador informe de John Glenn sobre las «luciérnagas» alrededor de la cápsula espacial, cada vez que un astronauta decía ver algo que no se entendía inmediatamente, había quien deducía que eran «extraterrestres». Las explicaciones prosaicas —partículas de pintura de la nave que se soltaban en el entorno del espacio, por ejemplo— se rechazaban despectivamente. El señuelo de lo maravilloso embota nuestras facultades críticas. (Como si un hombre convertido en luna no fuera maravilla suficiente.)

Durante la época de los aterrizajes lunares del Apolo, muchos aficionados —propietarios de pequeños telescopios, defensores de los platillos volantes, escritores para revistas aeroespaciales— estudiaron detenidamente las fotografías aportadas en busca de anomalías que hubieran pasado inadvertidas a científicos y astronautas de la NASA. Pronto hubo informes de letras latinas gigantes y números árabes inscritos sobre la superficie lunar, pirámides, caminos, cruces, ovnis resplandecientes. Se hablaba de puentes en la Luna, antenas de radio, huellas de enormes vehículos reptantes, y de la devastación provocada por máquinas capaces de partir los cráteres en dos. Cada uno de esos fenómenos, sin embargo, resulta ser una formación geológica lunar natural mal interpretada por analistas aficionados, reflejos internos en la óptica de las cámaras Hasselblad de los astronautas y cosas así. Algunos entusiastas lograron discernir las largas sombras de misiles balísticos... misiles soviéticos, decían en inquieta confidencia, dirigidos hacia Norteamérica. Resulta que los cohetes, descritos también como «agujas», son las montañas bajas que proyectan una larga sombra cuando el Sol está cerca del horizonte lunar. Con un poco de trigonometría se disipa el espejismo.

Estas experiencias también proporcionan una buena advertencia: en un terreno complejo esculpido por procesos no familiares, los aficionados (y a veces incluso los profesionales) que examinan fotografías, especialmente cerca del límite de resolución, pueden encontrarse con problemas. Sus esperanzas y temores, la emoción de posibles descubrimientos de gran importancia, pueden vencer el enfoque escéptico y precavido propio de la ciencia.

Si examinamos las imágenes disponibles de la superficie de Venus, de vez en cuando aparece a la vista una forma peculiar del paisaje, como por ejemplo un retrato de Stalin descubierto por geólogos norteamericanos que analizaban las imágenes de radares orbítales soviéticos. Nadie mantiene, supongo, que unos estalinistas recalcitrantes hubieran manipulado las cintas magnéticas, o que los antiguos soviéticos estuvieran involucrados en actividades de ingeniería a una escala sin precedentes y hasta ahora sin revelar sobre la superficie de Venus... donde toda nave espacial que ha aterrizado ha quedado frita en el plazo de una o dos horas. Todos los indicios señalan que este fenómeno, sea lo que sea, se debe a la geología. Lo mismo ocurre con lo que parece ser un retrato de Bugs Bunny sobre la luna de Urano, Ariel. Una imagen del telescopio espacial Hubble de Titán en el infrarrojo cercano muestra nubes configuradas de modo que parecen una cara sonriente de las dimensiones del mundo. Cada científico planetario tiene su ejemplo favorito.

La astronomía de la Vía Láctea también está repleta de similitudes imaginadas: Cabeza de Caballo, Esquimal, Lechuza, Homúnculo, Tarántula y Nebulosa Norteamérica, todas nubes irregulares de gas y polvo iluminadas por estrellas brillantes y cada una de ellas a una escala que empequeñece nuestro sistema solar. Cuando los astrónomos fijaron en el mapa la distribución de las galaxias hasta unos pocos cientos de millones de años luz, se encontraron perfilando una rudimentaria forma humana que se ha dado en llamar «el hombre del bastón». La configuración se entiende como algo parecido a enormes burbujas adyacentes de jabón, con las galaxias formadas en la superficie de las burbujas y casi ninguna en el interior. Eso hace bastante probable que tracen una forma de simetría bilateral parecida al hombre del bastón.

Marte es mucho más clemente que Venus, aunque las sondas de aterrizaje Viking no proporcionaron ninguna prueba convincente de vida. Su terreno es extremadamente heterogéneo y variado. Con más de cien mil fotografías disponibles, no es sorprendente que a lo largo de los años se hayan observado fenómenos inusuales en Marte. Por ejemplo, hay una alegre «cara feliz» dentro de un cráter de impacto de Marte que tiene ocho kilómetros de lado a lado, con una serie de marcas radiales por fuera que hacen que parezca la representación convencional de un Sol sonriente. Pero nadie afirma que eso haya sido construido por una civilización avanzada (y excesivamente ingeniosa) de Marte, quizá para atraer nuestra atención. Reconocemos que cuando objetos de todos los tamaños caen del cielo, la superficie rebota, se desploma y vuelve a configurarse después de cada impacto, y cuando el agua antigua, los torrentes de barro y la arena moderna transportada por el viento esculpen la superficie, deben de generarse una gran variedad de paisajes. Si analizamos cien mil fotografías, no es raro que en ocasiones encontremos algo parecido a una cara. Considerando que tenemos el cerebro programado para eso desde la infancia, sería sorprendente que no encontráramos una de vez en cuando.

En Marte hay algunas montañas pequeñas que parecen pirámides. En la alta meseta del Elisio hay un grupo de ellas —la más grande mide varios kilómetros en la base—, todas orientadas en la misma dirección. Esas pirámides del desierto tienen algo fantasmagórico y me recuerdan de tal modo la meseta de Gizeh en Egipto que me encantaría examinarlas más de cerca. Sin embargo, ¿es razonable deducir la existencia de faraones marcianos?

En la Tierra también se conocen características similares en miniatura, especialmente en la Antártida. Algunas llegan hasta la rodilla. Si no supiésemos nada más acerca de ellas, ¿sería razonable concluir que han sido fabricadas por egipcios enanos que vivían en las tierras yermas antárticas? (La hipótesis podría adaptarse vagamente a las observaciones, pero la mayoría de lo que sabemos sobre el entorno polar y la fisiología de los humanos habla en contra de ello.) En realidad son generadas por erosión del viento: la salpicadura de partículas finas recogidas por vientos fuertes que soplan principalmente en la misma dirección y, a lo largo de los años, esculpen lo que anteriormente eran montecillos irregulares como pirámides perfectamente simétricas. Se llaman dreikanters, una palabra alemana que significa tres lados. Es el orden generado a partir del caos por procesos naturales, algo que vemos una y otra vez en todo el universo (en galaxias espirales en rotación, por ejemplo). Cada vez que ocurre sentimos la tentación de deducir la intervención directa de un Hacedor.

En Marte hay pruebas de vientos mucho más intensos que los que ha habido nunca en la Tierra, con velocidades que llegan a la mitad de la velocidad del sonido. Son comunes en todo el planeta las tormentas de polvo que arrastran finos granos de arena. Un golpeteo constante de partículas que se mueven mucho más de prisa que en los vendavales más feroces de la Tierra, a lo largo de las eras de tiempo geológico, debe de ejercer cambios profundos en las caras de las rocas y formas orográficas. No sería demasiado sorprendente que algunas figuras —incluso las más grandes— hubieran sido esculpidas por procesos cólicos en las formas piramidales que vemos.

* * * *

HAY UN LUGAR EN MARTE llamado Cidonia donde se encuentra una gran cara de piedra de un kilómetro de ancho que mira hacia el cielo sin pestañear. Es una cara poco amistosa, pero parece reconociblemente humana. Según algunas descripciones, podría haber sido esculpida por Praxíteles. Yace en un paisaje con muchas colinas bajas moldeadas con formas extrañas, quizá por alguna mezcla de antiguos torrentes de barro y la erosión del viento subsiguiente. Por el número de cráteres de impacto, el terreno circundante parece tener al menos una antigüedad de cientos de millones de años.

De manera intermitente, «la Cara» ha atraído la atención tanto en

Estados Unidos como en la antigua Unión Soviética. El titular del Weekiy World News del 20 de noviembre de 1984, un periódico sensacionalista no conocido precisamente por su integridad, dice:

 

SORPRENDENTE DECLARACIÓN DE CIENTÍFICOS SOVIÉTICOS:   SE ENCUENTRAN TEMPLOS EN RUINAS EN MARTE...

LA SONDA ESPACIAL DESCUBRE RESTOS DE UNA CIVILIZACIÓN DE 50.000 AÑOS DE ANTIGÜEDAD.

Se atribuyen las revelaciones a una fuente soviética anónima y se describen con estupefacción los descubrimientos realizados por un vehículo espacial soviético inexistente.

Pero la historia de «la Cara» es casi enteramente norteamericana. Fue encontrada por una de las sondas orbitales Viking en 1976. La desafortunada declaración de un oficial del proyecto desestimando la figura por considerarla un efecto de luces y sombras provocó la acusación posterior de que la NASA estaba encubriendo el descubrimiento del milenio. Unos cuantos ingenieros, especialistas informáticos y otros -algunos de ellos contratados por la NASA- trabajaron en su tiempo libre para mejorar digitalmente la imagen.

Quizá esperaban revelaciones asombrosas. Es algo permisible, incluso alentado por la ciencia... siempre que los niveles de prueba sean altos. Algunos de ellos se mostraron bastante precavidos y merecen un elogio por haber avanzado en el tema. Otros se sentían menos limitados y no sólo dedujeron que «la Cara» era una escultura genuina monumental de un ser humano, sino que afirmaron haber encontrado una ciudad cercana con templos y fortificaciones.[8] A partir de argumentos falsos, un escritor anunció que los monumentos tenían una orientación astronómica particular -aunque no ahora, sino hace medio millón de años- de la que se derivaba que las maravillas de Cidonia fueron erigidas en aquella época remota. Pero, entonces, ¿cómo podían haber sido humanos los constructores? Hace medio millón de años, nuestros antepasados se afanaban por dominar las herramientas de piedra y el fuego. No tenían naves espaciales.

«La Cara» de Marte se compara a «caras similares... construidas en civilizaciones de la Tierra. Las caras miran hacia el cielo porque miran a Dios». O se dice que fue construida por los supervivientes de una guerra interplanetaria que dejó la superficie de Marte (y la Luna) picada de viruelas y asolada. En cualquier caso, ¿qué es lo que causa todos esos cráteres? ¿Es «la Cara» un resto de una civilización humana extinta hace tiempo? ¿Los constructores eran originarios de la Tierra o de Marte? ¿Podía haber sido esculpida «la Cara» por visitantes interestelares que se detuvieron brevemente en Marte? ¿La dejaron para que la descubriéramos nosotros? ¿Podría ser que hubieran venido a la Tierra a iniciar aquí la vida? ¿O al menos la vida humana? Fueran quienes fueran, ¿eran dioses? Se producen discusiones de lo más ferviente.

Más recientemente se ha especulado acerca de la relación entre los «monumentos» de Marte y los «círculos en las cosechas» de la Tierra; la existencia de suministros inextinguibles de energía en espera de ser extraídos de máquinas marcianas antiguas, y el intento de encubrimiento de la NASA para ocultar la verdad al público americano. Esos pronunciamientos van mucho más allá de la mera especulación imprudente sobre formaciones geológicas enigmáticas. Cuando, en agosto de 1993, la nave espacial Mars Observer fracasó a poca distancia de Marte, hubo quienes acusaron a la NASA de simular el contratiempo con el fin de poder estudiar «la Cara» en detalle sin tener que publicar las imágenes. (De ser así, el engaño era bastante elaborado: todos los expertos de geomorfología marciana lo desconocen, y algunos hemos trabajado con ahínco para diseñar nuevas misiones a Marte menos vulnerables a la disfunción que destruyó el Mars Observer.) Se montaron incluso piquetes a las puertas del Laboratorio de Propulsión a Chorro, alarmados por este supuesto abuso de poder.

El Weekly World News del 14 de septiembre de 1993 dedicó su portada al titular « ¡Nueva fotografía de la NASA demuestra que los humanos vivieron en Marte!». Una cara falsa, supuestamente tomada por el Mars Observer en órbita cerca de Marte (en realidad parece que la nave espacial fracasó antes de entrar en órbita), demuestra, según un «importante científico espacial» inexistente, que los marcianos colonizaron la Tierra hace doscientos mil años. La información se oculta, según declara, para impedir el «pánico mundial».

Dejemos de lado la improbabilidad de que esta revelación pueda provocar realmente un «pánico mundial». Cualquiera que haya sido testigo de un descubrimiento científico portentoso en proceso -me viene a la mente el impacto en julio de 1994 del cometa Shoemaker Levy 9 con Júpiter- verá claro que los científicos tienden a ser efervescentes e incontenibles. Sienten una compulsión irrefrenable a compartir los descubrimientos. Sólo mediante un acuerdo previo, no ex post facto, acatan los científicos el secreto militar. Rechazo la idea de que la ciencia sea secreta por naturaleza. Su cultura y su carácter distintivo, por muy buenas razones, son colectivos, colaboradores y comunicativos.

Si nos limitamos a lo que se sabe realmente e ignoramos la industria periodística que fabrica de la nada descubrimientos que hacen época, ¿dónde estamos? Cuando sabemos sólo un poco sobre «la Cara», nos provoca carne de gallina. Cuando sabemos un poco más, el misterio pierde profundidad rápidamente.

Marte tiene una superficie de casi 150 millones de kilómetros cuadrados, alrededor del área sólida de la Tierra. El área que cubre la «esfinge» marciana es aproximadamente de un kilómetro cuadrado. ¿Es tan asombroso que un pedazo de Marte del tamaño de un sello de correos (comparado con los 150 millones de kilómetros de extensión) nos parezca artificial, especialmente dada nuestra tendencia, desde la infancia, a encontrar caras? Cuando examinamos el área circundante, un amasijo de altozanos, mesetas y otras superficies complejas, reconocemos que la figura es semejante a muchas que no parecen en absoluto una cara humana. ¿Por qué este parecido? ¿Es posible que los antiguos ingenieros marcianos trabajaran solamente esta meseta (bueno, quizá algunas más) y dejaran todas las demás sin alterar mediante la escultura monumental? ¿O deberíamos concluir que hay otras mesetas esculpidas con forma de cara, pero de caras más extrañas que no nos son familiares en la Tierra?

Si estudiamos la imagen original con más atención, encontramos que un «orificio de la nariz» colocado estratégicamente —que aumenta en gran medida la impresión de una cara— es en realidad un punto negro que corresponde a datos perdidos en la transmisión de radio de Marte a la Tierra. La mejor fotografía de «la Cara» muestra un lado iluminado por el Sol, el otro en sombras profundas. Utilizando los datos digitales originales, podemos potenciar severamente el contraste en las sombras. Cuando lo hacemos, encontramos algo bastante impropio de una cara. «La Cara», en el mejor de los casos, es media cara. A pesar de la falta de aire y de las palpitaciones de nuestro corazón, la esfinge marciana parece natural... no artificial, no una imagen muerta de una cara humana. Probablemente fue esculpida mediante un lento proceso geológico a lo largo de millones de años.

Pero podría estar equivocado. Es difícil estar seguro de un mundo del que hemos visto tan poco en un primerísimo plano. Esas figuras merecen mayor atención con mayor resolución. Seguramente, unas fotos mucho más detalladas de «la Cara» resolverán dudas acerca de la simetría y ayudarán a esclarecer el debate entre geología y escultura monumental. Los pequeños cráteres de impacto que se encuentran sobre «la Cara» o cerca de ella pueden establecer la cuestión de su edad. En el caso (de lo más improbable desde mi punto de vista) que las estructuras cercanas hubieran sido realmente en otro tiempo una ciudad, este hecho también sería obvio con un examen más atento. ¿Hay calles rotas? ¿Almenas en el «fuerte»? ¿Zigurats, torres, templos con columnas, estatuas monumentales, frescos inmensos? ¿O sólo rocas?

Aunque esas afirmaciones fueran extremadamente improbables (como yo creo que son), vale la pena examinarlas. A diferencia del fenómeno de los ovnis, aquí tenemos la oportunidad de realizar un experimento definitivo. Este tipo de hipótesis es desmentible, una propiedad que la introduce perfectamente en el campo científico. Espero que las próximas misiones americanas y rusas a Marte, especialmente orbitadores con cámaras de televisión de alta resolución, realicen un esfuerzo especial para —entre cientos de otras cuestiones científicas— mirar más de cerca las pirámides y lo que algunas personas llaman «la Cara» y la ciudad.

* * * *

AUNQUE QUEDE CLARO PARA TODO EL MUNDO que esas figuras de Marte son geológicas y no artificiales, me temo que no desaparecerán las caras monumentales en el espacio (y las maravillas asociadas). Ya hay periódicos sensacionalistas que informan de caras casi idénticas vistas desde Venus hasta Neptuno (¿flotando en las nubes?). Los «descubrimientos» se suelen atribuir a naves espaciales ficticias rusas y a científicos espaciales imaginarios, lo que desde luego dificulta la comprobación de la historia por parte de un escéptico.

Un entusiasta de «la Cara» de Marte anuncia ahora: AVANCE DE LA NOTICIA DEL SIGLO CENSURADA POR LA NASA POR TEMOR DE AGITACIÓN RELIGIOSA Y DEPRESIONES. EL DESCUBRIMIENTO DE ANTIGUAS RUINAS DE EXTRATERRESTRES EN LA LUNA.

Se «confirma» la existencia -en la bien estudiada Luna- de una «ciudad gigante, de las dimensiones de la cuenca de Los Ángeles, cubierta por una inmensa cúpula de vidrio, abandonada hace millones de años y hecha añicos por meteoros, con una torre gigante de más de cinco kilómetros de altura y un cubo gigante de más de un kilómetro cuadrado encima». ¿La prueba? Fotografías tomadas por las misiones robóticas de la NASA y el Apolo cuya significación fue ocultada por el gobierno e ignorada por todos los científicos lunares de muchos países que no trabajan para el «gobierno».

El Weekly World News del 18 de agosto de 1992 informa del descubrimiento por «un satélite secreto de la NASA» de «miles, quizá incluso millones de voces» que emanan del agujero negro del centro de la galaxia M51 y cantan al unísono «Gloria, gloria, gloria al Señor en las alturas» una y otra vez. En inglés. Incluso hay un artículo en un periódico, repleto de ilustraciones, aunque oscuras, de una sonda espacial que fotografió a Dios en las alturas, o al menos sus ojos y el puente de la nariz, en la nebulosa de Orión.

El 20 de julio de 1993, el WWN luce en grandes titulares:

« ¡Clinton se reúne con JFK!», junto con una fotografía falsa de John Kennedy, con la edad que tendría si hubiera sobrevivido al atentado, en una silla de ruedas en Camp David. En páginas interiores se nos informa de otro aspecto de posible interés. En «Asteroides del día del juicio final», un documento supuestamente de máximo secreto cita las palabras de supuestos científicos «importantes» sobre un supuesto asteroide («M-167») que supuestamente chocará con la Tierra el 11 de noviembre de 1993, y «podría significar el fin de la vida en la Tierra». Se asegura que el presidente Clinton recibe «información constante de la posición y velocidad del asteroide». Quizá fue uno de los temas que discutió en su reunión con el presidente Kennedy. En cierto modo, el hecho de que la Tierra escapase a esta catástrofe no mereció ni siquiera un párrafo de comentario después de haber pasado sin noticias el 11 de noviembre de 1993. Al menos quedó justificado el buen juicio del escritor de titulares de no cargar la primera página con la noticia del fin del mundo.

Algunos consideran que todo eso es una especie de diversión. Sin embargo vivimos en una época en la que se ha identificado una amenaza estadística real a largo plazo del impacto de un asteroide con la Tierra. (Esta realidad de la ciencia es desde luego la fuente de inspiración, si ésta es la palabra adecuada, de la historia del WWN.) Las agencias gubernamentales están estudiando qué hacer al respecto. Bulos como éste tiñen el tema de exageración y extravagancia apocalíptica, dificultan que el público pueda distinguir entre los peligros reales y la ficción del periódico, y es concebible que obstaculicen nuestra capacidad de tomar medidas de precaución para mitigar el peligro.

A menudo se presentan demandas contra los periódicos sensacionalistas —a veces por parte de actores y actrices que niegan rotundamente haber realizado actos reprobables— y en ocasiones se barajan grandes sumas de dinero. Esos periódicos deben de considerar estas demandas como el precio de su provechoso negocio. En su defensa, suelen decir que están a merced de sus reporteros y que no tienen responsabilidad institucional para comprobar la verdad de lo que publican. Sal Ivone, editor jefe del Weekly World News, comentando las historias que publica, dice: «No descarto que sean producto de imaginaciones activas. Pero, dado el tipo de periódico que hacemos, no tenemos por qué poner en duda una historia.» El escepticismo no vende periódicos. Escritores que han desertado de este tipo de periodismo han descrito las sesiones «creativas» en las que escritores y editores se ponen a inventar historias y titulares sacados de la nada, cuanto más escandalosos mejor.

Entre su gran cantidad de lectores, ¿no hay muchos que se lo creen todo a pies juntillas, que creen que «no podrían» editarlas si no fueran verdad? Algunos lectores con los que he hablado insisten en que sólo leen esta clase de periódicos para entretenerse, como si miraran un espectáculo de «lucha libre» en la televisión, que no se creen nada, que, tanto para el editor como para el lector, esos periódicos son extravagancias que exploran lo absurdo. Simplemente, existen fuera de cualquier universo atenazado por la norma de las pruebas. Pero mi correspondencia sugiere que un gran número de americanos se los toman francamente en serio.

En la década de los noventa se expande el universo de periódicos de este tipo y va engullendo con voracidad a otros medios de comunicación. Los periódicos, revistas o programas de televisión que se atienen meticulosamente a las restricciones de lo que realmente se conoce pierden clientela en favor de publicaciones con estándares menos escrupulosos. Podemos verlo en la nueva generación de conocidos programas sensacionalistas de televisión, y cada vez más en lo que pasa por programas de noticias e información.

Esos reportajes persisten y proliferan porque venden. Y venden, creo, porque muchos de nosotros deseamos fervientemente una sacudida que nos saque de la rutina de nuestras vidas, que reviva aquella sensación de maravilla que recordamos de la infancia y también, en alguna de las historias, que nos permita ser capaces, real y verdaderamente, de creer... en alguien más viejo, más listo y más sabio que nos cuide. Está claro que a mucha gente no le basta la fe. Buscan evidencias, pruebas científicas. Anhelan el sello científico de aprobación, pero son incapaces de soportar los rigurosos estándares de pruebas que imparten credibilidad a ese sello. ¡Qué alivio sería la abolición de la duda por fuentes fidedignas! Así se nos liberaría de la fastidiosa tarea de cuidarnos a nosotros mismos. Nos preocupa —y con razón— lo que significa para el futuro humano que sólo podamos confiar en nosotros mismos.

Esos son los milagros modernos que proclaman con desvergüenza aquellos que los hacen surgir de la nada, eludiendo cualquier escrutinio formal, y que se pueden comprar a bajo coste en todos los supermercados, grandes almacenes y tiendas. Una de las pretensiones de esos periódicos es hacer ciencia, precisamente el instrumento en el que se basa nuestra incredulidad, confirmar nuestras antiguas fes y establecer una convergencia entre pseudociencia y pseudorreligión.

En general, los científicos abren su mente cuando exploran nuevos mundos. Si supiéramos de antemano lo que íbamos a encontrar, no tendríamos necesidad de ir. Es posible, quizá hasta probable, que en misiones futuras a Marte o a los otros mundos fascinantes de los parajes cósmicos tengamos sorpresas, incluso algunas de proporciones míticas. Pero los humanos tenemos talento para engañarnos a nosotros mismos. El escepticismo debe ser un componente de la caja de herramientas del explorador, en otro caso nos perderemos en el camino. El espacio tiene maravillas suficientes sin tener que inventarlas.



[1] Versión de José Manuel Pabón y Manuel Femández-Galiano, Madrid, 1984.

[2] Aunque puede afirmarse lo mismo de Theodore Roosevelt, Herbert Hoover y Jimmy Cárter. Gran Bretaña tuvo una primera ministra así con Margaret Thatcher. Sus estudios de química, en parte bajo la tutela de la premio Nobel Dorothy Hodgkins, fueron la clave de la fuerte defensa por parte del Reino Unido de la prohibición mundial del CFC reductor del ozono.

[3] Recientemente, en una cena, pregunté a los comensales reunidos —cuya edad calculo que iba de los treinta a los sesenta— cuántos de ellos estarían vivos si no hubieran existido los antibióticos, marcapasos y el resto de la parafernalia de la medicina moderna. Sólo uno levantó la mano. No era yo.

[4] «Ninguna persona religiosa lo cree», escribe uno de los consultores de este libro. Pero muchos «científicos creacionistas» no sólo lo creen, sino que realizan esfuerzos cada vez más agresivos y exitosos para que se enseñe en las escuelas, museos, zoológicos y libros de texto. ¿Por qué? Porque sumando las «genealogías», las edades de los patriarcas y otros en la Biblia, se alcanza esta cifra, y la Biblia es «inequívoca».

[5] Aunque para mí es difícil ver una conexión cósmica más profunda que los asombrosos descubrimientos de la astrofísica nuclear moderna: excepto el hidrógeno, todos los átomos que nos configuran —el hierro de nuestra sangre, el calcio de nuestros huesos, el carbón de nuestro cerebro— fueron fabricados en estrellas gigantes rojas a una distancia de miles de años luz en el espacio y hace miles de millones de años en el tiempo. Somos, como me gusta decir, materia estelar.

[6] Como lo expresó el físico Benjamín Franklin: «En el curso de esos experimentos, ¿cuántos bellos sistemas construimos que pronto nos vemos obligados a destruir?» Al menos, pensaba Franklin, la experiencia bastaba para «ayudar a hacer un hombre humilde de un vanidoso».

[7] Estos casos son muy diferentes al del llamado Sudario de Turín, que muestra algo demasiado parecido a una forma humana para interpretarlo como una forma natural y que, según sugiere ahora la datación por carbono-14, no es el sudario de la muerte de Jesús sino una mistificación piadosa del siglo XIV, una época próspera y provechosa para la industria artesana de fabricación de reliquias religiosas fraudulentas.

[8] La idea general es bastante antigua; se podía encontrar hace un siglo en el mito del canal marciano de Percival Loweil. Como uno de muchos ejemplos, P. E. Cleator, en su libro de 1936 Cohetes a través del espacio: el alba del viaje interplanetario, especulaba: «Se pueden encontrar en Marte los restos desmoronados de antiguas civilizaciones, testigos mudos de la gloria de otras épocas de un mundo moribundo.»

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