lunes, septiembre 27, 2021

Rebelión en la granja

                                                               


 Introducción

 George Orwell, cuyo verdadero nombre era Eric Blair, nació en la ciudad de Bengala, en la India, en 1903, y falleció en Londres, en 1950. De origen escocés, estudió en Inglaterra, pero regresó a la India, donde formó parte de la policía imperial. En 1928 volvió a Europa. Vivió en París, ciudad en la que llevó una dura existencia; luego se trasladó a Londres y allí trabajó como maestro de escuela y en una librería. Aquellos años serían descritos en su primer libro Mis años de miseria en París y Londres, en el que se marca la tendencia social que caracteriza toda la obra, de Orwell.

En 1934 publicó sus dos primeras novelas: Días birmanos y La hija del cura, esta última sobre la vida inglesa. Dos años después editó otras dos obras: la novela Mantén en alto la aspidistra y El camino del muelle Wigan, libro en que describe los efectos de la depresión y examina las perspectivas del socialismo en Inglaterra. Orwell fue siempre socialista, pero extremadamente crítico. Participó en la guerra civil española, donde fue herido. Durante su convalecencia escribió Homenaje a Cataluña, obra en que ataca a los comunistas de inspiración soviética, por su política partidista y monopólica, a la que atribuye las causas de la derrota.

Con la novela Subir en busca del aire volvió al tema de la vida social inglesa. Es la última obra que publicó antes de la Segunda Guerra Mundial, en la que no pudo intervenir por su débil salud.

En 1943 ingresó a la redacción del diario Tribune y colaboró también en el Observer. De esta época datan la mayoría de sus ensayos. En 1946 publicó La granja de los animales. Es una animada sátira del régimen soviético, con la que alcanzó éxito internacional. En 1949 apareció su novela de anticipación, 1984, en la que presenta un cuadro del mundo futuro, en una prolongación ideal de la línea del comunismo soviético llevado a sus más desoladoras consecuencias.

En opinión de algunos de sus críticos, la importancia de Orwell reside principalmente en la franqueza y clarividencia con que trata los problemas de política social.

 

Prólogo

Rebelión en la granja: Viaje de ida y vuelta       por Miguel Arteche

 

 

 Aunque La granja de los animales (“Animal Farm”) es un apólogo, esto es, un relato falso, de pura invención, su atractivo reside en que lo inventado, aquello que se descubre, aparece siempre ceñido a lo cotidiano.

 

Como en otras fábulas, en ésta los animales hablan. No sólo hablan, asumen, además, las funciones que en una granja cumplen los hombres.

Jones, el granjero, va a su cama a dormir la borrachera de cerveza. Apaga la luz. Apenas lo ha hecho, todos los animales de esta granja inglesa se alborotan. El Viejo Mayor, cerdo premiado, gordo, sabio y benevolente, ha tenido un extraño sueño en la noche anterior, y desea comunicarlo a los otros animales.

Este, el sueño de un cerdo, es el gozne de plata sobre el cual gira en 180 grados la narración: es la puerta encontrada súbitamente en ese muro donde no hubo jamás una puerta; es el puente que permite entrar en el cuarto prohibido; es el ropero (recordemos la saga de Narnia) que da paso a otro tiempo y otros espacios; es el cuerno que suena en el silencio de la noche para anunciar la llegada de otro reino. “Y ahora, camaradas, dice el Viejo Cerdo Mayor, contaré mi sueño de anoche. No estoy en condiciones de describíroslo. Era una visión, continúa, de cómo será la Tierra cuando el Hombre haya desaparecido (...) El hombre es el único enemigo real que tenemos (...). Eliminad tan sólo al Hombre, y el producto de nuestro trabajo será propio (...). Todos los hombres son enemigos, afirma. Todos los animales son camaradas”. Poco después el Viejo Cerdo Mayor muere, no sin antes entonar un himno, “cantado por los animales de épocas remotas”, para que las Bestias rompan sus cadenas. Jones, luego, es expulsado de la granja por los animales, y los cerdos, que se supone son los más inteligentes, toman a su cargo el trabajo de enseñar y organizar a los demás. Los cerdos asumen el control total de la granja. Bajo su dirección trabajan sin descanso, y obedecen como esclavos, perros, gallinas, ovejas, vacas, patos, caballos, gansos, una gata, un cuervo, ratas, conejos, y hasta un gallo trompetero que más tarde anunciará con sonoros quiquiriquíes la llegada del dictador. Animales que sólo caminan sobre cuatro patas, “pues todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo, y lo que camina sobre cuatro patas o tenga alas es un amigo”. Esta es la consigna. Como toda revolución que comienza, lo hace con hermosas promesas; entre ellas, el vademécum de una ideología; y, en este caso, sus siete mandamientos.

Escrita durante la Segunda Guerra Mundial, entre 1943 y 1944, mientras Orwell trabajaba en la BBC de Londres, y publicada en 1945, esto es, al término de esa guerra, La granja de los animales parece situarse sobre una línea que arranca de Tomás Moro, pasa por Swift, y toca, en nuestros días, al Huxley de Un mundo feliz (“Brave New World”), y 1984. Es la utopía, es decir, “ese proyecto de imposible realización”. Sólo que La granja está muy cerca de ciertos proyectos totalitarios que fueron posibles en esos años.

Como toda obra que esconde diversos planos, esta fábula es, por una parte, un “cuento” cruel y despiadado, y por otra un libro que pueden leer los niños, como leen el Gulliver de Swift. Pues si el Gulliver es en el fondo una descarnada sátira contra la sociedad inglesa, y puede también leerse como una novela de aventuras, La granja se apoya también en la circunstancia de su tiempo, la dictadura de un paranoico ávido de sangre y poder: Stalin. Sin embargo, cuando se llega a la última página de ella se desprende una conclusión aún más terrible que la misma realidad. Al revés de lo que sucede en 1984, cuyo estilo sufre de alguna laxitud y se extiende innecesariamente, en La granja todo está tramado como un mecanismo de relojería que funciona con espléndida naturalidad. Esta es una manera de hacer verosímil lo que en ella ocurre. Casi no cuenta la ideología del autor, e incluso marcha a contrapelo de ella. El espacio físico del relato, si lo comparamos con el que hay en 1984, está acotado por la precisión de lo que se narra, la línea recta de lo que se cuenta, y, sobre todo, la progresión que mediante sutiles toques desnuda poco a poco esa nueva clase corrupta de los cerdos.

Cuando todo termina, el arco se cierra justamente en el extremo contrario. “La revolución”, aseguraba Chesterton, “es la parábola que describe un móvil para volver al punto de partida”. La revolución se suele morder la cola. Lo que se había prometido no sólo no se cumple sino que se cumple al revés: se termina por hacer lo que no se debía hacer; se prohíbe lo que antes se permitía; se torna amigo el enemigo, y el enemigo, amigo; los mandamientos son manipulados, y quedan reducidos sólo a uno; se inventa el terror, y a la vez se cae bajo el dominio del terror. En La granja domina, además de la sátira, la ironía, y hasta el humorismo. Napoleón, sucesor del Viejo Cerdo, ha asumido todo el poder. (“Su cola se había puesto rígida, y se movía nerviosamente de lado a lado, señal de su intensa actividad mental”.) Este cerdo piensa tanto como la gata que charla con algunos gorriones. (“Les estaba diciendo que todos los animales eran ya camaradas y que cualquier gorrión que quisiera podía posarse sobre sus garras; pero los gorriones mantuvieron la distancia”.) El Viejo había afirmado, perentoriamente, que “ningún cerdo debe vivir en una casa, dormir en una cama, vestir ropas, beber alcohol, fumar tabaco, recibir dinero, ocuparse del comercio, pues todas las costumbres del Hombre son malas; ningún animal debe tiranizar a sus semejantes. Débil o fuerte, agregaba, listo o ingenuo, somos todos hermanos. Ningún animal debe matar a otro animal. Todos los animales son iguales”.

Pero Napoleón y sus cerdos secuaces, más los mastines de su guardia pretoriana, terminan por hacer, y por ordenar que se haga, justamente lo contrario. Napoleón irá a vivir en la casa del granjero Jones; vestirá sus ropas, beberá su whisky, fumará su tabaco, recibirá dinero, tiranizará a los otros animales, algunos de los cuales serán ejecutados. Aquí no hay redención ni trasmundo que abra la esperanza a otro espacio, ese que el cuervo Moses promete: cuervo mentiroso y cobarde que tal vez Orwell inventa como una caricatura de alguna clase sacerdotal. (“Pretendía conocer la existencia de un país misterioso llamado Monte Caramelo, al que iban los animales cuando morían...”). Todos son engañados, salvo Benjamín, el burro, que ha visto pasar muchas aguas y no cree en “pájaros preñados”. Parece paradójico, en fin, que este burro escéptico sea el más sabio de los animales. Ayer todos los animales “eran iguales”; hoy “todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”. Ayer izábase la bandera verde en cuyo campo estaban dibujadas el asta y la pata; hoy sólo se levanta una bandera verde sin asta y sin pata. La ayer Granja Manor, a la cual los cerdos dieron el nombre de Granja de los Animales, vuelve a llamarse Granja Manor. Es evidente, para los cerdos, que animales y hombres pueden convivir.

Cuando cerdos y hombres, en el último párrafo del libro, terminan por almorzar, brindar y engañarse mutuamente en la casa que fue del granjero, “los animales (que se encontraban afuera) miraron del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo, y nuevamente del cerdo al hombre; pero ya era imposible discernir quién era quién”.

 

Capítulo 1

El señor Jones, dueño de la Granja Manor, cerró por la noche los gallineros, pero estaba demasiado borracho para recordar que había dejado abiertas las ventanillas. Con la luz de la linterna bailoteando de un lado a otro cruzó el patio, se quitó las botas ante la puerta de atrás, se sirvió una última copa de cerveza del barril que estaba en la cocina y se fue derecho a la cama, donde ya roncaba la señora Jones. En cuanto se apagó la luz en el dormitorio, comenzó el alboroto en toda la granja. Durante el día se corrió la voz de que el Viejo Mayor, el cerdo premiado, había tenido un sueño extraño durante la noche anterior y deseaba comunicárselo a los demás animales. Habían acordado reunirse todos en el granero principal para que el señor Jones no pudiera molestarles. El Viejo Mayor (así le llamaban siempre, aunque fue presentado en la exposición bajo el nombre de Willingdon Beauty), era tan altamente estimado en la granja, que todos estaban dispuestos a perder una hora de sueño para oír lo que él tuviera que decirles.

En un extremo del granero principal, sobre una especie de plataforma elevada, Mayor ya se encontraba situado en su cama de paja, bajo una linterna que pendía de una viga. Tenía doce años de edad y últimamente se había puesto bastante gordo, pero aún era un cerdo majestuoso de aspecto sabio y benevolente, a pesar de que nunca le habían limado los colmillos. Hacía rato que habían comenzado a llegar los demás animales y a colocarse cómodamente, cada cual a su manera. Primero arribaron los tres perros, Bluebell, Jessie y Pincher, y luego los cerdos, que se arrellanaron en la paja delante de la plataforma. Las gallinas, se posaron en el alféizar de las ventanas, las palomas revolotearon hacia las vigas, las ovejas y las vacas se echaron detrás de los cerdos y se dedicaron a rumiar. Los dos caballos de tiro, Boxer y Clover, entraron juntos, caminando despacio y posando con gran cuidado sus enormes cascos peludos, por temor de que algún animalito pudiera hallarse oculto en la paja. Clover era una yegua corpulenta, entrada en años y de aspecto maternal, que no había logrado recuperar la silueta después de su cuarto potrillo. Boxer era una bestia enorme, de unos dieciocho palmos de altura y tan fuerte como dos caballos comunes juntos. Una mancha blanca a lo largo del hocico le daba un aspecto estúpido, y por cierto no era muy inteligente, pero sí respetado por todos dada su entereza de carácter y su tremendo poder de trabajo. Después de los caballos llegaron Muriel, la cabra blanca, y Benjamín, el burro. Benjamín era el animal más viejo y de peor genio de la granja. Rara vez hablaba, y cuando lo hacía, generalmente era para hacer alguna observación cínica; podía decir, por ejemplo, que Dios le había dado una cola para espantar las moscas, pero que él hubiera preferido no tener ni cola ni moscas. Era el único de los animales de la granja que jamás reía. Si se le preguntaba por qué, contestaba que nunca encontraba motivo para hacerlo. Sin embargo, sin admitirlo abiertamente, sentía afecto por Boxer; los dos pasaban, generalmente, el domingo, juntos en el pequeño prado detrás de la huerta, pastoreando hombro a hombro, sin hablarse.

Apenas se echaron los dos caballos cuando un grupo de patitos que habían perdido a la madre entró al granero piando débilmente y yendo de un lado a otro en busca de un lugar donde no hubiera peligro de que los pisaran. Clover formó una especie de pared con su gran pata delantera y los patitos se anidaron allí durmiéndose enseguida. A última hora, Mollie, la bella y tonta yegua blanca que tiraba del coche del señor Jones, entró cadenciosamente mascando un terrón de azúcar. Se colocó delante, coqueteando con su nívea crin a fin de atraer la atención hacia los moños rojos con que había sido trenzada. La última en aparecer fue la gata, que buscó, como de costumbre, el lugar más cálido, acomodándose finalmente entre Boxer y Clover; allí ronroneó a gusto durante el desarrollo del discurso de Mayor, sin oír una sola palabra de lo que éste decía.

Ya estaban presentes todos los animales, excepto Moses, el cuervo amaestrado, que dormía sobre una percha detrás de la puerta trasera. Cuando Mayor vio que estaban todos y esperaban atentos, aclaró su voz y comenzó:

- Camaradas: vosotros os habéis enterado ya del extraño sueño que tuve anoche. De eso hablaré enseguida. Primero tengo que decir otra cosa. Yo no creo, camaradas, que esté muchos meses más con vosotros y antes de morir, estimo mi deber transmitiros la sabiduría adquirida. He vivido muchos años; dispuse de bastante tiempo para meditar mientras he estado a solas en mi pocilga y creo poder afirmar que entiendo la naturaleza de la vida en este mundo tan bien como cualquier otro animal viviente. Respecto a eso deseo hablaros.

- Veamos camaradas: ¿cuál es la realidad de esta vida nuestra? Mirémosla de frente: nuestras vidas son miserables, laboriosas y cortas. Nacemos, nos suministran la comida necesaria para mantenernos y a aquellos de nosotros capaces de hacerlo nos obligan a trabajar hasta el último aliento de nuestras fuerzas; y en el preciso instante en que nuestra utilidad ha terminado, nos matan con una crueldad espantosa. Ningún animal en Inglaterra conoce el significado de la felicidad o la holganza desde que cumple un año de edad. No hay animal libre, en Inglaterra. La vida de un animal es la miseria y la esclavitud; ésa es la pura verdad.

Pero ¿es eso realmente parte del orden de la naturaleza? ¿Es acaso porque esta tierra nuestra es tan pobre que no puede proporcionar una vida decorosa a todos sus habitantes? No, camaradas; mil veces no. El suelo de Inglaterra es fértil, su clima es bueno; es capaz de dar comida en abundancia a una cantidad mucho mayor de animales que la que actualmente la habita. Solamente nuestra granja puede mantener una docena de caballos, veinte vacas, centenares de ovejas; y todos ellos viviendo con una comodidad y dignidad que en estos momentos están casi fuera del alcance de nuestra imaginación. ¿Por qué, entonces, continuamos en esta mísera condición? Porque los seres humanos nos arrebatan casi todo el fruto de nuestro trabajo. Ahí está, camaradas, la solución de todos nuestros problemas. Está todo involucrado en una sola palabra: Hombre. El Hombre es el único enemigo real que tenemos. Quitad al Hombre de la escena y el motivo originario de nuestra hambre y exceso de trabajo será abolido para siempre.”

“El Hombre es el único ser que consume sin producir. No da leche, no pone huevos, es demasiado débil para tirar del arado y su velocidad ni siquiera le permite atrapar conejos. Sin embargo, es dueño y señor de todos los animales. Los hace trabajar, les devuelve el mínimo necesario para mantenerlos con vida y lo demás se lo guarda para él. Nuestro trabajo labra la tierra, nuestro estiércol la abona y, sin embargo, no existe uno de nosotros que posea algo más que su simple pellejo. Vosotras, vacas, que estáis aquí ¿cuántos miles de litros de leche habéis dado este último año? ¿Y qué se ha hecho con esa leche que debía servir para criar terneros robustos? Hasta la última gota ha ido a parar a las gargantas de nuestros enemigos. Y vosotras, gallinas, ¿cuántos huevos habéis puesto este año y cuántos pollitos han salido de esos huevos? Todo lo demás ha ido a parar al mercado para producir dinero para Jones y su gente. Y tú, Clover, ¿dónde están esos cuatro potrillos que has tenido, que debían ser el sostén y solaz de tu vejez? Todos fueron vendidos al año; no los volverás a ver jamás. Como recompensa por tus cuatro criaturas y todo tu trabajo en el campo ¿qué has tenido, exceptuando tus magras raciones y un pesebre?”

“Ni siquiera nos permiten alcanzar el fin natural de nuestras míseras vidas. Por mí no me quejo, porque he sido uno de los afortunados. Llevo doce años y he tenido más de cuatrocientas criaturas. Ese es el destino natural de un cerdo. Pero ningún animal se libra del cruel cuchillo al final. Vosotros, jóvenes cerdos que estáis sentados delante, cada uno de vosotros va a chillar por su vida ante el cuchillo dentro de un año. A ese horror llegaremos todos: vacas, cerdos, gallinas, ovejas; todos. Ni siquiera los caballos y los perros tienen mejor destino. Tú, Boxer, el mismo día en que tus grandes músculos pierdan su fuerza, Jones te venderá al descuartizador, quien te cortará el pescuezo y te hervirá para los perros de caza. En cuanto a los perros, cuando están viejos sin dientes, Jones les ata un ladrillo al pescuezo y los ahoga en la laguna más cercana.”  

“¿No resulta entonces de una claridad meridiana, camaradas, que todos los males de nuestras vidas provienen de la tiranía de los seres humanos?

Eliminad tan sólo al Hombre y el producto de nuestro trabajo será propio.

Casi de la noche a la mañana nos volveríamos ricos y libres. Entonces, ¿qué es lo que debemos hacer? ¡Trabajar noche y día, con cuerpo y alma, para destruir a la raza humana! Ese es mi mensaje, camaradas: ¡Rebelión! Yo no sé cuándo vendrá esa rebelión; quizá de aquí a una semana o dentro de cien años; pero sí sé, tan ciertamente como veo esta paja bajo mis patas, que tarde o temprano se hará justicia. ¡Fijad la vista en eso, camaradas, durante los pocos años que os quedan de vida! Y, sobre todo, transmitid mi mensaje a los que vendrán después, para que las futuras generaciones puedan proseguir la lucha hasta alcanzar la victoria.”

“Y recordad, camaradas: vuestra voluntad jamás deberá vacilar. Ningún argumento os debe desviar. Nunca escuchéis cuando os digan que el Hombre y los animales tienen un destino común; que la Prosperidad de uno es también de los otros. Son mentiras. El Hombre no sirve los intereses de ningún ser, exceptuando el suyo. Y entre nosotros, los animales, que haya perfecta unidad, perfecta camaradería en la lucha. Todos los hombres son enemigos. Todos los animales son camaradas.” En ese momento hubo una tremenda conmoción. Mientras Mayor estaba hablando, cuatro grandes ratas habían salido de sus cuevas y estaban sentadas sobre sus cuartos traseros, escuchándolo. Los perros las divisaron repentinamente y sólo merced a una precipitada carrera hasta sus cuevas lograron las ratas salvar sus vidas. Mayor levantó su pata para imponer silencio.

- Camaradas, dijo, aquí hay un punto que debe ser aclarado. Los animales salvajes, como los ratones y los conejos, ¿son nuestros amigos o nuestros enemigos?

Pongámoslo a votación.

“Yo planteo esta pregunta a la asamblea: ¿son camaradas las ratas?”

Se pasó a votación inmediatamente, decidiéndose por una mayoría abrumadora que las ratas eran camaradas. Hubo solamente cuatro disidentes: los tres perros y la gata, que, como se descubrió luego, había votado por ambas tendencias. Mayor continuó:

- Me resta poco que deciros. Simplemente insisto: recordad siempre vuestro deber de enemistad hacia el Hombre y su manera de ser. Todo lo que camine sobre dos pies es un enemigo. Lo que camine sobre cuatro patas o tenga alas, es un amigo. Y recordad también que en la lucha contra el Hombre, no debemos llegar a parecemos a él. Aun cuando lo hayáis vencido, no adoptéis sus vicios. Ningún animal debe vivir en una casa, dormir en una cama, vestir ropas, beber alcohol, fumar tabaco, recibir dinero ni ocuparse del comercio. Todas las costumbres del Hombre son malas. Y, sobre todas las cosas, ningún animal debe tiranizar a sus semejantes. Débil o fuerte, listo o ingenuo, somos todos hermanos. Ningún animal debe matar a otro animal. Todos los animales son iguales.

“Y ahora, camaradas, os contaré mi sueño de anoche. No estoy en condiciones de describíroslo a vosotros. Era una visión de cómo será la Tierra cuando el Hombre haya desaparecido. Pero me trajo a la memoria algo que hace tiempo había olvidado. Muchos años atrás, cuando yo era lechón, mi madre y las otras cerdas acostumbraban a ensayar una vieja canción de la que sólo sabían la melodía y las primeras tres palabras. Conocía esa tonada en mi infancia, pero ya hacía tiempo que la había olvidado. Anoche, sin embargo, volvió a mí en el sueño. Y más aún, las palabras de la canción también; son palabras que, tengo la certeza, fueron cantadas por los animales de épocas remotas y luego olvidadas durante muchas generaciones. Os cantaré esa canción ahora, camaradas. Soy viejo y mi voz es ronca, pero cuando os haya enseñado la tonada, podréis cantar mejor para vosotros mismos. Se llama Bestias de Inglaterra.

El Viejo Mayor aclaró su garganta y comenzó a cantar. Tal como había dicho, su voz era ronca, pero lo hizo bastante bien; era una tonada excitante, algo entre Clementina y La Cucaracha. La letra decía así:  

I

¡Bestias de Inglaterra, Bestias de Irlanda,  animales del valle y de la selva, Sobre vuestro futuro prodigioso prestad oído a mis alegres nuevas!

II

Tarde o temprano arribará la hora en la que el Hombre derrocado sea, y las fecundas tierras de Bretaña sólo serán pobladas por las Bestias.

III

Rotos caerán los aros torturantes de la nariz, y rodarán por tierra los látigos de tétricos chasquidos y oxidados el freno y las espuelas.

IV

La cebada y el heno perfumados, la remolacha, el trébol y la avena toda la cornucopia de Natura será ese día solamente nuestra

V

Más fresca será el agua y transparente en los hermosos campos de Inglaterra, y más suave la brisa, el día glorioso en que las Bestias rompan sus cadenas.

VI

Para ese día trabajemos todos, aunque muramos antes que amanezca; vacas y gansos, pavos y caballos, todos deben sumarse a esta empresa. VII

¡Bestias de Inglaterra, Bestias de Irlanda, animales del valle y de la selva sobre vuestro futuro prodigioso ¡prestad oído a mis alegres nuevas!

 

El ensayo de esta canción puso a todos los animales en un estado de salvaje excitación. Casi antes de que Mayor hubiera finalizado, ellos comenzaron a cantarla. Hasta el más estúpido ya había retenido la melodía y parte de la letra, y con ayuda de los más inteligentes, como los cerdos y los perros, aprendieron la canción en pocos minutos. Y luego, después de varios ensayos preliminares, toda la granja estalló en Bestias de Inglaterra, en tremendo unísono. Las vacas la mugieron, los perros la ladraron, las ovejas la balaron, los caballos la relincharon, los patos la parparon. Estaban tan encantados con la canción, que la repitieron cinco veces seguidas y habían continuado toda la noche, si no los hubieran interrumpido.

Desgraciadamente, el alboroto despertó al señor Jones, el cual saltó de la cama creyendo que había un zorro en los corrales. Tomó la escopeta, que estaba permanentemente en un rincón del dormitorio, y descargó un tiro en la oscuridad. Los perdigones se incrustaron en la pared, del granero y la asamblea se levantó precipitadamente. Cada cual huyó hacia su lugar de reposo. Las aves saltaron a sus perchas, los animales se acostaron en la paja y en un santiamén estaban todos durmiendo.       

 

Capítulo 2  

Tres noches después, el Viejo Mayor murió apaciblemente mientras dormía. Su cadáver fue enterrado al pie de un árbol de la huerta. Eso sucedió a principios de marzo.

Durante los tres meses siguientes hubo mucha actividad secreta. A los animales más inteligentes de la serranía el discurso de Mayor les había hecho ver la vida desde un ángulo totalmente nuevo. Ellos no sabían cuándo ocurriría la rebelión que pronosticara Mayor; no tenían motivo para creer que aconteciera durante el transcurso de sus propias vidas, pero vieron claramente que era su deber prepararse para ella. El trabajo de enseñar y organizar a los demás recayó naturalmente sobre los cerdos, a quienes se reconocía en general como los más inteligentes de los animales. Los más destacados entre ellos eran dos cerdos jóvenes que se llamaban Snowball y Napoleón, a quienes el señor Jones estaba criando para vender. Napoleón era un verraco grande de aspecto feroz; el único cerdo de raza Berkshire que había en la granja; parco en el hablar, tenía fama de salirse con la suya. Snowball era más vivaracho que Napoleón, tenía mayor facilidad de palabra y era ingenioso, pero lo consideraban de carácter más débil. Los demás puercos machos de la granja eran muy jóvenes. El más conocido entre ellos era un pequeño gordito que se llamaba Squealer, de mejillas muy redondas, ojos vivos, movimientos ágiles y voz chillona. Era un orador brillante, y cuando discutía algún asunto difícil tenía una forma de saltar de lado a lado y mover la cola, que era en cierta manera muy persuasiva. Los demás decían que Squealer era capaz de cambiar lo negro en blanco.

Estos tres habían elaborado, a base de las enseñanzas del Viejo Mayor, un sistema completo de pensamientos al que dieron el nombre de Animalismo. Varias noches por semana, cuando el señor Jones ya dormía, celebraban reuniones secretas en el granero, durante las cuales exponían los principios del Animalismo a los demás. Al comienzo encontraron mucha estupidez y apatía. Algunos animales hablaron del deber de lealtad hacia el señor Jones, a quien llamaban “Amo”, o hacían observaciones elementales como: “el señor Jones nos da de comer”; “Si él no estuviera nos moriríamos de hambre”. Otros formulaban preguntas tales como: “¿Qué nos importa a nosotros lo que va a suceder cuando estemos muertos?”, o bien: “Si esta rebelión se va a producir de todos modos, ¿qué diferencia hay si trabajamos para ella o no?”, y los cerdos tenían gran dificultad en hacerles ver que eso era contrario al espíritu del Animalismo. Las preguntas más estúpidas fueron hechas por Mollie, la yegua blanca. La primera que dirigió a Snowball, fue la siguiente:

-  ¿Habrá azúcar después de la rebelión?

-  No, respondió Snowball firmemente. No tenemos medios para fabricar azúcar en esta granja. Además, tú no necesitas azúcar. Tendrás toda la avena y el heno que quieras.

-  ¿Y se me permitirá seguir usando cintas en la crin? insistió Mollie.

-  Camarada, dijo Snowball, esas cintas que tanto te gustan son el símbolo de tu esclavitud. ¿No entiendes que la libertad vale más que esas cintas? Molli asintió, pero daba la impresión de que no estaba muy convencida.

Los cerdos tuvieron una lucha aún mayor para contrarrestar las mentiras que difundía Moses, el cuervo amaestrado. Moses, que era el favorito del señor Jones era espía y chismoso, pero era también un orador muy hábil. Pretendía conocer la existencia de un país misterioso llamado Monte Caramelo, al que iban todos los animales cuando morían. Estaba situado en algún lugar del cielo, “un poco más allá de las nubes”, decía Moses. En Monte Caramelo era domingo siete veces por semana, el trébol estaba en sazón todo el año y los terrones de azúcar y las tortas de lino crecían en los cercos. Los animales odiaban a Moses porque era chismoso y no hacía ningún trabajo, pero algunos creían lo del Monte Caramelo y los cerdos tenían que argumentar mucho para persuadirlos de la inexistencia de tal lugar.

Los discípulos más leales eran los caballos de tiro Boxer y Clover. Ambos tenían gran dificultad en formar su propio juicio, pero una vez que aceptaron a los cerdos como maestros absorbían todo lo que se les decía y lo transmitían a los demás animales mediante argumentos sencillos. Nunca faltaban a las citas secretas en el granero y encabezaban el canto Bestias de Inglaterra con que siempre se daba término a las reuniones.

Pero sucedió que la rebelión se llevó a cabo mucho antes y más fácilmente de lo que ellos esperaban.

En años anteriores el señor Jones, a pesar de ser un amo duro, fue un agricultor capaz, pero últimamente había adquirido algunos vicios. Se había desanimado mucho después de perder bastante dinero en un pleito, y comenzó a beber más de la cuenta. Durante días enteros permanecía en su sillón en la cocina, leyendo los diarios, bebiendo y, ocasionalmente, dándole a Moses cortezas de pan mojado con cerveza. Sus hombres eran perezosos y deshonestos, los campos estaban llenos de malezas, los edificios requerían arreglos, los cercos estaban descuidados y mal alimentados los animales.

Llegó junio y el heno estaba casi listo para ser cosechado. El día de San Juan, que era sábado, el señor Jones fue a Willingdon y se emborrachó de tal manera en la taberna El León Colorado que no volvió a la granja hasta el mediodía del domingo. Los peones habían ordeñado las vacas de madrugada y luego se fueron a cazar conejos, sin preocuparse de dar de comer a los animales.

Cuando volvió, el señor Jones se fue a dormir inmediatamente en el sofá de la sala, tapándose la cara con el periódico, de manera que al anochecer los animales aún estaban sin comer. Finalmente, éstos no resistieron más. Una de las vacas rompió de una cornada la puerta del depósito de forrajes y los animales empezaron a servirse solos de los arcones. Justamente en ese momento se despertó el señor Jones. De inmediato él y sus cuatro peones se hicieron presentes con látigos, azotando a diestra y siniestra. Eso superaba a cuanto los hambrientos animales podían soportar. Unánimemente, aunque nada por el estilo había sido planeado con anticipación, se abalanzaron sobre sus atormentadores. En forma repentina, Jones y sus peones se encontraron recibiendo empellones y patadas desde todos los costados. Habían perdido el dominio de la situación. Nunca habían visto a los animales portarse de esa manera, y esa inopinada insurrección de bestias a las que estaban acostumbrados a pegar y maltratar como querían, los aterrorizó hasta hacerles perder la cabeza. A poco abandonaron todo intento de defensa y escaparon. Un minuto después, los cinco disparaban a toda carrera por el sendero rumbo a la puerta principal con los animales persiguiéndolos triunfalmente.

La señora Jones miró por la ventana del dormitorio, vio lo que sucedía, metió precipitadamente algunas cosas en un bolsón y se escabulló de la granja por otro camino. Moses saltó de su percha y aleteó tras ella, graznando en alta voz. Mientras tanto, los animales habían perseguido a Jones y sus peones hasta la carretera y cerraron el portón estrepitosamente tras ellos. Y así, casi sin darse cuenta de lo que ocurría, la rebelión se había llevado a cabo triunfalmente: Jones había sido expulsado y la Granja Manor era de ellos.

Durante los primeros minutos los animales apenas si podían creer en su buena fortuna. Su primera acción fue galopar todos juntos alrededor de los límites de la granja, como para asegurarse de que ningún ser humano se escondía en ella; luego volvieron a la carrera hacia los edificios para borrar los últimos vestigios del odiado reino de Jones. Irrumpieron en el cuarto de los enseres que se hallaba en un extremo del establo; los frenos, los anillos, las cadenas de los perros, los crueles cuchillos con los que el señor Jones acostumbraba a castrar a los cerdos y corderos, fueron todos arrojados al pozo. Las riendas, los cabestros, las anteojeras, los denigrantes morrales fueron tirados al fuego en el patio, donde en ese momento se estaba quemando basura. Igual destino tuvieron los látigos. Todos los animales saltaron de alegría cuando vieron arder los látigos. Snowball también tiró al fuego las cintas que generalmente adornaban las colas y crines de los caballos en los días de feria.

-Las cintas, dijo, deben considerarse como ropas, que son el distintivo de un ser humano. Todos los animales deben ir desnudos.

Cuando Boxer oyó esto, tomó el sombrerito de paja que usaba en verano para impedir que las moscas le entraran en las orejas y lo tiró al fuego con todo lo demás.

En muy poco tiempo los animales habían destruido todo lo que podía hacerles recordar al señor Jones. Entonces Napoleón los llevó nuevamente al depósito de forraje y les sirvió una doble ración de maíz a cada uno, con dos bizcochos para cada perro. Luego cantaron Bestias de Inglaterra del principio al fin siete veces y después de eso se acomodaron para la noche y durmieron como nunca lo habían hecho anteriormente.

Pero se despertaron al amanecer como de costumbre y, acordándose repentinamente del glorioso acontecimiento, salieron todos juntos a la pradera. A poca distancia de allí había una loma desde donde se dominaba casi toda la granja. Los animales llegaron apresuradamente a la cumbre y miraron a su alrededor a la clara luz de la mañana. Sí, era de ellos: todo lo que podían ver era suyo. En el éxtasis de ese pensamiento, brincaban por todos lados, se arrojaban al aire en grandes saltos de alegría. Se revolcaban en el rocío, arrancaban bocados del dulce pasto de verano, coceaban levantando terrones de tierra negra y aspiraban su fuerte aroma.

Luego hicieron un recorrido de inspección por toda la granja y miraron con muda admiración la tierra de labrantío, el campo de heno, la huerta, la laguna. Era como si nunca hubieran visto esas cosas anteriormente, y apenas podían creer que todo era de ellos.

Regresaron entonces a los edificios de la granja y, vacilantes, se pararon en silencio ante la puerta de la casa. También era suya, pero tenían miedo de entrar. Un momento después, sin embargo, Snowball y Napoleón embistieron la puerta con el hombro y los animales entraron en fila india, caminando con el mayor cuidado por miedo de estropear algo. Fueron de puntillas de una habitación a la otra, recelosos de alzar la voz, contemplando con una especie de temor reverente el increíble lujo que allí había; las camas con sus colchones de plumas, los espejos, el sofá, la alfombra de Bruselas, la litografía de la Reina Victoria que estaba colgada encima del hogar de la sala. Iban bajando la escalera cuando se dieron cuenta de que faltaba Mollie. Al volver, los demás descubrieron que ésta se había quedado en el mejor dormitorio. Había tomado un pedazo de cinta azul de la mesa de tocador de la señora Jones y, apoyándola sobre su hombro, se estaba admirando en el espejo como una tonta. Los otros se lo reprocharon severamente y salieron. Sacaron unos jamones colgados en la cocina y les dieron sepultura; el barril de cerveza fue destrozado mediante una coz de Boxer, y no se tocó nada más en la casa. Allí mismo se resolvió por unanimidad que la casa sería conservada como museo.

Estaban todos de acuerdo en que jamás debería vivir allí animal alguno.

Los animales tomaron el desayuno, y luego Snowball y Napoleón los reunieron a todos otra vez.

- Camaradas, dijo Snowball, son las seis y media y tenemos un día largo ante nosotros. Hoy debemos comenzar la cosecha del heno. Pero hay otro asunto que debemos resolver primero.

Los cerdos revelaron entonces que durante los últimos tres meses habían aprendido a leer y escribir mediante un libro elemental que perteneciera a los chicos de la señora Jones y que había sido tirado a la basura. Napoleón mandó traer unos tarros de pintura blanca y negra y los llevó hasta el portón que daba al camino principal. Luego Snowball (que era el que mejor escribía) tomó un pincel entre los dos nudillos de su pata delantera, tachó Granja Manor de la vara superior de la tranquera y en su lugar pintó Granja Animal. Ese iba a ser el nombre de la granja en adelante. Después todos volvieron a los edificios donde Snowball y Napoleón mandaron buscar una escalera que hicieron colocar contra la pared trasera del granero principal. Ellos explicaron que mediante sus estudios de los últimos tres meses habían logrado reducir los principios del Animalismo a Siete Mandamientos. Esos Siete Mandamientos serían inscritos en la pared; formarían una ley inalterable por la cual deberían regirse en adelante todos los animales de la Granja Animal. Con cierta dificultad (porque no es fácil para un cerdo mantener el equilibrio sobre una escalera), Snowball trepó y puso manos a la obra con la ayuda de Squealer, que, unos peldaños más abajo, le sostenía el tarro de pintura. Los Mandamientos fueron escritos sobre la pared alquitranada con letras blancas y grandes que podían leerse a treinta yardas de distancia. La inscripción decía así:

LOS SIETE MANDAMIENTOS  

1.   Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo

2.   Todo lo que camina sobre cuatro patas, o tenga alas, es un amigo.

3.   Ningún animal usará ropa.

4.   Ningún animal dormirá en una cama

5.   Ningún animal beberá alcohol

6.   Ningún animal matará a otro animal

7.   Todos los animales son iguales

El letrero estaba escrito muy nítidamente y, exceptuando que en vez de “pies” decía “peis” y una de las “S” estaba al revés, la ortografía era buena. Snowball lo leyó en alta voz para los demás. Todos los animales asintieron con inclinación de cabeza demostrando su total conformidad, y los más inteligentes empezaron en seguida a aprenderse de memoria los Mandamientos.

-Ahora, camaradas, gritó Snowball tirando el pincel, ¡al henar! Impongámonos el compromiso de honor de terminar la cosecha en menos tiempo del que tardaban Jones y sus hombres.

Pero en ese momento las tres vacas, que desde un rato antes parecían estar intranquilas, empezaron a mugir muy fuerte. Hacía veinticuatro horas que no habían sido ordeñadas y sus ubres estaban casi reventando. Después de pensar un rato, los cerdos mandaron traer unos baldes y ordeñaron a las vacas con regular éxito, pues sus patas se adaptaban bastante bien a esa tarea. Al instante había cinco baldes de espumante leche cremosa a la cual miraban muchos de los animales con sumo interés.

-¿Qué se hará con toda esa leche?, preguntó alguien.

-Jones a veces empleaba una parte en nuestra comida, dijo una de las gallinas.

-¡No os preocupéis por la leche, camaradas! expuso Napoleón, colocándose delante de los baldes. Eso ya se arreglará. La cosecha es más importante. El camarada Snowball os guiará. Yo os seguiré dentro de unos minutos. ¡Adelante, camaradas! El heno os espera.

Los animales se fueron hacia el campo de heno para empezar la cosecha, y, cuando volvieron al anochecer, comprobaron que la leche había desaparecido.     

Capítulo 3

¡Cómo trabajaron y sudaron para poder guardar el heno! Pero sus esfuerzos fueron recompensados, pues la cosecha resultó mejor de lo que esperaban.

A veces el trabajo era duro; los utensilios habían sido diseñados para seres humanos y no para animales y representaba una gran desventaja el hecho de que ningún animal pudiera usar las herramientas, ya que lo obligaban a pararse sobre sus patas traseras. Pero los cerdos eran tan listos que encontraron solución a cada dificultad. En cuanto a los caballos, conocían cada palmo del campo y, en realidad, entendían el trabajo de segar y rastrillar mejor que Jones y sus hombres. Los cerdos en verdad no trabajaban, pero dirigían y supervisaban a los demás. A causa de sus conocimientos superiores, era natural que ellos asumieran el mando. Boxer y Clover enganchaban los arneses a la segadora o a la rastra (en aquellos días, naturalmente, no hacían falta frenos o riendas) y marchaban firmemente por el campo con un cerdo caminando detrás y diciéndoles: “Arre, camarada” o “Atrás, camarada”, según el caso. Y todos los animales, incluso los más humildes, laboraron para cortar el heno y amontonarlo. Hasta los patos y las gallinas trabajaban yendo de un lado a otro, todo el día al sol, transportando manojitos de heno en sus picos. Al final terminaron la cosecha invirtiendo dos días menos de lo que generalmente tardaban Jones y sus peones. Además, era la cosecha más grande que se había visto en la granja. No hubo desperdicio alguno; las gallinas y los patos con su vista penetrante habían levantado hasta el último tallo. Y ningún animal de la granja había robado ni siquiera un bocado.

Durante todo el verano el trabajo anduvo como sobre rieles. Los animales eran felices como jamás habían concebido que pudieran serlo. Cada bocado de comida resultaba un exquisito manjar, ya que era realmente su propia comida, producida por ellos y para ellos y no repartida en pequeñas porciones y de mala gana por su amo. Como ya no estaban los inservibles y parasitarios seres humanos, había más comida para todos. Se tenían más horas libres también, a pesar de la inexperiencia de los animales. Claro que se encontraron con muchas dificultades. Por ejemplo, más adelante, cuando cosecharon el maíz, tuvieron que pisarlo al estilo antiguo y eliminar los desperdicios soplando, pues la granja no tenía desgranadora, pero los cerdos con su inteligencia y Boxer con sus músculos tremendos los sacaban siempre de apuros. Todos admiraban a Boxer. Había sido un gran trabajador aun en el tiempo de Jones, pero ahora aparentaba más bien ser tres caballos que uno; en algunos días determinados parecía que todo el trabajo descansaba sobre sus poderosos hombros. Tiraba y empujaba de la mañana hasta la noche y siempre donde el trabajo era más duro. Había concertado con un gallo que éste lo despertara media hora antes que a los demás, y efectuaba algún trabajo voluntario donde más hacía falta, antes de empezar la tarea de todos los días. Su respuesta para cada problema, para cada revés, era: “¡Trabajaré más fuerte!”. Él la había adoptado como un lema personal.

Pero cada uno actuaba conforme a su capacidad. Las gallinas y los patos, por ejemplo, ganaron cinco bushel de maíz durante la cosecha levantando los granos perdidos. Nadie robó, nadie se quejó por su ración; las discusiones, peleas y envidias que forman parte natural de la vida cotidiana en los días de antaño, habían desaparecido casi por completo. Nadie eludía el trabajo, o casi nadie. Mollie, en verdad, no era muy buena para levantarse por la mañana, y tenía la costumbre de dejar el trabajo temprano aduciendo que tenía una piedra en la pata.

Y el comportamiento de la gata era algo raro. Pronto se notó que cuando había tarea que hacer, a la gata no la encontraban. Desaparecía durante horas enteras, y luego se presentaba a la hora de la comida o al anochecer, cuando cesaba el trabajo, como si nada hubiera ocurrido. Pero siempre tenía tan excelentes excusas y ronroneaba tan afablemente, que era imposible dudar de sus buenas intenciones. El viejo Benjamín, el burro, parecía que no había cambiado desde la rebelión. Hacía su trabajo con la misma obstinación y lentitud que antes, nunca eludiéndolo pero nunca ofreciéndose tampoco para ninguna tarea extra. No daba su opinión sobre la rebelión o sus resultados. Cuando se le preguntaba si no era más feliz ahora que no estaba Jones, él se reducía a contestar: “Los burros viven mucho tiempo. Ninguno de ustedes ha visto un burro muerto”. Y los demás debían conformarse con tan enigmática respuesta.

Los domingos no se trabajaba. El desayuno se tomaba una hora más tarde que de costumbre, y después tenía lugar una ceremonia que se cumplía todas las semanas sin excepción. Primero se enarbolaba la bandera. Snowball había encontrado en el desván un viejo mantel verde de la señora Jones y había pintado sobre el mismo, en blanco, un asta y una pata. Este era izado en el mástil del jardín todos los domingos por la mañana. La bandera era verde, explicó Snowball, para representar los campos verdes de Inglaterra, mientras que el asta y la pata significaban la futura República de los Animales, que surgiría cuando finalmente lograran derribar totalmente a la raza humana. Después de izar la bandera todos los animales se dirigían en tropel al granero principal para una asamblea general, la que se conocía como la Reunión. Allí se planeaba el trabajo de la semana siguiente y se planteaban y debatían las resoluciones. Los cerdos eran los que siempre proponían las resoluciones. Los otros animales entendían cómo debían votar, pero nunca se les ocurrían ideas propias. Snowball y Napoleón eran, sin duda, los más activos en los debates. Pero se notó que estos dos nunca estaban de acuerdo; ante cualquier sugestión que hacía uno, podía descontarse que el otro se opondría a ella. Hasta cuando se resolvió, a lo que no habría podido oponerse nadie, reservar el campito de detrás de la huerta como hogar de descanso para los animales que ya no estaban en condiciones de trabajar, hubo un violento debate con referencia a la edad de retiro correspondiente a cada clase de animal. La Reunión siempre terminaba con la canción Bestias de Inglaterra, y la tarde la dedicaban al esparcimiento.

Los cerdos hicieron del cuarto de los enseres su cuartel general. Todas las noches estudiaban herrería, carpintería y otros oficios necesarios en los libros que habían traído de la casa. Snowball también se ocupó de organizar a los otros animales en lo que denominaba Comités de Animales. Era incansable para eso. Formó el Comité de producción de huevos para las gallinas, la Liga de las colas limpias para las vacas, el Comité para reeducación de los camaradas salvajes (el objeto de éste era domesticar las ratas y los conejos), el Movimiento pro lana más blanca para las ovejas, y varios otros, además de organizar clases de lectura y escritura. En general, esos proyectos resultaron un fracaso. El ensayo de domesticar a los animales salvajes, por ejemplo, falló casi inmediatamente. Siguieron portándose prácticamente igual que antes, y cuando eran tratados con generosidad se aprovechaban de ello. La gata se incorporó al Comité para la reeducación y actuó mucho en él durante algunos días. Cierta vez la vieron sentada en la azotea charlando con algunos gorriones que estaban fuera de su alcance. Les estaba diciendo que todos los animales eran ya camaradas y que cualquier gorrión que quisiera podía posarse sobre su garra; pero los gorriones mantuvieron la distancia.

Las clases de enseñanza primaria, sin embargo, tuvieron gran éxito. Para el otoño casi todos los animales, en mayor o menor grado, tenían alguna instrucción. En lo que respecta a los cerdos, ya sabían leer y escribir perfectamente. Los perros aprendieron la lectura bastante bien, pero no les interesaba leer otra cosa que los Siete Mandamientos. Muriel, la cabra, leía un poco mejor que los perros, y a veces, por la noche, acostumbraba hacerlo para los demás de los pedazos de diarios que encontraba en la basura. Benjamín leía tan bien como cualquiera de los cerdos, pero nunca ejercitaba su talento. Por lo que él sabía, dijo, no había nada que valiera la pena leer. Clover aprendió el abecedario completo, pero no podía armar las palabras. Boxer no pudo pasar de la letra D. Podía trazar en la tierra A, B, C, D, con su enorme pata, y luego se quedaba parado mirando absorto las letras con las orejas hacia atrás, moviendo a veces la melena, tratando de recordar lo que seguía, sin lograrlo jamás. En varias ocasiones, en verdad, logró aprender E, F, G, H, pero cuando lo hizo se descubrió que había olvidado A, B, C y D. Finalmente decidió conformarse con las cuatro letras, y solía escribirlas una o dos veces al día para, refrescar la memoria. Mollie se negó a aprender otra cosa que las seis letras que componían su nombre. Las formaba con mucha pulcritud con pedazos de ramas, y luego las adornaba con una flor o dos y caminaba a su alrededor admirándolas.

Ningún otro animal de la granja pudo llenar más allá de la letra A. También se descubrió que los animales más estúpidos, como las ovejas, gallinas y patos, eran incapaces de aprender de memoria los Siete Mandamientos. Después de mucho meditar, Snowball declaró que los Siete Mandamientos podían, en efecto, reducirse a una sola máxima, a saber: “¡Cuatro patas sí, dos pies no!” Esto, dijo contenía el principio esencial del Animalismo. Quien lo hubiera entendido a fondo estaría asegurado contra las influencias humanas. Las aves la objetaron al principio pues les pareció que también ellas tenían dos patas, pero Snowball demostró que no era así.

-              Las alas de un pájaro, dijo, son órganos de propulsión y no de manipulación. Por lo tanto, deben considerarse como patas. La característica que distingue al hombre es la “mano”, el instrumento con el cual hace todo el mal.

Las aves no entendieron la extensa perorata de Snowball, pero aceptaron su explicación y hasta los animales más humildes comenzaron a aprender la nueva máxima de memoria. “Cuatro patas sí, dos pies no”, fue inscrita sobre la pared del fondo del granero, encima de los Siete Mandamientos y con letras más grandes. Cuando la aprendieron de memoria, a las ovejas les encantó esta máxima y muchas veces echadas en el campo empezaban todas a balar “Cuatro patas sí, dos pies no”, “Cuatro patas sí, dos pies no”, y seguían así durante horas enteras, sin cansarse.

Napoleón no se interesó por los comités de Snowball. Dijo que la educación de los jóvenes era más importante que cualquier cosa que pudiera hacerse por aquellos que ya eran adultos. Sucedió que Jessie y Bluebell habían aumentado de familia, poco después de la cosecha de heno, incorporando a la granja, entre ambas, nueve cachorros robustos. Tan pronto como fueron destetados, Napoleón los separó de las madres diciendo que él se haría cargo de su educación. Se los llevó a un desván al que sólo se podía llegar por una escalera desde el granero y allí los mantuvo en tal reclusión que el resto de la granja pronto se olvidó de su existencia.

El misterio del destino de la leche se aclaró pronto. Se mezclaba todos los días en la comida de los cerdos. Las primeras manzanas ya estaban madurando, y el pasto de la huerta estaba cubierto de la fruta caída de los árboles. Los animales creyeron, como cosa natural, que éstas serían repartidas equitativamente; un día, sin embargo, apareció la orden de que todas las manzanas caídas de los árboles debían ser recolectadas y llevadas al granero para consumo de los cerdos. A raíz de eso, algunos de los otros animales comenzaron a murmurar, pero en vano. Todos los cerdos estaban de acuerdo en este punto, hasta Snowball y Napoleón. Squealer fue enviado para dar las explicaciones necesarias.

-              Camaradas, gritó, vosotros no supondréis, me imagino, que nosotros los cerdos estamos haciendo esto con un espíritu de egoísmo y de privilegio. Muchos de nosotros, en realidad, tenemos aversión a la leche y las manzanas. A mí personalmente no me agradan. Nuestro único objeto al tomar estas cosas es preservar nuestra salud. La leche y las manzanas (esto ha sido demostrado por la ciencia, camaradas) contienen sustancias absolutamente necesarias para el bienestar del cerdo. Nosotros, los cerdos, somos trabajadores del cerebro. Toda la administración y organización de esta granja depende de nosotros. Día y noche estamos velando por vuestra felicidad. Por vuestro bien tomamos esa leche y comemos esas manzanas. ¿Sabéis lo que ocurriría si los cerdos fracasáramos en nuestro deber? ¡Jones volvería! Sí, ¡Jones volvería! Seguramente, camaradas, exclamó Squealer casi suplicante saltando de lado a lado y moviendo la cola, seguramente no hay ninguno entre vosotros que desee la vuelta de Jones.

Ahora bien, si había algo de lo cual estaban completamente seguros los animales, era que no querían la vuelta de Jones. Contra cuanto se presentaba bajo esa posibilidad, no tenían nada que aducir. La importancia de preservar la salud de los cerdos era demasiado evidente. De manera que se decidió sin más discusión que la leche y las manzanas caídas de los árboles (y también la cosecha principal de manzanas cuando éstas maduraran) debían reservarse para los cerdos solamente.

  

Capítulo 4

Hacia fines del verano la noticia de lo sucedido en la Granja Animal se había difundido por casi todo el condado. Todos, los días Snowball y Napoleón enviaban bandadas de palomas con instrucciones de mezclarse con los animales de las granjas vecinas, contarles la historia de la rebelión y enseñarles la canción Bestias de Inglaterra.

Durante la mayor parte de ese tiempo Jones permanecía en la taberna El León Colorado, en Willingdon, quejándose a cualquiera que deseara escucharle de la monstruosa injusticia que había sufrido al ser arrojado de su propiedad por una banda de animales inútiles. Los otros granjeros simpatizaban con él, en principio, pero al comienzo no le dieron mucha ayuda. Por dentro, cada uno pensaba secretamente si no podría en alguna forma transformar la mala fortuna de Jones en beneficio propio. Era una suerte que los dueños de las dos granjas que lindaban con Granja Animal estuvieran siempre enemistados. Una de ellas, que se llamaba Foxwood, era una granja grande, anticuada y descuidada, cubierta de arboleda, con sus campos de pastoreo agotados y sus cercos en un estado lamentable. Su propietario, el señor Pilkington, era un agricultor indolente que pasaba la mayor parte del tiempo pescando o cazando, según la estación. La otra granja, que se llamaba Pinchfield, era más chica y mejor cuidada. Su dueño, un tal Frederick, era un hombre duro, astuto, siempre metido en pleitos y que tenía fama de tacaño. Los dos se odiaban tanto que era difícil que se pusieran de acuerdo, ni aun en defensa de sus propios intereses. Ello no obstante, ambos estaban asustados por la rebelión de la Granja Animal y ansiosos por evitar que sus animales llegaran a saber algo de lo ocurrido. Al principio aparentaban reírse y desdeñar la idea de los animales administrando su propia granja. “Todo el asunto estará terminado en quince días”, se decían. Afirmaban que los animales en la Granja Manor (insistían en llamarla Granja Manor; no podían tolerar el nombre de Granja Animal) se peleaban de continuo entre sí y terminarían muriéndose de hambre. Pasado un tiempo, cuando fue evidente que los animales no perecían de hambre, Frederick y Pilkington cambiaron de tono y empezaron a hablar de la terrible maldad que, florecía en la Granja Animal. Difundieron el rumor de que los animales practicaban el canibalismo, se torturaban unos a otros con herraduras calentadas al rojo y despreciaban el matrimonio. “Ese es el resultado de rebelarse contra las leyes de la Naturaleza”, sostenían Frederick y Pilkington.

Sin embargo, nunca se dio mucha fe a esos cuentos. Rumores acerca de una granja maravillosa donde los seres humanos habían sido eliminados y los animales administraban sus propios asuntos, continuaron circulando en forma vaga y falseada, y durante todo ese año se extendió una ola de rebeldía en la comarca. Toros que siempre habían sido dóciles, se volvieron repentinamente salvajes; ovejas que rompían los cercos, devoraban el trébol; vacas que volcaban los baldes cuando las ordeñaban; caballos de caza que se negaban a saltar los cercos que lanzaban a sus jinetes por el aire. Además, la melodía y hasta la letra de Bestias de Inglaterra eran conocidas por doquier. Se habían difundido con una velocidad asombrosa. Los seres humanos no podían contener su furor cuando oían esta canción, aunque aparentaban considerarla simplemente ridícula. No podían entender, decían, cómo hasta los animales mismos se atrevían a cantar algo tan despreciable. Cualquier animal que fuera sorprendido cantándola, era azotado en el acto. Sin embargo, la canción resultó irreprimible. Los mirlos la silbaban en los cercos, las palomas la arrullaban en los álamos, se introdujo en el ruido de las fraguas y en el tañido de las campanas de las iglesias. Y cuando los seres humanos la escuchaban, temblaban secretamente, pues oían en ella una profecía de su futura perdición.

A principios de octubre, cuando el maíz había sido cortado y parte del mismo ya trillado, una bandada de palomas cruzó el cielo a toda velocidad y descendió, muy excitada, en el patio de Granja Animal. Jones y todos sus obreros, con media docena más de hombres de Foxwood y Pinchfield, habían entrado por el portón y se aproximaban por el sendero hacia la casa. Todos esgrimían palos, exceptuando a Jones, quien venía adelante con una escopeta en la mano. Evidentemente, iban a tratar de reconquistar la granja.

Eso hacía tiempo que estaba previsto y se habían adoptado las precauciones necesarias. Snowball que estudiara en un viejo libro, hallado en la casa, las campañas de Julio César, estaba a cargo de las operaciones defensivas. Dio las órdenes rápidamente, y en contados minutos cada animal ocupaba su puesto.

Cuando los seres humanos se acercaron a los edificios de la granja, Snowball lanzó su primer ataque. Todas las palomas, eran unas treinta y cinco, volaban sobre las cabezas de los hombres y los ensuciaban desde el aire; y mientras los hombres estaban ocupados en eso, los gansos, escondidos detrás del cerco, los acometieron picoteándoles las pantorrillas furiosamente. Pero eso era una mera escaramuza con el propósito de crear un poco de desorden, y los hombres ahuyentaron fácilmente a los gansos con sus palos. Snowball lanzó su segunda línea de ataque: Muriel, Benjamín y todas las ovejas, con Snowball a la cabeza, avanzaron embistiendo y empujando a los hombres desde todos lados, mientras que Benjamín se volvió y comenzó a distribuir coces con sus patas traseras. Pero nuevamente los hombres, con sus palos y sus botas claveteadas, fueron demasiado fuertes para ellos; y repentinamente, al oírse el chillido de Snowball, que era la señal para retirarse, todos los animales dieron media vuelta y se metieron por el portón al patio.

Los hombres lanzaron un grito de triunfo. Vieron, es lo que se imaginaron, a sus enemigos en fuga y corrieron tras ellos en desorden. Eso era precisamente lo que Snowball quería. Tan pronto como estuvieron dentro del patio, los tres caballos, las tres vacas y los demás cerdos, que habían estado al acecho en el establo de las vacas, aparecieron repentinamente por detrás de ellos, cortándoles la retirada. Snowball dio la señal para la carga. El mismo acometió a Jones. Este lo vio venir, apuntó con su escopeta e hizo fuego. Los perdigones dejaron su huella sangrienta en el lomo de Snowball, y una oveja cayó muerta. Sin vacilar un instante, Snowball lanzó su cuerpo contra las piernas de Jones, que fue a caer sobre una pila de estiércol mientras la escopeta se le escapó de las manos. Pero el espectáculo más aterrador lo ofrecía Boxer, encabritado sobre sus miembros traseros y pegando con sus enormes patas herradas. Su primer golpe lo recibió en la cabeza un mozo de la caballeriza de Foxwood, quedando tendido exánime en el barro. Al ver ese cuadro varios hombres dejaron caer sus palos e intentaron disparar. Pero los cogió el pánico y, al momento, los animales los estaban corriendo por todo el patio. Fueron corneados, pateados, mordidos, pisados. No hubo ni un animal en la granja que no se vengara a su manera. Hasta la gata saltó repentinamente desde una azotea sobre la espalda de un vaquero y le clavó sus garras en el cuello, haciéndole gritar horriblemente. En el momento en que se presentó un claro para la salida, los hombres se alegraron de poder escapar del patio y salir como un rayo hacia el camino principal. Y así, a los cinco minutos de la invasión, se hallaban en retirada ignominiosa por la misma vía de acceso, con una bandada de gansos ciscando tras ellos y picoteándoles las pantorrillas durante todo el camino.

Todos los hombres se habían ido, menos uno. Allá en el patio, Boxer estaba empujando con la pata al mozo de caballeriza que estaba boca abajo en el barro, tratando de darle vuelta, el muchacho no se movía.

-  Está muerto, dijo Boxer tristemente. No tenía intención de hacer esto. Me olvidé dé que tenía herraduras. ¿Quién va a creer que no hice esto adrede?

-  Nada de sentimentalismos, camarada, gritó Snowball, de cuyas heridas aún manaba sangre. La guerra es la guerra. El único ser humano bueno es el que ha muerto.

-  Yo no deseo quitar una vida, ni siquiera humana, repitió Boxer con los ojos llenos de lágrimas.

-  ¿Dónde está Mollie? -inquirió alguien.

Efectivamente, faltaba Mollie. Por un momento se produjo una gran alarma; se temió que los hombres la hubieran lastimado de alguna forma, o incluso que se la hubiesen llevado consigo. Al final, sin embargo, la encontraron escondida en su corral, en el establo, con la cabeza enterrada en el heno del pesebre. Se había escapado tan pronto como sonó el tiro de la escopeta. Y, cuando los otros retornaron de su búsqueda, se encontraron con que el mozo de caballeriza, que en realidad sólo estaba aturdido, ya se había repuesto y había huido.

Los animales se congregaron muy exaltados, cada uno contando a voz en cuello sus hazañas en la batalla. Enseguida se realizó una celebración improvisada de la victoria. Se izó la bandera y se cantó varias veces Bestias de Inglaterra, y luego se le dio sepultura solemne a la oveja que murió en la acción, plantándose un oxiacanto sobre su sepulcro. En dicho acto Snowball pronunció un discurso, recalcando la necesidad de que todos los animales estuvieran dispuestos a morir por Granja Animal, si fuera necesario.

Los animales decidieron unánimemente crear una condecoración militar: Héroe Animal, Primer Grado, que les fue conferida en ese mismo instante a Snowball y Boxer. Consistía en una medalla de bronce (en realidad eran unos adornos de bronce para caballos que habían encontrado en el cuarto de los enseres), que debía usarse los domingos y días de fiesta. También se creó la Orden Héroe Animal Segundo Grado, que le fue otorgada póstumamente a la oveja muerta.

Se discutió mucho el nombre que debía dársele a la batalla. Al final se la llamó la Batalla del Establo de las Vacas, pues fue allí donde se realizó la emboscada. La escopeta del señor Jones fue hallada en el barro y se sabía que en la casa había proyectiles. Se decidió emplazar la escopeta al pie del mástil, como si fuera una pieza de artillería, y dispararla dos veces al año; una vez, el cuatro de octubre, aniversario de la Batalla del Establo de las Vacas, y la otra, el día de San Juan, aniversario de la rebelión.

 

Capítulo 5

A medida que el invierno se aproximaba, Mollie se volvió más y más fastidiosa. Llegaba tarde al trabajo todas las mañanas con el pretexto de que se había quedado dormida, quejándose de dolencias misteriosas, aun cuando su apetito era excelente. Con cualquier disculpa se escapaba del trabajo para ir al bebedero, donde se quedaba parada mirando su reflejo en el agua como una tonta. Pero también había rumores de algo más serio. Un día que Mollie entraba alegremente al patio, meneando su larga cola y mascando un tallo de heno, Clover la llamó a un lado. - Mollie, le dijo, tengo algo muy serio que decirte. Esta mañana te vi mirando por encima del cerco que separa a Granja Animal de Foxwood. Uno de los hombres del señor Pilkington estaba parado al otro lado del cerco. Yo estaba a cierta distancia, pero estoy casi segura de que vi esto: él te estaba hablando y le permitías que te acariciara el hocico. ¿Qué significa eso, Mollie?

- ¡El no lo hizo! ¡Yo no estaba! ¡No es verdad!, gritó Mollie, empezando a hacer cabriolas y a patear el suelo.

-¡Mollie! Mírame en la cara. ¿Puedes darme tu palabra de honor de que ese hombre no te estaba acariciando el hocico?

-¡No es verdad!, repitió Mollie, pero no podía mirar a la cara a Clover, y al instante tomó las de Villadiego, huyendo al galope hacia el campo.

A Clover se le ocurrió algo. Sin decir nada a nadie, se fue a la pesebrera de Mollie y revolvió, la paja con su pata. Escondida bajo la paja había una pequeña pila de terrones de azúcar y varios montones de cintas de distintos colores. Tres días después Mollie desapareció. Durante varias semanas no se supo nada respecto a su paradero; luego las palomas informaron que la habían visto al otro lado de Willingdon. Estaba entre las varas de un coche elegante pintado de rojo y negro, que se encontraba parado ante una taberna. Un hombre gordo, de cara colorada, con pantalones a cuadros y polainas, que parecía un tabernero, le estaba acariciando el hocico y dándole de comer azúcar. El pelaje de Mollie estaba recién cortado, y ella llevaba una cinta escarlata en la melena. “Daba la impresión de que estaba a gusto”, dijeron las palomas. Ninguno de los animales volvió a mencionar a Mollie.

En enero hizo muy mal tiempo. La tierra parecía de hierro y no se podía hacer nada en el campo. Se realizaron muchas reuniones en el granero principal; los cerdos se ocuparon en formular planes para la temporada siguiente. Se llegó a aceptar que los cerdos, que eran manifiestamente más inteligentes que los demás animales, resolverían todas las cuestiones referentes al manejo de la granja, aunque sus decisiones debían ser ratificadas por mayoría de votos. Este arreglo habría andado bastante bien a no ser por las discusiones entre Snowball y Napoleón. Estos dos estaban siempre en desacuerdo en cada punto donde era posible que hubiera discrepancia. Si uno de ellos sugería sembrar un mayor número de hectáreas con cebada, con toda seguridad que el otro iba a exigir un mayor número de hectáreas con avena, y si uno afirmaba que tal o cual terreno estaba en buenas condiciones para el repollo, el otro decía que servía únicamente para nabos. Cada uno tenía sus partidarios y se registraron debates violentos. En las reuniones Snowball a menudo convencía a la mayoría por sus discursos brillantes, pero Napoleón era superior para obtener apoyo fuera de las sesiones. Un éxito especial logró con las ovejas. Últimamente éstas tomaron la costumbre de balar “Cuatro patas sí, dos pies no” en cualquier momento, y muchas veces interrumpían así la Reunión. Se notó que esto ocurría frecuentemente en momentos decisivos de los discursos de Snowball. Este había hecho un estudio profundo de algunos números atrasados de Granjero y Cabañero que encontrara en la casa, y estaba lleno de planes para efectuar innovaciones y mejoras. Hablaba como un erudito sobre zanjas de desagüe, ensilaje y abono básico, habiendo elaborado un complicado esquema para que todos los animales dejaran caer su estiércol directamente en los campos, cada día en un lugar distinto, con el fin de ahorrar el trabajo de acarreo. Napoleón no presentó ningún plan propio, pero decía tranquilamente que los de Snowball quedarían en nada, y parecía aguardar algo. Pero de todas sus controversias, ninguna fue tan enconada como la que tuvo lugar con respecto al molino de viento.

En la larga pradera, cerca de los edificios, había una pequeña loma que era el punto más alto de la granja. Después de estudiar el terreno, Snowball declaró que ése era el lugar indicado para un molino de viento, con el cual se podía hacer funcionar una dínamo y suministrar fuerza motriz para la granja. Esta daría luz para los corrales de los animales y los calentaría en invierno, y también haría funcionar una sierra circular, una desgranadora, una cortadora y una ordeñadora eléctrica. Los animales nunca habían oído hablar de esas cosas (porque la granja era anticuada y contaba sólo con la maquinaria más primitiva), y escuchaban asombrados a Snowball mientras les describía cuadros de maquinarias fantásticas que harían el trabajo por ellos mientras pastaban tranquilamente en los campos o perfeccionaban sus mentes mediante la lectura y la conversación.

En pocas semanas los planos de Snowball para el molino de viento habían sido completados. Los detalles técnicos provenían principalmente de tres libros que habían pertenecido al señor Jones: Mil cosas útiles que realizar para la casa, Cada hombre, su propio albañil y Electricidad para principiantes. Como estudio utilizó Snowball un cobertizo que en un tiempo se había usado para incubadoras y tenía un piso liso de madera, apropiado para dibujar. Se encerraba en él durante horas enteras. Mantenía sus libros abiertos con una piedra y, empuñando un pedazo de tiza, se movía rápidamente de un lado a otro, dibujando línea tras línea y profiriendo pequeños chillidos de entusiasmo. Gradualmente sus planos se transformaron en una masa complicada de manivelas y engranajes que cubrían más de la mitad del suelo, y que los demás animales consideraron completamente indescifrable, pero muy impresionante. Todos iban a mirar los planos de Snowball por lo menos una vez al día. Hasta las gallinas y los patos lo hicieron y tuvieron sumo cuidado de no pisar los trazos con tiza. Únicamente Napoleón se mantenía a distancia. El se había declarado en contra del molino de viento desde el principio. Un día, sin embargo, llegó en forma inesperada para examinar los planos. Caminó pesadamente por allí, observó con cuidado cada detalle, olfateando en una o dos oportunidades; después se paró un rato mientras los contemplaba de reojo; luego, repentinamente, levantó la pata, hizo aguas sobre los planos y se alejó sin decir palabra.

Toda la granja estaba muy dividida en el asunto del molino de viento. Snowball no negaba que construir significaría un trabajo difícil. Tendrían que sacar piedras de la cantera y con ellas levantar paredes, luego fabricar las aspas y después de eso necesitarían dínamos y cables (cómo se obtendrían esas cosas, Snowball no lo decía). Pero sostenía que todo podría hacerse en un año. Y en adelante, declaró, se ahorraría tanto trabajo que los animales sólo tendrían que laborar tres días por semana. Napoleón, por el contrario, sostenía que la gran necesidad del momento era aumentar la producción de comestibles, y que si perdían el tiempo con el molino de viento se morirían todos de hambre. Los animales se agruparon en dos facciones bajo los lemas: “Vote por Snowball y la semana de tres días” y “Vote por Napoleón y el pesebre lleno”. Benjamín era el único animal que no se alistó en ninguna de las dos facciones. Se negó a creer que habría más abundancia de comida o que el molino de viento ahorraría trabajo. “Con molino o sin molino, dijo, la vida seguiría como siempre lo fue, es decir, un desastre.”

Aparte de las discusiones referentes al molino, estaba la cuestión de la defensa de la granja. Se comprendía perfectamente que aunque los seres humanos habían sido derrotados en la Batalla del Establo de las Vacas, podrían hacer otra tentativa, más resuelta que la anterior, para volver a capturar la granja y restablecer al señor Jones. Tenían aún más motivo para hacerlo, pues la noticia de la derrota se difundió por los alrededores y había puesto a los animales más revoltosos que nunca. Como de costumbre, Snowball y Napoleón estaban en desacuerdo. Según Napoleón, lo que debían hacer los animales era procurar la obtención de armas de fuego y adiestrarse en su manejo. Snowball opinaba que debían mandar más y más palomas y fomentar la rebelión entre los animales de las otras granjas. Uno argumentaba que si no podían defenderse estaban destinados a ser conquistados; el otro argüía que si había rebeliones en todas partes no tendrían necesidad de defenderse. Los animales escuchaban primeramente a Napoleón, luego a Snowball, y no podían decidir quién tenía razón; a decir verdad, siempre estaban de acuerdo con el que les estaba hablando en ese momento.

Al fin llegó el día en que Snowball completó sus planos. En la Reunión del domingo siguiente se iba a poner a votación si se comenzaba o no a construir el molino de viento. Cuando los animales estaban reunidos en el granero principal, Snowball se levantó y, aunque de vez en cuando era interrumpido por los balidos de las ovejas, expuso sus razones para defender la construcción del molino. Luego Napoleón se levantó para contestar. Dijo tranquilamente que el molino de viento era una tontería y que él aconsejaba que nadie lo votara, sentándose enseguida; habló apenas treinta segundos, y parecía indiferente en cuanto al efecto que había producido. Ante esto Snowball se puso de pie de un salto, y gritando para poder ser oído a pesar de las ovejas que nuevamente habían comenzado a balar, se desató en una exhortación apasionada a favor del molino de viento. Hasta entonces los animales estaban divididos más o menos por igual en sus simpatías, pero en un momento la elocuencia de Snowball los había seducido. Con frases ardientes les pintó un cuadro de cómo podría ser Granja Animal cuando el vil trabajo fuera quitado de las espaldas de los animales. Su imaginación había ido mucho más allá de las desgranadoras y las guadañadoras. La electricidad, dijo, podría mover las trilladoras, los arados, las rastras, los rodillos, las segadoras y las atadoras, además de suministrar a cada establo su propia luz eléctrica, agua fría y caliente, y un calentador eléctrico. Cuando dejó de hablar, no quedaba duda alguna sobre el resultado de la votación. Pero justo en ese momento se levantó Napoleón y echando una extraña mirada de reojo hacia Snowball, emitió un chillido agudo como nunca le habían oído articular anteriormente.

Acto seguido se escuchó afuera un terrible ladrido y nueve enormes perros, que llevaban puestos unos collares armados con clavos, entraron corriendo al granero. Se lanzaron directamente hacia Snowball, quien saltó de su lugar justo a tiempo para eludir sus feroces colmillos. En un instante estaba al otro lado de la puerta y ellos tras él. Demasiado asombrados y asustados para hablar, todos los animales se agolparon en la puerta para observar la persecución. Snowball iba a toda carrera a través de la pradera larga que conducía a la carretera. Corría como sólo puede hacerlo un cerdo, pero los perros le pisaban los talones. De repente patinó y pareció seguro que éstos ya lo tenían. Luego se puso de nuevo en pie, corriendo más veloz que nunca; después los perros ganaron terreno nuevamente. Uno de ellos iba a cerrar sus mandíbulas sobre la cola de Snowball, pero éste la sacó justo a tiempo. Entonces hizo un esfuerzo supremo y por escasos centímetros, logró meterse por un agujero en el cerco y no se le vio más.

Silenciosos y aterrorizados, los animales volvieron al granero. También los perros regresaron dando brincos. Al principio nadie podía imaginarse de dónde provenían esas bestias, pero el problema fue aclarado enseguida; eran los Cachorros que Napoleón había quitado a sus madres y criara en privado. Aunque no estaban completamente desarrollados todavía, eran perros inmensos y fieros como lobos. No se alejaban de Napoleón. Se observó que le meneaban la cola como los otros perros acostumbraban hacerlo con el señor Jones.

Napoleón, con los canes tras él, subió entonces a la plataforma donde anteriormente estuvo Mayor cuando pronunciara su discurso. Anunció que desde ese momento se habían terminado las reuniones de los domingos por la mañana. Eran innecesarias, dijo, y hacían perder tiempo. En lo futuro todas las cuestiones relacionadas con el manejo de la granja serían resueltas por una comisión especial de cerdos, presidida por él. Estos se reunirían en privado y luego comunicarían sus decisiones a los demás. Los animales aún se reunirían los domingos por la mañana para saludar la bandera, cantar Bestias de Inglaterra y recibir sus órdenes para la semana; pero no habría más debates. Si la expulsión de Snowball les produjo una gran impresión, este anuncio consternó a los animales. Algunos de ellos habrían protestado de encontrar los argumentos apropiados. Hasta Boxer estaba un poco aturdido. Apuntó sus orejas hacia atrás, agitó su melena varias veces y trató con ahínco de ordenar sus pensamientos; pero al final no se le ocurrió nada que decir.

Algunos de los cerdos mismos, sin embargo, fueron más expresivos. Cuatro jóvenes puercos de la primera fila emitieron agudos gritos de desaprobación, y todos ellos se pararon de golpe y comenzaron a hablar al mismo tiempo. Pero, repentinamente, los perros que estaban sentados alrededor de Napoleón dejaron oír unos profundos gruñidos amenazadores y los cerdos se callaron, volviéndose a sentar. Entonces las ovejas irrumpieron con un tremendo balido de “¡Cuatro patas sí, dos pies no!” que continuó durante casi un cuarto de hora y puso fin a cualquier intento de discusión. Luego Squealer fue enviado por toda la granja para explicar la nueva disposición a los demás.

-Camaradas, dijo, espero que todos los animales presentes se darán cuenta y apreciarán el sacrificio que ha hecho el camarada Napoleón al tomar este trabajo adicional sobre sí mismo. ¡No se crean, camaradas, que ser jefe es un placer! Por el contrario, es una honda y pesada responsabilidad. Nadie estima más firmemente que el camarada Napoleón el principio de que todos los animales son iguales. Estaría muy contento de dejarles tomar sus propias determinaciones. Pero algunas veces podrían ustedes adoptar decisiones equivocadas, camaradas, ¿y dónde estaríamos entonces nosotros? Supónganse que ustedes se hubieran decidido seguir a Snowball, con sus disparatados molinos; Snowball, que, como sabemos ahora, no era más que un criminal... 

- Él peleó valientemente en la Batalla del Establo de las Vacas, dijo alguien. - La valentía no es suficiente, afirmó Squealer. La lealtad y la obediencia son más importantes. Y en cuanto a la Batalla del Establo de las Vacas, yo creo que vendrá el día en que nos cercioremos de que el papel desempeñado por Snowball ha sido muy exagerado. ¡Disciplina, camaradas, disciplina férrea! Esa es la consigna para hoy. Un paso en falso, y nuestros enemigos estarían sobre nosotros. Seguramente, camaradas, que ustedes no desean el retorno de Jones.

Nuevamente este argumento resultó irrebatible. Claro está que los animales no querían que volviera Jones; si la realización de los debates, los domingos por la mañana, podía implicar su regreso, entonces debían suprimirse los debates. Boxer, que había tenido tiempo de coordinar sus ideas, expresó la opinión general diciendo: “Si el camarada Napoleón lo dice, debe estar bien.” Y desde ese momento adoptó la consigna: “Napoleón siempre tiene razón”, además de su lema particular: “Trabajaré más fuerte”. Para entonces el tiempo había cambiado y comenzó la roturación de primavera. El cobertizo donde Snowball dibujara los planos del molino de viento, fue clausurado y se suponía que los planos fueron borrados del suelo. Todos los domingos, a las diez de la mañana, los animales se reunían en el granero principal a fin de recibir las órdenes para la semana. El cráneo del Viejo Mayor, ya sin rastros de carne, había sido desenterrado de la huerta y colocado sobre un poste al pie del mástil, junto a la escopeta. Después de izar la bandera, los animales debían desfilar en forma reverente al lado del cráneo antes de entrar al granero. Ahora no se sentaban todos juntos, como acostumbraban hacerlo anteriormente. Napoleón, con Squealer y otro cerdo llamado Mínimus, que poseía un don extraordinario para componer canciones y poemas, se sentaban sobre la plataforma, con los nueve perros formando un semicírculo alrededor, y los otros cerdos sentados tras ellos. Los demás animales se colocaron enfrente, en el cuerpo principal del granero. Napoleón les leía las órdenes para la semana en un áspero estilo militar, y después de cantar una sola vez Bestias de Inglaterra, todos los animales se dispersaban.

El tercer domingo después de la expulsión de Snowball, los animales se sorprendieron un poco al oír a Napoleón anunciar que, después de todo, el molino de viento sería construido. No dio ninguna explicación por haber cambiado de parecer, pero simplemente advirtió a los animales que esa tarea adicional significaría un trabajo muy duro; tal vez sería necesario reducir sus raciones. Los planos, sin embargo, habían sido preparados hasta el menor detalle. Una comisión especial de cerdos estuvo trabajando sobre los mismos durante las últimas tres semanas. La construcción del molino, con otras mejoras, demandaría, según se esperaba, dos años.

Esa noche, Squealer les explicó privadamente a los otros animales que en realidad Napoleón nunca había estado en contra del molino. Por el contrario, fue él quien abogó por el mismo, al principio, y el plano que dibujara Snowball sobre el suelo del cobertizo de incubadoras, en verdad fue robado de los papeles de Napoleón. El molino de viento era realmente una creación propia de Napoleón. “¿Por qué entonces, preguntó alguien, se mostró él tan firmemente contra el molino?” Aquí Squealer puso cara astuta. “Eso, dijo, fue sagacidad del camarada Napoleón. Él había aparentado oponerse al molino, pero simplemente como una maniobra para deshacerse de Snowball, que era un sujeto peligroso y de mala influencia. Ahora que Snowball había sido eliminado, el plan podía llevarse adelante sin su interferencia. “Eso, dijo Squealer, era lo que se llama táctica.” Repitió varias veces “¡Táctica, camaradas, táctica!”, saltando y moviendo la cola con una risita alegre. Los animales no tenían certeza del significado de la palabra, pero Squealer habló tan persuasivamente y los tres perros, que casualmente se hallaban allí, gruñeron en forma tan amenazante, que aceptaron su explicación sin más preguntas.        

 

Capítulo 6  

Durante todo ese año los animales trabajaron como esclavos. Pero eran felices en su tarea; no escatimaron esfuerzo o sacrificio, pues bien, sabían que todo lo que ellos hacían era para su propio beneficio y para los de su especie que vendrían después, y no para unos cuantos seres humanos rapaces y haraganes.

Durante toda la primavera y el verano trabajaron sesenta horas por semana, y en agosto Napoleón anunció que también tendrían que trabajar los domingos por la tarde. Ese trabajo era estrictamente voluntario, pero el animal que no concurriera vería reducida su ración a la mitad. Aun así, fue necesario dejar varias tareas sin hacer. La cosecha fue algo menos abundante que el año anterior, y dos lotes que debían haberse sembrado con nabos a principios del verano, no lo fueron porque no se terminaron de arar a tiempo. Era fácil prever que el invierno siguiente sería duro. El molino de viento presentó dificultades inesperadas. Había una buena cantera de piedra caliza en la granja, y se encontró bastante arena y cemento en una de las dependencias, de modo, que tenían a mano todos los materiales para la construcción. Pero el problema que no pudieron resolver al principio los animales fue el de cómo romper la piedra en pedazos de tamaño apropiado. Aparentemente no había forma de hacer eso, excepto con picos y palancas de hierro, que ellos no podían usar, porque ningún animal estaba en condiciones de pararse sobre sus patas traseras. Después de varias semanas de esfuerzos inútiles, se le ocurrió a uno la idea adecuada: utilizar la fuerza de la gravedad. Inmensas piedras, demasiado grandes para utilizarlas como estaban, se hallaban por todas partes en el fondo de la cantera. Los animales las amarraban con sogas, y luego todos juntos, vacas, caballos, ovejas, cualquiera que pudiera agarrar la soga, hasta los cerdos a veces colaboraban en los momentos críticos, las arrastraban con una lentitud desesperante por la ladera hasta la cumbre de la cantera, de donde las dejaban caer por el borde, para que se rompieran abajo en pedazos. El trabajo de transportar la piedra una vez rota era relativamente sencillo. Los caballos llevaban los trozos en carretas, las ovejas las arrastraban una a una, y hasta Muriel y Benjamín se acoplaban a un viejo sulky y hacían su parte. A fines de verano habían acumulado una buena provisión de piedra, y comenzó entonces la construcción, bajo la supervisión de los cerdos.

Pero era un proceso lento y laborioso. Frecuentemente les ocupaba un día entero de esfuerzo agotador arrastrar una sola piedra hasta la cumbre de la cantera, y a veces, cuando la tiraban por el borde, no se rompía. No hubieran podido lograr nada sin Boxer, cuya fuerza parecía igualar a la de todos los demás animales juntos. Cuando la piedra empezaba a resbalar y los animales gritaban desesperados al verse arrastrados por la ladera hacia abajo, era siempre Boxer el que se esforzaba con la soga y lograba detener la piedra. Verlo tirando hacia arriba por la pendiente, pulgada tras pulgada, jadeante, clavando las puntas de sus cascos en la tierra, y sus enormes costados sudados, llenaba a todos de admiración. Clover a veces le advertía que tuviera cuidado y no se esforzara demasiado, pero Boxer jamás le hacía caso. Sus dos lemas, “Trabajaré más fuerte” y “Napoleón siempre tiene razón”, le parecían suficiente respuesta para todos los problemas. Se había puesto de acuerdo con el gallo para que éste lo despertara tres cuartos de hora más temprano por la mañana, en vez de media hora. Y en sus ratos libres, con los cuales contaba poco en esos días, se iba solo a la cantera, juntaba un montón de pedazos de piedra y lo arrastraba por sí mismo hasta el sitio del molino.

Los animales no estuvieron tan mal durante todo ese verano, a pesar del rigor de su trabajo. Si no disponían de más comida de la que habían dispuesto en el tiempo de Jones, de todas maneras no tenían menos. La ventaja de alimentarse a sí mismos y no tener que mantener también a cinco extravagantes seres humanos, era tan grande, que se habría necesitado numerosos fracasos para sobrepasarla. Y en muchas situaciones el método animal de hacer las cosas era más eficiente y ahorraba trabajo. Algunas tareas, como por ejemplo extirpar las malezas, se podían hacer con una eficiencia imposible para los seres humanos. Y, además, dado que ningún animal robaba, no fue necesario hacer alambradas para separar los campos de pastoreo de la tierra cultivable, lo que economizó mucho trabajo en la conservación de los cercos y cierros. Sin embargo, a medida que avanzaba el verano, se empezó a sentir la escasez imprevista de varias cosas. Había necesidad de aceite, parafina, clavos, bizcochos para los perros y hierro para las herraduras de los caballos, nada de lo cual se podía producir en la granja. Más adelante también habría necesidad de semillas y abonos artificiales, además de varias herramientas y, finalmente, la maquinaria para el molino de viento. Ninguno podía imaginar cómo se iban a obtener esos artículos.

Un domingo por la mañana, cuando los animales se reunieron para recibir órdenes, Napoleón anunció que había decidido adoptar un nuevo sistema. En adelante, Granja Animal iba a negociar con las granjas vecinas; y no, por supuesto, con un propósito comercial, sino simplemente con el fin de obtener ciertos materiales que hacían falta con urgencia. “Las necesidades del molino figuran por encima de todo lo demás”, afirmó. En consecuencia estaba tomando las medidas necesarias para vender una parva de heno y parte de la cosecha de trigo de ese año, y más adelante, si necesitaban más dinero, tendrían que obtenerlo mediante la venta de huevos, para los cuales siempre había compradores en Willingdon. “Las gallinas, dijo Napoleón, debían recibir con agrado este sacrificio como aporte especial a la construcción del molino”.

Nuevamente los animales se sintieron presa de una vaga inquietud. “Jamás tener trato alguno con los seres humanos; nunca dedicarse a comerciar; nunca usar dinero”, ¿no fueron ésas las primeras resoluciones adoptadas en aquella reunión triunfal, después de haber expulsado a Jones? Todos los animales recordaron haber aprobado tales resoluciones, o por lo menos, creían recordarlo. Los cuatro jóvenes cerdos que habían protestado cuando Napoleón abolió las reuniones, levantaron sus voces tímidamente, pero fueron silenciados inmediatamente con un tremendo gruñido de los perros. Entonces, como de costumbre, las ovejas irrumpieron con su “¡Cuatro patas sí, dos pies no!” y la turbación momentánea fue allanada. Finalmente, Napoleón levantó la pata para imponer silencio y anunció que ya había decidido todos los arreglos. No habría necesidad de que ninguno de los animales entrara en contacto con los seres humanos, lo que sería altamente indeseable. Tenía la intención de tomar todo el peso sobre sus propios hombros. Un tal señor Whymper, un comisionista que vivía en Willingdon, había accedido a actuar de intermediario entre Granja Animal y el mundo exterior, visitaría la Granja todos los lunes por la mañana para recibir sus instrucciones. Napoleón finalizó su discurso con su grito acostumbrado de “¡Viva la Granja Animal!”, y después de cantar Bestias de Inglaterra, despidió a los animales.

Luego Squealer dio una vuelta por la granja y tranquilizó a los animales. Les aseguró que la resolución prohibiendo comerciar usando dinero nunca había sido aprobada, ni siquiera sugerida. Era pura imaginación, probablemente atribuible a mentiras difundidas por Snowball. Algunos animales aún tenían cierta duda, pero Squealer les preguntó astutamente: “¿Están seguros de que eso no es algo que han soñado, camaradas? ¿Tienen constancia de tal resolución? ¿Está anotada en alguna parte?” Y puesto que era cierto que nada de eso existía por escrito, los animales quedaron convencidos de que estaban equivocados.

Todos los lunes el señor Whymper visitaba la granja como se había convenido. Era un hombre bajito, astuto de patillas anchas, un comisionista en pequeña escala, pero lo suficientemente listo como para darse cuenta, antes que cualquier otro, que Granja Animal iba a necesitar un corredor y que las comisiones valdrían la pena. Los animales observaban su ir y venir con cierto temor, y lo eludían en todo lo posible. Sin embargo, la escena de Napoleón, sobre sus cuatro patas, dándole órdenes a Whymper, que se paraba sobre dos pies, despertó su orgullo y los reconcilió en parte con la nueva situación. Sus relaciones con la raza humana no eran como habían sido antes. Los seres humanos, por su parte, no odiaban menos a Granja Animal ahora que estaba prosperando; al contrario, la odiaban más que nunca. Cada ser humano tenía por seguro que, tarde o temprano, la granja iba a declararse en quiebra, y sobre todo, que el molino de viento sería un fracaso. Se reunían en las cantinas y se demostraban los unos a los otros por medio de diagramas que el molino estaba destinado a caerse o, si se mantenía en pie, que jamás funcionaría. Y, sin embargo, contra sus deseos, llegaron a tener cierto respeto por la eficacia con que los animales estaban administrando sus propios asuntos. Uno de los síntomas de eso fue que empezaron a llamar a Granja Animal por su verdadero nombre y dejaron de pretender que se llamaba Granja Manor. También desistieron de apoyar a Jones, el cual había perdido las esperanzas de recuperar su granja y se fue a vivir a otro lugar del condado. Exceptuando a Whymper, aún no existía contacto alguno entre Granja Animal y el mundo exterior, pero circulaban constantes rumores de que Napoleón iba a celebrar definitivamente un convenio comercial con el señor Pilkington, de Foxwood, o con el señor Frederick, de Pinchfield; pero nunca se hacía notar con los dos simultáneamente.

Fue más o menos en esa época cuando los cerdos, repentinamente, se mudaron a la casa de la granja y establecieron allí su residencia. Otra vez los animales creyeron recordar que se había aprobado una resolución contra eso en los primeros tiempos, y de nuevo Squealer pudo convencerlos de que no era así. Resultaba absolutamente necesario, dijo él, que los cerdos, que eran el cerebro de la granja, contaran con un lugar tranquilo para trabajar. También era mas apropiado para la dignidad del líder (porque últimamente había comenzado a referirse a Napoleón con el título de “líder”) que viviera en una casa en vez de un simple chiquero. No obstante, algunos animales se molestaron al saber que los cerdos no solamente comían en la cocina, usaban la sala como lugar de recreo, sino que también dormían en las camas. Boxer lo pasó por alto, como de costumbre, con un “¡Napoleón siempre tiene razón!”, pero Clover, que creyó recordar una disposición definida contra las camas, fue hasta el extremo del granero e intentó descifrar los Siete Mandamientos, que estaban allí inscritos. Pero al comprobar que sólo podía leer las letras individualmente, trajo a Muriel.

-Muriel, le dijo, léeme el Cuarto Mandamiento. ¿No dice algo respecto a no dormir nunca en una cama?

Con un poco de dificultad, Muriel lo deletreó.

-              Dice: Ningún animal dormirá en una cama “con sabanas”, anunció finalmente. Lo curioso era que Clover no recordaba que el Cuarto Mandamiento mencionara sábanas; pero como figuraba en la pared, debía haber sido así. Y Squealer, que pasaba en ese momento por allí, acompañado de dos o tres perros, pudo colocar todo el asunto en su verdadero lugar.

-              Vosotros habéis oído ya, camaradas, dijo, que nosotros los cerdos dormimos ahora en las camas de la casa. ¿Y por qué no? No suponíais seguramente que hubo alguna vez una disposición contra las camas. Una cama quiere decir simplemente un lugar para dormir. Una pila de paja en un establo es una cama, juzgado correctamente. La resolución fue contra las sábanas, que son un invento de los seres humanos. Hemos quitado las sábanas de las camas de la casa y dormimos entre mantas. ¡Y ya lo creo que son camas muy cómodas! Pero no son más de lo que necesitamos, puedo afirmaros, camaradas, considerando todo el trabajo cerebral que tenemos hoy en día. No querréis privarnos de nuestro reposo, ¿verdad, camaradas? No querréis tenernos tan cansados como para no cumplir con nuestros deberes. Sin duda, ninguno de ustedes deseará que vuelva Jones.

Los animales lo tranquilizaron inmediatamente respecto a ese punto y no se habló más del asunto de que los puercos dormían en las camas de la casa. Y cuando, unos días después, se anunció que en adelante los cerdos se levantarían por la mañana una hora más tarde que los demás animales, tampoco hubo queja alguna al respecto.

Cuando llegó el otoño, los animales estaban cansados, pero contentos. Habían tenido un año duro y después de la venta de parte del heno y del maíz, las provisiones de víveres no fueron tan abundantes, pero el molino lo compensó todo. Estaba ya semiconstruido. Después de la cosecha tuvieron una temporada de tiempo seco y despejado, y los animales trabajaron más duramente que nunca, opinando que bien valía la pena correr de aquí para allá todo el día con bloques de piedra si así podían levantar las paredes un pie más de altura. Boxer hasta salía a veces de noche y trabajaba una hora o dos por su cuenta a la luz de la luna. En sus ratos libres los animales daban vueltas y vueltas alrededor del molino semiterminado, admirando la fortaleza y la perpendicularidad de sus paredes y maravillándose de que ellos alguna vez hubieran podido construir algo tan importante. Únicamente el viejo Benjamín se negaba a entusiasmarse con el molino, aunque, como de costumbre, insistía en su enigmática afirmación de que los burros vivían mucho tiempo.

Llegó noviembre, con sus furiosos vientos del sudoeste. Tuvieron que parar la construcción porque había demasiada humedad para mezclar el cemento. Al fin vino una noche en que el ventarrón fue tan violento que los edificios de la granja se mecieron sobre sus cimientos y varias tejas fueron despegadas del tejado del granero. Las gallinas se despertaron cacareando de terror, porque todas habían soñado, simultáneamente, que oían el estampido de un cañón a lo lejos. Por la mañana los animales salieron de sus casillas y se encontraron con el mástil derribado y un olmo, que estaba al pie de la huerta, arrancado como un rábano. Apenas notaron esto cuando un grito de desesperación brotó de la garganta de cada animal. Un cuadro terrible saltaba a la vista. El molino estaba en ruinas.

De consuno se abalanzaron hacia el lugar. Napoleón, que rara vez se apresuraba a caminar, corría a la cabeza de todos ellos. Sí, allí yacía el fruto de todos sus esfuerzos, arrasado hasta sus cimientos; las piedras, que habían roto y trasladado tan empeñosamente, estaban desparramadas por todas partes. Incapaces al principio de articular palabra, no hacían más que mirar tristemente las piedras caídas en desorden. Napoleón andaba de un lado a otro en silencio, olfateando el suelo de vez en cuando. Su cola se había puesto rígida y se movía nerviosamente de lado a lado, señal de su intensa actividad mental. Repentinamente se paró como si hubiera tomado una decisión.

-Camaradas, dijo con voz tranquila, ¿sabéis quién es responsable de esto? ¿Sabéis quién es el enemigo que ha venido durante la noche y echado abajo nuestro molino? ¡Snowball! rugió repentinamente con voz de trueno. ¡Snowball ha hecho esto! De pura maldad, creyendo que iba a arruinar nuestros planes y vengarse por su ignominiosa expulsión, ese traidor se arrastró hasta aquí al amparo de la oscuridad y ha destruido nuestro trabajo de casi un año. Camaradas, en este momento y lugar yo sentencio a muerte a Snowball. Recompensaré con la Orden Héroe Animal, segundo grado y medio bushel de manzanas al animal que lo traiga muerto. Todo un bushel al que lo capture vivo.

Los animales quedaron horrorizados al comprobar que Snowball pudiera ser culpable de tamaña acción. Hubo un grito de indignación y todos comenzaron a idear la manera de atrapar a Snowball, si alguna vez llegaba a volver. Casi inmediatamente se descubrieron las pisadas de un cerdo en el pasto y a poca distancia de la loma. Estas pudieron seguirse algunos metros, pero parecían llevar hacia un agujero en el cerco. Napoleón las olió bien y declaró que eran de Snowball. Opinó que Snowball probablemente había venido desde la dirección de la Granja Foxwood.

- ¡No hay más tiempo que perder, camaradas!, gritó Napoleón una vez examinadas las huellas. Hay trabajo que realizar. Esta misma mañana comenzaremos a rehabilitar el molino y lo reconstruiremos durante todo el invierno, con lluvia o buen tiempo. Le enseñaremos a ese miserable traidor que él no puede deshacer nuestro trabajo tan fácilmente. Recordad, camaradas, no debe haber ninguna alteración en nuestros planes, los que serán cumplidos. ¡Adelante, camaradas! ¡Viva el molino de viento! ¡Viva Granja Animal!  

Capítulo 7

Ese invierno se presentó muy crudo. El tiempo tormentoso fue seguido de granizo y nieve y luego de una helada fuerte que duró hasta mediados de febrero. Los animales se arreglaron como pudieron para la reconstitución del molino, pues sabían bien que el mundo exterior les estaba observando y que los envidiosos seres humanos se regocijarían y obtendrían el triunfo si no terminaban la obra a tiempo. Rencorosos, los seres humanos, pretendieron no creer que fue Snowball quien había destruido el molino; afirmaron que se derrumbó porque las paredes eran demasiado delgadas. Los animales sabían que eso no era cierto. A pesar de ello, se decidió esta vez construir las paredes de un metro de espesor en lugar de medio metro como antes, lo que implicaba juntar una cantidad mucho mayor de piedras. Durante largo tiempo la cantera estuvo totalmente cubierta por una capa de nieve y no se pudo hacer nada. Se progresó algo durante el período seco y frío que vino después, pero era un trabajo cruel y los animales no podían sentirse optimistas como la vez anterior. Siempre tenían frío y generalmente también hambre. Únicamente Boxer y Clover jamás perdieron el ánimo. Squealer pronunció discursos magníficos referentes al placer del servicio y la dignidad del trabajo, pero los otros animales encontraron más inspiración en la fuerza de Boxer y su infalible grito: “¡Trabajaré más fuerte!”

En enero escaseó la comida. La ración de maíz fue reducida drásticamente y se anunció que, en compensación, se iba a otorgar una ración suplementaria de papas. Pero luego se descubrió que la mayor parte de la cosecha de papas se había helado por no haber sido cubierta suficientemente. Los tubérculos se habían ablandado, descolorido, muy pocos eran comibles. Durante días enteros los animales no tuvieron con qué alimentarse, excepto paja y remolacha. El espectro del hambre parecía mirarlos cara a cara.

Era fundamentalmente necesario ocultar eso al mundo exterior. Alentados por el derrumbamiento del molino, los seres humanos estaban inventando nuevas mentiras respecto a Granja Animal. Otra vez se decía que todos los animales se estaban muriendo de hambre y enfermedades, que se peleaban continuamente entre sí y habían caído en el canibalismo y el infanticidio. Napoleón conocía bien las desastrosas consecuencias que acarrearía el descubrimiento de la verdadera situación alimentaria, y decidió utilizar al señor Whymper para difundir una impresión contraria. Hasta entonces los animales tuvieron poco o ningún contacto con Whymper en sus visitas semanales; ahora, sin embargo, unas cuantas bestias seleccionadas, en su mayor parte ovejas, fueron instruidas para que comentaran casualmente, al alcance de su oído que las raciones habían sido aumentadas. Además, Napoleón ordenó que se llenaran hasta el tope con arena los depósitos casi vacíos de los cobertizos y luego fueran cubiertos con lo que aún quedaba de los cereales y forrajes. Mediante un pretexto adecuado, Whymper fue conducido a través de esos cobertizos, permitiéndosele echar un vistazo a los depósitos. Fue engañado, y continuó informando al mundo exterior que no había escasez de alimentos en Granja Animal.

Sin embargo, a fines de enero era evidente la necesidad de obtener más cereales de alguna parte. En esos días, Napoleón rara vez se presentaba en público; pasaba todo el tiempo dentro de la casa, cuyas puertas estaban custodiadas por canes de aspecto feroz. Cuando aparecía, era en forma ceremoniosa, con una escolta de seis perros que lo rodeaban de cerca y gruñían si alguien se aproximaba demasiado. Ya ni se le veía los domingos por la mañana, sino que daba sus órdenes por intermedio de algún otro cerdo, generalmente Squealer. Un domingo por la mañana, Squealer anunció que las gallinas que comenzaban a poner nuevamente, debían entregar sus huevos. Napoleón había aceptado, por intermedio de Whymper, un contrato por cuatrocientos huevos semanales. El precio de éstos alcanzaría para comprar suficiente cantidad de cereales y comida para que la granja pudiera subsistir hasta que llegara el verano y las condiciones mejorasen.

Cuando las gallinas oyeron esto levantaron una gran gritería. Habían sido advertidas con anterioridad de que sería necesario ese sacrificio, pero no creyeron que en realidad ocurriría esto. Estaban preparando sus nidadas para la empolladura de primavera y protestaron expresando que quitarles los huevos era un crimen. Por mera vez desde la expulsión de Jones había algo que se asemejaba una rebelión. Dirigidas por tres pollas Black-Minorca, las gallinas hicieron un decidido intento por frustrar los deseos de Napoleón. Su método fue volar hasta las vigas y poner allí sus huevos, que se hacían pedazos en el suelo. Napoleón actuó rápidamente, y sin piedad. Ordenó que fueran suspendidas las raciones de las gallinas y decretó que cualquier animal que le diera aunque fuera un grano de maíz a una gallina, sería castigado con la muerte. Los perros tuvieron cuidado de que las órdenes fueran cumplidas. Las gallinas resistieron durante cinco días, luego capitularon y volvieron a sus nidos. Nueve gallinas murieron mientras tanto. Sus cadáveres fueron enterrados en la huerta y se comunicó que habían muerto de coccidiosis. Whymper no se enteró de este asunto y los huevos fueron debidamente entregados; el camión de un almacenero acudía semanalmente a la granja para llevárselos. Durante todo este tiempo no se tuvo señal de Snowball. Se rumoreaba que estaba oculto en una de las granjas vecinas: Foxwood o Pinchfield. Napoleón mantenía mejores relaciones que antes con los otros granjeros. Resultaba que en el patio había una pila de madera para construcción colocada allí hacía diez años, cuando se había talado un bosque de hayas. Estaba en buen estado y Whymper aconsejó a Napoleón que la vendiera; tanto el señor Pilkington como el señor Frederick se mostraban ansiosos por comprarla. Napoleón estaba indeciso entre los dos, incapaz de adoptar una resolución. Se notó que cuando parecía estar a punto de llegar a un acuerdo con Frederick, se decía que Snowball estaba ocultándose en Foxwood, y cuando se inclinaba hacia Pilkington, se afirmaba que Snowball se encontraba en Pinchfield.

Repentinamente, a principios de primavera, se descubrió algo alarmante. ¡Snowball frecuentaba en secreto la granja por las noches! Los animales estaban tan alterados que apenas podían dormir en sus corrales.

Todas las noches, se decía, él se introducía al amparo de la oscuridad y hacía toda clase de daños. Robaba el maíz, volcaba los baldes de leche, rompía los huevos, pisoteaba los semilleros, roía la corteza de los árboles frutales. Cuando algo andaba mal, se acostumbró atribuírselo a Snowball. Si se rompía una ventana o se tapaba un desagüe, era cosa segura que alguien diría que Snowball durante la noche lo había hecho, y cuando se perdió la llave del cobertizo de los comestibles, toda la granja estaba convencida de que Snowball la había tirado al Pozo. Cosa curiosa, siguieron creyendo esto aun después de encontrarse la llave extraviada debajo de una bolsa de harina. Las vacas declararon unánimemente que Snowball se deslizó dentro del establo y las ordeñó mientras dormían. También se dijo que los ratones, que molestaron bastante ese invierno, estaban en connivencia con Snowball. Napoleón dispuso que se hiciera una amplia investigación acerca de las actividades de Snowball. Con su séquito de perros salió de inspección por los edificios de la granja, siguiéndole los demás animales a prudente distancia. Cada tantos pasos, Napoleón se paraba y olía el suelo buscando rastros de las pisadas de Snowball, las que, dijo él, podía reconocer por el olfato. Estuvo olfateando en todos los rincones, en el granero, en el establo de las vacas, en los gallineros, en la huerta de legumbres y encontró rastros de Snowball en casi todos lados. Adhiriendo el hocico al suelo husmeaba profundamente varias veces, y exclamaba con terrible voz: “¡Snowball! ¡El ha estado aquí! ¡Lo huelo perfectamente!”, y al escuchar la palabra “Snowball” todos los perros dejaban oír unos gruñidos horribles y mostraban sus colmillos.

Los animales estaban terriblemente asustados. Les parecía que Snowball era una especie de maleficio invisible, infestando el aire alrededor y amenazándolos con clase de peligros. Al anochecer, Squealer los reunió a todos, y con el rostro alterado les anunció que tenía noticias serias que comunicarles.

¡Camaradas, gritó Squealer, dando unos saltitos nerviosos, se ha descubierto algo terrible! ¡Snowball se ha vendido a Frederick, de la Granja Pinchfield y en este momento debe estar conspirando para atacarnos y quitamos nuestra granja! Snowball hará de guía cuando comience el ataque. Pero hay algo peor aún. Nosotros habíamos creído que la rebelión de Snowball fue motivada simplemente por su vanidad y su ambición. Pero estábamos equivocados, camaradas. ¿Sabéis cuál era la verdadera razón? ¡Snowball estaba de acuerdo con Jones desde el comienzo mismo! Fue agente secreto de Jones todo el tiempo. Esto ha sido comprobado por documentos que dejó abandonados y que ahora hemos descubierto. Para mí esto explica mucho, camaradas: ¿no hemos visto nosotros mismos cómo él intentó, afortunadamente sin éxito, provocar nuestra derrota y aniquilamiento en la Batalla del Establo de las Vacas?

Los animales quedaron estupefactos. Esta era una maldad mucho mayor que la destrucción del molino por Snowball. Pero tardaron varios minutos en comprender su significado. Todos ellos recordaron, o creyeron recordar, cómo habían visto a Snowball encabezando el ataque en la Batalla del Establo de las Vacas, cómo él los había reunido y alentado en cada revés, y cómo no vaciló un solo instante, aun cuando los perdigones de la escopeta de Jones le hirieron en el lomo. Al principio resultó un poco difícil entender cómo combinaba esto con el hecho de estar él de parte de Jones. Hasta Boxer, que rara vez hacia preguntas, estaba perplejo. Se acostó, acomodó sus patas delanteras debajo de su pecho, cerró los ojos, y con gran esfuerzo logró ordenar sus pensamientos.

-  Yo no creo eso, dijo, Snowball peleó valientemente en la Batalla del Establo de las Vacas. Yo mismo lo vi. ¿Acaso no le otorgamos inmediatamente después la condecoración Héroe Animal, primer grado?

-  Ese fue nuestro error, camarada. Porque ahora sabemos, figura todo escrito en los documentos secretos que hemos encontrado, que en realidad él nos arrastraba hacia nuestra perdición,

-  Pero estaba herido, alegó Boxer. Todos lo vimos sangrando.

-  ¡Eso era parte del acuerdo!, gritó Squealer. El tiro de Jones solamente lo rasguñó. Yo os podría mostrar esto, escrito de su puño y letra, si vosotros pudierais leerlo. El plan era que Snowball, en el momento crítico, diera la señal para la fuga dejando el campo en poder del enemigo. Y casi lo consigue. Diré más, camaradas: lo hubiera logrado a no ser por nuestro heroico líder, el camarada Napoleón. ¿Recordáis cómo, justo en el momento que Jones y sus hombres llegaron al patio, Snowball repentinamente se volvió y huyó, y muchos animales lo siguieron? ¿Y recordáis también que justamente en ese momento, cuando cundía el pánico y parecía que estaba todo perdido, el camarada Napoleón saltó hacia delante con el grito “¡Muera la Humanidad!”, y hundió sus dientes en la pierna de Jones? Seguramente os acordáis de eso, camaradas, exclamó Squealer, saltando de lado a lado.

Como Squealer describió la escena tan gráficamente, les pareció a los animales que lo recordaban. De cualquier modo, sabían que en el momento crítico de la batalla se había vuelto para huir. Pero Boxer aún estaba algo indeciso.

-  Yo no creo que Snowball fuera un traidor al comienzo, dijo finalmente. Lo que ha hecho desde entonces es distinto. Pero yo creo que en la Batalla del Establo de las Vacas él fue un buen camarada.

-  Nuestro líder, el camarada Napoleón, anunció Squealer, hablando lentamente y con firmeza, ha manifestado categóricamente, camaradas, que Snowball fue agente de Jones desde el mismo comienzo; sí, y desde mucho antes que se pensara siquiera en la Rebelión.

-  ¡Ah, eso es distinto!, gritó Boxer. Si el camarada Napoleón lo dice, debe ser así.

-  ¡Ese es el verdadero espíritu, camarada! gritó Squealer, pero se notó que lanzó a Boxer una mirada maligna con sus relampagueantes ojillos. Se volvió para irse, luego se detuvo y agregó en forma impresionante: Yo le advierto a todo animal de esta granja que tenga los ojos bien abiertos, ¡porque tenemos motivos para creer que algunos agentes secretos de Snowball están al acecho entre nosotros en este momento!

Cuatro días después, al atardecer, Napoleón ordenó a los animales que se congregaran en el patio. Cuando estuvieron todos reunidos, Napoleón salió de la casa, luciendo sus dos medallas (porque recientemente se había nombrado él mismo Héroe Animal, primer grado y Héroe Animal, segundo grado), con sus nueve enormes perros brincando alrededor, y emitiendo gruñidos que produjeron escalofríos a los animales. Todos ellos se recogieron silenciosamente en sus lugares, pareciendo saber de antemano que iba a ocurrir algo terrible.

Napoleón se quedó observando severamente a su auditorio; luego emitió un gruñido agudo. Inmediatamente los perros saltaron hacia delante, agarraron a cuatro de los cerdos por las orejas y los arrastraron, chillando de dolor y terror, hasta los pies de Napoleón. Las orejas de los cerdos estaban sangrando; los perros habían probado sangre y por unos instantes parecían enloquecidos. Ante el asombro de todos, tres de ellos se abalanzaron sobre Boxer. Este los vio venir y estiró su enorme pata, paró a uno en el aire y lo aplastó contra el suelo. El perro chilló pidiendo misericordia y los otros dos huyeron con el rabo entre las piernas. Boxer miró a Napoleón para saber si debía aplastar al perro matándolo o si debía soltarlo. Napoleón pareció cambiar de semblante y le ordenó bruscamente que soltara al perro, con lo cual Boxer levantó su pata y el can huyó magullado y gimiendo. Pronto cesó el tumulto. Los cuatro cerdos esperaban temblando y con la culpabilidad escrita en cada surco de sus semblantes. Napoleón les exigió que confesaran sus crímenes. Eran los mismos cuatro cerdos que habían protestado cuando Napoleón abolió las reuniones de los domingos. Sin otra exigencia, confesaron que habían estado clandestinamente en contacto con Snowball desde su expulsión, habían colaborado con él en la destrucción del molino y convinieron en entregar Granja Animal al señor Frederick. Agregaron que Snowball había admitido, en confianza, que él era agente secreto del señor Jones desde muchos años atrás. Cuando terminaron su confesión, los perros, sin perder tiempo, les desgarraron las gargantas y con voz terrible, Napoleón preguntó si algún otro animal tenía algo que confesar.

Las tres gallinas, que fueron las cabecillas del conato de rebelión por los huevos, se adelantaron y declararon que Snowball se les había aparecido en un sueño, incitándolas a desobedecer las órdenes de Napoleón. También ellas fueron destrozadas. Luego un ganso se adelantó confesando que ocultó seis espigas de maíz durante la cosecha del año anterior y que se las había comido de noche. Luego una oveja admitió que hizo aguas en el bebedero, instigada a hacerlo, dijo ella, por Snowball y otras dos ovejas confesaron que asesinaron a un viejo carnero, muy adicto a Napoleón, persiguiéndole alrededor de una fogata cuando tosía. Todos ellos fueron ejecutados allí mismo. Y así continuó la serie de confesiones y ejecuciones, hasta que una pila de cadáveres yacía a los pies de Napoleón y el aire estaba impregnado con el olor de la sangre, lo cual era desconocido desde la expulsión de Jones.

Cuando terminó esto, los animales restantes, exceptuando los cerdos y los perros, se alejaron juntos. Estaban estremecidos y se sentían desdichados. No sabían qué era más espantoso: si la traición de los animales que se conjuraron con Snowball o la cruel represión que acababan de presenciar. Antaño hubo muchas veces escenas de matanza igualmente terribles, pero a todos les parecía mucho peor ahora, al suceder esto entre ellos mismos. Desde que Jones había abandonado la granja, ningún animal mató a otro animal. Ni siquiera un ratón. Llegaron a la pequeña loma donde estaba el molino semiconstruido y, de común acuerdo, se recostaron todos como si se agruparan para calentarse: Clover, Muriel, Benjamín, las vacas, las ovejas y toda una bandada de gansos y gallinas: todos, en verdad, exceptuando el gato, que había desaparecido repentinamente justo antes de que Napoleón ordenara a los animales que se reunieran. Durante algún tiempo nadie habló.

Únicamente Boxer permanecía de pie. Se movía impaciente de un lado para otro, golpeando su larga cola negra contra los costados y emitiendo de cuando en cuando un pequeño relincho de extrañeza. Finalmente, dijo: “No comprendo. Yo no hubiera creído que tales cosas pudieran ocurrir en nuestra granja. Eso se debe seguramente a algún defecto nuestro. La solución, como yo la veo, es trabajar más fuerte. Desde ahora me levantaré una hora más temprano todas las mañanas”.

Y se alejó con su trote pesado en dirección a la cantera. Una vez allí, juntó dos carradas de piedras y las arrastró hasta el molino antes de acostarse.

Los animales se acurrucaron alrededor de Clover, sin hablar. La loma donde estaban acostados les ofrecía una amplia perspectiva a través de la campiña. La mayor parte de Granja Animal estaba a la vista: la larga pradera, que se extendía hasta la carretera, el campo de heno, el bebedero, los campos arados donde se erguía el trigo nuevo, tupido y verde y los techos rojos de los edificios de la granja con el humo elevándose sinuosamente de sus chimeneas. Era un claro atardecer primaveral. El pasto y los cercos florecientes estaban dorados por los rayos del sol poniente. Nunca había parecido la granja, y con cierta sorpresa se acordaron que era su propia granja, cada pulgada era de su propiedad, un lugar tan codiciado. Mientras Clover miraba barranco abajo, se le llenaron los ojos de lágrimas. Si ella hubiera podido expresar sus pensamientos, hubiera sido para decir que a eso no era a lo que aspiraban cuando emprendieron, años atrás, el derrocamiento de la raza humana. Esas escenas de terror y matanza no eran lo que ellos soñaron aquella noche cuando el Viejo Mayor, por primera vez, los incitó a rebelarse. Si ella misma hubiera concebido un cuadro del futuro, habría sido el de una sociedad de animales liberados del hambre y del látigo, todos iguales, cada uno trabajando de acuerdo con su capacidad; el fuerte protegiendo al débil, como ella protegiera a esos patitos perdidos con su pata delantera la noche del discurso de Mayor. En su lugar, ella no sabía por qué habían llegado a un estado tal que nadie se atrevía a decir lo que pensaba, en el que perros feroces y gruñones merodeaban por doquier y donde uno tenía que ver cómo sus camaradas eran despedazados después de confesarse autores de crímenes horribles. No había intención de rebeldía o desobediencia en su mente. Ella sabía que, aun como se presentaban las cosas estaban mucho mejor que en los días de Jones y que, ante todo, era necesario evitar el regreso de los seres humanos. Sucediera lo que sucediera permanecería leal, trabajaría fuerte, cumpliría las órdenes que le dieran y aceptaría las directivas de Napoleón. Pero aun así, no era eso lo que ella y los demás animales, añoraran y para lo que trabajaran tanto. No era para eso que construyeron el molino ni hicieron frente a las balas de Jones. Tales eran sus pensamientos, aunque le faltaban palabras para expresarlos. Al final, presintiendo que eso sería en cierta forma un sustituto para las palabras que ella no podía encontrar, empezó a cantar Bestias de Inglaterra. Los demás animales, alrededor, la imitaron y cantaron tres veces, con mucho sufrimiento, lenta y tristemente, como nunca lo hicieran.

Apenas habían terminado de repetirlo por tercera vez cuando se acercó Squealer, acompañado de dos perros, con el aire de quien tiene algo importante que decir. Anunció que por un decreto especial del camarada Napoleón se había abolido Bestias de Inglaterra. Desde ese momento quedaba prohibido cantar dicha canción.

Los animales quedaron asombrados.

-  ¿Por qué? gritó Muriel.

-  Ya no hace falta, camarada, dijo Squealer secamente. Bestias de Inglaterra fue el canto de la Rebelión. Pero la Rebelión ya ha terminado. La ejecución de los traidores esta tarde fue el acto final. El enemigo, tanto exterior como interior, ha sido vencido. En Bestias de Inglaterra nosotros expresamos nuestras ansias por una sociedad mejor en lo futuro. Pero esa sociedad ya ha sido establecida. Realmente esta canción ya no tiene objeto.

Aunque estaban asustados, algunos de los animales hubieran protestado, pero en ese momento las ovejas comenzaron su acostumbrado balido de “Cuatro patas sí, dos pies no”, que duró varios minutos y puso fin a la discusión.

Y de esa forma no se escuchó más Bestias de Inglaterra. En su lugar Mínimus, el poeta, había compuesto otra canción que comenzaba así:

 Granja Animal, Granja Animal

¡Nunca por mí sufrirás algún mal!

 y esto se cantó todos los domingos por la mañana después de izarse la bandera. Pero, por algún motivo, a los animales les pareció que ni la letra ni la música estaban a la altura de Bestias de Inglaterra.  


Capítulo 8

Algunos días más tarde, cuando ya había desaparecido el terror producido por las ejecuciones, algunos animales recordaron, o creyeron recordar, que el Sexto Mandamiento decretaba: Ningún animal matará a otro animal. Y aunque nadie quiso mencionarlo al alcance del oído de los cerdos o, de los perros, existía la sensación que las matanzas que habían tenido lugar no concordaban con aquello. Clover pidió a Benjamín que le leyera el Sexto Mandamiento, y cuando Benjamín, como de costumbre, dijo que se negaba a entremeterse en esos asuntos, ella instó a Muriel. Muriel le leyó el Mandamiento. Decía así: Ningún animal matará a otro animal “sin motivo”. Por una razón u otra, las dos últimas palabras se les habían ido de la memoria a los animales. Pero comprobaron que el Mandamiento no fue violado; porque, evidentemente, hubo buen motivo para matar a los traidores que se aliaron con Snowball.

Durante ese año los animales trabajaron aún más duro que el año anterior. Reconstruir el molino, con paredes dos veces más gruesas que antes, y concluirlo para una fecha determinada, además del trabajo en la granja, era una tarea tremenda. A veces les parecía que trabajaban más horas y no comían mejor que en la época de Jones. Los domingos por la mañana Squealer, sujetando un papel largo con una pata, les leía listas de cifras demostrando que la producción de toda clase de víveres había aumentado en un doscientos por ciento, trescientos por ciento o quinientos por ciento, según el caso. Los animales no vieron motivo para no creerle, especialmente porque no podían recordar con claridad cómo eran las cosas antes de la Rebelión. Aun así, preferían a veces contar con menos cifras y más comida. Todas las órdenes eran emitidas por intermedio de Squealer o uno de los otros cerdos. Napoleón mismo no era visto en público, sino, cuando mucho, una vez cada quince días. Cuando aparecía estaba acompañado no solamente por su comitiva de perros, sino también por un gallo negro que marchaba delante y actuaba como una especie de trompetero, dejando oír un sonoro cacareo antes que hablara Napoleón. Hasta en la casa, se decía, Napoleón ocupaba aposentos separados de los demás. Comía solo, con dos perros para servirlo, y siempre utilizaba la vajilla que había estado en la vitrina de cristal de la sala. También se anunció que la escopeta sería disparada todos los años en el cumpleaños de Napoleón, igual que en los otros dos aniversarios.

Napoleón no era ya mencionado simplemente como “Napoleón”. Se le nombraba siempre en forma ceremoniosa como “nuestro líder, camarada Napoleón”, y a los cerdos les gustaba inventar para él títulos como “Padre de todos los animales”, “Terror de la humanidad”, “Protector del rebaño de ovejas”, “Amigo de los patitos”, y otros por el estilo. En sus discursos, Squealer hablaba, con lágrimas que rodaban por sus mejillas, de la sabiduría de Napoleón, la bondad de su corazón y el profundo amor que sentía por todos los animales en todas partes, especialmente por las desdichadas bestias que aún vivían en la ignorancia y la esclavitud en otras granjas. Se había hecho costumbre atribuir a Napoleón toda proeza afortunada y todo golpe de suerte. A menudo se oía que una gallina le decía a otra: “Bajo la dirección de nuestro líder, camarada Napoleón, yo he puesto cinco huevos en seis días”, o dos vacas, mientras saboreaban el agua del bebedero, solían exclamar: “Gracias a nuestro líder, camarada Napoleón, ¡qué rico sabor tiene esta agua!” El sentimiento general de la granja estaba bien expresado en un poema titulado Camarada Napoleón, escrito por Mínimus, y que decía así:

 

¡Amigo de los huérfanos y del desheredado! ¡Señor de la pitanza, que enciendes de pasión mi alma cuando posas, imponente y airado como el sol, tu mirada, en el cielo azulado ¡Valiente camarada, glorioso Napoleón!

Dador de lo que aspiran tus dóciles criaturas, la barriga repleta, paja para el colchón, y sueño descansado, sin dolor ni amarguras, gracias a tus desvelos y propias desventuras ¡valiente camarada, glorioso Napoleón!

 

El hijo que tuviera, si Dios me diera un hijo

apenas chiquitito, antes de ser lechón con lealtad a quererte le enseñaré, de fijo, y a chillarte entusiasta, mi tierno cachorrito:

¡Valiente camarada, glorioso Napoleón!

Napoleón aprobó este poema y lo hizo inscribir en la pared del granero principal, en el extremo opuesto a los Siete Mandamientos. Sobre el mismo había un retrato de Napoleón, de perfil, pintado por Squealer con pintura blanca.

Mientras tanto, por intermedio de Whymper, Napoleón estaba ocupado en negociaciones complicadas con Frederick y Pilkington. La pila de madera aún estaba sin vender. De los dos, Frederick era el que estaba más ansioso por obtenerla, pero no quería ofrecer un precio razonable. Al mismo tiempo corrían rumores insistentes de que Frederick y sus hombres estaban conspirando para atacar Granja Animal y destruir el molino, cuya construcción había provocado en él una envidia furiosa. Se sabía que Snowball aún estaba al acecho en la Granja Pinchfield. A mediados del verano los animales se alarmaron al oír que tres gallinas confesaron haber tramado, inspiradas por Snowball, un complot para asesinar a Napoleón. Fueron ejecutadas inmediatamente y se tomaron nuevas precauciones para la seguridad de Napoleón. Cuatro perros cuidaban su cama durante la noche, uno en cada esquina, y un joven cerdo llamado Pinkeye fue designado para probar todos sus alimentos antes de que el líder los comiera, por temor a que estuvieran envenenados.

Más o menos en esa época se divulgó que Napoleón había convenido en vender la pila de madera al señor Pinkington; también debía celebrarse un contrato formal para el intercambio de ciertos productos entre Granja Animal y Foxwood. Las relaciones entre Napoleón y Pilkington, aunque conducidas únicamente por intermedio de Whymper, eran casi amistosas. Los animales desconfiaban de Pilkington, como ser humano, pero lo preferían mucho más que a Frederick, a quien temían y odiaban al mismo tiempo. Cuando estaba finalizando el verano y la construcción del molino llegaba a su término, los rumores de un inminente ataque traicionero iban en aumento. Frederick, se decía, tenía intención de traer contra ellos veinte hombres, todos armados con escopetas, y ya había sobornado a los magistrados y a la policía, para que, en caso de que pudiera obtener los títulos de propiedad de Granja Animal, aquéllos no hicieran preguntas. Además, se filtraban de Pinchfield algunas historias terribles respecto a las crueldades de que hacía objeto Frederick a los animales. Había azotado hasta la muerte a un caballo, mataba de hambre a sus vacas, había acabado con un perro arrojándolo dentro de un horno, se divertía de noche con riñas de gallos, atándoles pedazos de hojas de afeitar a los espolones. La sangre les hervía de rabia a los animales cuando se enteraron de las cosas que se hacían con sus camaradas y algunas veces clamaron para que se les permitiera salir y atacar en masa la Granja Pinchfield, echar a los seres humanos y liberar a los animales. Pero Squealer les aconsejó que evitaran los actos precipitados y que confiaran en la estrategia de Napoleón.

Sin embargo, el resentimiento contra Frederick continuó en aumento. Un domingo por la mañana, Napoleón se presentó en el granero y explicó que en ningún momento había tenido intención de vender la pila de madera a Frederick; él consideraba por debajo de su dignidad tener trato con bribones de esa calaña. A las palomas, que aún eran enviadas para difundir noticias referentes a la Rebelión, les fue prohibido pisar Foxwood y también fueron impelidas a abandonar su lema anterior de “Muerte a la Humanidad” reemplazándola por “Muerte a Frederick”. A fines de verano fue puesta al descubierto una nueva intriga de Snowball. Los campos de trigo estaban llenos de maleza y se descubrió que en una de sus visitas nocturnas, Snowball mezcló semillas de cardos con las semillas de trigo. Un ganso, cómplice del complot, había confesado su culpa a Squealer y se suicidó inmediatamente ingiriendo unas bayas tóxicas. Los animales se enteraron también de que Snowball nunca había recibido, como muchos de ellos creyeron hasta entonces, la Orden de Héroe Animal, primer grado. Eso era simplemente una leyenda difundida poco tiempo después de la Batalla del Establo de las Vacas por Snowball mismo. Lejos de ser condecorado, fue censurado por demostrar cobardía en la batalla. Una vez más algunos animales escucharon esto con cierta perplejidad, pero Squealer logró convencerlos de que sus recuerdos estaban equivocados.

En el otoño, mediante un esfuerzo tremendamente agotador, porque la cosecha tuvo que realizarse casi al mismo tiempo, se concluyó el molino de viento. Aún faltaba instalar la maquinaria y Whymper negociaba su compra, pero la construcción estaba terminada. A despecho de todas las dificultades, a pesar de la inexperiencia, de herramientas primitivas, de mala suerte y de la traición de Snowball, ¡el trabajo había sido terminado puntualmente en el día debido! Muy cansados pero orgullosos, los animales daban vueltas y vueltas alrededor de su obra maestra, que les pareció a su juicio aún más hermosa que cuando fuera levantada por primera vez. Además, el espesor de las paredes era el doble de lo que había sido antes. ¡Únicamente con explosivos sería posible derrumbarlo esta vez! Y cuando recordaban cómo trabajaron, el desaliento que habían superado y el cambio que produciría en sus vidas cuando las aspas estuvieran girando y las dínamos funcionando, cuando pensaban en todo esto, el cansancio desaparecía y brincaban alrededor del molino, profiriendo gritos de triunfo. Napoleón mismo, acompañado por sus perros y su gallo, se acercó para inspeccionar el trabajo terminado; personalmente felicitó a los animales por su proeza y anunció que el molino sería llamado Molino Napoleón. Dos días después los animales fueron citados para una reunión especial en el granero. Quedaron estupefactos cuando Napoleón les anunció que había vendido la pila de madera a Frederick. Los carros de Frederick comenzarían a llevársela. Durante todo el período de su aparente amistad con Pilkington, Napoleón en realidad había estado de acuerdo, en secreto, con Frederick.

Todas las relaciones con Foxwood fueron cortadas; se habían enviado mensajes insultantes a Pilkington. A las palomas se les comunicó que debían evitar Granja Pinchfield y que modificaran su lema de “Muerte a Frederick” por “Muerte a Pilkington”. Al mismo tiempo, Napoleón aseguró a los animales que los rumores de un ataque inminente a Granja Animal eran completamente falsos y que las noticias respecto a las crueldades de Frederick con sus animales habían sido enormemente exageradas. Todos esos rumores probablemente habían sido originados por Snowball y sus agentes. Ahora parecía que Snowball no estaba, después de todo, escondido en la Granja Pinchfield y que, en realidad, nunca en su vida estuvo allí; residía, con un lujo extraordinario, según decían, en Foxwood y, en verdad, había sido un protegido de Pilkington durante muchos años.

Los cerdos estaban extasiados por la astucia de Napoleón. Mediante su aparente amistad con Pilkington forzó a Frederick a aumentar su precio en doce libras. Pero la superioridad de la mente de Napoleón, dijo Squealer, se demostró por el hecho de que no se fió de nadie, ni siquiera de Frederick. Este había querido anticipar por la madera algo que se llama cheque, el cual, al parecer, era un pedazo de papel con la promesa de pagar por lo escrito en el mismo. Pero Napoleón fue demasiado listo para él. Había exigido el pago en papeles auténticos de cinco libras, que debían abonarse antes de retirar la madera. Frederick ya los había pagado y el importe que abonara alcanzaba justamente para comprar la maquinaria para el molino de viento. Mientras tanto la madera era llevada con mucha prisa. Cuando ya había sido totalmente retirada, se efectuó otra reunión especial en el granero para que los animales pudieran inspeccionar los billetes de banco de Frederick. Sonriendo beatíficamente y luciendo sus dos condecoraciones, Napoleón reposaba en su lecho de paja sobre la plataforma, con el dinero al lado suyo, apilado con esmero sobre un plato de porcelana de la cocina de la casa. Los animales desfilaron lentamente a su lado y lo contemplaron hasta el hartazgo. Boxer estiró la nariz para oler los billetes y los delgados papeles se movieron y crujieron ante su aliento.

Tres días después se registró un terrible alboroto. Whymper, extremadamente pálido, llegó a toda velocidad por el camino montado en su bicicleta, la tiró al suelo en el patio y entró corriendo. Enseguida se oyó un sordo rugido de ira desde el aposento de Napoleón. La noticia de lo ocurrido se difundió por la granja como fuego. ¡Los billetes de banco eran falsos! ¡Frederick había obtenido la madera gratis!

Napoleón reunió inmediatamente a todos los animales y con terrible voz pronunció la sentencia de muerte contra Frederick. Cuando fuera capturado, dijo, Frederick debía ser hervido vivo. Al mismo tiempo les advirtió que después de ese acto traicionero debía esperarse lo peor. Frederick y su gente podrían lanzar su tan largamente esperado ataque en cualquier momento. Se apostaron centinelas en todas las vías de acceso a la granja. Además, se enviaron cuatro palomas a Foxwood con un mensaje conciliatorio, con el que se esperaba poder restablecer las buenas relaciones con Pilkington.

A la mañana siguiente se produjo el ataque. Los animales estaban tomando el desayuno cuando los vigías entraron corriendo con el anuncio de que Frederick y sus secuaces ya habían pasado el portón de acceso. Los animales salieron audazmente para combatir, pero esta vez no alcanzaron la victoria fácil que obtuvieron en la Batalla del Establo de las Vacas. Había quince hombres, con media docena de escopetas, y abrieron fuego tan pronto como llegaron a cincuenta metros de los animales. Estos no pudieron hacer frente a las terribles explosiones y los punzantes perdigones y, a pesar de los esfuerzos de Napoleón y Boxer por reagruparlos, pronto fueron rechazados. Unos cuantos de ellos estaban heridos. Se refugiaron en los edificios de la granja y espiaron cautelosamente por las rendijas y los agujeros en los nudos de la madera. Toda la pradera grande, incluyendo el molino de viento, estaba en manos del enemigo. Por el momento hasta Napoleón estaba sin saber qué hacer. Paseaba de acá para allá sin decir palabra, con su cola rígida contrayéndose nerviosamente. Se lanzaban miradas ávidas en dirección a Foxwood. Si Pilkington y su gente los ayudaran, aún podrían salir bien. Pero en ese momento las cuatro palomas que habían sido enviadas el día anterior volvieron, portadora una de ellas de un trozo de papel de Pilkington. Sobre el mismo figuraban escritas con lápiz las siguientes palabras: “Se lo tienen merecido”.

Mientras tanto, Frederick y sus hombres se detuvieron junto al molino. Los animales los observaron, y un murmullo de angustia brotó de sus labios. Dos de los hombres esgrimían una palanca de hierro y un martillo. Iban a echar abajo el molino de viento. ¡Imposible!, gritó Napoleón. Hemos construido las paredes demasiado gruesas para eso. No las podrán echar abajo ni en una semana. ¡Coraje, camaradas!

Pero Benjamín estaba observando con insistencia los movimientos de los hombres. Los dos del martillo y la palanca de hierro estaban abriendo un agujero cerca de la base del molino. Lentamente, y con un aire casi divertido, Benjamín agitó su largo hocico.

- Ya me parecía, dijo. ¿No ven lo que están haciendo? Enseguida van a poner pólvora en ese agujero.

Los animales esperaban aterrorizados. Era imposible aventurarse fuera del refugio de los edificios. Después de varios minutos se vio a los hombres corriendo en todas direcciones. Luego se oyó un estruendo ensordecedor. Las palomas se arremolinaron en el aire y todos los animales, exceptuando a Napoleón, se echaron a tierra y escondieron sus caras. Cuando se incorporaron nuevamente, una enorme nube de humo negro flotaba en el lugar donde estuviera el molino de viento.

Lentamente la brisa la alejó. ¡El molino había dejado de existir!

Al ver esta escena, los animales recuperaron su coraje. El miedo y la desesperación que sintieran momentos antes fueron ahogados por su ira contra tan vil y despreciable acto. Lanzaron una potente gritería clamando venganza, y sin esperar otra orden atacaron en masa y se abalanzaron sobre el enemigo. Esta vez no prestaron atención a los crueles perdigones que pasaban sobre sus cabezas como granizo. Fue una batalla enconada y salvaje. Los hombres hicieron fuego una y otra vez, y cuando los animales llegaron a la lucha cuerpo a cuerpo, los golpearon con sus palos y sus pesadas botas. Una vaca, tres ovejas y dos gansos murieron y casi todos estaban heridos. Hasta Napoleón, que dirigía las operaciones desde la retaguardia, fue herido en la cola por un perdigón. Pero los hombres tampoco salieron ilesos. Tres de ellos tenían las cabezas rotas por patadas de Boxer; otro fue corneado en el estómago por una vaca; a uno casi le arrancan los pantalones Jessie y Bluebell, y cuando los nueve perros guardaespaldas de Napoleón, a quienes él había ordenado que hicieran un rodeo por detrás del cerco, aparecieron repentinamente por el flanco de los hombres, ladrando ferozmente, el pánico se apoderó de éstos. Vieron que corrían peligro de ser rodeados. Frederick gritó a sus hombres que escaparan mientras aún podían, y enseguida el enemigo cobarde huyó a toda velocidad. Los animales los persiguieron hasta el fondo del campo y lograron darles las últimas patadas cuando cruzaban el cerco de púas.

Habían vencido, pero estaban fatigados y sangraban. Lentamente y renqueando volvieron hacia la granja. El espectáculo de los camaradas muertos que yacían sobre el pasto, hizo llorar a algunos. Y durante un rato se detuvieron desconsolados y en silencio en el lugar donde antes estuviera el molino. Sí, ya no estaba; ¡casi hasta el último rastro de su labor había desaparecido! Incluso los cimientos estaban parcialmente destruidos. Y para reconstruirlo no podrían esta vez, como antes, utilizar las piedras caídas. Hasta ellas desaparecieron. La fuerza de la explosión las arrojó a cientos de yardas de distancia. Era como si el molino nunca hubiera existido.

Cuando se aproximaron a la granja, Squealer, que inexplicablemente estuvo ausente durante la lucha, vino saltando hacia ellos, meneando la cola y rebosando de alegría. Y los animales oyeron, desde la dirección de los edificios de la granja, el solemne estampido de una escopeta.

-  ¿A qué se debe ese disparo? preguntó Boxer.

-  ¡Es para celebrar nuestra victoria! gritó Squealer.

-  ¿Qué victoria?, exclamó Boxer. Sus rodillas estaban sangrando, había perdido una herradura, tenía rajado el casco y una docena de perdigones incrustados en una pata trasera.

-  ¿Qué victoria, camarada? ¿No hemos arrojado al enemigo de nuestro suelo, el suelo sagrado de Granja Animal?

-  Pero han destruido el molino. ¡Y nosotros hemos trabajado durante dos años para construirlo! ¿Qué importa? Construiremos otro molino. Construiremos seis molinos si queremos. No apreciáis, camarada, la importancia de lo que hemos hecho. El enemigo estaba ocupando este suelo que pisamos. ¡Y ahora, gracias a la dirección del camarada Napoleón, hemos reconquistado cada pulgada del mismo!

-  Entonces, ¿hemos recuperado nuevamente lo que teníamos antes? preguntó Boxer.

-  Esa es nuestra victoria, agregó Squealer.

Entraron renqueando al patio. Los perdigones bajo la piel de la pata de Boxer le ardían dolorosamente. Veía ante sí la pesada labor de reconstruir el molino desde los cimientos y, en su imaginación, se preparaba para la tarea. Pero por primera vez se le ocurrió que él tenía once años de edad y que tal vez sus poderosos músculos ya no fueran lo que habían sido antes.

Pero cuando los animales vieron flamear la bandera verde, sintieron disparar nuevamente la escopeta, siete veces fue disparada en total, y escucharon el discurso que pronunció Napoleón, felicitándolos por su conducta, les pareció que, después de todo, habían logrado una gran victoria. Los muertos en la batalla recibieron un entierro solemne. Boxer y Clover tiraron del carro que sirvió de coche fúnebre y Napoleón mismo encabezó la comitiva. Durante dos días enteros se efectuaron festejos. Hubo canciones, discursos y más disparos de escopeta y se hizo un obsequio especial de una manzana para cada animal, con dos onzas de maíz para cada ave y tres bizcochos para cada perro. Se anunció que la Batalla sería llamada del Molino y que Napoleón había creado una nueva condecoración, la Orden del Estandarte Verde, que él se otorgó a sí mismo. En el regocijo general se olvidó el infortunado incidente de los billetes de banco.

Unos días después los cerdos hallaron un cajón de whisky en el sótano de la casa. Había sido pasado por alto en el momento de ocupar el edificio. Esa noche se oyeron desde la casa canciones en voz alta, donde, para sorpresa de todos, se entremezclaban los acordes de Bestias de Inglaterra. A eso de las nueve y media se vio a Napoleón, luciendo una vieja galera del señor Jones, salir por la puerta trasera, galopar alrededor del patio y desaparecer adentro nuevamente. Pero, por la mañana, reinaba un silencio profundo en la casa. Ni un cerdo se movía. Eran casi las nueve cuando Squealer hizo su aparición, caminando lenta y displicentemente; sus ojos estaban opacos, la cola le colgaba débilmente y tenía el aspecto de estar seriamente enfermo. Reunió a los animales y les dijo que tenía que comunicarles malas noticias. ¡El camarada Napoleón se estaba muriendo!

Las muestras de dolor se elevaron en un solo grito unánime. Se colocó paja en todas las entradas de la casa y los animales caminaban de puntillas. Con lágrimas en los ojos se preguntaban unos a otros qué harían si perdieran a su líder. Se difundió el rumor de que Snowball, a pesar de todo, había logrado introducir veneno en la comida de Napoleón. A las once salió Squealer para comunicar otro anuncio. Como último acto sobre la Tierra, el camarada Napoleón emitía un solemne decreto: el hecho de beber alcohol sería castigado con la muerte.

Al anochecer, sin embargo, Napoleón parecía estar mejor, a la mañana siguiente Squealer pudo decirles que se hallaba en vías de franco restablecimiento. Esa misma noche Napoleón estaba en pie y al otro día se supo que había ordenado a Whymper que comprara en Willingdon algunos folletos sobre la elaboración y destilación de bebidas. Una semana después Napoleón ordenó que el campo detrás de la huerta, destinado como lugar de pastoreo para animales, retirados del trabajo, fuera arado. Se dijo que el campo estaba agotado y era necesario cultivarlo de nuevo, pero pronto se supo que Napoleón tenía intención de sembrarlo con cebada. Más o menos por esa época ocurrió un incidente raro que casi nadie entendió. Una noche, a eso de las doce, se oyó un fuerte estrépito en el patio, y los animales salieron corriendo de sus corrales. Era una clara noche de luna. Al pie de la pared del granero principal, donde figuraban inscritos los Siete Mandamientos, se encontraba una escalera rota en dos pedazos. Squealer, momentáneamente aturdido, estaba tendido al lado, y muy a mano había una linterna, un pincel y un tarro volcado de pintura blanca. Los perros inmediatamente formaron un círculo alrededor de Squealer, y lo escoltaron de vuelta a la casa en cuanto pudo caminar. Ninguno de los animales lograba entender lo que significaba eso, excepto el viejo Benjamín, que movía el hocico con aire de entendimiento aparentando comprender, pero sin decir nada.

Pero unos cuantos días después Muriel, que estaba leyendo los Siete Mandamientos, notó que había otro de ellos que los animales recordaban en mala forma. Ellos creían que el Quinto Mandamiento decía: Ningún animal beberá alcohol, pero pasaron por alto dos palabras. Ahora el Mandamiento expresaba: Ningún animal beberá alcohol “en exceso”.  

 

Capítulo 9

El casco malherido de Boxer tardó mucho en sanar. Habían comenzado la reconstrucción del molino al día siguiente de terminarse los festejos de la victoria. Boxer se negó a tomar ni siquiera un día franco, e hizo cuestión de honor el no dejar ver que estaba dolorido. Por las noches le admitía reservadamente a Clover que el casco le molestaba mucho. Clover lo curaba con emplastos de hierbas, que preparaba mascándolas, y tanto ella como Benjamín, pedían a Boxer que trabajara menos. “Los pulmones de un caballo no son eternos”, le decía ella. Pero Boxer no le hacía caso. Sólo le quedaba aún, dijo él, una verdadera ambición: ver el molino bien adelantado antes de llegar a la edad de retirarse.

Al principio, cuando se formularon las leyes de Granja Animal, se fijaron las siguientes edades para jubilarse: caballos y cerdos a los doce años, vacas a los catorce, perros a los nueve, ovejas a los siete y las gallinas y los gansos a los cinco. Se establecieron pensiones liberales para la vejez. Hasta entonces ningún animal se había retirado, pero últimamente la discusión del asunto fue en aumento. Ahora que el campo detrás de la huerta quedó destinado para la cebada, circulaba el rumor de que alambrarían un rincón de la pradera larga convirtiéndolo en campo de pastoreo para animales jubilados. Para caballos, se decía, la pensión sería de cinco libras de maíz por día y, en invierno, quince libras de heno, con una zanahoria o posiblemente una manzana los días de fiesta. Boxer iba a cumplir los doce años a fines del verano del año siguiente.

Mientras tanto, la vida seguía dura. El invierno fue tan frío como el anterior, y la comida aún más escasa. Nuevamente fueron reducidas todas las raciones, exceptuando las de los cerdos y las de los perros. “Una igualdad demasiado rígida en las raciones explicó Squealer, sería contraria a los principios del Animalismo”. De cualquier manera, no tuvo dificultad en demostrar a los demás que, en realidad, no estaban faltos de comida, cualesquiera fueran las apariencias. Ciertamente, fue necesario hacer un reajuste de las raciones (Squealer siempre hablaba de un “reajuste”, nunca de una “reducción”), pero comparado con los tiempos de Jones, la mejoría era enorme. Leyéndoles las cifras con voz chillona y rápida, les demostró detalladamente que contaban con más avena, más heno, más nabo del que tenían en el tiempo de Jones, que trabajaban menos horas, que el agua que bebían era de mejor calidad, que vivían más años que una mayor proporción de criaturas sobrevivía la infancia y que tenían más paja en sus corrales y menos pulgas. Los animales creyeron todo lo que dijo. En verdad, Jones y lo que él representaba casi se habían borrado de sus memorias. Ellos sabían que la vida era dura y áspera, que muchas veces tenían hambre y frío, y generalmente estaban trabajando cuando no dormían. Pero, sin duda, fue peor en los viejos tiempos. Sentíanse contentos de creerlo así. Además, en aquellos días fueron esclavos y ahora eran libres, y eso representaba mucha diferencia, como Squealer no dejaba de señalarles.

Había muchas bocas más que alimentar. En el otoño las cuatro cerdas tuvieron crías simultáneamente amamantando entre todas treinta y una cochinillas. Los jóvenes cerdos eran manchados, y como Napoleón era el único verraco en la granja, fue posible adivinar su origen paterno. Se anunció que más adelante, cuando se compraran ladrillos y maderas, se construiría una escuela en el jardín. Mientras tanto, los lechones fueron educados por Napoleón mismo en la cocina de la casa. Hacían su gimnasia en el jardín, y se les disuadía de jugar con los otros animales jóvenes. En esa época, se implantó también la regla que cuando un cerdo o cualquier otro animal se encontraban en el camino, el segundo debía hacerse a un lado; y asimismo que los cerdos de cualquier categoría, iban a tener el privilegio de usar cintas en la cola los domingos.

La granja tuvo un año bastante próspero, pero aun andaban escasos de dinero. Faltaba adquirir los ladrillos, arena y cemento para la escuela e iba a ser necesario ahorrar nuevamente para la maquinaria del molino. Se requería, además, petróleo para las lámparas, velas para la casa, azúcar para la mesa de Napoleón (prohibió esto a los otros cerdos, basándose en que los hacía engordar) y todos los repuestos corrientes, como herramientas, clavos, hilos, carbón, alambre, hierro viejo y bizcocho para los perros. Una parva de heno y una parte de la cosecha de papas fueron vendidas y el contrato de huevos se aumentó a seiscientos por semana, de manera que ese año las gallinas apenas empollaron suficientes pollitos para mantener las cifras al mismo nivel. Las raciones, rebajadas en diciembre, fueron disminuidas nuevamente en febrero, y se prohibieron las linternas en los corrales para economizar petróleo. Pero los cerdos parecían estar bastante cómodos en realidad, aumentaban de peso. Una tarde, a fines de febrero, un tibio, rico y apetitoso aroma, como jamás habían percibido los animales, llegó al patio, transportado por la brisa, desde la casita donde se elaboraba cerveza, en desuso en los tiempos de Jones, y que se encontraba más allá de la cocina. Alguien dijo que era el olor de la cebada hirviendo. Los animales husmearon hambrientos el aire y se preguntaban si se les estaba preparando una masa caliente para la cena. Pero no apareció ninguna masa caliente, y el domingo siguiente se anunció que desde ese momento toda la cebada sería reservada para los cerdos. El campo detrás de la huerta ya había sido sembrado con cebada. Y pronto se supo que todos los cerdos recibían una ración de una pinta de cerveza por día, y medio galón para el mismo Napoleón, que siempre se la servía en la sopera del juego guardado en la vitrina de cristal.

Pero si bien no faltaban penurias que aguantar, en parte estaban compensadas por el hecho de que la vida tenía mayor dignidad que antes. Había más canciones, más discursos, más procesiones. Napoleón ordenó que vez por semana se hiciera algo denominado Demostración Espontánea, cuyo objeto era celebrar las luchas y triunfos de Granja Animal. A la hora indicada los animales abandonaban sus tareas y marchaban por los límites de la granja en formación militar, con los cerdos a la cabeza, luego los caballos, las vacas, las ovejas y después las aves. Los perros iban a los flancos y a la cabeza de todos marchaba el gallo negro de Napoleón. Boxer y Clover llevaban siempre una bandera verde marcada con el asta y la pezuña y el encabezamiento: “¡Viva el Camarada Napoleón!” Luego venían recitales de poemas compuestos en honor de Napoleón y un discurso de Squealer dando los detalles de los últimos aumentos en la producción de alimentos, y en algunas ocasiones se disparaba un tiro de escopeta. Las ovejas eran las más aficionadas a las Demostraciones Espontáneas, y si alguien, se quejaba (como lo hacían a veces algunos animales, cuando no había cerca cerdos ni perros) alegando que se pierde el tiempo y se aguanta un largo plantón en el frío, las ovejas lo silenciaban infaliblemente con un tremendo: “¡Cuatro patas sí, dos pies no!” Pero, a la larga, a los animales les gustaban esas celebraciones. Resultaba satisfactorio el recuerdo de que, después de todo, ellos eran realmente sus propios amos y que todo el trabajo que efectuaban era en beneficio propio. Y así, con las canciones, las procesiones, las listas de cifras de Squealer, el tronar de la escopeta, el cacareo del gallo y el flamear de la bandera, podían olvidar que sus barrigas estaban vacías, al menos por algún tiempo.

En abril, Granja Animal fue proclamada República, y se hizo necesario elegir un Presidente. Había un solo candidato: Napoleón, que resultó elegido por unanimidad. El mismo día se reveló que se habían descubierto nuevos documentos dando más detalles referentes a la complicidad de Snowball con Jones. Parecía que Snowball no sólo trató de hacer perder la Batalla del Establo de las Vacas mediante una estratagema, como suponían antes los animales, sino que estuvo peleando abiertamente a favor de Jones. En realidad, fue él quien dirigió las fuerzas humanas y arremetió en la batalla con las palabras “¡Viva la Humanidad!” Las heridas sobre el lomo de Snowball, que varios animales aún recordaban haber visto, fueron infligidas por los dientes de Napoleón.

A mediados del verano, Moses, el cuervo, reapareció repentinamente en la granja, tras una ausencia de varios años. No había cambiado nada, continuaba sin hacer trabajo alguno y se expresaba igual que siempre respecto al Monte Caramelo. Solía pararse sobre un poste, batía sus negras alas y hablaba durante horas a cualquiera que quisiera escucharlo. “Allá arriba, camaradas, decía señalando solemnemente el cielo con su pico largo, allá arriba, justo detrás de esa nube oscura que ustedes pueden ver, allá está situado Monte Caramelo, esa tierra feliz, donde nosotros, pobres animales descansaremos para siempre de nuestras labores”. Hasta sostenía que estuvo allí en uno de sus vuelos a gran altura y había visto los campos sempiternos de trébol y las tortas de semilla de lino y los terrones de azúcar creciendo en los cercos. Muchos de los animales le creían. Actualmente, razonaban ellos, sus vidas no eran más que hambre y trabajo; ¿no resultaba, entonces, correcto y justo que existiera un mundo mejor en alguna parte? Una cosa difícil de determinar era la actitud de los cerdos hacia Moses. Todos ellos declaraban desdeñosamente, que sus cuentos respecto a Monte Caramelo eran mentiras y, sin embargo, le permitían permanecer en la granja, sin trabajar, con una pequeña ración de cerveza por día.

Después de habérsele curado el casco, Boxer trabajó más fuerte que nunca. En verdad, todos los animales trabajaron como esclavos ese año. Aparte de las faenas corrientes de la granja y la reconstrucción del molino, estaba la escuela para los cerditos, que se comenzó en marzo. A veces las largas horas de trabajo con insuficiente comida eran difíciles de aguantar, pero Boxer nunca vaciló. En nada de lo que él decía o hacía se exteriorizaba señal alguna de que su fuerza ya no fuese la de antes. Únicamente su aspecto estaba un poco cambiado; su pelaje era menos brillante y sus ancas parecían haberse contraído. Los demás decían que Boxer se restablecería cuando apareciera el pasto de primavera; pero llegó la primavera y Boxer no engordó. A veces, en la ladera que lleva hacia la cima de la cantera, cuando esforzaba sus músculos contra el peso de alguna piedra enorme, parecía que nada lo mantenía en pie, excepto su voluntad de continuar. En dichas ocasiones se veía que sus labios formulaban las palabras “Trabajaré más fuerte”; voz no le quedaba. Nuevamente Clover y Benjamín le advirtieron que cuidara su salud, pero Boxer no prestó atención. Su decimosegundo cumpleaños se aproximaba. No le importaba lo que iba a suceder con tal que se hubiera acumulado una buena cantidad de piedra antes de que él jubilara.

Un día de verano, al anochecer, se difundió rápidamente por la granja el rumor de que algo le había sucedido a Boxer. Se había ido solo a arrastrar un montón de piedras hasta el molino. Y, en efecto, el rumor era verdad. Unos minutos después dos palomas llegaron a todo vuelo con la noticia: “¡Boxer ha caído! ¡Está tendido de costado y no se puede levantar!”

Aproximadamente la mitad de los animales de la granja salieron corriendo hacia la loma donde estaba el molino. Allí yacía Boxer, entre las varas del carro, el pescuezo estirado, sin poder levantar la cabeza. Tenía los ojos vidriosos y sus costados estaban cubiertos de sudor. Un hilillo de sangre le salía por la boca. Clover cayó de rodillas a su lado.

-  ¡Boxer! gritó, ¿cómo te sientes?

-  Es mi Pulmón dijo Boxer, con voz débil. No importa. Yo creo que podrán terminar el molino sin mí. Hay una buena cantidad de piedra acumulada. De cualquier manera, sólo me quedaba un mes más. A decir verdad, estaba esperando la jubilación. Y como también Benjamín se está poniendo viejo, tal vez le permitan retirarse al mismo tiempo, y así seremos compañeros.

-  Debemos obtener ayuda inmediatamente, reclamó Clover. Corra alguien a comunicarle a Squealer lo que ha sucedido.

Todos los animales corrieron inmediatamente hacia la casa para darle la noticia a Squealer. Solamente Clover se quedó, y Benjamín, que se acostó al lado de Boxer y, sin decir palabra, espantaba las moscas con su larga cola. Al cuarto de hora apareció Squealer, demostrando alarma y sumo interés. Dijo que el camarada Napoleón, enterado con la mayor aflicción de esta desgracia que había sufrido uno de los más leales trabajadores de la granja, estaba realizando gestiones para enviar a Boxer a un hospital de Willingdon para su tratamiento. Los animales se sintieron un poco intranquilos al oír esto. Exceptuando a Mollie y Snowball, ningún otro animal había salido jamás de la granja, y no les agradaba la idea de dejar a su camarada enfermo en manos de seres humanos. Sin embargo, Squealer los convenció fácilmente de que el veterinario en Willingdon podía tratar el caso de Boxer más satisfactoriamente que en la Granja. Y media hora después, cuando Boxer se repuso un poco, lo levantaron con cierta dificultad, y así logró volver, renqueando, hasta su pesebrera, donde Clover y Benjamín le habían preparado una confortable cama de paja.

Durante los dos días siguientes, Boxer permaneció echado. Los cerdos habían enviado una botella grande del remedio rosado que encontraron en el botiquín del cuarto de baño, y Clover se lo administraba a Boxer dos veces al día después de las comidas. Por las tardes permanecía en la pesebrera conversando con él, mientras Benjamín le espantaba las moscas. Boxer manifestó que no lamentaba lo que había pasado. Si se reponía, podría vivir unos tres años más, y pensaba en los días apacibles que pasaría en el rincón de la pradera grande. Sería la primera vez que tendría tiempo libre, para estudiar y perfeccionarse. Tenía intención, dijo, de dedicar el resto de su vida a aprender las veintidós letras restantes del abecedario.

Sin embargo, Benjamín y Clover sólo podían estar con Boxer después de las horas de trabajo, y a mediodía llegó el carro para llevárselo. Los animales estaban trabajando, eliminando las malezas de los nabos bajo la supervisión de un cerdo, cuando fueron sorprendidos al ver a Benjamín venir al galope desde la casa, rebuznando con todas sus fuerzas. Nunca habían notado a Benjamín tan excitado; en verdad, era la primera vez que alguien lo veía galopar. “¡Pronto, pronto!, gritó. ¡Vengan enseguida! ¡Se están llevando a Boxer!” Sin esperar órdenes del cerdo, los animales abandonaron el trabajo y corrieron hacia los edificios de la granja. Efectivamente, en el patio había un carro cerrado con letreros en los costados, tirado por dos caballos, y un hombre de aspecto taimado en el asiento del conductor. La pesebrera de Boxer estaba vacía.

Los animales se agolparon junto al carro.

-  ¡Adiós, Boxer!, gritaron a coro, ¡adiós!

-  ¡Tontos! ¡Estúpidos! exclamó Benjamín saltando alrededor de ellos y pateando el suelo con sus cascos menudos. ¡Tontos! ¿No veis lo que está escrito en los lados de ese carro?

Eso apaciguó a los animales y se hizo el silencio. Muriel comenzó a deletrear las palabras. Pero Benjamín la empujó a un lado y en medio de un silencio sepulcral leyó:

-  “Alfredo Simmonds, matarife de caballos y fabricante de cola, Willingdon. Comerciante en cueros y harina de huevos. Se suministran perreras”.

-  ¿No entienden lo que significa eso? ¡Lo llevan al descuartizador!

Los animales lanzaron un grito de horror. En ese momento el conductor fustigó a los caballos y el carro partió del patio a un trote ligero. Todos los animales lo siguieron, gritando. Clover se adelantó al frente. El carro comenzó a tomar velocidad. Clover intentó galopar, pero sus pesadas patas sólo alcanzaron medio galope.

-  ¡Boxer!, gritó ella. ¡Boxer! ¡Boxer!

Y justo en ese momento, como si hubiera oído el alboroto afuera, la cara de Boxer, con la mancha blanca en el hocico, apareció por la ventanilla trasera del carro. ¡Boxer!, gritó Clover con terrible voz. ¡Boxer! ¡Sal de ahí! ¡Sal pronto! ¡Te llevan hacia la muerte!

Todos los animales se pusieron a gritar: “¡Sal de ahí, Boxer, sal de ahí!”, pero el carro ya había tomado velocidad y se alejaba de ellos. No se supo si Boxer entendió lo que dijo Clover. Pero un instante después su cara desapareció de la ventanilla y se sintió el ruido de tamboreo de cascos dentro del carro. Estaba tratando de abrirse camino a patadas. En otros tiempos, unas cuantas coces de los cascos de Boxer hubieran hecho añicos el carro. Pero, desgraciadamente, su fuerza lo había abandonado; y al poco tiempo el ruido de los cascos, se hizo débil y se apagó. En su desesperación los animales comenzaron a apelar a los dos caballos que tiraban del carro para que se detuvieran. “¡Camaradas, camaradas!, gritaron, ¡No llevéis a vuestro propio hermano hacia la muerte!” Pero las estúpidas bestias, demasiado ignorantes para darse cuenta de lo que ocurría, echaron atrás las orejas y aceleraron el paso. La cara de Boxer no volvió a aparecer por la ventanilla. Era demasiado tarde cuando a alguien se le ocurrió adelantarse para cerrar el portón; en un instante el carro salió y desapareció por el camino. Boxer no volvió a ser visto. Tres días después se anunció que había muerto en el hospital de Willingdon, no obstante recibir toda la atención que se podía dispensar a un caballo, Squealer anunció la noticia a los demás. Él había estado presente, dijo, durante las últimas horas de Boxer.

- ¡Fue la escena más conmovedora que jamás haya visto!, expresó Squealer, levantando una pata para enjugar una lágrima. Estuve al lado de su cama hasta el último instante. Y al final, casi demasiado débil para hablar, me susurró que su único pesar era morir antes de haberse terminado el molino. “Adelante camaradas, murmuró. Adelante en nombre de la Rebelión. ¡Viva Granja Animal! ¡Viva el camarada Napoleón! ¡Napoleón siempre tiene razón!” Esas fueron sus últimas palabras, camaradas.

Aquí el porte de Squealer cambió repentinamente. Permaneció callado un instante, y sus ojillos lanzaron miradas de desconfianza de un lado a otro antes de continuar. Había llegado a su conocimiento, dijo, que un rumor disparatado y malicioso circuló cuando se llevaron a Boxer. Algunos animales notaron que el carro que transportó a Boxer llevaba la inscripción “Matarife de caballos”, y sacaron precipitadamente la conclusión de que ése era, en realidad, el destino de Boxer. Resultaba casi increíble, dijo Squealer, que un animal pudiera ser tan estúpido. Seguramente, gritó indignado, agitando la cola y saltando de lado a lado, seguramente ellos conocían a su querido líder, camarada Napoleón, mejor que eso. Pero la explicación, en verdad, era muy sencilla. El carro fue anteriormente propiedad del descuartizador y había sido comprado por el veterinario, que aún no había borrado el nombre anterior. Así fue como surgió el error.

Los animales quedaron muy aliviados al escuchar esto. Y cuando Squealer continuó dándoles más detalles gráficos del lecho de muerte de Boxer, la admirable atención que recibió y las costosas medicinas que pagara Napoleón sin fijarse en el costo, sus últimas dudas desaparecieron y el pesar que sintieran por la muerte de su camarada fue mitigado por la idea de que, al menos, había muerto feliz.

Napoleón mismo apareció en la reunión del domingo siguiente y pronunció una breve oración a la memoria de Boxer. No era posible traer de vuelta los restos de su lamentado camarada para ser enterrados en la granja, pero había ordenado que se confeccionara una gran corona con los laureles del jardín de la casa, para ser colocada sobre la tumba de Boxer. Y pasados unos días los cerdos pensaban realizar un banquete conmemorativo en su honor. Napoleón finalizó su discurso recordándoles los dos lemas favoritos de Boxer: “Trabajaré más fuerte” y “El camarada Napoleón tiene razón siempre”, lemas, dijo, que todo animal haría bien en adoptar para sí mismo.

El día fijado para el banquete, el carro de un almacenero vino desde Willingdon y descargó un gran cajón de madera. Esa noche se oyó el ruido de cantos bullangueros, seguidos por algo que parecía una violenta disputa que terminó a eso de las once con un tremendo estrépito de vidrios. Nadie se movió en la casa antes del mediodía siguiente y se corrió la voz de que, en alguna forma, los cerdos se habían agenciado dinero para comprar otro cajón de whisky.  

Capítulo 10

Pasaron los años. Las estaciones llegaron y se fueron; las cortas vidas de los animales pasaron volando. Llegó una época en que ya no había nadie que recordara los viejos días anteriores a la Rebelión, exceptuando a Clover, Benjamín, Moses el cuervo, y algunos cerdos.

Muriel había muerto; Bluebell, Jessie y Pincher habían muerto. Jones también murió: falleció en un hogar para borrachos en otra parte del condado. Snowball fue olvidado. Boxer estaba olvidado asimismo, excepto por los pocos que lo habían tratado. Clover era ya una yegua vieja y gorda, con las articulaciones endurecidas y con tendencia al reuma. Ya hacía dos años que había cumplido la edad para retirarse, pero en realidad ningún animal se había jubilado. Hacía tiempo que no se hablaba de apartar un rincón del campo de pastoreo para animales jubilados. Napoleón era ya un cerdo maduro, de unos ciento cincuenta kilos. Squealer estaba tan gordo que tenía dificultad para ver más allá de sus narices. Únicamente el viejo Benjamín estaba más o menos igual que siempre, exceptuando que el hocico lo tenía más canoso y, desde la muerte de Boxer, estaba más malhumorado y taciturno que nunca.

Había muchos más animales que antes en la granja, aunque el aumento no era tan grande como se esperara en los primeros años. Nacieron numerosos animales, para quienes la Rebelión era una tradición casi olvidada, transmitida de palabra; y otros, que habían sido adquiridos, jamás oyeron hablar de semejante cosa antes de su llegada. La granja poseía ahora tres caballos, además de Clover. Eran bestias de prestancia, trabajadores de buena voluntad y excelentes camaradas, pero muy estúpidos. Ninguno de ellos logró aprender el alfabeto más allá de la letra B. Aceptaron todo lo que se les contó respecto a la rebelión y los principios del Animalismo, especialmente por Clover, a quien tenían un respeto casi filial; pero era dudoso que hubieran entendido mucho de lo que se les dijo.

La Granja estaba más próspera mejor organizada, hasta había sido ampliada con dos franjas de tierra compradas al señor Pilkington. El molino quedó terminado al fin, y la granja poseía una trilladora, un elevador de heno propios, agregándose también varios edificios. Whymper se había comprado un coche. El molino, sin embargo, no fue empleado para producir energía eléctrica. Se utilizó para moler maíz y produjo una excelente utilidad en efectivo. Los animales estaban trabajando mucho en la construcción de otro molino más: cuando éste estuviera terminado, según se decía, se instalarían allí las dínamos. Pero los lujos con que Snowball hiciera soñar a los animales, las pesebreras con luz eléctrica y agua caliente y fría, y la semana de tres días, ya no se mencionaban. Napoleón había censurado estas ideas por considerarlas contrarias al espíritu del Animalismo. La verdadera felicidad, dijo él, consistía en trabajar mucho y vivir frugalmente.

De algún modo parecía como si la granja se hubiera enriquecido sin enriquecer a los animales mismos: exceptuando, naturalmente, los cerdos y los perros. Tal vez eso se debiera en parte a que había tantos cerdos y tantos perros. No era que esos animales no trabajaran su manera. Existía, como Squealer nunca se cansaba de explicarles, un sinfín de labor en la supervisión y organización de la granja. Gran parte de este trabajo tenía características tales que los demás animales eran demasiado ignorantes para concebirlo. Por ejemplo, Squealer les dijo que los cerdos tenían que realizar un esfuerzo enorme todos los días acerca de unas cosas misteriosas llamadas “legajos”, “informes”, “actas” y “memorándum”. Se trataba de largas hojas de papel que tenían que ser llenadas totalmente con escritura, y tan pronto estaban así cubiertas eran quemadas en el horno. Esto era de suma importancia para el bienestar de la granja, señaló Squealer. Pero de cualquier manera, ni los cerdos ni los perros producían nada comible mediante su propio trabajo; había muchos de ellos, y siempre tenían buen apetito.

En cuanto a los otros, su vida, por lo que ellos sabían, era lo que fue siempre. Generalmente tenían hambre, dormían sobre paja, bebían de la laguna, trabajaban en el campo; en invierno sufrían los efectos del frío y en verano de las moscas. A veces los más viejos entre ellos esforzaban sus turbias memorias y trataban de determinar si en los primeros días de la Rebelión, cuando la expulsión de Jones aún era reciente, las cosas fueron mejor o peor que ahora. No alcanzaban a recordar. No había con qué comparar su vida presente, no tenían en qué basarse, exceptuando las listas de cifras de Squealer que, invariablemente, demostraban que todo mejoraba más y más. Los animales no encontraron solución al problema; de cualquier forma, tenían ahora poco tiempo para especular con estas cosas. Únicamente el viejo Benjamín manifestaba recordar cada detalle de su larga vida y saber que las cosas nunca fueron, ni podrían ser, mucho mejor o mucho peor; el hambre, la opresión y el desengaño eran, así dijo él, la ley inalterable de la vida. Y, sin embargo, los animales nunca abandonaron sus esperanzas. Más aún, jamás perdieron, ni por un instante, su sentido del honor y el privilegio de ser miembros de Granja Animal. Todavía era la única granja en todo el condado, ¡en toda Inglaterra!, poseída y manejada por animales. Ninguno, ni el más joven, ni siquiera los recién llegados, traídos desde granjas a diez o veinte millas de distancia, jamás dejó de maravillarse de ello. Y cuando sentían tronar la escopeta y veían la bandera verde ondeando al tope del mástil, sus corazones se hinchaban de orgullo inagotable, la conversación y siempre giraba en torno a los heroicos días de antaño: la expulsión de Jones, la inscripción de los Siete Mandamientos, las grandes batallas en que los invasores humanos fueron derrotados. Ninguno de los viejos ensueños había sido abandonado. La República de los Animales que Mayor pronosticaba, cuando los campos verdes de Inglaterra no fueran hollados por pies humanos, todavía era su creencia. Algún día llegaría; tal vez no fuera pronto, quizá no sucediera durante la existencia de la actual generación de animales, pero vendría. Hasta la canción Bestias de Inglaterra era seguramente tarareada a escondidas, aquí o allá; de cualquier manera era un hecho que todos los animales de la Granja la conocían, aunque ninguno se hubiera atrevido a cantarla en voz alta. Podría ser que sus vidas fueran penosas y que no todas sus esperanzas se vieran cumplidas; pero tenían conciencia de no ser como otros animales. Si pasaban hambre, no lo era por alimentar a tiránicos seres humanos; si trabajaban mucho, al menos lo hacían para ellos mismos. Ninguno caminaba sobre dos pies. Ninguno llamaba a otro “amo”. Todos los animales eran iguales.

Un día, a principios de verano, Squealer ordenó a las ovejas que lo siguieran, y las condujo hacia un pedazo de tierra no cultivada en el otro extremo de la granja, cubierto por retoños de abedul. Las ovejas pasaron todo el día allí comiendo las hojas bajo la supervisión de Squealer. Al anochecer, él volvió a la casa, pero, como hacía calor, les dijo a las ovejas que se quedaran donde estaban. Al final permanecieron allí toda la semana y en ese lapso los demás animales no las vieron para nada. Squealer permanecía con ellas durante la mayor parte del día. Dijo que les estaba enseñando una nueva canción, para lo cual se necesitaba el aislamiento. Una tarde placentera, al poco tiempo de haber vuelto las ovejas, los animales ya habían terminado de trabajar y regresaban hacia los edificios de la granja, se oyó desde el patio el relincho aterrorizado de un caballo. Alarmados, los animales se detuvieron bruscamente. Era la voz de Clover. Relinchó de nuevo y todos se lanzaron al galope entrando precipitadamente en el patio. Entonces observaron lo que Clover había visto.

Era un cerdo caminando sobre sus patas traseras.

Sí, era Squealer. Un poco torpemente, como si no estuviera del todo acostumbrado a sostener su gran volumen en esa posición, pero con perfecto equilibrio, estaba paseándose por el patio. Y un rato después, por la puerta de la casa apareció una larga fila de cerdos, todos caminando sobre sus patas traseras. Algunos lo hacían mejor que otros, si bien uno o dos andaban un poco inseguros, dando la impresión de que les hubiera gustado el apoyo de un bastón, pero todos ellos dieron con éxito una vuelta completa por el patio. Finalmente, se oyó un tremendo ladrido de los perros y un agudo cacareo del gallo negro, y apareció Napoleón en persona, erguido majestuosamente, lanzando miradas arrogantes hacia uno y otro lado y con los perros brincando alrededor. Llevaba un látigo en la mano.

Se produjo un silencio de muerte. Asombrados, aterrorizados, acurrucados unos contra otros, los animales observaban la larga fila de cerdos marchando lentamente alrededor del patio. Era como si el mundo se hubiese vuelto patas arriba. Llegó un momento en que pasó la primera impresión y, a pesar de todo, a pesar de su terror a los perros y de la costumbre adquirida durante muchos años, de nunca quejarse, nunca criticar, podían haber emitido alguna palabra de protesta. Pero justo en ese instante, como obedeciendo a una señal, todas las ovejas estallaron en un tremendo balido: “¡Cuatro patas sí, dos patas mejor! ¡Cuatro patas sí, dos patas mejor! ¡Cuatro patas sí, dos patas mejor!”

Esto continuó durante cinco minutos sin parar. Y cuando las ovejas callaron, la oportunidad para protestar había pasado, pues los cerdos entraron nuevamente en la casa.

Benjamín sintió que un hocico le rozaba el hombro. Se volvió. Era Clover. Sus viejos ojos parecían más apagados que nunca. Sin decir nada, le tiró suavemente de la crin y lo llevó hasta el extremo del granero principal, donde estaban inscritos los Siete Mandamientos. Durante un minuto o dos estuvieron mirando la pared alquitranada con sus blancas letras.

- La vista me está fallando, dijo ella finalmente. Ni aun cuando era joven podía leer lo que estaba ahí escrito. Pero me parece que esa pared está cambiada. ¿Están igual que antes los Siete Mandamientos, Benjamín?

Por primera vez Benjamín consintió en quebrar su costumbre y leyó lo que estaba escrito en el muro. Allí no había nada, excepto un solo Mandamiento. Este decía:

TODOS LOS ANIMALES SON IGUALES,

PERO ALGUNOS SON MÁS IGUALES QUE OTROS

 Después de eso no les resultó extraño que al día siguiente los cerdos que estaban supervisando el trabajo de la granja llevaran todos, un látigo en la mano. No les pareció raro enterarse de que los cerdos se habían comprado una radio, estaban gestionando la instalación de un teléfono y se habían suscrito a John Bull, Tit-Bits y el Daily Mirror. No les resultó extraño cuando vieron a Napoleón paseando por el jardín de la casa con una pipa en la boca; no, ni siquiera cuando los cerdos sacaron la ropa del señor Jones de los roperos y se la pusieron. Napoleón apareció con una chaqueta negra, pantalones y polainas de cuero, mientras que su favorita lucía el vestido de seda que la señora Jones acostumbraba a usar los domingos. Una semana después, por la tarde, cierto número de coches llegó a la granja. Una delegación de granjeros vecinos había sido invitada para realizar una inspección. Recorrieron la granja y expresaron gran admiración por todo lo que vieron, especialmente el molino. Los animales estaban escardando el campo de nabos. Trabajaban casi sin despegar las caras del suelo y sin saber si debían temer más a los cerdos o a los visitantes humanos.

Esa noche se escucharon fuertes carcajadas y canciones desde la casa. El sonido de las voces entremezcladas despertó repentinamente la curiosidad de los animales. ¿Qué podía estar sucediendo allí, ahora que, por primera vez, animales y seres humanos estaban reunidos en igualdad de condiciones? De común acuerdo se arrastraron en el mayor silencio hasta el jardín de la casa.

En la entrada se detuvieron, un poco asustados, pero Clover avanzó resueltamente y los demás la siguieron. Fueron de puntillas hasta la casa, y los animales de mayor estatura espiaron por la ventana del comedor. Allí, alrededor de una larga mesa, estaban sentados media docena de granjeros y media docena de los cerdos más eminentes, ocupando Napoleón el sitial de honor en la cabecera. Los cerdos parecían encontrarse en las sillas completamente a sus anchas. El grupo estaba jugando una partida de naipes, pero había dejado el juego un momento, sin duda para brindar. Una jarra grande estaba pasando de mano en mano y los vasos se llenaban de cerveza una y otra vez.

El señor Pilkington, de Foxwood, se puso en pie, con un vaso en la mano. Dentro de un instante, expresó, iba a solicitar un brindis a los presentes. Pero, previamente, se consideraba obligado a decir unas palabras.

Era para él motivo de gran satisfacción, dijo, y estaba seguro que también, para todos los asistentes, comprobar que un largo periodo de desconfianza y desavenencias llegaba a su fin. Hubo un tiempo, no es que él o cualquiera de los presentes, compartieron tales sentimientos, pero hubo un tiempo en que los respetables propietarios de Granja Animal fueron considerados, él no diría con hostilidad, sino con cierta dosis de recelo por sus vecinos humanos. Se produjeron incidentes infortunados, eran corrientes las ideas equivocadas. Se creyó que la existencia de una granja poseída y manejada por cerdos era en cierto modo anormal y que podría tener un efecto perturbador en el vecindario. Demasiados granjeros supusieron, sin la debida investigación, que en dicha granja prevalecía un espíritu de libertinaje e indisciplina. Habían estado preocupados respecto a las consecuencias que ello acarrearía a sus propios animales o aun sobre sus empleados humanos. Pero todas estas dudas ya estaban disipadas. El y sus amigos acababan de visitar Granja Animal y de inspeccionar cada pulgada con sus propios ojos, ¿y qué habían encontrado? No solamente los métodos más modernos, sino una disciplina y un orden que debían servir de ejemplo para todos los granjeros de todas partes. Él creía que estaba en lo cierto al decir que los animales inferiores de

Granja Animal hacían más trabajo y recibían menos comida que cualquier animal del condado. En verdad, él y sus colegas visitantes observaron muchos detalles que pensaban implantar en sus granjas inmediatamente.

Quería terminar su discurso, dijo, recalcando nuevamente el sentimiento amistoso que subsistía, y que debía subsistir, entre Granja Animal y sus vecinos. Entre los cerdos y los seres humanos no había, y no debería haber, ningún choque de intereses de cualquier especie. Sus esfuerzos y sus dificultades eran idénticos. ¿No era el problema de los obreros el mismo en todas partes? Aquí se puso de manifiesto que el señor Pilkington se disponía a contar algún chiste bien preparado, pero por un instante lo dominó tanto la risa que no pudo articular palabra. Después de sofocarse un rato, durante el cual sus diversas papadas, enrojecieron, logró expresarse:

- ¡Si bien ustedes tienen que lidiar con sus animales inferiores, dijo, nosotros tenemos nuestras clases inferiores!

Esta bonmot los hizo desternillarse de risa; y el señor Pilkington nuevamente felicitó a los cerdos por las magras raciones, las largas horas de trabajo y la falta general de trato blando que observara en Granja Animal.

Y ahora, dijo finalmente, iba a pedir a los presentes que se pusieran de pie y se cercioraran de que sus vasos estaban llenos.

-              Señores, concluyó el señor Pilkington, señores, les propongo un brindis: ¡Por la prosperidad de Granja Animal!

 Hubo un vitoreo entusiasta y un golpear de pies y patas. Napoleón estaba tan complacido, que dejó su lugar y dio la vuelta a la mesa para chocar su vaso contra el del señor Pilkington antes de vaciarlo. Cuando terminó el vitoreo, Napoleón, que permanecía de pie, insinuó que también él tenía que decir algunas palabras. Como en todos sus discursos, Napoleón fue breve y al grano. El también, dijo, estaba contento de que el período de desavenencias llegara a su fin. Durante mucho tiempo hubo rumores propalados, él tenía motivos para creer que por algún enemigo maligno, de que existía algo subversivo y hasta revolucionario entre su punto de vista y el de sus colegas. Se les atribuyó la intención de fomentar la rebelión entre los animales de las granjas vecinas. ¡Nada podía estar más lejos de la verdad! Su único deseo, ahora y en el pasado, era vivir en paz y mantener relaciones normales con sus vecinos. Esta granja que él tenía el honor de controlar, agregó, era una empresa cooperativa. Los títulos de propiedad, que estaban en su poder, pertenecían a todos los cerdos en conjunto.

El no creía, dijo, que aún quedaran rastros de las viejas sospechas, pero se acababan de introducir ciertos cambios en la rutina de la granja que tendrían el efecto de promover aún más la confianza. Hasta entonces los animales de la granja tenían una costumbre algo tonta de dirigirse unos a otros como “camarada”. Eso iba a ser suprimido. También existía una modalidad muy rara, cuyo origen era desconocido: la de desfilar todo los domingos por la mañana ante el cráneo de un cerdo clavado en un poste del jardín. Eso también iba a ser eliminado, y el cráneo ya fue enterrado. Sus visitantes habían observado asimismo la bandera verde que ondeaba al tope del mástil. En ese caso, seguramente notaron que el asta y la pezuña blanca con que estaba marcada anteriormente fueron eliminadas. En adelante, sería simplemente una bandera verde.

Tenía que hacer una sola crítica al magnífico y amistoso discurso del señor Pilkington. El señor Pilkington hizo referencia en todo momento a Granja Animal. No podía saber, naturalmente, porque él, Napoleón, ahora lo anunciaba por primera vez, que el nombre Granja Animal había sido abolido. Desde ese momento la granja iba a ser conocida como Granja Manor, el cual, creía, fue su nombre verdadero y original.

-              Señores, concluyó Napoleón, os voy a proponer el mismo brindis de antes, pero en otra forma, llenad los vasos hasta el borde. Señores, éste es mi brindis: ¡Por la prosperidad de Granja Manor!

Se repitió el mismo cordial vitoreo de antes y los vasos fueron vaciados de un trago. Pero a los animales que desde fuera observaban la escena les pareció que algo raro estaba ocurriendo. ¿Qué era lo que se había alterado en los rostros de los cerdos? Los viejos y apagados ojos de Clover pasaron rápida y alternativamente de un rostro a otro. Algunos tenían cinco papadas, otros tenían cuatro, aquéllos tenían tres. Pero ¿qué era lo que parecía diluirse y transformarse? Luego; finalizados los aplausos, los concurrentes tomaron nuevamente los naipes y continuaron la partida interrumpida, alejándose los animales en silencio.

Pero no habían dado veinte pasos cuando se pararon bruscamente. Un alboroto de voces venía desde la casa. Corrieron de vuelta y miraron nuevamente por la ventana. Sí, se estaba desarrollando una violenta discusión: gritos, golpes sobre la mesa, miradas penetrantes y desconfiadas, negativas furiosas. El origen del conflicto parecía ser que tanto Napoleón como el señor Pilkington habían jugado simultáneamente un as de espadas cada uno.

Doce voces estaban gritando enfurecidas, y eran todas iguales. No existía duda de lo que sucediera a las caras de los cerdos. Los animales de afuera miraron del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo, y nuevamente del cerdo al hombre; pero ya era imposible discernir quién era quién.

 f i n


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