fragmentos 1
Cuando pienso en mis noches, en tantas soledades y
tantos suplicios en esas soledades, sueño con partir, abandonando los caminos
trillados. Pero, ¿a dónde ir? Hay fuera de nosotros abismos comparables a los
del alma.
El escepticismo es la estupefacción
ante el vacío de los problemas y de las cosas. Sólo los antiguos han sido
verdaderos escépticos. Sus dudas, impregnadas de una indulgencia otoñal y de
una felicidad desengañada, tenían estilo, como todas las cosas delicadas en su
ocaso.
Un filósofo sólo puede evitar la mediocridad mediante el
escepticismo o la mística, esas dos formas de la desesperación frente al conocimiento.
La mística es una evasión fuera del conocimiento, el escepticismo un conocimiento
sin esperanza. Dos maneras de decir que el mundo no es una solución.
Yo he debido vivir otras vidas. ¿Cómo si no explicar
tanto espanto? Las existencias anteriores son la única justificación del
terror. Sólo los orientales han comprendido algo sobre el alma. Ellos
nos han precedido y nos sobrevivirán. ¿Por qué nosotros, modernos, hemos
suprimido nuestras peregrinaciones? Expiamos en una sola vida el devenir
infinito.
Nada más fácil que desembarazarse de la herencia
filosófica, pues las raíces de la filosofía se detienen en nuestras
incertidumbres. El coraje supremo de la filosofía es el escepticismo.
Más allá de él, no reconoce más que el caos.
Prefacio a ‘De lágrimas y santos’
[…] Cioran ha repudiado siempre el pensamiento teórico como tal: «Yo no he inventado nada, no he sido más que el secretario de mis sensaciones». Sus lecturas le han hecho regresar constantemente a sí mismo, sus congojas de siempre, que ha convertido en una de las materias de su obra. Su escepticismo se halla injertado sobre un temperamento constantemente al acecho. «Lo que queda de un filósofo es su temperamento... cuanto más impetuoso es, más arremeterá contra todo», escribe en El aciago demiurgo. Maestro de la paradoja, de la negación, de la denigración, «cortesano del vacío», según una expresión que podría ser suya, Cioran es una paradoja: un escéptico que no se ha desapegado de la vida y que ha sido siempre prisionero de su naturaleza. Esa dependencia es ya perceptible en sus primeros ensayos escritos en rumano. Resulta interesante hojear hoy, a la luz de su obra posterior el Cioran lejano…
Desde el comienzo volvió su lucidez casi monstruosa
contra sí mismo: el «pensar contra uno mismo» y «el aficionado a los
paroxismos» se hallan ya en ese primer libro. Sus primeros capítulos los titula
de manera reveladora: «No poder ya vivir», «El sentimiento del final», «Lo
grotesco y la desesperación», «Presentimiento de la locura», «Melancolía»,
«Extasis», «Apocalipsis», «Monopolio del sufrimiento», «Ironía y antiironía»,
«Trivialidad de la transfiguración», etc.
Todo está ya ahí; desde el sentimiento de lo
irreparable y de lo irremediable, la inquietud, la angustia, el sentimiento de
la nada, el elogio del silencio, hasta sus manías personales, sus insomnios,
sus paseos nocturnos, su pereza, su pasión por la música, la obsesión del
suicidio.
El
día que cumplió veintidós años escribió al final de uno de los capítulos de su
primer libro: «Experimento una extraña sensación al pensar que a esta
edad soy un especialista del problema de la muerte».
Sobre las cimas de la desesperación trata el tema del exilio metafísico: «¿Sería para nosotros la existencia un exilio?».
«Toda
mi vida he vivido con el sentimiento de haber sido alejado de mi verdadero
lugar. Si la expresión "exilio metafísico" no tuviera ningún sentido,
mi existencia hubiera bastado para darle uno».
Continuará obsesionado por la degradación del cuerpo,
por la enfermedad y el sufrimiento que le hacían escribir «el problema del sufrimiento es infinitamente más importante
que el del silogismo... una lágrima tiene siempre raíces más profundas que una
sonrisa». Y en el capítulo «Nada es importante», estas
líneas, tan suyas: «nunca he llorado,
pues mis lágrimas se han transformado en pensamientos. Y esos pensamientos, ¿no
son acaso tan amargos como las lágrimas?».
De lágrimas y de santos (Lacrimi si Sfinti) estaba aún impregnado de ese «filosofar
poéticamente» que propugnaba en Sobre las cimas de la desesperación.
Cioran ha optado por la lucidez feroz, repudiando lo
absoluto, no sus caprichos ni sus obsesiones, merodeando alrededor de sí mismo,
de sus abismos y de sus ansiedades que oculta con una mezcla muy propia de
humor, rabia y resignación, volviendo siempre a sus estados de ánimo
personales.
Un delirante loco de objetividad...
Cioran un fatalismo erigido en camino: «he mimado tanto la idea de fatalidad...» y por el tedio, un hombre que ha «heredado del patrimonio de su tribu...
Un «especialista del estragamiento», atraído por los abúlicos, los
veleidosos, obsesionado por «tarados», «fracasados», «aterrados», «inauditos».
Expresiones como «nuestros estupores cotidianos».
El sarcasmo cioranesco, con frecuencia dirigido contra sus propias tentaciones, esconde una forma de irrisión sutil, donde sus rabias y resignaciones son el eco de un espíritu de polémica y de renunciación.
Cuando Cioran escribe: «habría que volver a encontrar el sentido del destino, el gusto por la
lamentación, restablecer las plañideras en los funerales, o cuando dice «no tener gusto más que por el himno, la
blasfemia y la epilepsia».
De lágrimas y
de santos
No es el conocimiento lo que nos acerca a los santos,
sino el despertar de las lágrimas que duermen en lo más profundo de nosotros
mismos.
Cuando el comienzo de una vida ha estado dominado por el
sentimiento de la muerte, el paso del tiempo acaba pareciéndose a un retroceso
hacia el nacimiento, a una reconquista de las etapas de la existencia.
Morir, vivir, sufrir y nacer serían los momentos de esa
involución. ¿O es otra vida lo que nace de las ruinas de la muerte? Una
necesidad de amar, de sufrir y de resucitar sucede así al óbito. Para que
exista otra vida, se necesita morir antes. Se comprende por qué las
transfiguraciones son tan raras.
Cada uno de
nosotros se hubiera dedicado a sus ocupaciones, soportando alegremente sus
imperfecciones.
La muerte sólo tiene sentido para quienes han amado
apasionadamente la vida. ¡Morir sin dejar aquí nada...! El desapego es una
negación tanto de la vida como de la muerte. Quien ha superado el miedo de
morir, ha triunfado también sobre la vida, la cual no es más que el otro nombre
de ese miedo.
No expirando en la cama, los mendigos no mueren, por así
decirlo. Sólo se muere horizontalmente, durante esa preparación en la que el
vivo supura la muerte.
Cuando nada nos une a un lugar, ¿qué nostalgias
podríamos tener en los últimos instantes? ¿Habrán
escogido los mendigos su
destino para no tener nostalgias que les torturen en la agonía? Errantes en la
vida, continúan siendo vagabundos en la muerte.
Toda
forma de éxtasis suplanta a la sexualidad, la cual no tendría ningún sentido
sin la mediocridad de las criaturas. Pero como éstas apenas poseen otro medio
de evadirse de ellas mismas, la sexualidad las salva provisionalmente. Dicho
acto excede a su significación elemental ‑es un triunfo sobre la animalidad, dado que la sexualidad,
fisiológicamente hablando, es la única puerta que se abre sobre el cielo.
Únicamente
el paraíso o el mar podrían dispensarme del recurso de la música.
Las tristezas producen en el alma una sombra de
claustro. Comenzamos entonces a comprender a los santos... Por mucho que
ellos quieran acompañarnos hasta el límite de nuestra pesadumbre, no lo logran,
y nos abandonan en pleno camino, justo en medio de las amarguras y los
arrepentimientos.
Los hombres sólo se reconciliaron con la muerte para
evitar el miedo que ella les inspira; sin embargo, sin ese miedo morir
no tiene el mínimo interés. Pues la muerte existe únicamente en él y a través
de él. La sabiduría nacida del acuerdo con la muerte es, frente a las
postrimerías, la actitud más superficial que existe. El propio Montaigne fue
infectado por ella, sin lo cual sería incomprensible que haya podido
vanagloriarse de aceptar lo inevitable.
Quien ha superado el miedo puede creerse inmortal; quien
no lo conoce, lo es. Es probable que en el paraíso las criaturas
desaparezcan también, pero no conociendo el miedo de morir, no morirían, en
suma, nunca. El miedo es una muerte de cada instante.
Únicamente los éxtasis sonoros me producen una sensación
de inmortalidad. Hay días intemporales en los que somos víctimas de
reminiscencias de no se sabe qué más allá... Afligirse a causa del tiempo es
entonces inconcebible.
Hay quien se pregunta aún si la vida tiene o no un
sentido. Lo cual equivale a preguntarse si es o no soportable. Ahí
acaban los problemas y comienzan las resoluciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario