Michel Foucault
A los que roban
se los encarcela; a los que violan se los encarcela; a los que matan, también.
¿De dónde viene esta extraña práctica y el curioso proyecto de encerrar para
corregir, que traen consigo los Códigos penales de la época moderna? ¿Una vieja
herencia de las mazmorras de la Edad Media? Más bien una tecnología nueva: el
desarrollo, del siglo XVI al XIX, de un verdadero conjunto de procedimientos
para dividir en zonas, controlar, medir, encauzar a los individuos y hacerlos a
la vez "dóciles y útiles". Vigilancia, ejercicios, maniobras,
calificaciones, rangos y lugares, clasificaciones, exámenes registros, una
manera de someter los cuerpos, de dominar las multiplicidades humanas y de
manipular sus fuerzas, se ha desarrollado en el curso de los siglos clásicos,
en los hospitales, en el ejército, las escuelas, los colegios o los talleres:
la disciplina.
El siglo XIX
inventó, sin duda, las libertades: pero les dio un subsuelo profundo y sólido -
la sociedad disciplinaría de la que seguimos dependiendo.
I. El cuerpo de los condenados
Damiens fue condenado, el 2 de marzo de 1757, a "pública retractación ante la puerta principal de la Iglesia de París", adonde debía ser "llevado y conducido en una carreta, desnudo, en camisa, con un hacha de cera encendida de dos libras de peso en la mano"; después, "en dicha carreta, a la plaza de Grève, y sobre un cadalso que allí habrá sido levantado [deberán serle] atenaceadas las tetillas, brazos, muslos y pantorrillas, y su mano derecha, asido en ésta el cuchillo con que cometió dicho, quemada con fuego de azufre, y sobre las partes atenaceadas se le verterá plomo derretido, aceite hirviendo, pez resina ardiente, cera y azufre fundidos juntamente, y a continuación, su cuerpo estirado y desmembrado por cuatro caballos y sus miembros y tronco consumidos en el fuego, reducidos a cenizas y sus cenizas arrojadas al viento".
"Finalmente, se le
descuartizó, refiere la Gazette
d'Amsterdam. Esta última
operación fue muy larga, porque los caballos que se utilizaban no estaban
acostumbrados a tirar; de suerte que en lugar de cuatro, hubo que poner seis, y
no bastando aún esto, fue forzoso para desmembrar los muslos del desdichado,
cortarle los nervios y romperle a hachazos las coyunturas. . .
"Aseguran que aunque
siempre fue un gran maldiciente, no dejó escapar blasfemia alguna; tan sólo los
extremados dolores le hacían proferir horribles gritos y a menudo repetía:
'Dios mío, tened piedad de mí; Jesús, socorredme.' Todos los espectadores
quedaron edificados de la solicitud del párroco de Saint-Paul, que a pesar de
su avanzada edad, no dejaba pasar momento alguno sin consolar al
paciente." Y el exento Bouton: "Se encendió el azufre, pero el fuego
era tan pobre que
sólo la piel de la parte
superior de la mano quedó no más que un poco dañada. A continuación, un
ayudante, arremangado por encima de los codos, tomó unas tenazas de acero
hechas para el caso, largas de un pie y medio aproximadamente, y le atenaceó
primero la pantorrilla de la pierna derecha, después el muslo, de ahí pasó a
las dos mollas del brazo derecho, y a continuación a las tetillas. A este
oficial, aunque fuerte y robusto, le costó mucho trabajo arrancar los trozos de
carne que tomaba con las tenazas dos y tres veces del mismo lado, retorciendo,
y lo que sacaba en cada porción dejaba una llaga del tamaño de un escudo de
seis libras.
"Después de estos
atenaceamientos, Damiens, que gritaba mucho aunque sin maldecir, levantaba la
cabeza y se miraba. El mismo atenaceador tomó con una cuchara de hierro del
caldero mezcla hirviendo, la cual vertió en abundancia sobre cada llaga. A
continuación, ataron con soguillas las cuerdas destinadas al tiro de los
caballos, y después se amarraron aquéllas a cada miembro a lo largo de los
muslos, piernas y brazos.
"El señor Le Bretón,
escribano, se acercó repetidas veces al reo para preguntarle si no tenía algo
que decir. Dijo que no; gritaba como representan a los condenados, que no hay
cómo se diga, a cada tormento: '¡Perdón, Dios mío! Perdón, Señor.' A pesar de todos
los sufrimientos dichos, levantaba de cuando en cuando la cabeza y se miraba
valientemente. Las sogas, tan apretadas por los hombres que tiraban de los
cabos, le hacían sufrir dolores indecibles. El señor Le Bretón se le volvió a
acercar y le preguntó si no quería decir nada; dijo que no. Unos cuantos
confesores se acercaron y le hablaron buen rato. Besaba de buena voluntad el
crucifijo que le presentaban; tendía los labios y decía siempre: 'Perdón,
Señor.'
"Los caballos dieron
una arremetida, tirando cada uno de un miembro en derechura, sujeto cada
caballo por un oficial. Un cuarto de hora después, vuelta a empezar, y en fin,
tras de varios intentos, hubo que hacer tirar a los caballos de esta suerte:
los del brazo derecho a la cabeza, y los de los muslos volviéndose del lado de
los brazos, con lo que se rompieron los brazos por las coyunturas. Estos
tirones se repitieron varias veces sin resultado. El reo levantaba la cabeza y
se contemplaba. Fue preciso poner otros dos caballos delante de los amarrados a
los muslos, lo cual hacía seis caballos. Sin resultado.
"En fin, el verdugo
Samson marchó a decir al señor Le Bretón que no había medio ni esperanza de
lograr nada, y le pidió que preguntara a los Señores si no querían que lo
hiciera cortar en pedazos. El señor Le Bretón acudió de la ciudad y dio orden
de hacer nuevos esfuerzos, lo que se cumplió; pero los caballos se
impacientaron, y uno de los que tiraban de los muslos del supliciado cayó al
suelo. Los confesores volvieron y le hablaron de nuevo. Él les decía (yo lo
oí): 'Bésenme, señores.' Y como el señor cura de Saint-Paul no se decidiera, el
señor de Marsilly pasó por debajo de la soga del brazo izquierdo y fue a
besarlo en la frente. Los verdugos se juntaron y Damiens les decía que no juraran,
que desempeñaran su cometido, que él no los recriminaba; les pedía que rogaran
a Dios por él, y recomendaba al párroco de Saint-Paul que rezara por él en la
primera misa.
"Después de dos o tres
tentativas, el verdugo Samson y el que lo había atenaceado sacaron cada uno un
cuchillo de la bolsa y cortaron los muslos por su unión con el tronco del
cuerpo. Los cuatro caballos, tirando con todas sus fuerzas, se llevaron tras
ellos los muslos, a saber: primero el del lado derecho, el otro después; luego
se hizo lo mismo con los brazos y en el sitio de los hombros y axilas y en las
cuatro partes. Fue preciso cortar las carnes hasta casi el hueso; los caballos,
tirando con todas sus fuerzas, se llevaron el brazo derecho primero, y el otro
después.
"Una vez retiradas
estas cuatro partes, los confesores bajaron para hablarle; pero su verdugo les
dijo que había muerto, aunque la verdad era que yo veía al hombre agitarse, y
la mandíbula inferior subir y bajar como si hablara. Uno de los oficiales dijo
incluso poco después que cuando levantaron el tronco del cuerpo para arrojarlo
a la hoguera, estaba aún vivo. Los cuatro miembros, desatados de las sogas de
los caballos, fueron arrojados a una hoguera dispuesta en el recinto en línea
recta del cadalso; luego el tronco y la totalidad fueron en seguida cubiertos
de leños y de fajina, y prendido el fuego a la paja mezclada con esta madera.
"...En cumplimiento de
la sentencia, todo quedó reducido a cenizas. El último trozo hallado en las
brasas no acabó de consumirse hasta las diez y media y más de la noche. Los
pedazos de carne y el tronco tardaron unas cuatro horas en quemarse. Los
oficiales, en cuyo número me contaba yo, así como mi hijo, con unos arqueros a
modo de destacamento, permanecimos en la plaza hasta cerca de las once.
"Se quiere hallar
significado al hecho de que un perro se echó a la mañana siguiente sobre el
sitio donde había estado la hoguera, y ahuyentado repetidas veces, volvía allí
siempre. Pero no es difícil comprender que el animal encontraba aquel lugar más
caliente."
Tres cuartos de siglo más
tarde, he aquí el reglamento redactado por
"ART. 17. La jornada de
los presos comenzará a las seis de la mañana en invierno, y a las cinco en
verano. El trabajo durará nueve horas diarias en toda estación. Se consagrarán
dos horas al día a la enseñanza. El trabajo y la jornada terminarán a las nueve
en invierno, y a las ocho en verano.
ART. 18. Comienzo de la jornada. Al primer
redoble de tambor, los presos deben levantarse y vestirse en silencio, mientras
el vigilante abre las puertas de las celdas. Al segundo redoble, deben estar en
pie y hacer su cama. Al tercero, se colocan en fila para ir a la capilla, donde
se reza la oración de la mañana. Entre redoble y redoble hay un intervalo de
cinco minutos.
ART. 19. La oración la hace
el capellán y va seguida de una lectura moral o religiosa. Este ejercicio no
debe durar más de media hora.
ART. 20. Trabajo. A las seis menos cuarto en
verano, y a las siete menos cuarto en invierno, bajan los presos al patio,
donde deben lavarse las manos y la cara y recibir la primera distribución de
pan. Inmediatamente después, se forman por talleres y marchan al trabajo, que
debe comenzar a las seis en verano y a las siete en invierno.
ART. 21. Comida. A las diez, abandonan los presos
el trabajo para pasar al refectorio; van a lavarse las manos en los patios, y a
formarse por divisiones. Después del almuerzo, recreo hasta las once menos
veinte.
ART. 22. Escuela. A las once menos veinte, al
redoble del tambor, se forman las filas y se entra en la escuela por
divisiones. La clase dura dos horas, empleadas alternativamente en la lectura,
la escritura, el dibujo lineal y el cálculo.
ART. 23. A la una menos
veinte, abandonan los presos la escuela, por divisiones, y marchan a los patios
para el recreo. A la una menos cinco, al redoble del tambor, vuelven a formarse
por talleres.
ART. 24. A la una, los
presos deben marchar a los talleres: el trabajo dura hasta las cuatro.
ART. 25. A las cuatro se
abandonan los talleres para marchar a los patios, donde los presos se lavan las
manos y se forman por divisiones para el refectorio.
ART. 26. La comida y el recreo que la sigue duran hasta las cinco; en este momento los presos vuelven a los talleres.
ART. 27. A las siete en
verano, y a las ocho en invierno, cesa el trabajo; se efectúa una última
distribución de pan en los talleres. Un preso o un vigilante hace una lectura
de un cuarto de hora que tenga por tema algunas nociones instructivas o algún
rasgo conmovedor y a la que sigue la oración de la noche.
ART. 28. A las siete y media
en verano, y a las ocho y media en invierno, los presos deben hallarse en sus
celdas, después de lavarse las manos y de haber pasado la inspección de las
ropas hecha en los patios. Al primer redoble de tambor, desnudarse, y al
segundo, acostarse. Se cierran las puertas de las celdas y los vigilantes hacen
la ronda por los corredores, para cerciorarse del orden y del silencio."
He aquí, pues, un suplicio y
un empleo del tiempo. No sancionan los mismos delitos, no castigan el mismo
género de delincuentes. Pero definen bien, cada uno, un estilo penal
determinado. Menos de un siglo los separa.
Es la época en que fue
redistribuida, en Europa y en los Estados Unidos, toda la economía del castigo.
Época de grandes "escándalos" para la justicia tradicional, época de
los innumerables proyectos de reforma; nueva teoría de la ley y del delito,
nueva justificación moral o política del derecho de castigar; abolición de las
viejas ordenanzas, atenuación de las costumbres; redacción de los códigos
"modernos": Rusia, 1769; Prusia, 1780; Pensilvania y Toscana, 1786;
Austria, 1788; Francia, 1791, Año IV, 1808 y 1810. Por lo que toca a la
justicia penal, una nueva era.
Entre tantas modificaciones,
señalaré -una: la desaparición de los suplicios. Existe hoy cierta inclinación
a desdeñarla; quizá, en su época, dio lugar a demasiadas declamaciones; quizá
se atribuyó demasiado fácilmente y con demasiado énfasis a una
"humanización" que autorizaba a no analizarla. Y de todos modos,
¿cuál es su importancia, si se la compara con las grandes trasformaciones
institucionales, con los códigos explícitos y generales, con las reglas
unificadas de procedimiento; la adopción casi general del jurado, la definición
del carácter esencialmente correctivo de la pena, o también esa gran tendencia,
que no cesa de acentuarse desde el siglo XIX, a modular los castigos de acuerdo
con los individuos culpables? Unos castigos menos inmediatamente físicos,
cierta discreción en el arte de hacer sufrir, un juego de dolores más sutiles,
más silenciosos, y despojados de su fasto visible, ¿merece todo esto que se le
conceda una consideración particular, cuando no es, sin eluda, otra cosa que el
efecto de reordenaciones más profundas? Y, sin embargo, tenemos un hecho: en
unas cuantas décadas, ha desaparecido el cuerpo supliciado, descuartizado,
amputado, marcado simbólicamente en el rostro o en el hombro, expuesto vivo o
muerto, ofrecido en espectáculo. Ha desaparecido el cuerpo como blanco mayor de
la represión penal.
A fines del siglo XVIII, y
en los comienzos del XIX, a pesar de algunos grandes resplandores, la sombría
fiesta punitiva está extinguiéndose. En esta trasformación, han intervenido dos
procesos. No han tenido por completo ni la misma cronología ni las mismas
razones de ser. De un lado, la desaparición del espectáculo punitivo. El
ceremonial de la pena tiende a entrar en la sombra, para no ser ya más que un
nuevo acto de procedimiento o de administración. La retractación pública en
Francia había sido abolida por primera vez en 1791, y después nuevamente en
1830 tras un breve restablecimiento; la picota se suprime en 1789, y en
Inglaterra en 1837. Los trabajos públicos, que Austria, Suiza y algunos de los
Estados Unidos, como Pensilvania, hacían practicar en plena calle o en el
camino real -forzados con la argolla de hierro al cuello, vestidos de ropas
multicolores y arrastrando al pie la bala de cañón, cambiando con la multitud
retos, injurias, burlas, golpes, señas de rencor o de complicidad-, se suprimen
casi en todas partes a fines del siglo XVIII, o en la primera mitad del XIX. La
exposición se había mantenido en Francia en 1831, en contra de violentas
críticas -"escena repugnante", decía Real-, y se suprime finalmente
en abril de 1848. En cuanto a la cadena de presidiarios, que paseaba a los
forzados a través de toda Francia, hasta Brest y Tolón, fue remplazada en 1837
por decorosos coches celulares pintados de negro.
El castigo ha cesado poco a
poco de ser teatro. Y todo lo que podía llevar consigo de espectáculo se
encontrará en adelante afectado de un índice negativo. Como si las funciones de
la ceremonia penal fueran dejando, progresivamente, de ser comprendidas, el
rito que "cerraba" el delito se hace sospechoso de mantener con él
turbios parentescos: de igualarlo, si no de sobrepasarlo en salvajismo, de
habituar a los espectadores a una ferocidad de la que se les quería apartar, de
mostrarles la frecuencia de los delitos, de emparejar al verdugo con un
criminal y a los jueces con unos asesinos, de invertir en el postrer momento
los papeles, de hacer del supliciado un objeto de compasión o de admiración.
Beccaria, en hora muy temprana, lo había dicho: "El asesinato que se nos
representa como un crimen horrible, lo vemos cometer fríamente, sin
remordimientos." La ejecución pública se percibe ahora como un foco en el
que se reanima la violencia.
El castigo tenderá, pues, a
convertirse en la parte más oculta del proceso penal. Lo cual lleva consigo
varias consecuencias: la de que abandona el dominio de la percepción casi
cotidiana, para entrar en el de la conciencia abstracta; se pide su eficacia a
su fatalidad, no a su intensidad visible; es la certidumbre de ser castigado, y
no ya el teatro abominable, lo que debe apartar del crimen; la mecánica
ejemplar del castigo cambia sus engranajes. Por ello, la justicia no toma sobre
sí públicamente la parte de violencia vinculada a su ejercicio. Si mata, ella
también, o si hiere, no es ya la glorificación de su fuerza, es un elemento de
sí misma al que no tiene más remedio que tolerar, pero del que le es difícil
valerse.
Las notaciones de la infamia
se redistribuyen: en el castigo-espectáculo, un horror confuso brotaba del
cadalso, horror que envolvía a la vez al verdugo y al condenado, y que si bien
estaba siempre dispuesto a convertir en compasión o en admiración la vergüenza
infligida al supliciado, convertía regularmente en infamia la violencia legal del
verdugo. A partir de este momento, el escándalo y la luz se repartirán de modo
distinto; es la propia condena la que se supone que marca al delincuente con el
signo negativo y unívoco; publicidad, por lo tanto, de los debates y de la
sentencia; pero la ejecución misma es como una vergüenza suplementaria que a la
justicia le avergüenza imponer al condenado; mantiénese, pues, a distancia,
tendiendo siempre a confiarla a otros, y bajo secreto. Es feo ser digno de
castigo, pero poco glorioso castigar. De ahí ese doble sistema de protección
que la justicia ha establecido entre ella y el castigo que impone. La ejecución
de la pena tiende a convertirse en un sector autónomo, un mecanismo
administrativo del cual descarga a la justicia; ésta se libera de su sorda desazón
por un escamoteo burocrático de la pena.
Es característico que, en
Francia, la administración de las prisiones haya estado durante mucho tiempo
colocada bajo la dependencia del Ministerio del Interior, y la de los presidios
bajo el control de Marina o de Colonias. Y al mismo tiempo que esta distinción
administrativa, se operaba la denegación teórica: lo esencial de la pena que
nosotros, los jueces, infligimos, no crean ustedes que consiste en castigar;
trata de corregir, reformar, "curar"; una técnica del mejoramiento
rechaza, en la pena, la estricta expiación del mal, y libera a los magistrados
de la fea misión de castigar. Hay en la justicia moderna y en aquellos que la
administran una vergüenza de castigar que no siempre excluye el celo; crece sin
cesar: sobre esta herida, el psicólogo pulula así como el modesto funcionario
de la ortopedia moral.
La desaparición de los
suplicios es, pues, el espectáculo que se borra; y es también el relajamiento
de la acción sobre el cuerpo del delincuente. Rush, en 1787, dice: "No
puedo por menos de esperar que se acerque el tiempo en que la horca, la picota,
el patíbulo, el látigo, la rueda, se considerarán, en la historia de los
suplicios, como las muestras de la barbarie de los siglos y de los países y como
las pruebas de la débil influencia de la razón y de la religión sobre el
espíritu humano." 11 Y en efecto, al abrir Van Meenen sesenta
años después el segundo congreso penitenciario, en Bruselas, recordaba el
tiempo de su infancia como una época terminada: "Yo he visto el suelo
cubierto de ruedas, de cepos, de horcas, de picotas; he visto esqueletos
espantosamente tendidos sobre ruedas."12 La marca había sido
abolida en Inglaterra (1834) y en Francia (1832); el gran suplicio de los
traidores, Inglaterra no se atrevía ya a aplicarlo plenamente en 1820
(Thistlewood no fue descuartizado). Sólo el látigo seguía manteniéndose en
cierto número de sistemas penales (Rusia, Inglaterra, Prusia). Pero de una
manera general, las prácticas punitivas se habían vuelto púdicas. No tocar ya
el cuerpo, o lo menos posible en todo caso, y eso para herir en él algo que no
es el cuerpo mismo.
Se dirá: la prisión, la
reclusión, los trabajos forzados, el presidio, la interdicción de residencia,
la deportación -que han ocupado lugar tan importante en los sistemas penales
modernos- son realmente penas "físicas"; a diferencia de la multa,
recaen, y directamente, sobre el cuerpo. Pero la relación castigo-cuerpo no es
en ellas idéntica a lo que era en los suplicios. El cuerpo se encuentra aquí en
situación de instrumento o de intermediario; si se interviene sobre él
encerrándolo o haciéndolo trabajar, es para privar al individuo de una libertad
considerada a la vez como un derecho y un bien. El cuerpo, según esta
penalidad, queda prendido en un sistema de coacción y de privación, de
obligaciones y de prohibiciones. El sufrimiento físico, el dolor del cuerpo
mismo, no son ya los elementos constitutivos de la pena. El castigo ha pasado
de un arte de las sensaciones insoportables a una economía de los derechos
suspendidos. Y si le es preciso todavía a la justicia manipular y llegar al
cuerpo de los justiciables, será de lejos, limpiamente, según unas reglas
austeras, y tendiendo a un objetivo mucho más "elevado".
Como efecto de esta nueva
circunspección, un ejército entero de técnicos ha venido a relevar al verdugo,
anatomista inmediato del sufrimiento: los vigilantes, los médicos, los
capellanes, los psiquiatras, los psicólogos, los educadores. Por su sola
presencia junto al condenado cantan a la justicia la alabanza de que aquélla
tiene necesidad: le garantizan que el cuerpo y el dolor no son los objetivos
últimos de su acción punitiva. Hay que reflexionar sobre esto: hoy, un médico
debe establecer una vigilancia sobre los condenados a muerte, y hasta el último
momento, yuxtaponiéndose así como encargado del bienestar, como agente del no
sufrimiento, a los funcionarios que, éstos sí, tienen la misión de suprimir la
vida. Cuando se acerca el momento de la ejecución, se pone a los pacientes
inyecciones de tranquilizantes. Utopía del pudor judicial: quitar la existencia
evitando sentir el daño, privar de todos los derechos sin hacer sufrir, imponer
penas liberadas de dolor. El recurso a la psicofarmacología y a diversos
"desconectantes" fisiológicos, incluso si ha de ser provisional, se
encuentra dentro de la lógica de esta penalidad "incorporal".
De este doble proceso -desaparición
del espectáculo, anulación del dolor- son testigos los rituales modernos de la
ejecución capital. Un mismo movimiento ha arrastrado, a cada una con su ritmo
propio, a las legislaciones europeas: para todos, una misma muerte, sin que
ésta tenga que llevar, como blasón, la marca específica del delito o el status
social del delincuente; una muerte que no dura más que un instante, que ningún
encarnizamiento debe multiplicar por adelantado o prolongar sobre el cadáver,
una ejecución que afecta a la vida más que al cuerpo. Se acabaron los largos
procesos en los que la muerte se halla a la vez aplazada por interrupciones
calculadas, y multiplicada por una serie de ataques sucesivos.
Se acabaron aquellas
combinaciones como las que se ponían en escena para matar a los regicidas, o
como aquella con que soñaba, en los comienzos del siglo XVIII, el autor de Hanging not punishment enough, que
permitían a la vez descoyuntar a un condenado en la rueda, azotarlo después
hasta la pérdida del conocimiento, y tras ello suspenderlo con cadenas, antes
de dejarlo morir lentamente de hambre. Se acabaron aquellos suplicios en los
que el condenado era arrastrado sobre un zarzo (para evitar que la cabeza
reventara contra el suelo), en los que se le abría el vientre, arrancándole las
entrañas apresuradamente, para que tuviera tiempo de ver, con sus propios ojos,
cómo las arrojaban al fuego; en los que se le decapitaba finalmente y se
dividía su cuerpo en cuartos.
La reducción de estas
"mil muertes" a la estricta ejecución capital define toda una nueva
moral propia del acto de castigar. Ya en 1760, se había probado en Inglaterra
(fue para la ejecución de lord Ferrer) una máquina de ahorcar (un apoyo, que se
replegaba bajo los pies del condenado servía para evitar las lentas agonías y
las luchas cuerpo a cuerpo que se producían entre víctima y verdugo). Dicha
máquina fue perfeccionada y adoptada definitivamente en 1783, el año mismo en
que se suprimió el tradicional desfile de Newgate a Tyburn, y en que se
aprovechó la reconstrucción de la prisión, cerca de los Gordon Riots, para
instalar los patíbulos en el mismo Newgate.15 El famoso artículo 3
del Código francés de 1791 -"a todo condenado a muerte se le cortará la
cabeza"- lleva este triple significado: una muerte igual para todos
("Los delitos del mismo género se castigarán con el mismo género de pena,
cualesquiera que sean la categoría y el estado del culpable", decía ya la
moción votada, a propuesta de Guillotin, el 1 de diciembre de 1789); una sola
muerte por condenado, obtenida de un solo golpe y sin recurrir a esos suplicios
"prolongados y por consiguiente crueles", como la horca denunciada
por Le Peletier; en fin, el castigo para el condenado únicamente, ya que la
decapitación, pena de los nobles, es la menos infamante para la familia del
delincuente.
La guillotina, utilizada a
partir de marzo de 1792, es el mecanismo adecuado a tales principios. En ella,
la muerte queda reducida a un acontecimiento visible, pero instantáneo. Entre
la ley, o quienes la ejecutan, y el cuerpo del delincuente, el contacto se
reduce al momento de un relámpago. No existe enfrentamiento físico; al verdugo
le basta con ser un relojero escrupuloso. "La experiencia y la razón
demuestran que la manera usada en el pasado de cortarle la cabeza a un
delincuente expone a un suplicio más espantoso que la simple privación de la
vida, que es el deseo formal de la ley, para que la ejecución se realice en un
solo instante y de un solo golpe; los ejemplos prueban cuán difícil es
lograrlo.
Es preciso necesariamente,
para la exactitud del procedimiento, que dependa de medios mecánicos
invariables, cuya fuerza y efecto se pueda igualmente determinar... Es fácil
hacer construir una máquina semejante cuyo efecto es infalible; la decapitación
se hará en un solo instante, de acuerdo con el deseo de la nueva ley. Dicho
aparato, si parece necesario, no producirá sensación alguna y apenas se
percibirá." Casi sin tocar el cuerpo, la guillotina suprime la vida, del
mismo modo que la prisión quita la libertad, o una multa descuenta bienes. Se
supone que aplica la ley menos a un cuerpo real capaz de dolor, que a un sujeto
jurídico, poseedor, entre otros derechos, del de existir. La guillotina había
de tener la abstracción de la propia ley.
Indudablemente, algo de los
suplicios se sobreimpuso en Francia, por un tiempo, a la sobriedad de las
ejecuciones. Los parricidas -y los regicidas, que se asimilaban a aquéllos-
eran conducidos al patíbulo cubiertos por un velo negro; allí, hasta 1832, se
les cortaba la mano. No quedó, entonces, más que el adorno del crespón. Así,
para Fieschi, en noviembre de 1836: "Se le conducirá al lugar de la
ejecución en camisa, descalzo, y cubierta la cabeza con un velo negro; habrá de
ser expuesto sobre un cadalso mientras un oficial lee al pueblo la sentencia, y
será inmediatamente ejecutado." Acordémonos de Damiens, y notemos que el
último suplemento de la muerte penal ha sido un velo de luto. El condenado no
tiene ya que ser visto. La sola lectura de la sentencia sobre el cadalso,
enuncia un delito que no debe tener rostro.
El último vestigio de los
grandes suplicios es su anulación: unos paños para ocultar un cuerpo. Ejecución
de Benoît, triplemente infame -matricida, homosexual, asesino-, el primero de
los parricidas a quien la ley evitó que se le cortara la mano: "Mientras
se leía la sentencia, él estaba en pie sobre el patíbulo, sostenido por los
verdugos. Era algo horrible de ver aquel espectáculo: envuelto en un amplio
sudario blanco, cubierto el rostro con un crespón negro, el parricida se
sustraía a las miradas de la multitud silenciosa, y bajo aquel ropaje
misterioso y lúgubre, no se manifestaba la vida más que por espantosos
aullidos, que pronto se apagaron bajo la cuchilla."
Desaparece, pues, en los comienzos del siglo XIX, el gran espectáculo de la pena física; se disimula el cuerpo supliciado; se excluye del castigo el aparato teatral del sufrimiento. Se entra en la era de la sobriedad punitiva. Esta desaparición de los suplicios se puede considerar casi como conseguida alrededor de los años 1830-1848. Naturalmente, esta afirmación global exige paliativos. En primer lugar, las trasformaciones no se realizan en bloque ni según un proceso único. Ha habido demoras. Paradójicamente, Inglaterra fue uno de los países más refractarios a esta desaparición de los suplicios; quizá a causa del papel de modelo que habían conferido a su justicia penal la institución del jurado, el proceso público, el respeto del habeas corpus; sobre todo, sin duda, porque no había querido disminuir el rigor de sus leyes penales durante las grandes revueltas sociales de los años 1780-1820. Durante mucho tiempo, Romilly, Mackintosh y Fowell Buxton fracasaron en su propósito de que se atenuara la multiplicidad y la gravedad de las penas previstas por la ley inglesa: esa "horrible carnicería", decía Rossi.
Su severidad (al menos en las penas previstas, ya que la aplicación era tanto más blanda cuanto que la ley parecía excesiva a los jurados) se había aumentado incluso, ya que, en 1760, Blackstone enumeraba 160 delitos capitales en la legislación inglesa, y se contaban 223 en 1819. Tema frecuente en la época: un criminal, en la medida misma de su monstruosidad, debe ser privado de la luz: no ver, no ser visto. En cuanto al parricida, sería preciso "fabricar una jaula de hierro o cavar una mazmorra impenetrable que le sirviera de eterna.
Sería preciso también tener
en cuenta las aceleraciones y los retrocesos que experimentara entre 1760 y
1840 el proceso de conjunto; la rapidez de la reforma en algunos países como
Austria o Rusia, los Estados Unidos o Francia en el momento de la
Constituyente, y después el reflujo en la época de contrarrevolución en Europa
y del gran temor social de los años 1820-1848; las modificaciones más o menos
temporales, introducidas por los tribunales o las leyes de excepción; la
distorsión entre las leyes y la práctica real de los tribunales (que está lejos
de reflejar siempre el estado de la legislación). Todo esto hace que sea muy
irregular la evolución desarrollada en el viraje de los siglos XVIII y XIX.
A esto se agrega que si bien
lo esencial de la trasformación se ha logrado hacia 1840, si bien los
mecanismos del castigo han adquirido entonces su nuevo tipo de funcionamiento,
el proceso se halla lejos de estar terminado. La reducción del suplicio es una
tendencia arraigada en la gran trasformación de los años 1760-1840; pero no
está terminada, y puede decirse que la práctica del suplicio ha obsesionado
durante mucho tiempo nuestro sistema penal, y alienta en él todavía.
La guillotina, esa
maquinaria de las muertes rápidas y discretas, había marcado en Francia una
nueva ética de la muerte legal. Pero la Revolución la revistió inmediatamente
de un gran ritual teatral. Durante años, ha constituido un espectáculo. Fue
preciso trasladarla hasta la barrera de
Saint-Jacques, remplazar la carreta descubierta por un coche cerrado, empujar
rápidamente al condenado desde el furgón a la plancha, organizar ejecuciones
apresuradas a deshora, colocar finalmente la guillotina dentro del recinto de
las prisiones y hacerla inaccesible al público (después de la ejecución de
Weidmann, en 1939), acordonar las calles por las que se llega a la prisión en
la que el patíbulo se halla oculto, y donde la ejecución se desarrolla en
secreto (ejecución de Buffet y de Bontemps en la prisión de la Santé, en 1972),
perseguir judicialmente a los testigos que refieren la escena, para que la
ejecución deje de ser un espectáculo y para que se convierta en un extraño
secreto entre la justicia y su sentenciado. Pero basta mencionar tantas
precauciones para comprender que la muerte penal sigue siendo en su fondo,
todavía hoy, un espectáculo, que es necesario, precisamente, prohibir.
En cuanto a la acción sobre
el cuerpo, tampoco ésta se encuentra suprimida por completo a mediados del
siglo XIX. Sin duda, la pena ha dejado de estar centrada en el suplicio como
técnica de sufrimiento; ha tomado como objeto principal la pérdida de un bien o
de un derecho. Pero un castigo como los trabajos forzados o incluso como la
prisión -mera privación de libertad-, no ha funcionado jamás sin cierto
suplemento punitivo que concierne realmente al cuerpo mismo: racionamiento
alimenticio, privación sexual, golpes, celda.
¿Consecuencia no perseguida,
pero inevitable, del encierro? De hecho, la prisión en sus dispositivos más
explícitos ha procurado siempre cierta medida de sufrimiento corporal. La
crítica que ha sólido hacerse al sistema penitenciario, en la primera mitad del
siglo XIX (la prisión no es lo suficientemente punitiva: los presos pasan menos
hambre, menos frío, se hallan menos privados en resumen que muchos pobres o
incluso obreros) indica un postulado que jamás se ha suprimido francamente: es
justo que un condenado sufra físicamente más que los otros hombres. La pena se
disocia mal de un suplemento de dolor físico. ¿Qué sería un castigo no
corporal?
Mantiénese, pues, un fondo
"supliciante" en los mecanismos modernos de la justicia criminal, un
fondo que no está por completo dominado, sino que se halla envuelto, cada vez
más ampliamente, por una penalidad de lo no corporal.
La atenuación de la
severidad penal en el trascurso de los últimos siglos es un fenómeno muy
conocido de los historiadores del derecho. Pero durante mucho tiempo, se ha
tomado de una manera (24) global como un fenómeno cuantitativo: menos crueldad,
menos sufrimiento, más benignidad, más respeto, más "humanidad". De
hecho, estas modificaciones van acompañadas de un desplazamiento en el objeto
mismo de la operación punitiva. ¿Disminución de intensidad? Quizá. Cambio de
objetivo, indudablemente.
Si no es ya el cuerpo el
objeto de la penalidad en sus formas más severas, ¿sobre qué establece su
presa? La respuesta de los teorizantes -de quienes abren hacia 1760 un periodo
que no se ha cerrado aún- es sencilla, casi evidente. Parece inscrita en la pregunta
misma. Puesto que ya no es el cuerpo, es el alma. A la expiación que causa
estragos en el cuerpo debe suceder un castigo que actúe en profundidad sobre el
corazón, el pensamiento, la voluntad, las disposiciones. Mably ha formulado el
principio, de una vez para siempre: "Que el castigo, si se me permite
hablar así, caiga sobre el alma más que sobre el cuerpo."
Momento importante. La
antigua pareja del fasto punitivo, el cuerpo y la sangre, ceden el sitio. Entra
en escena, cubierto el rostro, un nuevo personaje. Se pone fin a cierta
tragedia; da principio una comedia con siluetas de sombra, voces sin rostro,
entidades impalpables. El aparato de la justicia punitiva debe morder ahora en
esta realidad sin cuerpo.
¿Simple afirmación teórica,
que la práctica penal desmiente? Sería ésta una conclusión apresurada. Cierto
es que, hoy, castigar no es simplemente convertir un alma; pero el principio de
Mably no se ha quedado en un deseo piadoso. A lo largo de toda la penalidad
moderna es posible seguir sus efectos.
En primer lugar, una
sustitución de objetos. No quiero decir con esto que se haya pasado de pronto a
castigar otros delitos. Sin duda, la definición de las infracciones, la
jerarquía de su gravedad, los márgenes de indulgencia, lo que se toleraba de
hecho y lo que estaba legalmente permitido -todo esto se ha modificado ampliamente
desde hace doscientos años; muchos delitos han dejado de serlo, por estar
vinculados a determinado ejercicio de la autoridad religiosa o a un tipo de
vida económica: la blasfemia ha perdido su status de delito; el contrabando y
el robo doméstico, una parte de su gravedad. Pero estos desplazamientos no son
quizá el hecho más importante: la división entre lo permitido y lo prohibido ha
conservado, de un siglo a otro, cierta constancia. En cambio, el objeto
"crimen", aquello sobre lo que se ejerce la práctica penal, ha sido
profundamente modificado: la calidad, el carácter, la sustancia en cierto modo
de que está hecha la infracción, más que su definición formal. La relativa
estabilidad de la ley ha cobijado todo un juego de sutiles y rápidos relevos.
Bajo el nombre de crímenes y
de delitos, se siguen juzgando efectivamente objetos jurídicos definidos por el
Código, pero se juzga a la vez pasiones, instintos, anomalías, achaques,
inadaptaciones, efectos de medio o de herencia; se castigan las agresiones,
pero a través de ellas las agresividades; las violaciones, pero a la vez, las
perversiones; los asesinatos que son también pulsiones y deseos. Se dirá: no
son ellos los juzgados; si los invocamos, es para explicar los hechos que hay
que juzgar, y para determinar hasta qué punto se hallaba implicada en el delito
la voluntad del sujeto. Respuesta insuficiente. Porque son ellas, esas sombras
detrás de los elementos de la causa, las efectivamente juzgadas y castigadas.
Juzgadas por el rodeo de las
"circunstancias atenuantes", que hacen entrar en el veredicto no
precisamente unos elementos "circunstanciales" del acto, sino otra
cosa completamente distinta, que no es jurídicamente codificable: el
conocimiento del delincuente, la apreciación que se hace de él, lo que puede
saberse acerca de las relaciones entre él, su pasado y su delito, lo que se
puede esperar de él para el futuro. Juzgadas, lo son también por el juego de
todas esas nociones que han circulado entre medicina y jurisprudencia desde el
siglo XIX (los "monstruos" de la época de Georget, las
"anomalías psíquicas" de la circular Chaumié, los
"perversos" y los "inadaptados" de los dictámenes
periciales contemporáneos), y que con el pretexto de explicar un acto, son
modos de calificar a un individuo.
Castigadas, lo son con una
pena que se atribuye por función la de volver al delincuente "no sólo
deseoso sino también capaz de vivir respetando la ley y de subvenir a sus
propias necesidades"; lo son por la economía interna de una pena que, si bien
sanciona el delito, puede modificarse (abreviándose o, llegado el caso,
prolongándose), según que se trasforme el comportamiento del condenado; lo son
también por el juego de esas "medidas de seguridad" de que se hace
acompañar la pena (interdicción de residencia, libertad vigilada, tutela penal,
tratamiento médico obligatorio), y que no están destinadas a sancionar la
infracción, sino a controlar al individuo, a neutralizar su estado peligroso, a
modificar sus disposiciones delictuosas, y a no cesar hasta obtener tal cambio.
El alma del delincuente no
se invoca en el tribunal a los únicos fines de explicar su delito, ni para
introducirla como un elemento en la asignación jurídica de las
responsabilidades; si se la convoca, con tanto énfasis, con tal preocupación de
comprensión y una tan grande aplicación "científica", es realmente
para juzgarla, a ella al mismo tiempo que al delito, y para tomarla a cargo en
el castigo.
En todo el ritual penal,
desde la instrucción hasta la sentencia y las últimas secuelas de la pena, se
ha hecho penetrar un género de objetos que vienen a doblar, pero también a
disociar, los objetos jurídicamente definidos y codificados. El examen pericial
psiquiátrico, pero de una manera más general la antropología criminal y el
discurso insistente de la criminología, encuentran aquí una de sus funciones
precisas: al inscribir solemnemente las infracciones en el campo de los objetos
susceptibles de un conocimiento científico, proporcionar a los mecanismos del
castigo legal un asidero justificable no ya simplemente sobre las infracciones,
sino sobre los individuos; no ya sobre lo que han hecho, sino sobre lo que son,
serán y pueden ser. El suplemento de alma que la justicia ha conseguido es en
apariencia explicativo y limitativo, es de hecho anexionista. Desde los 150 o
200 años que hace que Europa ha establecido sus nuevos sistemas de penalidad,
los jueces, poco a poco, pero por un proceso que se remonta a mucho tiempo, se
han puesto, pues, a juzgar otra cosa distinta de los delitos: el "alma"
de los delincuentes.
Y se han puesto, por lo
mismo, a hacer algo distinto de juzgar. O para ser más preciso, en el interior
mismo de la modalidad judicial del juicio, han venido a deslizarse otros tipos
de estimación que modifican en lo esencial sus reglas de elaboración. Desde que
la Edad Media construyó, no sin dificultad y con lentitud, el gran
procedimiento de la información judicial, juzgar era establecer la verdad de un
delito, era determinar su autor, era aplicarle una sanción legal. Conocimiento
de la infracción, conocimiento del responsable, conocimiento de la ley, tres
condiciones que permitían fundar en verdad un juicio. Ahora bien, he aquí que
en el curso del juicio penal, se encuentra inscrita hoy en día una cuestión
relativa a la verdad, muy distinta.
No ya simplemente: "El
hecho, ¿se halla establecido y es delictivo?", sino también: "¿Qué
es, pues, este hecho, esta violencia o este asesinato? ¿A qué nivel o en qué
campo de realidad inscribirlo? ¿Fantasma, reacción psicótica, episodio delirante,
perversidad?" No ya simplemente: "¿Quién es el autor?", sino:
"¿Cómo asignar el proceso causal que lo ha producido? ¿Dónde se halla, en
el autor mismo, su origen? ¿Instinto, inconsciente, medio, herencia?" No
ya simplemente: "¿Qué ley sanciona esta infracción?", sino:
"¿Qué medida tomar que sea la más apropiada? ¿Cómo prever la evolución del
sujeto? ¿De qué manera sería corregido con más seguridad?" Todo un
conjunto de juicios apreciativos, diagnósticos, pronósticos, normativos,
referentes al individuo delincuente han venido a alojarse en la armazón del
juicio penal. Otra verdad ha penetrado la que requería el mecanismo judicial:
una verdad que, trabada con la primera, hace de la afirmación de culpabilidad
un extraño complejo científico-jurídico.
Un hecho significativo: la
manera en que la cuestión de la locura ha evolucionado en la práctica penal.
Según el Código francés de 1810, no se planteaba hasta el final del artículo
64. Ahora bien, éste dice que no hay ni crimen ni delito, si el infractor se hallaba
en estado de demencia en el momento del acto. La posibilidad de asignar la
locura era, por lo tanto, exclusiva de la calificación de un acto como delito:
si el autor estaba loco, no era la gravedad de su acción la que se modificaba,
ni su pena la que debía atenuarse, era el delito mismo el que desaparecía.
Era imposible, pues,
declarar a alguien a la vez culpable y loco; el diagnóstico de locura, si se
planteaba, no podía integrarse en el juicio; interrumpía el procedimiento, y
deshacía la presa de la justicia sobre el autor del acto. No sólo el examen del
delincuente sospechoso de demencia, sino los efectos mismos de tal examen
debían ser externos y anteriores a la sentencia.
Ahora bien, desde muy
pronto, los tribunales del siglo XIX se equivocaron en cuanto al sentido del
artículo 64.
No obstante varias
sentencias de la Suprema Corte recordando que el estado de locura no podía
llevar aparejado ni una pena moderada, ni aun una absolución, sino un
sobreseimiento, han planteado en su veredicto mismo la cuestión de la locura.
Han admitido que se podía ser culpable y loco; tanto menos culpable cuanto un
poco más loco; culpable indudablemente, pero para encerrarlo y cuidarlo más que
para castigarlo; culpable peligroso ya que se hallaba manifiestamente enfermo,
etc. Desde el punto de vista del Código penal, eran otros tantos absurdos
jurídicos. Pero tal fue el punto de partida de una evolución que la
jurisprudencia y la legislación misma iban a precipitar en el curso de los 150
años siguientes; ya la reforma de 1832, que introducía las circunstancias
atenuantes, permitía modular la sentencia de acuerdo con los grados supuestos
de una enfermedad o las formas de una semilocura. Y la práctica, general en los
tribunales, extendida a veces a los tribunales correccionales, del examen
pericial psiquiátrico, hace que la sentencia, aunque siempre formulada en
términos de sanción legal, implica, más o menos oscuramente, juicios de
normalidad, asignaciones de causalidad, apreciaciones de cambios eventuales,
anticipaciones sobre el porvenir de los delincuentes.
Operaciones todas estas de
las cuales sería erróneo decir que preparan desde el exterior una sentencia
bien fundada; se integran directamente en el proceso de formación de la
sentencia. En lugar de que la locura anule el delito en el sentido prístino del
artículo 64, todo delito ahora, y en el límite, toda infracción, llevan en sí
mismos como una sospecha legítima, pero también como un derecho que pueden
reivindicar, la hipótesis de la locura; digamos en todo caso de la anomalía. Y
la sentencia que condena o absuelve no es simplemente un juicio de
culpabilidad, una decisión legal que sanciona; lleva en sí una apreciación de
normalidad y una prescripción técnica para una normalización posible. El juez
de nuestros días -magistrado o jurado- hace algo muy distinto que
"juzgar".
Y no es el único que juzga.
A lo largo del procedimiento penal, y de la ejecución de la pena, bullen toda
una serie de instancias anejas. En torno del juicio principal se han
multiplicado justicias menores y jueces paralelos: expertos psiquiatras o
psicólogos, magistrados de la aplicación de las penas, educadores, funcionarios
de la administración penitenciaria se dividen el poder legal de castigar; se
dirá que ninguno de ellos comparte realmente el derecho de juzgar; que los
unos, después de las sentencias, no tienen otro derecho que el de aplicar una
pena fijada por el tribunal, y sobre todo que los otros -los expertos- no
intervienen antes de la sentencia para emitir un juicio, sino para ilustrar la
decisión de los jueces. Pero desde el momento en que las penas y las medidas de
seguridad definidas por el tribunal no están absolutamente determinadas, desde
el momento en que pueden ser modificadas todavía, desde el momento en que se
confía a otros que no son los jueces de la infracción el cometido de decidir si
el condenado "merece" ser puesto en semilibertad o en libertad
condicional, si es posible poner término a su tutela penal, son realmente
mecanismos de castigo legal los que se ponen en sus manos y se dejan a su
apreciación: jueces anejos, pero jueces después de todo. Todo el aparato que se
ha desarrollado desde hace años en torno de la aplicación de las penas, y de su
adecuación a los individuos, desmultiplica las instancias de decisión judicial
y prolonga ésta mucho más allá de la sentencia.
En cuanto a los expertos
psiquiatras, pueden muy bien negarse a juzgar. Examínense las tres preguntas a
las que, desde la circular de 1958, han de contestar: "¿Presenta el
inculpado un estado de peligro? ¿Es accesible a la sanción penal? ¿Es curable o
readaptable? Estas preguntas, como se ve, no tienen relación con el artículo
64, ni con la locura eventual del inculpado en el momento del acto. No son
preguntas en términos de "responsabilidad". No conciernen sino a la
administración de la pena, a su necesidad, su utilidad, su eficacia posible;
permiten indicar, en un vocabulario apenas cifrado, si el asilo es preferible a
la prisión, si hay que prever un encierro breve o prolongado, un tratamiento
médico o unas medidas de seguridad. ¿El papel del psiquiatra en materia penal?
No experto en
responsabilidad, sino consejero en castigo; a él le toca decir si el sujeto es
"peligroso", de qué manera protegerse de él, cómo intervenir para
modificarlo, y si es preferible tratar de reprimir o de curar. En el comienzo
de su historia, el peritaje psiquiátrico tuvo que formular proposiciones
"ciertas" en cuanto a la parte que había tenido la libertad del
infractor en el acto que cometiera; ahora, tiene que sugerir una prescripción
sobre lo que podría llamarse su "tratamiento médico-judicial".
Resumamos: desde que
funciona el nuevo sistema penal -el definido por los grandes códigos de los
siglos XVIII y XIX-, un proceso global ha conducido a los jueces a juzgar otra
cosa que los delitos; han sido conducidos en sus sentencias a hacer otra cosa
que juzgar; y el poder de juzgar ha sido trasferido, por una parte, a otras
instancias que los jueces de la infracción. La operación penal entera se ha
cargado de elementos y de personajes extrajurídicos. Se dirá que no hay en ello
nada extraordinario, que es propio del destino del derecho absorber poco a poco
elementos que le son ajenos. Pero hay algo singular en la justicia penal
moderna: que si se carga tanto de elementos extra jurídicos, no es para
poderlos calificar jurídicamente e integrarlos poco a poco al estricto poder de
castigar; es, por lo contrario, para poder hacerlos funcionar en el interior de
la operación penal como elementos no jurídicos; es para evitar que esta operación
sea pura y simplemente un castigo legal; es para disculpar al juez de ser pura
y simplemente el que castiga: "Naturalmente, damos un veredicto; pero
aunque haya sido éste provocado por un delito, ya están ustedes viendo que para
nosotros funciona como una manera de tratar a un criminal; castigamos, pero es
como si dijéramos que queremos obtener una curación." La justicia criminal
no funciona hoy ni se justifica sino por esta perpetua referencia a algo
distinto de sí misma, por esta incesante reinscripción en sistemas no jurídicos
y ha de tender a esta recalificación por el saber.
Bajo la benignidad cada vez
mayor de los castigos, se puede descubrir, por lo tanto, un desplazamiento de
su punto de aplicación, y a través de este desplazamiento, todo un campo de
objetos recientes, todo un nuevo régimen de la verdad y una multitud de papeles
hasta ahora inéditos en el ejercicio de la justicia criminal. Un saber, unas
técnicas, unos discursos "científicos" se forman y se entrelazan con
la práctica del poder de castigar.
Objetivo de este libro: una
historia correlativa del alma moderna y de un nuevo poder de juzgar; una
genealogía del actual complejo científico-judicial en el que el poder de
castigar toma su apoyo, recibe sus justificaciones y sus reglas, extiende sus
efectos y disimula su exorbitante singularidad.
Pero ¿desde dónde se puede
hacer esta historia del alma moderna en el juicio? Si nos atenemos a la
evolución de las reglas de derecho o de los procedimientos penales, corremos el
peligro de destacar como hecho masivo, externo, inerte y primordial, un cambio
en la sensibilidad colectiva, un progreso del humanismo, o el desarrollo de las
ciencias humanas. Limitándose, como lo ha hecho Durkheim,21 a estudiar las formas sociales generales, se
corre el riesgo de fijar como comienzo del suavizamiento punitivo los procesos
de individualización, que son más bien uno de los efectos de las nuevas
tácticas de poder y entre ellas de los nuevos mecanismos penales. El presente
estudio obedece a cuatro reglas generales:
1) No centrar el estudio de los mecanismos punitivos en sus únicos efectos "represivos", en su único aspecto de "sanción", sino reincorporarlos a toda la serie de los efectos positivos que pueden inducir, incluso si son marginales a primera vista. Considerar, por consiguiente, el castigo como una función social compleja.
2. Analizar los métodos punitivos no como simples consecuencias de reglas de derecho o como indicadores de estructuras sociales, sino como técnicas específicas del campo más general de los demás procedimientos de poder. Adoptar en cuanto a los castigos la perspectiva de la táctica política,
3. En lugar de
tratar la historia del derecho penal y la de las ciencias humanas como dos
series separadas cuyo cruce tendría
sobre la una o sobre la otra, sobre las dos quizá, un efecto, según se quiera,
perturbador o útil, buscar si no existe una matriz común y si no dependen ambas
de un proceso de formación "epístemológico-jurídico"; en suma, situar
la tecnología del poder en el principio tanto de la humanización de la
penalidad como del conocimiento del hombre.
4. Examinar si esta entrada del alma en la escena de la justicia penal, y con ella la inserción en la práctica judicial de todo un saber "científico", no será el efecto de una trasformación en la manera en que el cuerpo mismo está investido por las relaciones de poder.
En suma, tratar de estudiar
la metamorfosis de los métodos punitivos a partir de una tecnología política
del cuerpo donde pudiera leerse una historia común de las relaciones de poder y
de las relaciones de objeto. De suerte que por el análisis de la benignidad penal
como técnica de poder, pudiera comprenderse a la vez cómo el hombre, el alma,
el individuo normal o anormal han venido a doblar el crimen como objeto de la
intervención penal, y cómo un modo específico de sujeción ha podido dar
nacimiento al hombre como objeto de saber para un discurso con estatuto
"científico". Pero no tengo la pretensión de ser el primero que ha
trabajado en esta dirección.
Del gran libro de Rusche y
Kirchheimer se puede sacar cierto número de puntos de referencia esenciales.
Desprenderse en primer lugar de la ilusión de que la penalidad es ante todo (ya
que no exclusivamente) una manera de reprimir los delitos, y que, en este
papel, de acuerdo con las formas sociales, con los sistemas políticos o las
creencias, puede ser severa o indulgente, dirigida a la expiación o encaminada
a obtener una reparación, aplicada a la persecución de los individuos o a la
asignación de responsabilidades colectivas. Analizar más bien los
"sistemas punitivos concretos", estudiarlos como fenómenos sociales
de los que no pueden dar razón la sola armazón jurídica de la sociedad ni sus
opciones éticas fundamentales; situarlos en su campo de funcionamiento donde la
sanción de los delitos no es el elemento único; demostrar que las medidas
punitivas no son simplemente mecanismos "negativos" que permiten
reprimir, impedir, excluir, suprimir, sino que están ligadas a toda una serie
de efectos positivos y útiles, a los que tienen por misión sostener (y en este
sentido, si los castigos legales están hechos para sancionar las infracciones,
puede decirse que la definición de las infracciones y su persecución están
hechas de rechazo para mantener los mecanismos punitivos y sus funciones).
En esta línea, Rusche y
Kirchheimer han puesto en relación los diferentes regímenes punitivos con los
sistemas de producción de los que toman sus efectos; así en una economía servil
los mecanismos punitivos tendrían el cometido de aportar una mano de obra suplementaria,
y de constituir una esclavitud "civil" al lado de la que mantienen
las guerras o el comercio; con el feudalismo, y en una época en que la moneda y
la producción están poco desarrolladas, se asistiría a un brusco aumento de los
castigos corporales, por ser el cuerpo en la mayoría de los casos el único bien
accesible, y el correccional -el Hospital general, el Spinhuis o el Rasphuis-,
el trabajo obligado, la manufactura penal, aparecerían con el desarrollo de la
economía mercantil. Pero al exigir el sistema industrial un mercado libre de la
mano de obra, la parte del trabajo obligatorio hubo de disminuir en el siglo
XIX en los mecanismos de castigo, sustituida por una detención con fines
correctivos. Hay, sin duda, no pocas observaciones que hacer sobre esta
correlación estricta.
Pero podemos,
indudablemente, sentar la tesis general de que en nuestras sociedades, hay que
situar los sistemas punitivos en cierta "economía política" del
cuerpo: incluso si no apelan a castigos violentos o sangrientos, incluso cuando
utilizan los métodos "suaves" que encierran o corrigen, siempre es
del cuerpo del que se trata —del cuerpo y de sus fuerzas, de su utilidad y de
su docilidad, de su distribución y de su sumisión. Es legítimo, sin duda
alguna, hacer una historia de los castigos que tenga por fondo las ideas
morales o las estructuras jurídicas. Pero ¿es posible hacerla sobre el fondo de
una historia de los cuerpos, desde el momento en que pretenden no tener ya como
objetivo sino el alma secreta de los delincuentes?
Por lo que a la historia del
cuerpo se refiere, los historiadores la han comenzado desde hace largo tiempo.
Han estudiado el cuerpo en el campo de una demografía o de una patología
históricas; lo han considerado como asiento de necesidades y de apetitos, como
lugar de procesos fisiológicos y de metabolismos, como blanco de ataques
microbianos o virales; han demostrado hasta qué punto estaban implicados los
procesos históricos en lo que podía pasar por el zócalo puramente biológico de
la existencia, y qué lugar se debía conceder a la historia de las sociedades y
de los "acontecimientos" biológicos como la circulación de los
bacilos, o la prolongación de la duración de la vida.24 Pero el
cuerpo está también directamente inmerso en un campo político; las relaciones
de poder operan sobre él una presa inmediata; lo cercan, lo marcan, lo doman,
lo someten a suplicio, lo fuerzan a unos trabajos, lo obligan a unas
ceremonias, exigen de él unos signos.
Este cerco político del
cuerpo va unido, de acuerdo con unas relaciones complejas y recíprocas, a la
utilización económica del cuerpo; el cuerpo, en una buena parte, está imbuido
de relaciones de poder y de dominación, como fuerza de producción; pero en
cambio, su constitución como fuerza de trabajo sólo es posible si se halla
prendido en un sistema de sujeción (en
el que la necesidad es también un instrumento político cuidadosamente
dispuesto, calculado y utilizado). El cuerpo sólo se convierte en fuerza útil
cuando es a la vez cuerpo productivo y cuerpo sometido. Pero este sometimiento
no se obtiene por los únicos instrumentos ya sean de la violencia, ya de la
ideología; puede muy bien ser directo, físico, emplear la fuerza contra la
fuerza, obrar sobre elementos materiales, y a pesar de todo esto no ser
violento; puede ser calculado, organizado, técnicamente reflexivo, puede ser
sutil, sin hacer uso ni de las armas ni del terror, y sin embargo permanecer
dentro del orden físico. Es decir que puede existir un "saber" del
cuerpo que no es exactamente la ciencia de su funcionamiento, y un dominio de
sus fuerzas que es más que la capacidad de vencerlas: este saber y este dominio
constituyen lo que podría llamarse la tecnología política del cuerpo.
Indudablemente, esta tecnología es difusa, rara vez formulada en discursos
continuos y sistemáticos; se compone a menudo de elementos y de fragmentos, y
utiliza unas herramientas o unos procedimientos inconexos.
A pesar de la coherencia de
sus resultados, no suele ser sino una instrumentación multiforme. Además, no es
posible localizarla ni en un tipo definido de institución, ni en un aparato
estatal. Estos recurren a ella; utilizan, valorizan e imponen algunos de sus
procedimientos. Pero ella misma en sus mecanismos y sus efectos se sitúa a un
nivel muy distinto. Se trata en cierto modo de una microfísica del poder que
los aparatos y las instituciones ponen en juego, pero cuyo campo de validez se
sitúa en cierto modo entre esos grandes funcionamientos y los propios cuerpos
con su materialidad y sus fuerzas.
Ahora bien, el estudio de
esta microfísica supone que el poder que en ella se ejerce no se conciba como
una propiedad, sino como una estrategia, que sus efectos de dominación no sean
atribuidos a una "apropiación", sino a unas disposiciones, a unas
maniobras, a unas tácticas, a unas técnicas, a unos funcionamientos; que se
descifre en él una red de relaciones siempre tensas, siempre en actividad más
que un privilegio que se podría detentar; que se le dé como modelo la batalla
perpetua más que el contrato que opera una cesión o la conquista que se apodera
de un territorio. Hay que admitir en suma que este poder se ejerce más que se
posee, que no es el "privilegio" adquirido o conservado de la clase
dominante, sino el efecto de conjunto de sus posiciones estratégicas, efecto
que manifiesta y a veces acompaña la posición de aquellos que son dominados.
Este poder, por otra parte, no se aplica pura y simplemente como una obligación
o una prohibición, a quienes "no lo tienen"; los invade, pasa por
ellos y a través de ellos; se apoya sobre ellos, del mismo modo que ellos
mismos, en su lucha contra él, se apoyan a su vez en las presas que ejerce
sobre ellos. Lo cual quiere decir que estas relaciones descienden hondamente en
el espesor de la sociedad, que no se localizan en las relaciones del Estado con
los ciudadanos o en la frontera de las clases y que no se limitan a reproducir
al nivel de los individuos, de los cuerpos, unos gestos y unos comportamientos,
la forma general de la ley o del gobierno; que si bien existe continuidad
(dichas relaciones se articulan en efecto sobre esta forma de acuerdo con toda
una serie de engranajes complejos), no existe analogía ni homología, sino
especificidad de mecanismo y de modalidad.
Finalmente, no son unívocas;
definen puntos innumerables de enfrentamiento, focos de inestabilidad cada uno
de los cuales comporta sus riesgos de conflicto, de luchas y de inversión por
lo menos transitoria de las relaciones de fuerzas. El derrumbamiento de esos
"micropoderes" no obedece, pues, a la ley del todo o nada; no se
obtiene de una vez para siempre por un nuevo control de los aparatos ni por un
nuevo funcionamiento o una destrucción de las instituciones; en cambio, ninguno
de sus episodios localizados puede inscribirse en la historia como no sea por
los efectos que induce sobre toda la red en la que está prendido.
Quizás haya que renunciar
también a toda una tradición que deja imaginar que no puede existir un saber
sino allí donde se hallan suspendidas las relaciones de poder, y que el saber
no puede desarrollarse sino al margen de sus conminaciones, de sus exigencias y
de sus intereses. Quizás haya que renunciar a creer que el poder vuelve loco, y
que, en cambio, la renunciación al poder es una de las condiciones con las
cuales se puede llegar a sabio.
Hay que admitir más bien que
el poder produce saber (y no simplemente favoreciéndolo porque lo sirva o
aplicándolo porque sea útil); que poder y saber se implican directamente el uno
al otro; que no existe relación de poder sin constitución correlativa de un
campo de saber, ni de saber que no suponga y no constituya al mismo tiempo unas
relaciones de poder. Estas relaciones de "poder-saber" no se pueden
analizar a partir de un sujeto de conocimiento que sería libre o no en relación
con el sistema del poder; sino que hay que considerar, por lo contrario, que el
sujeto que conoce, los objetos que conocer y las modalidades de conocimiento
son otros tantos efectos de esas implicaciones fundamentales del poder-saber y
de sus trasformaciones históricas. En suma, no es la actividad del sujeto de
conocimiento lo que produciría un saber, útil o reacio al poder, sino que el
poder-saber, los procesos y las luchas que lo atraviesan y que lo constituyen,
son los que determinan las formas, así como también los dominios posibles del
conocimiento.
Analizar el cerco político
del cuerpo y la microfísica del poder implica, por lo tanto, que se renuncie -en
lo que concierne al poder- a la oposición violencia-ideología, a la metáfora de
la propiedad, al modelo del contrato o al de la conquista; en lo que concierne
al saber, que se renuncie a la oposición de lo que es "interesado" y
de lo que es "desinteresado", al modelo del conocimiento y a la
primacía del sujeto. Prestándole a la palabra un sentido diferente del que le
daban en el siglo XVII Petty y sus contemporáneos, podríamos soñar con una
"anatomía" política. No sería el estudio de un Estado tomado como un
"cuerpo" (con sus elementos, sus recursos y sus fuerzas), pero
tampoco sería el estudio del cuerpo y del entorno tomados como un pequeño
Estado. Se trataría en él del "cuerpo político" como conjunto de los
elementos materiales y de las técnicas que sirven de armas, de relevos, de vías
de comunicación y de puntos de apoyo a las relaciones de poder y de saber que
cercan los cuerpos humanos y los dominan haciendo de ellos unos objetos de
saber.
Se trata de reincorporar las
técnicas punitivas -bien se apoderen del cuerpo en el ritual de los suplicios,
bien se dirijan al alma- a la historia de ese cuerpo político. Considerar las
prácticas penales menos como una consecuencia de las teorías jurídicas que como
un capítulo de la anatomía política.
Kantorowitz ha hecho del
"cuerpo del rey" un análisis notable: cuerpo doble según la teología
jurídica formada en la Edad Media, puesto que lleva en sí además del elemento
transitorio que nace y muere, otro que permanece a través del tiempo y se
mantiene como el soporte físico y sin embargo intangible del reino; en torno de
esta dualidad, que fue, en su origen, cercana al modelo cristológico, se
organizan una iconografía, una teoría política de la monarquía, unos mecanismos
jurídicos que distinguen y vinculan a la vez la persona del rey y las
exigencias de la Corona, y todo un ritual que encuentra en la coronación, los
funerales, las ceremonias de sumisión, sus tiempos más vivos. En el otro polo
podríamos imaginar que se coloca el cuerpo del condenado; también tiene él su
status jurídico; suscita su ceremonial y solicita todo un discurso teórico, no
para fundar el "más poder" que representaba la persona del soberano,
sino para codificar el "menos poder" que marca a todos aquellos a
quienes se somete a un castigo. En la región más oscura del campo político, el
condenado dibuja la figura simétrica e invertida del rey. Habría que analizar
lo que pudiéramos llamar en homenaje a
Kantorowitz el "menor cuerpo del condenado".
Si el suplemento de poder
del lado del rey provoca el desdoblamiento de su cuerpo, el poder excedente que
se ejerce sobre el cuerpo sometido del condenado, ¿no ha suscitado otro tipo de
desdoblamiento? El de un incorpóreo, de un "alma", como decía Mably.
La historia de esta "microfísica" del poder punitivo sería entonces
una genealogía o una pieza para una genealogía del "alma" moderna.
Más que ver en esta alma los restos reactivados de una ideología, reconoceríase
en ella más bien el correlato actual de cierta tecnología del poder sobre el
cuerpo. No se debería decir que el alma es una ilusión, o un efecto ideológico.
Pero sí que existe, que tiene una realidad, que está producida permanentemente en
torno, en la superficie y en el interior del cuerpo por el funcionamiento de un
poder que se ejerce sobre aquellos a quienes se castiga, de una manera más
general sobre aquellos a quienes se vigila, se educa y corrige, sobre los
locos, los niños, los colegiales, los colonizados, sobre aquellos a quienes se
sujeta a un aparato de producción y se controla a lo largo de toda su
existencia. Realidad histórica de esa alma, que a diferencia del alma
representada por la teología cristiana, no nace culpable y castigable, sino que
nace más bien de procedimientos de castigo, de vigilancia, de pena y de
coacción.
Esta alma real e incorpórea
no es en absoluto sustancia; es el elemento en el que se articulan los efectos
de determinado tipo de poder y la referencia de un saber, el engranaje por el
cual las relaciones de saber dan lugar a un saber posible, y el saber prolonga
y refuerza los efectos del poder. Sobre esta realidad-referencia se han
construido conceptos diversos y se han delimitado campos de análisis: psique,
subjetividad, personalidad, conciencia, etc.; sobre ella se han edificado
técnicas y discursos científicos; a partir de ella, se ha dado validez a las
reivindicaciones morales del humanismo. Pero no hay que engañarse: no se ha
sustituido el alma, ilusión de los teólogos, por un hombre real, objeto de
saber, de reflexión filosófica o de intervención técnica. El hombre de que se
nos habla y que se nos invita a liberar es ya en sí el efecto de un
sometimiento mucho más profundo que él mismo. Un "alma" lo habita y
lo conduce a la existencia, que es una pieza en el dominio que el poder ejerce
sobre el cuerpo. El alma, efecto e instrumento de una anatomía política; el
alma, prisión del cuerpo.
Que los castigos en general
y la prisión corresponden a una tecnología política del cuerpo, quizá sea menos la
historia la que me lo ha enseñado que la época presente. En el trascurso de
estos últimos años, se han producido acá y allá en el mundo rebeliones de
presos.
En sus objetivos, en sus
consignas, en su desarrollo había indudablemente algo paradójico. Eran
rebeliones contra toda una miseria física que data de más de un siglo: contra
el frío, contra el hacinamiento y la falta de aire, contra unos muros vetustos,
contra el hambre, contra los golpes. Pero eran también rebeliones contra las
prisiones modelo, contra los tranquilizantes, contra el aislamiento, contra el
servicio médico o educativo. ¿Rebeliones cuyos objetivos no eran sino
materiales? ¿Rebeliones contradictorias, contra la degradación, pero contra la
comodidad, contra los guardianes, pero también contra los psiquiatras?
De hecho, era realmente de los cuerpos y de las cosas materiales de lo que se trataba en todos esos movimientos, del mismo modo que se trata de ello en los innumerables discursos que la prisión ha producido desde los comienzos del siglo XIX. Lo que se ha manifestado en esos discursos y esas rebeliones, esos recuerdos y esas invectivas, son realmente las pequeñas, las ínfimas materialidades. Quien pretenda no ver en ello otra cosa que reivindicaciones ciegas, o la sobreimpresión de estrategias extranjeras, está en su derecho. Se trataba realmente de una rebelión, al nivel de los cuerpos, contra el cuerpo mismo de la prisión. Lo que estaba en juego no era el marco demasiado carcomido o demasiado aséptico, demasiado rudimentario o demasiado perfeccionado de la prisión; era su materialidad en la medida en que es instrumento y vector de poder; era toda esa tecnología del poder sobre el cuerpo, que la tecnología del "alma" -la de los educadores, de los psicólogos y de los psiquiatras- no consigue ni enmascarar ni compensar, por la razón de que no es sino uno de sus instrumentos. De esa prisión, con todos los asedios políticos del cuerpo que en su arquitectura cerrada reúne, es de la que quisiera hacer la historia. ¿Por puro anacronismo? No, si se entiende por ello hacer la historia del pasado en los términos del presente. Sí, si se entiende por ello hacer la historia del presente.
II. La resonancia de los suplicios
La Ordenanza de 1670 había regido, hasta la Revolución, las formas generales de la práctica penal. He aquí la jerarquía de los castigos que prescribía: "La muerte, el tormento con reserva de pruebas, las galeras por un tiempo determinado, el látigo, la retractación pública, el destierro." Era, pues, considerable la parte de las penas físicas. Las costumbres, la índole de los delitos, el estatuto de los condenados variaban además. "La pena de muerte natural comprende todo género de muertes: unos pueden ser condenados a ser ahorcados, otros a que les corten la mano o la lengua o que les taladren ésta y los ahorquen a continuación; otros, por delitos más graves, a ser rotos vivos y a expirar en la rueda, tras de habérseles descoyuntado; otros, a ser descoyuntados hasta que llegue la muerte, otros a ser estrangulados y después descoyuntados, otros a ser quemados vivos, otros a ser quemados tras de haber sido previamente estrangulados; otros a que se les corte o se les taladre la lengua, y tras ello a ser quemados vivos; otros a ser desmembrados por cuatro caballos, otros a que se les corte la cabeza, otros en fin a que se la rompan." Y Soulatges, como de pasada, añade que existen también penas ligeras, de las que la Ordenanza no habla: satisfacción a la persona ofendida, admonición, censura, prisión por un tiempo determinado, abstención de ir a determinado lugar, y finalmente las penas pecuniarias: multas o confiscación de bienes.
Estudiaré el nacimiento de la prisión únicamente en el sistema penal francés. Las diferencias en los desarrollos históricos y las instituciones harían demasiado laboriosa la tarea de entrar en el detalle y demasiado esquemática la empresa de restituir el fenómeno de conjunto.
No debemos engañarnos, sin embargo. Entre este arsenal de espanto y la práctica cotidiana de la penalidad, había un amplio margen. Los suplicios propiamente dichos no constituían, ni mucho menos, las penas más frecuentes. Sin duda, a nuestros ojos de hoy, la proporción de los veredictos de muerte, en la penalidad de la edad clásica, puede parecer importante: las decisiones del Châtelet durante el periodo 1755-1785 comprenden de 9 a 10 % de penas capitales: rueda, horca u hoguera; el Parlamento de Flandes había dictado 39 penas de muerte sobre 260 sentencias, de 1721 a 1730 (y 26 sobre 500 entre 1781 y 1790). Pero no hay que olvidar que los tribunales encontraban no pocos medios para soslayar los rigores de la penalidad regular, bien fuera negándose a perseguir infracciones que se castigaban con penas muy graves, o ya modificando la calificación del delito; a veces, también el propio poder regio indicaba que no se aplicara tal o cual ordenanza especialmente severa.
De todos modos, la mayor parte de las sentencias incluían bien fuese el
destierro o la multa: en una jurisprudencia como la del Châtelet (que no
juzgaba sino delitos relativamente graves), el destierro ha representado entre
1755 y 1785 más de la mitad de las penas infligidas. Ahora bien, gran parte de
estas penas no corporales iban acompañadas a título accesorio de penas que
llevaban en sí una dimensión de suplicio: exposición, picota, cepo, látigo,
marca; era la regla en todas las sentencias a galeras o a lo que era su
equivalente para las mujeres -la reclusión en el hospital; el destierro iba con
frecuencia precedido por la exposición y la marca; la multa en ocasiones iba
acompañada del látigo. No sólo en las grandes sentencias a muerte solemnes,
sino en la forma aneja, el suplicio manifestaba la parte significativa que
tenía en la penalidad: toda pena un tanto sería debía llevar consigo algo del
suplicio.
¿Qué es un suplicio?
"Pena corporal, dolorosa, más o menos atroz", decía Jaucourt, que
agregaba: "Es un fenómeno inexplicable lo amplio de la imaginación de los
hombres en cuestión de barbarie y de crueldad."
Inexplicable, quizá, pero no
irregular ni salvaje, ciertamente. El suplicio es una técnica y no debe
asimilarse a lo extremado de un furor sin ley. Una pena para ser un suplicio
debe responder a tres criterios principales: en primer lugar, ha de producir cierta
cantidad de sufrimiento que se puede ya que no medir con exactitud al menos
apreciar, comparar y jerarquizar. La muerte es un suplicio en la medida en que
no es simplemente privación del derecho a vivir, sino que es la ocasión y el
término de una gradación calculada de sufrimientos: desde la decapitación -que
los remite todos a un solo acto y en un solo instante: el grado cero del
suplicio- hasta el descuartizamiento, que los lleva al infinito, pasando por la
horca, la hoguera y la rueda, sobre la cual se agoniza durante largo tiempo. La
muerte-suplicio es un arte de retener la vida en el dolor, subdividiéndola en
"mil muertes" y obteniendo con ella, antes de que cese la existencia,
"the most exquisite agonies".
El suplicio descansa sobre
todo en un arte cuantitativo del sufrimiento. Pero hay más: esta producción
está sometida a reglas. El suplicio pone en correlación el tipo de perjuicio
corporal, la calidad, la intensidad, la duración de los sufrimientos con la
gravedad del delito, la persona del delincuente y la categoría de sus víctimas.
Existe un código jurídico del dolor; la pena, cuando es supliciante, no cae al
azar o de una vez sobre el cuerpo, sino que está calculada de acuerdo con
reglas escrupulosas: número de latigazos, emplazamiento del hierro al rojo,
duración de la agonía en la hoguera o en la rueda (el tribunal decide si
procede estrangular inmediatamente al paciente en vez de dejarlo morir, y al
cabo de cuánto tiempo ha de intervenir este gesto de compasión), tipo de
mutilación que imponer (mano cortada, labios o lengua taladrados). Todos estos
elementos diversos multiplican las penas y se combinan según los tribunales y
los delitos: "La poesía de Dante hecha leyes", decía Rossi; un largo
saber físico-penal, en todo caso. El suplicio forma, además, parte de un
ritual.
Es un elemento en la liturgia punitiva, y que responde a dos exigencias. Con relación a la víctima, debe ser señalado: está destinado, ya sea por la cicatriz que deja en el cuerpo, ya por la resonancia que lo acompaña, a volver infame a aquel que es su víctima; el propio suplicio, si bien tiene por función la de "purgar" el delito, no reconcilia; traza en torno o, mejor dicho, sobre el cuerpo mismo del condenado unos signos que no deben borrarse; la memoria de los hombres, en todo caso, conservará el recuerdo de la exposición, de la picota, de la tortura y del sufrimiento debidamente comprobados. Y por parte de la justicia que lo impone, el suplicio debe ser resonante, y debe ser comprobado por todos, en cierto modo como su triunfo.
El mismo exceso de las
violencias infligidas es uno de los elementos de su gloria: el hecho de que el
culpable gima y grite bajo los golpes, no es un accidente vergonzoso, es el
ceremonial mismo de la justicia manifestándose en su fuerza. De ahí, sin duda,
esos suplicios que siguen desarrollándose aún después de la muerte: cadáveres
quemados, cenizas arrojadas al viento, cuerpos arrastrados sobre zarzos,
expuestos al borde de los caminos. La justicia persigue al cuerpo más allá de
todo sufrimiento posible.
El suplicio penal no cubre
cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un
ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del
poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus
principios, pierde toda moderación. En los "excesos" de los
suplicios, se manifiesta toda una economía del poder.
El cuerpo supliciado se
inscribe en primer lugar en el ceremonial judicial que debe exhibir, a la luz
del día, la verdad del crimen. En Francia, como en la mayoría de los países
europeos -con la notable excepción de Inglaterra-, todo el procedimiento
criminal, hasta la sentencia, se mantenía secreto: es decir opaco no sólo para
el público sino para el propio acusado. Se desarrollaba sin él, o al menos sin
que él pudiese conocer la acusación, los cargos, las declaraciones, las
pruebas. En el orden de la justicia penal, el saber era privilegio absoluto de
la instrucción del proceso. "Lo más diligentemente y lo más secretamente
que pueda hacerse", decía, a propósito de la misma, el edicto de 1498.
Según la Ordenanza de 1670, que resumía, y en ciertos puntos reforzaba, la
severidad de la época precedente, era imposible al acusado tener acceso a los
autos, imposible conocer la identidad de los denunciantes, imposible saber el
sentido de las declaraciones antes de recusar a los testigos, imposible hacer
valer, hasta en los últimos momentos del proceso, los hechos justificativos;
imposible tener un abogado, ya fuese para comprobar la regularidad del
procedimiento, ya para participar, en cuanto al fondo, en la defensa. Por su
parte, el magistrado tenía el derecho de recibir denuncias anónimas, de ocultar
al acusado la índole de la causa, de interrogarlo de manera capciosa, de
emplear insinuaciones.
Constituía, por sí solo y en
todo poder, una verdad por la cual cercaba al acusado, y esta verdad la recibían
los jueces hecha, en forma de autos y de informes escritos; para ellos,
únicamente estos elementos eran probatorios; no veían al acusado más que una
vez para interrogarlo antes de dictar su sentencia. La forma secreta y escrita
del procedimiento responde al principio de que en materia penal el
establecimiento de la verdad era para el soberano y sus jueces un derecho
absoluto y un poder exclusivo. Ayrault suponía que este procedimiento (establecido
ya en cuanto a lo esencial en el siglo XVI) tenía por origen el "temor a
los tumultos, a las griterías y clamoreos a que se entrega ordinariamente el
pueblo, el temor de que hubiera desorden, violencia, impetuosidad contra las
partes e incluso contra los jueces". Diríase que el rey había querido con
eso demostrar que el "soberano poder" al que corresponde el derecho
de castigar no puede en caso alguno pertenecer a "la multitud". Ante
la justicia del soberano, todas las voces deben callar.
Pero el secreto no impedía
que, para establecer la verdad, debiera obedecerse a determinadas reglas. El
secreto implicaba incluso que se definiera un modelo riguroso de demostración
penal. Toda una tradición, que remontaba a los años centrales de la Edad Media,
pero que los grandes juristas del Renacimiento habían desarrollado ampliamente,
prescribía lo que debían ser la índole y la eficacia de las pruebas.
Todavía en el siglo XVIII se
encontraban regularmente distinciones como éstas: pruebas ciertas, directas o
legítimas (los testimonios, por ejemplo) y las pruebas indirectas,
conjeturales, artificiales (por argumento); o las pruebas manifiestas, las
pruebas considerables, las pruebas imperfectas o leves; o también: las pruebas
"urgentes o necesarias" que no permiten dudar de la verdad del hecho
(son unas pruebas "plenas": así dos testigos irreprochables afirman
haber visto al acusado, con una espada desnuda y ensangrentada en la mano,
salir del lugar en el que, algún tiempo después, se encontrara el cuerpo del
difunto atravesado por una estocada); los indicios próximos o pruebas
semiplenas, que se pueden considerar como verdaderas en tanto que el acusado no
las destruya por una prueba contraria (prueba "semiplena", como un
solo testigo ocular o unas amenazas de muerte que preceden a un asesinato); en
fin, los indicios lejanos o "adminículos", que no consisten sino en
la opinión de esos hombres (el rumor público, la huida del sospechoso, su
turbación cuando se le interroga, etc.). Ahora bien, esas distinciones
no son simplemente sutilezas teóricas. Tienen una función operatoria.
En primer lugar, porque cada
uno de esos indicios, tomado en sí mismo y si permanece aislado, puede tener un
tipo definido de efecto judicial: las pruebas plenas pueden traer aparejado
cualquier tipo de condena; las semiplenas pueden acarrear penas aflictivas,
pero jamás la muerte; los indicios imperfectos y leves bastan para hacer
"decretar" al sospechoso, a adoptar contra él una medida de más
amplia información o a imponerle una multa. Además, porque se combinan entre
ellas de acuerdo con unas reglas precisas de cálculo. Dos pruebas semiplenas
pueden hacer una prueba completa; unos adminículos, con tal de que sean varios
y que concuerden, pueden combinarse para formar una semiprueba; pero jamás por
sí solos, por numerosos que sean, pueden equivaler a una prueba completa.
Se cuenta, pues, con una
aritmética penal que es escrupulosa sobre no pocos puntos, pero que deja
todavía un margen a muchas discusiones: ¿es posible atender, para dictar una sentencia
capital, a una sola prueba plena, o bien es preciso que vaya acompañada de
otros indicios más leves? ¿Dos indicios próximos son equivalentes siempre a una
prueba plena? ¿No habría que admitir tres, o combinarlos con los indicios
lejanos?
Existen elementos que no
pueden ser indicios sino para determinados delitos, en determinadas
circunstancias y en relación con determinadas personas (así un testimonio se
anula si procede de un vagabundo; se refuerza, por el contrario, si se trata de
"una persona de consideración" o de un amo en el caso de un delito
domestico). Aritmética modulada por una casuística, que tiene por función
definir cómo una prueba judicial puede ser construida. De un lado, este sistema
de las "pruebas legales", hace que la verdad en la esfera penal sea
el resultado de un arte complejo; obedece a unas reglas que únicamente pueden
conocer los especialistas, y refuerza por consiguiente el principio del
secreto. "No basta con que el juez tenga la convicción que puede tener
todo hombre razonable... Nada más falible que esta manera de juzgar que, en
realidad, no es sino una opinión más o menos fundada." Pero por otra
parte, es para el magistrado una coacción severa; a falta de esta regularidad,
"toda sentencia condenatoria sería temeraria, y puede decirse en cierto
modo que es injusta aun en el caso de que, en realidad, el acusado fuese
culpable".39 Llegará un día en que la singularidad de esta
verdad judicial parecerá escandalosa como si la justicia no tuviera que
obedecer a las reglas de la verdad común: "¿Qué se diría de una semiprueba
en las ciencias susceptibles de demostración? ¿Qué sería una semiprueba
geométrica o algebraica?" Pero no hay que olvidar que estas coacciones
formales de la prueba jurídica eran un modo de regulación interna del poder
absoluto y exclusivo de saber.
Escrita, secreta, sometida,
para construir sus pruebas, a reglas rigurosas, la instrucción penal es una
máquina que puede producir la verdad en ausencia del acusado. Y por ello mismo,
aunque en derecho estricto no tenía necesidad, este procedimiento va a tender
necesariamente a la confesión. Por dos razones: en primer lugar porque
constituye una prueba tan decisiva que no hay necesidad apenas de añadir otras,
ni de entrar en la difícil y dudosa combinatoria de los indicios; la confesión,
con tal de que sea hecha con arreglo a los usos, dispensa casi al acusador del
cuidado de suministrar otras pruebas (en todo caso, las más difíciles). Además,
la única manera de que este procedimiento pierda todo lo que lleva en sí de
autoridad unívoca, y se convierta en una victoria efectivamente obtenida sobre
el acusado y reconocida por él, el solo modo de que la verdad asuma todo su
poder, es que el delincuente tome a su cuenta su propio crimen, y firme por sí
mismo lo que ha sido sabia y oscuramente construido por la instrucción.
Como decía Ayrault, a quien
no le gustaban en absoluto estos procedimientos secretos, "No está el todo
en que los malos sean castigados justamente. Es preciso, a ser posible, que se
juzguen y se condenen ellos mismos." En el interior del crimen
reconstituido por escrito, el criminal que confiesa viene a desempeñar el papel
de verdad viva. La confesión, acto del sujeto delincuente, responsable y
parlante, es un documento complementario de una instrucción escrita y secreta.
De ahí la importancia que todo este procedimiento de tipo inquisitivo concede a
la confesión.
De ahí también las
ambigüedades de su papel. De una parte, se trata de hacerlo entrar en el
cálculo general de las pruebas; se hace valer que no es nada más que una de
ellas: no es la evidentia rei; tan
vana en esto como la más decisiva de las pruebas, tampoco la confesión puede
conseguir por sí sola la condena, sino que debe ir acompañada de indicios
anejos y de presunciones; porque ya se ha visto a acusados que se declaraban
culpables de delitos que no habían cometido. El juez habrá, pues, de hacer investigaciones
complementarias, si no tiene en su posesión otra cosa que la confesión regular
del culpable. Pero, por otra parte, la confesión aventaja a cualquier otra
prueba. Les es hasta cierto punto trascendente; elemento en el cálculo de la
verdad, es también el acto por el cual el acusado acepta la acusación y
reconoce su legitimidad; trasforma una instrucción hecha sin él, en una
afirmación voluntaria. Por la confesión, el propio acusado toma sitio en el
ritual de producción de la verdad penal. Como lo decía ya el derecho medieval,
la confesión convierte la cosa en notoria y manifiesta. A esta primera
ambigüedad se superpone otra: prueba particularmente decisiva, que no pide para
obtener la condena sino algunos indicios suplementarios, reduciendo al mínimo
el trabajo de informaciones y la mecánica demostradora, la confesión es, por lo
tanto, buscada; se utilizarán todas las coacciones posibles para obtenerla.
Pero si debe ser, en el procedimiento, la contrapartida viva y oral de la instrucción
escrita, si debe ser su réplica y como la autentificación de parte del acusado,
debe ir rodeada de garantías y de formalidades. Conserva en sí algo de la
transacción; por eso se exige que sea "espontánea", que se haya
formulado ante el tribunal competente, que se haga en toda conciencia, que no
se refiera a cosas imposibles, etc. Por la confesión, el acusado se compromete
respecto del procedimiento; firma la verdad de la información.
Esta doble ambigüedad de la
confesión (elemento de prueba y contrapartida de la información; efecto de
coacción y transacción semivoluntaria) explica los dos grandes medios que el
derecho criminal clásico utiliza para obtenerla: el juramento que se le pide
prestar al acusado antes de su interrogatorio (amenaza por consiguiente de ser
perjuro ante la justicia de los hombres y ante la de Dios y, al mismo tiempo,
acto ritual de compromiso); la tortura (violencia física para arrancar una
verdad que, de todos modos, para constituir prueba, ha de ser repetida después
ante los jueces. a título de confesión "espontánea"). A fines del
siglo XVIII la tortura habría de ser denunciada como resto de las barbaries de
otra edad: muestra de un salvajismo que se denuncia como "gótico".
Cierto es que la práctica de la tortura tiene orígenes lejanos: la Inquisición
indudablemente, e incluso sin duda más allá, los suplicios de esclavos. Pero no
figura en el derecho clásico como un rastro o una mancha. Tiene su lugar
estricto en un mecanismo penal complejo en el que el procedimiento de tipo
inquisitorial va lastrado de elementos del sistema acusatorio; en el que la
demostración escrita necesita de un correlato oral; en el que las técnicas de
la prueba administrada por los magistrados van mezcladas con los procedimientos
de las torturas por las cuales se desafiaba al acusado a mentir; en el que se
le pide, de ser necesario por la más violenta de las coacciones, que desempeñe
en el procedimiento el papel de colaborador voluntario; en el que se trataba,
en suma, de hacer producir la verdad por un mecanismo de dos elementos, el de
la investigación llevada secretamente por la autoridad judicial y el del acto realizado
ritualmente por el acusado. El cuerpo del acusado -cuerpo parlante y, de ser
necesario, sufriente- asegura el engranaje de esos dos mecanismos; por ello,
mientras el sistema punitivo clásico no haya sido reconsiderado de arriba abajo,
no habrá sino muy pocas críticas radicales de la tortura. Mucho más frecuentes
son los simples consejos de prudencia: "El tormento es un medio peligroso
para llegar al conocimiento de la verdad; por eso los jueces no deben recurrir
a él sin reflexionar. Nada más equívoco. Hay culpables con la firmeza
suficiente para ocultar un crimen verdadero... ; otros, inocentes, a quienes la
intensidad de los tormentos hace confesar crímenes de los que no son
culpables."
Partiendo de esto, es
posible reconocer el funcionamiento del tormento como suplicio de verdad. En
primer lugar, el tormento no es una manera de arrancar la verdad a toda costa;
no es la tortura desencadenada de los interrogatorios modernos; es cruel
ciertamente, pero no salvaje. Se trata de una práctica reglamentada, que
obedece a un procedimiento bien definido: momentos, duración, instrumentos
utilizados, longitud de las cuerdas, peso de cada pesa, número de cuñas,
intervenciones del magistrado que interroga, todo esto se halla, de acuerdo con
las diferentes costumbres, puntualmente codificado.
La tortura es un juego
judicial estricto. Y a causa de ello, por encima de las técnicas de la
Inquisición, enlaza con las viejas pruebas que tenían curso en los
procedimientos acusatorios: ordalías, duelos judiciales, juicios de Dios. Entre
el juez que ordena el tormento y el sospechoso a quien se tortura, existe
también como una especie de justa; sométese al "paciente" - tal es el
término por el cual se designa al supliciado- a una serie de pruebas, graduadas
en severidad y de las cuales triunfa "resistiendo", o ante las cuales
fracasa confesando.46 Pero el juez no impone la tortura sin aceptar,
por su parte, riesgos (y no es únicamente el peligro de ver morir al
sospechoso); arriesga en la partida una baza, a saber, los elementos de prueba
que ha reunido ya; porque la regla impone que, si el acusado
"resiste" y no confiesa, se vea el magistrado obligado a abandonar
los cargos.
El supliciado ha ganado. De
donde la costumbre, que se había introducido para los casos más graves, de
imponer la tortura "con reserva de pruebas": en este caso el juez podía
continuar, después de las torturas, haciendo valer las presunciones que reuniera;
no se declaraba inocente al sospechoso por su resistencia, pero al menos debía
a su victoria el no poder ser condenado a muerte. El juez conservaba todas sus
cartas, excepto la principal. Omnia citra
mortem. De ahí, la recomendación que a menudo se hacía a los jueces de no
someter a tormento a un sospechoso suficientemente convicto de los crímenes más
graves; porque si sucedía que resistía a la tortura, el juez no tendría ya el
derecho de infligirle la pena de muerte que, sin embargo, merecía. En esta
justa, la justicia saldría perdiendo: si las pruebas bastan "para condenar
a determinado culpable a muerte", no hay que "aventurar la condena a
la suerte y al resultado de un tormento provisional que a menudo no conduce a
nada; porque, al fin y al cabo, a la salud e interés públicos conviene hacer
escarmientos de los crímenes graves, atroces y capitales".
Bajo la aparente búsqueda
terca de una verdad precipitada, se reconoce en la tortura clásica el mecanismo
reglamentado de una prueba: un reto físico que ha de decidir en cuanto a la
verdad; si el paciente es culpable, los sufrimientos que se le imponen no son
injustos; pero es también un signo de disculpa en el caso de que sea inocente.
Sufrimiento, afrontamiento y verdad, están en la práctica de la tortura ligados
los unos a los otros: trabajan en común el cuerpo del paciente. La búsqueda de
la verdad por medio del tormento es realmente una manera de provocar la
aparición de un indicio, el más grave de todos, la confesión del culpable; pero
es también la batalla, con la victoria de un adversario sobre el otro, lo que
"produce" ritualmente la verdad. En la tortura para hacer confesar
hay algo de investigación y hay algo de duelo.
En la tortura van también
mezclados un acto de información y un elemento de castigo. Y no es ésta una de
las menores paradojas. La tortura se define en efecto como una manera de
completar la demostración cuando "no hay en el proceso penas
suficientes". Se la clasifica entre las penas; y es una pena tan grave
que, en la jerarquía de los castigos, la Ordenanza de 1670 la inscribe inmediatamente
después de la muerte. ¿Cómo puede emplearse una pena como un medio?, se
preguntará más tarde. ¿Cómo se puede hacer valer como castigo lo que debería
ser un procedimiento de demostración? La razón está en la manera en que la
justicia penal, en la época clásica, hacía funcionar la producción de la
verdad. Las diferentes partes de la prueba no constituían otros tantos
elementos neutros; no aguardaban a estar reunidos en un haz único para aportar
la certidumbre final de la culpabilidad. Cada indicio aportaba consigo un grado
de abominación. La culpabilidad no comenzaba, una vez reunidas todas las
pruebas; documento a documento, estaba constituida por cada uno de los
elementos que permitían reconocer un culpable. Así, una semiprueba no volvía
inocente al sospechoso, en tanto que no había sido completada: hacía de él un
semiculpable; el indicio, así fuera leve, de un crimen grave, marcaba al
individuo como "un poco" criminal. En suma, la demostración en
materia penal no obedece a un sistema dualista - verdadero o falso-, sino a un
principio de gradación continua: un grado obtenido en la demostración formaba
ya un grado de culpabilidad e implicaba, por consiguiente, un grado de castigo.
El sospechoso, como tal,
merecía siempre determinado castigo; no se podía ser inocentemente objeto de
una sospecha. La sospecha implicaba a la vez de parte del juez un elemento de demostración,
de parte del detenido el signo de cierta culpabilidad, y de parte del castigo
una forma limitada de pena. A un sospechoso que seguía siendo sospechoso no se
le declaraba inocente por ello: era parcialmente castigado. Cuando se había
llegado a cierto grado de presunción se podía, por lo tanto, poner en juego
legítimamente una práctica que tenía doble papel: comenzar a castigar en virtud
de las indicaciones ya reunidas, y servirse de este comienzo de pena para
arrancar el resto de verdad que todavía faltaba. La tortura judicial, en el
siglo XVIII, funciona en medio de esta extraña economía en la que el ritual que
produce la verdad corre parejas con el ritual que impone el castigo. El cuerpo
interrogado en el suplicio es a la vez el punto de aplicación del castigo y el
lugar de obtención de la verdad. Y de la misma manera que la presunción es
solidariamente un elemento de investigación y un fragmento de culpabilidad, por
su parte el sufrimiento reglamentado del tormento es a la vez una medida para castigar
y un acto de información.
Ahora bien, de manera
curiosa, este engranaje de los dos rituales a través del cuerpo prosigue, una
vez hecha la prueba y formulada la sentencia, en la ejecución misma de la pena.
Y el cuerpo del condenado es de nuevo una pieza esencial en el ceremonial del
castigo público. Corresponde al culpable manifestar a la luz del día su condena
y la verdad del crimen que ha cometido. Su cuerpo exhibido, paseado, expuesto,
supliciado, debe ser como el soporte público de un procedimiento que había
permanecido hasta entonces en la sombra; en él, sobre él, el acto de justicia
debe llegar a ser legible por todos. Esta manifestación actual y patente de la (49)
verdad en la ejecución pública de las penas adopta, en el siglo XVIII, varios aspectos.
1. Hacer en primer lugar del culpable el pregonero de su propia condena. Se le encarga, en cierto modo, de proclamarla y de atestiguar así la verdad de lo que se le ha reprochado: paseo por las calles, cartel que se le pone en la espalda, el pecho o la cabeza para, recordar la sentencia; altos en diferentes cruces de calles, lectura de la sentencia que lo condena, retractación pública a la puerta de las iglesias, por la cual el condenado reconoce solemnemente su crimen: "Descalzo, en camisa, con un hacha encendida en la mano, de rodillas, decir y declarar que perversamente, horriblemente, alevosamente y de propio intento, había cometido el odiosísimo crimen, etc."; exposición en el poste en el que se mencionan los hechos y la sentencia; lectura final de la sentencia al pie del cadalso. Ya se trate simplemente de la picota o de la hoguera y de la rueda, el condenado publica su crimen y la justicia que le impone el castigo, llevándolos físicamente sobre su propio cuerpo.
2. Proseguir
una vez más la escena de la confesión.
Agregar a la confesión forzada de la retractación pública, un
reconocimiento espontáneo y público.
Instaurar el suplicio como momento de verdad. Hacer que esos últimos
instantes en los que el culpable ya no tiene nada que perder se ganen para la
luz meridiana de lo verdadero. Ya el tribunal podía decidir, después de la
sentencia, una nueva tortura para arrancar el nombre de los cómplices
eventuales. Estaba previsto igualmente
que en el momento de subir al cadalso el condenado podía solicitar una tregua
para hacer nuevas revelaciones.
El público aguardaba esta nueva peripecia de la verdad. Muchos la aprovechaban para ganar un poco de tiempo, como aquel Michel Barbier, culpable de asalto a mano armada: "Miró desvergonzadamente el cadalso, y dijo que no había sido ciertamente para él para quien se había elevado, supuesto que era inocente; pidió primero subir al aposento en el que no hizo otra cosa que desatinar durante media hora, tratando siempre de querer justificarse; enviado después al suplicio, subió al cadalso con paso decidido, pero cuando se vio despojado de sus ropas y atado a la cruz a punto de recibir los golpes de barra, pidió subir una segunda vez al aposento, en el que al fin hizo la confesión de su crimen y declaró incluso que era culpable de otro asesinato." 48 El verdadero suplicio tiene por función hacer que se manifieste la verdad, y en esto prosigue, hasta ante los ojos del público, el trabajo del tormento. Aporta a la sentencia la firma de aquel que la sufre.
Un suplicio
con resultado satisfactorio justifica la justicia, en la medida en que publica
la verdad del delito en el cuerpo mismo del supliciado. Ejemplo del buen
condenado lo fue François Billiard, que había sido cajero general de las postas
y que en 1772 asesinó a su mujer. El verdugo quería taparle la cara para
librarlo de los insultos. "No se me ha infligido esta pena que he
merecido, dijo, para que esconda la cara ante el público... iba todavía vestido
con el traje de luto por su esposa... llevaba en los pies unos zapatos nuevos,
y el pelo rizado y espolvoreado de blanco, con un continente tan modesto y tan
imponente que las personas que lo contemplaban desde más cerca decían que o
bien era el cristiano más perfecto o el más grande de todos los hipócritas. Y
como el cartel que llevaba sobre el pecho se torciera, se vio que él mismo
rectificaba su posición, sin duda para que se pudiera leer más
fácilmente."
La ceremonia penal, con tal
de que cada uno de sus actores represente bien su papel, tiene la eficacia de
una prolongada confesión pública.
3. Prender como con un
alfiler el suplicio sobre el crimen mismo; establecer entre uno y otro una
serie de relaciones descifrables. Exposición del cadáver del condenado en el
lugar de su crimen, o en una de las encrucijadas más próximas. Ejecución en el
lugar mismo donde el crimen se cometiera, como el estudiante que en 1723 había
matado a varias personas y para el cual el presidial de Nantes decide elevar un cadalso ante la
puerta de la posada donde había cometido sus asesinatos.
de Nantes decide elevar un
cadalso ante la puerta de la posada donde había cometido sus asesinatos.
Utilización de suplicios "simbólicos" en los que la forma de la
ejecución remite a la índole del crimen: se taladra la lengua de los blasfemos,
se quema a los impuros, se corta la mano que dio muerte; a veces se hace que el
condenado Heve, empuñándolo, el instrumento de su crimen. Así, cuando Damiens,
el famoso cuchillito cubierto de azufre y sujeto a la mano culpable, que habría
de arder a la vez que aquél. Como decía Vico, esta vieja jurisprudencia fue
"toda una poética".
En el límite, se encuentran
algunos casos de reproducción casi teatral del crimen en la ejecución del
culpable: los mismos instrumentos, los mismos gestos. Ante los ojos de todos,
la justicia hace repetir el crimen por los suplicios, publicándolo en su verdad
y anulándolo a la vez por la muerte del culpable. Todavía en el siglo XVIII, en
1772, se encuentran sentencias como la siguiente. Como una criada de Cambrai
diera muerte a su ama, se la condenó a ser llevada al lugar de su suplicio en
una carreta "de las que sirven para trasportar las inmundicias a todas las
encrucijadas"; allí habrá "una horca al pie de la cual se colocará el
mismo sillón en el que estaba sentada la llamada De Laleu, su ama, cuando la
asesinó; y una vez allí, el verdugo le cortará la mano derecha y la arrojará en
su presencia al fuego, dándole, inmediatamente después, cuatro tajos con la
cuchilla de que se sirvió para asesinar a la citada De Laleu, el primero y el
segundo de los cuales en la cabeza, el tercero en el antebrazo izquierdo, y el
cuarto en el pecho; después se la colgará y estrangulará en dicha horca hasta
que sobrevenga la muerte. Pasadas dos horas, el cadáver será descolgado, y la
cabeza separada de aquél al pie de dicha horca, sobre dicho cadalso, con la
misma cuchilla de que se sirvió para asesinar a su ama, y la tal cabeza será
expuesta sobre una pica de veinte pies de altura fuera de la puerta del citado
Cambrai, a la vista del camino que lleva a Douai, y el resto del cuerpo, metido
en un saco y enterrado junto a dicha pica, a diez pies de profundidad".
4) En fin, la lentitud del suplicio,
sus peripecias, los gritos y sufrimientos del condenado desempeñan, al término
del ritual judicial, el papel de una prueba última.
Como toda agonía, la que
tiene lugar sobre el cadalso expresa cierta verdad: pero con más intensidad, en
la medida en que el dolor la apremia; con más rigor puesto que es exactamente
el punto de confluencia entre el juicio de los hombres y el de Dios; con más
resonancia ya que se desarrolla en público. Los sufrimientos del suplicio
prolongan los de la tortura preparatoria; en ésta, sin embargo, nada estaba aún
decidido y se podía salvar la vida; ahora la muerte es segura, y se trata de
salvar el alma. El juego eterno ha comenzado ya: el suplicio es una
anticipación de las penas del más allá; muestra lo que son, es el teatro del
infierno; los gritos del condenado, su rebelión, sus blasfemias, significan ya
su irremediable destino. Pero los dolores de aquí abajo pueden valer también
como penitencia para disminuir los castigos del más allá: tal martirio, si se
soporta con resignación, no dejará de ser tenido en cuenta por Dios. La
crueldad del castigo terreno se registra en rebaja de la pena futura: dibújase
en ella la promesa del perdón. Pero todavía puede decirse: ¿unos sufrimientos
tan vivos no son el signo de que Dios ha abandonado al culpable en manos de los
hombres? Y lejos de ser prenda de una absolución futura, figuran la condenación
inminente; en tanto que, si el condenado muere pronto, sin agonía prolongada,
¿no es ésta la prueba de que Dios ha querido protegerlo e impedir que caiga en
la desesperación? Ambigüedad, pues, de este sufrimiento, que lo mismo puede
significar la verdad del crimen o el error de los jueces, la bondad o la
perversidad del criminal, la coincidencia o la divergencia entre el juicio de
los hombres y el de Dios.
De ahí la formidable curiosidad que agolpa a los espectadores en torno del cadalso y de los sufrimientos que ofrece en espectáculo; descífranse en ella el crimen y la inocencia, el pasado y el futuro, lo terreno y lo eterno. Momento de verdad que todos los espectadores interrogan: cada palabra, cada grito, la duración de la agonía, el cuerpo que resiste, la vida que no quiere arrancarse, todo esto es un signo: hay el que ha vivido "seis horas sobre la rueda, sin querer que el verdugo, que lo consolaba y animaba, sin duda, espontáneamente, lo abandonara un solo instante"; hay el que muere "con sentimientos muy cristianos, y testimonia el arrepentimiento más sincero"; el que "expira en la rueda una hora después de haber sido colocado en ella"; se dice que los espectadores de su suplicio se sintieron conmovidos por los testimonios externos de religión y de arrepentimiento que diera; el que había manifestado los signos más vivos de contrición a lo largo de todo el trayecto hasta el cadalso, pero que, colocado vivo sobre la rueda, no deja de "lanzar aullidos espantosos"; o también la mujer que "había conservado su sangre fría hasta el momento de la lectura de la sentencia, pero cuyo juicio comenzó entonces a trastornarse, hasta llegar a la demencia más completa al ser ahorcada".
Se cierra el círculo: del
tormento a la ejecución, el cuerpo ha producido y reproducido la verdad del
crimen. O más bien constituye el elemento que a través de todo un juego de
rituales y de pruebas confiesa que el crimen ha ocurrido, profiere que lo ha
cometido él mismo, muestra que lo lleva inscrito en sí y sobre sí, soporta la
operación del castigo y manifiesta de la manera más patente sus efectos. El
cuerpo varias veces supliciado garantiza la síntesis de la realidad de los
hechos y de la verdad de la instrucción, de los actos del procedimiento y del
discurso del criminal, del crimen y del castigo. Pieza esencial por
consiguiente en una liturgia penal, en la que debe formar la pareja de un
procedimiento ordenado en torno de los derechos formidables del soberano, de
las actuaciones judiciales y del secreto.
El suplicio judicial hay que
comprenderlo también como un ritual político. Forma parte, así sea en un modo
menor, de las ceremonias por las cuales se manifiesta el poder.
La infracción, en el derecho
de la edad clásica, por encima del perjuicio que puede producir eventualmente,
por encima incluso de la regla que infringe, lesiona el derecho de aquel que
invoca la ley: "incluso en el supuesto de que no haya ni injuria ni daño
al individuo, si se ha cometido algo que la ley prohíba, es un delito que exige
reparación, porque ha sido violado el derecho del superior y porque se injuria
con ello la dignidad de su carácter". El delito, además de su víctima
inmediata, ataca al soberano; lo ataca personalmente ya que la ley vale por la
voluntad del soberano; lo ataca físicamente ya que la fuerza de la ley es la
fuerza del príncipe. Porque "para que una ley pueda estar en vigor en este
reino, era preciso necesariamente que emanara de manera directa del soberano, o
al menos que fuera confirmada por el sello de su autoridad". La
intervención del soberano no es, pues, un arbitraje entre dos adversarios: es
incluso mucho más que una acción para hacer respetar los derechos de cada cual;
es su réplica directa contra quien le ofendió. "El ejercicio del poder
soberano en el castigo de lo» crímenes constituye sin duda una de las partes
más esenciales de la administración de la justicia."
El castigo no puede, por lo
tanto, identificarse ni aun ajustarse a la reparación del daño; debe siempre
existir en el castigo una parte, al menos, que es la del príncipe; e incluso
cuando se combina ésta con la reparación prevista, constituye el elemento más
importante de la liquidación penal del delito. Ahora bien, esta parte del
príncipe, en sí misma, no es simple: por un lado, implica la reparación del
daño que se ha hecho a su reino, del desorden instaurado, del ejemplo dado,
perjuicio considerable y sin común medida con el que se ha cometido respecto de
un particular; pero implica también que el rey procura la venganza de una
afrenta que ha sido hecha a su persona.
El derecho de castigar será,
pues, como un aspecto del derecho del soberano a hacer la guerra a sus
enemigos: castigar pertenece a ese "derecho de guerra, a ese poder
absoluto de vida y muerte de que habla el derecho romano con el nombre de merum imperium, derecho en virtud del
cual el príncipe hace ejecutar su ley ordenando el castigo del crimen".57
Pero el castigo es también una manera de procurar una venganza que es a la vez
personal y pública, ya que en la ley se encuentra presente en cierto modo la fuerza
físicopolítica del soberano: "Se ve por la definición de la ley misma que
no tiende únicamente a defender sino además a vengar el desprecio de su
autoridad con el castigo de quienes llegan a violar su defensas." En la
ejecución de la pena más regular, en el respeto más exacto de las formas
jurídicas, se encuentran las fuerzas activas de la vindicta.
El suplicio desempeña, pues,
una función jurídico-política. Se trata de un ceremonial que tiene por objeto
reconstituir la soberanía por un instante ultrajada: la restaura manifestándola
en todo su esplendor. La ejecución pública, por precipitada y cotidiana que
sea, se inserta en toda la serie de los grandes rituales del poder eclipsado y
restaurado (coronación, entrada del rey en una ciudad conquistada, sumisión de
los súbditos sublevados); por encima del crimen que ha menospreciado al
soberano, despliega a los ojos de todos una fuerza invencible. Su objeto es
menos restablecer un equilibrio que poner en juego, hasta su punto extremo, la
disimetría entre el súbdito que ha osado violar la ley, y el soberano
omnipotente que ejerce su fuerza. Si la reparación del daño privado, ocasionado
por el delito, debe ser bien proporcionada, si la sentencia debe ser
equitativa, la ejecución de la pena no se realiza para dar el espectáculo de la
mesura, sino el del desequilibrio y del exceso; debe existir, en esa liturgia
de la pena, una afirmación enfática del poder y de su superioridad intrínseca.
Y esta superioridad no es simplemente la del derecho, sino la de la fuerza
física del soberano cayendo sobre el cuerpo de su adversario y dominándolo: al
quebrantar la ley, el infractor ha atentado contra la persona misma del
príncipe; es ella -o al menos aquellos en quienes ha delegado su fuerza- la que
se apodera del cuerpo del condenado para mostrarlo marcado, vencido, roto. La
ceremonia punitiva es, pues, en suma, "aterrorizante".
Los juristas del siglo
XVIII, cuando comience su polémica con los reformadores, darán de la crueldad
física de las penas una interpretación restrictiva y "modernista": si
son necesarias las penas severas es porque el ejemplo debe inscribirse
profundamente en el corazón de los hombres. De hecho, sin embargo, lo que hasta
entonces había mantenido esta práctica de los suplicios, no era una economía
del ejemplo, en el sentido en que habría de entenderse en la época de los
ideólogos (que la representación de la pena prevalezca sobre el interés del
crimen), sino una política del terror: hacer sensible a todos, sobre el cuerpo
del criminal, la presencia desenfrenada del soberano. El suplicio no
restablecía la justicia; reactivaba el poder. En el siglo XVII, y todavía a
principios del XVIII, no era, pues, con todo su teatro de terror, el residuo
aún no borrado de otra época. Su encarnizamiento, su resonancia, la violencia
corporal, un juego desequilibrado de fuerzas, un ceremonial esmerado, en suma,
todo el aparato de los suplicios se inscribía en el funcionamiento político de
la penalidad.
Es posible comprender a
partir de ahí ciertas características de la liturgia de los suplicios. Y ante
todo la importancia de un ritual que había de desplegar su magnificencia en
público. Nada debía quedar oculto de este triunfo de la ley. Sus episodios eran
tradicionalmente los mismos y, sin embargo, las sentencias condenatorias no
dejaban de enumerarlos, que hasta tal punto eran importantes en el mecanismo
penal: desfiles, altos en los cruces de calles, detención a la puerta de las
iglesias, lectura pública de la sentencia, genuflexión, declaraciones en voz
alta de arrepentimiento por la ofensa hecha a Dios y al rey. Ocurría que las
cuestiones de precedencia y de etiqueta las decidía el propio tribunal.
"Los oficiales montarán a caballo en el siguiente orden, a saber: a la
cabeza los dos sargentos de policía; a continuación el paciente; tras él, irán
juntos Bonfort y Le Corre a su izquierda, los cuales abrirán paso al escribano
del tribunal que los seguirá, de este modo irán a la plaza pública del mercado
mayor, en cuyo lugar será ejecutada la sentencia."
Ahora bien, este ceremonial
escrupuloso es, de una manera muy explícita, no sólo judicial sino militar. La
justicia del rey se muestra como una justicia armada. El acero que castiga al
culpable es también el que destruye a los enemigos. Todo un aparato militar rodea
el suplicio: jefes de la ronda, arqueros, exentos, soldados. Se trata desde
luego de impedir toda evasión o acto de violencia; se trata también de
prevenir, de parte del pueblo, un arranque de simpatía para salvar a los
condenados, o un arrebato de furor para darles muerte inmediatamente; pero se
trata también de recordar que en todo crimen hay como una sublevación contra la
ley y que el criminal es un enemigo del príncipe. Todas estas razones -ya sean
de precaución en una coyuntura determinada, o de función en el desarrollo de un
ritual- hacen de la ejecución pública, más que una obra de justicia, una
manifestación de fuerza; o más bien, es la justicia como fuerza física,
material y terrible del soberano la que en ella se despliega. La ceremonia del
suplicio pone de manifiesto a la luz del día la relación de fuerzas que da su
poder a la ley.
Como ritual de la ley
armada, en el que el príncipe se muestra a la vez, y de manera indisociable,
bajo el doble aspecto de jefe de justicia y dé jefe de guerra, la ejecución
pública tiene dos caras: una de victoria, otra de lucha. Por una parte, cierra
solemnemente una guerra entre el criminal y el soberano, cuyo desenlace era ya
conocido; debe manifestar el poder desmesurado del soberano sobre aquellos a
quienes ha reducido a la impotencia. La disimetría, el irreversible
desequilibrio de fuerzas, formaban parte de las funciones del suplicio. Un
cuerpo anulado y reducido a polvo y arrojado al viento, un cuerpo destruido
trozo a trozo por el infinito del poder soberano, constituye el límite no sólo
ideal sino real del castigo. Lo prueba el famoso suplicio de la Massola que se
aplicaba en Aviñón, pero que fue uno de los primeros que excitó la indignación
de los contemporáneos; suplicio aparentemente paradójico puesto que se
desarrolla casi por completo después de la muerte, y porque la justicia no hace
en él otra cosa que desplegar sobre un cadáver su teatro magnífico, el elogio
ritual de su fuerza: el condenado está atado a un poste, con los ojos vendados;
alrededor, sobre el cadalso, unas picas con unos ganchos de hierro.
"El confesor habla al
paciente al oído, y después que le ha dado la bendición, el verdugo, que blande
una maza de hierro, como las empleadas en los mataderos, asesta un golpe con
toda su fuerza en la sien del desdichado, que cae muerto. Al momento mortis exactor, con un gran cuchillo, le
da un tajo en la garganta, con lo que queda bañado en sangre, cosa que
constituye un espectáculo horrible de ver. Le rompe los tendones hacia los dos
talones, y a continuación le abre el vientre del cual saca el corazón, el
hígado, el bazo y los pulmones, que va colgando de un gancho de hierro y corta
a trozos el cuerpo, colgándolos de los demás ganchos a medida que los corta,
como se hace con los de una res. Contempla esto el que es capaz de contemplar
cosas semejantes."
En la forma explícitamente
evocada de la carnicería, la destrucción infinitesimal del cuerpo se integra
aquí en el espectáculo: cada trozo queda expuesto como para la venta.
El suplicio se lleva a cabo
con todo un ceremonial de triunfo; pero incluye también, como núcleo dramático de
su desarrollo monótono, una escena de afrontamiento: es la acción inmediata y
directa del verdugo sobre el cuerpo del "paciente"'. Acción
reglamentada, indudablemente, ya que la costumbre, y a menudo, de manera
explícita, la sentencia, prescriben sus principales episodios. Y que, con todo,
ha conservado algo de la batalla. El verdugo no es simplemente aquel que aplica
la ley, sino el que despliega la fuerza; es el agente de una violencia que se
aplica, para dominarla, a la violencia del crimen.
De ese crimen, el verdugo es materialmente, físicamente, el adversario
Adversario a veces compasivo
y a veces encarnizado. Damhoudère se quejaba, con muchos de sus contemporáneos,
de que los verdugos ejercían "todas las crueldades con los pacientes
malhechores, arrastrándolos, golpeándolos y matándolos como si tuvieran un
animal entre sus manos". Y durante mucho tiempo no se perderá
esa costumbre. En la ceremonia del suplicio hay además algo del reto y de la
justa. Si el verdugo triunfa, si consigue desprender de un golpe la cabeza que
le han pedido que corte, "se la muestra al pueblo, la deja en el suelo y
saluda después al público, que le dedica un aplauso con fuerte batir de
palmas". Por el contrario, si fracasa, si no logra matar como es debido,
se hace merecedor de un castigo. Tal el caso del verdugo de Damiens, el cual,
por no haber sabido descuartizar a su paciente según las reglas, tiene que
cortarlo con cuchillo; se confiscan, en provecho de los pobres, los caballos
del suplicio que se le prometieran.
Según el Journal de Gloucester, la conducta
"atroz y repugnante" de un verdugo que tras de haber ahorcado a un
condenado "tomó el cadáver por los hombros, le hizo dar una vuelta sobre
sí mismo con violencia y lo golpeó repetidamente, diciendo: 'Viejo bribón,
¿estas ya bastante muerto?' Después, volviéndose a la multitud, soltó en tono
chocarrero las expresiones más indecentes".
Años después, el verdugo de
Aviñón había hecho sufrir demasiado a los tres bandidos, con todo y que eran
temibles, a los que tenía que ahorcar; los espectadores se enojan, lo
denuncian, y para castigarlo y también para sustraerlo a la vindicta popular,
se le encarcela. Detrás de este castigo del verdugo torpe, se perfila una
tradición muy próxima todavía, la cual quería que el condenado fuese perdonado
si la ejecución fracasaba. Era una costumbre claramente establecida en algunas
comarcas. El pueblo esperaba a menudo que se aplicara, y ocurría a veces que
protegía a un condenado que acababa de escapar así de la muerte. Para hacer
desaparecer esta costumbre y esta esperanza, fue preciso invocar el adagio
"el cadalso no pierde su presa"; hubo que tener la precaución de
introducir en las sentencias capitales consignas signas explícitas:
"colgado y estrangulado hasta que sobrevenga la muerte", "hasta
la extinción de la vida". Y juristas como Serpillon o Blackstone insisten
en pleno siglo XVIII en el hecho de que el fracaso del verdugo no debe
significar para el condenado la salvación de la vida. Había en esto algo de la
prueba y del juicio de Dios que era todavía descifrable en la ceremonia de la
ejecución. En su afrontamiento con el condenado, el verdugo era en cierto modo
como el campeón del rey.
Campeón sin embargo inconfesable y no reconocido: según la tradición, parece ser, cuando se habían sellado las credenciales del verdugo, no se ponían sobre la mesa sino que se arrojaban al suelo. Conocidos son todos los interdictos que rodeaban aquel "oficio muy necesario" y, sin embargo, "contra natura".67 Por más que, en cierto sentido, fuera la espada justiciera del rey, el verdugo compartía con su adversario su infamia. El poder soberano que le ordenaba matar y que por medio de él mataba, no estaba presente en el verdugo; este poder no se identificaba con su encarnizamiento. Y precisamente jamás aparecía tal poder con más esplendor que cuando interrumpía el gesto del verdugo por un mensaje de indulto. El poco tiempo que separaba generalmente la sentencia de la ejecución (a menudo unas horas) hacía que la remisión interviniera generalmente en el último momento. Pero, sin duda, la lentitud del desarrollo de la ceremonia estaba calculada para dar lugar a tal eventualidad.
("Es cosa clara que si un criminal condenado a ser ahorcado hasta que sobrevenga la muerte se libra de ella por la torpeza del verdugo y escapa a otras manos, el sheriff está obligado a repetir la ejecución, porque la sentencia no ha sido cumplida; y porque si nos dejáramos ganar por esta falsa compasión, se abriría la puerta a infinidad de colusiones").
Los condenados esperan la
remisión y, para alargar el tiempo, todavía pretenden, al pie del cadalso,
tener revelaciones que hacer. Cuando el pueblo la deseaba, la pedía a gritos,
trataba de retrasar el último momento, acechaba al mensajero que llevaba la
carta con el sello de cera verde y, de ser necesario, hacía creer que estaba al
llegar (esto es lo que ocurrió en el momento de la ejecución de los condenados
por el motín de los secuestros de niños, el 3 de agosto de 1750). El soberano
está presente en la ejecución no sólo como el poder que venga la ley, sino como
el que puede suspender la ley y la venganza. Sólo él debe ser dueño de lavar
las ofensas que se le han hecho; si
bien es cierto que ha delegado en los tribunales el cuidado de ejercer su poder
de justiciero, no lo ha enajenado; lo conserva íntegramente para levantar la
pena tanto como para dejar que caiga sobre el delincuente.
Hay que concebir el
suplicio, tal como está ritualizado aún en el siglo XVIII, como un operador
político. Se inscribe lógicamente en un sistema punitivo, en el que el
soberano, de manera directa o indirecta, pide, decide y hace ejecutar los
castigos, en la medida en que es él quien, a través de la ley, ha sido
alcanzado por el crimen. En toda infracción, hay un crimen majestatis, y en el menor de los criminales un pequeño
regicida en potencia. Y el regicida, a su vez, no es ni más ni menos que el
criminal total y absoluto, ya que en lugar de atacar, como cualquier
delincuente, una decisión o una voluntad particular del poder soberano, ataca
su principio en la persona física del príncipe.
El castigo ideal del regicida sería, pues, la suma de todos los suplicios posibles. Sería la venganza infinita: las leyes francesas en todo caso no preveían pena fija para esta especie de monstruosidad. Fue preciso inventar la de Ravaillac combinando unas con otras las más crueles que se habían practicado en Francia. Quisiéronse imaginar más atroces todavía para Damiens. Hubo proyectos, pero se las juzgó menos perfectas. Repitióse por lo tanto la escena de Ravaillac. Y hay que reconocer que hubo moderación, si se piensa cómo en 1584 fue abandonado el asesino de Guillermo de Orange a lo infinito de la venganza.
(Refiere la historia de Antoine Boulleteix que está ya al pie del cadalso cuando llega un jinete con el famoso pergamino. Gritan todos "viva el Rey", se lleva a Boulleteix a la taberna, y mientras tanto el escribano pasa el sombrero haciendo una colecta).
"El primer día, fue conducido a la plaza, donde encontró un caldero de agua hirviendo, en la que fue introducido el brazo con que había asestado el golpe. Al día siguiente, le fue cortado este brazo, el cual, como cayera a sus pies en el acto, lo empujó con el pie, haciéndolo caer junto al patíbulo; al tercer día, fue atenaceado por delante en las tetillas y en la parte delantera del brazo,' al cuarto fue igualmente atenaceado por detrás en los brazos y en las nalgas; y así consecutivamente, este hombre fue martirizado por espacio de dieciocho días." El último día, fue enrodado y finalmente "fajado". Al cabo de seis horas, continuaba pidiendo agua todavía, pero no se la dieron. "Finalmente se le pidió al lugarteniente de lo criminal que lo hiciera rematar y estrangular, con el fin de que su alma no se desesperara, y se perdiera."
No hay duda de que, por
encima de toda esta organización, la existencia de los suplicios respondía a
otra cosa muy distinta. Rusche y Kirchheimer tienen razón de ver en ella el
efecto de un régimen de producción en el que las fuerzas de trabajo, y por ende
el cuerpo humano, no tienen la utilidad ni el valor comercial que habría de
serles conferido en una economía de tipo industrial.
Es cierto también que el
"menosprecio" del cuerpo se refiere a una actitud general respecto de
la muerte; y en esta actitud se podría descifrar tanto los valores propios del
cristianismo como una situación demográfica y en cierto modo biológica: los
estragos de la enfermedad y del hambre, las mortandades periódicas de las
epidemias, la formidable mortalidad de los niños, lo precario de los
equilibrios bioeconómicos, todo esto hacía que la muerte fuera familiar y
suscitaba en torno suyo hechos rituales para integrarla, hacerla aceptable y
dar un sentido a su permanente agresión. Sería preciso también para analizar
esta perdurabilidad de los suplicios remitirse a hechos de coyuntura. No se
debe olvidar que la Ordenanza de 1670 que rigió la justicia criminal hasta la
víspera de la Revolución, había aumentado aún en ciertos puntos el rigor de los
viejos edictos; Pussort, que, entre los comisarios encargados de preparar los
textos, representaba los designios del rey, lo había impuesto así, en contra de
ciertos magistrados como Lamoignon. La multiplicidad de los levantamientos a
mediados todavía de la edad clásica, el cercano fragor de las guerras civiles,
la voluntad del rey de hacer que prevaleciera su poder sobre el de los
parlamentos, explican en una buena parte la persistencia de un régimen penal "duro".
Tenemos aquí, para justificar un sistema de penas supliciantes, razones generales y en cierto modo externas; explican la posibilidad y la continuada persistencia de las penas físicas, la endeblez y el carácter bastante aislado de las protestas que se les oponen. Pero sobre este fondo había que hacer que apareciera la función precisa. Si el suplicio se halla tan fuertemente incrustado en la práctica jurídica se debe a que es revelador de la verdad y realizador del poder.
Garantiza la articulación de
lo escrito sobre lo oral, de lo secreto sobre lo público, del procedimiento de
investigación sobre la operación de la confesión; permite que se reproduzca el
crimen y lo vuelve sobre el cuerpo visible del criminal; es preciso que el
crimen, en su mismo horror, se manifieste y se anule. Hace también del cuerpo
del condenado el lugar de aplicación de la vindicta soberana, el punto de
encuentro para una manifestación del poder, la ocasión de afirmar la disimetría
de las fuerzas. Más adelante veremos que la relación verdad-poder se mantiene
en el corazón de todos los mecanismos punitivos, y que vuelve a encontrarse en
las prácticas contemporáneas de la penalidad, pero bajo otra forma, y con
efectos muy distintos. Las Luces no tardarán en desacreditar los suplicios,
reprochándoles su "atrocidad". Término por el cual eran a menudo
caracterizados, pero sin intención crítica, por los propios juristas.
Quizá la noción de
"atrocidad" es una de las que ayudan más a comprender la economía del
suplicio en la antigua práctica penal. La atrocidad es ante todo una
característica propia de algunos de los grandes crímenes: se refiere al número
de leyes naturales o positivas, divinas o humanas que atacan, a la
manifestación escandalosa o por el contrario a la astucia secreta con que han
sido cometidos, a la categoría y al estatuto de los que son sus autores y sus
víctimas; el desorden que suponen o que acarrean, el horror que suscitan. Ahora
bien, el castigo, en la medida en que debe hacer que se manifieste a los ojos
de cada cual el crimen en toda su severidad, debe asumir esta misma atrocidad,
debe sacarla a la luz por medio de las confesiones, de los discursos, de los
carteles que la hacen pública; debe reproducirla en las ceremonias que la
aplican al cuerpo del culpable bajo la forma de la humillación y del
sufrimiento. La atrocidad es esa parte del crimen que el castigo vuelve
suplicio para hacer que se manifieste a la luz del día: figura inherente al
mecanismo que produce, en el corazón del propio castigo, la verdad visible del
crimen. El suplicio forma parte del procedimiento que establece la realidad de
lo que se castiga. Pero hay más: la atrocidad de un crimen es también la
violencia del reto lanzado al soberano; es lo que va a provocar de su parte una
réplica que desempeña la función de sobrepujar esta atrocidad, de dominarla, de
triunfar de ella por un exceso que la anula. La atrocidad propia del suplicio
desempeña, pues, un doble papel: principio de la comunicación del crimen con la
pena, es, de otra parte, la exasperación del castigo con relación al crimen.
Asegura al mismo tiempo la
manifestación de la verdad y la del poder; es el ritual de la investigación que
termina y la ceremonia por la que triunfa el soberano. Une a los dos en el
cuerpo del supliciado. La práctica punitiva del siglo XIX tratará de poner la
mayor distancia posible entre la búsqueda "serena" de la verdad y la
violencia que no se puede borrar por completo del castigo. Tratará también de
marcar la heterogeneidad que separa el crimen que hay que sancionar y el
castigo impuesto por el poder público. Entre la verdad y el castigo, no deberá
haber ya sino una relación de consecuencia legítima.
Que el poder que castiga no
se manche ya por un crimen mayor que aquel que ha querido castigar. Que se
mantenga inocente de la pena que inflige. "Apresurémonos a proscribir
suplicios semejantes. No eran dignos sino de los monstruos coronados que
gobernaron a los romanos." Pero, según la práctica penal de la época
precedente, la proximidad, en el suplicio, del soberano y del crimen, la mezcla
que se produce entre la "demostración" y el castigo, no se debían a
una confusión bárbara; lo que en ello se jugaba era el mecanismo de la
atrocidad y sus encadenamientos necesarios.
La atrocidad de la expiación
organizaba la reducción ritual de la infamia por la omnipotencia. El hecho de
que la falta y el castigo se comuniquen entre sí y se unan en la forma de la
atrocidad, no era la consecuencia de una ley del talión oscuramente admitida.
Era el efecto, en los ritos punitivos, de determinada mecánica del poder: de un
poder que no sólo no disimula que se ejerce directamente sobre los cuerpos,
sino que se exalta y se refuerza con sus manifestaciones físicas; de un poder
que se afirma como poder armado, y cuyas funciones de orden, en todo caso, no
están enteramente separadas de las funciones de guerra; de un poder que se vale
de las reglas y las obligaciones como de vínculos personales cuya ruptura
constituye una ofensa y pide una venganza; de un poder para el cual la
desobediencia es un acto de hostilidad, un comienzo de sublevación, que no es
en su principio muy diferente de la guerra civil; de un poder que no tiene que
demostrar por qué aplica sus leyes, sino quiénes son sus enemigos y qué
desencadenamiento de fuerza los amenaza; de un poder que, a falta de una
vigilancia ininterrumpida, busca la renovación de su efecto en la resonancia de
sus manifestaciones singulares; de un poder que cobra nuevo vigor al hacer que
se manifieste ritualmente su realidad de sobrepoder.
Ahora bien, entre todas las razones por las cuales se sustituirán unas penas que no sentían vergüenza de ser "atroces" por unos castigos que reivindicarían el honor de ser "humanos", hay una que es preciso analizar inmediatamente, en la medida en que es interna al suplicio mismo: elemento a la vez de su funcionamiento y principio de su perpetuo desorden. En las ceremonias del suplicio, el personaje principal es el pueblo, cuya presencia real e inmediata está requerida por su realización. Un suplicio que hubiese sido conocido, pero cuyo desarrollo se mantuviera en secreto, no habría tenido sentido. El ejemplo se buscaba no sólo suscitando la conciencia de que la menor infracción corría el peligro de ser castigada, sino provocando un efecto de terror por el espectáculo del poder cayendo sobre el culpable:
"En materia criminal,
el punto más difícil es la imposición de la pena: es el objeto y el término del
procedimiento, y el único fruto, por el ejemplo y el terror, cuando está bien
aplicada al culpable." Pero en esta escena de terror, el papel del pueblo
es ambiguo. Se le llama como espectador; se le convoca para que asista a las
exposiciones, a las retractaciones públicas; las picotas, las horcas y los
patíbulos se elevan en las plazas públicas y al borde de los caminos; se
deposita en ocasiones durante varios días los cadáveres de los supliciados bien
en evidencia cerca de los lugares de sus crímenes. Es preciso no sólo que la
gente sepa, sino que vea por sus propios ojos. Porque es preciso que se
atemorice; pero también porque el pueblo debe ser el testigo, como el fiador
del castigo, y porque debe hasta cierto punto tomar parte en él. Ser testigo es
un derecho que el pueblo reivindica; un suplicio oculto es un suplicio de
privilegiado, y con frecuencia se sospecha que no se realiza con toda su
severidad. Se protesta cuando en el último momento la víctima es hurtada a las
miradas. El cajero general de postas había sido expuesto a la vergüenza por
haber dado muerte a su mujer; sustraído después a la multitud, "se le hace
subir a un carruaje de alquiler; de no haber ido bien escoltado, es de creer
que hubiera sido difícil librarlo de los malos tratos del populacho que clamaba
justicia contra él". Cuando se ahorcó a la mujer Lescombat, se tuvo el
cuidado de taparle el rostro con una "especie de pañoleta"; lleva
"un pañuelo sobre el cuello y la cabeza, lo que hace murmurar al público y
decir que no es la Lescombat".
El pueblo reivindica su derecho a comprobar los suplicios, y la persona a quien se aplican.
(La primera vez que se utilizó la guillotina, la Chronique de Paris refiere que el pueblo se quejaba de que no veía nada y cantaba: "¡Devolvednos nuestros patíbulos!" (Cf. J. Laurence, A history of capital punishment, 1932, páginas 71 ss.).
Tiene derecho también a
tomar parte en ellos. El condenado, paseado durante largo tiempo, expuesto a la
vergüenza, humillado, recordado varias veces su crimen, es ofrecido a los
insultos, y a veces a los asaltos de los espectadores. En la venganza del
soberano se invita al pueblo a deslizar la suya. No porque sea su fundamento y
porque el rey tenga que traducir a su manera la vindicta del pueblo, sino más
bien porque el pueblo debe aportar su concurso al rey cuando éste intenta
"vengarse de sus enemigos", incluso y sobre todo cuando esos enemigos
se hallan en medio del pueblo. Hay un poco como una "servidumbre de
patíbulo" que el pueblo debe a la venganza del rey.
"Servidumbre" que había sido prevista por las viejas ordenanzas; el
Edicto de 1347 sobre los blasfemos preveía que fuesen expuestos en la picota
"desde la hora de prima, hasta la de muerte.
Y se les podrá arrojar a los
ojos lodo y otras inmundicias, pero no piedras ni otra cosa que hiera... A la
segunda vez, en caso de reincidencia, queremos que se le lleve a la picota un
día de mercado solemne, y que se le parta el labio superior, y que los dientes
queden al descubierto". Sin duda, en la época clásica, esta forma de
participación en el suplicio no es ya más que una tolerancia, que se trata de
limitar; a causa de las barbaries que suscita y de la usurpación que comete del
poder de castigar. Pero correspondía muy de cerca a la economía general de los
suplicios para que se reprimiera por completo. Se presencian todavía en el
siglo XVIII escenas como la que acompañó al suplicio de Montigny; mientras el
verdugo ejecutaba al condenado, las pescaderas del mercado paseaban un maniquí
cuya cabeza cortaron después.
Nota.
Uno de los primeros episodios de este
caso es, por lo demás, muy característico de la agitación popular en el siglo
XVIII en torno de la justicia penal. El teniente general de policía, Berryer,
habla hecho raptar a los "niños pervertidos y vagabundos"; los
exentos no consentían en devolvérselos a sus padres "sino por
dinero"; se murmura que de lo que se trata es de proveer a los placeres
del rey. Habiendo descubierto la multitud a un delator, le da muerte "con
una inhumanidad llevada al último exceso", y lo arrastra tras de su
muerte, con la cuerda al cuello, hasta la puerta de M. Berryer. Ahora bien, el
tal delator era un ladrón que hubiese debido ser enrodado con su cómplice
Raffiat, de no haber aceptado el papel de confidente; su conocimiento de los hilos
de toda la intriga había hecho que fuese apreciado por la policía; y era
"muy estimado" en su nuevo oficio. Tenemos aqui un ejemplo muy
recargado: un motín, provocado por un medio de represión relativamente nuevo, y
que no es la justicia penal, sino la policía; un caso de esa colaboración
técnica entre delincuentes y policías que se vuelve sistemática a partir del
siglo XVIII; un motín en el que el
pueblo toma a su cargo ajusticiar a un condenado que se ha sustraído
indebidamente al patíbulo.
Y no pocas veces fue preciso
"proteger" contra la multitud a los criminales a quienes se hacía
desfilar lentamente por en medio de aquélla, a título a la par de ejemplo y de
blanco, de amenaza eventual y de presa prometida a la vez que vedada. El soberano llamaba a la multitud a la
manifestación de su poder y toleraba por un instante sus violencias, que hacía
pasar por muestras de júbilo pero a las cuales oponía en seguida los límites de
sus propios privilegios.
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