miércoles, septiembre 29, 2021

La importancia del tenedor

 Bee Wilson

Reseña

Investiga la historia de los diferentes métodos de cocinar y servir a lo largo de los tiempos y en los diferentes países: muy distinto de las historias gastronómicas al uso, constituye una historia cultural de cómo se ha enfrentado el ser humano con la necesidad más básica: comer.

Introducción

La cuchara de madera, el utensilio de cocina más fiel y adorable, bien podría parecernos lo opuesto a la «tecnología» tal y como normalmente entendemos esta palabra. No se apaga ni se enciende, ni hace ruiditos graciosos; no tiene patente ni garantía, ni nada de futurista o de brillante o de ingenioso.

Pero analicemos con más detalle una de nuestras cucharas de madera (doy por sentado que todos tenemos al menos una, porque no he estado en ninguna cocina donde no la hubiese). Sintamos la fibra. 

¿Es una cuchara de madera de haya bien hecha, producida en una fábrica? ¿Es una cuchara más compacta, de madera de arce? 

¿O está tallada en madera de olivo por un artesano? Fijémonos ahora en la forma. 

¿Es ovalada o redonda? 

¿Perforada o sólida? ¿Curva o plana? Puede que uno de sus lados sea ligeramente puntiagudo, para llegar a todos los rincones de la cacerola; puede que el mango sea extra corto, hecho a la medida de los niños, o extra largo, para que la mano del cocinero se mantenga a una distancia prudencial de la cacerola caliente. Se habrán tomado innumerables decisiones -económicas y sociales, amén de otras relacionadas con el diseño y la ingeniería aplicada- para la elaboración de este objeto, que influirán en la forma en que este utensilio nos permite cocinar. 

La cuchara de madera es la discreta actriz de reparto de tantas comidas que, de alguna manera, la damos por descontada: no le reconocemos el mérito por los huevos que ha revuelto, por el chocolate que ha ayudado a derretir, por las cebollas que no se han pegado gracias a su rápida intervención. 

La cuchara de madera no parece especialmente sofisticada (era tradición entregarla como premio de consolación al perdedor de una competición), pero tiene a la ciencia de su lado. La madera no es abrasiva, luego es delicada con las ollas (podemos raspar sin miedo a que se raye la superficie metálica); no es reactiva: no hay que preocuparse de que vaya a dejar un sabor metálico o de que se degrade al contacto con los ácidos cítricos o los tomates; además, es mala conductora del calor, de ahí que podamos remover una sopa caliente con ella sin quemarnos las manos. Sin embargo, y más allá de su funcionalidad, si hay una razón por la que cocinamos con ellas es porque siempre lo hemos hecho: forman parte de nuestra civilización. En un primer momento, las herramientas se eligen según cubran una necesidad determinada o resuelvan un problema concreto; pero con el paso del tiempo, los utensilios con los que nos sentimos más cómodos vienen determinados por la cultura. En la era del acero inoxidable, podemos usar perfectamente una cuchara de metal para remover sin que vayan a dañarse nuestras ollas, pero algo nos dice que eso está mal hecho. Los ángulos duros del metal destrozan esas verduras que hemos cortamos en daditos con tanto mimo, y el mango es menos agradecido a la hora de agarrarlo; ese desagradable sonido metálico, en fin, contrasta con los dulces golpecitos de la madera.

En esta era del plástico en la que vivimos, sería de esperar que hubiésemos empezado a usar espátulas sintéticas para remover, sobre todo porque las cucharas de madera no se llevan del todo bien con los lavavajillas (después de varios lavados empiezan a ablandarse y acaban por agrietarse); pero, pensándolo bien, esto no ocurre. Hace poco vi un producto insólito en una tienda de artículos de cocina: «cucharas de madera de silicona», que se vendían a un precio ocho veces mayor que el de las clásicas cucharas de madera de haya. Eran cucharas de plástico, con colores chillones y la forma de una cuchara de madera. Aparte de eso, no había nada de madera en ellas. Aun así, los fabricantes sintieron la necesidad de hacer alusión a la madera para hacerse un huequecito en nuestros corazones y en nuestras cocinas.

Son un montón las cosas que damos por sentadas cuando cocinamos: removemos con cucharas de madera, pero comemos con cucharas de metal (antaño también comíamos con aquellas); tenemos unas ideas muy firmes sobre los platos que han de servirse calientes y los que tienen que quedarse crudos; hervimos ciertos ingredientes; congelamos o freímos o picamos otros. Realizamos muchas de estas acciones instintivamente, o siguiendo a pies juntillas una receta. Todo el que entiende de cocina italiana sabe perfectamente que un risotto tiene que cocinarse añadiendo líquido de forma gradual, mientras que la pasta se hierve rápidamente con exceso de agua. (Pero ¿por qué[1]? La mayoría de aspectos relacionados con la cocina son bastante menos obvios de lo que parecen en un primer momento, y casi siempre hay otra forma de hacer las cosas: con los utensilios que, por una u otra razón, no acabaron de cuajar (la batidora de huevos hidráulica, el asador imantado). Hicieron falta innumerables inventos, grandes y pequeños, para llegar hasta las cocinas bien equipadas que tenemos hoy en día, donde a nuestra rudimentaria amiga, la cuchara de madera, se suman batidoras eléctricas, congeladores y microondas. Sin embargo, buena parte de la historia aún no se ha descubierto, aún no se ha cantado.

Las historias tradicionales sobre tecnología e invención no hacen demasiado caso a la comida, y tienden a concentrarse en los imponentes avances industriales y militares: ruedas y buques, pólvora y telégrafos, aviones y radios. Si se menciona la comida, suele ser en el contexto de la agricultura —sistemas de cultivo y riego— más que en el ámbito doméstico de la cocina. Sin embargo, se requiere prácticamente la misma inventiva para fabricar un cascanueces que una bala. En más de una ocasión, los inventores han estado trabajando en un artefacto con fines militares para acabar dándose cuenta de que resulta más útil en la cocina: Harry Brearley era un hombre de Sheffield que inventó el acero inoxidable en 1913 para mejorar los cañones de las pistolas, y que sin darse cuenta le hizo un gran favor a la cubertería mundial; el estadounidense Percy Spencer, creador del horno microondas, estaba trabajando en sistemas de radar navales y se topó con una forma de cocinar completamente nueva. Nuestras cocinas deben muchísimo a la brillantez de la ciencia, y el cocinero que experimenta recetas en los fogones no dista mucho del químico en su laboratorio: añadimos vinagre a la col lombarda para retocar el color, y bicarbonato de sodio para contrarrestar la acidez del limón en un pastel. Sin embargo, sería un error suponer que la tecnología no es más que la aplicación del conocimiento científico: es algo más básico y antiguo que eso. No todas las culturas han tenido una ciencia formal (una forma de conocimiento organizado sobre el universo que comienza con Aristóteles en el siglo IV a. de C.). El método científico moderno, donde los experimentos forman parte de un sistema de observación, predicción e hipótesis estructurado, no nació hasta el siglo XVII; la tecnología en la cocina, basada en la solución de problemas, se remonta miles de años. Desde los seres humanos que cortaban la carne cruda con piedras afiladas a comienzos de la Edad de Piedra, siempre hemos usado la inventiva para idear mejores formas de alimentarnos.

La palabra «tecnología» viene del griego: techne significa «arte, habilidad o destreza», y logia hace referencia al estudio de algo. La tecnología no es una forma de robótica, sino algo muy humano: la creación de herramientas y técnicas que cubren unas ciertas necesidades en nuestras vidas. A veces con «tecnología» hacemos alusión a las propias herramientas; otras nos referimos a los conocimientos técnicos y a la inventiva que las hacen posibles; o al hecho de que la gente use unas herramientas determinadas y no otras. A la hora de juzgar la validez de un descubrimiento científico no se tiene en cuenta su uso; en la tecnología sí. Cuando unas herramientas dejan de usarse, desaparecen. Por muy bien diseñado que esté, un batidor de huevos no cumple plenamente su objetivo hasta que no llega alguien y se pone a batir huevos.

La importancia del tenedor explora cómo influyen los utensilios de cocina en qué comemos, en cómo comemos y en cómo nos sentimos en relación a lo que comemos. La comida es el gran universal humano, y aunque el dicho asegura que no hay nada cierto en este mundo salvo la muerte y los impuestos, en realidad debería decir «salvo la muerte y la comida». Hay cantidad de gente que se libra de pagar impuestos (algunos porque no tienen ingresos, pero otros, desde luego, por razones diferentes). Los hay que viven sin sexo, otra de las necesidades vitales. Sin embargo, no hay forma de prescindir de la comida, combustible, costumbre, placer extremo y necesidad básica; es lo que establece un patrón en nuestros días o nos carcome cuando falta. Puede que los anoréxicos intenten evadirla, pero mientras estemos vivos el hambre es ineludible: todos comemos. No obstante, la forma en que satisfacemos esta necesidad vital humana varía drásticamente según las épocas y los lugares. Y lo que marca la gran diferencia son los utensilios que usamos.

Normalmente, mi desayuno consiste en café, pan tostado, mantequilla, mermelada y zumo de naranja (si es que mis hijos no se lo han bebido todo). Descrita así, como simples ingredientes, es una comida que podría pertenecer a cualquier momento de los últimos 350 años. En Inglaterra se lleva consumiendo café desde mitad del siglo XVII; las naranjas para el zumo y la mermelada desde 1290; tanto el pan tostado como la mantequilla son ingredientes antiguos. Sin embargo, la clave está en los detalles. Para hacer el café, no lo hiervo durante veinte minutos y luego lo clarifico con cola de pescado (un colágeno a base de vejigas natatorias), como habría hecho en 1810; tampoco lo hago en una «cafetera de filtro Rumford», como algunos en 1850; no lo preparo en una jarra con una cuchara de madera, vertiendo agua fría sobre el poso del café para que descienda hasta el fondo, al estilo eduardiano; tampoco uso una cafetera eléctrica, como puede que hiciese de vivir en Estados Unidos; no vierto agua caliente sobre una cucharada de café instantáneo, como en mi época de estudiante, y, por lo general, no lo preparo en una cafetera de émbolo francesa, como hacía en los años 90. Soy una obsesa del café de comienzos del siglo XXI (no lo bastante obsesa, eso sí, como para haber invertido en una cafetera de sifón japonesa, el no va más en cafeteras). Muelo mis granos (de comercio justo) extra-finos en un molinillo de café y me hago un flat white (un expreso con leche al vapor) con una máquina de capuchinos y una buena gama de utensilios (una cuchara dosificadora, un prensador de café, una jarra de acero para la leche). En las mañanas buenas, después de unos diez minutos de esfuerzo y concentración, la tecnología funciona, y el café y la leche se aúnan en una bebida cremosa, deliciosa. En las malas, el suelo de la cocina acaba hecho unos zorros.

El pan tostado, la mantequilla y la mermelada ya eran conocidos y amados por los isabelinos. Sin embargo, Shakespeare nunca se comió unas tostadas como las mías: unas rebanadas de pan de molde integral horneado en una máquina panificadora automática, tostadas con un aparato eléctrico de cuatro ranuras y servidas sobre un plato de porcelana blanca apto para el lavavajillas. Tampoco conoció las ventajas de la mantequilla fácil de untar y la mermelada de alto contenido en fruta, que indican la presencia en mi hogar de un frigorífico grande que funciona a la perfección. 

Además, es probable que la mermelada de Shakespeare estuviese elaborada con membrillos, no con naranjas. Mi mantequilla no está rancia ni demasiado dura (como casi todas las mantequillas de mi infancia, en las décadas de los 70 y los 80). La unto con un cuchillo de acero inoxidable, que no deja saborcillo metálico ni reacciona con la fructosa de la mermelada.

Por lo que al zumo de naranja se refiere, la tecnología que se esconde tras él parece la más fácil de todas (exprime naranjas y sale zumo), pero quizá sea la más complicada. A diferencia de las amas de casa eduardianas que se afanaban con un exprimidor de vidrio cónico, yo suelo verter mi zumo de un cartón Tetra Pak (puesto a la venta en 1963 con el nombre de Tetra Brik). A pesar de que en los ingredientes solo aparezcan la naranjas, el zumo habrá sido elaborado usando una desconcertante serie de técnicas industriales, y la fruta habrá sido tratada con enzimas ocultos y filtrada con clarificadores ocultos y pasteurizada y refrigerada y transportada de un país a otro para mi deleite durante el desayuno. Y si el sabor amargo del zumo no me hace arrugar la boca es en parte gracias a una inventora, Linda C. Brewster, a quien en la década de los 70 le concedieron cuatro patentes por «desamargar» el zumo de naranja reduciendo la presencia de limonina.

Esta comida en particular solo puede consumirse de esta forma específica durante un periodo muy breve de la historia. Los alimentos que comemos hablan de la época y del lugar en el que vivimos, pero aún más lo hacen los utensilios que usamos para cocinarlos y consumirlos. Oímos a menudo que vivimos en una «era tecnológica”, que suele ser una forma de decir: “tenemos un montón de ordenadores». Sin embargo, cada época tiene su tecnología, y no tiene por qué ser futurista. Puede ser un tenedor, una olla o una sencilla taza de medir.

A veces, los utensilios de cocina no sirven más que para potenciar el placer de comer, aunque también pueden ser una urgente cuestión de supervivencia: antes de que se empezasen a usar vasijas para cocinar, hará unos diez mil años, los restos arqueológicos de esqueletos sugieren que nadie llegaba a la edad adulta si había perdido todos los dientes. Masticar era imprescindible: si no podías masticar, te morías de hambre. La alfarería permitió a nuestros ancestros cocinar comidas que podían beberse, como las papillas u otras mezclas espesas, que no obligaban a masticar. Por primera vez, empezamos a ver esqueletos adultos sin un solo diente: las ollas les habían salvado la vida.

Los inventos más versátiles son, a menudo, los más básicos. Algunos, como el mortero, han sobrevivido durante decenas de miles de años. El mortero comenzó siendo una herramienta antigua para trabajar el grano, pero logró adaptarse para moler cualquier cosa, desde el pistou francés a la pasta de curry tailandesa. Otros artefactos resultaron ser menos flexibles, como el pollo de ladrillo de los años 70, que estuvo de moda durante una temporada antes de acabar en la basura, cuando la gente se cansó del plato en cuestión[2]. Algunos utensilios, como las cucharas y los microondas, se usan a lo largo y ancho del planeta. Otros son específicos de un lugar, como el dolsot, un cuenco de piedra ardiente en el que los coreanos sirven un plato particular, el bibimbap, una mezcla de arroz glutinoso, verduras cortadas muy finas y huevos crudos o fritos; la capa de arroz del fondo se vuelve crujiente con el calor del dolsot.

Este libro trata sobre los artilugios de la más alta tecnología, pero también sobre las herramientas y las técnicas en las que no solemos pararnos a pensar. La inventiva en el ámbito culinario tiene su importancia, aunque apenas notemos su presencia. Desde el fuego en adelante, hay inventos detrás de todo aquello que comemos, lo reconozcamos o no: detrás de cada rebanada de pan, hay un horno; detrás de un cuenco de sopa, hay una olla y una cuchara de madera (a menos que venga de una lata, un invento totalmente distinto). Detrás de toda nata montada, habrá un bote cargado con óxido nitroso. En España, el Bulli de Ferran Adrià, que hasta su clausura en 2011 fue considerado el restaurante más famoso del mundo, no habría podido elaborar su menú sin hornos de agua para cocinar al vacío y centrifugadoras, deshidratadores y Pacojets. Para mucha gente, estas novedosas herramientas son alarmantes; los nuevos inventos siempre han llegado a la cocina acompañados de voces que sugerían que los métodos antiguos eran mejores.

Los cocineros son seres conservadores, maestros de acciones sencillas y repetitivas que cambian muy poco con el paso de los días o de los años. Hay culturas enteras construidas en torno a la preparación de alimentos de una forma u otra. Una auténtica y genuina comida china, por ejemplo, no puede cocinarse sin el tou, cuchillo con una forma ingeniosa que reduce los ingredientes a trocitos diminutos e idénticos, y el wok, la sartén que se usa para saltear. ¿Qué fue primero, el salteado o el wok? Ninguno de los dos. Para encontrar la lógica de la cocina china tenemos que remontarnos aún más en el tiempo y pensar en los combustibles para cocinar: una comida cocinada con el wok en un periquete era sinónimo de escasez de leña. No obstante, con el paso del tiempo los utensilios de cocina y los alimentos han acabado tan ligados que ya no podemos decir dónde empieza uno y acaba otro.

No ha de extrañarnos que los cocineros perciban la innovación culinaria como un ataque personal. La queja es siempre la misma: estos métodos tan modernos están destrozando la comida que conocemos y adoramos. Cuando se hizo posible la refrigeración comercial a finales del siglo XIX, las ventajas fueron enormes, tanto para los consumidores como para la industria. Los frigoríficos eran especialmente útiles para conservar productos perecederos como la leche, que hasta el momento habían sido causa de miles de muertes al año en las grandes ciudades del planeta. La refrigeración también benefició a los comerciantes, pues amplió el abanico de lugares en los que podían vender sus productos. Con todo, hubo un pánico generalizado hacia este nuevo invento, tanto por parte de los vendedores como de los compradores: los consumidores miraban con recelo la comida que había sido almacenada en frío; los mercaderes tampoco sabían qué hacer con aquella novedad. En el mercado de Les Halles de París, durante la década de 1890, los vendedores tenían la impresión de que la refrigeración estropearía sus productos. Y, en un cierto sentido, estaban en lo cierto, como podrá confirmar cualquiera que compare un tomate a temperatura ambiente con uno sacado del frigorífico: aquel (siempre y cuando sea un buen tomate, ojo) tiene un olor dulce y es jugoso; el otro resulta anónimo, soso y metálico. Con cada nuevo invento se produce un intercambio: ganamos algo, pero también lo perdemos. A menudo, lo que se pierde es conocimiento: quien disponga de un robot de cocina no necesitará especial destreza en el manejo del cuchillo; los hornos eléctricos, los de gas y los microondas implican que no haga falta saber cómo encender un fuego y mantener viva la llama. Hasta hace unos cien años, el control del fuego era una de las principales actividades humanas. Aquello ya quedó atrás (un gran avance, si tenemos en cuenta el tiempo que se desperdiciaba y que se podría utilizar en otras actividades). La cuestión principal es si la existencia de inventos para la cocina que solo implican un mínimo de contribución humana ha causado la muerte de las habilidades culinarias. En 2011, una encuesta realizada entre 2.000 jóvenes británicos de entre dieciocho y veinticinco años reveló que más de la mitad había abandonado el nido sin saber hacerse ni siquiera unos espaguetis a la boloñesa. Los microondas y las comidas precocinadas nos ofrecen la posibilidad de alimentarnos pulsando unos cuantos botones, pero esto no supone un gran avance si perdemos en contrapartida la conciencia de lo que significa prepararse una comida de manera tradicional. A veces es necesario que llegue un nuevo invento para que podamos apreciar el viejo: saber que puedo preparar una salsa holandesa en treinta segundos con la batidora incrementa el placer de hacerlo a la vieja usanza, al baño maría y con una cuchara de madera, añadiendo minúsculos trocitos de mantequilla a las yemas, poco a poco.

Los utensilios de cocina pueden parecer moco de pavo en comparación con la historia de los propios alimentos: está muy bien eso de detenerse hasta en el más mínimo detalle de la cubertería y los moldes de gelatina, pero ¿qué importan en comparación con el hambre más básica, el hambre de pan? Puede que esto explique por qué los utensilios de cocina han sido tan ignorados en las historias de los alimentos. La historia culinaria se ha convertido en un tema candente en las últimas dos décadas, pero, salvo contadas y notables excepciones, se habla casi únicamente de los ingredientes, y no de la técnica: qué cocinamos en lugar de como lo cocinamos. Se han escrito libros sobre las patatas, el bacalao y el chocolate, historias sobre manuales de cocina, restaurantes y chefs. La cocina y sus utensilios están ausentes en mayor o menor medida: falta por contar la mitad de la historia. He aquí la clave: podemos cambiar la textura, el sabor, el contenido nutricional y las asociaciones culturales de los ingredientes usando únicamente diferentes herramientas y técnicas para prepararlos.

Más allá de eso, los inventos en la cocina han cambiado a los seres humanos (han cambiado el cómo de la comida, y también el qué). Esta no es solo una frase del estilo: «la cocina de mis sueños me ha cambiado la vida», si bien es cierto que los cambios en los utensilios de cocina han ido de la mano de inmensos cambios sociales. Pensemos en la relación entre los aparatos que ahorran trabajo y los criados: en este caso estamos ante la historia de un estancamiento tecnológico. Hubo muy poco interés en eliminar la ardua tarea de cocinar durante los muchos siglos en que los pudientes tenían abundante mano de obra que se hiciera cargo de sus cocinas. Los robots de cocina eléctricos y las batidoras han significado una liberación: los brazos ya no duelen al cocinar kibbeh en el Líbano o pasta de jengibre y ajo en la India. Cantidad de comidas que antiguamente estuvieron condimentadas con dolor resultan ahora sencillísimas.

Sin embargo, los utensilios de cocina han cambiado nuestra apariencia física de muchas maneras. Todo apunta a que la crisis de obesidad actual está causada, en parte, no por lo que comemos (aunque eso también es fundamental, por supuesto), sino por el grado de procesamiento que ha sufrido nuestra comida antes de llevárnosla a la boca. Es lo que a veces se conoce como «engaño calórico». En 2003, varios científicos de la universidad de Kyushu, en Japón, alimentaron a un grupo de ratas con bolitas de comida duras y a otro con unas bolitas más blandas. Por lo demás, las bolitas eran idénticas: mismos nutrientes, mismas calorías. Después de veintidós semanas, las ratas que siguieron la dieta de bolitas blandas se habían vuelto obesas, lo que demuestra que la textura es un factor importante en el aumento de peso. Otros estudios con pitones (unas comían carne cocinada y otras carne totalmente cruda) confirmó el hallazgo. Al comer platos menos procesados, que hemos de masticar más, necesitamos más energía para digerirlos, de manera que el número de calorías que nuestro cuerpo recibe es menor. Sacaremos más energía de un puré de manzana cocinado a fuego lento que de una manzana crujiente, aun cuando las calorías sean las mismas sobre el papel. Las etiquetas de los alimentos, que siguen limitándose a mostrar los valores nutricionales en términos de calorías (según el factor de Atwater para la nutrición, desarrollado a finales del siglo XIX), aún no se han puesto al día, pero este es un claro ejemplo de la importancia de la tecnología en la cocina.

La historia de la alimentación es, en muchos sentidos, la historia de la tecnología. No hay cocina sin fuego. El dominio del fuego y el consiguiente arte culinario nos permitió evolucionar desde los monos hasta el Homo erectus. Puede que los primeros cazadores-recolectores no tuvieran accesorios de cocina ni aparatos para asar a la parrilla, pero disponían de su propia versión de la tecnología culinaria: piedras con las que machacar y piedras afiladas con las que cortar; con sus manos hábiles, sabían recolectar frutos secos y bayas comestibles sin envenenarse o recibir una picadura; buscaban la miel en grietas altísimas y usaban conchas de mejillón para recoger la grasa que goteaba de una foca que se estaba asando. Podía faltarles cualquier cosa, menos ingenio.

Este libro narra la historia de cómo hemos dominado el fuego y el hielo, de cómo hemos manejado batidores, cucharas y ralladores, pasapurés y morteros; de cómo hemos usado las manos y los dientes, todo ello con el fin de llevarnos comida a la boca. Hay una inteligencia oculta en nuestras cocinas, una inteligencia que influye en nuestra forma de cocinar y de comer. No es este un libro sobre la tecnología de la agricultura (ya hay otros estudios que se ocupan del tema); tampoco se concentra demasiado en la tecnología de las cocinas de los restaurantes, que tiene sus propios imperativos. Es un libro sobre el día a día de las cocinas domésticas: sobre los beneficios que los diferentes utensilios han acarreado a nuestra forma de cocinar (y sobre los riesgos que comportan).

Solemos olvidarnos de que la tecnología en la cocina siempre ha sido un asunto de vida o muerte: los dos principales mecanismos para cocinar (cortar y calentar) son peligrosísimos. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el de la cocina ha sido un asunto lúgubre, una suerte de juego con el peligro en un espacio caluroso, humeante y reducido; así es aún en la mayor parte del mundo. El humo, principalmente el de los incendios que se desatan en las cocinas, mata a un millón y medio de personas cada año en los países en vías de desarrollo, según la Organización Mundial de la Salud. Durante siglos, los fuegos abiertos también fueron una de las principales causas de muerte en Europa. Las mujeres estaban especialmente expuestas a este peligro, habida cuenta de que la combinación precaria de faldas abombadas, mangas largas y fuegos abiertos con calderas burbujeantes las acechaba. Hasta el siglo XVII, los chefs de los hogares acaudalados eran en su inmensa mayoría hombres, y solían trabajar desnudos o, si acaso, en paños menores, debido al calor abrasador. Las mujeres quedaban relegadas a la lechería y al fregadero, donde sus faldas no representaban un problema.

Una de las grandes revoluciones de la cocina británica se produjo con la adopción, entre los siglos XVI y XVII, de las chimeneas de ladrillo y de hierro fundido. Surgió así toda una nueva gama de utensilios de cocina, que llegó de la mano de este nuevo control de las fuentes de calor: de repente, la cocina ya no era ese lugar repugnante y grasiento, y los recipientes de latón y peltre reluciente fueron sustituyendo al hierro fundido tiznado. Las consecuencias sociales también fueron sobresalientes: las mujeres por fin podían cocinar sin prenderse fuego. No es casualidad que, aproximadamente una generación después de que se impusieran las cocinas económicas, se publicaran en el Reino Unido los primeros libros de cocina escritos por y para mujeres.

Los utensilios de cocina no aparecen de forma aislada, sino en grupo; al principio se inventa una herramienta y luego se necesitan otras al servicio de aquella: el nacimiento del microondas dio origen a los platos y al film adherente a prueba de microondas; los congeladores crearon una necesidad repentina de cubiteras; las sartenes antiadherentes pedían espátulas que no rayaran. La vieja cocina a fuego abierto estaba acompañada de multitud de artilugios relacionados: morillos para evitar que los troncos se saliesen; parrillas para tostar el pan; grandes tapas de metal que se colocaban frente al fuego para acelerar la cocción; espetones varios para girar la carne asada, y cucharones, espumaderas y tenedores de hierro con mangos larguísimos. Con el fin de las cocinas a fuego abierto, todos estos utensilios relacionados con ellas desaparecieron también.

Por cada utensilio de cocina que ha sobrevivido (como el mortero), son innumerables los que desaparecieron. Hoy en día ya no necesitamos prensas para sidra y llares, tenedores para trinchar y calderas, garfios y muffineers, aunque, en su momento, estos utensilios no habrían parecido más superfluos que nuestras aceiteras, nuestros trituradores eléctricos de verdura y nuestros fundereleles. Los artilugios de cocina nos ofrecen una visión fascinante sobre las preocupaciones de una sociedad determinada. En la época georgiana adoraban el tuétano asado, y diseñaron una cuchara especial de plata con la que comérselo; los mayas adornaban con fastuosidad las calabazas de las que bebían el chocolate; quien se dé una vuelta por nuestras tiendas de artículos de cocina pensará que en Occidente estamos obsesionados con los expresos, los panini y las magdalenas decoradas.

La tecnología es el arte de lo posible, y está espoleada por el deseo humano (ya sea el de preparar un pastelito más sabroso o el simple deseo de permanecer con vida), pero también por los materiales y el conocimiento del que se dispone en una época determinada. Los alimentos enlatados se inventaron mucho antes de que se pudieran usar con facilidad. En 1812 Nicolas Appert patentó un nuevo y revolucionario proceso de enlatado, y la primera fábrica de conservas abrió en Bermondsey (Londres), en 1813. Sin embargo, tuvieron que pasar cincuenta años antes de que alguien inventase el abrelatas.

La llegada de un nuevo utensilio suele implicar un uso entusiasta y desaforado, que se aplaca cuando deja de ser novedoso. Abraham Maslow, un gurú empresarial del siglo XX, dijo una vez que para el hombre que solo tiene un martillo, el mundo entero parece un clavo. En la cocina pasa exactamente lo mismo: para la mujer que acaba de adquirir una batidora eléctrica, el mundo entero parece un puré. Sin embargo, no todos los inventos en la cocina han supuesto una mejora evidente de su predecesor. Los armarios de mi cocina son cementerios de pasiones extintas: el exprimidor eléctrico, del cual pensé que cambiaría mi vida hasta que descubrí que odiaba limpiarlo; la olla arrocera eléctrica que funcionó a la perfección durante un año hasta que de repente todo empezó a quemarse en ella; el mechero Bunsen con el que, supuestamente, iba a crear toda una gama de crème brûlées exquisitas para cenas y fiestas que al final nunca organicé. Todos podemos pensar en algún ejemplo de utensilio de cocina más o menos inútil: el sacabolas para melones, el cortador de aguacate o el pelador de ajos, ante los que podríamos preguntar: ¿qué problema había con las cucharas normales y corrientes, los cuchillos y los dedos? Nuestra cocina se beneficia de muchos inventos que no tienen el reconocimiento que se merecen, pero también hay artilugios que crean más problemas de los que resuelven; y otros que funcionan a la perfección, pero a expensas del esfuerzo humano.

Los historiadores de la tecnología citan a menudo la primera ley de Kranzberg (formulada por Melvin Kranzberg en un ensayo fundacional escrito en 1986): «La tecnología no es buena ni mala; ni tampoco neutral». Sin duda, esto se cumple en la cocina: los utensilios, lejos de ser objetos neutrales, cambian según el desarrollo del contexto social. El mortero era una cosa para el esclavo romano obligado a machacar durante horas mezclas harto amalgamadas destinadas al posterior regocijo de su amo, mientras que para mí es un agradable aparato con el que hacer pesto para mi deleite, cuando se me antoja.

Sin embargo, no siempre disponemos de los utensilios que, en términos absolutos, harían mejores nuestras comidas y más fáciles nuestras vidas. Nos hacemos con los utensilios que podemos permitirnos y que puede aceptar nuestra sociedad. Desde la década de 1960, diferentes historiadores han señalado la ironía de que el tiempo que las mujeres americanas dedicaban a las labores del hogar, cocina incluida, no hubiera variado desde mediados de los años 20 a pesar de todas las mejoras tecnológicas que llegaron al mercado a lo largo de aquellas cuatro décadas. Por muchos lavavajillas, batidoras y trituradores de basura automáticos, las mujeres estaban sudando la gota gorda, como siempre.

¿Por qué? Ruth Schwartz Cowan, en su reivindicador More Work for Mother [Más trabajo para mamá] (1983), señaló que, en términos puramente técnicos, nada impedía que en Estados Unidos hubiese cocinas comunitarias en las que se preparase la comida de distintos hogares. Sin embargo, esta posibilidad nunca fue explorada a fondo porque la idea de las cocinas públicas no se acepta socialmente: los estadounidenses (como todos nosotros, por lo demás) prefieren vivir en núcleos familiares más reducidos, por irracional que resulte.

Los artilugios de cocina -y en particular los más caros y estrambóticos, los que se venden en las teletiendas- se anuncian con la promesa de que cambiarán nuestras vidas. Sin embargo, lo que suele ocurrir es que nuestras vidas cambian de forma inesperada: al comprar una batidora mezcladora, que convierte el hacer pasteles en una tarea increíblemente rápida y sencilla, sentimos que tenemos el deber de hacer pasteles, mientras que antes de adquirir el aparato el hacer pasteles era una tarea tan ardua que los comprábamos gustosos. Así las cosas, resulta que la batidora mezcladora ha acabado costándonos tiempo, en lugar de ahorrárnoslo. No menos importante es el efecto secundario por el cual, al hacerle hueco a la batidora, perdemos un espacio precioso de nuestra encimera (por no hablar de las horas que nos pasaremos lavando el bol y sus accesorios, y fregando la harina que se ha esparcido por toda la cocina durante el batido).

El simple hecho de que un aparato exista no significa que tengamos que usarlo. Apenas si hay utensilios de cocina tan básicos que alguien, alguna vez, no los haya rechazado por aquello de que «cuesta la torta un pan». Sin embargo, no es menos cierto que la mayoría de nuestras cocinas alberga muchísimos más cacharros de los que necesitamos. Cuando se llega al punto de que resulta imposible abrir el armario de los utensilios porque está abarrotado de rodillos, ralladores y paletas para pescado, es momento de despojarse de algunos. Un buen cocinero, en última instancia, podría defenderse con un cuchillo afilado, una tabla de madera, una olla, una cuchara y algún tipo de fuente de calor.

¿Pero quién querría eso? Parte de la emoción de cocinar radica en cómo ese eterno arte de llevarnos comida a la boca se va alterando ligeramente con el paso de las décadas. Estoy segura de que dentro de diez o veinte años mi desayuno habrá cambiado, incluso aunque me aferre a mi café, mi pan tostado, mi mantequilla, mi mermelada y mi zumo.

Y es que está comprobado que algunas de las técnicas que anteriormente se juzgaba tan acertadas parecen, de repente, descabelladas. Estoy empezando a arrepentirme de la máquina panificadora (artilugio feo donde los haya, ¡y siempre deja un agujero en medio de la barra!) y volviendo a la sencilla técnica de comprar pan de masa madre en una buena panadería o hacerlo a mano; mi máquina de expreso acabó rompiéndose mientras escribía este libro y ahora acabo de descubrir el Aero Press, un objeto sorprendente y barato que utiliza la fuerza de la mano y la presión atmosférica para hacer un café concentradísimo. Por el contrario, estoy tentada de pasarme a lo eléctrico y comprar una máquina para hacer mermelada.

Por lo demás, ¿quién puede asegurar que los agradables desayunos como el mío seguirán existiendo dentro de unos cuantos años? Puede que las naranjas de Florida se pongan carísimas porque los parques eólicos sustituyan a los cultivos de cítricos para satisfacer la creciente demanda energética. Lo mismo podría pasarle a la mantequilla (y rezo para que esto nunca ocurra) si a los terrenos de las vaquerías se les da un uso más eficiente y se empiezan a cultivar verduras. O puede que en las tecno-cocinas del futuro todos desayunemos «beicon cafeinado» y «pomelos beiconados», tal y como imaginaba Matt Groening en un capítulo de Futurama.

Solo hay una cosa cierta: nunca podremos desprendernos del cocinar propiamente dicho. Puede que los tenedores-cuchara vayan y vengan, puede que contemplemos el auge y la caída de los microondas, pero la raza humana siempre dispondrá de utensilios de cocina. Siempre nos quedarán el fuego, las manos, los cuchillos.          

Capítulo 1 Ollas y cacerolas

¡Cuece, pucherito, cuece!

Hermanos Grimm,  

«Gachas dulces», 1819

La comida hervida es la vida,

la comida asada es la muerte. 

Claude Leví-Strauss,

El origen de las maneras de mesa, 1978

La olla que utilizo con más frecuencia no tiene nada de particular. Me la enviaron por correo con una oferta especial, formando parte de una batería de cocina de diez piezas que regalaban con un suplemento de los domingos, durante mis primeros años de vida conyugal, cuando poseer tu propio juego de ollas relucientes (en contraste con el puñado de cacerolas desportilladas de la época universitaria) parecía misteriosamente adulto. La batería era de acero inoxidable. «Pídala ahora y ahorre. Además, ¡recibirá un cazo para la leche completamente gratis!», decía el anuncio. Y eso hice. El caso es que nos había parecido una buena batería de cocina, e incluso usamos el cazo gratuito durante mucho tiempo para calentar la leche con la que mi hija se tomaba los cereales del desayuno (a pesar de que no contase, para mi irritación, con un pico vertedor, con lo que a veces un poco del líquido goteaba sobre la encimera). Hasta que de repente, un buen día, el mango se despegó. Así y todo, es una batería fiable: trece años más tarde, aún no he logrado destruir ninguna de sus piezas; ha soportado risottos quemados, estofados malogrados, caramelos líquidos pegajosos. Puede que el acero inoxidable no sea tan buen conductor como el cobre; puede que no retenga el calor como lo hacen el hierro fundido o la cerámica; puede que no sea tan bonito como el hierro esmaltado; puede, pero a la hora de lavarlo se gana el respeto de todos.

En especial, hemos disfrutado del impecable servicio de una cacerola mediana con dos pequeños mangos curvos. Creo que, en inglés, el término técnico con el que la denominan es saucepot, aunque la francesa fait-tout sería sin duda una mejor palabra, pues en verdad les digo que hace de todo. La llamamos a fogones para las gachas de la mañana y, de nuevo, para el arroz de las noches. Ha conocido la cremosa suavidad de las natillas y los arroces con leche, el calor picante del curry e innumerables sopas, desde el suave berro al sazonado minestrone. Es mi cacerola de cabecera: demasiado pequeña para la pasta o las comidas abundantes, encargada de los hervidos para los que no me caliento mucho la cabeza. Encender el hervidor, verter el agua en la cacerola, añadir sal, echar brócoli o judías verdes o mazorcas de maíz, poner o no la tapa (dependiendo de mi humor), dejar hervir durante unos minutos, escurrir y listo. Este proceso no tiene nada de complicado o revolucionario. Los franceses suelen mofarse de este método denominándolo «cocinar à l’anglaise», y sabemos que es un insulto habida cuenta del concepto que los franceses tienen de la comida inglesa. Un científico galo, Hervé This, llegó incluso a tildar este método de «pobreza intelectual». En cambio, los cocineros franceses se sienten orgullosos de preparar verduras como la zanahoria cociéndolas a fuego lento con una cantidad minúscula de mantequilla, o guisándolas en una ratatouille, o gratinándolas con caldo o nata para concentrar su dulzor. Hervir está considerada (y puede que con razón) la forma más sosa de cocinar.

Sin embargo, en tanto forma de tecnología, el hervido está lejos de ser una cosa obvia. La olla transformó las posibilidades a la hora de cocinar: el poder hervir algo (en un líquido, confiera o no un sabor adicional) fue un gran paso adelante desde el fuego. Cuesta imaginar una cocina sin ollas, de suerte que es difícil apreciar cuántos platos le debemos a este utensilio básico. Las ollas volvieron comestibles una amplia gama de alimentos: muchas plantas que hasta entonces habían sido venenosas o, cuando menos, indigestas, podían comerse una vez hervidas durante varias horas. Las ollas marcan el salto entre el mero calentar y el cocinar, es decir, mezclar de forma tranquila y meditada distintos ingredientes en un recipiente hecho a mano. En principio fueron el asado a la brasa y a la parrilla, y hay pruebas que se remontan cientos de miles de años. Sin embargo, las ollas de cerámica no aparecen hasta los últimos nueve o diez mil años. También se han encontrado ollas de piedra en el valle de Tehuacán, en América Central, que datan del siglo VIII a. de C.

Si asar es una forma directa e inequívoca de cocinar -la carne cruda se encuentra con las llamas y se transforma-, hervir y freír son formas indirectas: además de la llama, se necesita un recipiente a prueba de agua y de fuego. La comida recibe el calor de este último a través de un medio, ya sea el aceite o el agua, lo que supone un avance desde la llama en bruto, especialmente si se cocina algo delicado, como un huevo. Cuando el huevo hierve, hay tres cosas que lo salvan del ataque del fuego: su propia cáscara, el metal de la olla y el agua hirviendo. Eso sí, no es el agua hirviendo algo que encontremos en la naturaleza muy a menudo.

Existen fuentes geotérmicas en Islandia, Japón y Nueva Zelanda. Sin embargo, son lo suficientemente raras como para ostentar el título de maravilla natural. En la era preindustrial, vivir cerca de unas aguas termales tenía que ser como tener un samovar del tamaño de un lago en el jardín: un lujo inverosímil. Los maoríes neozelandeses, que vivían cerca de las aguas hirvientes de Whakarewarewa, solían utilizarlas para cocinar: colocaban distintos tipos de alimentos (tubérculos, carnes) en bolsas de lino y las introducían en el agua hasta que estuviesen listos. En las regiones geotérmicas de Islandia se ha practicado una técnica similar durante siglos, e incluso hoy en día se sigue elaborando allí un tipo de pan de centeno negro colocando la masa dentro de una lata y enterrándola en la tierra caliente que rodea las fuentes, hasta que está completamente cocida (lo que suele llevar unas veinticuatro horas).

Las pruebas arqueológicas no son concluyentes, pero parece lógico pensar que, durante miles de años, los pueblos antiguos que vivían junto a los géiseres introducían los alimentos crudos en los chorros de vapor, atados a un palo o cuerda con el que retirarlos cómodamente una vez estuviesen listos. Cómodamente. A menos que nuestros antepasados fuesen mucho más habilidosos que nosotros, es probable que numerosas piezas de comida en perfecto estado se perdieran en las aguas volcánicas, cual trocitos de pan que caen en una fondue.

Aun así, la cocina en géiser tiene muchas ventajas con respecto a la cocina con fuego: es menos trabajosa (se evita todo el proceso de crear el fuego); también es más delicada con los alimentos: cuando se cocina directamente en el fuego es difícil evitar que la comida se chamusque por fuera y se quede cruda por dentro; la comida hervida en agua caliente, en cambio, se hace a su ritmo, y unos cuantos minutos más o menos no son totalmente decisivos.

Sin embargo, la mayoría de gente no vive cerca de unas aguas termales. Si solo se conoce el agua fría, ¿a quién se le ocurriría la idea de calentarla para cocinar? El agua y el fuego son contrarios; enemigos, si se quiere. ¿Qué necesidad tiene alguien que se ha pasado horas para conseguir un fuego (recoger la madera, frotar contra el pedernal, amontonar los palitos) de arriesgarlo todo acercando agua a la preciada hoguera? Para nosotros, que contamos con cómodos fogones y hervidores eléctricos, hervir agua es una actividad harto prosaica; estamos acostumbrados a las ollas. Sin embargo, cocinar con agua caliente no le parecería obvio a alguien que nunca lo hubiera hecho.

Así las cosas, para el hervido consciente de los primeros alimentos fue necesario un salto de ingenio: concebir desde la nada un recipiente en el que cocinar es una muestra de enorme creatividad. A pesar de que para la cocina geotérmica se usen bolsas y cuerdas varias, estas no son indispensables: la propia tierra, con su agua hirviendo, hace las veces de olla. Ahora bien, ante la ausencia de aguas termales, si se quiere hervir es necesario un recipiente lo bastante resistente como para soportar el calor, y por el que la comida no se filtre.

 Antes de que el creador de la primera olla se imaginase el diseño, algunos alimentos ya venían listos para ser cocinados: así, los crustáceos y varios reptiles, especialmente la tortuga, son su propia olla. Los crustáceos siguen usándose hoy en día como recipientes y como utensilios de cocina: cuando nos comemos un cuenco de mejillones a la marinera, elegimos un par de valvas para que hagan de pinzas con las que coger la carne de los demás. De la misma manera, los primeros indígenas yagan de la Tierra del Fuego usaban las valvas de mejillón para recoger la grasa que goteaba de las focas al asarlas. Varios antropólogos han sugerido que podría haber una relación estrecha entre este uso de las valvas de los mejillones y la cocina en recipientes. A menudo se afirma que los caparazones fueron un eslabón hasta la creación de las ollas hechas a mano. Pero ¿es eso cierto?

Un mejillón apenas si es lo bastante grande como para hervir o freír algo en su interior, y al recoger gotas de grasa cumple más las funciones de una cuchara que las de una olla. Los nativos americanos usaban cáscaras de almeja como cucharas y valvas de mejillones afiladas como cuchillos de trinchar pescado; sin embargo, y que se sepa, no las usaban como ollas. Una olla-mejillón color de perla (y no digo que no sea una idea atractiva, ojo) daría para alimentar a un ratón, y gracias. ¿Pero qué hay de los moluscos más grandes? ¿Y de los reptiles? Se ha dicho que el ejemplo de la cocina en tortugas (practicada por varias tribus amazónicas) demuestra que hervir era «viable» mucho antes de la invención de la alfarería. Cocinar en el caparazón de una tortuga es sin duda una idea romántica; que alguna vez se cocinara algo dentro de un caparazón que no fuese la propia tortuga es harina de otro costal. Dejando a un lado los caparazones, encontramos algunos candidatos más plausibles para convertirse en el primer recipiente de cocina. Existen varios tipos de calabazas de cáscara dura que fueron en su momento unos cuencos, botellas y ollas muy apañados. Otra familia de recipientes de cocina vegetales eran los tallos de bambú ahuecados, usados en toda Asia. Sin embargo, el bambú y las calabazas solo podían encontrarse en unas determinadas partes del mundo. Un recipiente más universal, una vez descubierto que la carne podía cocinarse, fue el estómago de los animales, un contenedor prefabricado resistente al agua y, hasta cierto punto, al calor. Los haggis, adorados por los escoceses y cocidos en el estómago de una oveja, representan una vuelta a la antigua tradición de cocer el interior de un animal dentro del estómago del propio animal. Ya en el siglo V a. de C., el historiador Heródoto relataba cómo los escitas, pueblo nómada, usaban esta técnica: «De esta ingeniosa forma, un buey o cualquier otro animal de sacrificio puede cocerse en sí mismo». «Ingenio» es la palabra clave. La cocción estomacal muestra cuán agudos eran los humanos a la hora de encontrar métodos cada vez mejores para elaborar sus comidas antes de tener ollas y cacerolas, y planchas antiadherentes, y relucientes baterías de cocina de cobre colgando felizmente en la cocina.

Pero no hubo método más ingenioso que la cocción en piedra caliente, practicada a lo largo y ancho del planeta desde hace al menos treinta mil años. Tras miles de años de asado directo en el fuego, el ser humano ideó una manera de usar el calor para cocinar alimentos de una forma más indirecta, con vapor o agua. Este paso está considerado como la mayor innovación tecnológica en materia culinaria hasta los tiempos modernos.

Instrucciones para hacer un horno de tierra: primero, cavar un pozo grande y revestirlo con piedras para hacerlo mínimamente impermeable. Luego, llenar el pozo con agua. Este paso puede saltarse cuando el hoyo se escarba por debajo de la tabla de agua, en cuyo caso se llenará automáticamente (en Irlanda existen miles de restos de hoyos de roca escarbados en turberas acuosas).

Acto seguido, coger más rocas (cantos rodados grandes, a ser posible) y calentarlas hasta que alcancen una temperatura muy elevada (estas rocas llegaban a estar a 500°, más que los hornos de barro actuales). Llevar las rocas al hoyo, usando unas pinzas de madera o similar para no quemarse las manos, y arrojarlas al agua. Cuando haya suficientes piedras, el agua empezará a «borbotear» o hervir, y puede introducirse la comida. Por último, cubrir con una capa aislante hecha de hierba, hojas, piel o tierra. Cuando la temperatura del agua descienda, añadir más rocas calientes para que siga hirviendo hasta que la comida esté lista.

Había muchas variantes de la cocción en piedra. A veces las rocas se calentaban dentro del propio hoyo en lugar de hacerlo en una hoguera separada; había dos compartimentos adyacentes: uno para el agua, el otro para el fuego y las rocas. En ocasiones los alimentos se cocían al vapor en vez de hervidos: los tubérculos o los trozos de carne podían envolverse con hojas e introducirse en el hoyo de las rocas calientes, sin necesidad de añadir agua, en cuyo caso el agujero en el suelo hacía más de horno que de caldera.

La cocción en piedra sigue practicándose en los picnics playeros de Nueva Inglaterra, donde las almejas dulces, recién recogidas, se cocinan en la misma playa sobre una capa de piedras calientes, maderos flotantes y algas, que conserva el sabor de las almejas. Este método también se usa en las fiestas luau hawaianas, en las que se cubre un cerdo con hojas de plátano o taro y se entierra en un hoyo caliente (llamado imu) durante la mayor parte del día, para ser desenterrado al fin con gran pompa y ante el regocijo general. Sin embargo, en la antigüedad, la técnica de hervir con piedras no duró mucho tras la llegada de la alfarería.

Así las cosas, parece fácil llegar a la conclusión de que cocinar con piedras es sencillamente una tecnología inferior a la de hervir en ollas. ¿Seguro? No cabe duda de que resulta una forma inconveniente e indirecta de preparar un plato caliente; de hecho, sería un método completamente inútil para el tipo de alimentos que hervimos más a menudo: la pasta, las patatas o el arroz se perderían en medio del barro; también sería absurdo e ineficaz para hervir huevos o espárragos, que solo tardan unos minutos.

No obstante, la cocina con piedras calientes era un método excelente para muchos de los usos que le daban los cocineros del pasado: era fantástica para alimentos voluminosos, como demuestra el ejemplo del cerdo luau. Otro de sus puntos fuertes era que permitía ingerir un buen número de plantas salvajes que de lo contrario no habrían sido comestibles. Los alimentos cocinados tradicionalmente al calor lento y húmedo de estos hornos de tierra solían ser bulbos y tubérculos ricos en inulina, un hidrato de carbono que el estómago humano no puede digerir (y presente en las castañas de tierra, de ahí sus notorios efectos flatulentos). La cocina con piedras calientes transformó estas plantas por medio de la hidrólisis, un proceso que libera la fructosa digerible del hidrato de carbono. En algunos casos, estas plantas tenían que ser cocinadas durante sesenta horas antes de que se produjese la hidrólisis. Sin embargo, la cocción lenta y húmeda tenía un agradable efecto secundario: estos bulbos salvajes, tan poco apetecibles en un principio, adquirían un fantástico sabor dulce. Algunas personas le tenían tanto apego a este tipo de hornos que no consideraban que las ollas fuesen superiores, o ni siquiera necesarias. Los polinesios de principios de nuestra era (que viajaron a las islas del Pacífico más orientales durante el primer milenio, llegando a Hawai, Nueva Zelanda y la Isla de Pascua desde Samoa y Tonga) constituyen el fascinante caso de un pueblo que había conocido las ollas durante mil años y que volvió a abandonarlas. Desde el 800 a. de C., los polinesios elaboraban piezas de alfarería, especialmente loza cocida a baja temperatura y templada con cáscaras o arena. Sin embargo, cuando llegaron a las islas Marquesas, alrededor del año 100 de nuestra era, abandonaron de repente la alfarería y decidieron volver a cocinar sin ollas.

En un principio, la hipótesis para explicar que los polinesios hubiesen dejado de elaborar ollas era que en las nuevas islas no había arcilla, pero eso no es cierto: las islas tenían arcilla, aunque se encontraba en lugares elevados y bastante remotos. Hace treinta años, la antropóloga neozelandesa Helen M. Leach sugirió una explicación radicalmente nueva al enigma polinesio: cocinaban sin ollas porque no les parecían necesarias. Puede que otro gallo hubiese cantado de haber tenido una dieta basada en el arroz, pero la dieta de los polinesios era rica en verduras con fécula como los ñames, el taro, los boniatos y los frutos del árbol del pan, que se cocinaban mejor con piedras calientes que en ollas.

Por lo tanto: sí, es posible hervir sin ollas. El rechazo de los polinesios a la alfarería es un buen recordatorio de que incluso los inventos culinarios que parecen más vitales no tienen por qué adoptarse de manera universal. Algunos cocineros se niegan a tener una sartén en su casa (como si su sola presencia implicase el consumo malsano de ingentes cantidades de grasa); los amantes de la comida cruda rechazan el uso del fuego; y probablemente haya alguien, en algún lugar del mundo, que decida cocinar sin cuchillos (lo que sí se sabe con certeza es que existen libros de cocina para niños que abogan por sustituirlos por unas tijeras). Yo, sin ir más lejos, estoy en los antípodas de los polinesios, pues considero que las ollas y las cacerolas son utensilios de cocina indispensables, humildes dioses caseros. En pocos momentos del día soy más feliz que cuando coloco una olla sobre el fogón, sabedora de que la cena pronto estará borbotando, llenando la casa de buenos aromas. No puedo imaginarme una vida sin ellas.

Una vez que las ollas adquirieron el estatus de tecnología, empezamos a desarrollar sentimientos hacia ellas; y es que la cerámica puede ser muy personal. Incluso hoy por hoy, al describir las ollas, les asignamos atributos humanos: pueden tener labios y boca, cuello y hombros, panza y trasero. En Camerún, las piezas de alfarería del pueblo dowayo varían dependiendo de la gente que vaya a usarlas (el cuenco de un niño es distinto al de una viuda, por ejemplo), y hay tabúes sobre el comer de cuencos ajenos.

Muchos de nosotros le cogemos apego a objetos determinados, y convertimos en fetiche esta taza o aquel plato. No me importa el tenedor con el que como, o si alguien más ha comido con él antes que yo (siempre y cuando esté razonablemente limpio), pero con los cacharros la historia es distinta: antes tenía un tazón en el que aparecían todos los presidentes estadounidenses, que mi marido me trajo de un viaje a Washington. Era el tazón en el que bebía el té de la mañana, y no me sabía igual si lo bebía en otro tazón: era, pues, una parte fundamental de mi ritual de las mañanas. Las caras de los presidentes fueron borrándose poco a poco y costaba distinguir a Chester Arthur de Grover Cleveland, y me gustaba aún más. Si veía a otra persona beber con él, sentía en mi fuero interno que se estaba cometiendo una blasfemia. Un buen día, el tazón se rompió dentro del lavavajillas (lo que supuso, en un cierto sentido, un alivio). Jamás lo sustituí por otro.

Los fragmentos o «cascos» de cerámica son, a menudo, los vestigios más duraderos dejados por una civilización, y constituyen la mejor ventana para conocer los valores de quienes los usaban. Así pues, los arqueólogos denominan a las culturas según las piezas de alfarería que dejaron. Tenemos los pueblos de la cultura del vaso campaniforme, del tercer milenio a. de C., que atravesaron Europa, desde la península Ibérica y Alemania central, y llegaron a las islas británicas en el 2.000 a. de C. Estos estuvieron precedidos por la cultura de los vasos de embudo y la cultura de la cerámica cordada. Allá donde fueran, los pueblos de cultura campaniforme dejaron vestigios de vasijas de barro, de color rojizo o marrón, con forma de campana. Podían haberlos llamado pueblos de la cultura del puñal de sílex o de los martillos de piedra (puesto que también usaban estos objetos) pero, por alguna razón, la alfarería evoca mejor al conjunto de una cultura. Sabemos que gustaban de ser enterrados con una de estas vasijas a sus pies, para satisfacer, en teoría, las necesidades de alimento y bebida que les surgieran en el más allá. Nuestra propia cultura tiene tantos cachivaches que la alfarería ha perdido gran parte de su importancia original, pero sigue siendo uno de los pocos bienes universales. Quizá, dentro de cientos y cientos de años, cuando nuestra cultura haya sido sepultada por algún tipo de cataclismo, los arqueólogos empezarán a desenterrar nuestros vestigios y nos llamen la comunidad del tazón (CT, para abreviar): éramos gentes a las que les gustaban las cerámicas muy coloridas y lo bastante grandes como para poder albergar grandes dosis de reconfortantes bebidas con cafeína, pero, sobre todo, a prueba de lavavajillas.

La propia existencia de la alfarería marca una etapa tecnológica de una relevancia suprema en el desarrollo de la cultura humana. El alfarero coge un trozo de arcilla informe, lo humedece, lo atempera, lo moldea y lo cuece para que no pierda la forma: encontramos aquí un orden de creación distinto al de tallar piedra o madera o hueso; las piezas de alfarería llevan la marca de las manos humanas. La alfarería tiene un cierto componente mágico y, de hecho, los primeros alfareros solían tener un segundo papel como chamanes de la comunidad. La arqueóloga Kathleen Kenyon, que desenterró numerosos fragmentos de alfarería que se remontaban al 7.000 a. de C. en Jericó, describía los comienzos de su fabricación como una «revolución industrial»:

El ser humano, en lugar de diseñar un artefacto partiendo de un material de la naturaleza, ha descubierto que puede alterar algunos de dichos materiales. Sometiendo una mezcla de arcilla, arena y paja a altas temperaturas, alteró la naturaleza del material y le confirió nuevas propiedades.

Sin embargo, crear una vasija no es solo cuestión de moldear un trozo de arcilla, cual pastel de barro, hasta darle la forma deseada. La propia arcilla ha de escogerse con atención (si es demasiado arenosa resultará difícil de trabajar; si no es lo bastante arenosa no resistirá la cocción). El alfarero del 7.000 a. de C. (que solía ser mujer) sabía la cantidad exacta de agua que debía usar para que la arcilla fuese resbaladiza, pero sin que se le deshiciese en las manos o se resquebrajase durante la cocción —que ha de realizarse a una temperatura altísima, entre 900° y 1.000°, algo que solo se puede conseguir en un horno para cerámica—. La fabricación de ollas para cocinar es aún más compleja, pues han de ser herméticas y lo suficientemente resistentes como para soportar el choque térmico: en una olla mal fabricada, los diferentes materiales se expanden a diferentes ritmos a medida que el calor aumenta, lo que acaba rajándola.

La mayoría de los cocineros ha experimentado alguna vez el choque término: ese plato de lasaña que de repente se parte dentro del horno caliente, y arruina automáticamente tus planes para la cena; esa vasija de barro («resistente al fuego», decían) que se hace añicos sobre los fogones y vomita todo su contenido sobre el suelo. El escritor culinario Nigel Slater apunta que es preferible que una olla se rompa en cien pedazos a que sobreviva con una grieta profunda. Por mucho que la «olla agrietada» siga siendo nuestra favorita, esta lleva intrínseco un factor de peligrosidad del que prescindiremos gustosos: esa incómoda sensación que se siente al abrir la puerta del horno, descubrir que el plato está partido por la mitad y ver el queso fundido crepitando por el fondo.

Nunca sabremos con certeza cómo se elaboró la primera vasija. La alfarería es uno de esos avances brillantes que, curiosamente, nacen al mismo tiempo en muchas culturas muy alejadas entre sí. Las ollas empezaron a ser un objeto común alrededor del 10.000 a. de C., acaso un poco antes, en Sudamérica, en el norte de África y entre el pueblo jomon, de Japón (la palabra «jomon» significa «marca de cuerda» en este idioma). La alfarería jomon muestra que el concepto de arte acompañó a la cerámica desde sus comienzos; y es que no bastaba con hacer una buena vasija: tenía que ser bonita. Tras dar forma a sus vasijas, los alfareros jomon decoraban la arcilla húmeda con cuerdas y nudos, palos de bambú y conchas. Parece que la mayor parte de las primeras vasijas jomon se usaban en la cocina: los fragmentos que han sobrevivido hasta nuestros días pertenecen a vasijas profundas, de fondo redondo y con forma de maceta, ideales para guisar.

Curiosamente, este uso culinario que el pueblo jomon daba a las vasijas no se repite en todo el mundo: antes dábamos por sentado que la gente empezó a elaborar vasijas precisamente con el propósito de cocinar, pero ahora han surgido dudas. ¿Cómo podemos saber si cocinaban con ellas o no? Los restos de las vasijas usadas en la cocina deberían tener marcas de quemaduras o manchas debido a su exposición al fuego; puede que incluso conservasen restos de comida, y es muy probable que fuesen elaboradas con una arcilla muy atemperada o arenosa, y cocidas a baja temperatura para evitar el choque térmico.

En la región griega del Peloponeso se encuentra la cueva Franchti, donde se han hallado más de un millón de fragmentos de cerámica que datan de entre el 6.000 y el 3.000 a. de C. Este es uno de los yacimientos agrícolas más antiguos de Grecia: sus habitantes cultivaban lentejas, almendras, pistachos, avena y cebada, y además comían pescado. En otras palabras: aquí había gente a la que les vendrían muy bien algunas vasijas para cocinar. Uno podría suponer que estos fragmentos de cerámica pertenecieron en otro tiempo a ollas de cocina y tinajas de almacenamiento; sin embargo, cuando los arqueólogos examinaron los fragmentos más antiguos de Franchti no encontraron ningún indicio de que hubieran estado expuestas al fuego. Lejos de estar tiznados o carbonizados, pertenecían a piezas muy bruñidas, de cerámica fina y brillante, con una forma angulosa que no se mantendría en equilibrio sobre una hoguera. Todo indicaba que esas vasijas no se usaban para cocinar, sino para algún tipo de ceremonia religiosa. Todo un rompecabezas: aquellos griegos tenían a su disposición toda la tecnología necesaria para elaborar vasijas culinarias, pero eligieron no hacerlo y dar a su arcilla un uso simbólico. ¿Por qué? Probablemente porque allí nadie había usado las vasijas para cocinar antes, y a ellos tampoco se les ocurrió hacerlo.

El uso de vasijas en la cocina representó una inmensa innovación, aunque los griegos de Franchti dieron a estos objetos un uso puramente decorativo o simbólico durante muchos siglos antes de que se les ocurriera cocinar en ellos. Solo en los fragmentos más recientes, hacia el 3.000 a. de C., se puede apreciar que cocinar con cerámica se había vuelto habitual. Las vasijas Franchti se volvieron redondas y adquirieron una textura más áspera; también se les daban formas distintas y prácticas según su uso: había ollas para guisar de diferentes tamaños, coladores de arcilla y recipientes más grandes con forma de horno. Por fin, aquel pueblo había descubierto los placeres de cocinar con ollas y cacerolas.

Puede que los griegos sean los alfareros más afamados. Aunque es fácil quedarse en las arquetípicas vasijas decorativas (pintadas en negro sobre rojo o viceversa) que representan escenas de batallas, mitos, jinetes, bailarines y banquetes, también podemos aprender mucho de sus sencillas vasijas para cocinar, cuya historia es menos dramática pero igual de interesante. Estas nos cuentan qué comían y cómo lo comían; qué comidas apreciaban y qué hacían con ellas. Los griegos dejaron numerosas tinajas de almacenamiento —para queso y olivas, para vino y aceite, y, sobre todo, para cereal, muy probablemente cebada—, construidas en robusta terracota y cubiertas con tapaderas para evitar los insectos. Los alfareros griegos elaboraban sartenes, cacerolas y cazuelas con arcilla áspera y arenosa: el diseño básico era la redonda chytra, con forma de ánfora. También elaboraban pequeños recipientes con tres patas, así como prácticos conjuntos de cazuelas y braseros. Eran, en resumen, un pueblo con varias estrategias culinarias.

La alfarería cambió la naturaleza del oficio de cocinar de una forma radical. A diferencia de las cestas, las calabazas, las cortezas de coco y cualquiera de los recipientes para comida que se usaban hasta entonces, la arcilla podía moldearse según el tamaño y la forma deseada, de manera que los nuevos recipientes hicieron que el rango de comidas aumentase notablemente. Para resumirlo todo en una palabra: gachas. Las vasijas trabajaron codo con codo junto a la nueva ciencia de la agricultura (que también surgió hace unos diez mil años) cambiando nuestra dieta para siempre. Con las vasijas de barro, los cocineros podían hervir con facilidad cereales pequeños, como el trigo, el maíz y el arroz; estos feculentos alimentos básicos pronto constituirían el pilar de la dieta humana a lo largo y ancho del globo. Pasamos de una dieta de cazadoresrecolectores, basada en carnes, frutos secos y semillas, a una dieta de campesinos basada en cereales blandos acompañados de algo. Aquella fue una revolución cuyos efectos seguimos viviendo hoy. Cuando cogemos nuestra olla más grande y nos preparamos un plato de espaguetis escurridizos, o cuando encendemos ociosos nuestra olla arrocera, o removemos mantequilla y parmesano para preparar una relajante polenta, estamos comulgando con aquellos primeros granjeros que aprendieron a llenarse el buche con alimentos suaves y harinosos, cultivados en una parcela y cocinados en un recipiente.

En muchos casos, los recipientes de barro permitían comer plantas que de lo contrario serían venenosas. Un buen ejemplo es la mandioca (también conocida como guacamote o yuca), un tubérculo feculento proveniente de Sudamérica que es hoy la tercera fuente de hidratos de carbono comestible más importante del mundo. En su estado natural, la mandioca contiene pequeñas cantidades de cianuro, y cuando no se cocina correctamente o se come cruda puede provocar el konzo, una enfermedad paralizante. Una vez que fue posible hervir la mandioca, esta pasó de ser una toxina inútil a un valioso alimento básico, dulce y carnosa fuente de calcio, fósforo y vitamina C (aunque pocas proteínas). La mandioca es la fuente de energía básica en Nigeria, Sierra Leona y Ghana, entre otros países, y suele elaborarse machacando la raíz hervida hasta que adquiere la consistencia de una pasta y añadiendo, si se desea, algunas especias. Es una comida de olla clásica, de esas que calientan el estómago y relajan el espíritu.

Gran parte del placer de comer guisos radica en el jugo, embriagadora mezcla de hierbas y vino y caldo. Desde el primer momento, las vasijas permitieron a los cocineros conservar unos jugos que, de lo contrario, se habrían perdido entre las llamas. Especialmente valoradas fueron entre los pueblos que ingerían muchos moluscos, ya que la arcilla conservaba el delicioso líquido de las almejas. Además, la alfarería fue un gran adelanto por otra razón: hacía que quemar la comida fuese mucho más difícil (que no imposible, como muchos de nosotros podremos testificar) que cuando se cocinaba directamente en el fuego. Siempre y cuando no falte agua, la comida no se chamuscará.

Las primeras recetas de las que se tiene constancia vienen de Mesopotamia (situada en lo que hoy son Irak, Irán y Siria). Están escritas en cuneiforme sobre tres tablas de piedra de unos cuatro mil años de antigüedad, y constituyen una mirada tentadora a las posibles técnicas de cocina de los mesopotámicos (la gran mayoría de recetas son para platos de olla, con caldos y bouillons). «Coloca todos los ingredientes en la olla» es una instrucción muy frecuente. Gracias a las ollas, cocinar era por primera vez un asunto refinado y delicado; además, guisar con ellas era más fácil que asar directamente en el fuego: no costaba nada hervir un trozo de cordero, añadir al agua varios puerros, ajos y hierbas aromáticas, y dejar que la comida se hiciese a su ritmo. El patrón básico que seguían estas recetas mesopotámicas era: preparar el agua; añadir manteca y sal para darle sabor; echar carne, puerros y ajo; guisar los ingredientes en la olla; si se desea, añadir cilantro fresco o menta, y servir.

Con la llegada de la alfarería se abrió un gran abanico de técnicas de cocina, y aunque hervir era la más importante, también se podían usar planchas de cerámica para hacer tortas finas de maíz o mandioca, o pan ácimo; grandes vasijas para destilar bebidas alcohólicas, o recipientes secos con tapadera, en fin, para tostar maíz (el ejemplo más notorio es el maíz inflado de Mesoamérica: ¡palomitas!).

Pero la gente adoraba los recipientes de barro por otra razón: el sabor que daban a la comida. Hoy en día, ya no nos interesa que el material del recipiente se mezcle con su contenido. Queremos que nuestras ollas estén hechas de materiales que reaccionen lo menos posible con lo que hay dentro de ellas: he aquí una de las muchas virtudes del acero inoxidable. Salvo pocas y teatrales excepciones (como el pollo de ladrillo de los años 70 o la cazuela de barro tailandesa), no nos planteamos la posibilidad de que la superficie de cocción reaccione con los alimentos de manera beneficiosa. Sin embargo, tradicionalmente, las culturas que cocinan con arcilla porosa aprecian el sabor que esta confiere a la comida, por la liberación de las sales que hay en el interior de la arcilla. En el valle de Katmandú, situado en el Himalaya, se considera fundamental el uso de recipientes de barro para dar un toque extra a los mangos, limones o pepinos en escabeche.

Las propiedades especiales del barro pueden explicar por qué muchos cocineros se mostraban adversos al siguiente gran salto: el paso del barro al metal. Las calderas de metal son un producto de la Edad de Bronce (desde el 3.000 a. de C. en adelante), un periodo de vertiginosos cambios tecnológicos. De hecho, nacieron prácticamente al mismo tiempo que los primeros sistemas de escritura (jeroglífica y cuneiforme), el papiro, la fontanería, la elaboración de vidrio y la rueda. Fueron los egipcios, los mesopotámicos y los chinos quienes empezaron a usar las calderas sobre el 2.000 a. de C. El coste de su creación supuso que, en un principio, su uso estuviese limitado a fiestas especiales, a ceremonias religiosos o al enterramiento ritual de comida para que los muertos dispusiesen de ella en la otra vida.

Las calderas de metal tienen un número considerable de ventajas prácticas sobre la alfarería: para limpiarlas basta con frotar arena o ceniza sobre su superficie, a diferencia del barro sin esmaltar, que tiende a conservar restos de las comidas anteriores en sus poros; el metal conduce el calor mejor que el barro y, por lo tanto, la comida se cocina con más rapidez; y, sobre todo, una caldera puede colocarse directamente sobre el fuego sin temor a que se rompa en pedazos por culpa del choque térmico o a que se desportille. Hasta puede sobrevivir a una caída. Si bien es cierto que lo que los arqueólogos suelen encontrar son fragmentos de recipientes de barro, a veces desentierran calderas completas, como la de Battersea del British Museum, un espléndido ejemplar de la Edad de Hierro que data del 800–700 a. de C., hallado en el río Támesis en el siglo XIX. Es un magnífico recipiente con forma de calabaza, construido a partir de siete láminas de bronce remachadas como en un escudo, que ha sobrevivido en toda su gloria. Es una pieza que inspira reverencia: al contemplarla, uno entiende por qué las calderas solían dejarse como legado en los testamentos. Toda una obra maestra de ingeniería.

Una vez que fue posible elaborar recipientes de cocina de metal, no pasó mucho tiempo hasta que se estableciesen los principales diseños de ollas y cacerolas. Los romanos tenían la patella —una cacerola metálica para sofreír pescado, que dio su nombre a la paella española y la padella italiana—, ligeramente diferente a nuestras sartenes. La técnica de hervir los alimentos en aceite — pues en eso consiste freír— añadió una nueva dimensión a la vida culinaria. Las grasas alcanzan una temperatura mucho más elevada que el agua, y la comida se cocina más rápido en aceite, amén de dorarse por fuera para deleite de nuestros paladares. Este es el resultado de la reacción Maillard, una interacción entre las proteínas y los azúcares a altas temperaturas, responsable de muchos de los sabores que nos resultan más atractivos: la costra dorada de las patatas fritas, una oscura cucharada de sirope de arce. Tener una sartén a mano siempre es bueno.

Los romanos también elaboraban hermosos coladores de metal y calientaplatos de bronce, delgadas patinae de metal, grandes calderas de latón y bronce, moldes para pasteles con multitud de formas ornamentales, besugueras, sartenes con un pico vertedor especial para la salsa y asas plegables. Muchos de los objetos que dejaron resultan desconcertantemente modernos. La gran gama de artículos de cocina metálicos de los romanos impresionó al chef Alexis Soyer en 1853. Soyer estaba particularmente prendado de un recipiente de nombre ultramoderno y dos pisos llamado authepsa (la palabra significa «auto hervido»). Cual olla de estofar moderna, contaba con dos capas hechas de bronce corintio. El compartimento superior, explicaba Soyer, podía usarse para cocinar a fuego lento «manjares ligeros para el postre». Era un utensilio de gran valor: Cicerón describe la subasta de una authepsa vendida por un precio tan alto que los espectadores creyeron que lo que se estaba subastando era en realidad toda una finca.

A nivel tecnológico, los utensilios metálicos de los romanos tuvieron pocos rivales hasta la aparición, a finales del siglo XX, del menaje hecho con metales multicapa. Incluso abordaban el problema de evitar puntos calientes durante la cocción, que hoy por hoy sigue siendo una pesadilla para los diseñadores de baterías de cocina. Aún se conserva una cacerola metálica, proveniente de Britania, con aros concéntricos en su base, que proporcionarían una distribución lenta y constante del calor. Los experimentos que comparan los fondos ondulados con los lisos demuestran que al surcar el fondo de un recipiente se reduce el estrés térmico (los anillos fortalecen la estructura de la olla, y la hacen menos susceptible de deformarse a altas temperaturas), además de mejorar el control sobre la cocción: la transferencia de calor es más lenta en las ollas con surcos, con lo que se reducen las posibilidades de que se produzca una sobrecocción. Encontramos un patrón similar con círculos concéntricos en la batería de cocina Circulon, aparecida en 1985; según se anunciaba, su «tecnología de surcos, única y genuina» reducía la abrasión de la superficie y favorecía la resistencia y las cualidades antiadherentes del recipiente. Al igual que ocurre con los acueductos, las carreteras en línea recta, los puentes en arco y los libros, esta tecnología es un caso más en el que los romanos fueron pioneros. 

A pesar del ingenio de los romanos, la mayoría de cocinas domésticas desde la Edad de Bronce hasta el siglo XVIII tuvieron que apañárselas con un único recipiente grande: la caldera. Era, con mucha diferencia, el utensilio más grande de las cocinas del norte de Europa, y a su alrededor se concentraba la actividad culinaria. Tras la caída del Imperio Romano, la gama de utensilios de cocina volvió a reducirse al mínimo indispensable; se perdió el «una olla para cada ocasión» y la cocina con una sola olla volvió a establecerse como la forma de cocinar predominante. La caldera tendía a decidir cómo podían comer los comensales: las opciones eran hervido, cocido o estofado (si bien es cierto que, colocándole una tapa, también podía usarse para hacer pan, que se cocía o se hacía al vapor en su interior). Los contenidos de la caldera podían llegar a hartar: «gachas de guisantes calientes, gachas de guisantes frías, gachas de guisantes decadentes, que ya tienen nueve días», como dice la canción infantil. En el típico hogar modesto de la Edad Media había un cuchillo, un cucharón, una vasija de barro, algún tipo de espetón (aunque no siempre) y una caldera. El cuchillo picaba los ingredientes que se añadirían al agua de la caldera; varias horas después, el cucharón servía la sopa o «potaje» final. El resto de recipientes, de haberlos, eran unas cuantas vasijas de barro baratas, acaso una sartén y una cacerola de mango largo, mucho más pequeña que la caldera, destinada a calentar leche y nata.

Si se poseían otros utensilios de cocina, estos eran muy probablemente accesorios para la caldera. Los calderiles y los llares de hierro, decorados a veces con preciosos ornamentos, estaban diseñados para colgar y descolgar de su gancho, situado sobre el fuego, el pesado recipiente y su contenido; una forma de controlar la temperatura tan instantánea como el interruptor (aunque, eso sí, más peligrosa). Quienes no podían permitirse un equipamiento tan completo poseían, si acaso, uno o dos ingeniosos trébedes diseñados para mantener la caldera lejos del calor directo del fuego. Los ganchos y los tenedores para la carne eran otros accesorios utilizados para suspender la carne sobre el líquido burbujeante o para rescatar alimentos de sus profundidades.

Las calderas podían presentar muchas formas y tamaños. En Gran Bretaña solían tener un fondo hundido (en contraste con el fondo con forma de barriga) y estaban hechas de bronce o hierro para poder soportar el calor del fuego. Las que tenían tres patas estaban diseñadas para colocarse directamente sobre las brasas. Las ollas de hierro, que solían ser más pequeñas, tenían forma de barriga y un asa para colgarlas sobre el fuego (para manipular el asa incandescente se usaban trozos de madera o tenazas). El cocinar con un solo recipiente daba pie a que se produjesen extrañas combinaciones de ingredientes, todos revueltos al mismo tiempo. No se sabe con certeza la frecuencia con la que se limpiaba la caldera, habida cuenta de que no se contaba con agua corriente ni lavavajillas. En la mayoría de los casos, las raspaduras de la comida anterior se dejaban en el fondo de la olla para sazonar la siguiente. El folclore europeo está dominado por el espectro de la caldera vacía, equivalente antiguo del frigorífico vacío: un símbolo de hambre acuciante. En la mitología celta, las calderas evocan tanto la abundancia eterna como el conocimiento absoluto. Asimismo, poseer una olla pero no tener nada que echar en su interior simbolizaba la miseria total: en la historia de la «sopa de piedra» (y en sus muchas variantes), varios viajeros llegan a una aldea llevando consigo una olla vacía y ruegan que se les dé algo de comer. Los aldeanos se niegan, con lo que los viajeros cogen una piedra, la ponen a hervir en la olla y aseguran estar preparando una «sopa de piedra». Los aldeanos se quedan tan sorprendidos que todos añaden algo a la olla (unas cuantas verduras, condimentos…), hasta que al final la «sopa de piedra» se convierte en un delicioso estofado estilo cassoulet del que todos pueden comer.

Adquirir una caldera suponía un desembolso considerable: en 1412, entre los refinados bienes de los londinenses John y Juliana Cole se incluía una caldera de 7 kg valorada en cuatro chelines (por aquel entonces una olla de barro costaba aproximadamente un penique, y doce peniques hacían un chelín). Tras su compra o trueque, un recipiente de metal podía repararse muchas veces para prolongar su vida: si aparecían agujeros, se podía pagar a un calderero para que los soldara. En 1857 se halló una caldera de bronce en un pantano de County Down y se comprobó que había sido reparada hasta por seis zonas: para los agujeros más pequeños se usaron remaches; sobre los más grandes se vertió bronce líquido.

Eso sí, puede que una caldera no sea el utensilio ideal para cocinar todos los platos. Pero, un vez adquirida, solía dictar el patrón de cada comida (estaba acompañada, si acaso, por una o dos pequeñas vasijas de barro). Cada pueblo tiene su propia variante de platos cocinados con una sola olla, así como sus propias ollas con las que cocinar dichos platos: pot au feu francés, estofado irlandés, dobrada portuguesa o cocido español. La cocina con una sola olla es la cocina de la escasez: escasez de leña, escasez de utensilios, escasez de ingredientes. No se desperdicia nada. No es casualidad que la sopa casi siempre haya sido la comida que se da a los pobres en los comedores de caridad. Si no hay suficiente para todos, basta con añadir algo de agua y ponerla a hervir un ratito más.

Los cocineros idearon astutas formas para eludir los límites de la olla única: colocando las verduras, las patatas y el pudin en bolsas de muselina independientes e introduciéndolas en el agua hirviendo, se podía cocinar más de un ingrediente al mismo tiempo. Puede que el pudin acabase con un ligero sabor a repollo (y el repollo con un ligero sabor a pudin), pero al menos no era sopa. En su libro Lark Rise to Candleford [De Lark Rise a Candleford], Flora Thompson describe cómo se preparaba el «té» para los hombres que llegaban de los campos:

Todo se cocinaba en la única olla que había: el trozo de beicon, que daba para poco más de un bocado para cada uno; el repollo u otras verduras en una red, las patatas en otra, y el pudin envuelto en un paño. En estos días de gas y cocinas eléctricas puede parecer un método algo caótico, pero cumplía su objetivo, habida cuenta de que, siempre y cuando se añadiese cada ingrediente en el momento justo y se mantuviese la temperatura controlada, todos los alimentos quedaban intactos, y el resultado era una comida apetitosa.

 

En los años 30, los nazis tomaron prestada la imagen frugal de las comidas cocinadas con una sola olla y le dieron un uso ideológico. En 1933, el gobierno de Hitler anunció que los alemanes deberían reservar un domingo del mes, entre octubre y marzo, para comer un plato de estas características: el Eintopf. La idea era que así la gente ahorraría dinero para poder donarlo a los pobres. Los libros de cocina se reescribieron a toda prisa para ir en la línea de esta nueva política, e incluían, cuando menos, sesenta y nueve tipos de Eintopfs: macaroni, goulash, estofado irlandés, sopa de arroz serbia, numerosos potajes a base de repollo y sopa de patatas alemana.

La promoción nazi del Eintopf era un astuto mecanismo de propaganda. En Alemania, muchas personas ya veían el Eintopf como la comida frugal por antonomasia, un plato de sacrificio y sufrimiento. Se decía que Alemania había logrado derrotar a Francia en 1871 gracias, en parte, a que su ejército se había alimentado de Erbswurst, una especie de pudin a base de harina de guisante y tocino. El Eintopf, pues, trajo consigo nostálgicos recuerdos.

De hecho, las loas al Eintopf por parte de los nazis reflejaban cómo la mayoría de amas de casa (en Alemania, así como en todo el mundo) habían dejado atrás la cocina con una sola olla: al igual que con otros muchos símbolos fascistas, se pretendía volver a lo arcaico. El Eintopf solo podía verse como un plato económico en una sociedad donde la mayoría de comidas se hacía usando más de una olla: al revivir ese ideal campesino de cuento de hadas en el que un solo puchero cuelga de un único calderil, los nazis mostraban, involuntariamente, que los días de la caldera habían tocado a su fin.

Aunque en la Alemania de los años 30 se vivían tiempos difíciles, la mayoría de cocineros (o lo que es lo mismo, de amas de casa) esperaban poder contar con un buen surtido de ollas y cacerolas con las que cocinar, no solo una.

La Petworth House, ubicada en Sussex, es una de las mansiones más imponentes de Inglaterra. Pertenece a la misma familia aristocrática, los Egremonts, desde 1150, aunque el edificio actual data del siglo XVII. Hoy en día, esta estupenda mansión situada en un coto de 2,8 km2 está gestionada por el National Trust[3]. Quienes visiten su cocina se quedarán prendados de la reluciente batería de cobre que allí se exhibe, con más de un millar de piezas: filas de cacerolas con sus tapas correspondientes, ordenadas minuciosamente de mayor a menor, de izquierda a derecha, sobre grandes aparadores. La cocina de Petworth nos da una idea de lo que significa tener «un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio», tal y como apuntaba Mrs Beeton en su famoso manual doméstico. Los cocineros de Petworth tenían el utensilio exacto para cocinar cada plato.

Entre los utensilios de Petworth se incluyen ollas con un grifo en la parte inferior para dejar salir el agua caliente (como las teteras); multitud de cacerolas, sartenes para sofreír o para tortillas, de todos los tamaños imaginables; una sartén para estofados más grande, con una tapa diseñada para colocar sobre ella brasas calientes, de manera que la comida se cocinase por arriba y por abajo al mismo tiempo. Los utensilios dedicados a la cocción del pescado son todo un mundo: en sus días de gloria, Petworth recibía un excelente pescado de las costas de Sussex y se esperaba que los cocineros de la mansión le hiciesen justicia. En las cocinas de la casa no solo habían besugueras (con láminas agujereadas en el interior para retirar el pescado del agua hirviendo sin que se desintegrase) y una sartén para freír pescado (con un escurridor de alambre), sino que también encontramos una besuguera especial para el rodaballo, la turbotière (en forma de rombo, imitando el cuerpo del pescado), y varios recipientes más pequeños diseñados específicamente para cocinar caballa.

Sin embargo, la cocina de Petworth no siempre estuvo tan bien equipada. Peter Brears, historiador de la comida, estudió los inventarios de la cocina, que documentaban «todos y cada uno de los objetos móviles» usados por los cocineros: cada olla, cada cacerola, cada sartén. El primer inventario se realizó en 1632, el segundo en 1764 y el tercero en 1869. Estos documentos ofrecen una fotografía, siglo por siglo, de los utensilios de cocina disponibles en los hogares británicos más acaudalados. El detalle más revelador es el siguiente: en 1632, bajo el reinado de la casa de Estuardo, a pesar de toda su riqueza, no había una sola cacerola en la mansión. Por aquel entonces, para hervir y guisar se usaba una tinaja gigante fija con agua hirviendo (que también servía para suministrar agua a toda la casa, no solo para cocinar), nueve calderas, una olla de hierro para moluscos, varias besugueras y cinco sartenes pequeñas de latón, con tres patas para poder colocarse sobre el fuego. No es esta, pues, una cocina donde preparar una salsa holandesa o española. Allí se podía guisar y hervir, así que menos delicadezas. Aunque el principal objetivo de esta cocina no era hervir, sino asar: había veintiún espetones, seis graseras, tres cucharones y cinco parrillas.

En 1764, todo había cambiado. Ahora, en Petworth se habían deshecho de varios de sus espetones (solo quedaban nueve) y habían adquirido veinticuatro cacerolas grandes, doce pequeñas, nueve ollas para baño maría y varios cazos. Este incremento masivo en el número y variedad de recipientes refleja los nuevos estilos de cocina. Los antiguos métodos culinarios, más picantes y pesados, estaban dando paso a algo más fresco y con más mantequilla. Un aristócrata de 1764 conocía muchas comidas de las que no se había oído hablar en 1632: el chocolate espumoso, las galletas crujientes, las salsas ácidas y cítricas o los guisos con trufas de la nouvelle cuisine francesa. Los nuevos platos pedían nuevos utensilios. Hannah Glasse, una de las escritoras culinarias más afamadas del siglo XVIII, se pronunció sobre la importancia de disponer de la sartén adecuada cuando había que derretir mantequilla (en aquella época se estaba empezando a servir una especie de mantequilla densa derretida como salsa universal para acompañar la carne o el pescado): una sartén de plata, aseguraba, era la opción ideal.

En 1869, las cocinas de Petworth tenían aún más ollas y cacerolas. Peter Brears sugiere que los cocineros victorianos consideraron que el abundante equipamiento de 1764 era «completamente inadecuado». El centro de atención de las cocinas por fin estaba alejándose del asado con espetones: la acción real había pasado a las baterías de cocina de cobre, y se apoyaba sobre fogones calentados a vapor. Ahora también había tres ollas de estofar, para alimentos que necesitasen ser cocidos a fuego lento más que hervidos. El número de ollas y cacerolas había pasado de cuarenta y cinco a noventa y seis, lo que refleja la increíble cantidad y variedad de salsas, glaseados y aderezos presentes en la cocina victoriana. Por cierto, hablando de cacerolas, ¿qué diferencia hay entre una stewpan y una saucepan? Pues no mucha, la verdad. En el siglo XVIII, las saucepans solían ser más pequeñas, y más adecuadas para el furioso batido de emulsiones y glaseados. No era necesario que llevasen tapa, pues a menudo se usaban simplemente para calentar salsas y jugos que antes ya se habían cocinado en una stewpan y habían sido colados. Las stewpans eran mayores y tenían tapa; podían albergar varias perdices o un buen puñado de carrilleras de res, vino tinto y zanahorias; o un fricasé de pollo, o una delicada mezcla de mollejas de cordero y espárragos. La stewpan era lo que llevaba la cena a la mesa. Sin embargo, con el paso del tiempo la saucepan fue ganando terreno. En 1844, Thomas Webster, autor de An Encyclopaedia of Domestic Economy, escribió que las saucepans eran «recipientes redondos y más pequeños que se usaban para hervir y tenían un solo mango», mientras que las stewpans tenían uno doble, en la tapa y en el recipiente. También apuntaba que las stewpans estaban fabricadas con un metal más grueso y solían tener un fondo más redondo y menos anguloso, lo que las hacía más fáciles de limpiar. Ahora ya no hablamos de stewpans, y aplicamos el término genérico «saucepan» para todas nuestras cacerolas, con o sin tapa, incluso cuando las usamos para algo tan poco glamuroso como calentar una lata de judías.

Sin embargo, en muchas cocinas todavía se hace referencia, de forma modesta, a la batterie de cuisine (puede que solo sea un trío de cacerolas esmaltadas colgadas de la pared, o una fila ordenada, de menor a mayor, de utensilios de Le Creuset). La batería de cocina fue una de las muchas ideas que surgieron durante la época de ilustración y revolución del siglo XVIII. La filosofía que subyace era justo la opuesta a las limitaciones de la cocina con una sola olla. La idea, que sigue teniendo firmes defensores entre los practicantes de la haute cuisine, es la siguiente: la preparación de cada uno de los elementos de una comida requiere su propio recipiente especial. No se puede saltear en una sartén con bordes inclinados ni freír en una sartén con bordes rectos; no se puede hervir el rodaballo sin una turbotière: se necesita el utensilio adecuado. En un cierto sentido, esto refleja la nueva profesionalidad que adquirió la cocina en el siglo XVIII, así como la influencia de Francia.

E. Dehillerin, la tienda de menaje de cocina más antigua de París, es un templo donde todavía se pueden admirar los utensilios de cobre. Esta tienda de fachada verde está repleta de recipientes que uno nunca hubiera pensado que necesitaba: un plato donde cocinar caracoles con ajo; moldes para los pastelitos más fantasiosos; diminutas cacerolas para preparar salsas; una prensa para elaborar un plato muy específico, el pato prensado (el cuerpo del animal se aplasta hasta que se liberan los jugos orgánicos); cacerolas con tapas para guisados; ollas, y, sí, incluso una turbotière de cobre que se parece muy mucho a la de Petworth. Allí se siente el espíritu de Julia Child, que abre su Mastering the Art of French Cooking (1961) con un consejo franco: «No escatimes a la hora de comprar recipientes de cocina. El que lo hace es un cocinero que se pone trabas a sí mismo. Usa todas las cacerolas, cuencos y utensilios de cocina que necesites».

William Verrall fue un chef del siglo XVIII, propietario de la White

Hart Inn de Lewes, en Sussex, que publicó un libro de cocina en 1759. Verrall no tenía paciencia con esas cocinas que intentaban bastarse con «una pobre cacerola más sola que la una» y una sartén «más negra que mi sombrero». Para él, era obvio que «es imposible preparar una cena con un sabor y un aspecto decentes sin los utensilios adecuados con los que trabajar, como un juego nuevo de cacerolas de varios tamaños», sartenes y ollas. Verrall cuenta la historia de una «una cena medio decente» que se echó completamente a perder «por colocar en el sitio equivocado una de las cacerolas».

Esta nueva escrupulosidad por lo que a las cacerolas se refería, nacida en el siglo XVIII, fue espoleada por un resurgimiento de la industria del cobre en Inglaterra. Hasta entonces, el cobre se había importado desde Suecia; sin embargo, en 1689 ese monopolio sueco tocó a su fin, y empezó a producirse cobre inglés (la mayoría en Bristol) en grandes cantidades y a un precio mucho más bajo: esto allanó el camino para que los aparadores se llenasen de cacerolas de cobre. El término francés batterie de cuisine, que se convirtió en la forma universal de referirse al conjunto de utensilios de cocina desde mediados del siglo XIX, se remonta a las cacerolas de cobre: en efecto, se denominaba batterie al cobre que había sido literalmente batido hasta adquirir la forma deseada[4].

Las baterías de cobre victorianas son, a su manera, el cenit de la larga historia de las ollas y las cacerolas. La combinación de la capacidad artesanal, la calidad del propio metal, la posibilidad de confeccionar los utensilios según los requisitos de la cocina y la existencia de cocinas opulentas equipadas con el batallón de cocineros necesario para no quedarse a la zaga con respecto a los diferentes utensilios, no volvería a repetirse —excepción hecha de las cocinas francesas del siglo XXI donde se practica la haute cuisine—. Sin embargo, es interesante constatar que, a pesar de contar con cocinas fantásticamente equipadas, los victorianos tienen la fama de haber arruinado la cocina británica, convirtiéndolo todo en una sopa Windsor marrón[5]. Algunos historiadores sostienen que esta fama es inmerecida, pero no hay excusas que valgan para el tema de las verduras: las recetas de la era victoriana y del periodo regencia nos dicen sistemáticamente que hay que hervir las verduras durante muchos, muchos minutos más de los que sabemos que es necesario. Brócoli: veinte minutos. Espárragos: de quince a dieciocho minutos. Zanahorias (esta es la que más delito tiene): de cuarenta y cinco a sesenta minutos. ¿Qué ventajas tiene el poseer los utensilios más vanguardistas para el hervido si aún no se ha comprendido el método básico de hervir verduras?

Sin embargo, también es posible que los victorianos no maltratasen sus verduras tanto como creemos. La opinión generalizada siempre ha sido que cocían más de la cuenta sus verduras porque no daban demasiada importancia al asunto, aunque no hay que descartar que fuese justo lo contrario: que le diesen demasiada importancia. Los escritores culinarios del siglo XIX estaban muy concienciados tanto con la textura (al igual que nosotros, cocían las verduras hasta que estuviesen «tiernas») como con el ímpetu con el que hervían sus alimentos. Es cierto que temían la poca digestibilidad de las verduras poco hechas —algo que le ha pasado a los cocineros durante siglos, toda vez que las verduras crudas se consideran peligrosas desde la medicina humoral de los griegos—, pero también lo es que temían echar a perder sus verduras hirviéndolas más de la cuenta. William Kitchiner, autor de The Cook’s Oracle [El oráculo del cocinero], apuntaba que al cocinar espárragos «hay que prestar mucha atención al tiempo exacto que necesitan para ponerse tiernos, y sacarlos en ese preciso instante; solo así tendrán su verdadero sabor y color: bastan uno o dos minutos más de hervido para destruir ambos». No son estas las palabras de alguien que quiere elaborar unas gachas de verduras, aunque también es cierto que dicho por él suena un tanto raro, ya que nos acababa de recomendar que hirviésemos los espárragos de veinte a treinta minutos. Kitchiner, eso sí, ata los espárragos en manojos, con lo que tardan mucho más tiempo en hacerse que si se hierven sueltos.

Además, los largos tiempos de hervido no se estipulaban al tuntún. A veces se nos olvida, haciendo gala de una actitud condescendiente, que siempre se ha reflexionado mucho sobre cómo cocinar mejor. La mayoría de escritores de recetas del siglo XIX gustaban de dar consejos basados en pruebas «científicas» o, cuando menos, «racionales». Por lo que a ellos concernía, el dato más importante sobre el hervido es que la temperatura del agua nunca superaba los 100° (después se convierte en vapor, pero es imposible que se caliente más). Había científicos, como el conde de Rumford, que se lamentaban de la ineficacia, desde el punto de vista del combustible, de cocinar alimentos en agua hirviendo: ¿qué sentido tenía, si no se elevaba la temperatura del agua? No era más que un derroche de energía. En 1815, Robertson Buchanan, un experto en economía del combustible, apuntó que una vez alcanzado el punto de ebullición «el agua se queda a la misma temperatura, por mucho ímpetu con el que hierva»; los escritores culinarios a menudo citaban este pasaje de Buchanan. William Kitchiner afirmó que había probado a colocar un termómetro en el agua «en ese momento que los cocineros llaman «hervir a fuego lento». La temperatura era de 100°, la misma que había con un hervido más potente». De este experimento se desprendía que era mejor hervir los alimentos a fuego lento.

En 1868, Pierre Blot, profesor de gastronomía en la New York Cooking Academy, atacó a aquellos que «maltrataban» el arte de hervir —ya fuesen amas de casa o cocineros profesionales— al realizar hervidos «rápidos en lugar de lentos»: «Al colocar una pequeña cantidad de agua sobre un fuego intenso y hervir un alimento a gran velocidad se conseguirá generar mucho vapor, pero no se cocinará más rápido, toda vez que el grado de calor es exactamente el mismo». En el caso de la carne, se recomendaba cocerla a fuego lento: «a mayor lentitud en la cocción —apuntaba Kitchiner—, más tierna, sustanciosa y blanca quedará la carne». En cambio, hervir a fuego lento no era de gran ayuda en el caso de las verduras (excepción hecha de las patatas): el resultado eran tiempos de cocción muy prolongados, sobre todo porque los cocineros que contaban con batería de cocina completa tenían predilección por hervir la comida en cacerolas lo más pequeñas posibles. Volvamos a Kitchiner:

El tamaño de los recipientes ha de adaptarse a su contenido: cuanto más grande sea una cacerola mayor espacio ocupará sobre los fogones; además, una mayor cantidad de agua requiere un aumento proporcional del fuego necesario para que esta hierva.

El pequeño recipiente pronto está caliente.

Eso es verdad. Pero también lo es que se tardará mucho más en hacer unas zanahorias si se usa un recipiente pequeño con poca agua que hierve a fuego lento en lugar de un recipiente más grande con agua hirviendo como Dios manda. La ventaja de contar únicamente con una o dos cacerolas grandes en lugar de poseer un repertorio con todos los tamaños imaginables es que no se tiene la opción de hacer coincidir el continente y el contenido. Hay que dejar que la comida tenga espacio; pocas cosas hay peores que esas cocinas con solo unas pocas cacerolas, pero todas pequeñísimas, de manera que al añadir algo de comida el agua tarda un siglo en volver al punto de ebullición.

Probablemente, las verduras del siglo XIX estaban menos recocidas de lo que podríamos intuir al leer los tiempos de cocción, sobre todo si tenemos en cuenta que las propias verduras eran diferentes: los tipos de semillas modernas y los métodos de cultivo suelen producir plantas más tiernas. Los espárragos victorianos eran más fibrosos; las zanahorias, y las verduras en general, más duras. Incluso con nuestras tiernas verduras modernas, el hervido victoriano no daría como resultado unas verduras completamente pasadas. He hecho la prueba, y he hervido a fuego lento zanahorias troceadas, dentro de una pequeña cacerola, durante cuarenta y cinco minutos. Para mi sorpresa, seguían conservando un puntillo, aunque nada comparado al sabor que tienen cuando se hierven en una cacerola grande de acero inoxidable a fuego intenso durante cinco minutos, o, aún mejor, cuando se cuecen al vapor en una vaporera.

En cualquier caso, el dominio victoriano de la técnica del hervido era defectuoso. Es completamente cierto que, a una presión normal, es imposible elevar la temperatura del agua por encima de los 100°; sin embargo, a una presión mayor, se pueden alcanzar temperaturas mucho más altas (he aquí el motivo por el que las ollas a presión cuecen tan rápido). Aunque este no es el único factor que determina la velocidad de cocción de un alimento: también es importante la ebullición (hasta qué punto borbotea el agua hirviendo). Básicamente, la transferencia de calor al cocinar viene determinada por la diferencia de temperatura entre la comida y la fuente de calor. Así pues, sobre el papel, la lógica victoriana parece tener sentido: una vez que el agua ha alcanzado los 100°, no debería importar demasiado que hierva vigorosamente o a fuego lento. Sin embargo, nuestros ojos y nuestras papilas gustativas nos dicen que sí importa. Esto se debe a que el agua que hierve con fuerza se mueve caóticamente y transmite el calor a la comida mucho más rápido que la que hierve a fuego lento. La transferencia de calor también funciona a mayor velocidad cuando hay más agua en el recipiente en proporción a los alimentos. Una cacerola grande con un montón de agua y no demasiadas verduras cuece mucho más rápido que una pequeña cacerola de cobre cuidadosamente elegida y llena a rebosar. Esto explica por qué cuando los victorianos aconsejaban hervir las verduras «con brío», tal y como hace Mrs Beeton en ocasiones, los tiempos de cocción siguiesen siendo largos. Nosotros, que pertenecemos a la generación de la pasta, esto lo sabemos por instinto. Puede que no sepamos preparar un glaseado de carne o una charlota rusa; si nos das una besuguera de cobre, probablemente no tengamos ni idea de qué hacer con ella —aunque tampoco importa, porque los filetes de pescado que consumimos suelen estar hervidos en un recipiente normal—; sin embargo, sabemos hervir mil veces mejor que los victorianos: abrimos un paquete de hélices, sacamos nuestra cacerola más grande y hervimos la pasta lo más rápido posible con agua a discreción durante diez minutos, hasta que está perfectamente al dente, antes de mezclarla con mantequilla o con una sabrosa salsa de tomate. Lo único que nos preocupa de los recipientes en los que hacemos la pasta es que sean grandes. Una vez dominada esta técnica, no es difícil aplicarla a las verduras: cuatro minutos para el brócoli, seis para las judías verdes, una pizca de sal, un chorrito de limón y a comer se ha dicho. Los cocineros victorianos realizaron hazañas mucho más grandiosas —gelatinas con forma de castillo, tartas arquitectónicas—, pero la sencillez de las verduras hervidas les sobrepasaba.

La comida hervida de los victorianos tenía, además, otro inconveniente: las propias cacerolas. El cobre es un fantástico conductor de calor (el único metal con el que se elaboran utensilios de cocina que lo supera es la plata), pero el cobre puro es venenoso al entrar en contacto con la comida, especialmente con los ácidos. Las cacerolas de cobre se cubrían con una fina capa de estaño, material neutral; sin embargo, con el paso del tiempo la superficie de estaño se iba desgastando y el cobre quedaba expuesto. «Dar una nueva capa de estaño a los utensilios de cocina con bastante frecuencia», es un consejo común que encontramos en los libros de cocina de los siglos XVIII y XIX. Si los seres humanos de entonces se parecían en algo a los de ahora, es muy probable que los cocineros de la época pospusieran su visita al estañador y acabasen envenenando al personal. Es más, los cocineros que hacía caso omiso de los efectos nocivos del cobre buscaban sus efectos enverdecedores, y usaban cacerolas de cobre sin estañar para preparar pepinillos y nueces verdes en escabeche. En resumidas cuentas: las cacerolas de cobre son una monada, salvo por el pequeño detalle de que pueden arruinar el sabor de tus platos y envenenarte. De repente, aquellas brillantes baterías de cocina victorianas ya no parecían tan atractivas.

La búsqueda del recipiente de cocina ideal no es tarea fácil, y es que siempre se pierde algo. Tal y como afirmara James Beard, gran escritor culinario estadounidense: «Ni siquiera en el mejor de los mundos posibles podríamos encontrar un metal perfecto para los utensilios de cocina».

Esperamos mucho de una buena cacerola, y no todo puede encontrarse en un único material. Primero, debería estar fabricada con un material buen conductor, para que caliente la comida rápido y distribuya el calor de forma uniforme por toda la base (¡nada de puntos calientes!). Tiene que ser manejable, ligera y fácil de mover sobre los fuegos, amén de tener un mango del que podamos agarrarla sin quemarnos. Sin embargo, también queremos que sea lo suficientemente densa y sólida para resistir a altas temperaturas sin doblarse, desportillarse o partirse. La cacerola ideal debería tener una superficie no reactiva, antiadherente, anticorrosiva, fácil de limpiar y duradera; tendría que tener una forma bonita, amén de asentarse bien sobre el fogón. Ah, tampoco debería costar un ojo de la cara. Y, por encima de todo, una señora cacerola tiene algo, una cualidad (imposible de cuantificar), que la hace, además de funcional, entrañable: «Hola, amiga mía», pensamos al cogerla por enésima vez.

Tradicionalmente, los libros de cocina empiezan con una lista de los utensilios requeridos. A medida que el autor desglosa la gama de materiales con los que podría hacerse una cacerola, siempre hay un cierto tono de ambivalencia flotando en el ambiente, un «sí, pero…». La cerámica, por ejemplo, es fantástica hasta que se rompe. Igual le sucede al vidrio de borosilicato, o pyrex, que va de maravilla para el horno pero es frágil sobre una llama. El aluminio es bueno para las tortillas pero no se pueden cocinar ingredientes ácidos en él. Se dice que la plata es excelente, salvo por su desorbitado precio (y el correspondiente padecimiento cuando se pierde o nos la roban); sin embargo, el deslustre de la plata deja en los platos un regusto particular, que solo se evita lavando las cacerolas escrupulosamente. Las pesadas y negras cacerolas de hierro fundido son las favoritas de muchos cocineros; en efecto, los recipientes de hierro fundido se han usado durante siglos y siguen siendo la mejor opción para unos platos tan caseros como la tarta tatin francesa y el pan de maíz, o cornbread, estadounidense (ya lo cantaba Paul Robeson en su versión de Shortnin’ Bread). Con los condimentos adecuados, una sartén pequeña de hierro fundido tiene unas excelentes propiedades antiadherentes y, dado su peso, puede soportar las altas temperaturas que se alcanzan durante la técnica culinaria del marcado. La pega es que se oxidan de mala manera si no se secan y se engrasan cuidadosamente después del uso; también dejan pequeñas cantidades de hierro en la comida (aunque eso es un beneficio para los anémicos).

La solución a muchas de estas contrapartidas era el hierro fundido revestido de una capa de esmalte vidriado (el ejemplo más famoso es Le Creuset®). El principio del esmaltado es muy antiguo: los egipcios y los griegos ya elaboraban joyas esmaltadas, fundiendo vidrio en polvo con piezas de alfarería a temperaturas altísimas (entre 750 y 850°°). El esmaltado empezó a aplicarse al hierro y al acero en torno al año 1850. Más tarde, en 1925, a dos industriales belgas que trabajaban en el norte de Francia se les ocurrió aplicarlo a los utensilios de cocina de hierro fundido, piedra angular de las cocinas de todas las abuelas francesas. Armand Desaegher era un experto en metales fundidos; Octave Aubecq sabía de esmaltado. Juntos crearon una de las líneas de utensilios de cocina más importantes del siglo XX, empezando con una cocotte redonda (lo que nosotros llamaríamos «cazuela») y extendiéndose, con el paso de los años, a los ramequínes y las bandejas para el horno, las cacerolas y los tajines, las asaderas y los woks, los moldes para flanes y las planchas. Parte del atractivo de las piezas de Le Creuset radica en sus colores, que determinan los gustos cambiantes en el diseño de cocina: naranja fuego en los años 30, amarillo en los 50, azul en los 60 (este color fue sugerido por Elizabeth David, que se inspiró en un paquete de cigarrillos Gauloises), y verde azulado, rojo cereza y granito en nuestros días. Tengo un par de ellas en almendra (nombre ingenioso para el color crema) y no hay nada mejor para cocinar guisos lentos, porque el hierro fundido calienta con homogeneidad y conserva el calor como nada, mientras que el esmalte evita que nuestro estofado tenga un regusto metálico. La mayoría de ellos también saca muy buena nota en entrañabilidad: es ver uno sobre el fogón y se le alegra a una el día.

Una de las personas que conozco que mejor cocina (mi suegra) prepara todos sus platos en su Le Creuset azul. Ya tenía muy buenas nociones de cocina antes de casarse, y sus comidas tienen un toque anglo-francés. En sus cacerolas, que cuida como oro en paño, elabora besameles de ensueño, guisantes con mantequilla, suaves y violetas borschts… Las cacerolas parecen adaptarse como un guante a su estilo de cocina, y es que a mi suegra nunca se le ocurriría servir comida en platos fríos o con la cubertería equivocada. Su hierro fundido esmaltado le sirve con fidelidad. Solo cuando alguno de nosotros, menos disciplinados, se aventura en la cocina, es cuando aparece la sombra del peligro. Por una sencilla razón: esas cacerolas pesan como plomo, y siempre tengo miedo de que me fallen las muñecas y se me caiga alguna. Por otro lado, ninguna es lo suficientemente grande para la pasta. Sin embargo, el verdadero problema es su superficie: quienes estén acostumbrados a cocinar con acero inoxidable, más compasivo, se sorprenderán al ver con qué facilidad se pega la comida al fondo de una Le Creuset cuando se cocina a altas temperaturas. Más de una vez he dejado alguna de las cacerolas de mi suegra un poco más de la cuenta sobre el fogón y he estado a punto de echarla a perder (en ese momento es cuando llega ella, armada de lejía y energía, y salva el expediente).

Cuando los utensilios antiadherentes hicieron su aparición en escena (de la mano de la compañía francesa Tefal, en 1956) parecían un milagro. «Sartén Tefal: la sartén que no se pega, pero de verdad», decía el titular original. El motivo por el que la comida se pega es que las proteínas reaccionan con algunos iones metálicos de la superficie de la sartén. Para evitar que esto ocurra, hay que lograr que las moléculas de las proteínas dejen de reaccionar con la superficie, ya sea removiendo concienzudamente la comida, para no darle la oportunidad de pegarse en ningún momento, ya sea introduciendo una capa protectora entre los alimentos y la sartén. Tradicionalmente, esta capa se creaba «condimentando» la sartén. En las sartenes de hierro sin esmaltar, ya sea un wok chino o unas killet estadounidense, el condimento es esencial: quienes se salten este paso, verán cómo la comida sufre (y la sartén se oxida). En primer lugar, se sumerge la sartén en agua caliente con jabón; luego se enjuaga y se seca. Acto seguido, se frota la superficie con aceite o manteca y, muy poco a poco, se calienta durante varias horas. Algunas de las moléculas de la grasa se «polimerizan», y al final nos queda una superficie lisa y brillante. Cada nueva comida añade una capa de grasa polimerizada y, con el paso del tiempo, parecerá que nuestra sartén lleva más gomina que John Travolta en Grease. En un wok bien engrasado, la comida se desliza y salta alegre. En una skillet bien «condimentada», se puede hacer pan de maíz para todo un ejército, y cuando esté preparado saldrá sin oponer ninguna resistencia. Eso sí, hace falta una cierta disciplina para mantener un utensilio de cocina bien engrasado. Nunca hay que fregarlo con estropajo; la superficie también puede arruinarse al entrar en contacto con ingredientes ácidos como los tomates o el vinagre. Cuando la capa de grasa de una sartén de hierro fundido se pierde, hay que empezar desde el principio. En 1954, Marc Grégoire, un ingeniero francés, dio con una nueva solución. Los químicos conocían el PTFE, o politetrafluoroetileno, o teflón, desde 1938 —esta sustancia resbaladiza se usaba para recubrir válvulas industriales y para los aparejos de pesca—, pero, según cuentan, fue la mujer de Marc Grégoire quien le sugirió por primera vez que usase el PTFE para arreglar sus sartenes, que se pegaban continuamente. Y así fue como Grégoire encontró la forma de aplicar PTFE a una sartén de aluminio.

¿Cómo funciona? Como ya hemos dicho, la comida se pega cuando reacciona con la superficie de la sartén. Sin embargo, las moléculas de PTFE no se unen con ninguna otra molécula. A nivel microscópico, está compuesto por cuatro átomos de fluorina y dos átomos de carbono, que se repiten muchas veces en una molécula mucho más grande. Una vez que la fluorina se une con el carbono, no quiere unirse con nadie más: ni siquiera con los sospechosos habituales, como los huevos revueltos o el filete de ternera. Según el científico Robert L. Wolke, una molécula de PTFE vista desde el microscopio se parece bastante a una oruga puntiaguda, y esta «coraza de la oruga» evita que el carbono reaccione con las moléculas de la comida. Eso explica el curioso efecto que se produce cuando vertemos un poco de aceite en una sartén antiadherente recién comprada: es como si la sartén quisiera repeler las gotitas. El mundo se volvió loco con el teflón. DuPont lanzó en 1961 la primera sartén antiadherente estadounidense, llamada «la sartén feliz». En el primer año, las ventas en el país alcanzaban el millón de unidades al mes. Como si de una cura contra la calvicie se tratara, una sartén en la que la comida no se pegase era un invento anhelado a nivel universal. En 2006, el 70% de los utensilios de cocina que se vendían en Estados Unidos tenían una capa antiadherente: se ha convertido en la norma, más que en la excepción.

Sin embargo, con el paso de los años quedó patente que la superficie antiadherente no era la panacea. Personalmente, nunca haría un estofado, ni sofreiría algo en una sartén antiadherente, porque cuando cumple su función no queda ni rastro de esa sabrosa costrita marrón que usamos para el desglasado. Sin embargo, también es verdad que en muchas ocasiones se nos presenta justo el problema contrario: las sorprendentes propiedades antiadherentes no duran demasiado. Con el paso del tiempo, no importa el mimo con el que las tratemos —evitar usar utensilios metálicos, protegerla de altas temperaturas—, la superficie antiadherente de una sartén tratada con teflón, simplemente, desaparecerá, dejando al descubierto una superficie metálica que cumplirá malamente su cometido. Tras la muerte prematura de demasiadas sartenes antiadherentes resolví que no valían la pena: es mucho mejor comprar una sartén hecha de un metal tradicional, como el aluminio o el hierro fundido, y engrasarla. De esta manera, las sartenes mejorarán con cada uso, que no al revés: cada vez que engrasamos y cocinamos con una sartén de hierro fundido, esta adquiere una capa extra; por el contrario, cada vez que cocinamos con una antiadherente, la superficie se vuelve menos deslizante.

Pero hay otros motivos para pensárselo dos veces antes de comprar una sartén antiadherente. Aunque el PTFE no es una sustancia tóxica, cuando alcanza temperaturas muy altas (por encima de los 250°) emite varios subproductos gaseosos (fluorocarburos) que pueden ser nocivos y provocar síntomas similares a los de la gripe («fiebre por vapores de polímero»). Cuando surgieron las primeras dudas sobre la seguridad de las sartenes antiadherentes, la industria respondió que las sartenes nunca alcanzarían temperaturas tan altas en circunstancias normales —aunque la realidad es que si dejamos una sartén precalentándose y no le ponemos aceite pueden llegar a esta temperatura perfectamente—. Además, en 2005, la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos investigó si el PFOA, una sustancia usada para la elaboración del teflón, era cancerígeno. DuPont, el principal fabricante estadounidense, ha asegurado que la cantidad de PFOA que contiene una sartén acabada es insignificante, pero lo cierto es que, con o sin razón, mucha gente sigue desconfiando del milagro antiadherente. Ante todos estos riesgos, ¿cómo se supone que vamos a elegir el recipiente de cocina adecuado? En 1998, un ingeniero estadounidense llamado Chuck Lemme —considerado el inventor de veintisiete patentes, cuya gama va desde la hidráulica a los catalizadores—, decidió abordar la cuestión sistemáticamente, analizando todos los materiales disponibles y puntuándolos en nueve categorías:

1.        Uniformidad de la temperatura. [Mi traducción: ¿acabará con los puntos calientes?].

2.        Reactividad y toxicidad. [¿Me va a envenenar?].

3.        Dureza. [¿Se va a abollar?].

4.        Resistencia pura. [¿Sobrevivirá a una caída?].

5.        Grado de antiadherencia. [¿Se va a quedar mi cena pegada en él?].

6.        Facilidad en su mantenimiento. [¿Será fácil de lavar?].

7.        Eficacia. [¿Transmite bien el calor desde la base?].

8.        Peso. [¿Puedo levantarlo?].

9.        Coste por unidad. [¿Puedo permitírmelo?].

 

Lemme puntuó los materiales del uno al diez en cada categoría y luego situó los resultados en una tabla de «valoración ideal», siendo 1.000 la puntuación perfecta. Sus resultados confirmaron cuán difícil es producir el utensilio de cocina perfecto. El aluminio puro obtuvo una nota muy alta en uniformidad de la temperatura (8,9 sobre 10) —ideal para hacer una tortilla uniforme—, pero muy baja en dureza (2/10): muchas sartenes de aluminio acaban malamente. El cobre era eficaz (10/10) pero difícil de mantener (1/10). A nivel general, Lemme descubrió que ninguna de las «piezas de materiales puros» superaba los 500 puntos en la tabla de idealidad —que suspendían, vaya—. El mejor material fue el hierro fundido puro (544,4). Quienes siguen usando baterías de cocina de hierro fundido saben lo que se hacen, aunque 544,4 no deja de ser una nota baja.

Así pues, la única forma de acercarse a la puntuación ideal de 1.000 era mezclar metales. Cuando Lemme realizó su investigación, la opinión generalizada entre los mayores expertos en recipientes de cocina era que las únicas piezas de cobre que valían la pena estaban fabricadas con una cantidad muy alta de este metal y una fina capa de otro material. Sin embargo, Lemme descubrió que incluso una capa finísima de cobre «galvanizada en el fondo, fundamentalmente por motivos decorativos», podía incrementar drásticamente la conductividad del recipiente. Un recipiente de 1,4 mm de acero inoxidable con una capa de cobre de 0,1 mm aumentaría su capacidad de igualar los puntos calientes (uniformidad de la temperatura) en un 160%. Hay una forma muy fácil de buscar los puntos calientes en nuestra batería de cocina: basta con rociar de harina la superficie de un recipiente y ponerlo en un fuego medio. Podremos ver cómo empieza a formarse una mancha marrón a medida que la harina se quema. Si la mancha se extiende por toda la superficie, sabremos que ese recipiente tiene una buena uniformidad del calor. Sin embargo, lo más probable es que aparezca un puntito marrón hacia el centro: he ahí un punto caliente. Imaginemos ahora que estamos intentando sofreír unas patatas en este recipiente: a menos que las movamos con mucha frecuencia, las patatas del centro, situadas justo sobre ese puntito, se chamuscarán, mientras que las de los lados se quedarán crudas. Es muy cierto que los buenos recipientes marcan una diferencia importante en la comida que nos llevamos a la boca.

La sugerencia de Lemme para dar con el recipiente «casi ideal» era un compuesto: el interior estaría formado por una aleación de acero inoxidable y níquel, revestido por una de las superficies antiadherentes más duraderas: el níquel aplicado por proyección térmica. La capa exterior estaría laminada con aluminio puro: 4 mm de grosor en el fondo y 2 mm en los lados. Cuando Lemme escribió esto aún no existía un recipiente de cocina así; era un objeto que pertenecía al reino de la ciencia ficción. Sin embargo, Lemme nunca produjo o vendió su recipiente ideal: existía solo en su cabeza y, tras haberlo concebido, decidió centrarse en otro tipo de inventos. A pesar de eso, el utensilio imaginario y casi ideal de Lemme no pasaba de los 734 puntos en su escala.

Resulta evidente que algunas de las muchas cosas que le pedimos a un recipiente de cocina son simple y llanamente incompatibles. Por ejemplo, una base fina los hace más eficaces a nivel energético (responden con mayor rapidez a las variaciones de temperatura de los fuegos); esto puede ser útil, por ejemplo, en la elaboración de salsas o de tortitas, y se traduce en una factura más barata. Sin embargo, para evitar los puntos calientes son preferibles las bases gruesas de metal. El grosor asegura una temperatura más uniforme en la base y una fantástica conservación del calor. El grueso hierro fundido tarda siglos en calentarse debido a su densidad, pero una vez que está caliente, se queda caliente; dicho esto, no hay mejor material para marcar una señora chuleta, ya que conserva la mayoría del calor cuando la carne fría entra en contacto con el recipiente. Así pues, tanto un recipiente fino como uno grueso tienen sus atractivos, pero es imposible fabricar un recipiente fino y grueso al mismo tiempo sin violar las leyes de la física. El estudio de Lemme demuestra que, por mucho que intenten equilibrarse los diferentes factores, siempre habrá pérdidas: es muy probable que nunca exista un recipiente de cocina que se acerque a los 1.000 puntos en la escala de Lemme.

No obstante, en las últimas dos décadas la tecnología de los utensilios de cocina ha avanzado muchísimo. Tal y como predijo Lemme, la clave está en combinar varios materiales. All-Clad, una de las marcas de artículos de cocina líderes en Estados Unidos, ha dado con una fórmula patentada, basada en cinco capas de materiales diferentes: en ella se alternan metales con diferentes grados de conductividad para «estimular el flujo lateral de energía de cocción y eliminar los puntos calientes», según reza la página web de la compañía, con un núcleo de acero inoxidable que garantiza la estabilidad. Estos utensilios, además, están especialmente diseñados para trabajar con las «cocinas de inducción más punteras». Estoy segura de que las piezas de All-Clad sacarían muy buena nota en todas las categorías de Lemme salvo en una: el coste asciende a varios cientos de dólares por unidad. Según el Dr. Nathan Myhrvold, el desembolso por estos utensilios de vanguardia podría no merecer la pena. Myhrvold, que fue director de tecnologías de la información de Microsoft antes de pasarse a la comida, es el principal autor (junto a Chris Young y Maxime Bilet) de Modernist Cuisine (2011), un libro de seis volúmenes y 2.438 páginas que aspira a «reinventar la cocina». Desde un laboratorio de cocina ultramoderno situado cerca de Seattle, en la sede de su compañía Intellectual Ventures (que se ocupa de patentes e inventos), Myhrvold y su equipo de investigadores se preguntaron qué había detrás de numerosas técnicas de cocina en las que hasta entonces nadie se había parado a pensar, dándolas por descontadas. Si Myhrvold quería conocer la manera exacta en que la comida se cocinaba en una olla a presión o en wok, partía un alimento en dos, a mitad de la cocción, y lo fotografiaba. Entre sus sorprendentes y útiles descubrimientos encontramos que las bayas y la lechugas permanecen frescas durante más tiempo si antes de meterlas al frigorífico las bañamos en agua caliente; o que no es imprescindible cocinar el confit de pato en su propia grasa (un baño de agua al vacío funciona igual de bien). Myhrvold también se planteó la cuestión del utensilio de cocina ideal.

Tras costosos experimentos, el autor de Modernist Cuisine llegó a la conclusión de que «ningún recipiente puede calentarse y alcanzar la uniformidad completa». También apuntaba que mucha gente (rica) tenía carísimas baterías de cocina de cobre «colgando en la cocina cual trofeos»; sin embargo, ni siquiera el recipiente más conductor podía asegurar una cocción uniforme. Con toda esta obsesión por las ollas y las cacerolas y las sartenes, la gente se ha olvidado de otro elemento básico en el proceso de cocción: la fuente de calor. Los experimentos de Myhrvold le enseñaron que el típico fogón de gas pequeño, de solo 6 cm de diámetro, no era lo suficientemente grande para difundir el calor de manera uniforme «hasta la zona más alejada del recipiente», por muy fantástico que sea. ¿Que cuál era su consejo? «Puedes escatimar con el recipiente, pero elige cuidadosamente el fogón». Suponiendo que tengamos un fogón considerable (lo ideal sería que su diámetro fuese igual que el del propio recipiente), Myhrvold descubrió que una cacerola de aluminio y acero inoxidable barata «da unos resultados casi idénticos a los de una cacerola de cobre». Está bien saberlo, aunque no sirve de mucho para quienes tengan una cocina normal y corriente, sin demasiados bártulos ni florituras, con fogones de un tamaño medio. Luego está la maña de cada uno. Yo decidí poner a prueba la teoría de Myhrvold en mis fogones de gas, sin duda más pequeños que los suyos (aunque al menos los botones funcionan casi siempre, no como en la cocina de nuestra antigua casa). Cogí mi sartén más pequeña y la puse sobre el fogón más grande para sofreír unas rodajas de calabacín. Se podía apreciar que la conducción del calor era más uniforme y potente; las rodajas de calabacín casi parecían querer saltar de la sartén. Luego empezaron a arder. Desde entonces, volví gustosa a la imperfección de los utensilios muy grandes y los fogones muy pequeños: prefiero soportar los molestos puntos calientes que acabar con las cejas chamuscadas.

El recipiente de cocina ideal —al igual que la casa ideal— no existe, pero no pasa nada. Los recipientes nunca han sido perfectos, ni tienen que serlo. No solo son objetos con los que hervir y saltear, freír y guisar; también son parte de la familia, llegamos a conocer sus manías y sus cambios de humor. Y, lo más importante, siempre nos las acabamos apañando: echamos mano de nuestra mejor olla por aquí, de una cacerola mediocre por allá, y al final la cena llega a la mesa. Y comemos.

 Olla arrocera

Cuando las ollas arroceras eléctricas llegaron a los hogares japoneses y coreanos en los años 60, la vida cambió. Hasta entonces, la organización y el horario de toda la tarde venían dictados por la necesidad de cocinar arroz blanco glutinoso al vapor (piedra angular de cada comida). Había que poner el arroz a remojo, lavarlo y tener siempre un ojo en el recipiente de barro donde se cocinaba, para evitar que se quemase.

La olla arrocera (un recipiente con un calentador en la base y un termostato) acabó con todo aquel trabajo y todas aquellas preocupaciones. En las versiones más modernas, lo único que hay que hacer es elegir la cantidad de arroz lavado y de agua, y accionar el interruptor. El termostato le dice a la olla cuándo se ha absorbido toda el agua, y esta pasa de caliente a tibia. La mayoría de ollas arroceras de luxe conservan el arroz a una buena temperatura durante horas, e incluso tienen una función con temporizador para programarlas antes de irnos al trabajo.

Las ollas arroceras eran la combinación ideal entre cultura y tecnología, y los primeros modelos imitaban la lenta cocción de los recipientes de barro tradicionales japoneses (a diferencia de los microondas, que cambiaron toda la estructura de las comidas familiares, las ollas arroceras permitieron a las familias asiáticas seguir preparando sus comidas tradicionales, pero con una comodidad infinitamente mayor).

Where There are Asians, There are Rice Cookers [Donde hay asiáticos, hay ollas arroceras] fue el título de una monografía de Yoshiko Nakano publicada en 2009. Nada de televisiones: la olla arrocera es el utensilio eléctrico más importante de los hogares nipones. Y el caso es que todo ocurrió a una velocidad endiablada. Las ollas arroceras eléctricas pertenecen al boom electrónico del «Fabricado en Japón» de los años 50. La primera olla automática fue puesta en el mercado por Toshiba en 1956. En 1964, menos de diez años después, un 88% de los hogares japoneses tenía una. Desde Japón viajaron a Hong Kong, y luego a la China continental y a Corea del Sur (donde se diseñaron nuevos modelos con mayor presión, para que el arroz quedase más suave, como gusta a los coreanos). Puede que en las diminutas cocinas rurales de China la olla arrocera sea el único fogón, el que se usa tanto para preparar viscosas gachas de arroz congee como para hacer un arroz al vapor. Lo que no cuecen tan bien (al menos por ahora) son los granos de arroz más largos, provenientes de la India y Pakistán: el arroz basmati tiene que quedar esponjoso y suelto, y la lenta cocción al vapor de las ollas arroceras no le sienta nada bien, pues se vuelve pegajoso. Esto podría explicar por qué la India todavía no se ha contagiado completamente de la adicción china por estos aparatos.

 Capítulo 2 Cuchillos

 

Al poeta su pluma, al pintor su pincel, al cocinero su cuchillo.

F. T. Cheng,

Reflexiones de un gourmet chino, 1954

Un buen día estaba yo preparando una pila de sándwiches de pepino cuando, en vez del pepino, me rebané un dedo. Mi herida fue el resultado de la sobreexcitación producida por la reciente adquisición de una mandolina japonesa. «Mujer con mandolina», gritaban despreocupados los graciosetes de Urgencias: estaba claro que yo no era la primera idiota que se cortaba con este utensilio relativamente siniestro. Muchos cocineros entusiastas tienen una mandolina abandonada permanentemente en algún oscuro armario, con unas gotitas de sangre seca. « ¡Cuidado con los dedos!», decía la caja, y la verdad es que algo tenía que haberme olido. Sin embargo, la emoción de ver el montoncito de rodajas de pepino transparentes logró, quién sabe cómo, distraerme, y antes de que me diese cuenta había una rodaja de mí al otro lado de la hoja, yaciendo entre los pepinos. Eso sí, podía haber sido peor: mientras esperaba a los enfermeros, me sentí aliviada al recordar que había dispuesto la mandolina para que cortase en rodajas lo más finas posible.

Las cocinas pueden ser lugares peligrosos. La gente se quema, se hiere, se congela y, sobre todo, se corta. Después del incidente de la mandolina, me apunté a un curso de manejo de cuchillos que organizaba una escuela de cocina nueva y flamante a las afueras de mi ciudad. La mayoría de hombres del curso tenían cuchillos que les habían regalado sus esposas y sus novias —convencidas de que los cuchillos son ese tipo de cosas con los que se divierten los hombres, como los trenes de juguete y las taladradoras—, y se acercaban a la tabla de cortar con cierta fanfarronería; las mujeres parecíamos más tímidas en un principio. Todos, sin excepción, nos habíamos apuntado por voluntad propia, ya fuese por placer (como el yoga) o para superar algún tipo de fobia o ansiedad relacionada con los cuchillos (como en una clase de defensa personal). Tenía la esperanza de que me enseñasen a cortar en dados cual samurai, a dar machetazos cual carnicero y a aniquilar la cebolla a una velocidad ultrasónica cual chef de televisión. De hecho, una buena parte del curso estaba dedicada a la seguridad: cómo coger las verduras, poniendo la mano en forma de garra, con los pulgares por debajo y los nudillos siempre pegados al cuchillo para no cortar, en un momento de distracción, un trozo de pulgar además de la zanahoria; cómo sujetar la tabla de cortar con un trapo húmedo; cómo guardar los cuchillos en una vaina de plástico o en una banda magnética. Nuestros miedos, al parecer, estaban justificados. La profesora (una señora sueca muy competente) nos advirtió de los espantosos accidentes que se pueden producir al dejar unos cuantos cuchillos afilados en un cuenco espumoso con agua y lavavajillas: te olvidas de que los cuchillos están ahí, luego metes la mano y el agua se tiñe de rojo poco a poco, como en una escena de Tiburón.

Los cuchillos de cocina siempre han estado un pasito por detrás de

las armas. Se trata de utensilios diseñados para romper, desfigurar y mutilar, aunque solo se esté cortando un puerro. A diferencia de los leones, no tenemos la capacidad de desgarrar la carne solo con nuestros dientes, así que inventamos las herramientas para cortar y que hiciesen ese trabajo por nosotros. El cuchillo es el utensilio más antiguo del arsenal de un cocinero; es uno o dos millones de años (dependiendo del antropólogo al que creas) más viejo que el dominio del fuego. Cortar con una u otra herramienta es la forma más básica de procesar alimentos, y los cuchillos cumplen algunas de las funciones para las que no está capacitada la débil dentadura humana. Los primeros ejemplos de herramientas para cortar se remontan a dos millones seiscientos mil años, en Etiopía, donde en unas excavaciones se descubrieron rocas y huesos afilados con marcas de cortes, que indicaban que se habían usado para separar la carne cruda del hueso. Ya por aquel entonces había una cierta sofisticación en el manejo del cuchillo. Los seres humanos de la Edad de Piedra diseñaron numerosas herramientas para cortar con las que satisfacer sus necesidades: los arqueólogos han identificado hachas afiladas, raspadores (tanto resistentes como ligeros), percutores y diversos objetos esferoides para golpear la comida. En esta primera etapa ya se aprecia que el hombre no cortaba sus alimentos al tuntún, sino que tomaba decisiones meditadas sobre los tipos de corte y las herramientas que utilizaba. A diferencia de la cocina, la elaboración de herramientas no es una actividad exclusivamente humana. Los chimpancés y los bonobos (otro tipo de simios) han demostrado ser capaces de golpear unas rocas contra otras para crear herramientas afiladas. Los chimpancés pueden usar piedras para romper frutos secos y ramitas para sacar fruta de una cáscara. Los simios también golpeaban piedras hasta obtener lascas, pero no hay pruebas de que transmitiesen estas habilidades en la elaboración de herramientas de un simio a otro, como sí hacían los homínidos. Además, los primates parecen prestar menos atención a los materiales brutos que los humanos: desde el principio, los homínidos se ocupaban de encontrar las mejores rocas para cortar, en lugar de limitarse a usar las más convenientes, y estaban dispuestos a viajar para encontrarlas. ¿Con qué roca se conseguiría la lasca más afilada? Los fabricantes de herramientas de la Edad de Piedra experimentaron con el granito y el cuarzo, la obsidiana y el sílex. Los fabricantes de cuchillos actuales siguen buscando los mejores materiales para lograr una hoja afilada; la diferencia es que el arte de la metalurgia ha expandido enormemente sus horizontes desde la Edad de Bronce. Del bronce al hierro, del hierro al acero, del acero al acero al carbono, y de ahí al acero al carbono alto y al acero inoxidable; y así sucesivamente, hasta el elaborado titanio y los laminados.

Hoy día podemos gastar grandes sumas de dinero en un cuchillo de chef japonés, hecho a mano por un maestro cuchillero usando acero enriquecido con molibdeno o vanadio. Un cuchillo así realizaría tareas que dejarían boquiabierto a un hombre de la Edad de Piedra, y se abriría paso a través de la dura corteza de una calabaza como si fuera una pera. Según mi experiencia, nueve de cada diez chefs a los que preguntes te dirán que su utensilio de cocina favorito es el cuchillo. La respuesta es tan sumamente obvia que lo dicen con un cierto tono de impaciencia, y es que la base de toda gran comida está en un corte preciso. Un chef sin cuchillo sería como un peluquero sin tijeras. El trabajo con el cuchillo (incluso más que la aplicación de calor) es la actividad fundamental de los chefs: usan una hoja afilada para convertir los ingredientes en algo que se pueda cocinar. Cada chef tiene su cuchillo predilecto: una cimitarra curva; un cuchillo francés de hoja recta (de esos que vemos llenos de sangre en las películas), diseñado para uso de los carniceros que trabajaban la carne de caballo; un cuchillo alemán puntiagudo, o un hacha de cocina. Una vez conocí a un chef que decía usar un cuchillo de pan para cortarlo absolutamente todo; le gustaba no tener que afilarlo. Los hay que prefieren los diminutos cuchillos para pelar, que diseccionan la comida con una precisión digna de un bisturí. Casi todos confían en el clásico cuchillo de chef, de 23 o 25 cm, porque tiene el tamaño adecuado para satisfacer la mayoría de necesidades: lo bastante largo para cortar en trozos, lo bastante corto para cortar en filetes. Un buen chef pasará sus cuchillos por la chaira varias veces a lo largo de un turno de trabajo, y realizará movimientos ágiles y diestros con la hoja en un ángulo de 20 grados para asegurarse de que el cuchillo nunca pierde su «mordisco».

Sin embargo, la historia de los cuchillos y la comida no habla solo de unas herramientas para cortar que se hacen cada vez más afiladas y resistentes, sino que también aborda el cómo nos enfrentamos a la alarmante violencia inherente a estos utensilios. Nuestros antepasados de la Edad de Piedra cogían los materiales que tenían a su disposición y (por lo que podemos suponer) los afilaban tanto como podían; sin embargo, cuando la técnica en la elaboración de cuchillos se desarrolló y empezaron a usarse el hierro y el acero, los cuchillos afilados se convirtieron, como quien no quiere la cosa, en un objeto letal. « ¡Cuidado con los dedos!». Si la función primaria de un cuchillo es cortar, la función secundaria siempre ha sido dominar esta potencia de corte. Los chinos lo hicieron confinando sus cuchillos a la cocina, donde reducían su comida a bocados diminutos con una enorme hacha de cocina, manteniéndolos fuera de la vista. Los europeos lo hicieron, en un primer momento, creando una serie de elaboradas reglas sobre el uso del cuchillo en la mesa (los buenos modales en la mesa se fundaron en torno al miedo de que el hombre que estaba sentado a tu lado te clavase su cuchillo) y, en segunda instancia, inventando los «cuchillos de mesa», tan romos y poco resistentes que harían del cortar personas (en vez de comida) una actividad harto ardua.

Sentimos un regocijo peculiar cuando cogemos un cuchillo que encaja a la perfección en nuestra mano, y nos quedamos prendados de la facilidad con la que pica la cebolla, casi sin que tengamos que hacer ningún esfuerzo. En el curso de manejo de cuchillos nuestra profesora nos enseñó a despiezar un pollo: para separar las patas del muslo, hay que buscar dos pequeños bultitos que el cuchillo corta como mantequilla. Sin embargo, esto solo funciona cuando el utensilio está bien afilado.

Los chefs siempre dicen que el cuchillo más seguro es el cuchillo más afilado (lo cual es cierto, hasta que se produce un accidente). Entre los cocineros domésticos, la técnica para mantener un cuchillo bien afilado ha dejado de ser una habilidad universal para convertirse en una pasión privada. La figura del afilador itinerante victoriano, que podía afilar un juego de cuchillos en cuestión de minutos —a cambio de la voluntad, ya fuesen unos cuantos peniques o una pinta de cerveza—, desapareció hace tiempo[6]. El afilador ha sido sustituido por fervientes amantes de los cuchillos, que ya no los afilan por oficio o necesidad, sino por la pura satisfacción que les produce, y que se intercambian consejos y trucos en foros de internet. Las opiniones difieren al preguntar sobre la mejor piedra de afilar: una piedra de agua japonesa, una piedra de amolar tradicional, una piedra de Arkansas o una piedra sintética de óxido de aluminio. (No conozco a ningún buen amante de los cuchillos partidario de los afiladores eléctricos, que suelen ser vilipendiados porque afilan con demasiada agresividad y echan a perder los buenos cuchillos).

En cualquier caso, se elija la herramienta que se elija, el principio básico siempre es el mismo: los cuchillos se afilan puliendo el metal,

empezando con un movimiento abrasivo y brusco para ir suavizándolo hasta lograr el filo deseado. También hay quien prefiere afilar sus cuchillos después de cada uso, deslizándolos por una chaira de acero para realinear el filo. Con el afilado podemos lograr que un cuchillo que ya lo tenga conserve su filo, pero jamás podremos afilar un cuchillo desafilado.

Pero ¿qué quiere decir que un cuchillo está afilado? Es una cuestión de ángulo. Una hoja afilada se consigue cuando dos superficies, los biseles, se unen para crear un ángulo fino en forma de V. Si pudiésemos estudiar el corte transversal de un cuchillo afilado, veríamos que el ángulo típico que forman los cuchillos de cocina occidentales es de unos 20 grados: la dieciochoava parte de un círculo. Los cuchillos europeos suelen tener un doble biselado; esto quiere decir que la hoja está afilada por ambos lados, para un total de 40 grados. Cada vez que usamos un cuchillo el filo se desgasta, y el ángulo se va perdiendo de forma gradual. Los afiladores renuevan el filo puliendo parte del metal en ambos lados de la V y devolviendo al cuchillo el ángulo original. A medida que el cuchillo se usa y se afila una y otra vez, la hoja va disminuyendo paulatinamente.

En un universo ideal, los cuchillos podrían tener un ángulo de cero grados, que representaría el filo infinito. Sin embargo, la realidad también tiene sus ventajas: si bien es cierto que los cuchillos con un filo fino cortan mejor (igual que las cuchillas de afeitar), si son demasiado finos no serán lo suficientemente resistentes como para trocear, y entonces apaga y vámonos. Mientras que los cuchillos de cocina occidentales se afilan con un ángulo de unos 20 grados, los japoneses, más finos, llegan a los 15 grados. Este es uno de los motivos por el que muchos chefs prefieren los cuchillos japoneses. Hay muchos puntos sobre los que la comunidad de amantes de los cuchillos no se pone de acuerdo. El mejor cuchillo, ¿es grande (hay una teoría que afirma que los cuchillos pesados hacen la mayor parte del trabajo por ti) o pequeño (según otros, los cuchillos pesados causan dolores musculares)? ¿Se trabaja mejor con una hoja recta o curva? Tampoco hay consenso sobre la mejor forma de probar el filo de una hoja para ver si «muerde». ¿Tenemos que usar el pulgar (para luego poder ir por ahí alardeando de que somos uno con el metal) o es mejor cortar una verdura al azar o un bolígrafo? Hay un chiste sobre un hombre que prueba el filo de su cuchillo con la lengua: las hojas afiladas saben a metal; las hojas muy afiladas saben a sangre.

Lo que sí une a los amantes de los cuchillos es la certeza de que poseer un cuchillo afilado, y manejarlo con maestría, provoca la mayor sensación de poder que se puede sentir en una cocina. Reconozco, y no sin vergüenza, que no fue hasta muy entrada mi vida en la cocina cuando descubrí por qué la mayoría de chefs piensa que el cuchillo es el utensilio de cocina indispensable. Las chalotas o las roscas de pan ya no nos pondrán nerviosos nunca más; miraremos a la comida y seremos conscientes de que podemos cortarla en trozos de cualquier tamaño; nuestros platos adquirirán mayor delicadeza. Una cebolla bien picada (en daditos diminutos, sin trozos grandes que desentonen) le da un punto agradable al risotto, porque la cebolla y los granos de arroz se funden en armonía. Un cuchillo de pan bien afilado ofrece la posibilidad de cortar finísimas y elegantes tostadas. Quien se haga con el control de un cuchillo afilado se habrá hecho con el control de toda la cocina.

Aunque esto no sea ninguna revelación, conviene apuntar que la excelencia con el cuchillo ya no es algo que despierte tanto entusiasmo; de hecho, hay un buen número de cocineros muy puestos, cuya única pega es tener un juego de cuchillos sosísimo. Lo sé porque era mi caso. Se puede sobrevivir perfectamente en una cocina moderna sin tener un manejo del cuchillo digno de un explorador: cuando haya que picar o cortar algo en tiras muy finas le pasamos el muerto al robot de cocina y aquí paz y después gloria. No estamos en la Edad de Piedra, por mucho que quisieran algunos amantes de los cuchillos, y nuestro estilo de alimentación nos permite comer aunque nos falte el manejo más rudimentario del cuchillo (por no hablar ya de la capacidad de fabricar nuestros propios cuchillos). El pan ya viene en rebanadas y las verduras también pueden comprarse cortadas. En otro tiempo, eso sí, el eficaz manejo de un cuchillo era una habilidad más básica y necesaria que el saber leer o escribir.

En la Europa medieval y renacentista, cada uno llevaba consigo su cuchillo y lo sacaba cuando se sentaba a la mesa. Casi todo el mundo llevaba un cuchillo para comer en una vaina que colgaba, tintineando, del cinturón. Este cuchillo valía tanto para trocear la comida como para defenderse de un enemigo; era al mismo tiempo prenda (como puede serlo un reloj hoy en día) y herramienta; era la posesión más universal, y a menudo la más preciada. Al igual que la varita mágica de Harry Potter, el cuchillo estaba hecho a medida de su portador. Los mangos estaban construidos en latón, marfil, cuarzo, vidrio o concha; en ámbar, ágata, nácar o carey. Podían estar tallados o grabados con imágenes de bebés, apóstoles, flores, campesinos, plumas y palomas. Por aquel entonces, comer con un cuchillo ajeno equivaldría a lo que para nosotros es lavarse los dientes con el cepillo de un desconocido. Era tan normal llevar encima el propio cuchillo (como nos pasa con un reloj) que uno hasta podía empezar a considerarlo una parte de sí mismo, y olvidar que estaba ahí. Un texto del siglo VI (la Regla de san Benito) les recordaba a los monjes que tenían que desatar el cuchillo de sus cinturones antes de irse a la cama, para no cortarse por la noche. Las posibilidades de que esto sucediera eran muy altas, habida cuenta de que por aquel entonces los cuchillos, con su forma de daga, eran muy afilados. Y es que tenían que serlo, pues podían ser convocados para cortar cualquier cosa, desde un correoso pedazo de queso hasta una crujiente barra de pan. Además de la ropa, el cuchillo era la única posesión que toda persona adulta necesitaba. A menudo se ha cometido el error de pensar que los cuchillos, como los objetos violentos en potencia que son, eran exclusivamente masculinos; sin embargo, las mujeres también los llevaban. Un cuadro de H. H. Kluber que data de 1640 retrata a una familia suiza acaudalada preparándose para un banquete de carne, pan y manzanas: las hijas de la familia llevan flores en el pelo y, colgando de sus vestidos rojos, atados a unas cuerdas alrededor de la cintura, vemos cuchillos plateados. Al llevar un cuchillo pegado al cuerpo a todas horas, lo normal sería estar familiarizado con su forma.

Los cuchillos afilados tienen una anatomía determinada. Al final de la hoja encontramos la punta, la parte más puntiaguda, útil para ensartar o perforar. Podemos usar la punta del cuchillo para cortar pasteles, sacar las pepitas de un limón partido por la mitad o atravesar una patata hervida para comprobar si está hecha. La parte principal de la hoja (el filo inferior, con el que se corta) se conoce en inglés como la «barriga» o la «curva» del cuchillo, y es la encargada de realizar la mayor parte del trabajo, desde picar verduras hasta cortar filetes. Si lo ponemos de lado podremos usarlo para aplastar ajos con una pizca de sal gruesa (¡y adiós a la prensa de ajos!). Justo al otro lado de la barriga encontramos, lógicamente, el «lomo» del cuchillo, la parte desafilada con la que no se corta, pero que proporciona peso y equilibrio. La parte afilada más gruesa, el inicio del filo, situado junto al mango, es el «talón» del cuchillo, perfecto para cortar los alimentos más duros como frutos secos o repollos. Luego la hoja deja paso a la «espiga», el trozo de metal escondido que une el cuchillo y el mango, y que puede ser parcial (si solo llega hasta un cierto punto del mango) o total. Actualmente, muchos cuchillos japoneses de alta gama carecen de espiga, y es que todo el cuchillo, mango incluido, está formado por una sola pieza de acero. El mango y la hoja se encuentran en el llamado «retén» o «tope» del cuchillo, y al final del mango encontramos lo que en inglés se conoce como «culo» del cuchillo. Cuando uno empieza a sentir apego por los cuchillos, comienza a apreciar cada detalle, desde la calidad de los remaches del mango a la línea del «talón». Estos, que son ahora placeres arcanos, eran antiguamente compartidos por todo el mundo: un buen cuchillo era motivo de orgullo. Cuando te echabas mano al cinturón y lo desenfundabas, el mango familiar, desgastado y brillante por el uso, se adaptaba a tu mano para que cortases tu pedazo de pan, pinchases tu trozo de carne o pelases tu manzana. El valor de un cuchillo afilado era por todos conocido, pues sin él resultaba mucho más difícil comerse la mayor parte de los alimentos que había sobre la mesa. De la misma manera, todos sabían que afilado era sinónimo de acero, que en el siglo XVI ya era el metal más preciado entre los cuchilleros.  

Los primeros cuchillos de metal se elaboraron durante la Edad de Bronce (entre el 3.000 y el 700 a. de C.) con dicho material. Estos cuchillos se parecían a los actuales en que, además de un filo cortante, tenían una espiga y un tope donde poder encajar el mango. Sin embargo, el filo no funcionaba todo lo bien que debiera puesto que el bronce es un material horroroso para las hojas (demasiado blando para conseguir un borde afilado de verdad). Que el bronce no es buen material para hacer cuchillos también lo confirma el hecho de que durante la Edad de Bronce los utensilios para cortar siguieran haciéndose de piedra, pues superaba en muchos aspectos a aquel metal tan a la moda.

El hierro resultó ser mejor material que el bronce para la elaboración de cuchillos. De hecho, la Edad de Hierro fue la primera gran «edad de los cuchillos», en la que se acabó por fin con las hojas de piedra (que se usaban desde los tiempos de los olduvayenses, hace dos millones seiscientos mil años). Al ser un metal más duro, el hierro podía afilarse mucho más que el bronce; también resultaba práctico para forjar herramientas más grandes y pesadas. Los herreros de la Edad de Hierro hacían hachas muy, pero que muy decentes. Para los cuchillos, en cambio, el hierro no era lo ideal: sí, era más duro que el bronce, pero no tardaba en oxidarse y conferir mal sabor a la comida. Además, los cuchillos de hierro seguían sin ofrecer el mejor de los filos.

El gran avance llegó con el acero, que sigue siendo, de una u otra forma, el material con el que se hacen casi todos los cuchillos afilados —excepción hecha de los nuevos cuchillos de cerámica, descritos como la mayor innovación en materia de elaboración de cuchillos de los últimos tres milenios, y que van como la seda para cortar suaves filetes de pescado o partir tomates, pero son demasiado frágiles para un troceado más intenso—. Para lograr una hoja en la que se conjuguen filo, dureza y resistencia, nada ha superado todavía al acero.

El acero no es más que hierro con una minúscula proporción de carbono añadido, entre un 0,2 y un 2% en peso de su composición. Sin embargo, esta minúscula cantidad marca la diferencia: el carbono es lo que hace al acero lo bastante duro como para obtener una hoja afilada, pero no lo demasiado duro como para no poder afilarse. Si se añade demasiado carbono, el acero se volverá quebradizo y se partirá bajo presión. Un 0,75% de carbono es la cantidad ideal para la mayoría de cuchillos de cocina: con él se logra el «acero puro», con el que conseguir una hoja afilada y resistente, fácil de moldear, sin que por ello sea fácil de romper. El tipo de cuchillo que podría cortar prácticamente cualquier cosa.

En el siglo XVIII, los métodos para elaborar acero al carbono se habían industrializado y este material extraordinario se usaba en la fabricación de una gama cada vez mayor de herramientas especializadas. El negocio de la cubertería ya no se basaba en la creación de dagas personalizadas de uso individual, sino en la elaboración de un variado repertorio de cuchillos para usos muy específicos: cuchillos para cortar en filetes, cuchillos para pelar, cuchillos para pasteles… Todos de acero.

Estos cuchillos especializados eran tanto causa como consecuencia del arte culinario europeo. Muchos han observado que la haute cuisine francesa que dominó las acaudaladas cocinas europeas del siglo XVIII era una gastronomía de salsas: besamel, velouté, española, alemana (las cuatro salsas madre de la chef francesa Marie-Antoine Carême, que luego se convertirían en las cinco salsas madre de Escoffier, que obvió la alemana y añadió la holandesa y la salsa de tomate). Cierto, pero también era una cocina de cuchillos especializados y cortes precisos. No obstante, los franceses no fueron los primeros en usar unos cuchillos determinados para realizar unas tareas precisas. Al igual que ocurre con la gastronomía francesa en general, su multitud de cuchillos se remonta a la Italia del siglo XVI. En 1570, Bartolomeo Scappi, el cocinero italiano del Papa, tenía miríadas de cuchillos a su disposición: cimitarras para desmembrar; cuchillos de hoja gruesa para machacar; cuchillos desafilados para la pasta, y espátulas largas y finas para pasteles. Sin embargo, Scappi nunca estableció un código exacto sobre cómo habrían de usarse las diferentes hojas. «Luego machacar con un cuchillo», decía, o «cortar en lonchas»; no catalogaba formalmente, en suma, las diferentes técnicas para cortar. Fueron los franceses quienes, merced a su pasión por la exactitud cartesiana, convirtieron el manejo del cuchillo en sistema, reglamento y religión. La firma de cubertería Sabatier produjo por primera vez cuchillos de acero al carbono en la ciudad de Thiers, a principios del siglo XIX (en la misma época en la que se acuñó el concepto de gastronomía, gracias a los escritos de Grimod de la Reynière y Joseph Berchoux y a la cocina de Carême). Los cuchillos y la cuisine iban de la mano: allá donde viajasen los chefs franceses, llevaban consigo una serie de estrictas técnicas de corte (el picado, la chifonada, la juliana) y los cuchillos necesarios para llevarlas a cabo.

La cocina francesa, por sencillo que sea el plato, esconde un meticuloso manejo del cuchillo. Las ostras crudas servidas en una concha que nos ofrecen en un restaurante parisino no parecen cocinadas en absoluto, pero lo que las convierte en un placer al paladar, además de su frescura, es que alguien ha abierto hábilmente cada molusco con un abreostras, deslizando su cuchillo para cortar el músculo abductor que mantiene la concha cerrada sin romper el molusco. En cuanto al vinagre de chalota con el que se sirven las ostras, alguien ha tenido que esmerarse en picar las chalotas al estilo brunoise, en daditos de 2 mm. Esta es la única forma de evitar que el sabor decidido de las chalotas se imponga sobre el de las delicadas ostras salinas.

El sabroso filete francés que nos mira desde el plato de una forma tan sugerente (ya sea onglet, pavé o entrecot) ha pasado por una carnicería francesa en la que utilizan unos utensilios particulares: una inmensa hacha de cocina para los cortes más brutales de los huesos, un delicado cuchillo de carnicero para realizar los cortes complejos, y quizá una maza (batte à côtelettes) para aplastar la carne antes de cocinarla. La típica cocina francesa también cuenta con cuchillos para el jamón y el queso, cuchillos para cortar en juliana y cuchillos en pico para las castañas.

La haute cuisine profesional se basaba en la especialización. El gran chef Escoffier, que sentó las bases de la gastronomía de los restaurantes franceses modernos, organizó la cocina dividiéndola en zonas separadas para salsas, carnes y pasteles. Cada una de estas zonas tenía sus cuchillos específicos. En una cocina organizada según los principios de Escoffier, una persona podría tener el cometido de «convertir» las patatas en pequeños y perfectos balones de fútbol; para ello utilizaría un pequeño cuchillo de tourné, con una hoja de pico de pájaro. Esta hoja curva sería harto incómoda para trabajar sobre una tabla de cortar, por culpa del ángulo del cuchillo; en cambio, es precisamente ese arco el que lo hace ideal para pelar alimentos redondos que sujetamos con la mano, siguiendo su contorno hasta que nos queda una esfera agradable a la vista. Las verduras torneadas decorativas (tan elegantes, tan fantásticas, tan inconfundiblemente francesas) son el resultado directo de un tipo de cuchillo determinado, manejado de una manera concreta, guiado por una filosofía de la cocina específica.

Nuestra comida está moldeada por los cuchillos, y nuestros cuchillos están diseñados siguiendo esa misteriosa combinación de recursos locales, innovación tecnológica y preferencias culturales que se unen para crear un estilo de cocina. El manejo del cuchillo de los franceses no es el único. En el caso de China, por ejemplo, encontramos todo un enfoque sobre la alimentación y la cocina basado en un único cuchillo, el tou (al que a veces se han referido como hacha de cocina china), acaso el cuchillo más tremendamente útil jamás diseñado.

Los utensilios para cortar se dividen entre aquellos que tienen única y exclusivamente una función -el cuchillo para gorgonzola, el cuchillo para marisco con su forma de flecha o el cortapiñas que se abre camino en espiral a través de la pulpa amarilla, separándola de la dura corteza y dejando solo perfectos y jugosos aros de piña- y aquellos que pueden ser llamados a desempeñar innumerables tareas: los multiusos.

Las diferentes culturas culinarias han producido diferentes cuchillos multiusos. El ulu inuit, por ejemplo, es una hoja con forma de abanico (parecida a la mezzaluna italiana) que las mujeres esquimales usaban para cualquier tarea, desde cortar el pelo a los niños hasta moldear bloques de hielo, pasando por trocear pescado. El santoku japonés es otro multiuso, que actualmente está considerado como uno de los mejores cuchillos todoterreno que toda cocina querría tener. Es mucho más ligero que el cuchillo de chef europeo; cuenta con una punta redondeada y, a menudo, pequeños huecos de forma ovalada (llamados divots) a lo largo de la hoja. La palabra japonesa santoku quiere decir «tres usos», ya que este cuchillo es igual de bueno para trocear carne, picar verduras y cortar filetes de pescado.

Sin embargo, puede que no exista un cuchillo tan multifuncional, o al menos tan fundamental para una cultura culinaria, como el tou chino. A menudo nos referimos a este maravilloso cuchillo como «hacha de cochina», ya que su hoja tiene la misma forma cuadrada que la que usan los carniceros para trabajar los huesos. No obstante, el tou es un cuchillo de cocina que sirve para todo (y por una vez no estamos exagerando). Según E. N. Anderson, antropólogo especializado en China, el tou ejemplifica el principio de «minimax»: máximo valor al mínimo coste y esfuerzo. El énfasis está puesto en la frugalidad: «las mejores cocinas chinas son capaces de extraer el máximo potencial culinario con el mínimo número de utensilios de cocina». El tou viene que ni pintado. 

Un cuchillo de hoja grande, escribe Anderson, sirve para: Cortar leña, destripar y escamar pescado, partir verduras, picar carne, aplastar ajo (con el canto desafilado de la hoja), cortarse las uñas, sacar punta a los lápices, tallar nuevos palillos, matar cerdos, afeitarse (si está lo bastante afilado, y se supone que ha de estarlo) y ajustar cuentas, viejas y nuevas, con los enemigos de uno.

Lo que hace del tou un cuchillo aún más versátil es el hecho de que, a diferencia del ulu de los inuit, dio origen a la que hoy en día está ampliamente considerada como una de las dos mejores gastronomías del mundo (la otra es la francesa). Desde tiempos inmemoriales, la principal característica de la cocina china era la mezcla de sabores que se logra con el picado finísimo de sus ingredientes, gracias al tou. Durante la dinastía Zhou (1.045–256 a. de C.), cuando el hierro apareció en China por primera vez, el arte de la alta gastronomía era denominado «k’o’peng», a saber: «cortar y cocinar». Se decía que el filósofo Confuncio (que vivió entre los años 551 y 479 a. de C.) no comía carne que no hubiese sido cortada correctamente. Alrededor del 200 a. de C., los libros de cocina usaban muchas palabras diferentes para las acciones de cortar y picar, lo que sugiere un gran nivel en el manejo del cuchillo (dao gong).

El clásico tou tiene una hoja de entre 18 y 28 cm de largo. Hasta ahora, nada lo distingue del cuchillo de chef europeo. La diferencia radical es el ancho: unos 10 cm, casi el doble que el punto más ancho de su homólogo europeo. Además, el tou conserva su anchura a lo largo de toda la hoja: nada de picos, ni curvas, ni puntas. Se trata de un rectángulo de acero de un tamaño considerable, pero también sorprendentemente fino y ligero cuando lo cogemos (mucho más ligero que el hacha de cocina francesa). El tou nos obliga a usarlo con una técnica diferente a la del cuchillo de chef: la mayoría de técnicas de corte europeo usan un movimiento «locomotor», balanceando el cuchillo hacia adelante y hacia atrás, siguiendo el ángulo de la hoja. Dada su anatomía uniforme, el tou nos invita a cortar con un movimiento que va de arriba hacia abajo. El sonido del cuchillo en una cocina china es mucho más ruidoso y percusivo que en una francesa: chop-chop-chop contra tap-tap-tap. Sin embargo, este estruendo no es sinónimo de una técnica poco refinada. Usando única y exclusivamente este cuchillo, los cocineros chinos producen una gama mucho más amplia de formas de corte que los dados, la juliana y los cortes por el estilo que consiguen los muchos cuchillos de la cocina francesa. Con un tou se pueden crear «hilos de seda» (de 8 cm de largo) que pueden llegar a ser muy, muy, pero que muy finos; «orejas de caballo» (lonchas de 3 cm cortadas en pico); dados; tiras y rodajas, por no ser exhaustivos.

Este magnífico cuchillo no fue ideado por ningún inventor (o si lo fue, su nombre se ha perdido). El tou, y toda la cocina a la que dio origen, fue producto de las circunstancias. El hierro fundido se descubrió en China alrededor del 500 a. de C. Era más barato de producir que el bronce, con el que se fabricaban cuchillos formados por un gran trozo de metal y un mango de madera. Pero, por encima de todo, el tou fue producto de una cultura rural basada en la frugalidad. Este cuchillo podía convertir los ingredientes en trozos lo bastante pequeños como para que todos sus sabores se fundiesen y para que se cocinasen lo antes posible, probablemente en un brasero portátil. Era, pues, un utensilio frugal, que optimizaba el escaso combustible: al cortarlo todo en trozos muy pequeños, estos se cocinan rápido y consumen poco. Como producto tecnológico, es mucho más ingenioso de lo que pudiera parecer en un principio y, en tándem con el wok, trabaja para extraer el máximo sabor con la mínima energía: al sofreír los alimentos muy troceados, una mayor parte de la superficie está expuesta al aceite, con lo que se vuelve más dorada, crujiente y apetitosa.

Como siempre ocurre con la tecnología, hay un intercambio: el arduo y minucioso trabajo de preparar los ingredientes por la velocidad hipersónica con la que se cocinan. Un pollo entero tarda más de una hora en hacerse en el horno; incluso una sola pechuga puede llevarse veinte minutos. En cambio, los trocitos de un pollo picado con el tou se pueden hacer en cinco minutos o menos; el tiempo se lo lleva el picado (aunque en las manos adecuadas también eso se hace en un periquete; en YouTube se puede ver un vídeo del chef Martin Yan despiezando un pollo en dieciocho segundos). La cocina china tiene una variedad extraordinaria entre las diferentes regiones: desde el picante abrasador de Sichuan a las judías negras y el marisco de la cocina cantonesa. Lo que une las cocinas chinas, tan separadas geográficamente, es el manejo del cuchillo y la predilección por este cuchillo en particular.

El tou era el punto alrededor del cual orbitaba (y sigue orbitando) la cocina clásica china. En cada comida tiene que haber un equilibrio entre fan (que normalmente significa «arroz» pero también puede aplicarse a otros granos y pastas) y ts’ai, los platos de verdura y de carne. El tou es un elemento más importante en este menú que cualquiera de los ingredientes que lo componen, habida cuenta de que es el encargado de cortar el ts’ai y darle sus diferentes formas. Hay todo un espectro de técnicas de corte, cada una con su nombre. Cojamos una zanahoria. ¿La vamos a cortar en vertical (qie) o en horizontal (pian)? ¿O la vamos a trocear (kan)? En ese caso, ¿qué forma elegiremos? ¿Tiras (si), daditos (ding) o trozos más grandes (kuai)? Sea cual sea la técnica por la que optemos, hay que seguirla a pies juntillas: la habilidad de un cocinero se juzga por la precisión de sus golpes de cuchillo. Existe una famosa historia sobre Lu Hsu, un prisionero del emperador Ming, que cuenta que le llevaron un cuenco de carne estofada a su celda y supo inmediatamente que su madre había estado allí, pues solo ella sabía cortar la carne en aquellos cuadrados perfectos.

Los tous son aterradores, pero manejados por la persona adecuada sus amenazantes hojas son instrumentos delicados, que pueden lograr la misma precisión en los cortes para la que los chefs franceses necesitan una ristra de cuchillos especializados. En unas manos expertas, un tou puede cortar jengibre en tiras finas cual pergamino, y verduras en dados tan pequeños que parecen huevas de pez volador. Armado únicamente con este cuchillo se puede preparar todo un banquete, desde cortar frágiles y finas rodajas de vieira y tiras de 5 cm de judías verdes hasta esculpir pepinos en forma de flor de loto.

Pero el tou es mucho más que un utensilio para preparar cenas de postín. En las épocas más pobres, podemos prescindir tranquilamente de los ingredientes más caros, siempre y cuando no perdamos el manejo del cuchillo y los condimentos. El tou fraguó una extraordinaria unidad entre las diferentes clases sociales de la cocina china, a diferencia de lo que ocurría en la cocina británica, donde las comidas de ricos y pobres solían moverse en esferas completamente opuestas (los ricos tenían el rosbif y mesas con mantel; los pobres tenían pan, queso, manos y boca). Puede que la cocina humilde en China tuviese menos ts’ai (verduras y carne) que su homóloga acaudalada; sin embargo, fuesen cuales fuesen los ingredientes, el trato que se les daba era el mismo. La técnica es, por encima de todo, lo que hace que una comida sea china. La cocina china coge pescados y aves, verduras y carnes, en todas sus variedades, y los convierte en pequeños bocados geométricos.

La principal cualidad del tou es evitar que tengamos que echar mano del cuchillo. En China, los cuchillos de mesa están vistos como algo innecesario y también ligeramente repugnante: cortar comida en una mesa se considera como una forma de carnicería. Una vez que el tou ha hecho su trabajo, al comensal solo le queda coger los trocitos perfectos y uniformes con la ayuda de sus palillos. El tou y los palillos trabajan en perfecta simbiosis: el uno corta, el otro sirve. Como ya hemos dicho, este es un método más frugal de hacer las cosas en comparación con el enfoque clásico francés, donde, a pesar del meticuloso trabajo con los diferentes cuchillos en la cocina, se siguen necesitando cuchillos cuando los platos llegan a la mesa.

El tou y sus usos representan una cultura de los cuchillos radicalmente diferente y ajena a la europea (y por ende a la estadounidense). Allí donde el chef chino usaba solo un cuchillo, su homólogo francés necesitaba varios, cada cual con funciones muy variadas: cuchillos de carnicero y cuchillos para deshuesar, cuchillos para la fruta y cuchillos para el pescado. Pero no era solo una cuestión de utensilios. El tou representaba todo un estilo de cocina y de comida, completamente alejado de los elegantes salones europeos. Hay un abismo entre un plato de ternera, apio y jengibre picado, cocinado en el wok al estilo Sichuan y sazonado con pasta de chili y vino de Shaoxing para lograr un cuidado equilibrio de sabores; y un filete francés poco hecho y de una pieza, servido junto a un cuchillo afilado para cortarlo y mostaza para sazonar a gusto del comensal. Los dos representan diferentes visiones del mundo. Hay un abismo entre una cultura basada en el picar y otra basada en el trinchar.

En Europa, el punto álgido en el manejo del cuchillo no era del cocinero, sino del trinchador de la corte, cuyo cometido era cortar la carne, una vez en la mesa, para los lores y las ladies. Mientras que el tou trabajaba sobre alimentos crudos, y hacía que todos fuesen lo más parecidos posible, el trinchador medieval trabajaba con comida ya cocinada, y tenía que saber que cada animal (asado) se cortaba de una manera concreta, con un cuchillo determinado, y se servía con su propia salsa especial.

«Mi señor, le ruego que me enseñe a trinchar, a manejar el cuchillo para cortar aves, pescados y carnes», reza un libro de buenas maneras medieval. Según un libro publicado por Wynkyn de Worde en 1508, las «Condiciones del trinchador» inglesas decían: Despieza ese ciervo, corta ese tendón, alza ese cisne, levanta esa oca,

[…] desmiembra esa garza.

Las reglas del trinchar pertenecían a un mundo de símbolos y signos: cada animal tenía su propia lógica y había de cortarse en consecuencia. Existía una relación entre los cuchillos con los que se trinchaba y las armas con las que se cazaba: el objetivo era dividir el botín de la caza siguiendo un estricto orden, para subrayar el poder del hombre en cuya tierra se habían cazado los animales. El cuchillo del trinchador tenía que seguir las líneas y los nervios de las diferentes piezas, y tenía que hacerlo al servicio de un lord; no podía cortar a su aire, como un tou. El trinchador tenía que saber que las alas de la gallina se picaban, mientras que las patas se dejaban enteras; y saber estas cosas estaba considerado un honor; de hecho, la labor del trinchador tenía tanta importancia en la corte que se convirtió en un oficio especializado, desempeñado por funcionarios a los que se les asignaba ese cometido (y entre los que a veces incluso había miembros de la nobleza).

A diferencia de los trinchadores modernos, cuyo cometido es repartir equitativamente el asado del domingo o el pavo de Acción de Gracias, el trinchador medieval europeo no se encargaba de toda la mesa, sino que estaba al servicio de un único lord. Su tarea no era repartir bien la comida, sino hacerse con las mejores partes de lo que había en la mesa para deleite de su señor. También untaba las diferentes salsas en pequeños trozos de pan y se los daba a probar a los camareros, para asegurarse de que no estuviesen envenenadas. Una buena parte de su trabajo era evitar que su lord consumiese alimentos que pudiesen resultar indigestos (como cartílagos, piel, plumas…). Aparte de eso, el trinchador no hacía mucho más con su cuchillo, toda vez que su lord disponía de su propio cuchillo afilado con el que cortar la carne mientras comía.

Lo sorprendente del cuchillo de trinchar medieval es los pocos cortes que hacía. El lenguaje era brutal: desmiembra, destroza, quiebra, despieza. A diferencia del chef chino, armado únicamente de su tou, el trinchador disponía de una amplia gama de cuchillos: grandes y pesados para trabajar las piezas más voluminosas, como los ciervos y los bueyes; cuchillos diminutos para las aves de caza; cuchillos anchos, con forma de espátula, para llevar la carne hasta el plato trinchero; y cuchillos de poco filo con los que quitar las migajas del mantel. Así y todo, el cuchillo realizaba muy pocos cortes en la carne. «Desmembrar una garza» es una frase escalofriante, pero solo consistía en disponer al pobre pájaro de una forma supuestamente elegante sobre el plato trinchero (y no en trocearlo en pedazos diminutos): «Coge una garza, levanta sus alas y sus patas y riégala con salsa», dice Worde. A veces el trinchador tenía que romper huesos grandes, y a veces cortaba trozos de carne (un ala de capón, por ejemplo, para picarla y mezclarla con vino o cerveza); sin embargo, su trabajo consistía más en servir que en cortar: su cuchillo no tenía que convertir todos los alimentos en bocados, pues eso sería usurpar el papel del cuchillo de su lord. La costumbre de llevar siempre encima el propio cuchillo era una base de la cultura occidental tan importante como el cristianismo, el alfabeto latino o el imperio de la ley. Hasta que (un buen día) dejó de serlo. Muchas de nuestras creencias sobre los diferentes utensilios están determinadas por la cultura, pero los valores culturales no son fijos y eternos: desde el siglo XVII en adelante, Europa vivió una gran revolución en la concepción del cuchillo. El primer cambio fue que los cuchillos empezaron a dejarse colocados sobre la mesa, junto a un utensilio que se puso muy a la moda: el tenedor. Esto los despojó de su antigua magia: en lugar de fabricarse a medida de un individuo concreto, empezaron a comprarse y venderse maletas con docenas de cuchillos idénticos e impersonales, para uso de cualquier comensal. El segundo cambio fue que los cuchillos de mesa dejaron de estar afilados, y por tanto despojados de su poder: la raison d’être de los cuchillos es cortar, y se necesita una civilización con un nivel muy avanzado de cortesía (o de agresión pasiva) para diseñar a propósito un cuchillo que corta peor. A día de hoy, seguimos viviendo las consecuencias de aquel cambio en más de un aspecto.

Se cuenta que, en 1637, el cardenal Richelieu, principal consejero del rey Luis XIII de Francia, vio cómo un invitado usaba la punta afilada de un cuchillo de doble filo para mondarse los dientes durante una cena. Esta acción horrorizó hasta tal punto al cardenal —todavía no se ha aclarado si fue por el peligro o la vulgaridad— que dio orden de que se quitase el filo a todos sus cuchillos. Hasta aquella fecha, los cuchillos de mesa estaban afilados por ambos lados de la hoja, como las dagas. No hizo falta nada más: siguiendo el ejemplo de Richelieu, en 1669 Luis XIV prohibió a todos los cuchilleros de Francia que se forjaran cuchillos de mesa con punta. Este mandato francés contra los cuchillos de doble filo llegó de la mano de una transformación de los modales y los utensilios de mesa. Europa vivió lo que el ilustre sociólogo Norbert Elias denominó «el proceso de civilización». Los patrones de comportamiento en la mesa sufrieron un cambio muy acusado; las viejas certezas se estaban desmoronando. La iglesia católica había perdido su antigua cohesión y los códigos de conducta caballerescos llevaban mucho tiempo desaparecidos. De repente, la gente empezó a sentir repugnancia por unas formas de comer que antaño se habían considerado aceptables: coger carne de un plato común valiéndose de los dedos, beber sopa directamente del cuenco y usar un único cuchillo afilado para cortarlo todo. Todas estas acciones — antes, completamente coherentes con las buenas maneras en la corte— parecían ahora bárbaras. Los europeos empezaron a compartir la aversión de los chinos por los cuchillos afilados en la mesa. A diferencia de estos, en Europa no dejamos de usar cuchillos para comer, pero los inutilizamos de maneras diferentes.

En Francia los cuchillos no se acercaban a la mesa, salvo cuando había que realizar algunas tareas específicas como pelar y cortar fruta, para lo que se fabricaban cuchillos afilados personales, como en los viejos tiempos. Los cuchillos ingleses se quedaron sobre la mesa pero se volvieron mucho más romos. Los cuchillos de mesa ingleses de los siglos XVI y XVII parecían cuchillos de cocina en miniatura: la forma de la hoja podía variar, desde dagas a hojas rectas, pasando por hojas con forma de cimitarra; a veces la hoja era de doble filo, a veces estaba afilada por un solo lado, pero todos tenían algo en común: estaban afilados (o al menos lo habían estado en un principio).

Los cuchillos de mesa del siglo XVIII eran completamente diferentes a los del siglo anterior. De repente, se habían vuelto ostentosamente desafilados. La hoja podía estar ligeramente curvada hacia la derecha, y acabar en una punta bien redonda. Hoy en día asociamos esta forma, y con razón, a los cuchillos de untar. El cuchillo de mesa había dejado de ser una herramienta de cortar efectiva; ahora era un utensilio inútil, que solo valía para extender mantequilla, ayudar al tenedor o cortar alimentos que ya eran lo bastante blandos.

La aparición del nuevo e ineficaz cuchillo de mesa también supuso un cambio en la forma en que se sostenía. Hasta entonces, el cuchillo podía agarrarse con toda la mano, en «modo apuñalamiento»; ahora, el dedo índice se posaba con delicadeza sobre la punta del (recién desafilado) lomo, mientras que la palma de la mano rodeaba el mango. Esta sigue siendo la forma educada de sostener un cuchillo de mesa, y una de las razones por las que muchos de nosotros tenemos un manejo tan deficiente del cuchillo: agarramos de la misma forma los cuchillos afilados y los de mesa, lo cual es un auténtico desastre. Al coger un cuchillo de cocina, nunca deberíamos poner el índice en el lomo: el peligro de cortarse es mucho mayor que cuando se agarra con fuerza la parte final de la hoja con el pulgar en un lado y el índice en el otro. Una buena educación en modales en la mesa —que nos enseña a recelar de lo afilado— es una mala educación en la cocina.

En el siglo XVIII, los occidentales educados se sentaban a la mesa con delicadeza, con sus cuchillitos tan monos, e intentaban por todos los medios evitar cualquier gesto que pudiese parecer violento o amenazador. Como utensilio para cortar, el cuchillo de mesa era ahora bastante innecesario: a finales del siglo XVIII, el cuchillo de mesa de Sheffield, a pesar de seguir fabricándose con acero de primera calidad, tenía más de objeto de exhibición que de utensilio para cortar. Para la sociedad londinense, eran objetos hermosos, que se disponían en la mesa como signo del buen gusto y la riqueza del anfitrión. Sería fácil cargarse a los cuchillos de mesa, tildándolos de tecnológicamente obsoletos, en la era moderna. Su inutilidad quedó patente con la llegada de los cuchillos para la carne, afilados y dentados (aparecidos por primera vez en la ciudad de Laguiole, al sur de Francia), que supusieron una suerte de regañina a los cuchillos normales: cuando de verdad tenemos que cortar algo en la mesa, el cuchillo de mesa no sirve para nada.

El cuchillo de mesa se había convertido en un objeto completamente distinto del cuchillo como arma. Ya no había necesidad alguna de llevar un cuchillo encima; de hecho, hacerlo estaba considerado de mala educación en Inglaterra. En 1769, un hombre de letras italiano, Joseph Baretti, fue acusado de apuñalar a un hombre en defensa propia en Londres usando una navajita plegable para la fruta. Baretti se defendió alegando que en la Europa continental seguía siendo una práctica común llevar encima un cuchillo afilado para cortar manzanas, peras y dulces. Que tuviese que explicar el hecho con tanto detalle ante un tribunal británico demuestra cuánto había cambiado la naturaleza de los cuchillos en la Inglaterra de 1769. El filo ya no se consideraba necesario, sino incluso inconveniente, en los cuchillos de mesa. En ese aspecto, Inglaterra era la pionera.

Sin embargo, hay algo más que filo en los cuchillos de mesa. También está la cuestión de lo agradables (o desagradables) que hacen las comidas, y, desde este punto de vista, casi todos consideran que los cuchillos de mesa solo empezaron a ser decentes en el siglo XX, con la llegada del acero inoxidable. Antes mencioné que el acero al carbono, el predilecto de los cuchilleros de Sheffield, era un metal mucho mejor para forjar hojas que las alternativas previas. Lo que no dije es que la pega del acero al carbono, al igual que la del hierro, es que puede conferir a algunas comidas un sabor repugnante. Cualquier alimento ácido tiene un efecto desastroso en potencia sobre el acero (a menos que sea inoxidable): «Al más mínimo contacto con el vinagre», escribió la famosa experta en etiqueta estadounidense Emily Post, los cuchillos de acero se vuelven «más negros que la tinta». La salsa vinagreta y los cuchillos de acero eran una combinación particularmente desafortunada, y de ahí nace el rechazo francés, que sigue vigente hoy, a cortar las hojas de ensalada.

Otro problema era el pescado. Durante siglos, la gente había considerado que el limón era el acompañante perfecto para el pescado. Sin embargo, hasta la invención del acero inoxidable en la década de 1920, el sabor del pescado regado con limón corría el riesgo de arruinarse por culpa del sabor acre que dejaba la hoja metálica del cuchillo. El ácido del limón reaccionaba con el acero y dejaba un desagradable regustillo metálico que se imponía completamente al delicado sabor del pescado, lo que explica la producción de cubiertos para pescado con plata durante el siglo XIX. Hoy en día, estos parecen lujos sin sentido, pero los cuchillos para pescado fueron en su día una invención muy práctica, que, eso sí, solo los ricos podían permitirse. A diferencia de los normales de acero, los cuchillos de plata no reaccionaban con el zumo de limón. En un principio, la forma ondulada de su hoja servía para distinguirlos en el cajón de la cubertería (además de señalar el hecho de que el pescado no era duro como la carne, con lo que no hacía falta serrarlo). Quienes no podían permitirse cuchillos para el pescado de plata no tenían más remedio que valerse de dos tenedores; o de un tenedor y un trozo de pan; o sufrir el sabor del acero corroído.

Así las cosas, el lanzamiento del acero inoxidable en el siglo XX está considerada una de las incorporaciones más importantes a la felicidad en la mesa. Una vez que empezó a producirse en masa y a bajo coste, tras la Segunda Guerra Mundial, la cubertería elegante y brillante se puso al alcance de la mayoría de bolsillos, además de cargarse de un plumazo todos esos miedos sobre los cuchillos que estropeaban el sabor de la comida. Nunca habríamos de volver a preocuparnos al escurrir un limón sobre un bacalao, ni sentirnos mal al usar un cuchillo para cortar la ensalada aderezada.

El acero inoxidable es una aleación de metal con un alto contenido en cromo, metal que en contacto con el aire crea una capa invisible de óxido de cromo, tan resistente a la corrosión como espléndidamente brillante. No fue hasta principios del siglo XX cuando se logró conseguir un buen acero inoxidable duro pero lo suficientemente maleable, así como resistente a la corrosión. En 1908, Friedrich Krupp construyó un yate de 366 toneladas, el Germania, con un casco de acero de cromo. Mientras tanto, en Sheffield, Harry Brearley, trabajador de Thomas Firth and Sons, había descubierto una aleación de acero inoxidable mientras intentaba dar con un metal resistente a la corrosión para los cañones de las armas de fuego. La cubertería inoxidable fue, pues, un feliz subproducto de la investigación para fines militares entre Inglaterra y Alemania, encaminadas a una guerra total. Al principio, el nuevo metal era difícil de trabajar, con lo que solo podían elaborarse los cubiertos más sencillos. Fueron necesarias las innovaciones industriales de la Segunda Guerra Mundial para que los cuchillos de acero inoxidable se convirtiesen en un utensilio eficaz y económico que se adaptaba a las necesidades de la gente. El acero inoxidable supuso un paso más en la domesticación del cuchillo, en hacerlo más barato, más accesible y menos amenazador que aquel que nuestros antepasados llevaban siempre encima.

Actualmente, el cuchillo de mesa occidental nos parece un objeto totalmente inofensivo (aunque aún se consideran lo suficientemente amenazadores como para estar prohibidos en los aviones desde el 11-S). Sin embargo, nuestra predilección por estos utensilios romos ha tenido unas consecuencias importantes y nunca antes vistas en los últimos doscientos años. Todo chef tiene cicatrices que mostrar, y suele hacerlo henchido de orgullo, contando la historia que hay detrás de cada herida: marcas en el pulgar, de cortar verduras; un pedacito de dedo que falta por culpa de un desencuentro con un rodaballo… En mi dedo todavía se puede apreciar el huequecito que dejó la mandolina. También están las ampollas y los callos que desarrollan los chefs y que no son producto de accidentes o errores, sino, antes bien, de un correcto manejo del cuchillo. Las ampollas y los cortes son el legado más evidente del cuchillo de cocina, pero las marcas que el cuchillo ha dejado en nuestros cuerpos van mucho más allá. El principal utensilio para cortar alimentos en la mesa ha moldeado nuestra propia fisiología; en particular, la dentadura.

Mucha de la investigación moderna en ortodoncia tiene como objetivo la creación (mediante elásticos, alambres y correctores) de la «mordida profunda» perfecta. Una mordida profunda hace referencia a la forma en la que los incisivos superiores ocultan, cuando cerramos la boca, los inferiores, como la tapa de una caja. Esta es la oclusión ideal para el ser humano. En contraposición a la mordida profunda encontramos la mordida normal, que podemos ver en primates como los chimpancés, donde los incisivos superiores caen sobre los inferiores como la hoja de una guillotina. Lo que los ortodoncistas no nos dicen es que la mordida profunda es un aspecto muy reciente de la anatomía humana, y que probablemente sea el resultado de la forma en que usamos el cuchillo de mesa. Las pruebas óseas revelan que, en el mundo occidental, la mordida profunda solo lleva entre doscientos y doscientos cincuenta años siendo la alineación «normal» de la mandíbula humana. Hasta entonces, la mayoría de seres humanos tenía una mordida «normal», similar a la de los monos. La mordida profunda no es producto de la evolución (el marco temporal es demasiado corto); parece ser, más bien, una respuesta a la forma de cortar comida durante nuestros años formativos. La persona que dio con esta explicación es el profesor Charles Loring Brace (nacido en 1930), un excelente antropólogo estadounidense cuya principal pasión intelectual era el hombre de Neandertal. A lo largo de varias décadas, Brace creó la mayor base de datos del mundo sobre la evolución de la dentadura de los homínidos (mucho me sorprendería que no fuese la persona del siglo XX que más mandíbulas humanas ha tenido en sus manos). 

Ya en la década de 1960, Brace fue consciente de que había que buscar una explicación a la mordida profunda. En un primer momento, supuso que se remontaba a la «adopción de la agricultura», hace miles y miles de años; y la verdad es que, por intuición, parece que tendría sentido que la mordida profunda correspondiese a la llegada del grano, habida cuenta de que los cereales se mastican mucho menos que las carnes correosas, y los tubérculos fibrosos y las raíces que se ingerían antes. Sin embargo, a medida que su base de datos crecía, Brace descubrió que la mordida normal persistió durante mucho más tiempo de lo que nunca nadie había pensando: en la Europa Occidental, el cambio a la mordida profunda no se produjo hasta el siglo XVIII, empezando por los «individuos de mayor estatus». 

¿Por qué? En esta época no se produjo una alteración drástica en los componentes nutricionales de las dietas de la clase alta. Los poderosos seguían comiendo grandes cantidades de carne y pescado ricos en proteínas, copiosos dulces, pequeñas cantidades de leche, modestas cantidades de verduras y prácticamente la misma cantidad de pan que los pobres. De acuerdo, las carnes de los ricos del 1800 se servían con unos condimentos y unas salsas distintas a las del 1500 (menos grosellas, menos picante y menos azúcar, más mantequilla, hierbas y limón), pero muchos de estos cambios en la cocina se adelantan, con mucho, a la aparición de la mordida profunda. La nouvelle cuisine, más fresca y ligera, que apareció en las mesas de Europa durante el Renacimiento, se remonta al menos a 1651, fecha de publicación de Le Cuisinier français, libro del galo La Varenne; es probable que se remonte incluso más, hasta 1460, con el italiano Maestro Martino, cuyas recetas incluían la tortilla de hierbas aromáticas, el pastel de venado, la crema de parmesano o el lenguado frito con zumo de naranja y perejil (platos todos que no habrían parecido fuera de lugar en las mesas de los ricos de tres siglos más tarde). Cuando las dentaduras aristocráticas empezaron a cambiar, la base de la dieta de clase alta llevaba varios siglos sin alterarse.

El cambio más sustancial no se produjo en qué se comía, sino en cómo se comía. Fue entonces cuando empezó a ser normal, entre los círculos de las clases medias y altas, comer con un cuchillo de mesa y un tenedor, cortando la comida en bocados pequeños antes de llevarla a la boca. Puede que esto parezca una cuestión de costumbres más que un cambio tecnológico; y, en un cierto sentido, así lo era. Después de todo, el funcionamiento del cuchillo en sí había cambiado poco. A lo largo de los milenios, los seres humanos han inventado innumerables utensilios artificiales para cortar, que ayudan a nuestra dentadura a tratar los alimentos: hemos cortado a machetazos, hemos serrado, trinchado, picado, ablandado, cortado en dados y en juliana… El dominio de los utensilios para cortar en la Edad de Piedra parece haber sido uno de los factores por los que las mandíbulas y dientes del hombre moderno son más pequeños que los de nuestros ancestros homínidos. Sin embargo, no fue hasta hace 200-250 años, con la adopción del cuchillo de mesa y el tenedor, cuando apareció la mordida profunda.

Brace supuso que, en la época premoderna, la principal técnica para comer fue la que él bautizó como «sujetar y cortar». No parece la forma más elegante de comer, como el propio nombre indica. La técnica funcionaba tal que así: primero, coge un trozo de comida con la mano; luego, sujétalo con fuerza entre tus dientes por una punta; por último, arranca el pedazo más grande, ya sea con la mano, con un tirón decidido, ya sea con la ayuda de un utensilio para cortar, si es que dispones de uno (en cuyo caso, procura no cortarte los labios). Así es como nuestros ancestros, armados solo de una piedra afilada, más tarde de un cuchillo, abordaban los alimentos correosos, en particular la carne. No obstante, la escuela de etiqueta del «sujetar y cortar» sobrevivió, y de largo, a la historia antigua; los cuchillos cambiaron —del hierro al acero, de los mangos de madera a los de porcelana—, pero el método permaneció. La creciente adopción del cuchillo y el tenedor para comer, a finales del siglo XVIII, marcó la desaparición de la técnica del «sujetar y cortar» en el mundo occidental. Volveremos sobre el tenedor (y los palillos y la cuchara) en el capítulo 6. Por el momento, lo único que nos importa es esto. Desde la época medieval hasta los tiempos modernos, el tenedor pasó de ser un utensilio estrambótico, un objeto pretencioso y ridículo, a convertirse en un componente indispensable de las comidas civilizadas. En lugar de sujetar y cortar, ahora la gente comía pinchando los alimentos con el tenedor y cortándolos en bocaditos con el cuchillo de mesa, para llevarse a la boca trozos tan pequeños que apenas si era necesario masticarlos. A medida que los cuchillos se volvieron más romos, también los bocados se volvieron más sencillos, con la consiguiente reducción de la necesidad de masticar. Los datos de Brace sugieren que esta revolución de las maneras en la mesa tuvo un impacto inmediato en la dentadura. El antropólogo afirma que los incisivos (del latín incidere, «cortar») no tienen un nombre adecuado, toda vez que su finalidad real no es cortar, sino sujetar la comida con la boca, tal y como hacían en la técnica «sujetar y cortar». «Sospecho — escribió— que si los incisivos se usan con esa finalidad varias veces al día, desde el primer momento en que empiezan a salir, adoptarán una posición con una oclusión de mordida normal». Cuando la gente empezó a usar el cuchillo y el tenedor para cortar sus alimentos en bocados tan diminutos que podían echárselos a la boca directamente, los incisivos dejaron de tener esta función de sujeción y, poco a poco, los superiores dejaron de coincidir con los inferiores: una mordida profunda.

Tendemos a pensar que nuestros cuerpos son fundamentales e inalterables, mientras que otras cosas, como las buenas maneras en la mesa, son superficiales: podemos cambiar nuestras maneras de cuando en cuando pero ellas no nos cambiarán a nosotros. Brace invirtió esta idea: nuestra mordida profunda, que supuestamente es normal y natural, que aparentemente es un aspecto básico de la anatomía humana moderna, es en realidad el resultado de un determinado comportamiento en la mesa.

¿Cómo podemos estar tan seguros como Brace de que fue la cubertería la que produjo este cambio en nuestra dentadura? La respuesta fácil es que no podemos. El descubrimiento de Brace hace surgir tantas preguntas como las que responde. Las formas de comer eran mucho más variadas de las que recoge su teoría. La de «sujetar y cortar» no era la única técnica con la que la gente comía en la Europa preindustrial, y no todos los alimentos piden la sujeción de los incisivos; la gente también sorbía sopas y potajes, comía pasteles suaves y quebradizos, usaba la cuchara para las gachas y la polenta. ¿Por qué estas comidas blandas no cambiaron nuestra mordida mucho antes? Puede que el amor de Brace por los neandertales le cegase hasta el punto de llegar a considerar que los buenos modales en la mesa, incluso antes de la llegada del cuchillo y tenedor, desaprobaran los rellenos copiosos. Posidonio, un historiador griego nacido alrededor del 135 a. de C., se lamentaba de que los celtas eran tan groseros que «agarraban cuartos enteros con la boca», sugiriendo que los educados griegos no lo hacían. Además, que la mordida profunda aparezca al mismo tiempo que el cuchillo y el tenedor no significa que la una esté causada por la otra. La correlación no es una causa.

Sin embargo, la hipótesis de Brace parece ser la que mejor se ajusta a los datos de los que disponemos. Cuando, en 1977, escribió su artículo original sobre la mordida profunda, el propio Brace se vio obligado a admitir que las pruebas que había recogido hasta el momento eran «poco metódicas y anecdóticas», con lo que se pasó las tres décadas siguientes a la busca de más ejemplos con los que mejorar las pruebas de base. Durante años, estuvo obsesionado con la idea de que, si su teoría era correcta, los estadounidenses deberían haber conservado la mordida normal durante algo más de tiempo que los europeos, puesto que el cuchillo y el tenedor tardaron varias décadas más en ser aceptados al otro lado del Atlántico. Tras años y años de búsqueda infructuosa de piezas dentales, Brace logró excavar un cementerio del siglo XIX en Rochester, en el estado de Nueva York, que albergaba los cuerpos del psiquiátrico, el hospicio y la cárcel. Para inmensa satisfacción del antropólogo, de los quince cuerpos que tenían mandíbulas y dentaduras intactas, diez (dos tercios de la muestra) mostraban una mordida normal.

Pero ¿y qué había de China? El «sujetar y cortar» es una técnica completamente ajena a la forma de comer del país asiático: cortar con el tou y comer con los palillos. El troceado minucioso y el consiguiente uso de los palillos de la cocina china se había convertido en una práctica común unos mil años antes de que el cuchillo y el tenedor fueran la norma en Europa, durante la dinastía Song (960-1279), empezando por la aristocracia y extendiéndose poco a poco entre el resto de la población. Si Brace estaba en lo cierto, la combinación de tou y palillos debería haber dejado su huella en las dentaduras chinas mucho antes que el cuchillo europeo.

Las pruebas que corroborasen esta teoría tardaron un poco en aparecer, pero al final, en su eterna búsqueda de muestras de dentaduras, Brace se encontró en el Shanghai Natural History Museum. Allí pudo analizar los restos en formol de un estudiante de la era de la dinastía Song, justo cuando los palillos se convirtieron en el utensilio habitual para llevar la comida del plato a la boca.

Este hombre era un joven aristocrático, un oficial que murió, tal y como explicaba la etiqueta, aproximadamente a la edad en la que debería haber realizado los exámenes imperiales. Pues bien, ahí estaba, en una tinaja, flotando en formol con la boca abierta y un aspecto repugnante. En cualquier caso, hela ahí: ¡la mordida profunda del chino moderno!

 

Durante los siguientes años, Brace ha analizado muchas dentaduras chinas y ha descubierto que —a excepción de los campesinos, que a menudo conservaron la mordida normal hasta bien entrado el siglo XX— la mordida profunda aparece, en efecto, entre ochocientos y mil años antes que en Europa. Las diferentes posturas ante el cuchillo en Oriente y en Occidente tuvieron un impacto gráfico en la alineación de nuestras mandíbulas.

Así las cosas, la forma en la que usamos un cuchillo es tan importante como lo bien que corta. El tou que cortó la comida de este aristócrata chino hace mil años no era mucho más afilado o resistente que los cuchillos de trinchar con los que cortaban la carne sus homólogos europeos. La gran diferencia estaba en lo que se hacía con él: cortar comida cruda en fragmentos minúsculos en lugar de trinchar trozos más grandes de comida cocinada. Esta diferencia tiene raíces culturales, y está basada en una convención sobre los utensilios que se usan en la mesa. Sus consecuencias, sin embargo, fueron claramente físicas: el tou había dejado su marca en la dentadura del estudiante chino y ahí estaba la prueba, esperando a que Brace la estudiara.



[1] Se podría responder: «porque el risotto ha de ser feculento y cremoso, mientras que a la resbaladiza pasta le viene bien que parte de su fécula se quede en el agua». Pero esta respuesta también se da por sentada: la pasta puede estar de rechupete cocinada al estilo risotto, sobre todo el pequeño orzo (con forma de arroz), añadiéndole gradualmente vino y caldo. De la misma manera, el arroz al estilo risotto puede estar buenísimo con una única y abundante cantidad de líquido desde el principio, como en la paella. 

[2] El invento consistía en un molde de barro cocido (como los ladrillos) con forma de pollo y a tamaño real, en el que se introducía el animal entero para cocinarlo. (N. del t.)

[3] Patrimonio Nacional británico. (N. del t.) 

[4] El inglés y el francés juegan respectivamente con la homofonía entre los verbos to batter y battre («golpear» en español) y el término batterie. El juego de palabras pierde en español. (N. del t.)

[5] Muchos libros de cocina británica actuales afirman que la brown Windsor soup era una sustanciosa sopa a base de carne, zanahorias, puerros y otras verduras, regada con vino de Madeira, un clásico en la época victoriana. Sin embargo, la realidad es que nunca se ha encontrado referencia alguna a esta sopa (ni en los menús de restaurantes, ni en la literatura, ni en los libros de cocina victoriana). Es en 1953 cuando aparece nombrada por primera vez en una comedia y en un programa de radio, y en efecto, es muy probable que todo empezase como una broma. Hoy en día, la brown Windsor soup ha adquirido cierta cualidad mítica, y se usa para hacer referencia al horrible estilo de cocina de la época. (N. del t.)

[6] No obstante, en internet aún se pueden encontrar unos cuantos talleres en los que afilan cualquier cosa, desde navajas a cortapizzas, pasando por las cuchillas de los robots de cocina. 

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