jueves, septiembre 23, 2021

¿Por qué fracasa Colombia?

 


Delirios de una nación que se desconoce así misma                 

ENRIQUE SERRANO

                                                                fragmento

Prólogo

Largo tiempo llevamos esperando la aparición de este texto de Enrique Serrano, resultado de juiciosas reflexiones sobre el pasado y el devenir histórico de Colombia, de esa Colombia calificada por algunos como “país de los extremos y las contradicciones”, y por otros, en tono resignado y lacónico, como “un país incomprensible”, sin faltar aquel que, fuertemente influenciado por Cioran, ha llegado a afirmar que en Colombia “ya sucedió el juicio final”, o más contundentemente aún: que ya desde el génesis éramos los seres más caídos entre todos los caídos, destinados como colombianos a no aspirar de la tierra nada distinto a convivir a término indefinido con “espinas y cardos”.

Ese acento tan proclive a la tragedia o al conformismo, a la desconfianza, a postergar decisiones, a sentir en medio de un llanto incontrolable que llevamos sobre la espalda la carga más pesada de la historia universal, por injusta, por mezquina, por generarnos un síndrome de abandono, como si de un cuadro neurótico se tratara, no es propiamente el acento ni la razón de fondo que llevó a Enrique Serrano a escribir con disciplina y rigor, en soledad y en silencio, ¿Por qué fracasa Colombia?

De entrada, el texto, que por algún motivo hace pensar en otro título: “Las raíces secretas de nuestra nacionalidad”, riñe con el culto casi histérico por las efemérides, por los ritos de paso y el pensamiento mágico con que se enmarcan determinadas fechas del calendario nacional.

Riñe, a su vez, contra los historiadores (que en nuestro medio son “legión”) partidarios hasta la obsesión por la narración escueta y por el helado documentado, más gélido aún si se trata de comprobar la verdad histórica, haciendo acopio de cuanto diario y gaceta oficial existen. Riñe, va a reñir con la ya proverbial arrogancia de la academia en nuestro medio, buscando llenar, y no sin razón, serios y grandes vacíos historiográficos, pero blindados en esa apuesta por los modelos de la historia estructural, a través de “planos de larga duración, seculares o coyunturales”, de una insufrible pedantería, en esa “lectura y barridos transversales” haciendo sinónimo de esa presunta mirada de conjunto, la apología de la ambivalencia, de privilegiar o desprestigiar acontecimientos, improntas, imaginarios de acuerdo al marco teórico que se maneje, o a la escuela histórica a la cual pertenezca.

Por iguales o parecidas razones, muchos de estos carnetizados y etiquetadores de oficio van a sentir casi como una afrenta personal los amplios espacios que ¿Por qué fracasa Colombia? le concede a las diversas formas que la hispanidad asumió a lo largo de tres siglos del otro lado del Atlántico.

Hoy, cuando lo más importante es estar en el lugar políticamente correcto, hablar de Hispanoamérica parecería casi que un exabrupto. Un exabrupto que tercamente se niega a aceptar, así sea parcialmente, que no siempre Colombia fue una nación rota, desintegrada o hija de un fenómeno de madre-solterismo histórico. Todos, individual y colectivamente hablando, somos el resultado de un antes y un después. Unos son antes y después de una armónica, sosegada y constructiva relación de pareja, o bien antes y después de una verdadera hecatombe sentimental.

A otro nivel, algo similar ocurre con la historia. Recordando, eso sí, que también nuestras vidas están compuestas, como la armonía del mundo, como la historia del mundo, de cosas contrarias. Y esta reflexión no es por cuenta necesariamente del budismo tibetano, sino por sentido común. Desde esta perspectiva, mal podría pensarse que nuestro paisaje nacional solo comienza a cobrar brillo y verdor luego de 1810.

El libro de Enrique Serrano es, en ese sentido, una especie de puente recio y bien articulado invitando en gesto centrífugo a que las nuevas generaciones colombianas repasen con honradez e independencia mental la idea que se tiene de la cultura hispánica. O sea, de una cultura que le permite al observador inteligente encontrar en una misma cuadra una catedral romana o gótica, una mezquita y una sinagoga.

A ese efecto, una de las temáticas más valiosas del texto de Enrique Serrano es la que justamente recrea la contribución árabe y judía en la configuración de nuestro inconsciente colectivo y en esa configuración, un actor clave: el converso. El que funge de cristiano de dientes para afuera como estrategia de supervivencia frente a tribunales como el del Santo Oficio, pero que sigue permeado en su interior por casas con aleros, por salas con alfombras, por jardines con aljibes, por los remedios, por la aritmética, por sumar, por restar, por saber multiplicar, por regatear con éxito, por la improvisación, por la recursividad, por la lectura de libros prohibidos; por enfrentar -pensemos nosotros- la fatalidad con sentido del humor.

En todo colombiano, salvo que sea un fanático de extrema izquierda o de extrema derecha, o un imbécil, o un resentido social, o una víctima de una grave desviación neurótica, existe una formidable propensión a tomarse el mundo a risa. En cada colombiano habita en mayor o menor grado un Guzmán de Alfarache, un Mateo Alemán, un Lazarillo de Tormes…

El otro actor clave es la Iglesia. Gústenos o no, Colombia fue un país hecho por curas y religiosas. Antes que fundar una población, había que erigir una parroquia; “la parroquia era la medida de todas las cosas”. Lo era en su pretensión de entender la ciudad, el pueblo, la aldea, la villa, la Plaza Mayor, como una comunidad de hombres honorables.

La parroquia fijaba límites. Ella tenía la última palabra en los juicios sobre situaciones en las que estaban gravemente implicadas honra, hombría y vergüenza. Allí donde se ubicaron los párrocos -léase todo lo largo y ancho del territorio nacional-, aparte de alfabetizar, bendecir y sacralizar un espacio determinado, detentaron enormes dosis de poder, reflejadas en control y orden social. En otras palabras: era al párroco al que le correspondía establecer en primera instancia qué formas de conducta eran aprobables o reprobables.

Durante la larga vigencia de la sociedad monárquica las atribuciones de la Iglesia fueron aún más lejos, al punto de hacerle sentir a la población indígena, por ejemplo, que el rey español tenía y ostentaba una imagen de autoridad no muy distinta de la de Dios. Cuestionar al rey era cuestionar a Dios. Denigrar del rey era denigrar de Dios. Quizá sea esto último, unido a otros factores, lo que explique que al momento de las guerras civiles, mal llamadas de Independencia, el indígena colocara toda su lealtad, todo su coraje y toda su experticia en la guerra de guerrillas, a favor del Rey-Dios; del supremo articulador de la comunidad humana más grande de todos los tiempos en términos geográficos.

A nombre de ese Rey, en este caso, del “suspirado” Fernando, del “amado” Fernando, hubo levantamientos indígenas en Riohacha, Santa Marta, Valledupar, y en su expresión más radical y contundente en lo que hoy corresponde al departamento de Nariño. En personajes legendarios como Agustín Agualongo parecía asomarse una trágica intuición que la realidad posterior parecía confirmar: sin Rey, es decir sin Dios, abolidos los resguardos, la revolución se asemejaba más a una fosa común, que no a un nuevo orden.

Digan lo que digan los partidarios de las Venas abiertas de América Latina, la verdad soportable o insoportable es que el indígena no compartía el proyecto político del criollo -léase español americano, del que le recordaba en plural y por escrito al monarca: “Tan de don Pelayo como ustedes”-, consistente en subvertir el orden colonial.

En ¿Por qué fracasa Colombia?, su autor insiste en el formidable potencial humano que tienen los colombianos.

No obstante, y también lo subraya, hay factores que conspiran contra el legítimo derecho de aspirar a una mejor calidad de vida en todos los órdenes. Uno de ellos: nuestro aislamiento, y de la mano, nuestro “provincialismo mental”, nuestro uso y abuso de los diminutivos, en donde el “porfis, me regalas un…” parece estar a la orden del día; el desdén por la periferia, desdén suicida y arrogante que viene de muy atrás. Como si en verdad nos hubiéramos propuesto como perverso propósito nacional privilegiar y “europeizar” la cordillera de los Andes, en detrimento del resto, o sea de lo que aterra, de lo que conduce como en algunos cuadros psicóticos al agujero negro, a la sombra, al infierno, a la vorágine.

A lo anterior, yo agregaría algo más: nuestra total y casi total ausencia de vida interior, reforzada y estimulada desde una espiritualidad de supermercado.

No es, en efecto, la primera vez que sociólogos, docentes, psicólogos, psiquiatras, pastores y sacerdotes se preguntan a una sola voz:

¿por qué teme tanto el colombiano a la soledad (y soledad, no es lo mismo que desolación)?

¿De dónde proviene nuestra cordialidad excesiva, de dónde tanta dependencia de los demás, enmarcada por una necesidad compulsiva de aprobación y afecto, combinada como generalmente suele suceder, con actitudes de servilismo, transigencia y evasión por vía de la fuga ante una ley que no sea la del último esfuerzo?

¿Qué actores y factores nos han predispuesto, incluso a plegarnos a cualquier indignidad, con tal de no sentirnos solos?

¿Por qué pasamos en cuestión de minutos del “buen día”, del “Dios te bendiga”, del pretexto de la bondad, el consuelo, la compasión y la indulgencia, a la hostilidad más manifiesta y despiadada?

¿Por qué nuestras historias de vida como nación acusan tantas tendencias contradictorias?

¿Por qué le seguimos concediendo tanto espacio al qué dirán?

¿Por qué no hemos logrado todavía hacer de la expresión “unidad en la diversidad” algo más que una frase de cajón?

¿Por qué desde nuestra cotidianidad parecemos recordar a Arthur Rimbaud cuando dice: “El poeta hará suyo el sollozo de los infames, el odio de los forzados, el clamor de los malditos”, o a Jorge Luis Borges afirmando: “Me engañan y yo debo ser la mentira. Me incendian y yo debo ser el infierno”?

Algunos de estos interrogantes ya han sido respondidos, tal y como se demuestra en el presente libro, que sin abandonar los rigores de la investigación científica no olvida que el destino de su obra ¿Por qué fracasa Colombia? está en manos de sus lectores, que de seguro no serán pocos.

Este su libro, a diferencia de otros folios soporíferos de los historiadores que no saben escribir, atrapa y convoca, incluido, por supuesto, el derecho a disentir, desde la primera página. Otro de los méritos radica también en la expresión escrita de la larga periodización investigada.

Enrique Serrano no se detiene, en efecto, cada dos o tres líneas, como si se tratase de un expediente judicial, a señalarnos las fuentes primarias o secundarias de donde obtuvo la información. Tampoco incurre en la tentación de autocitarse. Tiene pudor intelectual. Escribe con fluidez y serenidad al mismo tiempo. Doble ganancia. No hay sobreactuación en lo escrito; hay una severa vigilancia lingüística.

Sabe que toda actividad creativa que se respete necesita la tríada soledad-silencio-meditación, como garantía de posteridad. He aquí el resultado.   Álvaro Pablo Ortiz *

 

Introducción

En este ensayo pretendo tratar una materia crucial de nuestra sociedad, como lo es el pasado de la nación colombiana. Para abordar el tema con cabal ánimo, lo primero que habría que decir es que hay una cierta voluntad de negación o de ocultamiento entre sus implicados, que no es deliberada ni malévola, sino dubitativa, inexperta y desconfiada, porque nuestro pasado se suele ver como algo remoto, arcaico e incluso intranscendente. En la mayoría de los casos, la gente es tan pragmática, o acaso tan desconfiada, que considera que el conocimiento del pasado le estorba o que es tan vergonzoso o insignificante que apenas si vale algo la pena hacerse una idea clara sobre él.

En este libro intentaré desterrar esa idea y, a cambio, preguntaré por qué al pueblo colombiano parece importarle tan poco su pasado, mientras que otras naciones, incluso algunas del Nuevo Mundo, hacen de su historia un solemne edificio -así su pasado sea espurio y esté edificado sobre algún mito- en el cual fundamentar el presente y sus aspiraciones, consolidar sus grandes proyectos o irlos realizando a partir de lo que creían ser, aquello que creían propio de sí mismos, ya sea que ello resulte muy glorioso o, por el contrario, sea producto exclusivo de la humillación y la derrota.

Como lo demuestran a un tiempo su tradición y su presente, el pueblo colombiano considera que su pasado como nación es casi irrelevante, o al menos poco digno de mayores estudios, y por eso predomina la confusión tan generalizada entre historia del Estado e historia de la nación, la última de las cuales, en la mayor parte de la historiografía existente, se confunde con la primera, se resuelve con prejuicios o se escamotea de un tajo. Esta falacia de que la historia de la nación se esconda o se obvie, en nombre de la historia del Estado, es un hito de la reflexión que este breve trabajo se propone analizar. Además, la sobrecarga de historia económica reciente ha contribuido a minimizar el peso de la historia cultural, es decir, sus imaginarios, sus costumbres, sus valores y sus símbolos.

Entonces, partiré de la afirmación de que las raíces de la Colombia de hoy no empezaron en 1810, ni en 1819, ni con Bolívar, Santander o Nariño. Los sujetos de la nación ya estaban conformados como indianos, existían desde hace tiempo y tenían su origen bien definido, hablaban claramente un español mozárabe de las provincias del sur, desprovisto del ceceo y la explosividad glotal castellanas; eran católicos, y aún tenían una organización social medieval andalusí -y, en otra medida, de Asturias y Extremadura- digna de ser estudiada a los ojos de una antropología histórica seria. Sin duda, y durante los primeros tres siglos, habían llevado a cabo un proceso racial de mestizaje, desigual en cuanto a las regiones, pero nunca tuvieron un verdadero mestizaje cultural.

Pero eso solo ha sido vislumbrado por parte de algunos pocos historiadores que se han ocupado de ese asunto, algunos de ellos llamados “colombianistas”, como Anthony McFarlane, David Bushnell, Javier Ocampo y unos cuantos más, quienes de modo somero han abordado esa caracterización de una nación que de todos modos es susceptible de ser estudiada como una nación inconsciente de sí, que se desperdigó a lo largo de Tierra Firme, llamada luego Nuevo Reino de Granada, y que se estableció en las orillas del río Magdalena, desde los días -hoy tan remotos- de Pedrarias Dávila, acaso con la fundación de la malhadada Santa María la Antigua de Darién, en 1510, hasta el día presente. Merecen crédito también en este trabajo los esfuerzos del médico genetista Emilio Yunis, en sus libros ¿Por qué somos así? y Somos así, y Daniel Mesa Bernal, autor del estudio De los judíos en la historia de Colombia.

Para el desarrollo de este tema, voy a prescindir tanto de la leyenda negra como de la leyenda rosa, que se han tejido sobre la materia. Quiero citar aquí la brillante hipótesis de Juan Esteban Constaín en la introducción de su ensayo Librorum, porque es pertinente para apuntalar en este texto toda reflexión posterior sobre la hispanidad en América: La idea malintencionada según la cual la Conquista y la posterior colonización de América por parte del Imperio Cristiano Español se hicieron como producto solo o ante todo de intereses económicos, resulta completamente inútil para la formación de una interpretación lúcida sobre nuestro destino y nuestra historia. Sin caer en la ingenuidad de la leyenda rosa -capitanes cristianos intachables que venían de Castilla o de Navarra a sembrar de bondad y mariposas la precariedad de los pueblos aborígenes; piadosos hombres del Renacimiento que dieron una civilización ilustrada a un universo casi animal-, no hay que desconocer el hondo sentido religioso y cultural de la empresa española en el Nuevo Continente. Intuir oscuros apetitos calvinistas en la gestión de España en América implica la construcción de un discurso no solamente engañoso, sino injusto y peligroso, un discurso que anula las categorías muy complejas por las que atravesaba la Península cuando acometió la empresa de llevar el Evangelio, entre otras cosas, a un dilatado territorio, por las más difíciles circunstancias. Detrás de todo el magma complejo de la presencia europea en nuestro continente, hay un verdadero sentido cultural, no exclusivamente económico, que se puede condenar o alabar, pero no ocultar. La Reconquista, independientemente de todos sus rasgos antipáticos cuya reseña minuciosa sería interminable, sembró en España un talante cristiano absolutamente militante y comprometido; muy sincero y profundo, además.

Se puede hablar de un proceso de profundas contradicciones económicas en Europa que obligó a los reinos atlánticos a emprender operaciones de expansión territorial que pronto se materializaron en esquemas colonialistas de expoliación y sometimiento de pueblos ajenos a la tradición occidental que eran dueños de una concepción del mundo en la que la naturaleza tenía otro lugar y el hombre no estaba sometido a las urgencias de un sistema de producción sin alma ni caridad. Se puede decir eso y mucho más, ciertamente. Pero falsear los móviles profundos del espíritu de una época determinada no es un dique suficiente para frenar el curso de la historia

Así, se hace justicia no solo a la paradójica nación de la que proviene nuestra lengua y cultura, sino a nosotros mismos, que no somos otra cosa que una versión actualizada de algunos de sus múltiples descendientes. No hay radicalidad ni ánimo de venganza en el planteamiento, ni aun pretensión de reivindicaciones de nobleza, puesto que esta fue extirpada casi del todo con la humillación en la Península y con la migración forzosa de miles de desposeídos y perseguidos. Otro equívoco más sería inferir que fuéramos españoles en ascuas y en pro del retorno, que buscaran recompensa o reparación por algún perdido tesoro en la Edad Media.

Además, son bastante discutibles las razones por las cuales se aduce que hemos vivido siempre en conflicto, y en este libro procuraré estar en contra de esa tesis, para recordar, en cambio, la idea de que la disputa por la tierra lo ha definido todo.

América fue, en efecto, fruto de una equivocación -o de muchas, como lo reseñara con lucidez Enrique Caballero Escobar- y su historia es producto del encuentro ente dos edades de la humanidad, el Renacimiento y el Neolítico, y el resultado de una sociedad dedicada no a la conquista, palabra mal vista en ese tiempo y propia de bárbaros, sino a la incorporación de territorios y poblaciones para la gloria de Cristo y de su hispánico rey.

Colombia es una nación grande, urbana e integrada al mundo, al menos hasta cierto punto. Hoy en día, es la segunda con mayor número de hablantes de español, después de México, y más grande que España y que Argentina, esto es, más nutrida en almas, con una población reunida en el trapecio central de las tres cordilleras, que definen de algún modo geopolítico y geoestratégico su dinámica social, y sobre las costas atlántica y pacífica, como lo habían investigado a mediados del siglo XX el general Julio Londoño y otros que ha indagado sobre una geopolítica nacional, más o menos demostrable.

Se trata de un país con dos grandes costas y que, sin embargo, ha vivido la mayor parte del tiempo de espaldas al mar, el cual no ha sido más que el instrumento de la migración -especialmente el mar Caribe, pues el Pacífico sigue en el más incomprensible olvido- y una ventana de escape cuando ha sido necesario. Pero la preocupación por lo marítimo es muy reciente y el desarrollo propiamente dicho de una Colombia internacional es del todo incipiente e insuficiente, al tal punto que es preciso presumir todavía cómo se manifestará en el futuro.

Además de eso, el poblamiento del país es parcial y timorato, lo cual a lo mejor se explica por la vocación de la nación, que además ha poblado muy mal su inmenso territorio de 1.141.000 kilómetros dejando por lo menos 650.000 deshabitados, quizá más por razones que fueran durante siglos perfectamente comprensibles: una llanura inmensa al este que parecía no conducir hacia ninguna parte, solo a tierra adentro, y una selva gigantesca al sureste y al occidente.

En general, las selvas han sido por excelencia los obstáculos naturales de la vida colombiana que le han impedido, o por lo menos limitado, sus contactos con Venezuela, Brasil, Ecuador, Perú y Panamá. Panamá se suponía parte del territorio -y lo fue hasta 1903-, pero estaba ubicada en la selva, es decir, pertenecía según nuestro imaginario a una periferia intratable, agresiva y amenazante. Basta citar esta vez a José Eustasio Rivera, para comprobar cómo esa vorágine ha sido considerada, desde el principio, límite natural y absoluto de la nación, aunque la mayor parte de la población negra se haya establecido en la selva del Pacífico, tras una corta jornada de esclavitud. La Orinoquía ha tenido un destino similar de tierra sin límites, y llanura hacia ninguna parte, que produjo una suerte de repliegue sobre las cordilleras, del que en verdad solo hasta ahora estaríamos saliendo.

Lo imaginario de la nación

En este ensayo me propongo rastrear la mentalidad colombiana desde el siglo xv, que puede que no sea una sola, es decir, indagar cómo se han criado a través de los siglos los que, a la sazón, serían colombianos un día, cómo han hablado, cómo han sobrevivido, cómo han enfrentado las dificultades de la vida y también sus placeres, qué aspiraciones han tenido, qué instrumentos han utilizado para hacer una interpretación de su mundo y del mundo en general, qué tan exitosos o fracasados han sido, de acuerdo con su origen y circunstancias, para alcanzar lo que se proponían, y qué queda por hacer en esta nación al correr el tiempo y avizorando con moderado optimismo el complicado siglo XXI.

Es cierto que tenemos la idea de que hemos sufrido mucho, y tal vez en este análisis dicha idea quede un poco matizada, pues quizá comparados con muchas otras sociedades no hayamos sufrido tanto. También se presume de que esta es una nación plagada por la violencia más artera, desde  sus inicios hasta el día presente. Sin embargo, aquí postulo que ha sido más pacífica que violenta, al menos durante la mayor parte de su lenta formación, y que a pesar de que no se puede negar la importancia de la violencia, se trata de algo episódico, reciente, similar a la de otros pueblos en transición hacia una caótica pero urbanizada modernidad, y no de algo constitutivo de la esencia de la nacionalidad.

Por eso los extranjeros, después de tener una imagen tan terrible de los colombianos, se sienten muy sorprendidos al encontrarse con unas gentes sencillas, amables, modestas y sin mayores pretensiones, sin horizontes de brutalidad o de violencia, la cual a pesar de que exista no hace de esta una nación fiera, intratable, brutal; se trata más bien de un grupo grande de personas desconfiadas e individualistas, con dificultades para hacer consensos, pero con las mismas aspiraciones de cualquier sociedad, gentes compatibles con las de otras naciones latinoamericanas, e incluso con el resto del mundo.

Sociológicamente, constituye un grupo disperso en un territorio amplio que, por tanto, se ha regionalizado, en buena forma federalizado, en sus formas de vida, su arquitectura, sus acentos, su comida, su clima, etc. A este respecto, por ejemplo, los diferentes climas -fríos, calientes o templados- han construido ciertos factores de idiosincrasia regional importantes en la vida colombiana, pero en realidad no somos tan diferentes entre nosotros como creemos ser.

Eso, a la postre, se ha ido confirmado en la formación de la nación en el siglo XX.

En este ensayo postulo que la esencia de la forja de la colombianidad -cualquiera que sea su naturaleza- ha sido la discreta marcha histórica, producto de la migración forzosa de cristianos nuevos y de una adaptación rápida y silenciosa a un nuevo entorno americano que no era radicalmente distinto del que tenían en España. Es una especie de trasplante de la vida del sur de España -esto es, de la idiosincrasia andalusí- a condiciones americanas. Este cambio se hizo cómodamente y se llevó de manera discreta, al abrigo de comentarios y de maledicencia durante los primeros tres siglos -XVI a XVIII-. El siglo XVI estuvo marcado por la Conquista y las expectativas propias de este proceso, pero cuando terminó ese periodo empezó a definirse un modelo de la Colonia y de los colonizadores que fundaron poblaciones a lo largo de este trapecio ya mencionado, y se establecieron en zonas medias, especialmente en climas cercanos a los 20 o 21 grados centígrados durante todo el año, con lluvias moderadas y donde la presencia de enfermedades endémicas infectocontagiosas graves no amenazaba la vida social.

Uno de los aspectos más problemáticos que trato en este libro es la distinción entre mestizaje racial y mestizaje cultural, cuyas categorías con frecuencia se mezclan. El mestizaje racial en América existió desde el comienzo -en algunas zonas fue más acentuado que en otras- y obedece a una realidad absolutamente innegable de la vida de las poblaciones en dicho continente. Tal vez en Colombia sea un poco menor que en otras sociedades americanas como la brasileña, donde este proceso fue muy intenso y generalizado.

Esas comunidades forjaron a Colombia, forjaron su mentalidad, su lengua, su religión, sus tradiciones, su estructura de la vida cotidiana que aún se puede ver en pueblos como Barichara, Mompox o Istmina, los cuales están un poco congelados en el tiempo, donde todavía puede apreciarse plenamente la vida aldeana; o por ejemplo, el pueblo de Monguí, en Boyacá, donde aún las mulas, los perros, los trajes de los campesinos, sus sombreros, sus ruanas, su habla y  su hábitat, más o menos nos recuerdan esa manera de ser y de actuar que ya no se ve sino en ciertas poblaciones, un poco separadas de las grandes carreteras, pero que continúan reflejando lo que fue una aldea colombiana hasta 1850.  

Elementos para comprender una nación no planeada ni deseada

El origen de las naciones casi siempre resulta misterioso, pero algunas huellas quedan relacionadas con la lengua, sus orígenes, su religión -aun en sus manifestaciones secretas- y las costumbres que un pueblo sigue.

A este respecto, una de las afirmaciones más radicales que hago en este libro es que ni la lengua, ni la religión, ni las tradiciones se originaron en América. Lo que hoy somos, y que nos compone de manera tan fundamental e irreversible, se originó en el sur de España, más o menos, en la región central y occidental de Andalucía, en Asturias, el País Vasco y Extremadura. Los dialectos y las formas de hablar que regían en aquellas regiones fueron en su mayoría los de los cristianos nuevos, es decir, conversos del islam o del judaísmo que ya tenían una, dos o tres generaciones cuando tuvo lugar el descubrimiento de América. Y esa circunstancia de su traslado forzoso es el origen de lo que yo llamo una nación no planeada ni deseada: no planeada porque, en el fondo, no creían que los fueran a expulsar en ningún momento, ni deseada porque lo que los unía era la fatalidad y no particularmente algún valor o alguna suerte. La circunstancia de ser los hijos de los conversos o sus descendientes, marcó su destino de modo irreversible, los unió fatalmente a pesar de que eran muy distintos y de estirpes y condiciones muchas veces enemigas entre sí.

En América, bien que mal, fueron recibidos, no digamos que con los brazos abiertos, pero venían dispuestos a quedarse debido a que no había ningún otro lugar donde pudiesen vivir en paz y en relativa prosperidad, y sobre todo al margen de las persecuciones, pero conservando los baluartes de su cultura, su lengua, ya no su religión, pero sí sus costumbres y sus modos de vida, su organización social y una serie de aspectos fundamentales de la vida que pudieron mantenerse en América relativamente intactos.

Esa es la base sobre la cual delineamos los elementos para la historia de una nación no planeada ni deseada y que ha sido objeto de tantos olvidos y tantas generalizaciones. Partir del hecho de que hay muchas Españas, y de que la España de la cual provenimos es esta particularmente, resulta por un lado descorazonador al ver los muchos sufrimientos de los cuales fueron objeto, pero también esperanzador, en la medida en que hubo efectivamente no solo una salvación colectiva, sino un resurgimiento de la energía de esa nación en una tierra nueva, salvaje y agreste pero de todas maneras llevadera, incluso menos ruda que la Andalucía y Extrema-

dura en la que ellos habían vivido durante siglos. También, entonces, valga aquí la pena decir que esa nación se formó en un entorno relativamente privilegiado, comparado con aquel con el que había crecido durante los siglos VIII a XVI. Las circunstancias que he mencionado hasta aquí, tan fuertes y determinantes, marcaron la pauta de una manera de pensar y de proceder fundamentalmente conservadora, es decir, cerrada sobre sí misma (con un minifundio pequeño tratando de ser autosuficiente y autónomo en todos los aspectos, donde se privilegiaban las profesiones de medicina y derecho, las cuales discutiré más adelante) y segura de que algún día, quizá no para ellos mismos ni para sus hijos, pero sí para sus nietos y bisnietos, habría alguna oportunidad de regreso o resurgimiento del Sefarad y del al-Ándalus perdido.

Álvaro Pablo Ortiz *

Profesor titular de las facultades de Ciencia política y Gobierno y de Relaciones Internacionales e investigador principal de la Unidad de Patrimonio Cultural e Histórico de la Universidad del Rosario, de la cual es egresado.


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