Investiga la historia de los diferentes métodos de cocinar y servir a lo largo de los tiempos y en los diferentes países: muy distinto de las historias gastronómicas al uso, constituye una historia cultural de cómo se ha enfrentado el ser humano con la necesidad más básica: comer.
Introducción
La cuchara de madera, el utensilio de cocina más fiel y adorable, bien podría parecernos lo opuesto a la «tecnología» tal y como normalmente entendemos esta palabra. No se apaga ni se enciende, ni hace ruiditos graciosos; no tiene patente ni garantía, ni nada de futurista o de brillante o de ingenioso.
Pero analicemos con más detalle una de nuestras cucharas de madera (doy por sentado que todos tenemos al menos una, porque no he estado en ninguna cocina donde no la hubiese). Sintamos la fibra.
¿Es una cuchara de madera de haya bien hecha, producida en una fábrica? ¿Es una cuchara más compacta, de madera de arce?
¿O está tallada en madera de olivo por un artesano? Fijémonos ahora en la forma.
¿Es ovalada o redonda?
¿Perforada o sólida? ¿Curva o plana? Puede que uno de sus lados sea ligeramente puntiagudo, para llegar a todos los rincones de la cacerola; puede que el mango sea extra corto, hecho a la medida de los niños, o extra largo, para que la mano del cocinero se mantenga a una distancia prudencial de la cacerola caliente. Se habrán tomado innumerables decisiones -económicas y sociales, amén de otras relacionadas con el diseño y la ingeniería aplicada- para la elaboración de este objeto, que influirán en la forma en que este utensilio nos permite cocinar.
La cuchara de madera es la discreta actriz de reparto de tantas comidas que, de alguna manera, la damos por descontada: no le reconocemos el mérito por los huevos que ha revuelto, por el chocolate que ha ayudado a derretir, por las cebollas que no se han pegado gracias a su rápida intervención.
La cuchara de madera no parece especialmente sofisticada (era
tradición entregarla como premio de consolación al perdedor de una
competición), pero tiene a la ciencia de su lado. La madera no es abrasiva,
luego es delicada con las ollas (podemos raspar sin miedo a que se raye la
superficie metálica); no es reactiva: no hay que preocuparse de que vaya a
dejar un sabor metálico o de que se degrade al contacto con los ácidos cítricos
o los tomates; además, es mala conductora del calor, de ahí que podamos remover
una sopa caliente con ella sin quemarnos las manos. Sin embargo, y más allá de
su funcionalidad, si hay una razón por la que cocinamos con ellas es porque
siempre lo hemos hecho: forman parte de nuestra civilización. En un primer
momento, las herramientas se eligen según cubran una necesidad determinada o
resuelvan un problema concreto; pero con el paso del tiempo, los utensilios con
los que nos sentimos más cómodos vienen determinados por la cultura. En la era
del acero inoxidable, podemos usar perfectamente una cuchara de metal para
remover sin que vayan a dañarse nuestras ollas, pero algo nos dice que eso está
mal hecho. Los ángulos duros del metal destrozan esas verduras que hemos
cortamos en daditos con tanto mimo, y el mango es menos agradecido a la hora de
agarrarlo; ese desagradable sonido metálico, en fin, contrasta con los dulces
golpecitos de la madera.
En esta era del plástico en
la que vivimos, sería de esperar que hubiésemos empezado a usar espátulas
sintéticas para remover, sobre todo porque las cucharas de madera no se llevan
del todo bien con los lavavajillas (después de varios lavados empiezan a
ablandarse y acaban por agrietarse); pero, pensándolo bien, esto no ocurre.
Hace poco vi un producto insólito en una tienda de artículos de cocina:
«cucharas de madera de silicona», que se vendían a un precio ocho veces mayor
que el de las clásicas cucharas de madera de haya. Eran cucharas de plástico,
con colores chillones y la forma de una cuchara de madera. Aparte de eso, no
había nada de madera en ellas. Aun así, los fabricantes sintieron la necesidad
de hacer alusión a la madera para hacerse un huequecito en nuestros corazones y
en nuestras cocinas.
Son un montón las cosas que
damos por sentadas cuando cocinamos: removemos con cucharas de madera, pero
comemos con cucharas de metal (antaño también comíamos con aquellas); tenemos
unas ideas muy firmes sobre los platos que han de servirse calientes y los que
tienen que quedarse crudos; hervimos ciertos ingredientes; congelamos o freímos
o picamos otros. Realizamos muchas de estas acciones instintivamente, o
siguiendo a pies juntillas una receta. Todo el que entiende de cocina italiana
sabe perfectamente que un risotto
tiene que cocinarse añadiendo líquido de forma gradual, mientras que la pasta
se hierve rápidamente con exceso de agua. (Pero ¿por qué[1]? La mayoría de aspectos
relacionados con la cocina son bastante menos obvios de lo que parecen en un
primer momento, y casi siempre hay otra forma de hacer las cosas: con los
utensilios que, por una u otra razón, no acabaron de cuajar (la batidora de
huevos hidráulica, el asador imantado). Hicieron falta innumerables inventos,
grandes y pequeños, para llegar hasta las cocinas bien equipadas que tenemos
hoy en día, donde a nuestra rudimentaria amiga, la cuchara de madera, se suman
batidoras eléctricas, congeladores y microondas. Sin embargo, buena parte de la
historia aún no se ha descubierto, aún no se ha cantado.
Las historias tradicionales
sobre tecnología e invención no hacen demasiado caso a la comida, y tienden a
concentrarse en los imponentes avances industriales y militares: ruedas y
buques, pólvora y telégrafos, aviones y radios. Si se menciona la comida, suele
ser en el contexto de la agricultura —sistemas de cultivo y riego— más que en
el ámbito doméstico de la cocina. Sin embargo, se requiere prácticamente la
misma inventiva para fabricar un cascanueces que una bala. En más de una
ocasión, los inventores han estado trabajando en un artefacto con fines
militares para acabar dándose cuenta de que resulta más útil en la cocina:
Harry Brearley era un hombre de Sheffield que inventó el acero inoxidable en
1913 para mejorar los cañones de las pistolas, y que sin darse cuenta le hizo
un gran favor a la cubertería mundial; el estadounidense Percy Spencer, creador
del horno microondas, estaba trabajando en sistemas de radar navales y se topó
con una forma de cocinar completamente nueva. Nuestras cocinas deben muchísimo
a la brillantez de la ciencia, y el cocinero que experimenta recetas en los
fogones no dista mucho del químico en su laboratorio: añadimos vinagre a la col
lombarda para retocar el color, y bicarbonato de sodio para contrarrestar la
acidez del limón en un pastel. Sin embargo, sería un error suponer que la
tecnología no es más que la aplicación del conocimiento científico: es algo más
básico y antiguo que eso. No todas las culturas han tenido una ciencia formal
(una forma de conocimiento organizado sobre el universo que comienza con
Aristóteles en el siglo IV a. de C.). El método científico moderno, donde los
experimentos forman parte de un sistema de observación, predicción e hipótesis
estructurado, no nació hasta el siglo XVII; la tecnología en la cocina, basada
en la solución de problemas, se remonta miles de años. Desde los seres humanos
que cortaban la carne cruda con piedras afiladas a comienzos de la Edad de
Piedra, siempre hemos usado la inventiva para idear mejores formas de alimentarnos.
La palabra «tecnología»
viene del griego: techne significa
«arte, habilidad o destreza», y logia
hace referencia al estudio de algo. La tecnología no es una forma de robótica,
sino algo muy humano: la creación de herramientas y técnicas que cubren unas
ciertas necesidades en nuestras vidas. A veces con «tecnología» hacemos alusión
a las propias herramientas; otras nos referimos a los conocimientos técnicos y
a la inventiva que las hacen posibles; o al hecho de que la gente use unas
herramientas determinadas y no otras. A la hora de juzgar la validez de un
descubrimiento científico no se tiene en cuenta su uso; en la tecnología sí.
Cuando unas herramientas dejan de usarse, desaparecen. Por muy bien diseñado
que esté, un batidor de huevos no cumple plenamente su objetivo hasta que no
llega alguien y se pone a batir huevos.
La
importancia del tenedor explora cómo influyen los utensilios de
cocina en qué comemos, en cómo comemos y en cómo nos sentimos en relación a lo
que comemos. La comida es el gran universal humano, y aunque el dicho asegura
que no hay nada cierto en este mundo salvo la muerte y los impuestos, en
realidad debería decir «salvo la muerte y la comida». Hay cantidad de gente que
se libra de pagar impuestos (algunos porque no tienen ingresos, pero otros,
desde luego, por razones diferentes). Los hay que viven sin sexo, otra de las
necesidades vitales. Sin embargo, no hay forma de prescindir de la comida,
combustible, costumbre, placer extremo y necesidad básica; es lo que establece
un patrón en nuestros días o nos carcome cuando falta. Puede que los anoréxicos
intenten evadirla, pero mientras estemos vivos el hambre es ineludible: todos
comemos. No obstante, la forma en que satisfacemos esta necesidad vital humana
varía drásticamente según las épocas y los lugares. Y lo que marca la gran
diferencia son los utensilios que usamos.
Normalmente, mi desayuno
consiste en café, pan tostado, mantequilla, mermelada y zumo de naranja (si es
que mis hijos no se lo han bebido todo). Descrita así, como simples
ingredientes, es una comida que podría pertenecer a cualquier momento de los
últimos 350 años. En Inglaterra se lleva consumiendo café desde mitad del siglo
XVII; las naranjas para el zumo y la mermelada desde 1290; tanto el pan tostado
como la mantequilla son ingredientes antiguos. Sin embargo, la clave está en
los detalles. Para hacer el café, no lo hiervo durante veinte minutos y luego
lo clarifico con cola de pescado (un colágeno a base de vejigas natatorias),
como habría hecho en 1810; tampoco lo hago en una «cafetera de filtro Rumford»,
como algunos en 1850; no lo preparo en una jarra con una cuchara de madera,
vertiendo agua fría sobre el poso del café para que descienda hasta el fondo,
al estilo eduardiano; tampoco uso una cafetera eléctrica, como puede que
hiciese de vivir en Estados Unidos; no vierto agua caliente sobre una cucharada
de café instantáneo, como en mi época de estudiante, y, por lo general, no lo
preparo en una cafetera de émbolo francesa, como hacía en los años 90. Soy una
obsesa del café de comienzos del siglo XXI (no lo bastante obsesa, eso sí, como
para haber invertido en una cafetera de sifón japonesa, el no va más en
cafeteras). Muelo mis granos (de comercio justo) extra-finos en un molinillo de
café y me hago un flat white (un
expreso con leche al vapor) con una máquina de capuchinos y una buena gama de
utensilios (una cuchara dosificadora, un prensador de café, una jarra de acero
para la leche). En las mañanas buenas, después de unos diez minutos de esfuerzo
y concentración, la tecnología funciona, y el café y la leche se aúnan en una
bebida cremosa, deliciosa. En las malas, el suelo de la cocina acaba hecho unos
zorros.
El pan tostado, la
mantequilla y la mermelada ya eran conocidos y amados por los isabelinos. Sin
embargo, Shakespeare nunca se comió unas tostadas como las mías: unas rebanadas
de pan de molde integral horneado en una máquina panificadora automática,
tostadas con un aparato eléctrico de cuatro ranuras y servidas sobre un plato
de porcelana blanca apto para el lavavajillas. Tampoco conoció las ventajas de
la mantequilla fácil de untar y la mermelada de alto contenido en fruta, que
indican la presencia en mi hogar de un frigorífico grande que funciona a la
perfección.
Además, es probable
que la mermelada de Shakespeare estuviese elaborada con membrillos, no con
naranjas. Mi mantequilla no está rancia ni demasiado dura (como casi todas las
mantequillas de mi infancia, en las décadas de los 70 y los 80). La unto con un
cuchillo de acero inoxidable, que no deja saborcillo metálico ni reacciona con
la fructosa de la mermelada.
Por lo que al zumo de
naranja se refiere, la tecnología que se esconde tras él parece la más fácil de
todas (exprime naranjas y sale zumo), pero quizá sea la más complicada. A
diferencia de las amas de casa eduardianas que se afanaban con un exprimidor de
vidrio cónico, yo suelo verter mi zumo de un cartón Tetra Pak (puesto a la
venta en 1963 con el nombre de Tetra Brik). A pesar de que en los ingredientes
solo aparezcan la naranjas, el zumo habrá sido elaborado usando una
desconcertante serie de técnicas industriales, y la fruta habrá sido tratada
con enzimas ocultos y filtrada con clarificadores ocultos y pasteurizada y
refrigerada y transportada de un país a otro para mi deleite durante el desayuno.
Y si el sabor amargo del zumo no me hace arrugar la boca es en parte gracias a
una inventora, Linda C. Brewster, a quien en la década de los 70 le concedieron
cuatro patentes por «desamargar» el zumo de naranja reduciendo la presencia de
limonina.
Esta comida en particular
solo puede consumirse de esta forma específica durante un periodo muy breve de
la historia. Los alimentos que comemos hablan de la época y del lugar en el que
vivimos, pero aún más lo hacen los utensilios que usamos para cocinarlos y
consumirlos. Oímos a menudo que vivimos en una «era tecnológica”, que suele ser
una forma de decir: “tenemos un montón de ordenadores». Sin embargo, cada época
tiene su tecnología, y no tiene por qué ser futurista. Puede ser un tenedor,
una olla o una sencilla taza de medir.
A veces, los utensilios de
cocina no sirven más que para potenciar el placer de comer, aunque también
pueden ser una urgente cuestión de supervivencia: antes de que se empezasen a
usar vasijas para cocinar, hará unos diez mil años, los restos arqueológicos de
esqueletos sugieren que nadie llegaba a la edad adulta si había perdido todos
los dientes. Masticar era imprescindible: si no podías masticar, te morías de
hambre. La alfarería permitió a nuestros ancestros cocinar comidas que podían
beberse, como las papillas u otras mezclas espesas, que no obligaban a
masticar. Por primera vez, empezamos a ver esqueletos adultos sin un solo
diente: las ollas les habían salvado la vida.
Los inventos más versátiles
son, a menudo, los más básicos. Algunos, como el mortero, han sobrevivido
durante decenas de miles de años. El mortero comenzó siendo una herramienta
antigua para trabajar el grano, pero logró adaptarse para moler cualquier cosa,
desde el pistou francés a la pasta de
curry tailandesa. Otros artefactos
resultaron ser menos flexibles, como el pollo de ladrillo de los años 70, que
estuvo de moda durante una temporada antes de acabar en la basura, cuando la
gente se cansó del plato en cuestión[2]. Algunos utensilios, como
las cucharas y los microondas, se usan a lo largo y ancho del planeta. Otros
son específicos de un lugar, como el dolsot,
un cuenco de piedra ardiente en el que los coreanos sirven un plato particular,
el bibimbap, una mezcla de arroz
glutinoso, verduras cortadas muy finas y huevos crudos o fritos; la capa de
arroz del fondo se vuelve crujiente con el calor del dolsot.
Este libro trata sobre los
artilugios de la más alta tecnología, pero también sobre las herramientas y las
técnicas en las que no solemos pararnos a pensar. La inventiva en el ámbito
culinario tiene su importancia, aunque apenas notemos su presencia. Desde el
fuego en adelante, hay inventos detrás de todo aquello que comemos, lo
reconozcamos o no: detrás de cada rebanada de pan, hay un horno; detrás de un
cuenco de sopa, hay una olla y una cuchara de madera (a menos que venga de una
lata, un invento totalmente distinto). Detrás de toda nata montada, habrá un
bote cargado con óxido nitroso. En España, el Bulli de Ferran Adrià, que hasta
su clausura en 2011 fue considerado el restaurante más famoso del mundo, no
habría podido elaborar su menú sin hornos de agua para cocinar al vacío y
centrifugadoras, deshidratadores y Pacojets. Para mucha gente, estas novedosas
herramientas son alarmantes; los nuevos inventos siempre han llegado a la
cocina acompañados de voces que sugerían que los métodos antiguos eran mejores.
Los cocineros son seres
conservadores, maestros de acciones sencillas y repetitivas que cambian muy
poco con el paso de los días o de los años. Hay culturas enteras construidas en
torno a la preparación de alimentos de una forma u otra. Una auténtica y
genuina comida china, por ejemplo, no puede cocinarse sin el tou, cuchillo con una forma ingeniosa
que reduce los ingredientes a trocitos diminutos e idénticos, y el wok, la sartén que se usa para saltear.
¿Qué fue primero, el salteado o el wok?
Ninguno de los dos. Para encontrar la lógica de la cocina china tenemos que
remontarnos aún más en el tiempo y pensar en los combustibles para cocinar: una
comida cocinada con el wok en un
periquete era sinónimo de escasez de leña. No obstante, con el paso del tiempo
los utensilios de cocina y los alimentos han acabado tan ligados que ya no
podemos decir dónde empieza uno y acaba otro.
No ha de extrañarnos que los
cocineros perciban la innovación culinaria como un ataque personal. La queja es
siempre la misma: estos métodos tan modernos están destrozando la comida que
conocemos y adoramos. Cuando se hizo posible la refrigeración comercial a
finales del siglo XIX, las ventajas fueron enormes, tanto para los consumidores
como para la industria. Los frigoríficos eran especialmente útiles para
conservar productos perecederos como la leche, que hasta el momento habían sido
causa de miles de muertes al año en las grandes ciudades del planeta. La
refrigeración también benefició a los comerciantes, pues amplió el abanico de
lugares en los que podían vender sus productos. Con todo, hubo un pánico
generalizado hacia este nuevo invento, tanto por parte de los vendedores como
de los compradores: los consumidores miraban con recelo la comida que había
sido almacenada en frío; los mercaderes tampoco sabían qué hacer con aquella
novedad. En el mercado de Les Halles de París, durante la década de 1890, los
vendedores tenían la impresión de que la refrigeración estropearía sus
productos. Y, en un cierto sentido, estaban en lo cierto, como podrá confirmar
cualquiera que compare un tomate a temperatura ambiente con uno sacado del
frigorífico: aquel (siempre y cuando sea un buen tomate, ojo) tiene un olor
dulce y es jugoso; el otro resulta anónimo, soso y metálico. Con cada nuevo
invento se produce un intercambio: ganamos algo, pero también lo perdemos. A
menudo, lo que se pierde es conocimiento: quien disponga de un robot de cocina
no necesitará especial destreza en el manejo del cuchillo; los hornos
eléctricos, los de gas y los microondas implican que no haga falta saber cómo
encender un fuego y mantener viva la llama. Hasta hace unos cien años, el
control del fuego era una de las principales actividades humanas. Aquello ya
quedó atrás (un gran avance, si tenemos en cuenta el tiempo que se
desperdiciaba y que se podría utilizar en otras actividades). La cuestión
principal es si la existencia de inventos para la cocina que solo implican un
mínimo de contribución humana ha causado la muerte de las habilidades
culinarias. En 2011, una encuesta realizada entre 2.000 jóvenes británicos de
entre dieciocho y veinticinco años reveló que más de la mitad había abandonado
el nido sin saber hacerse ni siquiera unos espaguetis a la boloñesa. Los
microondas y las comidas precocinadas nos ofrecen la posibilidad de
alimentarnos pulsando unos cuantos botones, pero esto no supone un gran avance
si perdemos en contrapartida la conciencia de lo que significa prepararse una
comida de manera tradicional. A veces es necesario que llegue un nuevo invento
para que podamos apreciar el viejo: saber que puedo preparar una salsa
holandesa en treinta segundos con la batidora incrementa el placer de hacerlo a
la vieja usanza, al baño maría y con una cuchara de madera, añadiendo
minúsculos trocitos de mantequilla a las yemas, poco a poco.
Los utensilios de cocina
pueden parecer moco de pavo en comparación con la historia de los propios
alimentos: está muy bien eso de detenerse hasta en el más mínimo detalle de la
cubertería y los moldes de gelatina, pero ¿qué importan en comparación con el
hambre más básica, el hambre de pan? Puede que esto explique por qué los
utensilios de cocina han sido tan ignorados en las historias de los alimentos.
La historia culinaria se ha convertido en un tema candente en las últimas dos
décadas, pero, salvo contadas y notables excepciones, se habla casi únicamente
de los ingredientes, y no de la técnica: qué
cocinamos en lugar de como lo
cocinamos. Se han escrito libros sobre las patatas, el bacalao y el chocolate,
historias sobre manuales de cocina, restaurantes y chefs. La cocina y sus
utensilios están ausentes en mayor o menor medida: falta por contar la mitad de
la historia. He aquí la clave: podemos cambiar la textura, el sabor, el
contenido nutricional y las asociaciones culturales de los ingredientes usando
únicamente diferentes herramientas y técnicas para prepararlos.
Más allá de eso, los
inventos en la cocina han cambiado a los seres humanos (han cambiado el cómo de la comida, y también el qué). Esta no es solo una frase del
estilo: «la cocina de mis sueños me ha cambiado la vida», si bien es cierto que
los cambios en los utensilios de cocina han ido de la mano de inmensos cambios
sociales. Pensemos en la relación entre los aparatos que ahorran trabajo y los
criados: en este caso estamos ante la historia de un estancamiento tecnológico.
Hubo muy poco interés en eliminar la ardua tarea de cocinar durante los muchos
siglos en que los pudientes tenían abundante mano de obra que se hiciera cargo
de sus cocinas. Los robots de cocina eléctricos y las batidoras han significado
una liberación: los brazos ya no duelen al cocinar kibbeh en el Líbano o pasta de jengibre y ajo en la India. Cantidad
de comidas que antiguamente estuvieron condimentadas con dolor resultan ahora
sencillísimas.
Sin embargo, los utensilios
de cocina han cambiado nuestra apariencia física de muchas maneras. Todo apunta
a que la crisis de obesidad actual está causada, en parte, no por lo que
comemos (aunque eso también es fundamental, por supuesto), sino por el grado de
procesamiento que ha sufrido nuestra comida antes de llevárnosla a la boca. Es
lo que a veces se conoce como «engaño calórico». En 2003, varios científicos de
la universidad de Kyushu, en Japón, alimentaron a un grupo de ratas con bolitas
de comida duras y a otro con unas bolitas más blandas. Por lo demás, las
bolitas eran idénticas: mismos nutrientes, mismas calorías. Después de
veintidós semanas, las ratas que siguieron la dieta de bolitas blandas se
habían vuelto obesas, lo que demuestra que la textura es un factor importante
en el aumento de peso. Otros estudios con pitones (unas comían carne cocinada y
otras carne totalmente cruda) confirmó el hallazgo. Al comer platos menos
procesados, que hemos de masticar más, necesitamos más energía para digerirlos,
de manera que el número de calorías que nuestro cuerpo recibe es menor.
Sacaremos más energía de un puré de manzana cocinado a fuego lento que de una
manzana crujiente, aun cuando las calorías sean las mismas sobre el papel. Las
etiquetas de los alimentos, que siguen limitándose a mostrar los valores
nutricionales en términos de calorías (según el factor de Atwater para la
nutrición, desarrollado a finales del siglo XIX), aún no se han puesto al día,
pero este es un claro ejemplo de la importancia de la tecnología en la cocina.
La historia de la
alimentación es, en muchos sentidos, la historia de la tecnología. No hay
cocina sin fuego. El dominio del fuego y el consiguiente arte culinario nos
permitió evolucionar desde los monos hasta el Homo erectus. Puede que los primeros cazadores-recolectores no
tuvieran accesorios de cocina ni aparatos para asar a la parrilla, pero
disponían de su propia versión de la tecnología culinaria: piedras con las que
machacar y piedras afiladas con las que cortar; con sus manos hábiles, sabían
recolectar frutos secos y bayas comestibles sin envenenarse o recibir una
picadura; buscaban la miel en grietas altísimas y usaban conchas de mejillón
para recoger la grasa que goteaba de una foca que se estaba asando. Podía
faltarles cualquier cosa, menos ingenio.
Este libro narra la historia
de cómo hemos dominado el fuego y el hielo, de cómo hemos manejado batidores,
cucharas y ralladores, pasapurés y morteros; de cómo hemos usado las manos y
los dientes, todo ello con el fin de llevarnos comida a la boca. Hay una
inteligencia oculta en nuestras cocinas, una inteligencia que influye en
nuestra forma de cocinar y de comer. No es este un libro sobre la tecnología de
la agricultura (ya hay otros estudios que se ocupan del tema); tampoco se
concentra demasiado en la tecnología de las cocinas de los restaurantes, que
tiene sus propios imperativos. Es un libro sobre el día a día de las cocinas
domésticas: sobre los beneficios que los diferentes utensilios han acarreado a
nuestra forma de cocinar (y sobre los riesgos que comportan).
Solemos olvidarnos de que la
tecnología en la cocina siempre ha sido un asunto de vida o muerte: los dos
principales mecanismos para cocinar (cortar y calentar) son peligrosísimos.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el de la cocina ha sido
un asunto lúgubre, una suerte de juego con el peligro en un espacio caluroso,
humeante y reducido; así es aún en la mayor parte del mundo. El humo,
principalmente el de los incendios que se desatan en las cocinas, mata a un
millón y medio de personas cada año en los países en vías de desarrollo, según
la Organización Mundial de la Salud. Durante siglos, los fuegos abiertos también
fueron una de las principales causas de muerte en Europa. Las mujeres estaban
especialmente expuestas a este peligro, habida cuenta de que la combinación
precaria de faldas abombadas, mangas largas y fuegos abiertos con calderas
burbujeantes las acechaba. Hasta el siglo XVII, los chefs de los hogares
acaudalados eran en su inmensa mayoría hombres, y solían trabajar desnudos o,
si acaso, en paños menores, debido al calor abrasador. Las mujeres quedaban
relegadas a la lechería y al fregadero, donde sus faldas no representaban un
problema.
Una de las grandes
revoluciones de la cocina británica se produjo con la adopción, entre los
siglos XVI y XVII, de las chimeneas de ladrillo y de hierro fundido. Surgió así
toda una nueva gama de utensilios de cocina, que llegó de la mano de este nuevo
control de las fuentes de calor: de repente, la cocina ya no era ese lugar
repugnante y grasiento, y los recipientes de latón y peltre reluciente fueron
sustituyendo al hierro fundido tiznado. Las consecuencias sociales también
fueron sobresalientes: las mujeres por fin podían cocinar sin prenderse fuego.
No es casualidad que, aproximadamente una generación después de que se
impusieran las cocinas económicas, se publicaran en el Reino Unido los primeros
libros de cocina escritos por y para mujeres.
Los utensilios de cocina no
aparecen de forma aislada, sino en grupo; al principio se inventa una
herramienta y luego se necesitan otras al servicio de aquella: el nacimiento
del microondas dio origen a los platos y al film adherente a prueba de
microondas; los congeladores crearon una necesidad repentina de cubiteras; las
sartenes antiadherentes pedían espátulas que no rayaran. La vieja cocina a
fuego abierto estaba acompañada de multitud de artilugios relacionados:
morillos para evitar que los troncos se saliesen; parrillas para tostar el pan;
grandes tapas de metal que se colocaban frente al fuego para acelerar la
cocción; espetones varios para girar la carne asada, y cucharones, espumaderas
y tenedores de hierro con mangos larguísimos. Con el fin de las cocinas a fuego
abierto, todos estos utensilios relacionados con ellas desaparecieron también.
Por cada utensilio de cocina
que ha sobrevivido (como el mortero), son innumerables los que desaparecieron.
Hoy en día ya no necesitamos prensas para sidra y llares, tenedores para
trinchar y calderas, garfios y muffineers,
aunque, en su momento, estos utensilios no habrían parecido más superfluos que
nuestras aceiteras, nuestros trituradores eléctricos de verdura y nuestros fundereleles. Los artilugios de cocina
nos ofrecen una visión fascinante sobre las preocupaciones de una sociedad
determinada. En la época georgiana adoraban el tuétano asado, y diseñaron una
cuchara especial de plata con la que comérselo; los mayas adornaban con fastuosidad
las calabazas de las que bebían el chocolate; quien se dé una vuelta por
nuestras tiendas de artículos de cocina pensará que en Occidente estamos
obsesionados con los expresos, los panini
y las magdalenas decoradas.
La tecnología es el arte de
lo posible, y está espoleada por el deseo humano (ya sea el de preparar un
pastelito más sabroso o el simple deseo de permanecer con vida), pero también
por los materiales y el conocimiento del que se dispone en una época
determinada. Los alimentos enlatados se inventaron mucho antes de que se
pudieran usar con facilidad. En 1812 Nicolas Appert patentó un nuevo y
revolucionario proceso de enlatado, y la primera fábrica de conservas abrió en
Bermondsey (Londres), en 1813. Sin embargo, tuvieron que pasar cincuenta años
antes de que alguien inventase el abrelatas.
La llegada de un nuevo
utensilio suele implicar un uso entusiasta y desaforado, que se aplaca cuando
deja de ser novedoso. Abraham Maslow, un gurú empresarial del siglo XX, dijo
una vez que para el hombre que solo tiene un martillo, el mundo entero parece
un clavo. En la cocina pasa exactamente lo mismo: para la mujer que acaba de
adquirir una batidora eléctrica, el mundo entero parece un puré. Sin embargo,
no todos los inventos en la cocina han supuesto una mejora evidente de su
predecesor. Los armarios de mi cocina son cementerios de pasiones extintas: el
exprimidor eléctrico, del cual pensé que cambiaría mi vida hasta que descubrí
que odiaba limpiarlo; la olla arrocera eléctrica que funcionó a la perfección
durante un año hasta que de repente todo empezó a quemarse en ella; el mechero
Bunsen con el que, supuestamente, iba a crear toda una gama de crème brûlées exquisitas para cenas y
fiestas que al final nunca organicé. Todos podemos pensar en algún ejemplo de
utensilio de cocina más o menos inútil: el sacabolas para melones, el cortador
de aguacate o el pelador de ajos, ante los que podríamos preguntar: ¿qué
problema había con las cucharas normales y corrientes, los cuchillos y los
dedos? Nuestra cocina se beneficia de muchos inventos que no tienen el
reconocimiento que se merecen, pero también hay artilugios que crean más
problemas de los que resuelven; y otros que funcionan a la perfección, pero a
expensas del esfuerzo humano.
Los historiadores de la
tecnología citan a menudo la primera ley de Kranzberg (formulada por Melvin
Kranzberg en un ensayo fundacional escrito en 1986): «La tecnología no es buena
ni mala; ni tampoco neutral». Sin duda, esto se cumple en la cocina: los
utensilios, lejos de ser objetos neutrales, cambian según el desarrollo del
contexto social. El mortero era una cosa para el esclavo romano obligado a
machacar durante horas mezclas harto amalgamadas destinadas al posterior
regocijo de su amo, mientras que para mí es un agradable aparato con el que
hacer pesto para mi deleite, cuando
se me antoja.
Sin embargo, no siempre
disponemos de los utensilios que, en términos absolutos, harían mejores
nuestras comidas y más fáciles nuestras vidas. Nos hacemos con los utensilios
que podemos permitirnos y que puede aceptar nuestra sociedad. Desde la década
de 1960, diferentes historiadores han señalado la ironía de que el tiempo que
las mujeres americanas dedicaban a las labores del hogar, cocina incluida, no
hubiera variado desde mediados de los años 20 a pesar de todas las mejoras
tecnológicas que llegaron al mercado a lo largo de aquellas cuatro décadas. Por
muchos lavavajillas, batidoras y trituradores de basura automáticos, las
mujeres estaban sudando la gota gorda, como siempre.
¿Por qué? Ruth Schwartz
Cowan, en su reivindicador More Work for
Mother [Más trabajo para mamá] (1983), señaló que, en términos puramente
técnicos, nada impedía que en Estados Unidos hubiese cocinas comunitarias en
las que se preparase la comida de distintos hogares. Sin embargo, esta
posibilidad nunca fue explorada a fondo porque la idea de las cocinas públicas
no se acepta socialmente: los estadounidenses (como todos nosotros, por lo
demás) prefieren vivir en núcleos familiares más reducidos, por irracional que
resulte.
Los artilugios de cocina -y
en particular los más caros y estrambóticos, los que se venden en las
teletiendas- se anuncian con la promesa de que cambiarán nuestras vidas. Sin
embargo, lo que suele ocurrir es que nuestras vidas cambian de forma inesperada:
al comprar una batidora mezcladora, que convierte el hacer pasteles en una
tarea increíblemente rápida y sencilla, sentimos que tenemos el deber de hacer pasteles, mientras que antes de adquirir
el aparato el hacer pasteles era una tarea tan ardua que los comprábamos
gustosos. Así las cosas, resulta que la batidora mezcladora ha acabado
costándonos tiempo, en lugar de ahorrárnoslo. No menos importante es el efecto
secundario por el cual, al hacerle hueco a la batidora, perdemos un espacio
precioso de nuestra encimera (por no hablar de las horas que nos pasaremos
lavando el bol y sus accesorios, y fregando la harina que se ha esparcido por
toda la cocina durante el batido).
El simple hecho de que un
aparato exista no significa que tengamos que usarlo. Apenas si hay utensilios
de cocina tan básicos que alguien, alguna vez, no los haya rechazado por
aquello de que «cuesta la torta un pan». Sin embargo, no es menos cierto que la
mayoría de nuestras cocinas alberga muchísimos más cacharros de los que necesitamos.
Cuando se llega al punto de que resulta imposible abrir el armario de los
utensilios porque está abarrotado de rodillos, ralladores y paletas para
pescado, es momento de despojarse de algunos. Un buen cocinero, en última
instancia, podría defenderse con un cuchillo afilado, una tabla de madera, una
olla, una cuchara y algún tipo de fuente de calor.
¿Pero quién querría eso?
Parte de la emoción de cocinar radica en cómo ese eterno arte de llevarnos
comida a la boca se va alterando ligeramente con el paso de las décadas. Estoy
segura de que dentro de diez o veinte años mi desayuno habrá cambiado, incluso
aunque me aferre a mi café, mi pan tostado, mi mantequilla, mi mermelada y mi
zumo.
Y es que está comprobado que algunas
de las técnicas que anteriormente se juzgaba tan acertadas parecen, de repente,
descabelladas. Estoy empezando a arrepentirme de la máquina panificadora
(artilugio feo donde los haya, ¡y siempre deja un agujero en medio de la
barra!) y volviendo a la sencilla técnica de comprar pan de masa madre en una
buena panadería o hacerlo a mano; mi máquina de expreso acabó rompiéndose
mientras escribía este libro y ahora acabo de descubrir el Aero Press, un
objeto sorprendente y barato que utiliza la fuerza de la mano y la presión
atmosférica para hacer un café concentradísimo. Por el contrario, estoy tentada
de pasarme a lo eléctrico y comprar una máquina para hacer mermelada.
Por lo demás, ¿quién puede
asegurar que los agradables desayunos como el mío seguirán existiendo dentro de
unos cuantos años? Puede que las naranjas de Florida se pongan carísimas porque
los parques eólicos sustituyan a los cultivos de cítricos para satisfacer la
creciente demanda energética. Lo mismo podría pasarle a la mantequilla (y rezo
para que esto nunca ocurra) si a los terrenos de las vaquerías se les da un uso
más eficiente y se empiezan a cultivar verduras. O puede que en las
tecno-cocinas del futuro todos desayunemos «beicon cafeinado» y «pomelos
beiconados», tal y como imaginaba Matt Groening en un capítulo de Futurama.
Solo hay una cosa cierta:
nunca podremos desprendernos del cocinar propiamente dicho. Puede que los
tenedores-cuchara vayan y vengan, puede que contemplemos el auge y la caída de
los microondas, pero la raza humana siempre dispondrá de utensilios de cocina.
Siempre nos quedarán el fuego, las manos, los cuchillos.
Capítulo 1 Ollas y cacerolas
¡Cuece, pucherito, cuece!
Hermanos Grimm,
«Gachas dulces», 1819
La comida hervida es la vida,
la comida asada es la muerte.
Claude Leví-Strauss,
El origen de las
maneras de mesa, 1978
La olla que utilizo con más
frecuencia no tiene nada de particular. Me la enviaron por correo con una
oferta especial, formando parte de una batería de cocina de diez piezas que
regalaban con un suplemento de los domingos, durante mis primeros años de vida
conyugal, cuando poseer tu propio juego de ollas relucientes (en contraste con
el puñado de cacerolas desportilladas de la época universitaria) parecía
misteriosamente adulto. La batería era de acero inoxidable. «Pídala ahora y
ahorre. Además, ¡recibirá un cazo para la leche completamente gratis!», decía
el anuncio. Y eso hice. El caso es que nos había parecido una buena batería de
cocina, e incluso usamos el cazo gratuito durante mucho tiempo para calentar la
leche con la que mi hija se tomaba los cereales del desayuno (a pesar de que no
contase, para mi irritación, con un pico vertedor, con lo que a veces un poco
del líquido goteaba sobre la encimera). Hasta que de repente, un buen día, el
mango se despegó. Así y todo, es una batería fiable: trece años más tarde, aún
no he logrado destruir ninguna de sus piezas; ha soportado risottos quemados, estofados malogrados, caramelos líquidos
pegajosos. Puede que el acero inoxidable no sea tan buen conductor como el cobre;
puede que no retenga el calor como lo hacen el hierro fundido o la cerámica;
puede que no sea tan bonito como el hierro esmaltado; puede, pero a la hora de
lavarlo se gana el respeto de todos.
En especial, hemos
disfrutado del impecable servicio de una cacerola mediana con dos pequeños
mangos curvos. Creo que, en inglés, el término técnico con el que la denominan
es saucepot, aunque la francesa fait-tout sería sin duda una mejor
palabra, pues en verdad les digo que hace de todo. La llamamos a fogones para
las gachas de la mañana y, de nuevo, para el arroz de las noches. Ha conocido
la cremosa suavidad de las natillas y los arroces con leche, el calor picante
del curry e innumerables sopas, desde
el suave berro al sazonado minestrone.
Es mi cacerola de cabecera: demasiado pequeña para la pasta o las comidas
abundantes, encargada de los hervidos para los que no me caliento mucho la
cabeza. Encender el hervidor, verter el agua en la cacerola, añadir sal, echar
brócoli o judías verdes o mazorcas de maíz, poner o no la tapa (dependiendo de
mi humor), dejar hervir durante unos minutos, escurrir y listo. Este proceso no
tiene nada de complicado o revolucionario. Los franceses suelen mofarse de este
método denominándolo «cocinar à
l’anglaise», y sabemos que es un insulto habida cuenta del concepto que los
franceses tienen de la comida inglesa. Un científico galo, Hervé This, llegó
incluso a tildar este método de «pobreza intelectual». En cambio, los cocineros
franceses se sienten orgullosos de preparar verduras como la zanahoria
cociéndolas a fuego lento con una cantidad minúscula de mantequilla, o
guisándolas en una ratatouille, o
gratinándolas con caldo o nata para concentrar su dulzor. Hervir está
considerada (y puede que con razón) la forma más sosa de cocinar.
Sin embargo, en tanto forma
de tecnología, el hervido está lejos de ser una cosa obvia. La olla transformó
las posibilidades a la hora de cocinar: el poder hervir algo (en un líquido,
confiera o no un sabor adicional) fue un gran paso adelante desde el fuego.
Cuesta imaginar una cocina sin ollas, de suerte que es difícil apreciar cuántos
platos le debemos a este utensilio básico. Las ollas volvieron comestibles una
amplia gama de alimentos: muchas plantas que hasta entonces habían sido
venenosas o, cuando menos, indigestas, podían comerse una vez hervidas durante
varias horas. Las ollas marcan el salto entre el mero calentar y el cocinar, es
decir, mezclar de forma tranquila y meditada distintos ingredientes en un
recipiente hecho a mano. En principio fueron el asado a la brasa y a la
parrilla, y hay pruebas que se remontan cientos de miles de años. Sin embargo,
las ollas de cerámica no aparecen hasta los últimos nueve o diez mil años.
También se han encontrado ollas de piedra en el valle de Tehuacán, en América
Central, que datan del siglo VIII a. de C.
Si asar es una forma directa
e inequívoca de cocinar -la carne cruda se encuentra con las llamas y se
transforma-, hervir y freír son formas indirectas: además de la llama, se
necesita un recipiente a prueba de agua y de fuego. La comida recibe el calor
de este último a través de un medio, ya sea el aceite o el agua, lo que supone
un avance desde la llama en bruto, especialmente si se cocina algo delicado,
como un huevo. Cuando el huevo hierve, hay tres cosas que lo salvan del ataque
del fuego: su propia cáscara, el metal de la olla y el agua hirviendo. Eso sí,
no es el agua hirviendo algo que encontremos en la naturaleza muy a menudo.
Existen fuentes geotérmicas
en Islandia, Japón y Nueva Zelanda. Sin embargo, son lo suficientemente raras
como para ostentar el título de maravilla natural. En la era preindustrial,
vivir cerca de unas aguas termales tenía que ser como tener un samovar del
tamaño de un lago en el jardín: un lujo inverosímil. Los maoríes neozelandeses,
que vivían cerca de las aguas hirvientes de Whakarewarewa, solían utilizarlas
para cocinar: colocaban distintos tipos de alimentos (tubérculos, carnes) en
bolsas de lino y las introducían en el agua hasta que estuviesen listos. En las
regiones geotérmicas de Islandia se ha practicado una técnica similar durante
siglos, e incluso hoy en día se sigue elaborando allí un tipo de pan de centeno
negro colocando la masa dentro de una lata y enterrándola en la tierra caliente
que rodea las fuentes, hasta que está completamente cocida (lo que suele llevar
unas veinticuatro horas).
Las pruebas arqueológicas no
son concluyentes, pero parece lógico pensar que, durante miles de años, los
pueblos antiguos que vivían junto a los géiseres introducían los alimentos crudos
en los chorros de vapor, atados a un palo o cuerda con el que retirarlos
cómodamente una vez estuviesen listos. Cómodamente. A menos que nuestros
antepasados fuesen mucho más habilidosos que nosotros, es probable que
numerosas piezas de comida en perfecto estado se perdieran en las aguas
volcánicas, cual trocitos de pan que caen en una fondue.
Aun así, la cocina en géiser
tiene muchas ventajas con respecto a la cocina con fuego: es menos trabajosa
(se evita todo el proceso de crear el fuego); también es más delicada con los
alimentos: cuando se cocina directamente en el fuego es difícil evitar que la
comida se chamusque por fuera y se quede cruda por dentro; la comida hervida en
agua caliente, en cambio, se hace a su ritmo, y unos cuantos minutos más o
menos no son totalmente decisivos.
Sin embargo, la mayoría de
gente no vive cerca de unas aguas termales. Si solo se conoce el agua fría, ¿a
quién se le ocurriría la idea de calentarla para cocinar? El agua y el fuego
son contrarios; enemigos, si se quiere. ¿Qué necesidad tiene alguien que se ha
pasado horas para conseguir un fuego (recoger la madera, frotar contra el
pedernal, amontonar los palitos) de arriesgarlo todo acercando agua a la
preciada hoguera? Para nosotros, que contamos con cómodos fogones y hervidores
eléctricos, hervir agua es una actividad harto prosaica; estamos acostumbrados
a las ollas. Sin embargo, cocinar con agua caliente no le parecería obvio a
alguien que nunca lo hubiera hecho.
Así las cosas, para el
hervido consciente de los primeros alimentos fue necesario un salto de ingenio:
concebir desde la nada un recipiente en el que cocinar es una muestra de enorme
creatividad. A pesar de que para la cocina geotérmica se usen bolsas y cuerdas
varias, estas no son indispensables: la propia tierra, con su agua hirviendo,
hace las veces de olla. Ahora bien, ante la ausencia de aguas termales, si se
quiere hervir es necesario un recipiente lo bastante resistente como para
soportar el calor, y por el que la comida no se filtre.
Antes de que el creador de la primera olla se
imaginase el diseño, algunos alimentos ya venían listos para ser cocinados:
así, los crustáceos y varios reptiles, especialmente la tortuga, son su propia
olla. Los crustáceos siguen usándose hoy en día como recipientes y como
utensilios de cocina: cuando nos comemos un cuenco de mejillones a la marinera,
elegimos un par de valvas para que hagan de pinzas con las que coger la carne
de los demás. De la misma manera, los primeros indígenas yagan de la Tierra del
Fuego usaban las valvas de mejillón para recoger la grasa que goteaba de las
focas al asarlas. Varios antropólogos han sugerido que podría haber una
relación estrecha entre este uso de las valvas de los mejillones y la cocina en
recipientes. A menudo se afirma que los caparazones fueron un eslabón hasta la
creación de las ollas hechas a mano. Pero ¿es eso cierto?
Un mejillón apenas si es lo
bastante grande como para hervir o freír algo en su interior, y al recoger
gotas de grasa cumple más las funciones de una cuchara que las de una olla. Los
nativos americanos usaban cáscaras de almeja como cucharas y valvas de
mejillones afiladas como cuchillos de trinchar pescado; sin embargo, y que se
sepa, no las usaban como ollas. Una olla-mejillón color de perla (y no digo que
no sea una idea atractiva, ojo) daría para alimentar a un ratón, y gracias.
¿Pero qué hay de los moluscos más grandes? ¿Y de los reptiles? Se ha dicho que
el ejemplo de la cocina en tortugas (practicada por varias tribus amazónicas)
demuestra que hervir era «viable» mucho antes de la invención de la alfarería.
Cocinar en el caparazón de una tortuga es sin duda una idea romántica; que
alguna vez se cocinara algo dentro de un caparazón que no fuese la propia
tortuga es harina de otro costal. Dejando a un lado los caparazones,
encontramos algunos candidatos más plausibles para convertirse en el primer
recipiente de cocina. Existen varios tipos de calabazas de cáscara dura que
fueron en su momento unos cuencos, botellas y ollas muy apañados. Otra familia
de recipientes de cocina vegetales eran los tallos de bambú ahuecados, usados
en toda Asia. Sin embargo, el bambú y las calabazas solo podían encontrarse en
unas determinadas partes del mundo. Un recipiente más universal, una vez
descubierto que la carne podía cocinarse, fue el estómago de los animales, un
contenedor prefabricado resistente al agua y, hasta cierto punto, al calor. Los
haggis, adorados por los escoceses y
cocidos en el estómago de una oveja, representan una vuelta a la antigua
tradición de cocer el interior de un animal dentro del estómago del propio
animal. Ya en el siglo V a. de C., el historiador Heródoto relataba cómo los
escitas, pueblo nómada, usaban esta técnica: «De esta ingeniosa forma, un buey
o cualquier otro animal de sacrificio puede cocerse en sí mismo». «Ingenio» es
la palabra clave. La cocción estomacal muestra cuán agudos eran los humanos a
la hora de encontrar métodos cada vez mejores para elaborar sus comidas antes
de tener ollas y cacerolas, y planchas antiadherentes, y relucientes baterías
de cocina de cobre colgando felizmente en la cocina.
Pero no hubo método más
ingenioso que la cocción en piedra caliente, practicada a lo largo y ancho del
planeta desde hace al menos treinta mil años. Tras miles de años de asado
directo en el fuego, el ser humano ideó una manera de usar el calor para
cocinar alimentos de una forma más indirecta, con vapor o agua. Este paso está
considerado como la mayor innovación tecnológica en materia culinaria hasta los
tiempos modernos.
Instrucciones
para hacer un horno de tierra: primero, cavar un pozo grande y revestirlo con
piedras para hacerlo mínimamente impermeable. Luego, llenar el pozo con agua.
Este paso puede saltarse cuando el hoyo se escarba por debajo de la tabla de
agua, en cuyo caso se llenará automáticamente (en Irlanda existen miles de
restos de hoyos de roca escarbados en turberas acuosas).
Acto seguido, coger más
rocas (cantos rodados grandes, a ser posible) y calentarlas hasta que alcancen
una temperatura muy elevada (estas rocas llegaban a estar a 500°, más que los
hornos de barro actuales). Llevar las rocas al hoyo, usando unas pinzas de
madera o similar para no quemarse las manos, y arrojarlas al agua. Cuando haya
suficientes piedras, el agua empezará a «borbotear» o hervir, y puede introducirse
la comida. Por último, cubrir con una capa aislante hecha de hierba, hojas,
piel o tierra. Cuando la temperatura del agua descienda, añadir más rocas
calientes para que siga hirviendo hasta que la comida esté lista.
Había muchas variantes de la
cocción en piedra. A veces las rocas se calentaban dentro del propio hoyo en
lugar de hacerlo en una hoguera separada; había dos compartimentos adyacentes:
uno para el agua, el otro para el fuego y las rocas. En ocasiones los alimentos
se cocían al vapor en vez de hervidos: los tubérculos o los trozos de carne
podían envolverse con hojas e introducirse en el hoyo de las rocas calientes,
sin necesidad de añadir agua, en cuyo caso el agujero en el suelo hacía más de
horno que de caldera.
La cocción en piedra sigue
practicándose en los picnics playeros
de Nueva Inglaterra, donde las almejas dulces, recién recogidas, se cocinan en
la misma playa sobre una capa de piedras calientes, maderos flotantes y algas,
que conserva el sabor de las almejas. Este método también se usa en las fiestas
luau hawaianas, en las que se cubre
un cerdo con hojas de plátano o taro y se entierra en un hoyo caliente (llamado
imu) durante la mayor parte del día,
para ser desenterrado al fin con gran pompa y ante el regocijo general. Sin embargo,
en la antigüedad, la técnica de hervir con piedras no duró mucho tras la
llegada de la alfarería.
Así las cosas, parece fácil
llegar a la conclusión de que cocinar con piedras es sencillamente una
tecnología inferior a la de hervir en ollas. ¿Seguro? No cabe duda de que
resulta una forma inconveniente e indirecta de preparar un plato caliente; de
hecho, sería un método completamente inútil para el tipo de alimentos que
hervimos más a menudo: la pasta, las patatas o el arroz se perderían en medio del
barro; también sería absurdo e ineficaz para hervir huevos o espárragos, que
solo tardan unos minutos.
No obstante, la cocina con
piedras calientes era un método excelente para muchos de los usos que le daban
los cocineros del pasado: era fantástica para alimentos voluminosos, como
demuestra el ejemplo del cerdo luau.
Otro de sus puntos fuertes era que permitía ingerir un buen número de plantas
salvajes que de lo contrario no habrían sido comestibles. Los alimentos
cocinados tradicionalmente al calor lento y húmedo de estos hornos de tierra
solían ser bulbos y tubérculos ricos en inulina, un hidrato de carbono que el
estómago humano no puede digerir (y presente en las castañas de tierra, de ahí
sus notorios efectos flatulentos). La cocina con piedras calientes transformó
estas plantas por medio de la hidrólisis, un proceso que libera la fructosa
digerible del hidrato de carbono. En algunos casos, estas plantas tenían que
ser cocinadas durante sesenta horas antes de que se produjese la hidrólisis.
Sin embargo, la cocción lenta y húmeda tenía un agradable efecto secundario:
estos bulbos salvajes, tan poco apetecibles en un principio, adquirían un
fantástico sabor dulce. Algunas personas le tenían tanto apego a este tipo de
hornos que no consideraban que las ollas fuesen superiores, o ni siquiera
necesarias. Los polinesios de principios de nuestra era (que viajaron a las
islas del Pacífico más orientales durante el primer milenio, llegando a Hawai,
Nueva Zelanda y la Isla de Pascua desde Samoa y Tonga) constituyen el
fascinante caso de un pueblo que había conocido las ollas durante mil años y
que volvió a abandonarlas. Desde el 800 a. de C., los polinesios elaboraban
piezas de alfarería, especialmente loza cocida a baja temperatura y templada
con cáscaras o arena. Sin embargo, cuando llegaron a las islas Marquesas,
alrededor del año 100 de nuestra era, abandonaron de repente la alfarería y
decidieron volver a cocinar sin ollas.
En un principio, la
hipótesis para explicar que los polinesios hubiesen dejado de elaborar ollas
era que en las nuevas islas no había arcilla, pero eso no es cierto: las islas
tenían arcilla, aunque se encontraba en lugares elevados y bastante remotos.
Hace treinta años, la antropóloga neozelandesa Helen M. Leach sugirió una
explicación radicalmente nueva al enigma polinesio: cocinaban sin ollas porque
no les parecían necesarias. Puede que otro gallo hubiese cantado de haber
tenido una dieta basada en el arroz, pero la dieta de los polinesios era rica
en verduras con fécula como los ñames, el taro, los boniatos y los frutos del
árbol del pan, que se cocinaban mejor con piedras calientes que en ollas.
Por lo tanto: sí, es posible
hervir sin ollas. El rechazo de los polinesios a la alfarería es un buen
recordatorio de que incluso los inventos culinarios que parecen más vitales no
tienen por qué adoptarse de manera universal. Algunos cocineros se niegan a
tener una sartén en su casa (como si su sola presencia implicase el consumo
malsano de ingentes cantidades de grasa); los amantes de la comida cruda
rechazan el uso del fuego; y probablemente haya alguien, en algún lugar del
mundo, que decida cocinar sin cuchillos (lo que sí se sabe con certeza es que
existen libros de cocina para niños que abogan por sustituirlos por unas
tijeras). Yo, sin ir más lejos, estoy en los antípodas de los polinesios, pues
considero que las ollas y las cacerolas son utensilios de cocina
indispensables, humildes dioses caseros. En pocos momentos del día soy más
feliz que cuando coloco una olla sobre el fogón, sabedora de que la cena pronto
estará borbotando, llenando la casa de buenos aromas. No puedo imaginarme una
vida sin ellas.
Una vez que las ollas
adquirieron el estatus de tecnología, empezamos a desarrollar sentimientos
hacia ellas; y es que la cerámica puede ser muy personal. Incluso hoy por hoy,
al describir las ollas, les asignamos atributos humanos: pueden tener labios y
boca, cuello y hombros, panza y trasero. En Camerún, las piezas de alfarería
del pueblo dowayo varían dependiendo de la gente que vaya a usarlas (el cuenco
de un niño es distinto al de una viuda, por ejemplo), y hay tabúes sobre el
comer de cuencos ajenos.
Muchos de nosotros le
cogemos apego a objetos determinados, y convertimos en fetiche esta taza o
aquel plato. No me importa el tenedor con el que como, o si alguien más ha
comido con él antes que yo (siempre y cuando esté razonablemente limpio), pero
con los cacharros la historia es distinta: antes tenía un tazón en el que
aparecían todos los presidentes estadounidenses, que mi marido me trajo de un
viaje a Washington. Era el tazón en el que bebía el té de la mañana, y no me
sabía igual si lo bebía en otro tazón: era, pues, una parte fundamental de mi
ritual de las mañanas. Las caras de los presidentes fueron borrándose poco a
poco y costaba distinguir a Chester Arthur de Grover Cleveland, y me gustaba
aún más. Si veía a otra persona beber con él, sentía en mi fuero interno que se
estaba cometiendo una blasfemia. Un buen día, el tazón se rompió dentro del
lavavajillas (lo que supuso, en un cierto sentido, un alivio). Jamás lo
sustituí por otro.
Los fragmentos o «cascos» de
cerámica son, a menudo, los vestigios más duraderos dejados por una
civilización, y constituyen la mejor ventana para conocer los valores de
quienes los usaban. Así pues, los arqueólogos denominan a las culturas según
las piezas de alfarería que dejaron. Tenemos los pueblos de la cultura del vaso
campaniforme, del tercer milenio a. de C., que atravesaron Europa, desde la
península Ibérica y Alemania central, y llegaron a las islas británicas en el
2.000 a. de C. Estos estuvieron precedidos por la cultura de los vasos de
embudo y la cultura de la cerámica cordada. Allá donde fueran, los pueblos de
cultura campaniforme dejaron vestigios de vasijas de barro, de color rojizo o marrón,
con forma de campana. Podían haberlos llamado pueblos de la cultura del puñal
de sílex o de los martillos de piedra (puesto que también usaban estos objetos)
pero, por alguna razón, la alfarería evoca mejor al conjunto de una cultura.
Sabemos que gustaban de ser enterrados con una de estas vasijas a sus pies,
para satisfacer, en teoría, las necesidades de alimento y bebida que les
surgieran en el más allá. Nuestra propia cultura tiene tantos cachivaches que la alfarería ha perdido
gran parte de su importancia original, pero sigue siendo uno de los pocos
bienes universales. Quizá, dentro de cientos y cientos de años, cuando nuestra
cultura haya sido sepultada por algún tipo de cataclismo, los arqueólogos
empezarán a desenterrar nuestros vestigios y nos llamen la comunidad del tazón
(CT, para abreviar): éramos gentes a las que les gustaban las cerámicas muy
coloridas y lo bastante grandes como para poder albergar grandes dosis de
reconfortantes bebidas con cafeína, pero, sobre todo, a prueba de lavavajillas.
La propia existencia de la
alfarería marca una etapa tecnológica de una relevancia suprema en el
desarrollo de la cultura humana. El alfarero coge un trozo de arcilla informe,
lo humedece, lo atempera, lo moldea y lo cuece para que no pierda la forma:
encontramos aquí un orden de creación distinto al de tallar piedra o madera o
hueso; las piezas de alfarería llevan la marca de las manos humanas. La
alfarería tiene un cierto componente mágico y, de hecho, los primeros alfareros
solían tener un segundo papel como chamanes de la comunidad. La arqueóloga
Kathleen Kenyon, que desenterró numerosos fragmentos de alfarería que se
remontaban al 7.000 a. de C. en Jericó, describía los comienzos de su
fabricación como una «revolución industrial»:
El ser humano, en lugar de diseñar un
artefacto partiendo de un material de la naturaleza, ha descubierto que puede
alterar algunos de dichos materiales. Sometiendo una mezcla de arcilla, arena y
paja a altas temperaturas, alteró la naturaleza del material y le confirió nuevas
propiedades.
Sin embargo, crear una vasija no es solo
cuestión de moldear un trozo de arcilla, cual pastel de barro, hasta darle la
forma deseada. La propia arcilla ha de escogerse con atención (si es demasiado
arenosa resultará difícil de trabajar; si no es lo bastante arenosa no
resistirá la cocción). El alfarero del 7.000 a. de C. (que solía ser mujer)
sabía la cantidad exacta de agua que debía usar para que la arcilla fuese
resbaladiza, pero sin que se le deshiciese en las manos o se resquebrajase
durante la cocción —que ha de realizarse a una temperatura altísima, entre 900°
y 1.000°, algo que solo se puede conseguir en un horno para cerámica—. La
fabricación de ollas para cocinar es aún más compleja, pues han de ser
herméticas y lo suficientemente resistentes como para soportar el choque
térmico: en una olla mal fabricada, los diferentes materiales se expanden a
diferentes ritmos a medida que el calor aumenta, lo que acaba rajándola.
La
mayoría de los cocineros ha experimentado alguna vez el choque término: ese
plato de lasaña que de repente se parte dentro del horno caliente, y arruina
automáticamente tus planes para la cena; esa vasija de barro («resistente al
fuego», decían) que se hace añicos sobre los fogones y vomita todo su contenido
sobre el suelo. El escritor culinario Nigel Slater apunta que es preferible que
una olla se rompa en cien pedazos a que sobreviva con una grieta profunda. Por
mucho que la «olla agrietada» siga siendo nuestra favorita, esta lleva
intrínseco un factor de peligrosidad del que prescindiremos gustosos: esa
incómoda sensación que se siente al abrir la puerta del horno, descubrir que el
plato está partido por la mitad y ver el queso fundido crepitando por el fondo.
Nunca sabremos con certeza
cómo se elaboró la primera vasija. La alfarería es uno de esos avances
brillantes que, curiosamente, nacen al mismo tiempo en muchas culturas muy
alejadas entre sí. Las ollas empezaron a ser un objeto común alrededor del
10.000 a. de C., acaso un poco antes, en Sudamérica, en el norte de África y
entre el pueblo jomon, de Japón (la palabra «jomon» significa «marca de cuerda»
en este idioma). La alfarería jomon muestra que el concepto de arte acompañó a
la cerámica desde sus comienzos; y es que no bastaba con hacer una buena vasija:
tenía que ser bonita. Tras dar forma a sus vasijas, los alfareros jomon
decoraban la arcilla húmeda con cuerdas y nudos, palos de bambú y conchas.
Parece que la mayor parte de las primeras vasijas jomon se usaban en la cocina:
los fragmentos que han sobrevivido hasta nuestros días pertenecen a vasijas
profundas, de fondo redondo y con forma de maceta, ideales para guisar.
Curiosamente, este uso
culinario que el pueblo jomon daba a las vasijas no se repite en todo el mundo:
antes dábamos por sentado que la gente empezó a elaborar vasijas precisamente
con el propósito de cocinar, pero ahora han surgido dudas. ¿Cómo podemos saber
si cocinaban con ellas o no? Los restos de las vasijas usadas en la cocina
deberían tener marcas de quemaduras o manchas debido a su exposición al fuego;
puede que incluso conservasen restos de comida, y es muy probable que fuesen
elaboradas con una arcilla muy atemperada o arenosa, y cocidas a baja
temperatura para evitar el choque térmico.
En la región griega del
Peloponeso se encuentra la cueva Franchti, donde se han hallado más de un
millón de fragmentos de cerámica que datan de entre el 6.000 y el 3.000 a. de
C. Este es uno de los yacimientos agrícolas más antiguos de Grecia: sus
habitantes cultivaban lentejas, almendras, pistachos, avena y cebada, y además
comían pescado. En otras palabras: aquí había gente a la que les vendrían muy
bien algunas vasijas para cocinar. Uno podría suponer que estos fragmentos de
cerámica pertenecieron en otro tiempo a ollas de cocina y tinajas de almacenamiento;
sin embargo, cuando los arqueólogos examinaron los fragmentos más antiguos de
Franchti no encontraron ningún indicio de que hubieran estado expuestas al
fuego. Lejos de estar tiznados o carbonizados, pertenecían a piezas muy
bruñidas, de cerámica fina y brillante, con una forma angulosa que no se
mantendría en equilibrio sobre una hoguera. Todo indicaba que esas vasijas no
se usaban para cocinar, sino para algún tipo de ceremonia religiosa. Todo un
rompecabezas: aquellos griegos tenían a su disposición toda la tecnología
necesaria para elaborar vasijas culinarias, pero eligieron no hacerlo y dar a
su arcilla un uso simbólico. ¿Por qué? Probablemente porque allí nadie había
usado las vasijas para cocinar antes, y a ellos tampoco se les ocurrió hacerlo.
El uso de vasijas en la
cocina representó una inmensa innovación, aunque los griegos de Franchti dieron
a estos objetos un uso puramente decorativo o simbólico durante muchos siglos
antes de que se les ocurriera cocinar en ellos. Solo en los fragmentos más
recientes, hacia el 3.000 a. de C., se puede apreciar que cocinar con cerámica
se había vuelto habitual. Las vasijas Franchti se volvieron redondas y
adquirieron una textura más áspera; también se les daban formas distintas y
prácticas según su uso: había ollas para guisar de diferentes tamaños,
coladores de arcilla y recipientes más grandes con forma de horno. Por fin,
aquel pueblo había descubierto los placeres de cocinar con ollas y cacerolas.
Puede que los griegos sean
los alfareros más afamados. Aunque es fácil quedarse en las arquetípicas
vasijas decorativas (pintadas en negro sobre rojo o viceversa) que representan
escenas de batallas, mitos, jinetes, bailarines y banquetes, también podemos
aprender mucho de sus sencillas vasijas para cocinar, cuya historia es menos
dramática pero igual de interesante. Estas nos cuentan qué comían y cómo lo
comían; qué comidas apreciaban y qué hacían con ellas. Los griegos dejaron
numerosas tinajas de almacenamiento —para queso y olivas, para vino y aceite, y,
sobre todo, para cereal, muy probablemente cebada—, construidas en robusta
terracota y cubiertas con tapaderas para evitar los insectos. Los alfareros
griegos elaboraban sartenes, cacerolas y cazuelas con arcilla áspera y arenosa:
el diseño básico era la redonda chytra,
con forma de ánfora. También elaboraban pequeños recipientes con tres patas,
así como prácticos conjuntos de cazuelas y braseros. Eran, en resumen, un
pueblo con varias estrategias culinarias.
La alfarería cambió la
naturaleza del oficio de cocinar de una forma radical. A diferencia de las
cestas, las calabazas, las cortezas de coco y cualquiera de los recipientes
para comida que se usaban hasta entonces, la arcilla podía moldearse según el
tamaño y la forma deseada, de manera que los nuevos recipientes hicieron que el
rango de comidas aumentase notablemente. Para resumirlo todo en una palabra:
gachas. Las vasijas trabajaron codo con codo junto a la nueva ciencia de la
agricultura (que también surgió hace unos diez mil años) cambiando nuestra
dieta para siempre. Con las vasijas de barro, los cocineros podían hervir con
facilidad cereales pequeños, como el trigo, el maíz y el arroz; estos
feculentos alimentos básicos pronto constituirían el pilar de la dieta humana a
lo largo y ancho del globo. Pasamos de una dieta de cazadoresrecolectores,
basada en carnes, frutos secos y semillas, a una dieta de campesinos basada en
cereales blandos acompañados de algo. Aquella fue una revolución cuyos efectos
seguimos viviendo hoy. Cuando cogemos nuestra olla más grande y nos preparamos
un plato de espaguetis escurridizos, o cuando encendemos ociosos nuestra olla
arrocera, o removemos mantequilla y parmesano para preparar una relajante
polenta, estamos comulgando con aquellos primeros granjeros que aprendieron a
llenarse el buche con alimentos suaves y harinosos, cultivados en una parcela y
cocinados en un recipiente.
En muchos casos, los
recipientes de barro permitían comer plantas que de lo contrario serían
venenosas. Un buen ejemplo es la mandioca (también conocida como guacamote o
yuca), un tubérculo feculento proveniente de Sudamérica que es hoy la tercera
fuente de hidratos de carbono comestible más importante del mundo. En su estado
natural, la mandioca contiene pequeñas cantidades de cianuro, y cuando no se
cocina correctamente o se come cruda puede provocar el konzo, una enfermedad
paralizante. Una vez que fue posible hervir la mandioca, esta pasó de ser una
toxina inútil a un valioso alimento básico, dulce y carnosa fuente de calcio,
fósforo y vitamina C (aunque pocas proteínas). La mandioca es la fuente de
energía básica en Nigeria, Sierra Leona y Ghana, entre otros países, y suele
elaborarse machacando la raíz hervida hasta que adquiere la consistencia de una
pasta y añadiendo, si se desea, algunas especias. Es una comida de olla
clásica, de esas que calientan el estómago y relajan el espíritu.
Gran parte del placer de
comer guisos radica en el jugo, embriagadora mezcla de hierbas y vino y caldo.
Desde el primer momento, las vasijas permitieron a los cocineros conservar unos
jugos que, de lo contrario, se habrían perdido entre las llamas. Especialmente
valoradas fueron entre los pueblos que ingerían muchos moluscos, ya que la
arcilla conservaba el delicioso líquido de las almejas. Además, la alfarería
fue un gran adelanto por otra razón: hacía que quemar la comida fuese mucho más
difícil (que no imposible, como muchos de nosotros podremos testificar) que
cuando se cocinaba directamente en el fuego. Siempre y cuando no falte agua, la
comida no se chamuscará.
Las primeras recetas de las
que se tiene constancia vienen de Mesopotamia (situada en lo que hoy son Irak,
Irán y Siria). Están escritas en cuneiforme sobre tres tablas de piedra de unos
cuatro mil años de antigüedad, y constituyen una mirada tentadora a las
posibles técnicas de cocina de los mesopotámicos (la gran mayoría de recetas
son para platos de olla, con caldos y bouillons).
«Coloca todos los ingredientes en la olla» es una instrucción muy frecuente.
Gracias a las ollas, cocinar era por primera vez un asunto refinado y delicado;
además, guisar con ellas era más fácil que asar directamente en el fuego: no
costaba nada hervir un trozo de cordero, añadir al agua varios puerros, ajos y
hierbas aromáticas, y dejar que la comida se hiciese a su ritmo. El patrón
básico que seguían estas recetas mesopotámicas era: preparar el agua; añadir
manteca y sal para darle sabor; echar carne, puerros y ajo; guisar los
ingredientes en la olla; si se desea, añadir cilantro fresco o menta, y servir.
Con la llegada de la
alfarería se abrió un gran abanico de técnicas de cocina, y aunque hervir era
la más importante, también se podían usar planchas de cerámica para hacer
tortas finas de maíz o mandioca, o pan ácimo; grandes vasijas para destilar
bebidas alcohólicas, o recipientes secos con tapadera, en fin, para tostar maíz
(el ejemplo más notorio es el maíz inflado de Mesoamérica: ¡palomitas!).
Pero la gente adoraba los
recipientes de barro por otra razón: el sabor que daban a la comida. Hoy en
día, ya no nos interesa que el material del recipiente se mezcle con su
contenido. Queremos que nuestras ollas estén hechas de materiales que
reaccionen lo menos posible con lo que hay dentro de ellas: he aquí una de las
muchas virtudes del acero inoxidable. Salvo pocas y teatrales excepciones (como
el pollo de ladrillo de los años 70 o la cazuela de barro tailandesa), no nos
planteamos la posibilidad de que la superficie de cocción reaccione con los
alimentos de manera beneficiosa. Sin embargo, tradicionalmente, las culturas
que cocinan con arcilla porosa aprecian el sabor que esta confiere a la comida,
por la liberación de las sales que hay en el interior de la arcilla. En el
valle de Katmandú, situado en el Himalaya, se considera fundamental el uso de
recipientes de barro para dar un toque extra a los mangos, limones o pepinos en
escabeche.
Las propiedades especiales
del barro pueden explicar por qué muchos cocineros se mostraban adversos al
siguiente gran salto: el paso del barro al metal. Las calderas de metal son un
producto de la Edad de Bronce (desde el 3.000 a. de C. en adelante), un periodo
de vertiginosos cambios tecnológicos. De hecho, nacieron prácticamente al mismo
tiempo que los primeros sistemas de escritura (jeroglífica y cuneiforme), el
papiro, la fontanería, la elaboración de vidrio y la rueda. Fueron los
egipcios, los mesopotámicos y los chinos quienes empezaron a usar las calderas
sobre el 2.000 a. de C. El coste de su creación supuso que, en un principio, su
uso estuviese limitado a fiestas especiales, a ceremonias religiosos o al
enterramiento ritual de comida para que los muertos dispusiesen de ella en la
otra vida.
Las calderas de metal tienen
un número considerable de ventajas prácticas sobre la alfarería: para
limpiarlas basta con frotar arena o ceniza sobre su superficie, a diferencia
del barro sin esmaltar, que tiende a conservar restos de las comidas anteriores
en sus poros; el metal conduce el calor mejor que el barro y, por lo tanto, la
comida se cocina con más rapidez; y, sobre todo, una caldera puede colocarse
directamente sobre el fuego sin temor a que se rompa en pedazos por culpa del
choque térmico o a que se desportille. Hasta puede sobrevivir a una caída. Si
bien es cierto que lo que los arqueólogos suelen encontrar son fragmentos de
recipientes de barro, a veces desentierran calderas completas, como la de
Battersea del British Museum, un espléndido ejemplar de la Edad de Hierro que
data del 800–700 a. de C., hallado en el río Támesis en el siglo XIX. Es un
magnífico recipiente con forma de calabaza, construido a partir de siete
láminas de bronce remachadas como en un escudo, que ha sobrevivido en toda su
gloria. Es una pieza que inspira reverencia: al contemplarla, uno entiende por
qué las calderas solían dejarse como legado en los testamentos. Toda una obra
maestra de ingeniería.
Una vez que fue posible
elaborar recipientes de cocina de metal, no pasó mucho tiempo hasta que se
estableciesen los principales diseños de ollas y cacerolas. Los romanos tenían
la patella —una cacerola metálica
para sofreír pescado, que dio su nombre a la paella española y la padella italiana—, ligeramente diferente
a nuestras sartenes. La técnica de hervir los alimentos en aceite — pues en eso
consiste freír— añadió una nueva dimensión a la vida culinaria. Las grasas
alcanzan una temperatura mucho más elevada que el agua, y la comida se cocina
más rápido en aceite, amén de dorarse por fuera para deleite de nuestros
paladares. Este es el resultado de la reacción Maillard, una interacción entre
las proteínas y los azúcares a altas temperaturas, responsable de muchos de los
sabores que nos resultan más atractivos: la costra dorada de las patatas
fritas, una oscura cucharada de sirope de arce. Tener una sartén a mano siempre
es bueno.
Los romanos también
elaboraban hermosos coladores de metal y calientaplatos de bronce, delgadas patinae de metal, grandes calderas de
latón y bronce, moldes para pasteles con multitud de formas ornamentales,
besugueras, sartenes con un pico vertedor especial para la salsa y asas
plegables. Muchos de los objetos que dejaron resultan desconcertantemente
modernos. La gran gama de artículos de cocina metálicos de los romanos
impresionó al chef Alexis Soyer en 1853. Soyer estaba particularmente prendado
de un recipiente de nombre ultramoderno y dos pisos llamado authepsa (la palabra significa «auto
hervido»). Cual olla de estofar moderna, contaba con dos capas hechas de bronce
corintio. El compartimento superior, explicaba Soyer, podía usarse para cocinar
a fuego lento «manjares ligeros para el postre». Era un utensilio de gran
valor: Cicerón describe la subasta de una authepsa
vendida por un precio tan alto que los espectadores creyeron que lo que se
estaba subastando era en realidad toda una finca.
A nivel tecnológico, los
utensilios metálicos de los romanos tuvieron pocos rivales hasta la aparición,
a finales del siglo XX, del menaje hecho con metales multicapa. Incluso
abordaban el problema de evitar puntos calientes durante la cocción, que hoy
por hoy sigue siendo una pesadilla para los diseñadores de baterías de cocina.
Aún se conserva una cacerola metálica, proveniente de Britania, con aros
concéntricos en su base, que proporcionarían una distribución lenta y constante
del calor. Los experimentos que comparan los fondos ondulados con los lisos
demuestran que al surcar el fondo de un recipiente se reduce el estrés térmico
(los anillos fortalecen la estructura de la olla, y la hacen menos susceptible
de deformarse a altas temperaturas), además de mejorar el control sobre la
cocción: la transferencia de calor es más lenta en las ollas con surcos, con lo
que se reducen las posibilidades de que se produzca una sobrecocción.
Encontramos un patrón similar con círculos concéntricos en la batería de cocina
Circulon, aparecida en 1985; según se anunciaba, su «tecnología de surcos,
única y genuina» reducía la abrasión de la superficie y favorecía la
resistencia y las cualidades antiadherentes del recipiente. Al igual que ocurre
con los acueductos, las carreteras en línea recta, los puentes en arco y los libros,
esta tecnología es un caso más en el que los romanos fueron pioneros.
A pesar del ingenio de los
romanos, la mayoría de cocinas domésticas desde la Edad de Bronce hasta el
siglo XVIII tuvieron que apañárselas con un único recipiente grande: la caldera.
Era, con mucha diferencia, el utensilio más grande de las cocinas del norte de
Europa, y a su alrededor se concentraba la actividad culinaria. Tras la caída
del Imperio Romano, la gama de utensilios de cocina volvió a reducirse al
mínimo indispensable; se perdió el «una olla para cada ocasión» y la cocina con
una sola olla volvió a establecerse como la forma de cocinar predominante. La
caldera tendía a decidir cómo podían comer los comensales: las opciones eran
hervido, cocido o estofado (si bien es cierto que, colocándole una tapa,
también podía usarse para hacer pan, que se cocía o se hacía al vapor en su
interior). Los contenidos de la caldera podían llegar a hartar: «gachas de
guisantes calientes, gachas de guisantes frías, gachas de guisantes decadentes,
que ya tienen nueve días», como dice la canción infantil. En el típico hogar
modesto de la Edad Media había un cuchillo, un cucharón, una vasija de barro,
algún tipo de espetón (aunque no siempre) y una caldera. El cuchillo picaba los
ingredientes que se añadirían al agua de la caldera; varias horas después, el
cucharón servía la sopa o «potaje» final. El resto de recipientes, de haberlos,
eran unas cuantas vasijas de barro baratas, acaso una sartén y una cacerola de
mango largo, mucho más pequeña que la caldera, destinada a calentar leche y
nata.
Si se poseían otros
utensilios de cocina, estos eran muy probablemente accesorios para la caldera.
Los calderiles y los llares de hierro, decorados a veces con preciosos
ornamentos, estaban diseñados para colgar y descolgar de su gancho, situado
sobre el fuego, el pesado recipiente y su contenido; una forma de controlar la
temperatura tan instantánea como el interruptor (aunque, eso sí, más
peligrosa). Quienes no podían permitirse un equipamiento tan completo poseían,
si acaso, uno o dos ingeniosos trébedes diseñados para mantener la caldera
lejos del calor directo del fuego. Los ganchos y los tenedores para la carne
eran otros accesorios utilizados para suspender la carne sobre el líquido
burbujeante o para rescatar alimentos de sus profundidades.
Las calderas podían
presentar muchas formas y tamaños. En Gran Bretaña solían tener un fondo
hundido (en contraste con el fondo con forma de barriga) y estaban hechas de
bronce o hierro para poder soportar el calor del fuego. Las que tenían tres
patas estaban diseñadas para colocarse directamente sobre las brasas. Las ollas
de hierro, que solían ser más pequeñas, tenían forma de barriga y un asa para
colgarlas sobre el fuego (para manipular el asa incandescente se usaban trozos
de madera o tenazas). El cocinar con un solo recipiente daba pie a que se
produjesen extrañas combinaciones de ingredientes, todos revueltos al mismo
tiempo. No se sabe con certeza la frecuencia con la que se limpiaba la caldera,
habida cuenta de que no se contaba con agua corriente ni lavavajillas. En la
mayoría de los casos, las raspaduras de la comida anterior se dejaban en el
fondo de la olla para sazonar la siguiente. El folclore europeo está dominado
por el espectro de la caldera vacía, equivalente antiguo del frigorífico vacío:
un símbolo de hambre acuciante. En la mitología celta, las calderas evocan
tanto la abundancia eterna como el conocimiento absoluto. Asimismo, poseer una
olla pero no tener nada que echar en su interior simbolizaba la miseria total:
en la historia de la «sopa de piedra» (y en sus muchas variantes), varios
viajeros llegan a una aldea llevando consigo una olla vacía y ruegan que se les
dé algo de comer. Los aldeanos se niegan, con lo que los viajeros cogen una
piedra, la ponen a hervir en la olla y aseguran estar preparando una «sopa de
piedra». Los aldeanos se quedan tan sorprendidos que todos añaden algo a la
olla (unas cuantas verduras, condimentos…), hasta que al final la «sopa de
piedra» se convierte en un delicioso estofado estilo cassoulet del que todos pueden comer.
Adquirir una caldera suponía
un desembolso considerable: en 1412, entre los refinados bienes de los
londinenses John y Juliana Cole se incluía una caldera de 7 kg valorada en
cuatro chelines (por aquel entonces una olla de barro costaba aproximadamente
un penique, y doce peniques hacían un chelín). Tras su compra o trueque, un
recipiente de metal podía repararse muchas veces para prolongar su vida: si
aparecían agujeros, se podía pagar a un calderero para que los soldara. En 1857
se halló una caldera de bronce en un pantano de County Down y se comprobó que
había sido reparada hasta por seis zonas: para los agujeros más pequeños se
usaron remaches; sobre los más grandes se vertió bronce líquido.
Eso sí, puede que una
caldera no sea el utensilio ideal para cocinar todos los platos. Pero, un vez
adquirida, solía dictar el patrón de cada comida (estaba acompañada, si acaso,
por una o dos pequeñas vasijas de barro). Cada pueblo tiene su propia variante
de platos cocinados con una sola olla, así como sus propias ollas con las que
cocinar dichos platos: pot au feu
francés, estofado irlandés, dobrada
portuguesa o cocido español. La cocina con una sola olla es la cocina de la
escasez: escasez de leña, escasez de utensilios, escasez de ingredientes. No se
desperdicia nada. No es casualidad que la sopa casi siempre haya sido la comida
que se da a los pobres en los comedores de caridad. Si no hay suficiente para
todos, basta con añadir algo de agua y ponerla a hervir un ratito más.
Los cocineros idearon
astutas formas para eludir los límites de la olla única: colocando las
verduras, las patatas y el pudin en bolsas de muselina independientes e
introduciéndolas en el agua hirviendo, se podía cocinar más de un ingrediente
al mismo tiempo. Puede que el pudin acabase con un ligero sabor a repollo (y el
repollo con un ligero sabor a pudin), pero al menos no era sopa. En su libro Lark Rise to Candleford [De Lark Rise a
Candleford], Flora Thompson describe cómo se preparaba el «té» para los hombres
que llegaban de los campos:
Todo se cocinaba en la única olla que
había: el trozo de beicon, que daba para poco más de un bocado para cada uno;
el repollo u otras verduras en una red, las patatas en otra, y el pudin
envuelto en un paño. En estos días de gas y cocinas eléctricas puede parecer un
método algo caótico, pero cumplía su objetivo, habida cuenta de que, siempre y
cuando se añadiese cada ingrediente en el momento justo y se mantuviese la
temperatura controlada, todos los alimentos quedaban intactos, y el resultado
era una comida apetitosa.
En los años 30, los nazis
tomaron prestada la imagen frugal de las comidas cocinadas con una sola olla y
le dieron un uso ideológico. En 1933, el gobierno de Hitler anunció que los alemanes
deberían reservar un domingo del mes, entre octubre y marzo, para comer un
plato de estas características: el Eintopf.
La idea era que así la gente ahorraría dinero para poder donarlo a los pobres.
Los libros de cocina se reescribieron a toda prisa para ir en la línea de esta
nueva política, e incluían, cuando menos, sesenta y nueve tipos de Eintopfs: macaroni, goulash, estofado
irlandés, sopa de arroz serbia, numerosos potajes a base de repollo y sopa de
patatas alemana.
La promoción nazi del Eintopf era un astuto mecanismo de
propaganda. En Alemania, muchas personas ya veían el Eintopf como la comida frugal por antonomasia, un plato de
sacrificio y sufrimiento. Se decía que Alemania había logrado derrotar a
Francia en 1871 gracias, en parte, a que su ejército se había alimentado de Erbswurst, una especie de pudin a base
de harina de guisante y tocino. El Eintopf,
pues, trajo consigo nostálgicos recuerdos.
De hecho, las loas al Eintopf por parte de los nazis
reflejaban cómo la mayoría de amas de casa (en Alemania, así como en todo el
mundo) habían dejado atrás la cocina con una sola olla: al igual que con otros
muchos símbolos fascistas, se pretendía volver a lo arcaico. El Eintopf solo podía verse como un plato
económico en una sociedad donde la mayoría de comidas se hacía usando más de
una olla: al revivir ese ideal campesino de cuento de hadas en el que un solo
puchero cuelga de un único calderil, los nazis mostraban, involuntariamente,
que los días de la caldera habían tocado a su fin.
Aunque en la Alemania de los
años 30 se vivían tiempos difíciles, la mayoría de cocineros (o lo que es lo
mismo, de amas de casa) esperaban poder contar con un buen surtido de ollas y
cacerolas con las que cocinar, no solo una.
La Petworth House, ubicada
en Sussex, es una de las mansiones más imponentes de Inglaterra. Pertenece a la
misma familia aristocrática, los Egremonts, desde 1150, aunque el edificio
actual data del siglo XVII. Hoy en día, esta estupenda mansión situada en un
coto de 2,8 km2 está gestionada por el National Trust[3].
Quienes visiten su cocina se quedarán prendados de la reluciente batería de
cobre que allí se exhibe, con más de un millar de piezas: filas de cacerolas
con sus tapas correspondientes, ordenadas minuciosamente de mayor a menor, de
izquierda a derecha, sobre grandes aparadores. La cocina de Petworth nos da una
idea de lo que significa tener «un sitio para cada cosa y cada cosa en su
sitio», tal y como apuntaba Mrs Beeton en su famoso manual doméstico. Los
cocineros de Petworth tenían el utensilio exacto para cocinar cada plato.
Entre los utensilios de
Petworth se incluyen ollas con un grifo en la parte inferior para dejar salir
el agua caliente (como las teteras); multitud de cacerolas, sartenes para
sofreír o para tortillas, de todos los tamaños imaginables; una sartén para
estofados más grande, con una tapa diseñada para colocar sobre ella brasas
calientes, de manera que la comida se cocinase por arriba y por abajo al mismo
tiempo. Los utensilios dedicados a la cocción del pescado son todo un mundo: en
sus días de gloria, Petworth recibía un excelente pescado de las costas de
Sussex y se esperaba que los cocineros de la mansión le hiciesen justicia. En
las cocinas de la casa no solo habían besugueras (con láminas agujereadas en el
interior para retirar el pescado del agua hirviendo sin que se desintegrase) y
una sartén para freír pescado (con un escurridor de alambre), sino que también
encontramos una besuguera especial para el rodaballo, la turbotière (en forma de rombo, imitando el cuerpo del pescado), y
varios recipientes más pequeños diseñados específicamente para cocinar caballa.
Sin embargo, la cocina de
Petworth no siempre estuvo tan bien equipada. Peter Brears, historiador de la
comida, estudió los inventarios de la cocina, que documentaban «todos y cada
uno de los objetos móviles» usados por los cocineros: cada olla, cada cacerola,
cada sartén. El primer inventario se realizó en 1632, el segundo en 1764 y el
tercero en 1869. Estos documentos ofrecen una fotografía, siglo por siglo, de
los utensilios de cocina disponibles en los hogares británicos más acaudalados.
El detalle más revelador es el siguiente: en 1632, bajo el reinado de la casa
de Estuardo, a pesar de toda su riqueza, no había una sola cacerola en la
mansión. Por aquel entonces, para hervir y guisar se usaba una tinaja gigante
fija con agua hirviendo (que también servía para suministrar agua a toda la
casa, no solo para cocinar), nueve calderas, una olla de hierro para moluscos,
varias besugueras y cinco sartenes pequeñas de latón, con tres patas para poder
colocarse sobre el fuego. No es esta, pues, una cocina donde preparar una salsa
holandesa o española. Allí se podía guisar y hervir, así que menos delicadezas.
Aunque el principal objetivo de esta cocina no era hervir, sino asar: había
veintiún espetones, seis graseras, tres cucharones y cinco parrillas.
En 1764, todo había
cambiado. Ahora, en Petworth se habían deshecho de varios de sus espetones
(solo quedaban nueve) y habían adquirido veinticuatro cacerolas grandes, doce
pequeñas, nueve ollas para baño maría y varios cazos. Este incremento masivo en
el número y variedad de recipientes refleja los nuevos estilos de cocina. Los
antiguos métodos culinarios, más picantes y pesados, estaban dando paso a algo
más fresco y con más mantequilla. Un aristócrata de 1764 conocía muchas comidas
de las que no se había oído hablar en 1632: el chocolate espumoso, las galletas
crujientes, las salsas ácidas y cítricas o los guisos con trufas de la nouvelle
cuisine francesa. Los nuevos platos pedían nuevos utensilios. Hannah Glasse,
una de las escritoras culinarias más afamadas del siglo XVIII, se pronunció
sobre la importancia de disponer de la sartén adecuada cuando había que
derretir mantequilla (en aquella época se estaba empezando a servir una especie
de mantequilla densa derretida como salsa universal para acompañar la carne o
el pescado): una sartén de plata, aseguraba, era la opción ideal.
En 1869, las cocinas de
Petworth tenían aún más ollas y cacerolas. Peter Brears sugiere que los
cocineros victorianos consideraron que el abundante equipamiento de 1764 era
«completamente inadecuado». El centro de atención de las cocinas por fin estaba
alejándose del asado con espetones: la acción real había pasado a las baterías
de cocina de cobre, y se apoyaba sobre fogones calentados a vapor. Ahora
también había tres ollas de estofar, para alimentos que necesitasen ser cocidos
a fuego lento más que hervidos. El número de ollas y cacerolas había pasado de
cuarenta y cinco a noventa y seis, lo que refleja la increíble cantidad y
variedad de salsas, glaseados y aderezos presentes en la cocina victoriana. Por
cierto, hablando de cacerolas, ¿qué diferencia hay entre una stewpan y una saucepan? Pues no mucha, la verdad. En el siglo XVIII, las saucepans solían ser más pequeñas, y más
adecuadas para el furioso batido de emulsiones y glaseados. No era necesario
que llevasen tapa, pues a menudo se usaban simplemente para calentar salsas y
jugos que antes ya se habían cocinado en una stewpan y habían sido colados. Las stewpans eran mayores y tenían tapa; podían albergar varias
perdices o un buen puñado de carrilleras de res, vino tinto y zanahorias; o un
fricasé de pollo, o una delicada mezcla de mollejas de cordero y espárragos. La
stewpan era lo que llevaba la cena a
la mesa. Sin embargo, con el paso del tiempo la saucepan fue ganando terreno. En 1844, Thomas Webster, autor de An Encyclopaedia of Domestic Economy,
escribió que las saucepans eran
«recipientes redondos y más pequeños que se usaban para hervir y tenían un solo
mango», mientras que las stewpans tenían
uno doble, en la tapa y en el recipiente. También apuntaba que las stewpans estaban fabricadas con un metal
más grueso y solían tener un fondo más redondo y menos anguloso, lo que las
hacía más fáciles de limpiar. Ahora ya no hablamos de stewpans, y aplicamos el término genérico «saucepan» para todas nuestras cacerolas, con o sin tapa, incluso
cuando las usamos para algo tan poco glamuroso como calentar una lata de
judías.
Sin embargo, en muchas cocinas
todavía se hace referencia, de forma modesta, a la batterie de cuisine (puede que solo sea un trío de cacerolas
esmaltadas colgadas de la pared, o una fila ordenada, de menor a mayor, de
utensilios de Le Creuset). La batería de cocina fue una de las muchas ideas que
surgieron durante la época de ilustración y revolución del siglo XVIII. La
filosofía que subyace era justo la opuesta a las limitaciones de la cocina con
una sola olla. La idea, que sigue teniendo firmes defensores entre los
practicantes de la haute cuisine, es
la siguiente: la preparación de cada uno de los elementos de una comida
requiere su propio recipiente especial. No se puede saltear en una sartén con
bordes inclinados ni freír en una sartén con bordes rectos; no se puede hervir
el rodaballo sin una turbotière: se
necesita el utensilio adecuado. En un cierto sentido, esto refleja la nueva
profesionalidad que adquirió la cocina en el siglo XVIII, así como la
influencia de Francia.
E. Dehillerin, la tienda de
menaje de cocina más antigua de París, es un templo donde todavía se pueden
admirar los utensilios de cobre. Esta tienda de fachada verde está repleta de
recipientes que uno nunca hubiera pensado que necesitaba: un plato donde
cocinar caracoles con ajo; moldes para los pastelitos más fantasiosos;
diminutas cacerolas para preparar salsas; una prensa para elaborar un plato muy
específico, el pato prensado (el cuerpo del animal se aplasta hasta que se
liberan los jugos orgánicos); cacerolas con tapas para guisados; ollas, y, sí,
incluso una turbotière de cobre que
se parece muy mucho a la de Petworth. Allí se siente el espíritu de Julia
Child, que abre su Mastering the Art of
French Cooking (1961) con un consejo franco: «No escatimes a la hora de
comprar recipientes de cocina. El que lo hace es un cocinero que se pone trabas
a sí mismo. Usa todas las cacerolas, cuencos y utensilios de cocina que
necesites».
William Verrall fue un chef
del siglo XVIII, propietario de la White
Hart Inn de Lewes, en
Sussex, que publicó un libro de cocina en 1759. Verrall no tenía paciencia con
esas cocinas que intentaban bastarse con «una pobre cacerola más sola que la
una» y una sartén «más negra que mi sombrero». Para él, era obvio que «es
imposible preparar una cena con un sabor y un aspecto decentes sin los
utensilios adecuados con los que trabajar, como un juego nuevo de cacerolas de
varios tamaños», sartenes y ollas. Verrall cuenta la historia de una «una cena
medio decente» que se echó completamente a perder «por colocar en el sitio
equivocado una de las cacerolas».
Esta nueva escrupulosidad
por lo que a las cacerolas se refería, nacida en el siglo XVIII, fue espoleada
por un resurgimiento de la industria del cobre en Inglaterra. Hasta entonces,
el cobre se había importado desde Suecia; sin embargo, en 1689 ese monopolio
sueco tocó a su fin, y empezó a producirse cobre inglés (la mayoría en Bristol)
en grandes cantidades y a un precio mucho más bajo: esto allanó el camino para
que los aparadores se llenasen de cacerolas de cobre. El término francés batterie de cuisine, que se convirtió en
la forma universal de referirse al conjunto de utensilios de cocina desde
mediados del siglo XIX, se remonta a las cacerolas de cobre: en efecto, se
denominaba batterie al cobre que
había sido literalmente batido hasta adquirir la forma deseada[4].
Las baterías de cobre
victorianas son, a su manera, el cenit de la larga historia de las ollas y las
cacerolas. La combinación de la capacidad artesanal, la calidad del propio
metal, la posibilidad de confeccionar los utensilios según los requisitos de la
cocina y la existencia de cocinas opulentas equipadas con el batallón de
cocineros necesario para no quedarse a la zaga con respecto a los diferentes
utensilios, no volvería a repetirse —excepción hecha de las cocinas francesas
del siglo XXI donde se practica la haute
cuisine—. Sin embargo, es interesante constatar que, a pesar de contar con
cocinas fantásticamente equipadas, los victorianos tienen la fama de haber
arruinado la cocina británica, convirtiéndolo todo en una sopa Windsor marrón[5].
Algunos historiadores sostienen que esta fama es inmerecida, pero no hay
excusas que valgan para el tema de las verduras: las recetas de la era
victoriana y del periodo regencia nos dicen sistemáticamente que hay que hervir
las verduras durante muchos, muchos minutos más de los que sabemos que es
necesario. Brócoli: veinte minutos. Espárragos: de quince a dieciocho minutos.
Zanahorias (esta es la que más delito tiene): de cuarenta y cinco a sesenta
minutos. ¿Qué ventajas tiene el poseer los utensilios más vanguardistas para el
hervido si aún no se ha comprendido el método básico de hervir verduras?
Sin embargo, también es
posible que los victorianos no maltratasen sus verduras tanto como creemos. La
opinión generalizada siempre ha sido que cocían más de la cuenta sus verduras
porque no daban demasiada importancia al asunto, aunque no hay que descartar
que fuese justo lo contrario: que le diesen demasiada importancia. Los
escritores culinarios del siglo XIX estaban muy concienciados tanto con la
textura (al igual que nosotros, cocían las verduras hasta que estuviesen
«tiernas») como con el ímpetu con el que hervían sus alimentos. Es cierto que
temían la poca digestibilidad de las verduras poco hechas —algo que le ha
pasado a los cocineros durante siglos, toda vez que las verduras crudas se
consideran peligrosas desde la medicina humoral de los griegos—, pero también
lo es que temían echar a perder sus verduras hirviéndolas más de la cuenta.
William Kitchiner, autor de The Cook’s Oracle [El oráculo del cocinero],
apuntaba que al cocinar espárragos «hay que prestar mucha atención al tiempo
exacto que necesitan para ponerse tiernos, y sacarlos en ese preciso instante;
solo así tendrán su verdadero sabor y color: bastan uno o dos minutos más de hervido
para destruir ambos». No son estas las palabras de alguien que quiere elaborar
unas gachas de verduras, aunque también es cierto que dicho por él suena un
tanto raro, ya que nos acababa de recomendar que hirviésemos los espárragos de
veinte a treinta minutos. Kitchiner, eso sí, ata los espárragos en manojos, con
lo que tardan mucho más tiempo en hacerse que si se hierven sueltos.
Además, los largos tiempos
de hervido no se estipulaban al tuntún. A veces se nos olvida, haciendo gala de
una actitud condescendiente, que siempre se ha reflexionado mucho sobre cómo
cocinar mejor. La mayoría de escritores de recetas del siglo XIX gustaban de
dar consejos basados en pruebas «científicas» o, cuando menos, «racionales».
Por lo que a ellos concernía, el dato más importante sobre el hervido es que la
temperatura del agua nunca superaba los 100° (después se convierte en vapor,
pero es imposible que se caliente más). Había científicos, como el conde de
Rumford, que se lamentaban de la ineficacia, desde el punto de vista del
combustible, de cocinar alimentos en agua hirviendo: ¿qué sentido tenía, si no
se elevaba la temperatura del agua? No era más que un derroche de energía. En
1815, Robertson Buchanan, un experto en economía del combustible, apuntó que
una vez alcanzado el punto de ebullición «el agua se queda a la misma
temperatura, por mucho ímpetu con el que hierva»; los escritores culinarios a
menudo citaban este pasaje de Buchanan. William Kitchiner afirmó que había
probado a colocar un termómetro en el agua «en ese momento que los cocineros
llaman «hervir a fuego lento». La temperatura era de 100°, la misma que había
con un hervido más potente». De este experimento se desprendía que era mejor
hervir los alimentos a fuego lento.
En 1868, Pierre Blot,
profesor de gastronomía en la New York Cooking Academy, atacó a aquellos que
«maltrataban» el arte de hervir —ya fuesen amas de casa o cocineros
profesionales— al realizar hervidos «rápidos en lugar de lentos»: «Al colocar
una pequeña cantidad de agua sobre un fuego intenso y hervir un alimento a gran
velocidad se conseguirá generar mucho vapor, pero no se cocinará más rápido,
toda vez que el grado de calor es exactamente el mismo». En el caso de la
carne, se recomendaba cocerla a fuego lento: «a mayor lentitud en la cocción
—apuntaba Kitchiner—, más tierna, sustanciosa y blanca quedará la carne». En
cambio, hervir a fuego lento no era de gran ayuda en el caso de las verduras
(excepción hecha de las patatas): el resultado eran tiempos de cocción muy
prolongados, sobre todo porque los cocineros que contaban con batería de cocina
completa tenían predilección por hervir la comida en cacerolas lo más pequeñas
posibles. Volvamos a Kitchiner:
El tamaño de los recipientes ha de
adaptarse a su contenido: cuanto más grande sea una cacerola mayor espacio
ocupará sobre los fogones; además, una mayor cantidad de agua requiere un
aumento proporcional del fuego necesario para que esta hierva.
El pequeño recipiente
pronto está caliente.
Eso es verdad. Pero también
lo es que se tardará mucho más en hacer unas zanahorias si se usa un recipiente
pequeño con poca agua que hierve a fuego lento en lugar de un recipiente más
grande con agua hirviendo como Dios manda. La ventaja de contar únicamente con
una o dos cacerolas grandes en lugar de poseer un repertorio con todos los
tamaños imaginables es que no se tiene la opción de hacer coincidir el
continente y el contenido. Hay que dejar que la comida tenga espacio; pocas
cosas hay peores que esas cocinas con solo unas pocas cacerolas, pero todas
pequeñísimas, de manera que al añadir algo de comida el agua tarda un siglo en
volver al punto de ebullición.
Probablemente, las verduras
del siglo XIX estaban menos recocidas de lo que podríamos intuir al leer los
tiempos de cocción, sobre todo si tenemos en cuenta que las propias verduras
eran diferentes: los tipos de semillas modernas y los métodos de cultivo suelen
producir plantas más tiernas. Los espárragos victorianos eran más fibrosos; las
zanahorias, y las verduras en general, más duras. Incluso con nuestras tiernas
verduras modernas, el hervido victoriano no daría como resultado unas verduras
completamente pasadas. He hecho la prueba, y he hervido a fuego lento
zanahorias troceadas, dentro de una pequeña cacerola, durante cuarenta y cinco
minutos. Para mi sorpresa, seguían conservando un puntillo, aunque nada
comparado al sabor que tienen cuando se hierven en una cacerola grande de acero
inoxidable a fuego intenso durante cinco minutos, o, aún mejor, cuando se
cuecen al vapor en una vaporera.
En cualquier caso, el
dominio victoriano de la técnica del hervido era defectuoso. Es completamente
cierto que, a una presión normal, es imposible elevar la temperatura del agua
por encima de los 100°; sin embargo, a una presión mayor, se pueden alcanzar
temperaturas mucho más altas (he aquí el motivo por el que las ollas a presión
cuecen tan rápido). Aunque este no es el único factor que determina la
velocidad de cocción de un alimento: también es importante la ebullición (hasta
qué punto borbotea el agua hirviendo). Básicamente, la transferencia de calor
al cocinar viene determinada por la diferencia de temperatura entre la comida y
la fuente de calor. Así pues, sobre el papel, la lógica victoriana parece tener
sentido: una vez que el agua ha alcanzado los 100°, no debería importar
demasiado que hierva vigorosamente o a fuego lento. Sin embargo, nuestros ojos
y nuestras papilas gustativas nos dicen que sí importa. Esto se debe a que el
agua que hierve con fuerza se mueve caóticamente y transmite el calor a la
comida mucho más rápido que la que hierve a fuego lento. La transferencia de
calor también funciona a mayor velocidad cuando hay más agua en el recipiente
en proporción a los alimentos. Una cacerola grande con un montón de agua y no
demasiadas verduras cuece mucho más rápido que una pequeña cacerola de cobre
cuidadosamente elegida y llena a rebosar. Esto explica por qué cuando los
victorianos aconsejaban hervir las verduras «con brío», tal y como hace Mrs
Beeton en ocasiones, los tiempos de cocción siguiesen siendo largos. Nosotros,
que pertenecemos a la generación de la pasta, esto lo sabemos por instinto.
Puede que no sepamos preparar un glaseado de carne o una charlota rusa; si nos
das una besuguera de cobre, probablemente no tengamos ni idea de qué hacer con
ella —aunque tampoco importa, porque los filetes de pescado que consumimos
suelen estar hervidos en un recipiente normal—; sin embargo, sabemos hervir mil
veces mejor que los victorianos: abrimos un paquete de hélices, sacamos nuestra
cacerola más grande y hervimos la pasta lo más rápido posible con agua a
discreción durante diez minutos, hasta que está perfectamente al dente, antes
de mezclarla con mantequilla o con una sabrosa salsa de tomate. Lo único que
nos preocupa de los recipientes en los que hacemos la pasta es que sean
grandes. Una vez dominada esta técnica, no es difícil aplicarla a las verduras:
cuatro minutos para el brócoli, seis para las judías verdes, una pizca de sal,
un chorrito de limón y a comer se ha dicho. Los cocineros victorianos
realizaron hazañas mucho más grandiosas —gelatinas con forma de castillo,
tartas arquitectónicas—, pero la sencillez de las verduras hervidas les
sobrepasaba.
La comida hervida de los
victorianos tenía, además, otro inconveniente: las propias cacerolas. El cobre
es un fantástico conductor de calor (el único metal con el que se elaboran
utensilios de cocina que lo supera es la plata), pero el cobre puro es venenoso
al entrar en contacto con la comida, especialmente con los ácidos. Las cacerolas
de cobre se cubrían con una fina capa de estaño, material neutral; sin embargo,
con el paso del tiempo la superficie de estaño se iba desgastando y el cobre
quedaba expuesto. «Dar una nueva capa de estaño a los utensilios de cocina con
bastante frecuencia», es un consejo común que encontramos en los libros de
cocina de los siglos XVIII y XIX. Si los seres humanos de entonces se parecían
en algo a los de ahora, es muy probable que los cocineros de la época
pospusieran su visita al estañador y acabasen envenenando al personal. Es más,
los cocineros que hacía caso omiso de los efectos nocivos del cobre buscaban
sus efectos enverdecedores, y usaban cacerolas de cobre sin estañar para
preparar pepinillos y nueces verdes en escabeche. En resumidas cuentas: las cacerolas
de cobre son una monada, salvo por el pequeño detalle de que pueden arruinar el
sabor de tus platos y envenenarte. De repente, aquellas brillantes baterías de
cocina victorianas ya no parecían tan atractivas.
La búsqueda del recipiente de cocina
ideal no es tarea fácil, y es que siempre se pierde algo. Tal y como afirmara
James Beard, gran escritor culinario estadounidense: «Ni siquiera en el mejor
de los mundos posibles podríamos encontrar un metal perfecto para los
utensilios de cocina».
Esperamos mucho de una buena
cacerola, y no todo puede encontrarse en un único material. Primero, debería
estar fabricada con un material buen conductor, para que caliente la comida
rápido y distribuya el calor de forma uniforme por toda la base (¡nada de puntos
calientes!). Tiene que ser manejable, ligera y fácil de mover sobre los fuegos,
amén de tener un mango del que podamos agarrarla sin quemarnos. Sin embargo,
también queremos que sea lo suficientemente densa y sólida para resistir a
altas temperaturas sin doblarse, desportillarse o partirse. La cacerola ideal
debería tener una superficie no reactiva, antiadherente, anticorrosiva, fácil
de limpiar y duradera; tendría que tener una forma bonita, amén de asentarse
bien sobre el fogón. Ah, tampoco debería costar un ojo de la cara. Y, por
encima de todo, una señora cacerola tiene algo, una cualidad (imposible de
cuantificar), que la hace, además de funcional, entrañable: «Hola, amiga mía»,
pensamos al cogerla por enésima vez.
Tradicionalmente, los libros
de cocina empiezan con una lista de los utensilios requeridos. A medida que el
autor desglosa la gama de materiales con los que podría hacerse una cacerola,
siempre hay un cierto tono de ambivalencia flotando en el ambiente, un «sí,
pero…». La cerámica, por ejemplo, es fantástica hasta que se rompe. Igual le
sucede al vidrio de borosilicato, o pyrex, que va de maravilla para el horno
pero es frágil sobre una llama. El aluminio es bueno para las tortillas pero no
se pueden cocinar ingredientes ácidos en él. Se dice que la plata es excelente,
salvo por su desorbitado precio (y el correspondiente padecimiento cuando se
pierde o nos la roban); sin embargo, el deslustre de la plata deja en los
platos un regusto particular, que solo se evita lavando las cacerolas escrupulosamente.
Las pesadas y negras cacerolas de hierro fundido son las favoritas de muchos
cocineros; en efecto, los recipientes de hierro fundido se han usado durante
siglos y siguen siendo la mejor opción para unos platos tan caseros como la
tarta tatin francesa y el pan de
maíz, o cornbread, estadounidense (ya
lo cantaba Paul Robeson en su versión de Shortnin’
Bread). Con los condimentos adecuados, una sartén pequeña de hierro fundido
tiene unas excelentes propiedades antiadherentes y, dado su peso, puede
soportar las altas temperaturas que se alcanzan durante la técnica culinaria
del marcado. La pega es que se oxidan de mala manera si no se secan y se
engrasan cuidadosamente después del uso; también dejan pequeñas cantidades de
hierro en la comida (aunque eso es un beneficio para los anémicos).
La solución a muchas de
estas contrapartidas era el hierro fundido revestido de una capa de esmalte
vidriado (el ejemplo más famoso es Le Creuset®). El principio del esmaltado es
muy antiguo: los egipcios y los griegos ya elaboraban joyas esmaltadas,
fundiendo vidrio en polvo con piezas de alfarería a temperaturas altísimas
(entre 750 y 850°°). El esmaltado empezó a aplicarse al hierro y al acero en
torno al año 1850. Más tarde, en 1925, a dos industriales belgas que trabajaban
en el norte de Francia se les ocurrió aplicarlo a los utensilios de cocina de
hierro fundido, piedra angular de las cocinas de todas las abuelas francesas.
Armand Desaegher era un experto en metales fundidos; Octave Aubecq sabía de
esmaltado. Juntos crearon una de las líneas de utensilios de cocina más
importantes del siglo XX, empezando con una cocotte
redonda (lo que nosotros llamaríamos «cazuela») y extendiéndose, con el
paso de los años, a los ramequínes y
las bandejas para el horno, las cacerolas y los tajines, las asaderas y los woks,
los moldes para flanes y las planchas. Parte del atractivo de las piezas de Le
Creuset radica en sus colores, que determinan los gustos cambiantes en el
diseño de cocina: naranja fuego en los años 30, amarillo en los 50, azul en los
60 (este color fue sugerido por Elizabeth David, que se inspiró en un paquete
de cigarrillos Gauloises), y verde azulado, rojo cereza y granito en nuestros
días. Tengo un par de ellas en almendra (nombre ingenioso para el color crema)
y no hay nada mejor para cocinar guisos lentos, porque el hierro fundido
calienta con homogeneidad y conserva el calor como nada, mientras que el
esmalte evita que nuestro estofado tenga un regusto metálico. La mayoría de
ellos también saca muy buena nota en entrañabilidad:
es ver uno sobre el fogón y se le alegra a una el día.
Una de las personas que
conozco que mejor cocina (mi suegra) prepara todos sus platos en su Le Creuset
azul. Ya tenía muy buenas nociones de cocina antes de casarse, y sus comidas
tienen un toque anglo-francés. En sus cacerolas, que cuida como oro en paño,
elabora besameles de ensueño, guisantes con mantequilla, suaves y violetas borschts… Las cacerolas parecen
adaptarse como un guante a su estilo de cocina, y es que a mi suegra nunca se
le ocurriría servir comida en platos fríos o con la cubertería equivocada. Su
hierro fundido esmaltado le sirve con fidelidad. Solo cuando alguno de
nosotros, menos disciplinados, se aventura en la cocina, es cuando aparece la
sombra del peligro. Por una sencilla razón: esas cacerolas pesan como plomo, y
siempre tengo miedo de que me fallen las muñecas y se me caiga alguna. Por otro
lado, ninguna es lo suficientemente grande para la pasta. Sin embargo, el
verdadero problema es su superficie: quienes estén acostumbrados a cocinar con
acero inoxidable, más compasivo, se sorprenderán al ver con qué facilidad se
pega la comida al fondo de una Le Creuset cuando se cocina a altas
temperaturas. Más de una vez he dejado alguna de las cacerolas de mi suegra un
poco más de la cuenta sobre el fogón y he estado a punto de echarla a perder
(en ese momento es cuando llega ella, armada de lejía y energía, y salva el
expediente).
Cuando los utensilios
antiadherentes hicieron su aparición en escena (de la mano de la compañía
francesa Tefal, en 1956) parecían un milagro. «Sartén Tefal: la sartén que no
se pega, pero de verdad», decía el titular original. El motivo por el que la
comida se pega es que las proteínas reaccionan con algunos iones metálicos de
la superficie de la sartén. Para evitar que esto ocurra, hay que lograr que las
moléculas de las proteínas dejen de reaccionar con la superficie, ya sea
removiendo concienzudamente la comida, para no darle la oportunidad de pegarse
en ningún momento, ya sea introduciendo una capa protectora entre los alimentos
y la sartén. Tradicionalmente, esta capa se creaba «condimentando» la sartén.
En las sartenes de hierro sin esmaltar, ya sea un wok chino o unas killet
estadounidense, el condimento es esencial: quienes se salten este paso, verán
cómo la comida sufre (y la sartén se oxida). En primer lugar, se sumerge la
sartén en agua caliente con jabón; luego se enjuaga y se seca. Acto seguido, se
frota la superficie con aceite o manteca y, muy poco a poco, se calienta durante
varias horas. Algunas de las moléculas de la grasa se «polimerizan», y al final
nos queda una superficie lisa y brillante. Cada nueva comida añade una capa de
grasa polimerizada y, con el paso del tiempo, parecerá que nuestra sartén lleva
más gomina que John Travolta en Grease.
En un wok bien engrasado, la comida
se desliza y salta alegre. En una skillet
bien «condimentada», se puede hacer pan de maíz para todo un ejército, y cuando
esté preparado saldrá sin oponer ninguna resistencia. Eso sí, hace falta una
cierta disciplina para mantener un utensilio de cocina bien engrasado. Nunca
hay que fregarlo con estropajo; la superficie también puede arruinarse al
entrar en contacto con ingredientes ácidos como los tomates o el vinagre.
Cuando la capa de grasa de una sartén de hierro fundido se pierde, hay que
empezar desde el principio. En 1954, Marc Grégoire, un ingeniero francés, dio
con una nueva solución. Los químicos conocían el PTFE, o
politetrafluoroetileno, o teflón, desde 1938 —esta sustancia resbaladiza se
usaba para recubrir válvulas industriales y para los aparejos de pesca—, pero,
según cuentan, fue la mujer de Marc Grégoire quien le sugirió por primera vez
que usase el PTFE para arreglar sus sartenes, que se pegaban continuamente. Y
así fue como Grégoire encontró la forma de aplicar PTFE a una sartén de
aluminio.
¿Cómo funciona? Como ya
hemos dicho, la comida se pega cuando reacciona con la superficie de la sartén.
Sin embargo, las moléculas de PTFE no se unen con ninguna otra molécula. A
nivel microscópico, está compuesto por cuatro átomos de fluorina y dos átomos
de carbono, que se repiten muchas veces en una molécula mucho más grande. Una
vez que la fluorina se une con el carbono, no quiere unirse con nadie más: ni
siquiera con los sospechosos habituales, como los huevos revueltos o el filete
de ternera. Según el científico Robert L. Wolke, una molécula de PTFE vista
desde el microscopio se parece bastante a una oruga puntiaguda, y esta «coraza
de la oruga» evita que el carbono reaccione con las moléculas de la comida. Eso
explica el curioso efecto que se produce cuando vertemos un poco de aceite en
una sartén antiadherente recién comprada: es como si la sartén quisiera repeler
las gotitas. El mundo se volvió loco con el teflón. DuPont lanzó en 1961 la
primera sartén antiadherente estadounidense, llamada «la sartén feliz». En el
primer año, las ventas en el país alcanzaban el millón de unidades al mes. Como
si de una cura contra la calvicie se tratara, una sartén en la que la comida no
se pegase era un invento anhelado a nivel universal. En 2006, el 70% de los
utensilios de cocina que se vendían en Estados Unidos tenían una capa
antiadherente: se ha convertido en la norma, más que en la excepción.
Sin embargo, con el paso de
los años quedó patente que la superficie antiadherente no era la panacea.
Personalmente, nunca haría un estofado, ni sofreiría algo en una sartén
antiadherente, porque cuando cumple su función no queda ni rastro de esa
sabrosa costrita marrón que usamos para el desglasado. Sin embargo, también es
verdad que en muchas ocasiones se nos presenta justo el problema contrario: las
sorprendentes propiedades antiadherentes no duran demasiado. Con el paso del
tiempo, no importa el mimo con el que las tratemos —evitar usar utensilios
metálicos, protegerla de altas temperaturas—, la superficie antiadherente de
una sartén tratada con teflón, simplemente, desaparecerá, dejando al
descubierto una superficie metálica que cumplirá malamente su cometido. Tras la
muerte prematura de demasiadas sartenes antiadherentes resolví que no valían la
pena: es mucho mejor comprar una sartén hecha de un metal tradicional, como el
aluminio o el hierro fundido, y engrasarla. De esta manera, las sartenes
mejorarán con cada uso, que no al revés: cada vez que engrasamos y cocinamos
con una sartén de hierro fundido, esta adquiere una capa extra; por el
contrario, cada vez que cocinamos con una antiadherente, la superficie se
vuelve menos deslizante.
Pero hay otros motivos para
pensárselo dos veces antes de comprar una sartén antiadherente. Aunque el PTFE
no es una sustancia tóxica, cuando alcanza temperaturas muy altas (por encima
de los 250°) emite varios subproductos gaseosos (fluorocarburos) que pueden ser
nocivos y provocar síntomas similares a los de la gripe («fiebre por vapores de
polímero»). Cuando surgieron las primeras dudas sobre la seguridad de las
sartenes antiadherentes, la industria respondió que las sartenes nunca
alcanzarían temperaturas tan altas en circunstancias normales —aunque la
realidad es que si dejamos una sartén precalentándose y no le ponemos aceite
pueden llegar a esta temperatura perfectamente—. Además, en 2005, la Agencia de
Protección Ambiental de Estados Unidos investigó si el PFOA, una sustancia
usada para la elaboración del teflón, era cancerígeno. DuPont, el principal
fabricante estadounidense, ha asegurado que la cantidad de PFOA que contiene
una sartén acabada es insignificante, pero lo cierto es que, con o sin razón,
mucha gente sigue desconfiando del milagro antiadherente. Ante todos estos
riesgos, ¿cómo se supone que vamos a elegir el recipiente de cocina adecuado?
En 1998, un ingeniero estadounidense llamado Chuck Lemme —considerado el
inventor de veintisiete patentes, cuya gama va desde la hidráulica a los
catalizadores—, decidió abordar la cuestión sistemáticamente, analizando todos
los materiales disponibles y puntuándolos en nueve categorías:
1.
Uniformidad de la temperatura. [Mi
traducción: ¿acabará con los puntos calientes?].
2.
Reactividad y toxicidad. [¿Me va a
envenenar?].
3.
Dureza. [¿Se va a abollar?].
4.
Resistencia pura. [¿Sobrevivirá a una
caída?].
5.
Grado de antiadherencia. [¿Se va a quedar mi
cena pegada en él?].
6.
Facilidad en su mantenimiento. [¿Será fácil
de lavar?].
7.
Eficacia. [¿Transmite bien el calor desde la
base?].
8.
Peso. [¿Puedo levantarlo?].
9.
Coste por unidad. [¿Puedo permitírmelo?].
Lemme puntuó los materiales
del uno al diez en cada categoría y luego situó los resultados en una tabla de
«valoración ideal», siendo 1.000 la puntuación perfecta. Sus resultados
confirmaron cuán difícil es producir el utensilio de cocina perfecto. El
aluminio puro obtuvo una nota muy alta en uniformidad de la temperatura (8,9
sobre 10) —ideal para hacer una tortilla uniforme—, pero muy baja en dureza
(2/10): muchas sartenes de aluminio acaban malamente. El cobre era eficaz
(10/10) pero difícil de mantener (1/10). A nivel general, Lemme descubrió que
ninguna de las «piezas de materiales puros» superaba los 500 puntos en la tabla
de idealidad —que suspendían, vaya—. El mejor material fue el hierro fundido
puro (544,4). Quienes siguen usando baterías de cocina de hierro fundido saben
lo que se hacen, aunque 544,4 no deja de ser una nota baja.
Así pues, la única forma de
acercarse a la puntuación ideal de 1.000 era mezclar metales. Cuando Lemme
realizó su investigación, la opinión generalizada entre los mayores expertos en
recipientes de cocina era que las únicas piezas de cobre que valían la pena
estaban fabricadas con una cantidad muy alta de este metal y una fina capa de
otro material. Sin embargo, Lemme descubrió que incluso una capa finísima de
cobre «galvanizada en el fondo, fundamentalmente por motivos decorativos»,
podía incrementar drásticamente la conductividad del recipiente. Un recipiente
de 1,4 mm de acero inoxidable con una capa de cobre de 0,1 mm aumentaría su
capacidad de igualar los puntos calientes (uniformidad de la temperatura) en un
160%. Hay una forma muy fácil de buscar los puntos calientes en nuestra batería
de cocina: basta con rociar de harina la superficie de un recipiente y ponerlo
en un fuego medio. Podremos ver cómo empieza a formarse una mancha marrón a
medida que la harina se quema. Si la mancha se extiende por toda la superficie,
sabremos que ese recipiente tiene una buena uniformidad del calor. Sin embargo,
lo más probable es que aparezca un puntito marrón hacia el centro: he ahí un
punto caliente. Imaginemos ahora que estamos intentando sofreír unas patatas en
este recipiente: a menos que las movamos con mucha frecuencia, las patatas del
centro, situadas justo sobre ese puntito, se chamuscarán, mientras que las de
los lados se quedarán crudas. Es muy cierto que los buenos recipientes marcan
una diferencia importante en la comida que nos llevamos a la boca.
La sugerencia de Lemme para
dar con el recipiente «casi ideal» era un compuesto: el interior estaría
formado por una aleación de acero inoxidable y níquel, revestido por una de las
superficies antiadherentes más duraderas: el níquel aplicado por proyección
térmica. La capa exterior estaría laminada con aluminio puro: 4 mm de grosor en
el fondo y 2 mm en los lados. Cuando Lemme escribió esto aún no existía un
recipiente de cocina así; era un objeto que pertenecía al reino de la ciencia
ficción. Sin embargo, Lemme nunca produjo o vendió su recipiente ideal: existía
solo en su cabeza y, tras haberlo concebido, decidió centrarse en otro tipo de
inventos. A pesar de eso, el utensilio imaginario y casi ideal de Lemme no
pasaba de los 734 puntos en su escala.
Resulta evidente que algunas
de las muchas cosas que le pedimos a un recipiente de cocina son simple y
llanamente incompatibles. Por ejemplo, una base fina los hace más eficaces a
nivel energético (responden con mayor rapidez a las variaciones de temperatura
de los fuegos); esto puede ser útil, por ejemplo, en la elaboración de salsas o
de tortitas, y se traduce en una factura más barata. Sin embargo, para evitar
los puntos calientes son preferibles las bases gruesas de metal. El grosor
asegura una temperatura más uniforme en la base y una fantástica conservación
del calor. El grueso hierro fundido tarda siglos en calentarse debido a su
densidad, pero una vez que está caliente, se queda caliente; dicho esto, no hay
mejor material para marcar una señora chuleta, ya que conserva la mayoría del
calor cuando la carne fría entra en contacto con el recipiente. Así pues, tanto
un recipiente fino como uno grueso tienen sus atractivos, pero es imposible
fabricar un recipiente fino y grueso al mismo tiempo sin violar las leyes de la
física. El estudio de Lemme demuestra que, por mucho que intenten equilibrarse
los diferentes factores, siempre habrá pérdidas: es muy probable que nunca
exista un recipiente de cocina que se acerque a los 1.000 puntos en la escala
de Lemme.
No obstante, en las últimas
dos décadas la tecnología de los utensilios de cocina ha avanzado muchísimo.
Tal y como predijo Lemme, la clave está en combinar varios materiales.
All-Clad, una de las marcas de artículos de cocina líderes en Estados Unidos,
ha dado con una fórmula patentada, basada en cinco capas de materiales
diferentes: en ella se alternan metales con diferentes grados de conductividad
para «estimular el flujo lateral de energía de cocción y eliminar los puntos
calientes», según reza la página web de la compañía, con un núcleo de acero
inoxidable que garantiza la estabilidad. Estos utensilios, además, están
especialmente diseñados para trabajar con las «cocinas de inducción más
punteras». Estoy segura de que las piezas de All-Clad sacarían muy buena nota
en todas las categorías de Lemme salvo en una: el coste asciende a varios
cientos de dólares por unidad. Según el Dr. Nathan Myhrvold, el desembolso por
estos utensilios de vanguardia podría no merecer la pena. Myhrvold, que fue
director de tecnologías de la información de Microsoft antes de pasarse a la
comida, es el principal autor (junto a Chris Young y Maxime Bilet) de Modernist Cuisine (2011), un libro de
seis volúmenes y 2.438 páginas que aspira a «reinventar la cocina». Desde un
laboratorio de cocina ultramoderno situado cerca de Seattle, en la sede de su
compañía Intellectual Ventures (que se ocupa de patentes e inventos), Myhrvold
y su equipo de investigadores se preguntaron qué había detrás de numerosas
técnicas de cocina en las que hasta entonces nadie se había parado a pensar,
dándolas por descontadas. Si Myhrvold quería conocer la manera exacta en que la
comida se cocinaba en una olla a presión o en wok, partía un alimento en dos, a mitad de la cocción, y lo
fotografiaba. Entre sus sorprendentes y útiles descubrimientos encontramos que
las bayas y la lechugas permanecen frescas durante más tiempo si antes de
meterlas al frigorífico las bañamos en agua caliente; o que no es
imprescindible cocinar el confit de
pato en su propia grasa (un baño de agua al vacío funciona igual de bien).
Myhrvold también se planteó la cuestión del utensilio de cocina ideal.
Tras costosos experimentos,
el autor de Modernist Cuisine llegó a
la conclusión de que «ningún recipiente puede calentarse y alcanzar la
uniformidad completa». También apuntaba que mucha gente (rica) tenía carísimas
baterías de cocina de cobre «colgando en la cocina cual trofeos»; sin embargo,
ni siquiera el recipiente más conductor podía asegurar una cocción uniforme.
Con toda esta obsesión por las ollas y las cacerolas y las sartenes, la gente se
ha olvidado de otro elemento básico en el proceso de cocción: la fuente de
calor. Los experimentos de Myhrvold le enseñaron que el típico fogón de gas
pequeño, de solo 6 cm de diámetro, no era lo suficientemente grande para
difundir el calor de manera uniforme «hasta la zona más alejada del
recipiente», por muy fantástico que sea. ¿Que cuál era su consejo? «Puedes
escatimar con el recipiente, pero elige cuidadosamente el fogón». Suponiendo
que tengamos un fogón considerable (lo ideal sería que su diámetro fuese igual
que el del propio recipiente), Myhrvold descubrió que una cacerola de aluminio
y acero inoxidable barata «da unos resultados casi idénticos a los de una
cacerola de cobre». Está bien saberlo, aunque no sirve de mucho para quienes
tengan una cocina normal y corriente, sin demasiados bártulos ni florituras,
con fogones de un tamaño medio. Luego está la maña de cada uno. Yo decidí poner
a prueba la teoría de Myhrvold en mis fogones de gas, sin duda más pequeños que
los suyos (aunque al menos los botones funcionan casi siempre, no como en la
cocina de nuestra antigua casa). Cogí mi sartén más pequeña y la puse sobre el
fogón más grande para sofreír unas rodajas de calabacín. Se podía apreciar que
la conducción del calor era más uniforme y potente; las rodajas de calabacín
casi parecían querer saltar de la sartén. Luego empezaron a arder. Desde
entonces, volví gustosa a la imperfección de los utensilios muy grandes y los
fogones muy pequeños: prefiero soportar los molestos puntos calientes que
acabar con las cejas chamuscadas.
El recipiente de cocina
ideal —al igual que la casa ideal— no existe, pero no pasa nada. Los
recipientes nunca han sido perfectos, ni tienen que serlo. No solo son objetos
con los que hervir y saltear, freír y guisar; también son parte de la familia,
llegamos a conocer sus manías y sus cambios de humor. Y, lo más importante,
siempre nos las acabamos apañando: echamos mano de nuestra mejor olla por aquí,
de una cacerola mediocre por allá, y al final la cena llega a la mesa. Y comemos.
Olla arrocera
Cuando las ollas arroceras
eléctricas llegaron a los hogares japoneses y coreanos en los años 60, la vida
cambió. Hasta entonces, la organización y el horario de toda la tarde venían
dictados por la necesidad de cocinar arroz blanco glutinoso al vapor (piedra
angular de cada comida). Había que poner el arroz a remojo, lavarlo y tener
siempre un ojo en el recipiente de barro donde se cocinaba, para evitar que se
quemase.
La
olla arrocera (un recipiente con un calentador en la base y un termostato)
acabó con todo aquel trabajo y todas aquellas preocupaciones. En las versiones
más modernas, lo único que hay que hacer es elegir la cantidad de arroz lavado
y de agua, y accionar el interruptor. El termostato le dice a la olla cuándo se
ha absorbido toda el agua, y esta pasa de caliente a tibia. La mayoría de ollas
arroceras de luxe conservan el arroz
a una buena temperatura durante horas, e incluso tienen una función con
temporizador para programarlas antes de irnos al trabajo.
Las ollas arroceras eran la
combinación ideal entre cultura y tecnología, y los primeros modelos imitaban
la lenta cocción de los recipientes de barro tradicionales japoneses (a
diferencia de los microondas, que cambiaron toda la estructura de las comidas
familiares, las ollas arroceras permitieron a las familias asiáticas seguir
preparando sus comidas tradicionales, pero con una comodidad infinitamente
mayor).
Where
There are Asians, There are Rice Cookers [Donde hay asiáticos, hay
ollas arroceras] fue el título de una monografía de Yoshiko Nakano publicada en
2009. Nada de televisiones: la olla arrocera es el utensilio eléctrico más
importante de los hogares nipones. Y el caso es que todo ocurrió a una
velocidad endiablada. Las ollas arroceras eléctricas pertenecen al boom electrónico del «Fabricado en
Japón» de los años 50. La primera olla automática fue puesta en el mercado por
Toshiba en 1956. En 1964, menos de diez años después, un 88% de los hogares
japoneses tenía una. Desde Japón viajaron a Hong Kong, y luego a la China
continental y a Corea del Sur (donde se diseñaron nuevos modelos con mayor
presión, para que el arroz quedase más suave, como gusta a los coreanos). Puede
que en las diminutas cocinas rurales de China la olla arrocera sea el único
fogón, el que se usa tanto para preparar viscosas gachas de arroz congee como para hacer un arroz al
vapor. Lo que no cuecen tan bien (al menos por ahora) son los granos de arroz
más largos, provenientes de la India y Pakistán: el arroz basmati tiene que quedar esponjoso y suelto, y la lenta cocción al
vapor de las ollas arroceras no le sienta nada bien, pues se vuelve pegajoso.
Esto podría explicar por qué la India todavía no se ha contagiado completamente
de la adicción china por estos aparatos.
Capítulo
2 Cuchillos
Al poeta su pluma, al pintor su pincel,
al cocinero su cuchillo.
F. T. Cheng,
Reflexiones de un gourmet chino, 1954
Un buen día estaba yo
preparando una pila de sándwiches de pepino cuando, en vez del pepino, me
rebané un dedo. Mi herida fue el resultado de la sobreexcitación producida por
la reciente adquisición de una mandolina japonesa. «Mujer con mandolina»,
gritaban despreocupados los graciosetes de Urgencias: estaba claro que yo no
era la primera idiota que se cortaba con este utensilio relativamente
siniestro. Muchos cocineros entusiastas tienen una mandolina abandonada
permanentemente en algún oscuro armario, con unas gotitas de sangre seca. «
¡Cuidado con los dedos!», decía la caja, y la verdad es que algo tenía que
haberme olido. Sin embargo, la emoción de ver el montoncito de rodajas de
pepino transparentes logró, quién sabe cómo, distraerme, y antes de que me
diese cuenta había una rodaja de mí al otro lado de la hoja, yaciendo entre los
pepinos. Eso sí, podía haber sido peor: mientras esperaba a los enfermeros, me
sentí aliviada al recordar que había dispuesto la mandolina para que cortase en
rodajas lo más finas posible.
Las cocinas pueden ser
lugares peligrosos. La gente se quema, se hiere, se congela y, sobre todo, se
corta. Después del incidente de la mandolina, me apunté a un curso de manejo de
cuchillos que organizaba una escuela de cocina nueva y flamante a las afueras
de mi ciudad. La mayoría de hombres del curso tenían cuchillos que les habían
regalado sus esposas y sus novias —convencidas de que los cuchillos son ese
tipo de cosas con los que se divierten los hombres, como los trenes de juguete
y las taladradoras—, y se acercaban a la tabla de cortar con cierta
fanfarronería; las mujeres parecíamos más tímidas en un principio. Todos, sin
excepción, nos habíamos apuntado por voluntad propia, ya fuese por placer (como
el yoga) o para superar algún tipo de fobia o ansiedad relacionada con los
cuchillos (como en una clase de defensa personal). Tenía la esperanza de que me
enseñasen a cortar en dados cual samurai, a dar machetazos cual carnicero y a
aniquilar la cebolla a una velocidad ultrasónica cual chef de televisión. De
hecho, una buena parte del curso estaba dedicada a la seguridad: cómo coger las
verduras, poniendo la mano en forma de garra, con los pulgares por debajo y los
nudillos siempre pegados al cuchillo para no cortar, en un momento de
distracción, un trozo de pulgar además de la zanahoria; cómo sujetar la tabla
de cortar con un trapo húmedo; cómo guardar los cuchillos en una vaina de
plástico o en una banda magnética. Nuestros miedos, al parecer, estaban
justificados. La profesora (una señora sueca muy competente) nos advirtió de
los espantosos accidentes que se pueden producir al dejar unos cuantos
cuchillos afilados en un cuenco espumoso con agua y lavavajillas: te olvidas de
que los cuchillos están ahí, luego metes la mano y el agua se tiñe de rojo poco
a poco, como en una escena de Tiburón.
Los cuchillos de cocina
siempre han estado un pasito por detrás de
las armas. Se trata de
utensilios diseñados para romper, desfigurar y mutilar, aunque solo se esté
cortando un puerro. A diferencia de los leones, no tenemos la capacidad de
desgarrar la carne solo con nuestros dientes, así que inventamos las
herramientas para cortar y que hiciesen ese trabajo por nosotros. El cuchillo
es el utensilio más antiguo del arsenal de un cocinero; es uno o dos millones
de años (dependiendo del antropólogo al que creas) más viejo que el dominio del
fuego. Cortar con una u otra herramienta es la forma más básica de procesar
alimentos, y los cuchillos cumplen algunas de las funciones para las que no
está capacitada la débil dentadura humana. Los primeros ejemplos de
herramientas para cortar se remontan a dos millones seiscientos mil años, en
Etiopía, donde en unas excavaciones se descubrieron rocas y huesos afilados con
marcas de cortes, que indicaban que se habían usado para separar la carne cruda
del hueso. Ya por aquel entonces había una cierta sofisticación en el manejo
del cuchillo. Los seres humanos de la Edad de Piedra diseñaron numerosas
herramientas para cortar con las que satisfacer sus necesidades: los
arqueólogos han identificado hachas afiladas, raspadores (tanto resistentes
como ligeros), percutores y diversos objetos esferoides para golpear la comida.
En esta primera etapa ya se aprecia que el hombre no cortaba sus alimentos al
tuntún, sino que tomaba decisiones meditadas sobre los tipos de corte y las
herramientas que utilizaba. A diferencia de la cocina, la elaboración de herramientas
no es una actividad exclusivamente humana. Los chimpancés y los bonobos (otro
tipo de simios) han demostrado ser capaces de golpear unas rocas contra otras
para crear herramientas afiladas. Los chimpancés pueden usar piedras para
romper frutos secos y ramitas para sacar fruta de una cáscara. Los simios
también golpeaban piedras hasta obtener lascas, pero no hay pruebas de que
transmitiesen estas habilidades en la elaboración de herramientas de un simio a
otro, como sí hacían los homínidos. Además, los primates parecen prestar menos
atención a los materiales brutos que los humanos: desde el principio, los
homínidos se ocupaban de encontrar las mejores rocas para cortar, en lugar de
limitarse a usar las más convenientes, y estaban dispuestos a viajar para
encontrarlas. ¿Con qué roca se conseguiría la lasca más afilada? Los
fabricantes de herramientas de la Edad de Piedra experimentaron con el granito
y el cuarzo, la obsidiana y el sílex. Los fabricantes de cuchillos actuales
siguen buscando los mejores materiales para lograr una hoja afilada; la
diferencia es que el arte de la metalurgia ha expandido enormemente sus
horizontes desde la Edad de Bronce. Del bronce al hierro, del hierro al acero,
del acero al acero al carbono, y de ahí al acero al carbono alto y al acero
inoxidable; y así sucesivamente, hasta el elaborado titanio y los laminados.
Hoy día podemos gastar
grandes sumas de dinero en un cuchillo de chef japonés, hecho a mano por un
maestro cuchillero usando acero enriquecido con molibdeno o vanadio. Un
cuchillo así realizaría tareas que dejarían boquiabierto a un hombre de la Edad
de Piedra, y se abriría paso a través de la dura corteza de una calabaza como
si fuera una pera. Según mi experiencia, nueve de cada diez chefs a los que
preguntes te dirán que su utensilio de cocina favorito es el cuchillo. La
respuesta es tan sumamente obvia que lo dicen con un cierto tono de
impaciencia, y es que la base de toda gran comida está en un corte preciso. Un
chef sin cuchillo sería como un peluquero sin tijeras. El trabajo con el
cuchillo (incluso más que la aplicación de calor) es la actividad fundamental
de los chefs: usan una hoja afilada para convertir los ingredientes en algo que
se pueda cocinar. Cada chef tiene su cuchillo predilecto: una cimitarra curva;
un cuchillo francés de hoja recta (de esos que vemos llenos de sangre en las
películas), diseñado para uso de los carniceros que trabajaban la carne de
caballo; un cuchillo alemán puntiagudo, o un hacha de cocina. Una vez conocí a
un chef que decía usar un cuchillo de pan para cortarlo absolutamente todo; le
gustaba no tener que afilarlo. Los hay que prefieren los diminutos cuchillos
para pelar, que diseccionan la comida con una precisión digna de un bisturí.
Casi todos confían en el clásico cuchillo de chef, de 23 o 25 cm, porque tiene
el tamaño adecuado para satisfacer la mayoría de necesidades: lo bastante largo
para cortar en trozos, lo bastante corto para cortar en filetes. Un buen chef
pasará sus cuchillos por la chaira varias veces a lo largo de un turno de
trabajo, y realizará movimientos ágiles y diestros con la hoja en un ángulo de
20 grados para asegurarse de que el cuchillo nunca pierde su «mordisco».
Sin embargo, la historia de
los cuchillos y la comida no habla solo de unas herramientas para cortar que se
hacen cada vez más afiladas y resistentes, sino que también aborda el cómo nos
enfrentamos a la alarmante violencia inherente a estos utensilios. Nuestros
antepasados de la Edad de Piedra cogían los materiales que tenían a su disposición
y (por lo que podemos suponer) los afilaban tanto como podían; sin embargo,
cuando la técnica en la elaboración de cuchillos se desarrolló y empezaron a
usarse el hierro y el acero, los cuchillos afilados se convirtieron, como quien
no quiere la cosa, en un objeto letal. « ¡Cuidado con los dedos!». Si la
función primaria de un cuchillo es cortar, la función secundaria siempre ha
sido dominar esta potencia de corte. Los chinos lo hicieron confinando sus
cuchillos a la cocina, donde reducían su comida a bocados diminutos con una
enorme hacha de cocina, manteniéndolos fuera de la vista. Los europeos lo
hicieron, en un primer momento, creando una serie de elaboradas reglas sobre el
uso del cuchillo en la mesa (los buenos modales en la mesa se fundaron en torno
al miedo de que el hombre que estaba sentado a tu lado te clavase su cuchillo)
y, en segunda instancia, inventando los «cuchillos de mesa», tan romos y poco
resistentes que harían del cortar personas (en vez de comida) una actividad
harto ardua.
Sentimos
un regocijo peculiar cuando cogemos un cuchillo que encaja a la perfección en
nuestra mano, y nos quedamos prendados de la facilidad con la que pica la
cebolla, casi sin que tengamos que hacer ningún esfuerzo. En el curso de manejo
de cuchillos nuestra profesora nos enseñó a despiezar un pollo: para separar
las patas del muslo, hay que buscar dos pequeños bultitos que el cuchillo corta
como mantequilla. Sin embargo, esto solo funciona cuando el utensilio está bien
afilado.
Los chefs siempre dicen que
el cuchillo más seguro es el cuchillo más afilado (lo cual es cierto, hasta que
se produce un accidente). Entre los cocineros domésticos, la técnica para
mantener un cuchillo bien afilado ha dejado de ser una habilidad universal para
convertirse en una pasión privada. La figura del afilador itinerante
victoriano, que podía afilar un juego de cuchillos en cuestión de minutos —a
cambio de la voluntad, ya fuesen unos cuantos peniques o una pinta de cerveza—,
desapareció hace tiempo[6].
El afilador ha sido sustituido por fervientes amantes de los cuchillos, que ya
no los afilan por oficio o necesidad, sino por la pura satisfacción que les
produce, y que se intercambian consejos y trucos en foros de internet. Las
opiniones difieren al preguntar sobre la mejor piedra de afilar: una piedra de
agua japonesa, una piedra de amolar tradicional, una piedra de Arkansas o una
piedra sintética de óxido de aluminio. (No conozco a ningún buen amante de los
cuchillos partidario de los afiladores eléctricos, que suelen ser vilipendiados
porque afilan con demasiada agresividad y echan a perder los buenos cuchillos).
En cualquier caso, se elija
la herramienta que se elija, el principio básico siempre es el mismo: los
cuchillos se afilan puliendo el metal,
empezando con un movimiento
abrasivo y brusco para ir suavizándolo hasta lograr el filo deseado. También
hay quien prefiere afilar sus cuchillos después de cada uso, deslizándolos por
una chaira de acero para realinear el filo. Con el afilado podemos lograr que
un cuchillo que ya lo tenga conserve su filo, pero jamás podremos afilar un
cuchillo desafilado.
Pero ¿qué quiere decir que
un cuchillo está afilado? Es una cuestión de ángulo. Una hoja afilada se
consigue cuando dos superficies, los biseles, se unen para crear un ángulo fino
en forma de V. Si pudiésemos estudiar el corte transversal de un cuchillo
afilado, veríamos que el ángulo típico que forman los cuchillos de cocina
occidentales es de unos 20 grados: la dieciochoava parte de un círculo. Los
cuchillos europeos suelen tener un doble biselado; esto quiere decir que la
hoja está afilada por ambos lados, para un total de 40 grados. Cada vez que
usamos un cuchillo el filo se desgasta, y el ángulo se va perdiendo de forma
gradual. Los afiladores renuevan el filo puliendo parte del metal en ambos
lados de la V y devolviendo al cuchillo el ángulo original. A medida que el
cuchillo se usa y se afila una y otra vez, la hoja va disminuyendo
paulatinamente.
En un universo ideal, los
cuchillos podrían tener un ángulo de cero grados, que representaría el filo
infinito. Sin embargo, la realidad también tiene sus ventajas: si bien es
cierto que los cuchillos con un filo fino cortan mejor (igual que las cuchillas
de afeitar), si son demasiado finos no serán lo suficientemente resistentes
como para trocear, y entonces apaga y vámonos. Mientras que los cuchillos de
cocina occidentales se afilan con un ángulo de unos 20 grados, los japoneses,
más finos, llegan a los 15 grados. Este es uno de los motivos por el que muchos
chefs prefieren los cuchillos japoneses. Hay muchos puntos sobre los que la
comunidad de amantes de los cuchillos no se pone de acuerdo. El mejor cuchillo,
¿es grande (hay una teoría que afirma que los cuchillos pesados hacen la mayor
parte del trabajo por ti) o pequeño (según otros, los cuchillos pesados causan
dolores musculares)? ¿Se trabaja mejor con una hoja recta o curva? Tampoco hay
consenso sobre la mejor forma de probar el filo de una hoja para ver si
«muerde». ¿Tenemos que usar el pulgar (para luego poder ir por ahí alardeando
de que somos uno con el metal) o es mejor cortar una verdura al azar o un
bolígrafo? Hay un chiste sobre un hombre que prueba el filo de su cuchillo con
la lengua: las hojas afiladas saben a metal; las hojas muy afiladas saben a
sangre.
Lo que sí une a los amantes
de los cuchillos es la certeza de que poseer un cuchillo afilado, y manejarlo
con maestría, provoca la mayor sensación de poder que se puede sentir en una
cocina. Reconozco, y no sin vergüenza, que no fue hasta muy entrada mi vida en
la cocina cuando descubrí por qué la mayoría de chefs piensa que el cuchillo es
el utensilio de cocina indispensable. Las chalotas o las roscas de pan ya no
nos pondrán nerviosos nunca más; miraremos a la comida y seremos conscientes de
que podemos cortarla en trozos de cualquier tamaño; nuestros platos adquirirán
mayor delicadeza. Una cebolla bien picada (en daditos diminutos, sin trozos
grandes que desentonen) le da un punto agradable al risotto, porque la cebolla y los granos de arroz se funden en
armonía. Un cuchillo de pan bien afilado ofrece la posibilidad de cortar
finísimas y elegantes tostadas. Quien se haga con el control de un cuchillo
afilado se habrá hecho con el control de toda la cocina.
Aunque esto no sea ninguna
revelación, conviene apuntar que la excelencia con el cuchillo ya no es algo
que despierte tanto entusiasmo; de hecho, hay un buen número de cocineros muy
puestos, cuya única pega es tener un juego de cuchillos sosísimo. Lo sé porque
era mi caso. Se puede sobrevivir perfectamente en una cocina moderna sin tener
un manejo del cuchillo digno de un explorador: cuando haya que picar o cortar
algo en tiras muy finas le pasamos el muerto al robot de cocina y aquí paz y
después gloria. No estamos en la Edad de Piedra, por mucho que quisieran algunos
amantes de los cuchillos, y nuestro estilo de alimentación nos permite comer
aunque nos falte el manejo más rudimentario del cuchillo (por no hablar ya de
la capacidad de fabricar nuestros propios cuchillos). El pan ya viene en
rebanadas y las verduras también pueden comprarse cortadas. En otro tiempo, eso
sí, el eficaz manejo de un cuchillo era una habilidad más básica y necesaria
que el saber leer o escribir.
En
la Europa medieval y renacentista, cada uno llevaba consigo su cuchillo y lo sacaba
cuando se sentaba a la mesa. Casi todo el mundo llevaba un cuchillo para comer
en una vaina que colgaba, tintineando, del cinturón. Este cuchillo valía tanto
para trocear la comida como para defenderse de un enemigo; era al mismo tiempo
prenda (como puede serlo un reloj hoy en día) y herramienta; era la posesión
más universal, y a menudo la más preciada. Al igual que la varita mágica de
Harry Potter, el cuchillo estaba hecho a medida de su portador. Los mangos
estaban construidos en latón, marfil, cuarzo, vidrio o concha; en ámbar, ágata,
nácar o carey. Podían estar tallados o grabados con imágenes de bebés,
apóstoles, flores, campesinos, plumas y palomas. Por aquel entonces, comer con
un cuchillo ajeno equivaldría a lo que para nosotros es lavarse los dientes con
el cepillo de un desconocido. Era tan normal llevar encima el propio cuchillo
(como nos pasa con un reloj) que uno hasta podía empezar a considerarlo una
parte de sí mismo, y olvidar que estaba ahí. Un texto del siglo VI (la Regla de
san Benito) les recordaba a los monjes que tenían que desatar el cuchillo de
sus cinturones antes de irse a la cama, para no cortarse por la noche. Las
posibilidades de que esto sucediera eran muy altas, habida cuenta de que por
aquel entonces los cuchillos, con su forma de daga, eran muy afilados. Y es que
tenían que serlo, pues podían ser convocados para cortar cualquier cosa, desde
un correoso pedazo de queso hasta una crujiente barra de pan. Además de la
ropa, el cuchillo era la única posesión que toda persona adulta necesitaba. A
menudo se ha cometido el error de pensar que los cuchillos, como los objetos
violentos en potencia que son, eran exclusivamente masculinos; sin embargo, las
mujeres también los llevaban. Un cuadro de H. H. Kluber que data de 1640 retrata
a una familia suiza acaudalada preparándose para un banquete de carne, pan y
manzanas: las hijas de la familia llevan flores en el pelo y, colgando de sus
vestidos rojos, atados a unas cuerdas alrededor de la cintura, vemos cuchillos
plateados. Al llevar un cuchillo pegado al cuerpo a todas horas, lo normal
sería estar familiarizado con su forma.
Los cuchillos afilados
tienen una anatomía determinada. Al final de la hoja encontramos la punta, la
parte más puntiaguda, útil para ensartar o perforar. Podemos usar la punta del
cuchillo para cortar pasteles, sacar las pepitas de un limón partido por la
mitad o atravesar una patata hervida para comprobar si está hecha. La parte
principal de la hoja (el filo inferior, con el que se corta) se conoce en
inglés como la «barriga» o la «curva» del cuchillo, y es la encargada de
realizar la mayor parte del trabajo, desde picar verduras hasta cortar filetes.
Si lo ponemos de lado podremos usarlo para aplastar ajos con una pizca de sal
gruesa (¡y adiós a la prensa de ajos!). Justo al otro lado de la barriga
encontramos, lógicamente, el «lomo» del cuchillo, la parte desafilada con la
que no se corta, pero que proporciona peso y equilibrio. La parte afilada más
gruesa, el inicio del filo, situado junto al mango, es el «talón» del cuchillo,
perfecto para cortar los alimentos más duros como frutos secos o repollos.
Luego la hoja deja paso a la «espiga», el trozo de metal escondido que une el
cuchillo y el mango, y que puede ser parcial (si solo llega hasta un cierto
punto del mango) o total. Actualmente, muchos cuchillos japoneses de alta gama
carecen de espiga, y es que todo el cuchillo, mango incluido, está formado por
una sola pieza de acero. El mango y la hoja se encuentran en el llamado «retén»
o «tope» del cuchillo, y al final del mango encontramos lo que en inglés se
conoce como «culo» del cuchillo. Cuando uno empieza a sentir apego por los
cuchillos, comienza a apreciar cada detalle, desde la calidad de los remaches
del mango a la línea del «talón». Estos, que son ahora placeres arcanos, eran
antiguamente compartidos por todo el mundo: un buen cuchillo era motivo de
orgullo. Cuando te echabas mano al cinturón y lo desenfundabas, el mango
familiar, desgastado y brillante por el uso, se adaptaba a tu mano para que
cortases tu pedazo de pan, pinchases tu trozo de carne o pelases tu manzana. El
valor de un cuchillo afilado era por todos conocido, pues sin él resultaba
mucho más difícil comerse la mayor parte de los alimentos que había sobre la
mesa. De la misma manera, todos sabían que afilado era sinónimo de acero, que
en el siglo XVI ya era el metal más preciado entre los cuchilleros.
Los primeros cuchillos de
metal se elaboraron durante la Edad de Bronce (entre el 3.000 y el 700 a. de
C.) con dicho material. Estos cuchillos se parecían a los actuales en que,
además de un filo cortante, tenían una espiga y un tope donde poder encajar el
mango. Sin embargo, el filo no funcionaba todo lo bien que debiera puesto que
el bronce es un material horroroso para las hojas (demasiado blando para
conseguir un borde afilado de verdad). Que el bronce no es buen material para
hacer cuchillos también lo confirma el hecho de que durante la Edad de Bronce
los utensilios para cortar siguieran haciéndose de piedra, pues superaba en
muchos aspectos a aquel metal tan a la moda.
El hierro resultó ser mejor
material que el bronce para la elaboración de cuchillos. De hecho, la Edad de
Hierro fue la primera gran «edad de los cuchillos», en la que se acabó por fin
con las hojas de piedra (que se usaban desde los tiempos de los olduvayenses,
hace dos millones seiscientos mil años). Al ser un metal más duro, el hierro
podía afilarse mucho más que el bronce; también resultaba práctico para forjar
herramientas más grandes y pesadas. Los herreros de la Edad de Hierro hacían
hachas muy, pero que muy decentes. Para los cuchillos, en cambio, el hierro no
era lo ideal: sí, era más duro que el bronce, pero no tardaba en oxidarse y
conferir mal sabor a la comida. Además, los cuchillos de hierro seguían sin ofrecer
el mejor de los filos.
El gran avance llegó con el
acero, que sigue siendo, de una u otra forma, el material con el que se hacen
casi todos los cuchillos afilados —excepción hecha de los nuevos cuchillos de
cerámica, descritos como la mayor innovación en materia de elaboración de
cuchillos de los últimos tres milenios, y que van como la seda para cortar
suaves filetes de pescado o partir tomates, pero son demasiado frágiles para un
troceado más intenso—. Para lograr una hoja en la que se conjuguen filo, dureza
y resistencia, nada ha superado todavía al acero.
El acero no es más que
hierro con una minúscula proporción de carbono añadido, entre un 0,2 y un 2% en
peso de su composición. Sin embargo, esta minúscula cantidad marca la
diferencia: el carbono es lo que hace al acero lo bastante duro como para
obtener una hoja afilada, pero no lo demasiado duro como para no poder
afilarse. Si se añade demasiado carbono, el acero se volverá quebradizo y se
partirá bajo presión. Un 0,75% de carbono es la cantidad ideal para la mayoría
de cuchillos de cocina: con él se logra el «acero puro», con el que conseguir
una hoja afilada y resistente, fácil de moldear, sin que por ello sea fácil de
romper. El tipo de cuchillo que podría cortar prácticamente cualquier cosa.
En el siglo XVIII, los
métodos para elaborar acero al carbono se habían industrializado y este
material extraordinario se usaba en la fabricación de una gama cada vez mayor
de herramientas especializadas. El negocio de la cubertería ya no se basaba en
la creación de dagas personalizadas de uso individual, sino en la elaboración
de un variado repertorio de cuchillos para usos muy específicos: cuchillos para
cortar en filetes, cuchillos para pelar, cuchillos para pasteles… Todos de
acero.
Estos cuchillos especializados
eran tanto causa como consecuencia del arte culinario europeo. Muchos han
observado que la haute cuisine
francesa que dominó las acaudaladas cocinas europeas del siglo XVIII era una
gastronomía de salsas: besamel, velouté,
española, alemana (las cuatro salsas madre de la chef francesa Marie-Antoine
Carême, que luego se convertirían en las cinco salsas madre de Escoffier, que
obvió la alemana y añadió la holandesa y la salsa de tomate). Cierto, pero
también era una cocina de cuchillos especializados y cortes precisos. No
obstante, los franceses no fueron los primeros en usar unos cuchillos
determinados para realizar unas tareas precisas. Al igual que ocurre con la
gastronomía francesa en general, su multitud de cuchillos se remonta a la
Italia del siglo XVI. En 1570, Bartolomeo Scappi, el cocinero italiano del
Papa, tenía miríadas de cuchillos a su disposición: cimitarras para desmembrar;
cuchillos de hoja gruesa para machacar; cuchillos desafilados para la pasta, y
espátulas largas y finas para pasteles. Sin embargo, Scappi nunca estableció un
código exacto sobre cómo habrían de usarse las diferentes hojas. «Luego
machacar con un cuchillo», decía, o «cortar en lonchas»; no catalogaba
formalmente, en suma, las diferentes técnicas para cortar. Fueron los franceses
quienes, merced a su pasión por la exactitud cartesiana, convirtieron el manejo
del cuchillo en sistema, reglamento y religión. La firma de cubertería Sabatier
produjo por primera vez cuchillos de acero al carbono en la ciudad de Thiers, a
principios del siglo XIX (en la misma época en la que se acuñó el concepto de
gastronomía, gracias a los escritos de Grimod de la Reynière y Joseph Berchoux
y a la cocina de Carême). Los cuchillos y la cuisine iban de la mano: allá donde viajasen los chefs franceses,
llevaban consigo una serie de estrictas técnicas de corte (el picado, la
chifonada, la juliana) y los cuchillos necesarios para llevarlas a cabo.
La cocina francesa, por
sencillo que sea el plato, esconde un meticuloso manejo del cuchillo. Las
ostras crudas servidas en una concha que nos ofrecen en un restaurante parisino
no parecen cocinadas en absoluto, pero lo que las convierte en un placer al
paladar, además de su frescura, es que alguien ha abierto hábilmente cada
molusco con un abreostras, deslizando su cuchillo para cortar el músculo
abductor que mantiene la concha cerrada sin romper el molusco. En cuanto al
vinagre de chalota con el que se sirven las ostras, alguien ha tenido que
esmerarse en picar las chalotas al estilo brunoise,
en daditos de 2 mm. Esta es la única forma de evitar que el sabor decidido de
las chalotas se imponga sobre el de las delicadas ostras salinas.
El
sabroso filete francés que nos mira desde el plato de una forma tan sugerente
(ya sea onglet, pavé o entrecot) ha
pasado por una carnicería francesa en la que utilizan unos utensilios
particulares: una inmensa hacha de cocina para los cortes más brutales de los
huesos, un delicado cuchillo de carnicero para realizar los cortes complejos, y
quizá una maza (batte à côtelettes)
para aplastar la carne antes de cocinarla. La típica cocina francesa también
cuenta con cuchillos para el jamón y el queso, cuchillos para cortar en juliana
y cuchillos en pico para las castañas.
La haute cuisine profesional se basaba en la especialización. El gran
chef Escoffier, que sentó las bases de la gastronomía de los restaurantes
franceses modernos, organizó la cocina dividiéndola en zonas separadas para
salsas, carnes y pasteles. Cada una de estas zonas tenía sus cuchillos específicos.
En una cocina organizada según los principios de Escoffier, una persona podría
tener el cometido de «convertir» las patatas en pequeños y perfectos balones de
fútbol; para ello utilizaría un pequeño cuchillo de tourné, con una hoja de pico de pájaro. Esta hoja curva sería harto
incómoda para trabajar sobre una tabla de cortar, por culpa del ángulo del
cuchillo; en cambio, es precisamente ese arco el que lo hace ideal para pelar
alimentos redondos que sujetamos con la mano, siguiendo su contorno hasta que
nos queda una esfera agradable a la vista. Las verduras torneadas decorativas
(tan elegantes, tan fantásticas, tan inconfundiblemente francesas) son el
resultado directo de un tipo de cuchillo determinado, manejado de una manera
concreta, guiado por una filosofía de la cocina específica.
Nuestra comida está moldeada
por los cuchillos, y nuestros cuchillos están diseñados siguiendo esa
misteriosa combinación de recursos locales, innovación tecnológica y
preferencias culturales que se unen para crear un estilo de cocina. El manejo
del cuchillo de los franceses no es el único. En el caso de China, por ejemplo,
encontramos todo un enfoque sobre la alimentación y la cocina basado en un
único cuchillo, el tou (al que a
veces se han referido como hacha de cocina china), acaso el cuchillo más
tremendamente útil jamás diseñado.
Los utensilios para cortar
se dividen entre aquellos que tienen única y exclusivamente una función -el
cuchillo para gorgonzola, el cuchillo para marisco con su forma de flecha o el
cortapiñas que se abre camino en espiral a través de la pulpa amarilla,
separándola de la dura corteza y dejando solo perfectos y jugosos aros de piña-
y aquellos que pueden ser llamados a desempeñar innumerables tareas: los
multiusos.
Las diferentes culturas
culinarias han producido diferentes cuchillos multiusos. El ulu inuit, por ejemplo, es una hoja con
forma de abanico (parecida a la mezzaluna
italiana) que las mujeres esquimales usaban para cualquier tarea, desde cortar
el pelo a los niños hasta moldear bloques de hielo, pasando por trocear
pescado. El santoku japonés es otro
multiuso, que actualmente está considerado como uno de los mejores cuchillos
todoterreno que toda cocina querría tener. Es mucho más ligero que el cuchillo
de chef europeo; cuenta con una punta redondeada y, a menudo, pequeños huecos
de forma ovalada (llamados divots) a
lo largo de la hoja. La palabra japonesa santoku
quiere decir «tres usos», ya que este cuchillo es igual de bueno para
trocear carne, picar verduras y cortar filetes de pescado.
Sin embargo, puede que no
exista un cuchillo tan multifuncional, o al menos tan fundamental para una
cultura culinaria, como el tou chino. A menudo nos referimos a este maravilloso
cuchillo como «hacha de cochina», ya que su hoja tiene la misma forma cuadrada
que la que usan los carniceros para trabajar los huesos. No obstante, el tou es
un cuchillo de cocina que sirve para todo (y por una vez no estamos
exagerando). Según E. N. Anderson, antropólogo especializado en China, el tou
ejemplifica el principio de «minimax»: máximo valor al mínimo coste y esfuerzo.
El énfasis está puesto en la frugalidad: «las mejores cocinas chinas son
capaces de extraer el máximo potencial culinario con el mínimo número de
utensilios de cocina». El tou viene que ni pintado.
Un cuchillo de hoja
grande, escribe Anderson, sirve para: Cortar leña, destripar y escamar pescado,
partir verduras, picar carne, aplastar ajo (con el canto desafilado de la
hoja), cortarse las uñas, sacar punta a los lápices, tallar nuevos palillos,
matar cerdos, afeitarse (si está lo bastante afilado, y se supone que ha de
estarlo) y ajustar cuentas, viejas y nuevas, con los enemigos de uno.
Lo que hace del tou un cuchillo aún más versátil es el
hecho de que, a diferencia del ulu de
los inuit, dio origen a la que hoy en día está ampliamente considerada como una
de las dos mejores gastronomías del mundo (la otra es la francesa). Desde
tiempos inmemoriales, la principal característica de la cocina china era la
mezcla de sabores que se logra con el picado finísimo de sus ingredientes,
gracias al tou. Durante la dinastía
Zhou (1.045–256 a. de C.), cuando el hierro apareció en China por primera vez,
el arte de la alta gastronomía era denominado «k’o’peng», a saber: «cortar y cocinar». Se decía que el filósofo
Confuncio (que vivió entre los años 551 y 479 a. de C.) no comía carne que no
hubiese sido cortada correctamente. Alrededor del 200 a. de C., los libros de
cocina usaban muchas palabras diferentes para las acciones de cortar y picar,
lo que sugiere un gran nivel en el manejo del cuchillo (dao gong).
El clásico tou tiene una hoja de entre 18 y 28 cm
de largo. Hasta ahora, nada lo distingue del cuchillo de chef europeo. La
diferencia radical es el ancho: unos 10 cm, casi el doble que el punto más
ancho de su homólogo europeo. Además, el tou
conserva su anchura a lo largo de toda la hoja: nada de picos, ni curvas, ni
puntas. Se trata de un rectángulo de acero de un tamaño considerable, pero
también sorprendentemente fino y ligero cuando lo cogemos (mucho más ligero que
el hacha de cocina francesa). El tou
nos obliga a usarlo con una técnica diferente a la del cuchillo de chef: la
mayoría de técnicas de corte europeo usan un movimiento «locomotor»,
balanceando el cuchillo hacia adelante y hacia atrás, siguiendo el ángulo de la
hoja. Dada su anatomía uniforme, el tou
nos invita a cortar con un movimiento que va de arriba hacia abajo. El sonido
del cuchillo en una cocina china es mucho más ruidoso y percusivo que en una
francesa: chop-chop-chop contra tap-tap-tap. Sin embargo, este estruendo no es
sinónimo de una técnica poco refinada. Usando única y exclusivamente este
cuchillo, los cocineros chinos producen una gama mucho más amplia de formas de
corte que los dados, la juliana y los cortes por el estilo que consiguen los
muchos cuchillos de la cocina francesa. Con un tou se pueden crear «hilos de seda» (de 8 cm de largo) que pueden
llegar a ser muy, muy, pero que muy finos; «orejas de caballo» (lonchas de 3 cm
cortadas en pico); dados; tiras y rodajas, por no ser exhaustivos.
Este magnífico cuchillo no
fue ideado por ningún inventor (o si lo fue, su nombre se ha perdido). El tou, y toda la cocina a la que dio
origen, fue producto de las circunstancias. El hierro fundido se descubrió en
China alrededor del 500 a. de C. Era más barato de producir que el bronce, con
el que se fabricaban cuchillos formados por un gran trozo de metal y un mango
de madera. Pero, por encima de todo, el tou
fue producto de una cultura rural basada en la frugalidad. Este cuchillo podía
convertir los ingredientes en trozos lo bastante pequeños como para que todos
sus sabores se fundiesen y para que se cocinasen lo antes posible,
probablemente en un brasero portátil. Era, pues, un utensilio frugal, que
optimizaba el escaso combustible: al cortarlo todo en trozos muy pequeños,
estos se cocinan rápido y consumen poco. Como producto tecnológico, es mucho
más ingenioso de lo que pudiera parecer en un principio y, en tándem con el wok, trabaja para extraer el máximo
sabor con la mínima energía: al sofreír los alimentos muy troceados, una mayor
parte de la superficie está expuesta al aceite, con lo que se vuelve más
dorada, crujiente y apetitosa.
Como siempre ocurre con la
tecnología, hay un intercambio: el arduo y minucioso trabajo de preparar los
ingredientes por la velocidad hipersónica con la que se cocinan. Un pollo
entero tarda más de una hora en hacerse en el horno; incluso una sola pechuga
puede llevarse veinte minutos. En cambio, los trocitos de un pollo picado con el
tou se pueden hacer en cinco minutos
o menos; el tiempo se lo lleva el picado (aunque en las manos adecuadas también
eso se hace en un periquete; en YouTube se puede ver un vídeo del chef Martin
Yan despiezando un pollo en dieciocho segundos). La cocina china tiene una
variedad extraordinaria entre las diferentes regiones: desde el picante
abrasador de Sichuan a las judías negras y el marisco de la cocina cantonesa.
Lo que une las cocinas chinas, tan separadas geográficamente, es el manejo del
cuchillo y la predilección por este cuchillo en particular.
El tou era el punto alrededor del cual orbitaba (y sigue orbitando) la
cocina clásica china. En cada comida tiene que haber un equilibrio entre fan (que normalmente significa «arroz»
pero también puede aplicarse a otros granos y pastas) y ts’ai, los platos de verdura y de carne. El tou es un elemento más importante en este menú que cualquiera de
los ingredientes que lo componen, habida cuenta de que es el encargado de
cortar el ts’ai y darle sus
diferentes formas. Hay todo un espectro de técnicas de corte, cada una con su
nombre. Cojamos una zanahoria. ¿La vamos a cortar en vertical (qie) o en horizontal (pian)? ¿O la vamos a trocear (kan)? En ese caso, ¿qué forma
elegiremos? ¿Tiras (si), daditos (ding) o trozos más grandes (kuai)? Sea cual sea la técnica por la
que optemos, hay que seguirla a pies juntillas: la habilidad de un cocinero se
juzga por la precisión de sus golpes de cuchillo. Existe una famosa historia
sobre Lu Hsu, un prisionero del emperador Ming, que cuenta que le llevaron un
cuenco de carne estofada a su celda y supo inmediatamente que su madre había
estado allí, pues solo ella sabía cortar la carne en aquellos cuadrados
perfectos.
Los tous son aterradores, pero manejados por la persona adecuada sus
amenazantes hojas son instrumentos delicados, que pueden lograr la misma
precisión en los cortes para la que los chefs franceses necesitan una ristra de
cuchillos especializados. En unas manos expertas, un tou puede cortar jengibre en tiras finas cual pergamino, y verduras
en dados tan pequeños que parecen huevas de pez volador. Armado únicamente con
este cuchillo se puede preparar todo un banquete, desde cortar frágiles y finas
rodajas de vieira y tiras de 5 cm de judías verdes hasta esculpir pepinos en
forma de flor de loto.
Pero el tou es mucho más que un utensilio para preparar cenas de postín. En
las épocas más pobres, podemos prescindir tranquilamente de los ingredientes
más caros, siempre y cuando no perdamos el manejo del cuchillo y los condimentos.
El tou fraguó una extraordinaria
unidad entre las diferentes clases sociales de la cocina china, a diferencia de
lo que ocurría en la cocina británica, donde las comidas de ricos y pobres
solían moverse en esferas completamente opuestas (los ricos tenían el rosbif y
mesas con mantel; los pobres tenían pan, queso, manos y boca). Puede que la
cocina humilde en China tuviese menos ts’ai
(verduras y carne) que su homóloga acaudalada; sin embargo, fuesen cuales
fuesen los ingredientes, el trato que se les daba era el mismo. La técnica es,
por encima de todo, lo que hace que una comida sea china. La cocina china coge
pescados y aves, verduras y carnes, en todas sus variedades, y los convierte en
pequeños bocados geométricos.
La principal cualidad del tou es evitar que tengamos que echar
mano del cuchillo. En China, los cuchillos de mesa están vistos como algo
innecesario y también ligeramente repugnante: cortar comida en una mesa se
considera como una forma de carnicería. Una vez que el tou ha hecho su trabajo, al comensal solo le queda coger los
trocitos perfectos y uniformes con la ayuda de sus palillos. El tou y los palillos trabajan en perfecta
simbiosis: el uno corta, el otro sirve. Como ya hemos dicho, este es un método
más frugal de hacer las cosas en comparación con el enfoque clásico francés,
donde, a pesar del meticuloso trabajo con los diferentes cuchillos en la
cocina, se siguen necesitando cuchillos cuando los platos llegan a la mesa.
El tou y sus usos representan una cultura de los cuchillos radicalmente
diferente y ajena a la europea (y por ende a la estadounidense). Allí donde el
chef chino usaba solo un cuchillo, su homólogo francés necesitaba varios, cada
cual con funciones muy variadas: cuchillos de carnicero y cuchillos para
deshuesar, cuchillos para la fruta y cuchillos para el pescado. Pero no era
solo una cuestión de utensilios. El tou
representaba todo un estilo de cocina y de comida, completamente alejado de los
elegantes salones europeos. Hay un abismo entre un plato de ternera, apio y
jengibre picado, cocinado en el wok
al estilo Sichuan y sazonado con pasta de chili y vino de Shaoxing para lograr
un cuidado equilibrio de sabores; y un filete francés poco hecho y de una
pieza, servido junto a un cuchillo afilado para cortarlo y mostaza para sazonar
a gusto del comensal. Los dos representan diferentes visiones del mundo. Hay un
abismo entre una cultura basada en el picar y otra basada en el trinchar.
En Europa, el punto álgido
en el manejo del cuchillo no era del cocinero, sino del trinchador de la corte,
cuyo cometido era cortar la carne, una vez en la mesa, para los lores y las ladies. Mientras que el tou
trabajaba sobre alimentos crudos, y hacía que todos fuesen lo más parecidos
posible, el trinchador medieval trabajaba con comida ya cocinada, y tenía que
saber que cada animal (asado) se cortaba de una manera concreta, con un
cuchillo determinado, y se servía con su propia salsa especial.
«Mi señor, le ruego que me
enseñe a trinchar, a manejar el cuchillo para cortar aves, pescados y carnes»,
reza un libro de buenas maneras medieval. Según un libro publicado por Wynkyn
de Worde en 1508, las «Condiciones del trinchador» inglesas decían: Despieza ese ciervo, corta ese tendón, alza
ese cisne, levanta esa oca,
[…]
desmiembra esa garza.
Las reglas del trinchar
pertenecían a un mundo de símbolos y signos: cada animal tenía su propia lógica
y había de cortarse en consecuencia. Existía una relación entre los cuchillos
con los que se trinchaba y las armas con las que se cazaba: el objetivo era
dividir el botín de la caza siguiendo un estricto orden, para subrayar el poder
del hombre en cuya tierra se habían cazado los animales. El cuchillo del
trinchador tenía que seguir las líneas y los nervios de las diferentes piezas,
y tenía que hacerlo al servicio de un lord;
no podía cortar a su aire, como un tou.
El trinchador tenía que saber que las alas de la gallina se picaban, mientras
que las patas se dejaban enteras; y saber estas cosas estaba considerado un
honor; de hecho, la labor del trinchador tenía tanta importancia en la corte
que se convirtió en un oficio especializado, desempeñado por funcionarios a los
que se les asignaba ese cometido (y entre los que a veces incluso había
miembros de la nobleza).
A diferencia de los
trinchadores modernos, cuyo cometido es repartir equitativamente el asado del
domingo o el pavo de Acción de Gracias, el trinchador medieval europeo no se
encargaba de toda la mesa, sino que estaba al servicio de un único lord. Su tarea no era repartir bien la
comida, sino hacerse con las mejores partes de lo que había en la mesa para
deleite de su señor. También untaba las diferentes salsas en pequeños trozos de
pan y se los daba a probar a los camareros, para asegurarse de que no
estuviesen envenenadas. Una buena parte de su trabajo era evitar que su lord consumiese alimentos que pudiesen
resultar indigestos (como cartílagos, piel, plumas…). Aparte de eso, el
trinchador no hacía mucho más con su cuchillo, toda vez que su lord disponía de su propio cuchillo
afilado con el que cortar la carne mientras comía.
Lo sorprendente del cuchillo
de trinchar medieval es los pocos cortes que hacía. El lenguaje era brutal: desmiembra, destroza, quiebra, despieza.
A diferencia del chef chino, armado únicamente de su tou, el trinchador disponía de una amplia gama de cuchillos:
grandes y pesados para trabajar las piezas más voluminosas, como los ciervos y
los bueyes; cuchillos diminutos para las aves de caza; cuchillos anchos, con
forma de espátula, para llevar la carne hasta el plato trinchero; y cuchillos
de poco filo con los que quitar las migajas del mantel. Así y todo, el cuchillo
realizaba muy pocos cortes en la carne. «Desmembrar una garza» es una frase escalofriante,
pero solo consistía en disponer al pobre pájaro de una forma supuestamente
elegante sobre el plato trinchero (y no en trocearlo en pedazos diminutos):
«Coge una garza, levanta sus alas y sus patas y riégala con salsa», dice Worde.
A veces el trinchador tenía que romper huesos grandes, y a veces cortaba trozos
de carne (un ala de capón, por ejemplo, para picarla y mezclarla con vino o
cerveza); sin embargo, su trabajo consistía más en servir que en cortar: su
cuchillo no tenía que convertir todos los alimentos en bocados, pues eso sería
usurpar el papel del cuchillo de su lord.
La costumbre de llevar siempre encima el propio cuchillo era una base de la
cultura occidental tan importante como el cristianismo, el alfabeto latino o el
imperio de la ley. Hasta que (un buen día) dejó de serlo. Muchas de nuestras
creencias sobre los diferentes utensilios están determinadas por la cultura,
pero los valores culturales no son fijos y eternos: desde el siglo XVII en
adelante, Europa vivió una gran revolución en la concepción del cuchillo. El
primer cambio fue que los cuchillos empezaron a dejarse colocados sobre la
mesa, junto a un utensilio que se puso muy a la moda: el tenedor. Esto los
despojó de su antigua magia: en lugar de fabricarse a medida de un individuo
concreto, empezaron a comprarse y venderse maletas con docenas de cuchillos
idénticos e impersonales, para uso de cualquier comensal. El segundo cambio fue
que los cuchillos de mesa dejaron de estar afilados, y por tanto despojados de
su poder: la raison d’être de los
cuchillos es cortar, y se necesita una civilización con un nivel muy avanzado
de cortesía (o de agresión pasiva) para diseñar a propósito un cuchillo que corta peor. A día de hoy, seguimos
viviendo las consecuencias de aquel cambio en más de un aspecto.
Se cuenta que, en 1637, el
cardenal Richelieu, principal consejero del rey Luis XIII de Francia, vio cómo
un invitado usaba la punta afilada de un cuchillo de doble filo para mondarse
los dientes durante una cena. Esta acción horrorizó hasta tal punto al cardenal
—todavía no se ha aclarado si fue por el peligro o la vulgaridad— que dio orden
de que se quitase el filo a todos sus cuchillos. Hasta aquella fecha, los
cuchillos de mesa estaban afilados por ambos lados de la hoja, como las dagas.
No hizo falta nada más: siguiendo el ejemplo de Richelieu, en 1669 Luis XIV
prohibió a todos los cuchilleros de Francia que se forjaran cuchillos de mesa
con punta. Este mandato francés contra los cuchillos de doble filo llegó de la
mano de una transformación de los modales y los utensilios de mesa. Europa
vivió lo que el ilustre sociólogo Norbert Elias denominó «el proceso de
civilización». Los patrones de comportamiento en la mesa sufrieron un cambio
muy acusado; las viejas certezas se estaban desmoronando. La iglesia católica
había perdido su antigua cohesión y los códigos de conducta caballerescos
llevaban mucho tiempo desaparecidos. De repente, la gente empezó a sentir
repugnancia por unas formas de comer que antaño se habían considerado
aceptables: coger carne de un plato común valiéndose de los dedos, beber sopa directamente
del cuenco y usar un único cuchillo afilado para cortarlo todo. Todas estas
acciones — antes, completamente coherentes con las buenas maneras en la corte—
parecían ahora bárbaras. Los europeos empezaron a compartir la aversión de los
chinos por los cuchillos afilados en la mesa. A diferencia de estos, en Europa
no dejamos de usar cuchillos para comer, pero los inutilizamos de maneras
diferentes.
En Francia los cuchillos no
se acercaban a la mesa, salvo cuando había que realizar algunas tareas específicas
como pelar y cortar fruta, para lo que se fabricaban cuchillos afilados
personales, como en los viejos tiempos. Los cuchillos ingleses se quedaron
sobre la mesa pero se volvieron mucho más romos. Los cuchillos de mesa ingleses
de los siglos XVI y XVII parecían cuchillos de cocina en miniatura: la forma de
la hoja podía variar, desde dagas a hojas rectas, pasando por hojas con forma
de cimitarra; a veces la hoja era de doble filo, a veces estaba afilada por un
solo lado, pero todos tenían algo en común: estaban afilados (o al menos lo
habían estado en un principio).
Los cuchillos de mesa del
siglo XVIII eran completamente diferentes a los del siglo anterior. De repente,
se habían vuelto ostentosamente desafilados. La hoja podía estar ligeramente
curvada hacia la derecha, y acabar en una punta bien redonda. Hoy en día
asociamos esta forma, y con razón, a los cuchillos de untar. El cuchillo de
mesa había dejado de ser una herramienta de cortar efectiva; ahora era un
utensilio inútil, que solo valía para extender mantequilla, ayudar al tenedor o
cortar alimentos que ya eran lo bastante blandos.
La aparición del nuevo e
ineficaz cuchillo de mesa también supuso un cambio en la forma en que se
sostenía. Hasta entonces, el cuchillo podía agarrarse con toda la mano, en
«modo apuñalamiento»; ahora, el dedo índice se posaba con delicadeza sobre la
punta del (recién desafilado) lomo, mientras que la palma de la mano rodeaba el
mango. Esta sigue siendo la forma educada de sostener un cuchillo de mesa, y
una de las razones por las que muchos de nosotros tenemos un manejo tan
deficiente del cuchillo: agarramos de la misma forma los cuchillos afilados y
los de mesa, lo cual es un auténtico desastre. Al coger un cuchillo de cocina,
nunca deberíamos poner el índice en el lomo: el peligro de cortarse es mucho
mayor que cuando se agarra con fuerza la parte final de la hoja con el pulgar
en un lado y el índice en el otro. Una buena educación en modales en la mesa
—que nos enseña a recelar de lo afilado— es una mala educación en la cocina.
En el siglo XVIII, los
occidentales educados se sentaban a la mesa con delicadeza, con sus cuchillitos
tan monos, e intentaban por todos los medios evitar cualquier gesto que pudiese
parecer violento o amenazador. Como utensilio para cortar, el cuchillo de mesa
era ahora bastante innecesario: a finales del siglo XVIII, el cuchillo de mesa
de Sheffield, a pesar de seguir fabricándose con acero de primera calidad,
tenía más de objeto de exhibición que de utensilio para cortar. Para la sociedad
londinense, eran objetos hermosos, que se disponían en la mesa como signo del
buen gusto y la riqueza del anfitrión. Sería fácil cargarse a los cuchillos de
mesa, tildándolos de tecnológicamente obsoletos, en la era moderna. Su
inutilidad quedó patente con la llegada de los cuchillos para la carne,
afilados y dentados (aparecidos por primera vez en la ciudad de Laguiole, al
sur de Francia), que supusieron una suerte de regañina a los cuchillos
normales: cuando de verdad tenemos que cortar algo en la mesa, el cuchillo de
mesa no sirve para nada.
El cuchillo de mesa se había
convertido en un objeto completamente distinto del cuchillo como arma. Ya no
había necesidad alguna de llevar un cuchillo encima; de hecho, hacerlo estaba
considerado de mala educación en Inglaterra. En 1769, un hombre de letras
italiano, Joseph Baretti, fue acusado de apuñalar a un hombre en defensa propia
en Londres usando una navajita plegable para la fruta. Baretti se defendió
alegando que en la Europa continental seguía siendo una práctica común llevar
encima un cuchillo afilado para cortar manzanas, peras y dulces. Que tuviese
que explicar el hecho con tanto detalle ante un tribunal británico demuestra
cuánto había cambiado la naturaleza de los cuchillos en la Inglaterra de 1769.
El filo ya no se consideraba necesario, sino incluso inconveniente, en los
cuchillos de mesa. En ese aspecto, Inglaterra era la pionera.
Sin embargo, hay algo más
que filo en los cuchillos de mesa. También está la cuestión de lo agradables (o
desagradables) que hacen las comidas, y, desde este punto de vista, casi todos
consideran que los cuchillos de mesa solo empezaron a ser decentes en el siglo
XX, con la llegada del acero inoxidable. Antes mencioné que el acero al
carbono, el predilecto de los cuchilleros de Sheffield, era un metal mucho
mejor para forjar hojas que las alternativas previas. Lo que no dije es que la
pega del acero al carbono, al igual que la del hierro, es que puede conferir a
algunas comidas un sabor repugnante. Cualquier alimento ácido tiene un efecto
desastroso en potencia sobre el acero (a menos que sea inoxidable): «Al más
mínimo contacto con el vinagre», escribió la famosa experta en etiqueta
estadounidense Emily Post, los cuchillos de acero se vuelven «más negros que la
tinta». La salsa vinagreta y los cuchillos de acero eran una combinación
particularmente desafortunada, y de ahí nace el rechazo francés, que sigue
vigente hoy, a cortar las hojas de ensalada.
Otro problema era el
pescado. Durante siglos, la gente había considerado que el limón era el
acompañante perfecto para el pescado. Sin embargo, hasta la invención del acero
inoxidable en la década de 1920, el sabor del pescado regado con limón corría
el riesgo de arruinarse por culpa del sabor acre que dejaba la hoja metálica del
cuchillo. El ácido del limón reaccionaba con el acero y dejaba un desagradable
regustillo metálico que se imponía completamente al delicado sabor del pescado,
lo que explica la producción de cubiertos para pescado con plata durante el
siglo XIX. Hoy en día, estos parecen lujos sin sentido, pero los cuchillos para
pescado fueron en su día una invención muy práctica, que, eso sí, solo los
ricos podían permitirse. A diferencia de los normales de acero, los cuchillos
de plata no reaccionaban con el zumo de limón. En un principio, la forma
ondulada de su hoja servía para distinguirlos en el cajón de la cubertería
(además de señalar el hecho de que el pescado no era duro como la carne, con lo
que no hacía falta serrarlo). Quienes no podían permitirse cuchillos para el
pescado de plata no tenían más remedio que valerse de dos tenedores; o de un
tenedor y un trozo de pan; o sufrir el sabor del acero corroído.
Así las cosas, el
lanzamiento del acero inoxidable en el siglo XX está considerada una de las
incorporaciones más importantes a la felicidad en la mesa. Una vez que empezó a
producirse en masa y a bajo coste, tras la Segunda Guerra Mundial, la
cubertería elegante y brillante se puso al alcance de la mayoría de bolsillos,
además de cargarse de un plumazo todos esos miedos sobre los cuchillos que
estropeaban el sabor de la comida. Nunca habríamos de volver a preocuparnos al
escurrir un limón sobre un bacalao, ni sentirnos mal al usar un cuchillo para
cortar la ensalada aderezada.
El acero inoxidable es una
aleación de metal con un alto contenido en cromo, metal que en contacto con el
aire crea una capa invisible de óxido de cromo, tan resistente a la corrosión
como espléndidamente brillante. No fue hasta principios del siglo XX cuando se
logró conseguir un buen acero inoxidable duro pero lo suficientemente maleable,
así como resistente a la corrosión. En 1908, Friedrich Krupp construyó un yate
de 366 toneladas, el Germania, con un
casco de acero de cromo. Mientras tanto, en Sheffield, Harry Brearley,
trabajador de Thomas Firth and Sons, había descubierto una aleación de acero
inoxidable mientras intentaba dar con un metal resistente a la corrosión para
los cañones de las armas de fuego. La cubertería inoxidable fue, pues, un feliz
subproducto de la investigación para fines militares entre Inglaterra y
Alemania, encaminadas a una guerra total. Al principio, el nuevo metal era
difícil de trabajar, con lo que solo podían elaborarse los cubiertos más
sencillos. Fueron necesarias las innovaciones industriales de la Segunda Guerra
Mundial para que los cuchillos de acero inoxidable se convirtiesen en un
utensilio eficaz y económico que se adaptaba a las necesidades de la gente. El
acero inoxidable supuso un paso más en la domesticación del cuchillo, en
hacerlo más barato, más accesible y menos amenazador que aquel que nuestros
antepasados llevaban siempre encima.
Actualmente, el cuchillo de
mesa occidental nos parece un objeto totalmente inofensivo (aunque aún se
consideran lo suficientemente amenazadores como para estar prohibidos en los
aviones desde el 11-S). Sin embargo, nuestra predilección por estos utensilios
romos ha tenido unas consecuencias importantes y nunca antes vistas en los
últimos doscientos años. Todo chef tiene cicatrices que mostrar, y suele
hacerlo henchido de orgullo, contando la historia que hay detrás de cada
herida: marcas en el pulgar, de cortar verduras; un pedacito de dedo que falta
por culpa de un desencuentro con un rodaballo… En mi dedo todavía se puede
apreciar el huequecito que dejó la mandolina. También están las ampollas y los
callos que desarrollan los chefs y que no son producto de accidentes o errores,
sino, antes bien, de un correcto manejo del cuchillo. Las ampollas y los cortes
son el legado más evidente del cuchillo de cocina, pero las marcas que el
cuchillo ha dejado en nuestros cuerpos van mucho más allá. El principal
utensilio para cortar alimentos en la mesa ha moldeado nuestra propia
fisiología; en particular, la dentadura.
Mucha de la investigación
moderna en ortodoncia tiene como objetivo la creación (mediante elásticos,
alambres y correctores) de la «mordida profunda» perfecta. Una mordida profunda
hace referencia a la forma en la que los incisivos superiores ocultan, cuando
cerramos la boca, los inferiores, como la tapa de una caja. Esta es la oclusión
ideal para el ser humano. En contraposición a la mordida profunda encontramos
la mordida normal, que podemos ver en primates como los chimpancés, donde los
incisivos superiores caen sobre los inferiores como la hoja de una guillotina.
Lo que los ortodoncistas no nos dicen es que la mordida profunda es un aspecto
muy reciente de la anatomía humana, y que probablemente sea el resultado de la
forma en que usamos el cuchillo de mesa. Las pruebas óseas revelan que, en el
mundo occidental, la mordida profunda solo lleva entre doscientos y doscientos
cincuenta años siendo la alineación «normal» de la mandíbula humana. Hasta
entonces, la mayoría de seres humanos tenía una mordida «normal», similar a la
de los monos. La mordida profunda no es producto de la evolución (el marco
temporal es demasiado corto); parece ser, más bien, una respuesta a la forma de
cortar comida durante nuestros años formativos. La persona que dio con esta
explicación es el profesor Charles Loring Brace (nacido en 1930), un excelente
antropólogo estadounidense cuya principal pasión intelectual era el hombre de
Neandertal. A lo largo de varias décadas, Brace creó la mayor base de datos del
mundo sobre la evolución de la dentadura de los homínidos (mucho me sorprendería
que no fuese la persona del siglo XX que más mandíbulas humanas ha tenido en
sus manos).
Ya en la década de 1960,
Brace fue consciente de que había que buscar una explicación a la mordida
profunda. En un primer momento, supuso que se remontaba a la «adopción de la
agricultura», hace miles y miles de años; y la verdad es que, por intuición,
parece que tendría sentido que la mordida profunda correspondiese a la llegada
del grano, habida cuenta de que los cereales se mastican mucho menos que las
carnes correosas, y los tubérculos fibrosos y las raíces que se ingerían antes.
Sin embargo, a medida que su base de datos crecía, Brace descubrió que la
mordida normal persistió durante mucho más tiempo de lo que nunca nadie había
pensando: en la Europa Occidental, el cambio a la mordida profunda no se
produjo hasta el siglo XVIII, empezando por los «individuos de mayor
estatus».
¿Por qué? En esta época no
se produjo una alteración drástica en los componentes nutricionales de las
dietas de la clase alta. Los poderosos seguían comiendo grandes cantidades de
carne y pescado ricos en proteínas, copiosos dulces, pequeñas cantidades de
leche, modestas cantidades de verduras y prácticamente la misma cantidad de pan
que los pobres. De acuerdo, las carnes de los ricos del 1800 se servían con
unos condimentos y unas salsas distintas a las del 1500 (menos grosellas, menos
picante y menos azúcar, más mantequilla, hierbas y limón), pero muchos de estos
cambios en la cocina se adelantan, con mucho, a la aparición de la mordida
profunda. La nouvelle cuisine, más
fresca y ligera, que apareció en las mesas de Europa durante el Renacimiento,
se remonta al menos a 1651, fecha de publicación de Le Cuisinier français, libro del galo La Varenne; es probable que
se remonte incluso más, hasta 1460, con el italiano Maestro Martino, cuyas
recetas incluían la tortilla de hierbas aromáticas, el pastel de venado, la
crema de parmesano o el lenguado frito con zumo de naranja y perejil (platos
todos que no habrían parecido fuera de lugar en las mesas de los ricos de tres
siglos más tarde). Cuando las dentaduras aristocráticas empezaron a cambiar, la
base de la dieta de clase alta llevaba varios siglos sin alterarse.
El cambio más sustancial no
se produjo en qué se comía, sino en cómo se comía. Fue entonces cuando
empezó a ser normal, entre los círculos de las clases medias y altas, comer con
un cuchillo de mesa y un tenedor, cortando la comida en bocados pequeños antes
de llevarla a la boca. Puede que esto parezca una cuestión de costumbres más
que un cambio tecnológico; y, en un cierto sentido, así lo era. Después de
todo, el funcionamiento del cuchillo en sí había cambiado poco. A lo largo de
los milenios, los seres humanos han inventado innumerables utensilios
artificiales para cortar, que ayudan a nuestra dentadura a tratar los
alimentos: hemos cortado a machetazos, hemos serrado, trinchado, picado,
ablandado, cortado en dados y en juliana… El dominio de los utensilios para
cortar en la Edad de Piedra parece haber sido uno de los factores por los que
las mandíbulas y dientes del hombre moderno son más pequeños que los de
nuestros ancestros homínidos. Sin embargo, no fue hasta hace 200-250 años, con
la adopción del cuchillo de mesa y el tenedor, cuando apareció la mordida
profunda.
Brace supuso que, en la
época premoderna, la principal técnica para comer fue la que él bautizó como
«sujetar y cortar». No parece la forma más elegante de comer, como el propio
nombre indica. La técnica funcionaba tal que así: primero, coge un trozo de
comida con la mano; luego, sujétalo con fuerza entre tus dientes por una punta;
por último, arranca el pedazo más grande, ya sea con la mano, con un tirón
decidido, ya sea con la ayuda de un utensilio para cortar, si es que dispones
de uno (en cuyo caso, procura no cortarte los labios). Así es como nuestros
ancestros, armados solo de una piedra afilada, más tarde de un cuchillo,
abordaban los alimentos correosos, en particular la carne. No obstante, la
escuela de etiqueta del «sujetar y cortar» sobrevivió, y de largo, a la
historia antigua; los cuchillos cambiaron —del hierro al acero, de los mangos
de madera a los de porcelana—, pero el método permaneció. La creciente adopción
del cuchillo y el tenedor para comer, a finales del siglo XVIII, marcó la
desaparición de la técnica del «sujetar y cortar» en el mundo occidental.
Volveremos sobre el tenedor (y los palillos y la cuchara) en el capítulo 6. Por
el momento, lo único que nos importa es esto. Desde la época medieval hasta los
tiempos modernos, el tenedor pasó de ser un utensilio estrambótico, un objeto
pretencioso y ridículo, a convertirse en un componente indispensable de las
comidas civilizadas. En lugar de sujetar y cortar, ahora la gente comía
pinchando los alimentos con el tenedor y cortándolos en bocaditos con el
cuchillo de mesa, para llevarse a la boca trozos tan pequeños que apenas si era
necesario masticarlos. A medida que los cuchillos se volvieron más romos,
también los bocados se volvieron más sencillos, con la consiguiente reducción
de la necesidad de masticar. Los datos de Brace sugieren que esta revolución de
las maneras en la mesa tuvo un impacto inmediato en la dentadura. El
antropólogo afirma que los incisivos (del latín incidere, «cortar») no tienen un nombre adecuado, toda vez que su
finalidad real no es cortar, sino sujetar la comida con la boca, tal y como
hacían en la técnica «sujetar y cortar». «Sospecho — escribió— que si los
incisivos se usan con esa finalidad varias veces al día, desde el primer
momento en que empiezan a salir, adoptarán una posición con una oclusión de
mordida normal». Cuando la gente empezó a usar el cuchillo y el tenedor para
cortar sus alimentos en bocados tan diminutos que podían echárselos a la boca
directamente, los incisivos dejaron de tener esta función de sujeción y, poco a
poco, los superiores dejaron de coincidir con los inferiores: una mordida
profunda.
Tendemos a pensar que
nuestros cuerpos son fundamentales e inalterables, mientras que otras cosas,
como las buenas maneras en la mesa, son superficiales: podemos cambiar nuestras
maneras de cuando en cuando pero ellas no nos cambiarán a nosotros. Brace
invirtió esta idea: nuestra mordida profunda, que supuestamente es normal y
natural, que aparentemente es un aspecto básico de la anatomía humana moderna,
es en realidad el resultado de un determinado comportamiento en la mesa.
¿Cómo podemos estar tan
seguros como Brace de que fue la cubertería la que produjo este cambio en
nuestra dentadura? La respuesta fácil es que no podemos. El descubrimiento de
Brace hace surgir tantas preguntas como las que responde. Las formas de comer
eran mucho más variadas de las que recoge su teoría. La de «sujetar y cortar»
no era la única técnica con la que la gente comía en la Europa preindustrial, y
no todos los alimentos piden la sujeción de los incisivos; la gente también
sorbía sopas y potajes, comía pasteles suaves y quebradizos, usaba la cuchara
para las gachas y la polenta. ¿Por qué estas comidas blandas no cambiaron
nuestra mordida mucho antes? Puede que el amor de Brace por los neandertales le
cegase hasta el punto de llegar a considerar que los buenos modales en la mesa,
incluso antes de la llegada del cuchillo y tenedor, desaprobaran los rellenos
copiosos. Posidonio, un historiador griego nacido alrededor del 135 a. de C.,
se lamentaba de que los celtas eran tan groseros que «agarraban cuartos enteros
con la boca», sugiriendo que los educados griegos no lo hacían. Además, que la
mordida profunda aparezca al mismo tiempo que el cuchillo y el tenedor no
significa que la una esté causada por la otra. La correlación no es una causa.
Sin embargo, la hipótesis de
Brace parece ser la que mejor se ajusta a los datos de los que disponemos.
Cuando, en 1977, escribió su artículo original sobre la mordida profunda, el
propio Brace se vio obligado a admitir que las pruebas que había recogido hasta
el momento eran «poco metódicas y anecdóticas», con lo que se pasó las tres
décadas siguientes a la busca de más ejemplos con los que mejorar las pruebas
de base. Durante años, estuvo obsesionado con la idea de que, si su teoría era
correcta, los estadounidenses deberían haber conservado la mordida normal
durante algo más de tiempo que los europeos, puesto que el cuchillo y el
tenedor tardaron varias décadas más en ser aceptados al otro lado del Atlántico.
Tras años y años de búsqueda infructuosa de piezas dentales, Brace logró
excavar un cementerio del siglo XIX en Rochester, en el estado de Nueva York,
que albergaba los cuerpos del psiquiátrico, el hospicio y la cárcel. Para
inmensa satisfacción del antropólogo, de los quince cuerpos que tenían
mandíbulas y dentaduras intactas, diez (dos tercios de la muestra) mostraban
una mordida normal.
Pero ¿y qué había de China?
El «sujetar y cortar» es una técnica completamente ajena a la forma de comer
del país asiático: cortar con el tou
y comer con los palillos. El troceado minucioso y el consiguiente uso de los
palillos de la cocina china se había convertido en una práctica común unos mil
años antes de que el cuchillo y el tenedor fueran la norma en Europa, durante
la dinastía Song (960-1279), empezando por la aristocracia y extendiéndose poco
a poco entre el resto de la población. Si Brace estaba en lo cierto, la
combinación de tou y palillos debería
haber dejado su huella en las dentaduras chinas mucho antes que el cuchillo
europeo.
Las pruebas que corroborasen
esta teoría tardaron un poco en aparecer, pero al final, en su eterna búsqueda
de muestras de dentaduras, Brace se encontró en el Shanghai Natural History
Museum. Allí pudo analizar los restos en formol de un estudiante de la era de
la dinastía Song, justo cuando los palillos se convirtieron en el utensilio
habitual para llevar la comida del plato a la boca.
Este hombre era un joven aristocrático,
un oficial que murió, tal y como explicaba la etiqueta, aproximadamente a la
edad en la que debería haber realizado los exámenes imperiales. Pues bien, ahí
estaba, en una tinaja, flotando en formol con la boca abierta y un aspecto
repugnante. En cualquier caso, hela ahí: ¡la mordida profunda del chino moderno!
Durante los siguientes años,
Brace ha analizado muchas dentaduras chinas y ha descubierto que —a excepción
de los campesinos, que a menudo conservaron la mordida normal hasta bien
entrado el siglo XX— la mordida profunda aparece, en efecto, entre ochocientos
y mil años antes que en Europa. Las diferentes posturas ante el cuchillo en
Oriente y en Occidente tuvieron un impacto gráfico en la alineación de nuestras
mandíbulas.
Así las cosas, la forma en
la que usamos un cuchillo es tan importante como lo bien que corta. El tou que cortó la comida de este
aristócrata chino hace mil años no era mucho más afilado o resistente que los
cuchillos de trinchar con los que cortaban la carne sus homólogos europeos. La
gran diferencia estaba en lo que se hacía con él: cortar comida cruda en
fragmentos minúsculos en lugar de trinchar trozos más grandes de comida
cocinada. Esta diferencia tiene raíces culturales, y está basada en una
convención sobre los utensilios que se usan en la mesa. Sus consecuencias, sin
embargo, fueron claramente físicas: el tou
había dejado su marca en la dentadura del estudiante chino y ahí estaba la
prueba, esperando a que Brace la estudiara.
[1] Se podría responder:
«porque el risotto ha de ser
feculento y cremoso, mientras que a la resbaladiza pasta le viene bien que
parte de su fécula se quede en el agua». Pero esta respuesta también se da por
sentada: la pasta puede estar de rechupete cocinada al estilo risotto, sobre todo el pequeño orzo (con
forma de arroz), añadiéndole gradualmente vino y caldo. De la misma manera, el
arroz al estilo risotto puede estar
buenísimo con una única y abundante cantidad de líquido desde el principio,
como en la paella.
[2]
El invento consistía en un molde de barro cocido (como los ladrillos) con forma
de pollo y a tamaño real, en el que se introducía el animal entero para
cocinarlo. (N. del t.)
[3] Patrimonio Nacional británico.
(N. del t.)
[4]
El inglés y el francés juegan respectivamente con la homofonía entre los verbos
to batter y battre («golpear» en español) y el término batterie. El juego de palabras pierde en español. (N. del t.)
[5] Muchos libros de cocina
británica actuales afirman que la brown
Windsor soup era una sustanciosa sopa a base de carne, zanahorias, puerros
y otras verduras, regada con vino de Madeira, un clásico en la época
victoriana. Sin embargo, la realidad es que nunca se ha encontrado referencia
alguna a esta sopa (ni en los menús de restaurantes, ni en la literatura, ni en
los libros de cocina victoriana). Es en 1953 cuando aparece nombrada por
primera vez en una comedia y en un programa de radio, y en efecto, es muy
probable que todo empezase como una broma. Hoy en día, la brown Windsor soup ha adquirido cierta cualidad mítica, y se usa
para hacer referencia al horrible estilo de cocina de la época. (N. del t.)
[6] No obstante, en internet
aún se pueden encontrar unos cuantos talleres en los que afilan cualquier cosa,
desde navajas a cortapizzas, pasando por las cuchillas de los robots de
cocina.
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