Introducción
George Orwell, cuyo verdadero nombre era Eric Blair, nació en
la ciudad de Bengala, en la India, en 1903, y falleció en Londres, en 1950. De
origen escocés, estudió en Inglaterra, pero regresó a la India, donde formó
parte de la policía imperial. En 1928 volvió a Europa. Vivió en París, ciudad
en la que llevó una dura existencia; luego se trasladó a Londres y allí trabajó
como maestro de escuela y en una librería. Aquellos años serían descritos en su
primer libro Mis años de miseria en París
y Londres, en el que se marca la tendencia social que caracteriza toda la
obra, de Orwell.
En 1934 publicó sus dos primeras novelas: Días birmanos y La hija del cura, esta última sobre la vida
inglesa. Dos años después editó otras dos obras: la novela Mantén en alto la aspidistra y El camino del muelle Wigan, libro en
que describe los efectos de la depresión y examina las perspectivas del
socialismo en Inglaterra. Orwell fue siempre socialista, pero extremadamente
crítico. Participó en la guerra civil española, donde fue herido. Durante su
convalecencia escribió Homenaje a Cataluña, obra en que ataca a los
comunistas de inspiración soviética, por su política partidista y monopólica, a
la que atribuye las causas de la derrota.
Con la novela Subir en busca del
aire volvió al tema de la vida social inglesa. Es la última obra que
publicó antes de la Segunda Guerra Mundial, en la que no pudo intervenir por su
débil salud.
En 1943 ingresó a la redacción del diario Tribune y colaboró también en el Observer. De esta época datan la mayoría de sus ensayos. En 1946
publicó La granja de los animales. Es
una animada sátira del régimen soviético, con la que alcanzó éxito
internacional. En 1949 apareció su novela de anticipación, 1984, en la que presenta un cuadro del mundo futuro, en una
prolongación ideal de la línea del comunismo soviético llevado a sus más
desoladoras consecuencias.
En opinión de algunos de sus críticos, la importancia de Orwell reside
principalmente en la franqueza y clarividencia con que trata los problemas de
política social.
Prólogo
Rebelión en la granja: Viaje de ida y
vuelta por Miguel Arteche
Aunque La granja de los animales
(“Animal Farm”) es un apólogo, esto es, un relato falso, de pura invención,
su atractivo reside en que lo inventado, aquello que se descubre, aparece
siempre ceñido a lo cotidiano.
Como en otras fábulas, en ésta los animales hablan. No sólo hablan,
asumen, además, las funciones que en una granja cumplen los hombres.
Jones, el granjero, va a su cama a dormir la borrachera de cerveza. Apaga
la luz. Apenas lo ha hecho, todos los animales de esta granja inglesa se
alborotan. El Viejo Mayor, cerdo premiado, gordo, sabio y benevolente, ha
tenido un extraño sueño en la noche anterior, y desea comunicarlo a los otros
animales.
Este, el sueño de un cerdo, es el gozne de plata sobre el cual gira en
180 grados la narración: es la puerta encontrada súbitamente en ese muro donde
no hubo jamás una puerta; es el puente que permite entrar en el cuarto
prohibido; es el ropero (recordemos la saga de Narnia) que da paso a otro tiempo y otros espacios; es el cuerno
que suena en el silencio de la noche para anunciar la llegada de otro reino. “Y
ahora, camaradas, dice el Viejo Cerdo Mayor, contaré mi sueño de anoche. No
estoy en condiciones de describíroslo. Era una visión, continúa, de cómo será
la Tierra cuando el Hombre haya desaparecido (...) El hombre es el único
enemigo real que tenemos (...). Eliminad tan sólo al Hombre, y el producto de
nuestro trabajo será propio (...). Todos los hombres son enemigos, afirma.
Todos los animales son camaradas”. Poco después el Viejo Cerdo Mayor muere, no
sin antes entonar un himno, “cantado por los animales de épocas remotas”, para
que las Bestias rompan sus cadenas. Jones, luego, es expulsado de la granja por
los animales, y los cerdos, que se supone son los más inteligentes, toman a su
cargo el trabajo de enseñar y organizar a los demás. Los cerdos asumen el
control total de la granja. Bajo su dirección trabajan sin descanso, y obedecen
como esclavos, perros, gallinas, ovejas, vacas, patos, caballos, gansos, una
gata, un cuervo, ratas, conejos, y hasta un gallo trompetero que más tarde
anunciará con sonoros quiquiriquíes la llegada del dictador. Animales que sólo
caminan sobre cuatro patas, “pues todo lo que camina sobre dos pies es un
enemigo, y lo que camina sobre cuatro patas o tenga alas es un amigo”. Esta es
la consigna. Como toda revolución que comienza, lo hace con hermosas promesas;
entre ellas, el vademécum de una ideología; y, en este caso, sus siete
mandamientos.
Escrita durante la Segunda Guerra Mundial, entre 1943 y 1944, mientras
Orwell trabajaba en la BBC de Londres, y publicada en 1945, esto es, al término
de esa guerra, La granja de los animales
parece situarse sobre una línea que arranca de Tomás Moro, pasa por Swift, y
toca, en nuestros días, al Huxley de Un
mundo feliz (“Brave New World”), y 1984. Es la utopía, es decir, “ese
proyecto de imposible realización”. Sólo que La granja está muy cerca de ciertos proyectos totalitarios que
fueron posibles en esos años.
Como toda obra que esconde diversos planos, esta fábula es, por una
parte, un “cuento” cruel y despiadado, y por otra un libro que pueden leer los
niños, como leen el Gulliver de
Swift. Pues si el Gulliver es en el
fondo una descarnada sátira contra la sociedad inglesa, y puede también leerse
como una novela de aventuras, La granja
se apoya también en la circunstancia de su tiempo, la dictadura de un
paranoico ávido de sangre y poder: Stalin. Sin embargo, cuando se llega a la
última página de ella se desprende una conclusión aún más terrible que la misma
realidad. Al revés de lo que sucede en 1984,
cuyo estilo sufre de alguna laxitud y se extiende innecesariamente, en La granja todo está tramado como un
mecanismo de relojería que funciona con espléndida naturalidad. Esta es una
manera de hacer verosímil lo que en ella ocurre. Casi no cuenta la ideología
del autor, e incluso marcha a contrapelo de ella. El espacio físico del relato,
si lo comparamos con el que hay en 1984, está
acotado por la precisión de lo que se narra, la línea recta de lo que se
cuenta, y, sobre todo, la progresión que mediante sutiles toques desnuda poco a
poco esa nueva clase corrupta de los cerdos.
Cuando todo termina, el arco se cierra justamente en el extremo
contrario. “La revolución”, aseguraba Chesterton, “es la parábola que describe
un móvil para volver al punto de partida”. La revolución se suele morder la
cola. Lo que se había prometido no sólo no se cumple sino que se cumple al
revés: se termina por hacer lo que no se debía hacer; se prohíbe lo que antes
se permitía; se torna amigo el enemigo, y el enemigo, amigo; los mandamientos
son manipulados, y quedan reducidos sólo a uno; se inventa el terror, y a la
vez se cae bajo el dominio del terror. En La
granja domina, además de la sátira, la ironía, y hasta el humorismo.
Napoleón, sucesor del Viejo Cerdo, ha asumido todo el poder. (“Su cola se había
puesto rígida, y se movía nerviosamente de lado a lado, señal de su intensa
actividad mental”.) Este cerdo piensa tanto como la gata que charla con algunos
gorriones. (“Les estaba diciendo que todos los animales eran ya camaradas y que
cualquier gorrión que quisiera podía posarse sobre sus garras; pero los
gorriones mantuvieron la distancia”.) El Viejo había afirmado, perentoriamente,
que “ningún cerdo debe vivir en una casa, dormir en una cama, vestir ropas,
beber alcohol, fumar tabaco, recibir dinero, ocuparse del comercio, pues todas
las costumbres del Hombre son malas; ningún animal debe tiranizar a sus
semejantes. Débil o fuerte, agregaba, listo o ingenuo, somos todos hermanos.
Ningún animal debe matar a otro animal. Todos los animales son iguales”.
Pero Napoleón y sus cerdos secuaces, más los mastines de su guardia
pretoriana, terminan por hacer, y por ordenar que se haga, justamente lo
contrario. Napoleón irá a vivir en la casa del granjero Jones; vestirá sus
ropas, beberá su whisky, fumará su tabaco, recibirá dinero, tiranizará a los
otros animales, algunos de los cuales serán ejecutados. Aquí no hay redención
ni trasmundo que abra la esperanza a otro espacio, ese que el cuervo Moses
promete: cuervo mentiroso y cobarde que tal vez Orwell inventa como una
caricatura de alguna clase sacerdotal. (“Pretendía conocer la existencia de un
país misterioso llamado Monte Caramelo, al que iban los animales cuando
morían...”). Todos son engañados, salvo Benjamín, el burro, que ha visto pasar
muchas aguas y no cree en “pájaros preñados”. Parece paradójico, en fin, que
este burro escéptico sea el más sabio de los animales. Ayer todos los animales “eran
iguales”; hoy “todos los animales son iguales, pero algunos animales son más
iguales que otros”. Ayer izábase la bandera verde en cuyo campo estaban
dibujadas el asta y la pata; hoy sólo se levanta una bandera verde sin asta y
sin pata. La ayer Granja Manor, a la
cual los cerdos dieron el nombre de Granja
de los Animales, vuelve a llamarse Granja
Manor. Es evidente, para los cerdos, que animales y hombres pueden
convivir.
Cuando cerdos y hombres, en el último párrafo del libro, terminan por
almorzar, brindar y engañarse mutuamente en la casa que fue del granjero, “los
animales (que se encontraban afuera) miraron del cerdo al hombre, y del hombre
al cerdo, y nuevamente del cerdo al hombre; pero ya era imposible discernir
quién era quién”.
Capítulo 1
El señor Jones, dueño de la Granja Manor, cerró por la
noche los gallineros, pero estaba demasiado borracho para recordar que había
dejado abiertas las ventanillas. Con la luz de la linterna bailoteando de un
lado a otro cruzó el patio, se quitó las botas ante la puerta de atrás, se
sirvió una última copa de cerveza del barril que estaba en la cocina y se fue
derecho a la cama, donde ya roncaba la señora Jones. En cuanto se apagó la luz
en el dormitorio, comenzó el alboroto en toda la granja. Durante el día se
corrió la voz de que el Viejo Mayor, el cerdo premiado, había tenido un sueño
extraño durante la noche anterior y deseaba comunicárselo a los demás animales.
Habían acordado reunirse todos en el granero principal para que el señor Jones
no pudiera molestarles. El Viejo Mayor (así le llamaban siempre, aunque fue
presentado en la exposición bajo el nombre de Willingdon Beauty), era tan
altamente estimado en la granja, que todos estaban dispuestos a perder una hora
de sueño para oír lo que él tuviera que decirles.
En un extremo del granero principal, sobre una especie de plataforma
elevada, Mayor ya se encontraba situado en su cama de paja, bajo una linterna
que pendía de una viga. Tenía doce años de edad y últimamente se había puesto
bastante gordo, pero aún era un cerdo majestuoso de aspecto sabio y
benevolente, a pesar de que nunca le habían limado los colmillos. Hacía rato
que habían comenzado a llegar los demás animales y a colocarse cómodamente,
cada cual a su manera. Primero arribaron los tres perros, Bluebell, Jessie y
Pincher, y luego los cerdos, que se arrellanaron en la paja delante de la
plataforma. Las gallinas, se posaron en el alféizar de las ventanas, las
palomas revolotearon hacia las vigas, las ovejas y las vacas se echaron detrás
de los cerdos y se dedicaron a rumiar. Los dos caballos de tiro, Boxer y
Clover, entraron juntos, caminando despacio y posando con gran cuidado sus
enormes cascos peludos, por temor de que algún animalito pudiera hallarse
oculto en la paja. Clover era una yegua corpulenta, entrada en años y de
aspecto maternal, que no había logrado recuperar la silueta después de su
cuarto potrillo. Boxer era una bestia enorme, de unos dieciocho palmos de
altura y tan fuerte como dos caballos comunes juntos. Una mancha blanca a lo
largo del hocico le daba un aspecto estúpido, y por cierto no era muy
inteligente, pero sí respetado por todos dada su entereza de carácter y su
tremendo poder de trabajo. Después de los caballos llegaron Muriel, la cabra
blanca, y Benjamín, el burro. Benjamín era el animal más viejo y de peor genio
de la granja. Rara vez hablaba, y cuando lo hacía, generalmente era para hacer
alguna observación cínica; podía decir, por ejemplo, que Dios le había dado una
cola para espantar las moscas, pero que él hubiera preferido no tener ni cola
ni moscas. Era el único de los animales de la granja que jamás reía. Si se le
preguntaba por qué, contestaba que nunca encontraba motivo para hacerlo. Sin
embargo, sin admitirlo abiertamente, sentía afecto por Boxer; los dos pasaban,
generalmente, el domingo, juntos en el pequeño prado detrás de la huerta,
pastoreando hombro a hombro, sin hablarse.
Apenas se echaron los dos caballos cuando un grupo de patitos que habían
perdido a la madre entró al granero piando débilmente y yendo de un lado a otro
en busca de un lugar donde no hubiera peligro de que los pisaran. Clover formó
una especie de pared con su gran pata delantera y los patitos se anidaron allí
durmiéndose enseguida. A última hora, Mollie, la bella y tonta yegua blanca que
tiraba del coche del señor Jones, entró cadenciosamente mascando un terrón de
azúcar. Se colocó delante, coqueteando con su nívea crin a fin de atraer la
atención hacia los moños rojos con que había sido trenzada. La última en
aparecer fue la gata, que buscó, como de costumbre, el lugar más cálido,
acomodándose finalmente entre Boxer y Clover; allí ronroneó a gusto durante el
desarrollo del discurso de Mayor, sin oír una sola palabra de lo que éste
decía.
Ya estaban presentes todos los animales, excepto Moses, el cuervo
amaestrado, que dormía sobre una percha detrás de la puerta trasera. Cuando
Mayor vio que estaban todos y esperaban atentos, aclaró su voz y comenzó:
- Camaradas: vosotros os habéis enterado ya del extraño sueño que
tuve anoche. De eso hablaré enseguida. Primero tengo que decir otra cosa. Yo no
creo, camaradas, que esté muchos meses más con vosotros y antes de morir,
estimo mi deber transmitiros la sabiduría adquirida. He vivido muchos años;
dispuse de bastante tiempo para meditar mientras he estado a solas en mi
pocilga y creo poder afirmar que entiendo la naturaleza de la vida en este
mundo tan bien como cualquier otro animal viviente. Respecto a eso deseo
hablaros.
- Veamos camaradas: ¿cuál es la realidad de esta vida nuestra?
Mirémosla de frente: nuestras vidas son miserables, laboriosas y cortas.
Nacemos, nos suministran la comida necesaria para mantenernos y a aquellos de
nosotros capaces de hacerlo nos obligan a trabajar hasta el último aliento de
nuestras fuerzas; y en el preciso instante en que nuestra utilidad ha
terminado, nos matan con una crueldad espantosa. Ningún animal en Inglaterra
conoce el significado de la felicidad o la holganza desde que cumple un año de
edad. No hay animal libre, en Inglaterra. La vida de un animal es la miseria y
la esclavitud; ésa es la pura verdad.
Pero ¿es eso realmente parte del orden de la naturaleza? ¿Es acaso porque
esta tierra nuestra es tan pobre que no puede proporcionar una vida decorosa a
todos sus habitantes? No, camaradas; mil veces no. El suelo de Inglaterra es
fértil, su clima es bueno; es capaz de dar comida en abundancia a una cantidad
mucho mayor de animales que la que actualmente la habita. Solamente nuestra
granja puede mantener una docena de caballos, veinte vacas, centenares de
ovejas; y todos ellos viviendo con una comodidad y dignidad que en estos
momentos están casi fuera del alcance de nuestra imaginación. ¿Por qué,
entonces, continuamos en esta mísera condición? Porque los seres humanos nos
arrebatan casi todo el fruto de nuestro trabajo. Ahí está, camaradas, la
solución de todos nuestros problemas. Está todo involucrado en una sola
palabra: Hombre. El Hombre es el único enemigo real que tenemos. Quitad al
Hombre de la escena y el motivo originario de nuestra hambre y exceso de
trabajo será abolido para siempre.”
“El Hombre es el único ser que consume sin producir. No da leche, no pone
huevos, es demasiado débil para tirar del arado y su velocidad ni siquiera le
permite atrapar conejos. Sin embargo, es dueño y señor de todos los animales.
Los hace trabajar, les devuelve el mínimo necesario para mantenerlos con vida y
lo demás se lo guarda para él. Nuestro trabajo labra la tierra, nuestro
estiércol la abona y, sin embargo, no existe uno de nosotros que posea algo más
que su simple pellejo. Vosotras, vacas, que estáis aquí ¿cuántos miles de
litros de leche habéis dado este último año? ¿Y qué se ha hecho con esa leche
que debía servir para criar terneros robustos? Hasta la última gota ha ido a
parar a las gargantas de nuestros enemigos. Y vosotras, gallinas, ¿cuántos
huevos habéis puesto este año y cuántos pollitos han salido de esos huevos?
Todo lo demás ha ido a parar al mercado para producir dinero para Jones y su
gente. Y tú, Clover, ¿dónde están esos cuatro potrillos que has tenido, que
debían ser el sostén y solaz de tu vejez? Todos fueron vendidos al año; no los
volverás a ver jamás. Como recompensa por tus cuatro criaturas y todo tu
trabajo en el campo ¿qué has tenido, exceptuando tus magras raciones y un
pesebre?”
“Ni siquiera nos permiten alcanzar el fin natural de nuestras míseras
vidas. Por mí no me quejo, porque he sido uno de los afortunados. Llevo doce
años y he tenido más de cuatrocientas criaturas. Ese es el destino natural de
un cerdo. Pero ningún animal se libra del cruel cuchillo al final. Vosotros,
jóvenes cerdos que estáis sentados delante, cada uno de vosotros va a chillar
por su vida ante el cuchillo dentro de un año. A ese horror llegaremos todos:
vacas, cerdos, gallinas, ovejas; todos. Ni siquiera los caballos y los perros tienen
mejor destino. Tú, Boxer, el mismo día en que tus grandes músculos pierdan su
fuerza, Jones te venderá al descuartizador, quien te cortará el pescuezo y te
hervirá para los perros de caza. En cuanto a los perros, cuando están viejos
sin dientes, Jones les ata un ladrillo al pescuezo y los ahoga en la laguna más
cercana.”
“¿No resulta entonces de una claridad meridiana, camaradas, que todos los
males de nuestras vidas provienen de la tiranía de los seres humanos?
Eliminad tan sólo al Hombre y el producto de nuestro trabajo será propio.
Casi de la noche a la mañana nos volveríamos ricos y libres. Entonces,
¿qué es lo que debemos hacer? ¡Trabajar noche y día, con cuerpo y alma, para
destruir a la raza humana! Ese es mi mensaje, camaradas: ¡Rebelión! Yo no sé
cuándo vendrá esa rebelión; quizá de aquí a una semana o dentro de cien años;
pero sí sé, tan ciertamente como veo esta paja bajo mis patas, que tarde o
temprano se hará justicia. ¡Fijad la vista en eso, camaradas, durante los pocos
años que os quedan de vida! Y, sobre todo, transmitid mi mensaje a los que
vendrán después, para que las futuras generaciones puedan proseguir la lucha
hasta alcanzar la victoria.”
“Y recordad, camaradas: vuestra voluntad jamás deberá vacilar. Ningún
argumento os debe desviar. Nunca escuchéis cuando os digan que el Hombre y los
animales tienen un destino común; que la Prosperidad de uno es también de los
otros. Son mentiras. El Hombre no sirve los intereses de ningún ser,
exceptuando el suyo. Y entre nosotros, los animales, que haya perfecta unidad,
perfecta camaradería en la lucha. Todos los hombres son enemigos. Todos los
animales son camaradas.” En ese momento hubo una tremenda conmoción. Mientras
Mayor estaba hablando, cuatro grandes ratas habían salido de sus cuevas y estaban
sentadas sobre sus cuartos traseros, escuchándolo. Los perros las divisaron
repentinamente y sólo merced a una precipitada carrera hasta sus cuevas
lograron las ratas salvar sus vidas. Mayor levantó su pata para imponer
silencio.
- Camaradas, dijo, aquí hay un punto que debe ser aclarado.
Los animales salvajes, como los ratones y los conejos, ¿son nuestros amigos o
nuestros enemigos?
Pongámoslo a votación.
“Yo planteo esta pregunta a la asamblea: ¿son camaradas las ratas?”
Se pasó a votación inmediatamente, decidiéndose por una mayoría
abrumadora que las ratas eran camaradas. Hubo solamente cuatro disidentes: los
tres perros y la gata, que, como se descubrió luego, había votado por ambas
tendencias. Mayor continuó:
- Me resta poco que deciros. Simplemente insisto: recordad
siempre vuestro deber de enemistad hacia el Hombre y su manera de ser. Todo lo
que camine sobre dos pies es un enemigo. Lo que camine sobre cuatro patas o
tenga alas, es un amigo. Y recordad también que en la lucha contra el Hombre,
no debemos llegar a parecemos a él. Aun cuando lo hayáis vencido, no adoptéis
sus vicios. Ningún animal debe vivir en una casa, dormir en una cama, vestir
ropas, beber alcohol, fumar tabaco, recibir dinero ni ocuparse del comercio.
Todas las costumbres del Hombre son malas. Y, sobre todas las cosas, ningún
animal debe tiranizar a sus semejantes. Débil o fuerte, listo o ingenuo, somos
todos hermanos. Ningún animal debe matar a otro animal. Todos los animales son
iguales.
“Y ahora, camaradas, os contaré mi sueño de anoche. No estoy en
condiciones de describíroslo a vosotros. Era una visión de cómo será la Tierra
cuando el Hombre haya desaparecido. Pero me trajo a la memoria algo que hace
tiempo había olvidado. Muchos años atrás, cuando yo era lechón, mi madre y las
otras cerdas acostumbraban a ensayar una vieja canción de la que sólo sabían la
melodía y las primeras tres palabras. Conocía esa tonada en mi infancia, pero
ya hacía tiempo que la había olvidado. Anoche, sin embargo, volvió a mí en el
sueño. Y más aún, las palabras de la canción también; son palabras que, tengo
la certeza, fueron cantadas por los animales de épocas remotas y luego
olvidadas durante muchas generaciones. Os cantaré esa canción ahora, camaradas.
Soy viejo y mi voz es ronca, pero cuando os haya enseñado la tonada, podréis
cantar mejor para vosotros mismos. Se llama Bestias
de Inglaterra.
El Viejo Mayor aclaró su garganta y comenzó a cantar. Tal como había
dicho, su voz era ronca, pero lo hizo bastante bien; era una tonada excitante,
algo entre Clementina y La Cucaracha. La
letra decía así:
I
¡Bestias de Inglaterra, Bestias de
Irlanda, animales
del valle y de la selva, Sobre
vuestro futuro prodigioso prestad
oído a mis alegres nuevas!
II
Tarde o temprano arribará la hora en
la que el Hombre derrocado sea, y las
fecundas tierras de Bretaña sólo
serán pobladas por las Bestias.
III
Rotos caerán los aros torturantes de
la nariz, y rodarán por tierra los
látigos de tétricos chasquidos y
oxidados el freno y las espuelas.
IV
La cebada y el heno perfumados, la
remolacha, el trébol y la avena toda
la cornucopia de Natura será ese día
solamente nuestra
V
Más fresca será el agua y
transparente en los hermosos campos de Inglaterra, y más suave la brisa, el día glorioso en que las Bestias rompan sus cadenas.
VI
Para ese día trabajemos todos, aunque
muramos antes que amanezca; vacas y
gansos, pavos y caballos, todos deben
sumarse a esta empresa. VII
¡Bestias de Inglaterra, Bestias de
Irlanda, animales del valle y de la selva sobre vuestro futuro prodigioso ¡prestad oído a mis alegres nuevas!
El ensayo de esta canción puso a todos los animales en un estado de
salvaje excitación. Casi antes de que Mayor hubiera finalizado, ellos
comenzaron a cantarla. Hasta el más estúpido ya había retenido la melodía y
parte de la letra, y con ayuda de los más inteligentes, como los cerdos y los
perros, aprendieron la canción en pocos minutos. Y luego, después de varios
ensayos preliminares, toda la granja estalló en Bestias de Inglaterra, en tremendo unísono. Las vacas la mugieron,
los perros la ladraron, las ovejas la balaron, los caballos la relincharon, los
patos la parparon. Estaban tan encantados con la canción, que la repitieron
cinco veces seguidas y habían continuado toda la noche, si no los hubieran
interrumpido.
Desgraciadamente, el alboroto despertó al señor Jones, el cual saltó de
la cama creyendo que había un zorro en los corrales. Tomó la escopeta, que
estaba permanentemente en un rincón del dormitorio, y descargó un tiro en la
oscuridad. Los perdigones se incrustaron en la pared, del granero y la asamblea
se levantó precipitadamente. Cada cual huyó hacia su lugar de reposo. Las aves
saltaron a sus perchas, los animales se acostaron en la paja y en un santiamén
estaban todos durmiendo.
Capítulo 2
Tres noches después, el Viejo Mayor murió apaciblemente mientras dormía.
Su cadáver fue enterrado al pie de un árbol de la huerta. Eso sucedió a
principios de marzo.
Durante los tres meses siguientes hubo mucha actividad secreta. A los
animales más inteligentes de la serranía el discurso de Mayor les había hecho
ver la vida desde un ángulo totalmente nuevo. Ellos no sabían cuándo ocurriría
la rebelión que pronosticara Mayor; no tenían motivo para creer que aconteciera
durante el transcurso de sus propias vidas, pero vieron claramente que era su
deber prepararse para ella. El trabajo de enseñar y organizar a los demás
recayó naturalmente sobre los cerdos, a quienes se reconocía en general como
los más inteligentes de los animales. Los más destacados entre ellos eran dos
cerdos jóvenes que se llamaban Snowball y Napoleón, a quienes el señor Jones
estaba criando para vender. Napoleón era un verraco grande de aspecto feroz; el
único cerdo de raza Berkshire que había en la granja; parco en el hablar, tenía
fama de salirse con la suya. Snowball era más vivaracho que Napoleón, tenía
mayor facilidad de palabra y era ingenioso, pero lo consideraban de carácter
más débil. Los demás puercos machos de la granja eran muy jóvenes. El más
conocido entre ellos era un pequeño gordito que se llamaba Squealer, de mejillas
muy redondas, ojos vivos, movimientos ágiles y voz chillona. Era un orador
brillante, y cuando discutía algún asunto difícil tenía una forma de saltar de
lado a lado y mover la cola, que era en cierta manera muy persuasiva. Los demás
decían que Squealer era capaz de cambiar lo negro en blanco.
Estos tres habían elaborado, a base de las enseñanzas del Viejo Mayor, un
sistema completo de pensamientos al que dieron el nombre de Animalismo. Varias
noches por semana, cuando el señor Jones ya dormía, celebraban reuniones
secretas en el granero, durante las cuales exponían los principios del
Animalismo a los demás. Al comienzo encontraron mucha estupidez y apatía.
Algunos animales hablaron del deber de lealtad hacia el señor Jones, a quien
llamaban “Amo”, o hacían observaciones elementales como: “el señor Jones nos da
de comer”; “Si él no estuviera nos moriríamos de hambre”. Otros formulaban
preguntas tales como: “¿Qué nos importa a nosotros lo que va a suceder cuando
estemos muertos?”, o bien: “Si esta rebelión se va a producir de todos modos,
¿qué diferencia hay si trabajamos para ella o no?”, y los cerdos tenían gran
dificultad en hacerles ver que eso era contrario al espíritu del Animalismo.
Las preguntas más estúpidas fueron hechas por Mollie, la yegua blanca. La
primera que dirigió a Snowball, fue la siguiente:
- ¿Habrá azúcar después de la rebelión?
- No, respondió Snowball firmemente. No
tenemos medios para fabricar azúcar en esta granja. Además, tú no necesitas
azúcar. Tendrás toda la avena y el heno que quieras.
- ¿Y se me permitirá seguir usando
cintas en la crin? insistió Mollie.
- Camarada, dijo Snowball, esas cintas
que tanto te gustan son el símbolo de tu esclavitud. ¿No entiendes que la
libertad vale más que esas cintas? Molli asintió, pero daba la impresión de que
no estaba muy convencida.
Los cerdos tuvieron una lucha aún mayor para contrarrestar las mentiras
que difundía Moses, el cuervo amaestrado. Moses, que era el favorito del señor
Jones era espía y chismoso, pero era también un orador muy hábil. Pretendía
conocer la existencia de un país misterioso llamado Monte Caramelo, al que iban
todos los animales cuando morían. Estaba situado en algún lugar del cielo, “un
poco más allá de las nubes”, decía Moses. En Monte Caramelo era domingo siete
veces por semana, el trébol estaba en sazón todo el año y los terrones de
azúcar y las tortas de lino crecían en los cercos. Los animales odiaban a Moses
porque era chismoso y no hacía ningún trabajo, pero algunos creían lo del Monte
Caramelo y los cerdos tenían que argumentar mucho para persuadirlos de la
inexistencia de tal lugar.
Los discípulos más leales eran los caballos de tiro Boxer y Clover. Ambos
tenían gran dificultad en formar su propio juicio, pero una vez que aceptaron a
los cerdos como maestros absorbían todo lo que se les decía y lo transmitían a
los demás animales mediante argumentos sencillos. Nunca faltaban a las citas
secretas en el granero y encabezaban el canto Bestias de Inglaterra con que siempre se daba término a las
reuniones.
Pero sucedió que la rebelión se llevó a cabo mucho antes y más fácilmente
de lo que ellos esperaban.
En años anteriores el señor Jones, a pesar de ser un amo duro, fue un
agricultor capaz, pero últimamente había adquirido algunos vicios. Se había
desanimado mucho después de perder bastante dinero en un pleito, y comenzó a
beber más de la cuenta. Durante días enteros permanecía en su sillón en la
cocina, leyendo los diarios, bebiendo y, ocasionalmente, dándole a Moses
cortezas de pan mojado con cerveza. Sus hombres eran perezosos y deshonestos,
los campos estaban llenos de malezas, los edificios requerían arreglos, los
cercos estaban descuidados y mal alimentados los animales.
Llegó junio y el heno estaba casi listo para ser cosechado. El día de San
Juan, que era sábado, el señor Jones fue a Willingdon y se emborrachó de tal
manera en la taberna El León Colorado
que no volvió a la granja hasta el mediodía del domingo. Los peones habían
ordeñado las vacas de madrugada y luego se fueron a cazar conejos, sin preocuparse
de dar de comer a los animales.
Cuando volvió, el señor Jones se fue a dormir inmediatamente en el sofá
de la sala, tapándose la cara con el periódico, de manera que al anochecer los
animales aún estaban sin comer. Finalmente, éstos no resistieron más. Una de
las vacas rompió de una cornada la puerta del depósito de forrajes y los
animales empezaron a servirse solos de los arcones. Justamente en ese momento
se despertó el señor Jones. De inmediato él y sus cuatro peones se hicieron
presentes con látigos, azotando a diestra y siniestra. Eso superaba a cuanto
los hambrientos animales podían soportar. Unánimemente, aunque nada por el
estilo había sido planeado con anticipación, se abalanzaron sobre sus
atormentadores. En forma repentina, Jones y sus peones se encontraron
recibiendo empellones y patadas desde todos los costados. Habían perdido el
dominio de la situación. Nunca habían visto a los animales portarse de esa
manera, y esa inopinada insurrección de bestias a las que estaban acostumbrados
a pegar y maltratar como querían, los aterrorizó hasta hacerles perder la
cabeza. A poco abandonaron todo intento de defensa y escaparon. Un minuto
después, los cinco disparaban a toda carrera por el sendero rumbo a la puerta
principal con los animales persiguiéndolos triunfalmente.
La señora Jones miró por la ventana del dormitorio, vio lo que sucedía,
metió precipitadamente algunas cosas en un bolsón y se escabulló de la granja
por otro camino. Moses saltó de su percha y aleteó tras ella, graznando en alta
voz. Mientras tanto, los animales habían perseguido a Jones y sus peones hasta
la carretera y cerraron el portón estrepitosamente tras ellos. Y así, casi sin
darse cuenta de lo que ocurría, la rebelión se había llevado a cabo
triunfalmente: Jones había sido expulsado y la Granja Manor era de ellos.
Durante los primeros minutos los animales apenas si podían creer en su
buena fortuna. Su primera acción fue galopar todos juntos alrededor de los
límites de la granja, como para asegurarse de que ningún ser humano se escondía
en ella; luego volvieron a la carrera hacia los edificios para borrar los
últimos vestigios del odiado reino de Jones. Irrumpieron en el cuarto de los
enseres que se hallaba en un extremo del establo; los frenos, los anillos, las
cadenas de los perros, los crueles cuchillos con los que el señor Jones
acostumbraba a castrar a los cerdos y corderos, fueron todos arrojados al pozo.
Las riendas, los cabestros, las anteojeras, los denigrantes morrales fueron
tirados al fuego en el patio, donde en ese momento se estaba quemando basura.
Igual destino tuvieron los látigos. Todos los animales saltaron de alegría
cuando vieron arder los látigos. Snowball también tiró al fuego las cintas que
generalmente adornaban las colas y crines de los caballos en los días de feria.
-Las cintas, dijo, deben considerarse como ropas, que son el distintivo
de un ser humano. Todos los animales deben ir desnudos.
Cuando Boxer oyó esto, tomó el sombrerito de paja que usaba en verano
para impedir que las moscas le entraran en las orejas y lo tiró al fuego con
todo lo demás.
En muy poco tiempo los animales habían destruido todo lo que podía
hacerles recordar al señor Jones. Entonces Napoleón los llevó nuevamente al
depósito de forraje y les sirvió una doble ración de maíz a cada uno, con dos
bizcochos para cada perro. Luego cantaron Bestias
de Inglaterra del principio al fin siete veces y después de eso se
acomodaron para la noche y durmieron como nunca lo habían hecho anteriormente.
Pero se despertaron al amanecer como de costumbre y, acordándose
repentinamente del glorioso acontecimiento, salieron todos juntos a la pradera.
A poca distancia de allí había una loma desde donde se dominaba casi toda la
granja. Los animales llegaron apresuradamente a la cumbre y miraron a su alrededor
a la clara luz de la mañana. Sí, era de ellos: todo lo que podían ver era suyo.
En el éxtasis de ese pensamiento, brincaban por todos lados, se arrojaban al
aire en grandes saltos de alegría. Se revolcaban en el rocío, arrancaban
bocados del dulce pasto de verano, coceaban levantando terrones de tierra negra
y aspiraban su fuerte aroma.
Luego hicieron un recorrido de inspección por toda la granja y miraron
con muda admiración la tierra de labrantío, el campo de heno, la huerta, la
laguna. Era como si nunca hubieran visto esas cosas anteriormente, y apenas
podían creer que todo era de ellos.
Regresaron entonces a los edificios de la granja y, vacilantes, se
pararon en silencio ante la puerta de la casa. También era suya, pero tenían
miedo de entrar. Un momento después, sin embargo, Snowball y Napoleón
embistieron la puerta con el hombro y los animales entraron en fila india,
caminando con el mayor cuidado por miedo de estropear algo. Fueron de puntillas
de una habitación a la otra, recelosos de alzar la voz, contemplando con una
especie de temor reverente el increíble lujo que allí había; las camas con sus
colchones de plumas, los espejos, el sofá, la alfombra de Bruselas, la
litografía de la Reina Victoria que estaba colgada encima del hogar de la sala.
Iban bajando la escalera cuando se dieron cuenta de que faltaba Mollie. Al
volver, los demás descubrieron que ésta se había quedado en el mejor
dormitorio. Había tomado un pedazo de cinta azul de la mesa de tocador de la
señora Jones y, apoyándola sobre su hombro, se estaba admirando en el espejo
como una tonta. Los otros se lo reprocharon severamente y salieron. Sacaron
unos jamones colgados en la cocina y les dieron sepultura; el barril de cerveza
fue destrozado mediante una coz de Boxer, y no se tocó nada más en la casa.
Allí mismo se resolvió por unanimidad que la casa sería conservada como museo.
Estaban todos de acuerdo en que jamás debería vivir allí animal alguno.
Los animales tomaron el desayuno, y luego Snowball y Napoleón los
reunieron a todos otra vez.
- Camaradas, dijo Snowball, son las seis y media y tenemos un día largo
ante nosotros. Hoy debemos comenzar la cosecha del heno. Pero hay otro asunto
que debemos resolver primero.
Los cerdos revelaron entonces que durante los últimos tres meses habían
aprendido a leer y escribir mediante un libro elemental que perteneciera a los
chicos de la señora Jones y que había sido tirado a la basura. Napoleón mandó
traer unos tarros de pintura blanca y negra y los llevó hasta el portón que
daba al camino principal. Luego Snowball (que era el que mejor escribía) tomó
un pincel entre los dos nudillos de su pata delantera, tachó Granja Manor de la vara superior de la
tranquera y en su lugar pintó Granja
Animal. Ese iba a ser el nombre de la granja en adelante. Después todos
volvieron a los edificios donde Snowball y Napoleón mandaron buscar una
escalera que hicieron colocar contra la pared trasera del granero principal.
Ellos explicaron que mediante sus estudios de los últimos tres meses habían
logrado reducir los principios del Animalismo a Siete Mandamientos. Esos Siete
Mandamientos serían inscritos en la pared; formarían una ley inalterable por la
cual deberían regirse en adelante todos los animales de la Granja Animal. Con
cierta dificultad (porque no es fácil para un cerdo mantener el equilibrio
sobre una escalera), Snowball trepó y puso manos a la obra con la ayuda de
Squealer, que, unos peldaños más abajo, le sostenía el tarro de pintura. Los
Mandamientos fueron escritos sobre la pared alquitranada con letras blancas y
grandes que podían leerse a treinta yardas de distancia. La inscripción decía
así:
LOS SIETE MANDAMIENTOS
1.
Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo
2.
Todo lo que camina sobre cuatro
patas, o tenga alas, es un amigo.
3.
Ningún animal usará ropa.
4.
Ningún animal dormirá en una cama
5.
Ningún animal beberá alcohol
6.
Ningún animal matará a otro animal
7.
Todos los animales son iguales
El letrero estaba escrito muy nítidamente y, exceptuando que en vez de “pies”
decía “peis” y una de las “S” estaba al revés, la ortografía era buena.
Snowball lo leyó en alta voz para los demás. Todos los animales asintieron con
inclinación de cabeza demostrando su total conformidad, y los más inteligentes
empezaron en seguida a aprenderse de memoria los Mandamientos.
-Ahora, camaradas, gritó Snowball tirando el pincel, ¡al henar!
Impongámonos el compromiso de honor de terminar la cosecha en menos tiempo del
que tardaban Jones y sus hombres.
Pero en ese momento las tres vacas, que desde un rato antes parecían
estar intranquilas, empezaron a mugir muy fuerte. Hacía veinticuatro horas que
no habían sido ordeñadas y sus ubres estaban casi reventando. Después de pensar
un rato, los cerdos mandaron traer unos baldes y ordeñaron a las vacas con
regular éxito, pues sus patas se adaptaban bastante bien a esa tarea. Al
instante había cinco baldes de espumante leche cremosa a la cual miraban muchos
de los animales con sumo interés.
-¿Qué se hará con toda esa leche?, preguntó alguien.
-Jones a veces empleaba una parte en nuestra comida, dijo una de las
gallinas.
-¡No os preocupéis por la leche, camaradas! expuso Napoleón, colocándose
delante de los baldes. Eso ya se arreglará. La cosecha es más importante. El
camarada Snowball os guiará. Yo os seguiré dentro de unos minutos. ¡Adelante,
camaradas! El heno os espera.
Los animales se fueron hacia el campo de heno para empezar la cosecha, y,
cuando volvieron al anochecer, comprobaron que la leche había desaparecido.
Capítulo 3
¡Cómo trabajaron y sudaron para poder guardar el heno! Pero sus esfuerzos
fueron recompensados, pues la cosecha resultó mejor de lo que esperaban.
A veces el trabajo era duro; los utensilios habían sido diseñados para
seres humanos y no para animales y representaba una gran desventaja el hecho de
que ningún animal pudiera usar las herramientas, ya que lo obligaban a pararse
sobre sus patas traseras. Pero los cerdos eran tan listos que encontraron
solución a cada dificultad. En cuanto a los caballos, conocían cada palmo del
campo y, en realidad, entendían el trabajo de segar y rastrillar mejor que
Jones y sus hombres. Los cerdos en verdad no trabajaban, pero dirigían y
supervisaban a los demás. A causa de sus conocimientos superiores, era natural
que ellos asumieran el mando. Boxer y Clover enganchaban los arneses a la
segadora o a la rastra (en aquellos días, naturalmente, no hacían falta frenos
o riendas) y marchaban firmemente por el campo con un cerdo caminando detrás y
diciéndoles: “Arre, camarada” o “Atrás, camarada”, según el caso. Y todos los
animales, incluso los más humildes, laboraron para cortar el heno y
amontonarlo. Hasta los patos y las gallinas trabajaban yendo de un lado a otro,
todo el día al sol, transportando manojitos de heno en sus picos. Al final
terminaron la cosecha invirtiendo dos días menos de lo que generalmente tardaban
Jones y sus peones. Además, era la cosecha más grande que se había visto en la
granja. No hubo desperdicio alguno; las gallinas y los patos con su vista
penetrante habían levantado hasta el último tallo. Y ningún animal de la granja
había robado ni siquiera un bocado.
Durante todo el verano el trabajo anduvo como sobre rieles. Los animales
eran felices como jamás habían concebido que pudieran serlo. Cada bocado de
comida resultaba un exquisito manjar, ya que era realmente su propia comida,
producida por ellos y para ellos y no repartida en pequeñas porciones y de mala
gana por su amo. Como ya no estaban los inservibles y parasitarios seres
humanos, había más comida para todos. Se tenían más horas libres también, a
pesar de la inexperiencia de los animales. Claro que se encontraron con muchas
dificultades. Por ejemplo, más adelante, cuando cosecharon el maíz, tuvieron
que pisarlo al estilo antiguo y eliminar los desperdicios soplando, pues la
granja no tenía desgranadora, pero los cerdos con su inteligencia y Boxer con
sus músculos tremendos los sacaban siempre de apuros. Todos admiraban a Boxer.
Había sido un gran trabajador aun en el tiempo de Jones, pero ahora aparentaba
más bien ser tres caballos que uno; en algunos días determinados parecía que todo
el trabajo descansaba sobre sus poderosos hombros. Tiraba y empujaba de la
mañana hasta la noche y siempre donde el trabajo era más duro. Había concertado
con un gallo que éste lo despertara media hora antes que a los demás, y
efectuaba algún trabajo voluntario donde más hacía falta, antes de empezar la
tarea de todos los días. Su respuesta para cada problema, para cada revés, era:
“¡Trabajaré más fuerte!”. Él la había adoptado como un lema personal.
Pero cada uno actuaba conforme a su capacidad. Las gallinas y los patos,
por ejemplo, ganaron cinco bushel de
maíz durante la cosecha levantando los granos perdidos. Nadie robó, nadie se
quejó por su ración; las discusiones, peleas y envidias que forman parte
natural de la vida cotidiana en los días de antaño, habían desaparecido casi
por completo. Nadie eludía el trabajo, o casi nadie. Mollie, en verdad, no era
muy buena para levantarse por la mañana, y tenía la costumbre de dejar el
trabajo temprano aduciendo que tenía una piedra en la pata.
Y el comportamiento de la gata era algo raro. Pronto se notó que cuando
había tarea que hacer, a la gata no la encontraban. Desaparecía durante horas
enteras, y luego se presentaba a la hora de la comida o al anochecer, cuando
cesaba el trabajo, como si nada hubiera ocurrido. Pero siempre tenía tan
excelentes excusas y ronroneaba tan afablemente, que era imposible dudar de sus
buenas intenciones. El viejo Benjamín, el burro, parecía que no había cambiado
desde la rebelión. Hacía su trabajo con la misma obstinación y lentitud que
antes, nunca eludiéndolo pero nunca ofreciéndose tampoco para ninguna tarea
extra. No daba su opinión sobre la rebelión o sus resultados. Cuando se le
preguntaba si no era más feliz ahora que no estaba Jones, él se reducía a
contestar: “Los burros viven mucho tiempo. Ninguno de ustedes ha visto un burro
muerto”. Y los demás debían conformarse con tan enigmática respuesta.
Los domingos no se trabajaba. El desayuno se tomaba una hora más tarde
que de costumbre, y después tenía lugar una ceremonia que se cumplía todas las
semanas sin excepción. Primero se enarbolaba la bandera. Snowball había
encontrado en el desván un viejo mantel verde de la señora Jones y había
pintado sobre el mismo, en blanco, un asta y una pata. Este era izado en el
mástil del jardín todos los domingos por la mañana. La bandera era verde,
explicó Snowball, para representar los campos verdes de Inglaterra, mientras
que el asta y la pata significaban la futura República de los Animales, que
surgiría cuando finalmente lograran derribar totalmente a la raza humana.
Después de izar la bandera todos los animales se dirigían en tropel al granero
principal para una asamblea general, la que se conocía como la Reunión. Allí se
planeaba el trabajo de la semana siguiente y se planteaban y debatían las
resoluciones. Los cerdos eran los que siempre proponían las resoluciones. Los
otros animales entendían cómo debían votar, pero nunca se les ocurrían ideas
propias. Snowball y Napoleón eran, sin duda, los más activos en los debates.
Pero se notó que estos dos nunca estaban de acuerdo; ante cualquier sugestión
que hacía uno, podía descontarse que el otro se opondría a ella. Hasta cuando
se resolvió, a lo que no habría podido oponerse nadie, reservar el campito de
detrás de la huerta como hogar de descanso para los animales que ya no estaban
en condiciones de trabajar, hubo un violento debate con referencia a la edad de
retiro correspondiente a cada clase de animal. La Reunión siempre terminaba con
la canción Bestias de Inglaterra, y
la tarde la dedicaban al esparcimiento.
Los cerdos hicieron del cuarto de los enseres su cuartel general. Todas
las noches estudiaban herrería, carpintería y otros oficios necesarios en los
libros que habían traído de la casa. Snowball también se ocupó de organizar a
los otros animales en lo que denominaba Comités de Animales. Era incansable
para eso. Formó el Comité de producción de huevos para las gallinas, la Liga de
las colas limpias para las vacas, el Comité para reeducación de los camaradas
salvajes (el objeto de éste era domesticar las ratas y los conejos), el
Movimiento pro lana más blanca para las ovejas, y varios otros, además de
organizar clases de lectura y escritura. En general, esos proyectos resultaron
un fracaso. El ensayo de domesticar a los animales salvajes, por ejemplo, falló
casi inmediatamente. Siguieron portándose prácticamente igual que antes, y
cuando eran tratados con generosidad se aprovechaban de ello. La gata se
incorporó al Comité para la reeducación y actuó mucho en él durante algunos
días. Cierta vez la vieron sentada en la azotea charlando con algunos gorriones
que estaban fuera de su alcance. Les estaba diciendo que todos los animales
eran ya camaradas y que cualquier gorrión que quisiera podía posarse sobre su
garra; pero los gorriones mantuvieron la distancia.
Las clases de enseñanza primaria, sin embargo, tuvieron gran éxito. Para
el otoño casi todos los animales, en mayor o menor grado, tenían alguna
instrucción. En lo que respecta a los cerdos, ya sabían leer y escribir
perfectamente. Los perros aprendieron la lectura bastante bien, pero no les
interesaba leer otra cosa que los Siete Mandamientos. Muriel, la cabra, leía un
poco mejor que los perros, y a veces, por la noche, acostumbraba hacerlo para
los demás de los pedazos de diarios que encontraba en la basura. Benjamín leía
tan bien como cualquiera de los cerdos, pero nunca ejercitaba su talento. Por
lo que él sabía, dijo, no había nada que valiera la pena leer. Clover aprendió
el abecedario completo, pero no podía armar las palabras. Boxer no pudo pasar
de la letra D. Podía trazar en la tierra A, B, C, D, con su enorme pata, y
luego se quedaba parado mirando absorto las letras con las orejas hacia atrás,
moviendo a veces la melena, tratando de recordar lo que seguía, sin lograrlo
jamás. En varias ocasiones, en verdad, logró aprender E, F, G, H, pero cuando
lo hizo se descubrió que había olvidado A, B, C y D. Finalmente decidió
conformarse con las cuatro letras, y solía escribirlas una o dos veces al día
para, refrescar la memoria. Mollie se negó a aprender otra cosa que las seis
letras que componían su nombre. Las formaba con mucha pulcritud con pedazos de
ramas, y luego las adornaba con una flor o dos y caminaba a su alrededor admirándolas.
Ningún otro animal de la granja pudo llenar más allá de la letra A.
También se descubrió que los animales más estúpidos, como las ovejas, gallinas
y patos, eran incapaces de aprender de memoria los Siete Mandamientos. Después
de mucho meditar, Snowball declaró que los Siete Mandamientos podían, en
efecto, reducirse a una sola máxima, a saber: “¡Cuatro patas sí, dos pies no!”
Esto, dijo contenía el principio esencial del Animalismo. Quien lo hubiera
entendido a fondo estaría asegurado contra las influencias humanas. Las aves la
objetaron al principio pues les pareció que también ellas tenían dos patas,
pero Snowball demostró que no era así.
-
Las
alas de un pájaro, dijo, son órganos de propulsión y no de manipulación. Por lo
tanto, deben considerarse como patas. La característica que distingue al hombre
es la “mano”, el instrumento con el cual hace todo el mal.
Las aves no entendieron la extensa perorata de Snowball, pero aceptaron
su explicación y hasta los animales más humildes comenzaron a aprender la nueva
máxima de memoria. “Cuatro patas sí, dos pies no”, fue inscrita sobre la pared
del fondo del granero, encima de los Siete Mandamientos y con letras más
grandes. Cuando la aprendieron de memoria, a las ovejas les encantó esta máxima
y muchas veces echadas en el campo empezaban todas a balar “Cuatro patas sí,
dos pies no”, “Cuatro patas sí, dos pies no”, y seguían así durante horas
enteras, sin cansarse.
Napoleón no se interesó por los comités de Snowball. Dijo que la
educación de los jóvenes era más importante que cualquier cosa que pudiera
hacerse por aquellos que ya eran adultos. Sucedió que Jessie y Bluebell habían
aumentado de familia, poco después de la cosecha de heno, incorporando a la
granja, entre ambas, nueve cachorros robustos. Tan pronto como fueron
destetados, Napoleón los separó de las madres diciendo que él se haría cargo de
su educación. Se los llevó a un desván al que sólo se podía llegar por una
escalera desde el granero y allí los mantuvo en tal reclusión que el resto de
la granja pronto se olvidó de su existencia.
El misterio del destino de la leche se aclaró pronto. Se mezclaba todos
los días en la comida de los cerdos. Las primeras manzanas ya estaban
madurando, y el pasto de la huerta estaba cubierto de la fruta caída de los
árboles. Los animales creyeron, como cosa natural, que éstas serían repartidas
equitativamente; un día, sin embargo, apareció la orden de que todas las
manzanas caídas de los árboles debían ser recolectadas y llevadas al granero
para consumo de los cerdos. A raíz de eso, algunos de los otros animales
comenzaron a murmurar, pero en vano. Todos los cerdos estaban de acuerdo en
este punto, hasta Snowball y Napoleón. Squealer fue enviado para dar las
explicaciones necesarias.
-
Camaradas,
gritó, vosotros no supondréis, me imagino, que nosotros los cerdos estamos
haciendo esto con un espíritu de egoísmo y de privilegio. Muchos de nosotros,
en realidad, tenemos aversión a la leche y las manzanas. A mí personalmente no
me agradan. Nuestro único objeto al tomar estas cosas es preservar nuestra
salud. La leche y las manzanas (esto ha sido demostrado por la ciencia,
camaradas) contienen sustancias absolutamente necesarias para el bienestar del
cerdo. Nosotros, los cerdos, somos trabajadores del cerebro. Toda la
administración y organización de esta granja depende de nosotros. Día y noche
estamos velando por vuestra felicidad. Por vuestro
bien tomamos esa leche y comemos esas manzanas. ¿Sabéis lo que ocurriría si
los cerdos fracasáramos en nuestro deber? ¡Jones volvería! Sí, ¡Jones volvería!
Seguramente, camaradas, exclamó Squealer casi suplicante saltando de lado a
lado y moviendo la cola, seguramente no hay ninguno entre vosotros que desee la
vuelta de Jones.
Ahora bien, si había algo de lo cual estaban completamente seguros los
animales, era que no querían la vuelta de Jones. Contra cuanto se presentaba
bajo esa posibilidad, no tenían nada que aducir. La importancia de preservar la
salud de los cerdos era demasiado evidente. De manera que se decidió sin más
discusión que la leche y las manzanas caídas de los árboles (y también la
cosecha principal de manzanas cuando éstas maduraran) debían reservarse para
los cerdos solamente.
Capítulo 4
Hacia fines del verano la noticia de lo sucedido en la Granja
Animal se había difundido por casi todo el condado. Todos, los días Snowball y
Napoleón enviaban bandadas de palomas con instrucciones de mezclarse con los
animales de las granjas vecinas, contarles la historia de la rebelión y
enseñarles la canción Bestias de
Inglaterra.
Durante la mayor parte de ese tiempo Jones permanecía en la taberna El León Colorado, en Willingdon, quejándose
a cualquiera que deseara escucharle de la monstruosa injusticia que había
sufrido al ser arrojado de su propiedad por una banda de animales inútiles. Los
otros granjeros simpatizaban con él, en principio, pero al comienzo no le
dieron mucha ayuda. Por dentro, cada uno pensaba secretamente si no podría en
alguna forma transformar la mala fortuna de Jones en beneficio propio. Era una
suerte que los dueños de las dos granjas que lindaban con Granja Animal
estuvieran siempre enemistados. Una de ellas, que se llamaba Foxwood, era una
granja grande, anticuada y descuidada, cubierta de arboleda, con sus campos de
pastoreo agotados y sus cercos en un estado lamentable. Su propietario, el
señor Pilkington, era un agricultor indolente que pasaba la mayor parte del
tiempo pescando o cazando, según la estación. La otra granja, que se llamaba
Pinchfield, era más chica y mejor cuidada. Su dueño, un tal Frederick, era un
hombre duro, astuto, siempre metido en pleitos y que tenía fama de tacaño. Los
dos se odiaban tanto que era difícil que se pusieran de acuerdo, ni aun en
defensa de sus propios intereses. Ello no obstante, ambos estaban asustados por
la rebelión de la Granja Animal y ansiosos por evitar que sus animales llegaran
a saber algo de lo ocurrido. Al principio aparentaban reírse y desdeñar la idea
de los animales administrando su propia granja. “Todo el asunto estará
terminado en quince días”, se decían. Afirmaban que los animales en la Granja
Manor (insistían en llamarla Granja Manor; no podían tolerar el nombre de
Granja Animal) se peleaban de continuo entre sí y terminarían muriéndose de
hambre. Pasado un tiempo, cuando fue evidente que los animales no perecían de
hambre, Frederick y Pilkington cambiaron de tono y empezaron a hablar de la
terrible maldad que, florecía en la Granja Animal. Difundieron el rumor de que
los animales practicaban el canibalismo, se torturaban unos a otros con
herraduras calentadas al rojo y despreciaban el matrimonio. “Ese es el
resultado de rebelarse contra las leyes de la Naturaleza”, sostenían Frederick
y Pilkington.
Sin embargo, nunca se dio mucha fe a esos cuentos. Rumores acerca de una
granja maravillosa donde los seres humanos habían sido eliminados y los
animales administraban sus propios asuntos, continuaron circulando en forma
vaga y falseada, y durante todo ese año se extendió una ola de rebeldía en la
comarca. Toros que siempre habían sido dóciles, se volvieron repentinamente
salvajes; ovejas que rompían los cercos, devoraban el trébol; vacas que
volcaban los baldes cuando las ordeñaban; caballos de caza que se negaban a
saltar los cercos que lanzaban a sus jinetes por el aire. Además, la melodía y
hasta la letra de Bestias de Inglaterra eran
conocidas por doquier. Se habían difundido con una velocidad asombrosa. Los
seres humanos no podían contener su furor cuando oían esta canción, aunque
aparentaban considerarla simplemente ridícula. No podían entender, decían, cómo
hasta los animales mismos se atrevían a cantar algo tan despreciable. Cualquier
animal que fuera sorprendido cantándola, era azotado en el acto. Sin embargo,
la canción resultó irreprimible. Los mirlos la silbaban en los cercos, las
palomas la arrullaban en los álamos, se introdujo en el ruido de las fraguas y
en el tañido de las campanas de las iglesias. Y cuando los seres humanos la
escuchaban, temblaban secretamente, pues oían en ella una profecía de su futura
perdición.
A principios de octubre, cuando el maíz había sido cortado y parte del
mismo ya trillado, una bandada de palomas cruzó el cielo a toda velocidad y
descendió, muy excitada, en el patio de Granja Animal. Jones y todos sus
obreros, con media docena más de hombres de Foxwood y Pinchfield, habían
entrado por el portón y se aproximaban por el sendero hacia la casa. Todos
esgrimían palos, exceptuando a Jones, quien venía adelante con una escopeta en
la mano. Evidentemente, iban a tratar de reconquistar la granja.
Eso hacía tiempo que estaba previsto y se habían adoptado las
precauciones necesarias. Snowball que estudiara en un viejo libro, hallado en
la casa, las campañas de Julio César, estaba a cargo de las operaciones
defensivas. Dio las órdenes rápidamente, y en contados minutos cada animal
ocupaba su puesto.
Cuando los seres humanos se acercaron a los edificios de la granja,
Snowball lanzó su primer ataque. Todas las palomas, eran unas treinta y cinco,
volaban sobre las cabezas de los hombres y los ensuciaban desde el aire; y
mientras los hombres estaban ocupados en eso, los gansos, escondidos detrás del
cerco, los acometieron picoteándoles las pantorrillas furiosamente. Pero eso
era una mera escaramuza con el propósito de crear un poco de desorden, y los
hombres ahuyentaron fácilmente a los gansos con sus palos. Snowball lanzó su
segunda línea de ataque: Muriel, Benjamín y todas las ovejas, con Snowball a la
cabeza, avanzaron embistiendo y empujando a los hombres desde todos lados,
mientras que Benjamín se volvió y comenzó a distribuir coces con sus patas
traseras. Pero nuevamente los hombres, con sus palos y sus botas claveteadas,
fueron demasiado fuertes para ellos; y repentinamente, al oírse el chillido de
Snowball, que era la señal para retirarse, todos los animales dieron media
vuelta y se metieron por el portón al patio.
Los hombres lanzaron un grito de triunfo. Vieron, es lo que se imaginaron,
a sus enemigos en fuga y corrieron tras ellos en desorden. Eso era precisamente
lo que Snowball quería. Tan pronto como estuvieron dentro del patio, los tres
caballos, las tres vacas y los demás cerdos, que habían estado al acecho en el
establo de las vacas, aparecieron repentinamente por detrás de ellos,
cortándoles la retirada. Snowball dio la señal para la carga. El mismo acometió
a Jones. Este lo vio venir, apuntó con su escopeta e hizo fuego. Los perdigones
dejaron su huella sangrienta en el lomo de Snowball, y una oveja cayó muerta.
Sin vacilar un instante, Snowball lanzó su cuerpo contra las piernas de Jones,
que fue a caer sobre una pila de estiércol mientras la escopeta se le escapó de
las manos. Pero el espectáculo más aterrador lo ofrecía Boxer, encabritado
sobre sus miembros traseros y pegando con sus enormes patas herradas. Su primer
golpe lo recibió en la cabeza un mozo de la caballeriza de Foxwood, quedando
tendido exánime en el barro. Al ver ese cuadro varios hombres dejaron caer sus palos
e intentaron disparar. Pero los cogió el pánico y, al momento, los animales los
estaban corriendo por todo el patio. Fueron corneados, pateados, mordidos,
pisados. No hubo ni un animal en la granja que no se vengara a su manera. Hasta
la gata saltó repentinamente desde una azotea sobre la espalda de un vaquero y
le clavó sus garras en el cuello, haciéndole gritar horriblemente. En el
momento en que se presentó un claro para la salida, los hombres se alegraron de
poder escapar del patio y salir como un rayo hacia el camino principal. Y así,
a los cinco minutos de la invasión, se hallaban en retirada ignominiosa por la
misma vía de acceso, con una bandada de gansos ciscando tras ellos y
picoteándoles las pantorrillas durante todo el camino.
Todos los hombres se habían ido, menos uno. Allá en el patio, Boxer
estaba empujando con la pata al mozo de caballeriza que estaba boca abajo en el
barro, tratando de darle vuelta, el muchacho no se movía.
- Está muerto, dijo Boxer tristemente.
No tenía intención de hacer esto. Me olvidé dé que tenía herraduras. ¿Quién va
a creer que no hice esto adrede?
- Nada de sentimentalismos, camarada,
gritó Snowball, de cuyas heridas aún manaba sangre. La guerra es la guerra. El
único ser humano bueno es el que ha muerto.
- Yo no deseo quitar una vida, ni
siquiera humana, repitió Boxer con los ojos llenos de lágrimas.
- ¿Dónde está Mollie? -inquirió
alguien.
Efectivamente, faltaba Mollie. Por un momento se produjo una gran alarma;
se temió que los hombres la hubieran lastimado de alguna forma, o incluso que
se la hubiesen llevado consigo. Al final, sin embargo, la encontraron escondida
en su corral, en el establo, con la cabeza enterrada en el heno del pesebre. Se
había escapado tan pronto como sonó el tiro de la escopeta. Y, cuando los otros
retornaron de su búsqueda, se encontraron con que el mozo de caballeriza, que
en realidad sólo estaba aturdido, ya se había repuesto y había huido.
Los animales se congregaron muy exaltados, cada uno contando a voz en
cuello sus hazañas en la batalla. Enseguida se realizó una celebración
improvisada de la victoria. Se izó la bandera y se cantó varias veces Bestias de Inglaterra, y luego se le dio sepultura solemne a la oveja que
murió en la acción, plantándose un oxiacanto sobre su sepulcro. En dicho acto
Snowball pronunció un discurso, recalcando la necesidad de que todos los
animales estuvieran dispuestos a morir por Granja Animal, si fuera necesario.
Los animales decidieron unánimemente crear una condecoración militar: Héroe Animal, Primer Grado, que les fue
conferida en ese mismo instante a Snowball y Boxer. Consistía en una medalla de
bronce (en realidad eran unos adornos de bronce para caballos que habían
encontrado en el cuarto de los enseres), que debía usarse los domingos y días
de fiesta. También se creó la Orden Héroe
Animal Segundo Grado, que le fue
otorgada póstumamente a la oveja muerta.
Se discutió mucho el nombre que debía dársele a la batalla. Al final se
la llamó la Batalla del Establo de las Vacas, pues fue allí donde se realizó la
emboscada. La escopeta del señor Jones fue hallada en el barro y se sabía que
en la casa había proyectiles. Se decidió emplazar la escopeta al pie del
mástil, como si fuera una pieza de artillería, y dispararla dos veces al año;
una vez, el cuatro de octubre, aniversario de la Batalla del Establo de las
Vacas, y la otra, el día de San Juan, aniversario de la rebelión.
Capítulo 5
A medida que el invierno se aproximaba, Mollie se volvió más
y más fastidiosa. Llegaba tarde al trabajo todas las mañanas con el pretexto de
que se había quedado dormida, quejándose de dolencias misteriosas, aun cuando
su apetito era excelente. Con cualquier disculpa se escapaba del trabajo para
ir al bebedero, donde se quedaba parada mirando su reflejo en el agua como una
tonta. Pero también había rumores de algo más serio. Un día que Mollie entraba
alegremente al patio, meneando su larga cola y mascando un tallo de heno,
Clover la llamó a un lado. - Mollie, le dijo, tengo algo muy serio que decirte.
Esta mañana te vi mirando por encima del cerco que separa a Granja Animal de
Foxwood. Uno de los hombres del señor Pilkington estaba parado al otro lado del
cerco. Yo estaba a cierta distancia, pero estoy casi segura de que vi esto: él
te estaba hablando y le permitías que te acariciara el hocico. ¿Qué significa
eso, Mollie?
- ¡El no lo hizo! ¡Yo no estaba! ¡No es verdad!, gritó Mollie, empezando
a hacer cabriolas y a patear el suelo.
-¡Mollie! Mírame en la cara. ¿Puedes darme tu palabra de honor de que ese
hombre no te estaba acariciando el hocico?
-¡No es verdad!, repitió Mollie, pero no podía mirar a la cara a Clover,
y al instante tomó las de Villadiego, huyendo al galope hacia el campo.
A Clover se le ocurrió algo. Sin decir nada a nadie, se fue a la
pesebrera de Mollie y revolvió, la paja con su pata. Escondida bajo la paja
había una pequeña pila de terrones de azúcar y varios montones de cintas de
distintos colores. Tres días después Mollie desapareció. Durante varias semanas
no se supo nada respecto a su paradero; luego las palomas informaron que la
habían visto al otro lado de Willingdon. Estaba entre las varas de un coche
elegante pintado de rojo y negro, que se encontraba parado ante una taberna. Un
hombre gordo, de cara colorada, con pantalones a cuadros y polainas, que
parecía un tabernero, le estaba acariciando el hocico y dándole de comer
azúcar. El pelaje de Mollie estaba recién cortado, y ella llevaba una cinta
escarlata en la melena. “Daba la impresión de que estaba a gusto”, dijeron las
palomas. Ninguno de los animales volvió a mencionar a Mollie.
En enero hizo muy mal tiempo. La tierra parecía de hierro y no se podía
hacer nada en el campo. Se realizaron muchas reuniones en el granero principal;
los cerdos se ocuparon en formular planes para la temporada siguiente. Se llegó
a aceptar que los cerdos, que eran manifiestamente más inteligentes que los
demás animales, resolverían todas las cuestiones referentes al manejo de la
granja, aunque sus decisiones debían ser ratificadas por mayoría de votos. Este
arreglo habría andado bastante bien a no ser por las discusiones entre Snowball
y Napoleón. Estos dos estaban siempre en desacuerdo en cada punto donde era
posible que hubiera discrepancia. Si uno de ellos sugería sembrar un mayor
número de hectáreas con cebada, con toda seguridad que el otro iba a exigir un
mayor número de hectáreas con avena, y si uno afirmaba que tal o cual terreno
estaba en buenas condiciones para el repollo, el otro decía que servía
únicamente para nabos. Cada uno tenía sus partidarios y se registraron debates
violentos. En las reuniones Snowball a menudo convencía a la mayoría por sus
discursos brillantes, pero Napoleón era superior para obtener apoyo fuera de
las sesiones. Un éxito especial logró con las ovejas. Últimamente éstas tomaron
la costumbre de balar “Cuatro patas sí, dos pies no” en cualquier momento, y
muchas veces interrumpían así la Reunión. Se notó que esto ocurría
frecuentemente en momentos decisivos de los discursos de Snowball. Este había
hecho un estudio profundo de algunos números atrasados de Granjero y Cabañero que
encontrara en la casa, y estaba lleno de planes para efectuar innovaciones y
mejoras. Hablaba como un erudito sobre zanjas de desagüe, ensilaje y abono
básico, habiendo elaborado un complicado esquema para que todos los animales
dejaran caer su estiércol directamente en los campos, cada día en un lugar
distinto, con el fin de ahorrar el trabajo de acarreo. Napoleón no presentó
ningún plan propio, pero decía tranquilamente que los de Snowball quedarían en
nada, y parecía aguardar algo. Pero de todas sus controversias, ninguna fue tan
enconada como la que tuvo lugar con respecto al molino de viento.
En la larga pradera, cerca de los edificios, había una pequeña loma que
era el punto más alto de la granja. Después de estudiar el terreno, Snowball
declaró que ése era el lugar indicado para un molino de viento, con el cual se
podía hacer funcionar una dínamo y suministrar fuerza motriz para la granja.
Esta daría luz para los corrales de los animales y los calentaría en invierno,
y también haría funcionar una sierra circular, una desgranadora, una cortadora
y una ordeñadora eléctrica. Los animales nunca habían oído hablar de esas cosas
(porque la granja era anticuada y contaba sólo con la maquinaria más
primitiva), y escuchaban asombrados a Snowball mientras les describía cuadros
de maquinarias fantásticas que harían el trabajo por ellos mientras pastaban
tranquilamente en los campos o perfeccionaban sus mentes mediante la lectura y
la conversación.
En pocas semanas los planos de Snowball para el molino de viento habían
sido completados. Los detalles técnicos provenían principalmente de tres libros
que habían pertenecido al señor Jones: Mil
cosas útiles que realizar para la
casa, Cada hombre, su propio albañil y Electricidad para principiantes. Como
estudio utilizó Snowball un cobertizo que en un tiempo se había usado para
incubadoras y tenía un piso liso de madera, apropiado para dibujar. Se
encerraba en él durante horas enteras. Mantenía sus libros abiertos con una
piedra y, empuñando un pedazo de tiza, se movía rápidamente de un lado a otro,
dibujando línea tras línea y profiriendo pequeños chillidos de entusiasmo.
Gradualmente sus planos se transformaron en una masa complicada de manivelas y
engranajes que cubrían más de la mitad del suelo, y que los demás animales
consideraron completamente indescifrable, pero muy impresionante. Todos iban a
mirar los planos de Snowball por lo menos una vez al día. Hasta las gallinas y
los patos lo hicieron y tuvieron sumo cuidado de no pisar los trazos con tiza.
Únicamente Napoleón se mantenía a distancia. El se había declarado en contra
del molino de viento desde el principio. Un día, sin embargo, llegó en forma
inesperada para examinar los planos. Caminó pesadamente por allí, observó con
cuidado cada detalle, olfateando en una o dos oportunidades; después se paró un
rato mientras los contemplaba de reojo; luego, repentinamente, levantó la pata,
hizo aguas sobre los planos y se alejó sin decir palabra.
Toda la granja estaba muy dividida en el asunto del molino de viento.
Snowball no negaba que construir significaría un trabajo difícil. Tendrían que
sacar piedras de la cantera y con ellas levantar paredes, luego fabricar las
aspas y después de eso necesitarían dínamos y cables (cómo se obtendrían esas
cosas, Snowball no lo decía). Pero sostenía que todo podría hacerse en un año.
Y en adelante, declaró, se ahorraría tanto trabajo que los animales sólo
tendrían que laborar tres días por semana. Napoleón, por el contrario, sostenía
que la gran necesidad del momento era aumentar la producción de comestibles, y
que si perdían el tiempo con el molino de viento se morirían todos de hambre.
Los animales se agruparon en dos facciones bajo los lemas: “Vote por Snowball y
la semana de tres días” y “Vote por Napoleón y el pesebre lleno”. Benjamín era
el único animal que no se alistó en ninguna de las dos facciones. Se negó a
creer que habría más abundancia de comida o que el molino de viento ahorraría
trabajo. “Con molino o sin molino, dijo, la vida seguiría como siempre lo fue,
es decir, un desastre.”
Aparte de las discusiones referentes al molino, estaba la cuestión de la
defensa de la granja. Se comprendía perfectamente que aunque los seres humanos
habían sido derrotados en la Batalla del Establo de las Vacas, podrían hacer otra
tentativa, más resuelta que la anterior, para volver a capturar la granja y
restablecer al señor Jones. Tenían aún más motivo para hacerlo, pues la noticia
de la derrota se difundió por los alrededores y había puesto a los animales más
revoltosos que nunca. Como de costumbre, Snowball y Napoleón estaban en
desacuerdo. Según Napoleón, lo que debían hacer los animales era procurar la
obtención de armas de fuego y adiestrarse en su manejo. Snowball opinaba que
debían mandar más y más palomas y fomentar la rebelión entre los animales de
las otras granjas. Uno argumentaba que si no podían defenderse estaban
destinados a ser conquistados; el otro argüía que si había rebeliones en todas
partes no tendrían necesidad de defenderse. Los animales escuchaban primeramente
a Napoleón, luego a Snowball, y no podían decidir quién tenía razón; a decir
verdad, siempre estaban de acuerdo con el que les estaba hablando en ese
momento.
Al fin llegó el día en que Snowball completó sus planos. En la Reunión
del domingo siguiente se iba a poner a votación si se comenzaba o no a
construir el molino de viento. Cuando los animales estaban reunidos en el
granero principal, Snowball se levantó y, aunque de vez en cuando era
interrumpido por los balidos de las ovejas, expuso sus razones para defender la
construcción del molino. Luego Napoleón se levantó para contestar. Dijo
tranquilamente que el molino de viento era una tontería y que él aconsejaba que
nadie lo votara, sentándose enseguida; habló apenas treinta segundos, y parecía
indiferente en cuanto al efecto que había producido. Ante esto Snowball se puso
de pie de un salto, y gritando para poder ser oído a pesar de las ovejas que
nuevamente habían comenzado a balar, se desató en una exhortación apasionada a
favor del molino de viento. Hasta entonces los animales estaban divididos más o
menos por igual en sus simpatías, pero en un momento la elocuencia de Snowball
los había seducido. Con frases ardientes les pintó un cuadro de cómo podría ser
Granja Animal cuando el vil trabajo fuera quitado de las espaldas de los
animales. Su imaginación había ido mucho más allá de las desgranadoras y las
guadañadoras. La electricidad, dijo, podría mover las trilladoras, los arados,
las rastras, los rodillos, las segadoras y las atadoras, además de suministrar
a cada establo su propia luz eléctrica, agua fría y caliente, y un calentador
eléctrico. Cuando dejó de hablar, no quedaba duda alguna sobre el resultado de
la votación. Pero justo en ese momento se levantó Napoleón y echando una
extraña mirada de reojo hacia Snowball, emitió un chillido agudo como nunca le
habían oído articular anteriormente.
Acto seguido se escuchó afuera un terrible ladrido y nueve enormes
perros, que llevaban puestos unos collares armados con clavos, entraron
corriendo al granero. Se lanzaron directamente hacia Snowball, quien saltó de
su lugar justo a tiempo para eludir sus feroces colmillos. En un instante
estaba al otro lado de la puerta y ellos tras él. Demasiado asombrados y
asustados para hablar, todos los animales se agolparon en la puerta para
observar la persecución. Snowball iba a toda carrera a través de la pradera
larga que conducía a la carretera. Corría como sólo puede hacerlo un cerdo,
pero los perros le pisaban los talones. De repente patinó y pareció seguro que
éstos ya lo tenían. Luego se puso de nuevo en pie, corriendo más veloz que
nunca; después los perros ganaron terreno nuevamente. Uno de ellos iba a cerrar
sus mandíbulas sobre la cola de Snowball, pero éste la sacó justo a tiempo.
Entonces hizo un esfuerzo supremo y por escasos centímetros, logró meterse por
un agujero en el cerco y no se le vio más.
Silenciosos y aterrorizados, los animales volvieron al granero. También
los perros regresaron dando brincos. Al principio nadie podía imaginarse de
dónde provenían esas bestias, pero el problema fue aclarado enseguida; eran los
Cachorros que Napoleón había quitado a sus madres y criara en privado. Aunque
no estaban completamente desarrollados todavía, eran perros inmensos y fieros
como lobos. No se alejaban de Napoleón. Se observó que le meneaban la cola como
los otros perros acostumbraban hacerlo con el señor Jones.
Napoleón, con los canes tras él, subió entonces a la plataforma donde
anteriormente estuvo Mayor cuando pronunciara su discurso. Anunció que desde
ese momento se habían terminado las reuniones de los domingos por la mañana.
Eran innecesarias, dijo, y hacían perder tiempo. En lo futuro todas las
cuestiones relacionadas con el manejo de la granja serían resueltas por una
comisión especial de cerdos, presidida por él. Estos se reunirían en privado y
luego comunicarían sus decisiones a los demás. Los animales aún se reunirían
los domingos por la mañana para saludar la bandera, cantar Bestias de Inglaterra y recibir sus órdenes para la semana; pero no
habría más debates. Si la expulsión de Snowball les produjo una gran impresión,
este anuncio consternó a los animales. Algunos de ellos habrían protestado de
encontrar los argumentos apropiados. Hasta Boxer estaba un poco aturdido.
Apuntó sus orejas hacia atrás, agitó su melena varias veces y trató con ahínco
de ordenar sus pensamientos; pero al final no se le ocurrió nada que decir.
Algunos de los cerdos mismos, sin embargo, fueron más expresivos. Cuatro
jóvenes puercos de la primera fila emitieron agudos gritos de desaprobación, y
todos ellos se pararon de golpe y comenzaron a hablar al mismo tiempo. Pero,
repentinamente, los perros que estaban sentados alrededor de Napoleón dejaron
oír unos profundos gruñidos amenazadores y los cerdos se callaron, volviéndose
a sentar. Entonces las ovejas irrumpieron con un tremendo balido de “¡Cuatro
patas sí, dos pies no!” que continuó durante casi un cuarto de hora y puso fin
a cualquier intento de discusión. Luego Squealer fue enviado por toda la granja
para explicar la nueva disposición a los demás.
-Camaradas, dijo, espero que todos los animales presentes se darán cuenta
y apreciarán el sacrificio que ha hecho el camarada Napoleón al tomar este
trabajo adicional sobre sí mismo. ¡No se crean, camaradas, que ser jefe es un
placer! Por el contrario, es una honda y pesada responsabilidad. Nadie estima
más firmemente que el camarada Napoleón el principio de que todos los animales
son iguales. Estaría muy contento de dejarles tomar sus propias
determinaciones. Pero algunas veces podrían ustedes adoptar decisiones
equivocadas, camaradas, ¿y dónde estaríamos entonces nosotros? Supónganse que
ustedes se hubieran decidido seguir a Snowball, con sus disparatados molinos;
Snowball, que, como sabemos ahora, no era más que un criminal...
- Él peleó valientemente en la Batalla del Establo de las Vacas, dijo
alguien. - La valentía no es suficiente, afirmó Squealer. La lealtad y la
obediencia son más importantes. Y en cuanto a la Batalla del Establo de las
Vacas, yo creo que vendrá el día en que nos cercioremos de que el papel
desempeñado por Snowball ha sido muy exagerado. ¡Disciplina, camaradas,
disciplina férrea! Esa es la consigna para hoy. Un paso en falso, y nuestros
enemigos estarían sobre nosotros. Seguramente, camaradas, que ustedes no desean
el retorno de Jones.
Nuevamente este argumento resultó irrebatible. Claro está que los
animales no querían que volviera Jones; si la realización de los debates, los
domingos por la mañana, podía implicar su regreso, entonces debían suprimirse
los debates. Boxer, que había tenido tiempo de coordinar sus ideas, expresó la
opinión general diciendo: “Si el camarada Napoleón lo dice, debe estar bien.” Y
desde ese momento adoptó la consigna: “Napoleón siempre tiene razón”, además de
su lema particular: “Trabajaré más fuerte”. Para entonces el tiempo había
cambiado y comenzó la roturación de primavera. El cobertizo donde Snowball
dibujara los planos del molino de viento, fue clausurado y se suponía que los
planos fueron borrados del suelo. Todos los domingos, a las diez de la mañana,
los animales se reunían en el granero principal a fin de recibir las órdenes
para la semana. El cráneo del Viejo Mayor, ya sin rastros de carne, había sido
desenterrado de la huerta y colocado sobre un poste al pie del mástil, junto a
la escopeta. Después de izar la bandera, los animales debían desfilar en forma
reverente al lado del cráneo antes de entrar al granero. Ahora no se sentaban
todos juntos, como acostumbraban hacerlo anteriormente. Napoleón, con Squealer
y otro cerdo llamado Mínimus, que poseía un don extraordinario para componer
canciones y poemas, se sentaban sobre la plataforma, con los nueve perros
formando un semicírculo alrededor, y los otros cerdos sentados tras ellos. Los
demás animales se colocaron enfrente, en el cuerpo principal del granero.
Napoleón les leía las órdenes para la semana en un áspero estilo militar, y
después de cantar una sola vez Bestias de
Inglaterra, todos los animales se dispersaban.
El tercer domingo después de la expulsión de Snowball, los animales se
sorprendieron un poco al oír a Napoleón anunciar que, después de todo, el
molino de viento sería construido. No dio ninguna explicación por haber
cambiado de parecer, pero simplemente advirtió a los animales que esa tarea
adicional significaría un trabajo muy duro; tal vez sería necesario reducir sus
raciones. Los planos, sin embargo, habían sido preparados hasta el menor
detalle. Una comisión especial de cerdos estuvo trabajando sobre los mismos
durante las últimas tres semanas. La construcción del molino, con otras
mejoras, demandaría, según se esperaba, dos años.
Esa noche, Squealer les explicó privadamente a los otros animales que en
realidad Napoleón nunca había estado en contra del molino. Por el contrario,
fue él quien abogó por el mismo, al principio, y el plano que dibujara Snowball
sobre el suelo del cobertizo de incubadoras, en verdad fue robado de los
papeles de Napoleón. El molino de viento era realmente una creación propia de
Napoleón. “¿Por qué entonces, preguntó alguien, se mostró él tan firmemente
contra el molino?” Aquí Squealer puso cara astuta. “Eso, dijo, fue sagacidad
del camarada Napoleón. Él había aparentado
oponerse al molino, pero simplemente como una maniobra para deshacerse de
Snowball, que era un sujeto peligroso y de mala influencia. Ahora que Snowball
había sido eliminado, el plan podía llevarse adelante sin su interferencia. “Eso,
dijo Squealer, era lo que se llama táctica.” Repitió varias veces “¡Táctica,
camaradas, táctica!”, saltando y moviendo la cola con una risita alegre. Los
animales no tenían certeza del significado de la palabra, pero Squealer habló
tan persuasivamente y los tres perros, que casualmente se hallaban allí,
gruñeron en forma tan amenazante, que aceptaron su explicación sin más preguntas.
Capítulo 6
Durante todo ese año los animales trabajaron como esclavos. Pero eran
felices en su tarea; no escatimaron esfuerzo o sacrificio, pues bien, sabían
que todo lo que ellos hacían era para su propio beneficio y para los de su
especie que vendrían después, y no para unos cuantos seres humanos rapaces y
haraganes.
Durante toda la primavera y el verano trabajaron sesenta horas por
semana, y en agosto Napoleón anunció que también tendrían que trabajar los
domingos por la tarde. Ese trabajo era estrictamente voluntario, pero el animal
que no concurriera vería reducida su ración a la mitad. Aun así, fue necesario
dejar varias tareas sin hacer. La cosecha fue algo menos abundante que el año
anterior, y dos lotes que debían haberse sembrado con nabos a principios del verano,
no lo fueron porque no se terminaron de arar a tiempo. Era fácil prever que el
invierno siguiente sería duro. El molino de viento presentó dificultades
inesperadas. Había una buena cantera de piedra caliza en la granja, y se
encontró bastante arena y cemento en una de las dependencias, de modo, que
tenían a mano todos los materiales para la construcción. Pero el problema que
no pudieron resolver al principio los animales fue el de cómo romper la piedra
en pedazos de tamaño apropiado. Aparentemente no había forma de hacer eso,
excepto con picos y palancas de hierro, que ellos no podían usar, porque ningún
animal estaba en condiciones de pararse sobre sus patas traseras. Después de
varias semanas de esfuerzos inútiles, se le ocurrió a uno la idea adecuada:
utilizar la fuerza de la gravedad. Inmensas piedras, demasiado grandes para
utilizarlas como estaban, se hallaban por todas partes en el fondo de la
cantera. Los animales las amarraban con sogas, y luego todos juntos, vacas,
caballos, ovejas, cualquiera que pudiera agarrar la soga, hasta los cerdos a
veces colaboraban en los momentos críticos, las arrastraban con una lentitud
desesperante por la ladera hasta la cumbre de la cantera, de donde las dejaban
caer por el borde, para que se rompieran abajo en pedazos. El trabajo de
transportar la piedra una vez rota era relativamente sencillo. Los caballos
llevaban los trozos en carretas, las ovejas las arrastraban una a una, y hasta
Muriel y Benjamín se acoplaban a un viejo sulky
y hacían su parte. A fines de verano habían acumulado una buena provisión
de piedra, y comenzó entonces la construcción, bajo la supervisión de los
cerdos.
Pero era un proceso lento y laborioso. Frecuentemente les ocupaba un día
entero de esfuerzo agotador arrastrar una sola piedra hasta la cumbre de la
cantera, y a veces, cuando la tiraban por el borde, no se rompía. No hubieran
podido lograr nada sin Boxer, cuya fuerza parecía igualar a la de todos los
demás animales juntos. Cuando la piedra empezaba a resbalar y los animales
gritaban desesperados al verse arrastrados por la ladera hacia abajo, era
siempre Boxer el que se esforzaba con la soga y lograba detener la piedra.
Verlo tirando hacia arriba por la pendiente, pulgada tras pulgada, jadeante,
clavando las puntas de sus cascos en la tierra, y sus enormes costados sudados,
llenaba a todos de admiración. Clover a veces le advertía que tuviera cuidado y
no se esforzara demasiado, pero Boxer jamás le hacía caso. Sus dos lemas, “Trabajaré
más fuerte” y “Napoleón siempre tiene razón”, le parecían suficiente respuesta
para todos los problemas. Se había puesto de acuerdo con el gallo para que éste
lo despertara tres cuartos de hora más temprano por la mañana, en vez de media
hora. Y en sus ratos libres, con los cuales contaba poco en esos días, se iba
solo a la cantera, juntaba un montón de pedazos de piedra y lo arrastraba por
sí mismo hasta el sitio del molino.
Los animales no estuvieron tan mal durante todo ese verano, a pesar del
rigor de su trabajo. Si no disponían de más comida de la que habían dispuesto
en el tiempo de Jones, de todas maneras no tenían menos. La ventaja de
alimentarse a sí mismos y no tener que mantener también a cinco extravagantes
seres humanos, era tan grande, que se habría necesitado numerosos fracasos para
sobrepasarla. Y en muchas situaciones el método animal de hacer las cosas era
más eficiente y ahorraba trabajo. Algunas tareas, como por ejemplo extirpar las
malezas, se podían hacer con una eficiencia imposible para los seres humanos.
Y, además, dado que ningún animal robaba, no fue necesario hacer alambradas
para separar los campos de pastoreo de la tierra cultivable, lo que economizó
mucho trabajo en la conservación de los cercos y cierros. Sin embargo, a medida
que avanzaba el verano, se empezó a sentir la escasez imprevista de varias
cosas. Había necesidad de aceite, parafina, clavos, bizcochos para los perros y
hierro para las herraduras de los caballos, nada de lo cual se podía producir
en la granja. Más adelante también habría necesidad de semillas y abonos
artificiales, además de varias herramientas y, finalmente, la maquinaria para
el molino de viento. Ninguno podía imaginar cómo se iban a obtener esos
artículos.
Un domingo por la mañana, cuando los animales se reunieron para recibir
órdenes, Napoleón anunció que había decidido adoptar un nuevo sistema. En
adelante, Granja Animal iba a negociar con las granjas vecinas; y no, por
supuesto, con un propósito comercial, sino simplemente con el fin de obtener
ciertos materiales que hacían falta con urgencia. “Las necesidades del molino
figuran por encima de todo lo demás”, afirmó. En consecuencia estaba tomando
las medidas necesarias para vender una parva de heno y parte de la cosecha de
trigo de ese año, y más adelante, si necesitaban más dinero, tendrían que obtenerlo
mediante la venta de huevos, para los cuales siempre había compradores en
Willingdon. “Las gallinas, dijo Napoleón, debían recibir con agrado este
sacrificio como aporte especial a la construcción del molino”.
Nuevamente los animales se sintieron presa de una vaga inquietud. “Jamás
tener trato alguno con los seres humanos; nunca dedicarse a comerciar; nunca
usar dinero”, ¿no fueron ésas las primeras resoluciones adoptadas en aquella
reunión triunfal, después de haber expulsado a Jones? Todos los animales
recordaron haber aprobado tales resoluciones, o por lo menos, creían
recordarlo. Los cuatro jóvenes cerdos que habían protestado cuando Napoleón
abolió las reuniones, levantaron sus voces tímidamente, pero fueron silenciados
inmediatamente con un tremendo gruñido de los perros. Entonces, como de
costumbre, las ovejas irrumpieron con su “¡Cuatro patas sí, dos pies no!” y la
turbación momentánea fue allanada. Finalmente, Napoleón levantó la pata para
imponer silencio y anunció que ya había decidido todos los arreglos. No habría
necesidad de que ninguno de los animales entrara en contacto con los seres
humanos, lo que sería altamente indeseable. Tenía la intención de tomar todo el
peso sobre sus propios hombros. Un tal señor Whymper, un comisionista que vivía
en Willingdon, había accedido a actuar de intermediario entre Granja Animal y
el mundo exterior, visitaría la Granja todos los lunes por la mañana para
recibir sus instrucciones. Napoleón finalizó su discurso con su grito
acostumbrado de “¡Viva la Granja Animal!”, y después de cantar Bestias de Inglaterra, despidió a los
animales.
Luego Squealer dio una vuelta por la granja y tranquilizó a los animales.
Les aseguró que la resolución prohibiendo comerciar usando dinero nunca había
sido aprobada, ni siquiera sugerida. Era pura imaginación, probablemente
atribuible a mentiras difundidas por Snowball. Algunos animales aún tenían
cierta duda, pero Squealer les preguntó astutamente: “¿Están seguros de que eso
no es algo que han soñado, camaradas? ¿Tienen constancia de tal resolución?
¿Está anotada en alguna parte?” Y puesto que era cierto que nada de eso existía
por escrito, los animales quedaron convencidos de que estaban equivocados.
Todos los lunes el señor Whymper visitaba la granja como se había
convenido. Era un hombre bajito, astuto de patillas anchas, un comisionista en
pequeña escala, pero lo suficientemente listo como para darse cuenta, antes que
cualquier otro, que Granja Animal iba a necesitar un corredor y que las
comisiones valdrían la pena. Los animales observaban su ir y venir con cierto
temor, y lo eludían en todo lo posible. Sin embargo, la escena de Napoleón,
sobre sus cuatro patas, dándole órdenes a Whymper, que se paraba sobre dos
pies, despertó su orgullo y los reconcilió en parte con la nueva situación. Sus
relaciones con la raza humana no eran como habían sido antes. Los seres
humanos, por su parte, no odiaban menos a Granja Animal ahora que estaba
prosperando; al contrario, la odiaban más que nunca. Cada ser humano tenía por
seguro que, tarde o temprano, la granja iba a declararse en quiebra, y sobre
todo, que el molino de viento sería un fracaso. Se reunían en las cantinas y se
demostraban los unos a los otros por medio de diagramas que el molino estaba
destinado a caerse o, si se mantenía en pie, que jamás funcionaría. Y, sin
embargo, contra sus deseos, llegaron a tener cierto respeto por la eficacia con
que los animales estaban administrando sus propios asuntos. Uno de los síntomas
de eso fue que empezaron a llamar a Granja Animal por su verdadero nombre y
dejaron de pretender que se llamaba Granja Manor. También desistieron de apoyar
a Jones, el cual había perdido las esperanzas de recuperar su granja y se fue a
vivir a otro lugar del condado. Exceptuando a Whymper, aún no existía contacto
alguno entre Granja Animal y el mundo exterior, pero circulaban constantes rumores
de que Napoleón iba a celebrar definitivamente un convenio comercial con el
señor Pilkington, de Foxwood, o con el señor Frederick, de Pinchfield; pero
nunca se hacía notar con los dos simultáneamente.
Fue más o menos en esa época cuando los cerdos, repentinamente, se
mudaron a la casa de la granja y establecieron allí su residencia. Otra vez los
animales creyeron recordar que se había aprobado una resolución contra eso en
los primeros tiempos, y de nuevo Squealer pudo convencerlos de que no era así. Resultaba
absolutamente necesario, dijo él, que los cerdos, que eran el cerebro de la
granja, contaran con un lugar tranquilo para trabajar. También era mas
apropiado para la dignidad del líder (porque últimamente había comenzado a
referirse a Napoleón con el título de “líder”) que viviera en una casa en vez
de un simple chiquero. No obstante, algunos animales se molestaron al saber que
los cerdos no solamente comían en la cocina, usaban la sala como lugar de
recreo, sino que también dormían en las camas. Boxer lo pasó por alto, como de
costumbre, con un “¡Napoleón siempre tiene razón!”, pero Clover, que creyó
recordar una disposición definida contra las camas, fue hasta el extremo del
granero e intentó descifrar los Siete Mandamientos, que estaban allí inscritos.
Pero al comprobar que sólo podía leer las letras individualmente, trajo a
Muriel.
-Muriel, le dijo, léeme el Cuarto Mandamiento. ¿No dice algo respecto a
no dormir nunca en una cama?
Con un poco de dificultad, Muriel lo deletreó.
-
Dice: Ningún animal dormirá en una cama “con
sabanas”, anunció finalmente. Lo curioso era que Clover no recordaba que el
Cuarto Mandamiento mencionara sábanas; pero como figuraba en la pared, debía
haber sido así. Y Squealer, que pasaba en ese momento por allí, acompañado de
dos o tres perros, pudo colocar todo el asunto en su verdadero lugar.
-
Vosotros
habéis oído ya, camaradas, dijo, que nosotros los cerdos dormimos ahora en las
camas de la casa. ¿Y por qué no? No suponíais seguramente que hubo alguna vez
una disposición contra las camas. Una cama quiere decir simplemente un lugar
para dormir. Una pila de paja en un establo es una cama, juzgado correctamente.
La resolución fue contra las sábanas, que son un invento de los seres humanos.
Hemos quitado las sábanas de las camas de la casa y dormimos entre mantas. ¡Y
ya lo creo que son camas muy cómodas! Pero no son más de lo que necesitamos,
puedo afirmaros, camaradas, considerando todo el trabajo cerebral que tenemos
hoy en día. No querréis privarnos de nuestro reposo, ¿verdad, camaradas? No
querréis tenernos tan cansados como para no cumplir con nuestros deberes. Sin
duda, ninguno de ustedes deseará que vuelva Jones.
Los animales lo tranquilizaron inmediatamente respecto a ese punto y no
se habló más del asunto de que los puercos dormían en las camas de la casa. Y
cuando, unos días después, se anunció que en adelante los cerdos se levantarían
por la mañana una hora más tarde que los demás animales, tampoco hubo queja
alguna al respecto.
Cuando llegó el otoño, los animales estaban cansados, pero contentos.
Habían tenido un año duro y después de la venta de parte del heno y del maíz,
las provisiones de víveres no fueron tan abundantes, pero el molino lo compensó
todo. Estaba ya semiconstruido. Después de la cosecha tuvieron una temporada de
tiempo seco y despejado, y los animales trabajaron más duramente que nunca,
opinando que bien valía la pena correr de aquí para allá todo el día con
bloques de piedra si así podían levantar las paredes un pie más de altura.
Boxer hasta salía a veces de noche y trabajaba una hora o dos por su cuenta a
la luz de la luna. En sus ratos libres los animales daban vueltas y vueltas
alrededor del molino semiterminado, admirando la fortaleza y la
perpendicularidad de sus paredes y maravillándose de que ellos alguna vez
hubieran podido construir algo tan importante. Únicamente el viejo Benjamín se
negaba a entusiasmarse con el molino, aunque, como de costumbre, insistía en su
enigmática afirmación de que los burros vivían mucho tiempo.
Llegó noviembre, con sus furiosos vientos del sudoeste. Tuvieron que
parar la construcción porque había demasiada humedad para mezclar el cemento.
Al fin vino una noche en que el ventarrón fue tan violento que los edificios de
la granja se mecieron sobre sus cimientos y varias tejas fueron despegadas del
tejado del granero. Las gallinas se despertaron cacareando de terror, porque
todas habían soñado, simultáneamente, que oían el estampido de un cañón a lo
lejos. Por la mañana los animales salieron de sus casillas y se encontraron con
el mástil derribado y un olmo, que estaba al pie de la huerta, arrancado como
un rábano. Apenas notaron esto cuando un grito de desesperación brotó de la
garganta de cada animal. Un cuadro terrible saltaba a la vista. El molino
estaba en ruinas.
De consuno se abalanzaron hacia el lugar. Napoleón, que rara vez se
apresuraba a caminar, corría a la cabeza de todos ellos. Sí, allí yacía el
fruto de todos sus esfuerzos, arrasado hasta sus cimientos; las piedras, que
habían roto y trasladado tan empeñosamente, estaban desparramadas por todas
partes. Incapaces al principio de articular palabra, no hacían más que mirar
tristemente las piedras caídas en desorden. Napoleón andaba de un lado a otro
en silencio, olfateando el suelo de vez en cuando. Su cola se había puesto
rígida y se movía nerviosamente de lado a lado, señal de su intensa actividad
mental. Repentinamente se paró como si hubiera tomado una decisión.
-Camaradas, dijo con voz tranquila, ¿sabéis quién es responsable de esto?
¿Sabéis quién es el enemigo que ha venido durante la noche y echado abajo
nuestro molino? ¡Snowball! rugió repentinamente con voz de trueno. ¡Snowball ha
hecho esto! De pura maldad, creyendo que iba a arruinar nuestros planes y
vengarse por su ignominiosa expulsión, ese traidor se arrastró hasta aquí al
amparo de la oscuridad y ha destruido nuestro trabajo de casi un año.
Camaradas, en este momento y lugar yo sentencio a muerte a Snowball.
Recompensaré con la Orden Héroe Animal,
segundo grado y medio bushel de
manzanas al animal que lo traiga muerto. Todo un bushel al que lo capture vivo.
Los animales quedaron horrorizados al comprobar que Snowball pudiera ser
culpable de tamaña acción. Hubo un grito de indignación y todos comenzaron a
idear la manera de atrapar a Snowball, si alguna vez llegaba a volver. Casi
inmediatamente se descubrieron las pisadas de un cerdo en el pasto y a poca
distancia de la loma. Estas pudieron seguirse algunos metros, pero parecían
llevar hacia un agujero en el cerco. Napoleón las olió bien y declaró que eran
de Snowball. Opinó que Snowball probablemente había venido desde la dirección
de la Granja Foxwood.
- ¡No hay más tiempo que perder, camaradas!, gritó Napoleón una vez
examinadas las huellas. Hay trabajo que realizar. Esta misma mañana comenzaremos
a rehabilitar el molino y lo reconstruiremos durante todo el invierno, con
lluvia o buen tiempo. Le enseñaremos a ese miserable traidor que él no puede
deshacer nuestro trabajo tan fácilmente. Recordad, camaradas, no debe haber
ninguna alteración en nuestros planes, los que serán cumplidos. ¡Adelante,
camaradas! ¡Viva el molino de viento! ¡Viva Granja Animal!
Capítulo 7
Ese invierno se presentó muy crudo. El tiempo tormentoso fue
seguido de granizo y nieve y luego de una helada fuerte que duró hasta mediados
de febrero. Los animales se arreglaron como pudieron para la reconstitución del
molino, pues sabían bien que el mundo exterior les estaba observando y que los
envidiosos seres humanos se regocijarían y obtendrían el triunfo si no
terminaban la obra a tiempo. Rencorosos, los seres humanos, pretendieron no
creer que fue Snowball quien había destruido el molino; afirmaron que se
derrumbó porque las paredes eran demasiado delgadas. Los animales sabían que
eso no era cierto. A pesar de ello, se decidió esta vez construir las paredes
de un metro de espesor en lugar de medio metro como antes, lo que implicaba
juntar una cantidad mucho mayor de piedras. Durante largo tiempo la cantera
estuvo totalmente cubierta por una capa de nieve y no se pudo hacer nada. Se
progresó algo durante el período seco y frío que vino después, pero era un
trabajo cruel y los animales no podían sentirse optimistas como la vez
anterior. Siempre tenían frío y generalmente también hambre. Únicamente Boxer y
Clover jamás perdieron el ánimo. Squealer pronunció discursos magníficos
referentes al placer del servicio y la dignidad del trabajo, pero los otros animales
encontraron más inspiración en la fuerza de Boxer y su infalible grito: “¡Trabajaré
más fuerte!”
En enero escaseó la comida. La ración de maíz fue reducida drásticamente
y se anunció que, en compensación, se iba a otorgar una ración suplementaria de
papas. Pero luego se descubrió que la mayor parte de la cosecha de papas se
había helado por no haber sido cubierta suficientemente. Los tubérculos se
habían ablandado, descolorido, muy pocos eran comibles. Durante días enteros
los animales no tuvieron con qué alimentarse, excepto paja y remolacha. El
espectro del hambre parecía mirarlos cara a cara.
Era fundamentalmente necesario ocultar eso al mundo exterior. Alentados
por el derrumbamiento del molino, los seres humanos estaban inventando nuevas
mentiras respecto a Granja Animal. Otra vez se decía que todos los animales se
estaban muriendo de hambre y enfermedades, que se peleaban continuamente entre
sí y habían caído en el canibalismo y el infanticidio. Napoleón conocía bien
las desastrosas consecuencias que acarrearía el descubrimiento de la verdadera
situación alimentaria, y decidió utilizar al señor Whymper para difundir una
impresión contraria. Hasta entonces los animales tuvieron poco o ningún
contacto con Whymper en sus visitas semanales; ahora, sin embargo, unas cuantas
bestias seleccionadas, en su mayor parte ovejas, fueron instruidas para que
comentaran casualmente, al alcance de su oído que las raciones habían sido
aumentadas. Además, Napoleón ordenó que se llenaran hasta el tope con arena los
depósitos casi vacíos de los cobertizos y luego fueran cubiertos con lo que aún
quedaba de los cereales y forrajes. Mediante un pretexto adecuado, Whymper fue
conducido a través de esos cobertizos, permitiéndosele echar un vistazo a los
depósitos. Fue engañado, y continuó informando al mundo exterior que no había
escasez de alimentos en Granja Animal.
Sin embargo, a fines de enero era evidente la necesidad de obtener más
cereales de alguna parte. En esos días, Napoleón rara vez se presentaba en
público; pasaba todo el tiempo dentro de la casa, cuyas puertas estaban
custodiadas por canes de aspecto feroz. Cuando aparecía, era en forma
ceremoniosa, con una escolta de seis perros que lo rodeaban de cerca y gruñían
si alguien se aproximaba demasiado. Ya ni se le veía los domingos por la
mañana, sino que daba sus órdenes por intermedio de algún otro cerdo,
generalmente Squealer. Un domingo por la mañana, Squealer anunció que las
gallinas que comenzaban a poner nuevamente, debían entregar sus huevos.
Napoleón había aceptado, por intermedio de Whymper, un contrato por
cuatrocientos huevos semanales. El precio de éstos alcanzaría para comprar
suficiente cantidad de cereales y comida para que la granja pudiera subsistir
hasta que llegara el verano y las condiciones mejorasen.
Cuando las gallinas oyeron esto levantaron una gran gritería. Habían sido
advertidas con anterioridad de que sería necesario ese sacrificio, pero no
creyeron que en realidad ocurriría esto. Estaban preparando sus nidadas para la
empolladura de primavera y protestaron expresando que quitarles los huevos era
un crimen. Por mera vez desde la expulsión de Jones había algo que se asemejaba
una rebelión. Dirigidas por tres pollas Black-Minorca, las gallinas hicieron un
decidido intento por frustrar los deseos de Napoleón. Su método fue volar hasta
las vigas y poner allí sus huevos, que se hacían pedazos en el suelo. Napoleón
actuó rápidamente, y sin piedad. Ordenó que fueran suspendidas las raciones de
las gallinas y decretó que cualquier animal que le diera aunque fuera un grano
de maíz a una gallina, sería castigado con la muerte. Los perros tuvieron
cuidado de que las órdenes fueran cumplidas. Las gallinas resistieron durante
cinco días, luego capitularon y volvieron a sus nidos. Nueve gallinas murieron
mientras tanto. Sus cadáveres fueron enterrados en la huerta y se comunicó que
habían muerto de coccidiosis. Whymper no se enteró de este asunto y los huevos
fueron debidamente entregados; el camión de un almacenero acudía semanalmente a
la granja para llevárselos. Durante todo este tiempo no se tuvo señal de
Snowball. Se rumoreaba que estaba oculto en una de las granjas vecinas: Foxwood
o Pinchfield. Napoleón mantenía mejores relaciones que antes con los otros
granjeros. Resultaba que en el patio había una pila de madera para construcción
colocada allí hacía diez años, cuando se había talado un bosque de hayas.
Estaba en buen estado y Whymper aconsejó a Napoleón que la vendiera; tanto el
señor Pilkington como el señor Frederick se mostraban ansiosos por comprarla.
Napoleón estaba indeciso entre los dos, incapaz de adoptar una resolución. Se
notó que cuando parecía estar a punto de llegar a un acuerdo con Frederick, se
decía que Snowball estaba ocultándose en Foxwood, y cuando se inclinaba hacia
Pilkington, se afirmaba que Snowball se encontraba en Pinchfield.
Repentinamente, a principios de primavera, se descubrió algo alarmante.
¡Snowball frecuentaba en secreto la granja por las noches! Los animales estaban
tan alterados que apenas podían dormir en sus corrales.
Todas las noches, se decía, él se introducía al amparo de la oscuridad y
hacía toda clase de daños. Robaba el maíz, volcaba los baldes de leche, rompía
los huevos, pisoteaba los semilleros, roía la corteza de los árboles frutales.
Cuando algo andaba mal, se acostumbró atribuírselo a Snowball. Si se rompía una
ventana o se tapaba un desagüe, era cosa segura que alguien diría que Snowball
durante la noche lo había hecho, y cuando se perdió la llave del cobertizo de
los comestibles, toda la granja estaba convencida de que Snowball la había
tirado al Pozo. Cosa curiosa, siguieron creyendo esto aun después de
encontrarse la llave extraviada debajo de una bolsa de harina. Las vacas
declararon unánimemente que Snowball se deslizó dentro del establo y las ordeñó
mientras dormían. También se dijo que los ratones, que molestaron bastante ese
invierno, estaban en connivencia con Snowball. Napoleón dispuso que se hiciera
una amplia investigación acerca de las actividades de Snowball. Con su séquito
de perros salió de inspección por los edificios de la granja, siguiéndole los
demás animales a prudente distancia. Cada tantos pasos, Napoleón se paraba y
olía el suelo buscando rastros de las pisadas de Snowball, las que, dijo él,
podía reconocer por el olfato. Estuvo olfateando en todos los rincones, en el
granero, en el establo de las vacas, en los gallineros, en la huerta de
legumbres y encontró rastros de Snowball en casi todos lados. Adhiriendo el
hocico al suelo husmeaba profundamente varias veces, y exclamaba con terrible
voz: “¡Snowball! ¡El ha estado aquí! ¡Lo huelo perfectamente!”, y al escuchar
la palabra “Snowball” todos los perros dejaban oír unos gruñidos horribles y
mostraban sus colmillos.
Los animales estaban terriblemente asustados. Les parecía que Snowball
era una especie de maleficio invisible, infestando el aire alrededor y
amenazándolos con clase de peligros. Al anochecer, Squealer los reunió a todos,
y con el rostro alterado les anunció que tenía noticias serias que
comunicarles.
¡Camaradas, gritó Squealer, dando unos saltitos nerviosos, se ha
descubierto algo terrible! ¡Snowball se ha vendido a Frederick, de la Granja
Pinchfield y en este momento debe estar conspirando para atacarnos y quitamos
nuestra granja! Snowball hará de guía cuando comience el ataque. Pero hay algo
peor aún. Nosotros habíamos creído que la rebelión de Snowball fue motivada
simplemente por su vanidad y su ambición. Pero estábamos equivocados,
camaradas. ¿Sabéis cuál era la verdadera razón? ¡Snowball estaba de acuerdo con
Jones desde el comienzo mismo! Fue agente secreto de Jones todo el tiempo. Esto
ha sido comprobado por documentos que dejó abandonados y que ahora hemos
descubierto. Para mí esto explica mucho, camaradas: ¿no hemos visto nosotros
mismos cómo él intentó, afortunadamente sin éxito, provocar nuestra derrota y
aniquilamiento en la Batalla del Establo de las Vacas?
Los animales quedaron estupefactos. Esta era una maldad mucho mayor que
la destrucción del molino por Snowball. Pero tardaron varios minutos en comprender
su significado. Todos ellos recordaron, o creyeron recordar, cómo habían visto
a Snowball encabezando el ataque en la Batalla del Establo de las Vacas, cómo
él los había reunido y alentado en cada revés, y cómo no vaciló un solo
instante, aun cuando los perdigones de la escopeta de Jones le hirieron en el
lomo. Al principio resultó un poco difícil entender cómo combinaba esto con el
hecho de estar él de parte de Jones. Hasta Boxer, que rara vez hacia preguntas,
estaba perplejo. Se acostó, acomodó sus patas delanteras debajo de su pecho,
cerró los ojos, y con gran esfuerzo logró ordenar sus pensamientos.
- Yo no creo eso, dijo, Snowball peleó
valientemente en la Batalla del Establo de las Vacas. Yo mismo lo vi. ¿Acaso no
le otorgamos inmediatamente después la condecoración Héroe Animal, primer grado?
- Ese fue nuestro error, camarada.
Porque ahora sabemos, figura todo escrito en los documentos secretos que hemos
encontrado, que en realidad él nos arrastraba hacia nuestra perdición,
- Pero estaba herido, alegó Boxer.
Todos lo vimos sangrando.
- ¡Eso era parte del acuerdo!, gritó
Squealer. El tiro de Jones solamente lo rasguñó. Yo os podría mostrar esto,
escrito de su puño y letra, si vosotros pudierais leerlo. El plan era que
Snowball, en el momento crítico, diera la señal para la fuga dejando el campo
en poder del enemigo. Y casi lo consigue. Diré más, camaradas: lo hubiera
logrado a no ser por nuestro heroico líder, el camarada Napoleón. ¿Recordáis
cómo, justo en el momento que Jones y sus hombres llegaron al patio, Snowball
repentinamente se volvió y huyó, y muchos animales lo siguieron? ¿Y recordáis
también que justamente en ese momento, cuando cundía el pánico y parecía que
estaba todo perdido, el camarada Napoleón saltó hacia delante con el grito “¡Muera
la Humanidad!”, y hundió sus dientes en la pierna de Jones? Seguramente os
acordáis de eso, camaradas, exclamó Squealer, saltando de lado a lado.
Como Squealer describió la escena tan gráficamente, les pareció a los
animales que lo recordaban. De cualquier modo, sabían que en el momento crítico
de la batalla se había vuelto para huir. Pero Boxer aún estaba algo indeciso.
- Yo no creo que Snowball fuera un
traidor al comienzo, dijo finalmente. Lo que ha hecho desde entonces es
distinto. Pero yo creo que en la Batalla del Establo de las Vacas él fue un
buen camarada.
- Nuestro líder, el camarada Napoleón,
anunció Squealer, hablando lentamente y con firmeza, ha manifestado
categóricamente, camaradas, que Snowball fue agente de Jones desde el mismo
comienzo; sí, y desde mucho antes que se pensara siquiera en la Rebelión.
- ¡Ah, eso es distinto!, gritó Boxer.
Si el camarada Napoleón lo dice, debe ser así.
- ¡Ese es el verdadero espíritu,
camarada! gritó Squealer, pero se notó que lanzó a Boxer una mirada maligna con
sus relampagueantes ojillos. Se volvió para irse, luego se detuvo y agregó en
forma impresionante: Yo le advierto a todo animal de esta granja que tenga los
ojos bien abiertos, ¡porque tenemos motivos para creer que algunos agentes secretos
de Snowball están al acecho entre nosotros en este momento!
Cuatro días después, al atardecer, Napoleón ordenó a los animales que se
congregaran en el patio. Cuando estuvieron todos reunidos, Napoleón salió de la
casa, luciendo sus dos medallas (porque recientemente se había nombrado él
mismo Héroe Animal, primer grado y Héroe Animal, segundo grado), con sus
nueve enormes perros brincando alrededor, y emitiendo gruñidos que produjeron
escalofríos a los animales. Todos ellos se recogieron silenciosamente en sus
lugares, pareciendo saber de antemano que iba a ocurrir algo terrible.
Napoleón se quedó observando severamente a su auditorio; luego emitió un
gruñido agudo. Inmediatamente los perros saltaron hacia delante, agarraron a
cuatro de los cerdos por las orejas y los arrastraron, chillando de dolor y
terror, hasta los pies de Napoleón. Las orejas de los cerdos estaban sangrando;
los perros habían probado sangre y por unos instantes parecían enloquecidos.
Ante el asombro de todos, tres de ellos se abalanzaron sobre Boxer. Este los
vio venir y estiró su enorme pata, paró a uno en el aire y lo aplastó contra el
suelo. El perro chilló pidiendo misericordia y los otros dos huyeron con el
rabo entre las piernas. Boxer miró a Napoleón para saber si debía aplastar al
perro matándolo o si debía soltarlo. Napoleón pareció cambiar de semblante y le
ordenó bruscamente que soltara al perro, con lo cual Boxer levantó su pata y el
can huyó magullado y gimiendo. Pronto cesó el tumulto. Los cuatro cerdos
esperaban temblando y con la culpabilidad escrita en cada surco de sus
semblantes. Napoleón les exigió que confesaran sus crímenes. Eran los mismos
cuatro cerdos que habían protestado cuando Napoleón abolió las reuniones de los
domingos. Sin otra exigencia, confesaron que habían estado clandestinamente en
contacto con Snowball desde su expulsión, habían colaborado con él en la
destrucción del molino y convinieron en entregar Granja Animal al señor
Frederick. Agregaron que Snowball había admitido, en confianza, que él era
agente secreto del señor Jones desde muchos años atrás. Cuando terminaron su
confesión, los perros, sin perder tiempo, les desgarraron las gargantas y con
voz terrible, Napoleón preguntó si algún otro animal tenía algo que confesar.
Las tres gallinas, que fueron las cabecillas del conato de rebelión por
los huevos, se adelantaron y declararon que Snowball se les había aparecido en
un sueño, incitándolas a desobedecer las órdenes de Napoleón. También ellas
fueron destrozadas. Luego un ganso se adelantó confesando que ocultó seis
espigas de maíz durante la cosecha del año anterior y que se las había comido de
noche. Luego una oveja admitió que hizo aguas en el bebedero, instigada a
hacerlo, dijo ella, por Snowball y otras dos ovejas confesaron que asesinaron a
un viejo carnero, muy adicto a Napoleón, persiguiéndole alrededor de una fogata
cuando tosía. Todos ellos fueron ejecutados allí mismo. Y así continuó la serie
de confesiones y ejecuciones, hasta que una pila de cadáveres yacía a los pies
de Napoleón y el aire estaba impregnado con el olor de la sangre, lo cual era
desconocido desde la expulsión de Jones.
Cuando terminó esto, los animales restantes, exceptuando los cerdos y los
perros, se alejaron juntos. Estaban estremecidos y se sentían desdichados. No
sabían qué era más espantoso: si la traición de los animales que se conjuraron
con Snowball o la cruel represión que acababan de presenciar. Antaño hubo
muchas veces escenas de matanza igualmente terribles, pero a todos les parecía
mucho peor ahora, al suceder esto entre ellos mismos. Desde que Jones había
abandonado la granja, ningún animal mató a otro animal. Ni siquiera un ratón.
Llegaron a la pequeña loma donde estaba el molino semiconstruido y, de común
acuerdo, se recostaron todos como si se agruparan para calentarse: Clover,
Muriel, Benjamín, las vacas, las ovejas y toda una bandada de gansos y gallinas:
todos, en verdad, exceptuando el gato, que había desaparecido repentinamente
justo antes de que Napoleón ordenara a los animales que se reunieran. Durante
algún tiempo nadie habló.
Únicamente Boxer permanecía de pie. Se movía impaciente de un lado para
otro, golpeando su larga cola negra contra los costados y emitiendo de cuando
en cuando un pequeño relincho de extrañeza. Finalmente, dijo: “No comprendo. Yo
no hubiera creído que tales cosas pudieran ocurrir en nuestra granja. Eso se
debe seguramente a algún defecto nuestro. La solución, como yo la veo, es
trabajar más fuerte. Desde ahora me levantaré una hora más temprano todas las
mañanas”.
Y se alejó con su trote pesado en dirección a la cantera. Una vez allí,
juntó dos carradas de piedras y las arrastró hasta el molino antes de
acostarse.
Los animales se acurrucaron alrededor de Clover, sin hablar. La loma
donde estaban acostados les ofrecía una amplia perspectiva a través de la
campiña. La mayor parte de Granja Animal estaba a la vista: la larga pradera,
que se extendía hasta la carretera, el campo de heno, el bebedero, los campos
arados donde se erguía el trigo nuevo, tupido y verde y los techos rojos de los
edificios de la granja con el humo elevándose sinuosamente de sus chimeneas.
Era un claro atardecer primaveral. El pasto y los cercos florecientes estaban
dorados por los rayos del sol poniente. Nunca había parecido la granja, y con
cierta sorpresa se acordaron que era su propia granja, cada pulgada era de su
propiedad, un lugar tan codiciado. Mientras Clover miraba barranco abajo, se le
llenaron los ojos de lágrimas. Si ella hubiera podido expresar sus
pensamientos, hubiera sido para decir que a eso no era a lo que aspiraban
cuando emprendieron, años atrás, el derrocamiento de la raza humana. Esas
escenas de terror y matanza no eran lo que ellos soñaron aquella noche cuando
el Viejo Mayor, por primera vez, los incitó a rebelarse. Si ella misma hubiera
concebido un cuadro del futuro, habría sido el de una sociedad de animales
liberados del hambre y del látigo, todos iguales, cada uno trabajando de
acuerdo con su capacidad; el fuerte protegiendo al débil, como ella protegiera
a esos patitos perdidos con su pata delantera la noche del discurso de Mayor.
En su lugar, ella no sabía por qué habían llegado a un estado tal que nadie se
atrevía a decir lo que pensaba, en el que perros feroces y gruñones merodeaban
por doquier y donde uno tenía que ver cómo sus camaradas eran despedazados
después de confesarse autores de crímenes horribles. No había intención de
rebeldía o desobediencia en su mente. Ella sabía que, aun como se presentaban
las cosas estaban mucho mejor que en los días de Jones y que, ante todo, era
necesario evitar el regreso de los seres humanos. Sucediera lo que sucediera
permanecería leal, trabajaría fuerte, cumpliría las órdenes que le dieran y
aceptaría las directivas de Napoleón. Pero aun así, no era eso lo que ella y
los demás animales, añoraran y para lo que trabajaran tanto. No era para eso
que construyeron el molino ni hicieron frente a las balas de Jones. Tales eran
sus pensamientos, aunque le faltaban palabras para expresarlos. Al final,
presintiendo que eso sería en cierta forma un sustituto para las palabras que
ella no podía encontrar, empezó a cantar Bestias
de Inglaterra. Los demás animales, alrededor, la imitaron y cantaron tres
veces, con mucho sufrimiento, lenta y tristemente, como nunca lo hicieran.
Apenas habían terminado de repetirlo por tercera vez cuando se acercó
Squealer, acompañado de dos perros, con el aire de quien tiene algo importante
que decir. Anunció que por un decreto especial del camarada Napoleón se había
abolido Bestias de Inglaterra. Desde
ese momento quedaba prohibido cantar dicha canción.
Los animales quedaron asombrados.
- ¿Por qué? gritó Muriel.
- Ya no hace falta, camarada, dijo
Squealer secamente. Bestias de Inglaterra
fue el canto de la Rebelión. Pero la Rebelión ya ha terminado. La ejecución
de los traidores esta tarde fue el acto final. El enemigo, tanto exterior como
interior, ha sido vencido. En Bestias de
Inglaterra nosotros expresamos nuestras ansias por una sociedad mejor en lo
futuro. Pero esa sociedad ya ha sido establecida. Realmente esta canción ya no
tiene objeto.
Aunque estaban asustados, algunos de los animales hubieran protestado,
pero en ese momento las ovejas comenzaron su acostumbrado balido de “Cuatro
patas sí, dos pies no”, que duró varios minutos y puso fin a la discusión.
Y de esa forma no se escuchó más Bestias
de Inglaterra. En su lugar Mínimus, el poeta, había compuesto otra canción
que comenzaba así:
Granja Animal, Granja Animal
¡Nunca por mí sufrirás algún mal!
y esto se cantó todos
los domingos por la mañana después de izarse la bandera. Pero, por algún
motivo, a los animales les pareció que ni la letra ni la música estaban a la
altura de Bestias de Inglaterra.
Capítulo 8
Algunos días más tarde, cuando ya había desaparecido el terror producido
por las ejecuciones, algunos animales recordaron, o creyeron recordar, que el
Sexto Mandamiento decretaba: Ningún
animal matará a otro animal. Y aunque nadie quiso mencionarlo al alcance
del oído de los cerdos o, de los perros, existía la sensación que las matanzas
que habían tenido lugar no concordaban con aquello. Clover pidió a Benjamín que
le leyera el Sexto Mandamiento, y cuando Benjamín, como de costumbre, dijo que
se negaba a entremeterse en esos asuntos, ella instó a Muriel. Muriel le leyó
el Mandamiento. Decía así: Ningún animal
matará a otro animal “sin motivo”. Por una razón u otra, las dos últimas
palabras se les habían ido de la memoria a los animales. Pero comprobaron que
el Mandamiento no fue violado; porque, evidentemente, hubo buen motivo para
matar a los traidores que se aliaron con Snowball.
Durante ese año los animales trabajaron aún más duro que el año anterior.
Reconstruir el molino, con paredes dos veces más gruesas que antes, y
concluirlo para una fecha determinada, además del trabajo en la granja, era una
tarea tremenda. A veces les parecía que trabajaban más horas y no comían mejor
que en la época de Jones. Los domingos por la mañana Squealer, sujetando un
papel largo con una pata, les leía listas de cifras demostrando que la
producción de toda clase de víveres había aumentado en un doscientos por
ciento, trescientos por ciento o quinientos por ciento, según el caso. Los
animales no vieron motivo para no creerle, especialmente porque no podían
recordar con claridad cómo eran las cosas antes de la Rebelión. Aun así,
preferían a veces contar con menos cifras y más comida. Todas las órdenes eran
emitidas por intermedio de Squealer o uno de los otros cerdos. Napoleón mismo
no era visto en público, sino, cuando mucho, una vez cada quince días. Cuando
aparecía estaba acompañado no solamente por su comitiva de perros, sino también
por un gallo negro que marchaba delante y actuaba como una especie de
trompetero, dejando oír un sonoro cacareo antes que hablara Napoleón. Hasta en
la casa, se decía, Napoleón ocupaba aposentos separados de los demás. Comía
solo, con dos perros para servirlo, y siempre utilizaba la vajilla que había
estado en la vitrina de cristal de la sala. También se anunció que la escopeta
sería disparada todos los años en el cumpleaños de Napoleón, igual que en los
otros dos aniversarios.
Napoleón no era ya mencionado simplemente como “Napoleón”. Se le nombraba
siempre en forma ceremoniosa como “nuestro líder, camarada Napoleón”, y a los
cerdos les gustaba inventar para él títulos como “Padre de todos los animales”,
“Terror de la humanidad”, “Protector del rebaño de ovejas”, “Amigo de los
patitos”, y otros por el estilo. En sus discursos, Squealer hablaba, con
lágrimas que rodaban por sus mejillas, de la sabiduría de Napoleón, la bondad
de su corazón y el profundo amor que sentía por todos los animales en todas
partes, especialmente por las desdichadas bestias que aún vivían en la
ignorancia y la esclavitud en otras granjas. Se había hecho costumbre atribuir
a Napoleón toda proeza afortunada y todo golpe de suerte. A menudo se oía que
una gallina le decía a otra: “Bajo la dirección de nuestro líder, camarada
Napoleón, yo he puesto cinco huevos en seis días”, o dos vacas, mientras
saboreaban el agua del bebedero, solían exclamar: “Gracias a nuestro líder,
camarada Napoleón, ¡qué rico sabor tiene esta agua!” El sentimiento general de
la granja estaba bien expresado en un poema titulado Camarada Napoleón, escrito por Mínimus, y que decía así:
¡Amigo de los huérfanos y del
desheredado! ¡Señor de la pitanza, que enciendes de
pasión mi alma cuando posas,
imponente y airado como el sol, tu
mirada, en el cielo azulado ¡Valiente
camarada, glorioso Napoleón!
Dador de lo que aspiran tus dóciles
criaturas, la barriga repleta, paja para el colchón, y sueño descansado, sin dolor ni amarguras, gracias a tus desvelos y propias desventuras ¡valiente camarada, glorioso Napoleón!
El hijo que tuviera, si Dios me diera
un hijo
apenas chiquitito, antes de ser
lechón con lealtad a quererte le enseñaré, de fijo,
y a chillarte entusiasta, mi tierno
cachorrito:
¡Valiente camarada, glorioso
Napoleón!
Napoleón aprobó este poema y lo hizo inscribir en la pared del granero
principal, en el extremo opuesto a los Siete Mandamientos. Sobre el mismo había
un retrato de Napoleón, de perfil, pintado por Squealer con pintura blanca.
Mientras tanto, por intermedio de Whymper, Napoleón estaba ocupado en
negociaciones complicadas con Frederick y Pilkington. La pila de madera aún
estaba sin vender. De los dos, Frederick era el que estaba más ansioso por
obtenerla, pero no quería ofrecer un precio razonable. Al mismo tiempo corrían
rumores insistentes de que Frederick y sus hombres estaban conspirando para
atacar Granja Animal y destruir el molino, cuya construcción había provocado en
él una envidia furiosa. Se sabía que Snowball aún estaba al acecho en la Granja
Pinchfield. A mediados del verano los animales se alarmaron al oír que tres
gallinas confesaron haber tramado, inspiradas por Snowball, un complot para
asesinar a Napoleón. Fueron ejecutadas inmediatamente y se tomaron nuevas
precauciones para la seguridad de Napoleón. Cuatro perros cuidaban su cama
durante la noche, uno en cada esquina, y un joven cerdo llamado Pinkeye fue
designado para probar todos sus alimentos antes de que el líder los comiera,
por temor a que estuvieran envenenados.
Más o menos en esa época se divulgó que Napoleón había convenido en
vender la pila de madera al señor Pinkington; también debía celebrarse un
contrato formal para el intercambio de ciertos productos entre Granja Animal y
Foxwood. Las relaciones entre Napoleón y Pilkington, aunque conducidas
únicamente por intermedio de Whymper, eran casi amistosas. Los animales
desconfiaban de Pilkington, como ser humano, pero lo preferían mucho más que a
Frederick, a quien temían y odiaban al mismo tiempo. Cuando estaba finalizando
el verano y la construcción del molino llegaba a su término, los rumores de un
inminente ataque traicionero iban en aumento. Frederick, se decía, tenía
intención de traer contra ellos veinte hombres, todos armados con escopetas, y
ya había sobornado a los magistrados y a la policía, para que, en caso de que
pudiera obtener los títulos de propiedad de Granja Animal, aquéllos no hicieran
preguntas. Además, se filtraban de Pinchfield algunas historias terribles
respecto a las crueldades de que hacía objeto Frederick a los animales. Había
azotado hasta la muerte a un caballo, mataba de hambre a sus vacas, había
acabado con un perro arrojándolo dentro de un horno, se divertía de noche con
riñas de gallos, atándoles pedazos de hojas de afeitar a los espolones. La
sangre les hervía de rabia a los animales cuando se enteraron de las cosas que
se hacían con sus camaradas y algunas veces clamaron para que se les permitiera
salir y atacar en masa la Granja Pinchfield, echar a los seres humanos y
liberar a los animales. Pero Squealer les aconsejó que evitaran los actos
precipitados y que confiaran en la estrategia de Napoleón.
Sin embargo, el resentimiento contra Frederick continuó en aumento. Un
domingo por la mañana, Napoleón se presentó en el granero y explicó que en
ningún momento había tenido intención de vender la pila de madera a Frederick;
él consideraba por debajo de su dignidad tener trato con bribones de esa
calaña. A las palomas, que aún eran enviadas para difundir noticias referentes
a la Rebelión, les fue prohibido pisar Foxwood y también fueron impelidas a
abandonar su lema anterior de “Muerte a la Humanidad” reemplazándola por “Muerte
a Frederick”. A fines de verano fue puesta al descubierto una nueva intriga de
Snowball. Los campos de trigo estaban llenos de maleza y se descubrió que en
una de sus visitas nocturnas, Snowball mezcló semillas de cardos con las
semillas de trigo. Un ganso, cómplice del complot, había confesado su culpa a
Squealer y se suicidó inmediatamente ingiriendo unas bayas tóxicas. Los
animales se enteraron también de que Snowball nunca había recibido, como muchos
de ellos creyeron hasta entonces, la Orden de Héroe Animal, primer grado. Eso era simplemente una leyenda
difundida poco tiempo después de la Batalla del Establo de las Vacas por
Snowball mismo. Lejos de ser condecorado, fue censurado por demostrar cobardía
en la batalla. Una vez más algunos animales escucharon esto con cierta
perplejidad, pero Squealer logró convencerlos de que sus recuerdos estaban
equivocados.
En el otoño, mediante un esfuerzo tremendamente agotador, porque la
cosecha tuvo que realizarse casi al mismo tiempo, se concluyó el molino de
viento. Aún faltaba instalar la maquinaria y Whymper negociaba su compra, pero
la construcción estaba terminada. A despecho de todas las dificultades, a pesar
de la inexperiencia, de herramientas primitivas, de mala suerte y de la
traición de Snowball, ¡el trabajo había sido terminado puntualmente en el día
debido! Muy cansados pero orgullosos, los animales daban vueltas y vueltas
alrededor de su obra maestra, que les pareció a su juicio aún más hermosa que
cuando fuera levantada por primera vez. Además, el espesor de las paredes era
el doble de lo que había sido antes. ¡Únicamente con explosivos sería posible
derrumbarlo esta vez! Y cuando recordaban cómo trabajaron, el desaliento que
habían superado y el cambio que produciría en sus vidas cuando las aspas
estuvieran girando y las dínamos funcionando, cuando pensaban en todo esto, el
cansancio desaparecía y brincaban alrededor del molino, profiriendo gritos de
triunfo. Napoleón mismo, acompañado por sus perros y su gallo, se acercó para
inspeccionar el trabajo terminado; personalmente felicitó a los animales por su
proeza y anunció que el molino sería llamado Molino Napoleón. Dos días después los animales fueron citados para
una reunión especial en el granero. Quedaron estupefactos cuando Napoleón les
anunció que había vendido la pila de madera a Frederick. Los carros de
Frederick comenzarían a llevársela. Durante todo el período de su aparente
amistad con Pilkington, Napoleón en realidad había estado de acuerdo, en
secreto, con Frederick.
Todas las relaciones con Foxwood fueron cortadas; se habían enviado
mensajes insultantes a Pilkington. A las palomas se les comunicó que debían
evitar Granja Pinchfield y que modificaran su lema de “Muerte a Frederick” por “Muerte
a Pilkington”. Al mismo tiempo, Napoleón aseguró a los animales que los rumores
de un ataque inminente a Granja Animal eran completamente falsos y que las
noticias respecto a las crueldades de Frederick con sus animales habían sido
enormemente exageradas. Todos esos rumores probablemente habían sido originados
por Snowball y sus agentes. Ahora parecía que Snowball no estaba, después de
todo, escondido en la Granja Pinchfield y que, en realidad, nunca en su vida
estuvo allí; residía, con un lujo extraordinario, según decían, en Foxwood y,
en verdad, había sido un protegido de Pilkington durante muchos años.
Los cerdos estaban extasiados por la astucia de Napoleón. Mediante su
aparente amistad con Pilkington forzó a Frederick a aumentar su precio en doce
libras. Pero la superioridad de la mente de Napoleón, dijo Squealer, se
demostró por el hecho de que no se fió de nadie, ni siquiera de Frederick. Este
había querido anticipar por la madera algo que se llama cheque, el cual, al
parecer, era un pedazo de papel con la promesa de pagar por lo escrito en el
mismo. Pero Napoleón fue demasiado listo para él. Había exigido el pago en
papeles auténticos de cinco libras, que debían abonarse antes de retirar la
madera. Frederick ya los había pagado y el importe que abonara alcanzaba
justamente para comprar la maquinaria para el molino de viento. Mientras tanto
la madera era llevada con mucha prisa. Cuando ya había sido totalmente
retirada, se efectuó otra reunión especial en el granero para que los animales
pudieran inspeccionar los billetes de banco de Frederick. Sonriendo
beatíficamente y luciendo sus dos condecoraciones, Napoleón reposaba en su
lecho de paja sobre la plataforma, con el dinero al lado suyo, apilado con
esmero sobre un plato de porcelana de la cocina de la casa. Los animales
desfilaron lentamente a su lado y lo contemplaron hasta el hartazgo. Boxer
estiró la nariz para oler los billetes y los delgados papeles se movieron y
crujieron ante su aliento.
Tres días después se registró un terrible alboroto. Whymper,
extremadamente pálido, llegó a toda velocidad por el camino montado en su
bicicleta, la tiró al suelo en el patio y entró corriendo. Enseguida se oyó un
sordo rugido de ira desde el aposento de Napoleón. La noticia de lo ocurrido se
difundió por la granja como fuego. ¡Los billetes de banco eran falsos!
¡Frederick había obtenido la madera gratis!
Napoleón reunió inmediatamente a todos los animales y con terrible voz
pronunció la sentencia de muerte contra Frederick. Cuando fuera capturado,
dijo, Frederick debía ser hervido vivo. Al mismo tiempo les advirtió que
después de ese acto traicionero debía esperarse lo peor. Frederick y su gente
podrían lanzar su tan largamente esperado ataque en cualquier momento. Se
apostaron centinelas en todas las vías de acceso a la granja. Además, se
enviaron cuatro palomas a Foxwood con un mensaje conciliatorio, con el que se
esperaba poder restablecer las buenas relaciones con Pilkington.
A la mañana siguiente se produjo el ataque. Los animales estaban tomando
el desayuno cuando los vigías entraron corriendo con el anuncio de que
Frederick y sus secuaces ya habían pasado el portón de acceso. Los animales
salieron audazmente para combatir, pero esta vez no alcanzaron la victoria
fácil que obtuvieron en la Batalla del Establo de las Vacas. Había quince
hombres, con media docena de escopetas, y abrieron fuego tan pronto como
llegaron a cincuenta metros de los animales. Estos no pudieron hacer frente a
las terribles explosiones y los punzantes perdigones y, a pesar de los
esfuerzos de Napoleón y Boxer por reagruparlos, pronto fueron rechazados. Unos
cuantos de ellos estaban heridos. Se refugiaron en los edificios de la granja y
espiaron cautelosamente por las rendijas y los agujeros en los nudos de la
madera. Toda la pradera grande, incluyendo el molino de viento, estaba en manos
del enemigo. Por el momento hasta Napoleón estaba sin saber qué hacer. Paseaba
de acá para allá sin decir palabra, con su cola rígida contrayéndose
nerviosamente. Se lanzaban miradas ávidas en dirección a Foxwood. Si Pilkington
y su gente los ayudaran, aún podrían salir bien. Pero en ese momento las cuatro
palomas que habían sido enviadas el día anterior volvieron, portadora una de
ellas de un trozo de papel de Pilkington. Sobre el mismo figuraban escritas con
lápiz las siguientes palabras: “Se lo tienen merecido”.
Mientras tanto, Frederick y sus hombres se detuvieron junto al molino.
Los animales los observaron, y un murmullo de angustia brotó de sus labios. Dos
de los hombres esgrimían una palanca de hierro y un martillo. Iban a echar
abajo el molino de viento. ¡Imposible!, gritó Napoleón. Hemos construido las
paredes demasiado gruesas para eso. No las podrán echar abajo ni en una semana.
¡Coraje, camaradas!
Pero Benjamín estaba observando con insistencia los movimientos de los
hombres. Los dos del martillo y la palanca de hierro estaban abriendo un
agujero cerca de la base del molino. Lentamente, y con un aire casi divertido,
Benjamín agitó su largo hocico.
- Ya me parecía, dijo. ¿No ven lo que están haciendo? Enseguida van a
poner pólvora en ese agujero.
Los animales esperaban aterrorizados. Era imposible aventurarse fuera del
refugio de los edificios. Después de varios minutos se vio a los hombres
corriendo en todas direcciones. Luego se oyó un estruendo ensordecedor. Las
palomas se arremolinaron en el aire y todos los animales, exceptuando a
Napoleón, se echaron a tierra y escondieron sus caras. Cuando se incorporaron
nuevamente, una enorme nube de humo negro flotaba en el lugar donde estuviera
el molino de viento.
Lentamente la brisa la alejó. ¡El molino había dejado de existir!
Al ver esta escena, los animales recuperaron su coraje. El miedo y la
desesperación que sintieran momentos antes fueron ahogados por su ira contra
tan vil y despreciable acto. Lanzaron una potente gritería clamando venganza, y
sin esperar otra orden atacaron en masa y se abalanzaron sobre el enemigo. Esta
vez no prestaron atención a los crueles perdigones que pasaban sobre sus
cabezas como granizo. Fue una batalla enconada y salvaje. Los hombres hicieron
fuego una y otra vez, y cuando los animales llegaron a la lucha cuerpo a
cuerpo, los golpearon con sus palos y sus pesadas botas. Una vaca, tres ovejas
y dos gansos murieron y casi todos estaban heridos. Hasta Napoleón, que dirigía
las operaciones desde la retaguardia, fue herido en la cola por un perdigón.
Pero los hombres tampoco salieron ilesos. Tres de ellos tenían las cabezas rotas
por patadas de Boxer; otro fue corneado en el estómago por una vaca; a uno casi
le arrancan los pantalones Jessie y Bluebell, y cuando los nueve perros
guardaespaldas de Napoleón, a quienes él había ordenado que hicieran un rodeo
por detrás del cerco, aparecieron repentinamente por el flanco de los hombres,
ladrando ferozmente, el pánico se apoderó de éstos. Vieron que corrían peligro
de ser rodeados. Frederick gritó a sus hombres que escaparan mientras aún
podían, y enseguida el enemigo cobarde huyó a toda velocidad. Los animales los
persiguieron hasta el fondo del campo y lograron darles las últimas patadas
cuando cruzaban el cerco de púas.
Habían vencido, pero estaban fatigados y sangraban. Lentamente y
renqueando volvieron hacia la granja. El espectáculo de los camaradas muertos
que yacían sobre el pasto, hizo llorar a algunos. Y durante un rato se
detuvieron desconsolados y en silencio en el lugar donde antes estuviera el
molino. Sí, ya no estaba; ¡casi hasta el último rastro de su labor había desaparecido!
Incluso los cimientos estaban parcialmente destruidos. Y para reconstruirlo no
podrían esta vez, como antes, utilizar las piedras caídas. Hasta ellas
desaparecieron. La fuerza de la explosión las arrojó a cientos de yardas de
distancia. Era como si el molino nunca hubiera existido.
Cuando se aproximaron a la granja, Squealer, que inexplicablemente estuvo
ausente durante la lucha, vino saltando hacia ellos, meneando la cola y
rebosando de alegría. Y los animales oyeron, desde la dirección de los edificios
de la granja, el solemne estampido de una escopeta.
- ¿A qué se debe ese disparo? preguntó
Boxer.
- ¡Es para celebrar nuestra victoria!
gritó Squealer.
- ¿Qué victoria?, exclamó Boxer. Sus
rodillas estaban sangrando, había perdido una herradura, tenía rajado el casco
y una docena de perdigones incrustados en una pata trasera.
- ¿Qué victoria, camarada? ¿No hemos
arrojado al enemigo de nuestro suelo, el suelo sagrado de Granja Animal?
- Pero han destruido el molino. ¡Y
nosotros hemos trabajado durante dos años para construirlo! ¿Qué importa?
Construiremos otro molino. Construiremos seis molinos si queremos. No
apreciáis, camarada, la importancia de lo que hemos hecho. El enemigo estaba
ocupando este suelo que pisamos. ¡Y ahora, gracias a la dirección del camarada
Napoleón, hemos reconquistado cada pulgada del mismo!
- Entonces, ¿hemos recuperado
nuevamente lo que teníamos antes? preguntó Boxer.
- Esa es nuestra victoria, agregó
Squealer.
Entraron renqueando al patio. Los perdigones bajo la piel de la pata de
Boxer le ardían dolorosamente. Veía ante sí la pesada labor de reconstruir el
molino desde los cimientos y, en su imaginación, se preparaba para la tarea.
Pero por primera vez se le ocurrió que él tenía once años de edad y que tal vez
sus poderosos músculos ya no fueran lo que habían sido antes.
Pero cuando los animales vieron flamear la bandera verde, sintieron
disparar nuevamente la escopeta, siete veces fue disparada en total, y escucharon
el discurso que pronunció Napoleón, felicitándolos por su conducta, les pareció
que, después de todo, habían logrado una gran victoria. Los muertos en la
batalla recibieron un entierro solemne. Boxer y Clover tiraron del carro que
sirvió de coche fúnebre y Napoleón mismo encabezó la comitiva. Durante dos días
enteros se efectuaron festejos. Hubo canciones, discursos y más disparos de
escopeta y se hizo un obsequio especial de una manzana para cada animal, con
dos onzas de maíz para cada ave y tres bizcochos para cada perro. Se anunció
que la Batalla sería llamada del Molino y que Napoleón había creado una nueva
condecoración, la Orden del Estandarte
Verde, que él se otorgó a sí mismo. En el regocijo general se olvidó el
infortunado incidente de los billetes de banco.
Unos días después los cerdos hallaron un cajón de whisky en el sótano de la casa. Había sido pasado por alto en el
momento de ocupar el edificio. Esa noche se oyeron desde la casa canciones en
voz alta, donde, para sorpresa de todos, se entremezclaban los acordes de Bestias de Inglaterra. A eso de las
nueve y media se vio a Napoleón, luciendo una vieja galera del señor Jones,
salir por la puerta trasera, galopar alrededor del patio y desaparecer adentro
nuevamente. Pero, por la mañana, reinaba un silencio profundo en la casa. Ni un
cerdo se movía. Eran casi las nueve cuando Squealer hizo su aparición,
caminando lenta y displicentemente; sus ojos estaban opacos, la cola le colgaba
débilmente y tenía el aspecto de estar seriamente enfermo. Reunió a los
animales y les dijo que tenía que comunicarles malas noticias. ¡El camarada
Napoleón se estaba muriendo!
Las muestras de dolor se elevaron en un solo grito unánime. Se colocó
paja en todas las entradas de la casa y los animales caminaban de puntillas.
Con lágrimas en los ojos se preguntaban unos a otros qué harían si perdieran a
su líder. Se difundió el rumor de que Snowball, a pesar de todo, había logrado
introducir veneno en la comida de Napoleón. A las once salió Squealer para
comunicar otro anuncio. Como último acto sobre la Tierra, el camarada Napoleón
emitía un solemne decreto: el hecho de beber alcohol sería castigado con la
muerte.
Al anochecer, sin embargo, Napoleón parecía estar mejor, a la mañana
siguiente Squealer pudo decirles que se hallaba en vías de franco
restablecimiento. Esa misma noche Napoleón estaba en pie y al otro día se supo
que había ordenado a Whymper que comprara en Willingdon algunos folletos sobre
la elaboración y destilación de bebidas. Una semana después Napoleón ordenó que
el campo detrás de la huerta, destinado como lugar de pastoreo para animales,
retirados del trabajo, fuera arado. Se dijo que el campo estaba agotado y era
necesario cultivarlo de nuevo, pero pronto se supo que Napoleón tenía intención
de sembrarlo con cebada. Más o menos por esa época ocurrió un incidente raro
que casi nadie entendió. Una noche, a eso de las doce, se oyó un fuerte
estrépito en el patio, y los animales salieron corriendo de sus corrales. Era
una clara noche de luna. Al pie de la pared del granero principal, donde
figuraban inscritos los Siete Mandamientos, se encontraba una escalera rota en
dos pedazos. Squealer, momentáneamente aturdido, estaba tendido al lado, y muy
a mano había una linterna, un pincel y un tarro volcado de pintura blanca. Los
perros inmediatamente formaron un círculo alrededor de Squealer, y lo
escoltaron de vuelta a la casa en cuanto pudo caminar. Ninguno de los animales
lograba entender lo que significaba eso, excepto el viejo Benjamín, que movía
el hocico con aire de entendimiento aparentando comprender, pero sin decir
nada.
Pero unos cuantos días después Muriel, que estaba leyendo los Siete
Mandamientos, notó que había otro de ellos que los animales recordaban en mala
forma. Ellos creían que el Quinto Mandamiento decía: Ningún animal beberá alcohol, pero pasaron por alto dos palabras.
Ahora el Mandamiento expresaba: Ningún
animal beberá alcohol “en exceso”.
Capítulo 9
El casco malherido de Boxer tardó mucho en sanar. Habían comenzado la
reconstrucción del molino al día siguiente de terminarse los festejos de la victoria.
Boxer se negó a tomar ni siquiera un día franco, e hizo cuestión de honor el no
dejar ver que estaba dolorido. Por las noches le admitía reservadamente a
Clover que el casco le molestaba mucho. Clover lo curaba con emplastos de
hierbas, que preparaba mascándolas, y tanto ella como Benjamín, pedían a Boxer
que trabajara menos. “Los pulmones de un caballo no son eternos”, le decía
ella. Pero Boxer no le hacía caso. Sólo le quedaba aún, dijo él, una verdadera
ambición: ver el molino bien adelantado antes de llegar a la edad de retirarse.
Al principio, cuando se formularon las leyes de Granja Animal, se fijaron
las siguientes edades para jubilarse: caballos y cerdos a los doce años, vacas
a los catorce, perros a los nueve, ovejas a los siete y las gallinas y los
gansos a los cinco. Se establecieron pensiones liberales para la vejez. Hasta
entonces ningún animal se había retirado, pero últimamente la discusión del
asunto fue en aumento. Ahora que el campo detrás de la huerta quedó destinado
para la cebada, circulaba el rumor de que alambrarían un rincón de la pradera
larga convirtiéndolo en campo de pastoreo para animales jubilados. Para
caballos, se decía, la pensión sería de cinco libras de maíz por día y, en
invierno, quince libras de heno, con una zanahoria o posiblemente una manzana
los días de fiesta. Boxer iba a cumplir los doce años a fines del verano del
año siguiente.
Mientras tanto, la vida seguía dura. El invierno fue tan frío como el
anterior, y la comida aún más escasa. Nuevamente fueron reducidas todas las
raciones, exceptuando las de los cerdos y las de los perros. “Una igualdad
demasiado rígida en las raciones explicó Squealer, sería contraria a los
principios del Animalismo”. De cualquier manera, no tuvo dificultad en
demostrar a los demás que, en realidad, no estaban faltos de comida,
cualesquiera fueran las apariencias. Ciertamente, fue necesario hacer un
reajuste de las raciones (Squealer siempre hablaba de un “reajuste”, nunca de
una “reducción”), pero comparado con los tiempos de Jones, la mejoría era
enorme. Leyéndoles las cifras con voz chillona y rápida, les demostró
detalladamente que contaban con más avena, más heno, más nabo del que tenían en
el tiempo de Jones, que trabajaban menos horas, que el agua que bebían era de
mejor calidad, que vivían más años que una mayor proporción de criaturas
sobrevivía la infancia y que tenían más paja en sus corrales y menos pulgas.
Los animales creyeron todo lo que dijo. En verdad, Jones y lo que él
representaba casi se habían borrado de sus memorias. Ellos sabían que la vida
era dura y áspera, que muchas veces tenían hambre y frío, y generalmente
estaban trabajando cuando no dormían. Pero, sin duda, fue peor en los viejos
tiempos. Sentíanse contentos de creerlo así. Además, en aquellos días fueron
esclavos y ahora eran libres, y eso representaba mucha diferencia, como
Squealer no dejaba de señalarles.
Había muchas bocas más que alimentar. En el otoño las cuatro cerdas
tuvieron crías simultáneamente amamantando entre todas treinta y una
cochinillas. Los jóvenes cerdos eran manchados, y como Napoleón era el único
verraco en la granja, fue posible adivinar su origen paterno. Se anunció que
más adelante, cuando se compraran ladrillos y maderas, se construiría una
escuela en el jardín. Mientras tanto, los lechones fueron educados por Napoleón
mismo en la cocina de la casa. Hacían su gimnasia en el jardín, y se les
disuadía de jugar con los otros animales jóvenes. En esa época, se implantó
también la regla que cuando un cerdo o cualquier otro animal se encontraban en
el camino, el segundo debía hacerse a un lado; y asimismo que los cerdos de
cualquier categoría, iban a tener el privilegio de usar cintas en la cola los
domingos.
La granja tuvo un año bastante próspero, pero aun andaban escasos de
dinero. Faltaba adquirir los ladrillos, arena y cemento para la escuela e iba a
ser necesario ahorrar nuevamente para la maquinaria del molino. Se requería,
además, petróleo para las lámparas, velas para la casa, azúcar para la mesa de
Napoleón (prohibió esto a los otros cerdos, basándose en que los hacía
engordar) y todos los repuestos corrientes, como herramientas, clavos, hilos,
carbón, alambre, hierro viejo y bizcocho para los perros. Una parva de heno y
una parte de la cosecha de papas fueron vendidas y el contrato de huevos se
aumentó a seiscientos por semana, de manera que ese año las gallinas apenas
empollaron suficientes pollitos para mantener las cifras al mismo nivel. Las
raciones, rebajadas en diciembre, fueron disminuidas nuevamente en febrero, y
se prohibieron las linternas en los corrales para economizar petróleo. Pero los
cerdos parecían estar bastante cómodos en realidad, aumentaban de peso. Una
tarde, a fines de febrero, un tibio, rico y apetitoso aroma, como jamás habían
percibido los animales, llegó al patio, transportado por la brisa, desde la
casita donde se elaboraba cerveza, en desuso en los tiempos de Jones, y que se
encontraba más allá de la cocina. Alguien dijo que era el olor de la cebada
hirviendo. Los animales husmearon hambrientos el aire y se preguntaban si se
les estaba preparando una masa caliente para la cena. Pero no apareció ninguna
masa caliente, y el domingo siguiente se anunció que desde ese momento toda la
cebada sería reservada para los cerdos. El campo detrás de la huerta ya había
sido sembrado con cebada. Y pronto se supo que todos los cerdos recibían una
ración de una pinta de cerveza por día, y medio galón para el mismo Napoleón,
que siempre se la servía en la sopera del juego guardado en la vitrina de
cristal.
Pero si bien no faltaban penurias que aguantar, en parte estaban
compensadas por el hecho de que la vida tenía mayor dignidad que antes. Había
más canciones, más discursos, más procesiones. Napoleón ordenó que vez por
semana se hiciera algo denominado Demostración Espontánea, cuyo objeto era
celebrar las luchas y triunfos de Granja Animal. A la hora indicada los
animales abandonaban sus tareas y marchaban por los límites de la granja en
formación militar, con los cerdos a la cabeza, luego los caballos, las vacas,
las ovejas y después las aves. Los perros iban a los flancos y a la cabeza de
todos marchaba el gallo negro de Napoleón. Boxer y Clover llevaban siempre una
bandera verde marcada con el asta y la pezuña y el encabezamiento: “¡Viva el
Camarada Napoleón!” Luego venían recitales de poemas compuestos en honor de
Napoleón y un discurso de Squealer dando los detalles de los últimos aumentos
en la producción de alimentos, y en algunas ocasiones se disparaba un tiro de
escopeta. Las ovejas eran las más aficionadas a las Demostraciones Espontáneas,
y si alguien, se quejaba (como lo hacían a veces algunos animales, cuando no había
cerca cerdos ni perros) alegando que se pierde el tiempo y se aguanta un largo
plantón en el frío, las ovejas lo silenciaban infaliblemente con un tremendo: “¡Cuatro
patas sí, dos pies no!” Pero, a la larga, a los animales les gustaban esas
celebraciones. Resultaba satisfactorio el recuerdo de que, después de todo,
ellos eran realmente sus propios amos y que todo el trabajo que efectuaban era
en beneficio propio. Y así, con las canciones, las procesiones, las listas de
cifras de Squealer, el tronar de la escopeta, el cacareo del gallo y el flamear
de la bandera, podían olvidar que sus barrigas estaban vacías, al menos por
algún tiempo.
En abril, Granja Animal fue proclamada República, y se hizo necesario
elegir un Presidente. Había un solo candidato: Napoleón, que resultó elegido
por unanimidad. El mismo día se reveló que se habían descubierto nuevos
documentos dando más detalles referentes a la complicidad de Snowball con
Jones. Parecía que Snowball no sólo trató de hacer perder la Batalla del
Establo de las Vacas mediante una estratagema, como suponían antes los
animales, sino que estuvo peleando abiertamente a favor de Jones. En realidad,
fue él quien dirigió las fuerzas humanas y arremetió en la batalla con las
palabras “¡Viva la Humanidad!” Las heridas sobre el lomo de Snowball, que
varios animales aún recordaban haber visto, fueron infligidas por los dientes
de Napoleón.
A mediados del verano, Moses, el cuervo, reapareció repentinamente en la
granja, tras una ausencia de varios años. No había cambiado nada, continuaba
sin hacer trabajo alguno y se expresaba igual que siempre respecto al Monte
Caramelo. Solía pararse sobre un poste, batía sus negras alas y hablaba durante
horas a cualquiera que quisiera escucharlo. “Allá arriba, camaradas, decía
señalando solemnemente el cielo con su pico largo, allá arriba, justo detrás de
esa nube oscura que ustedes pueden ver, allá está situado Monte Caramelo, esa
tierra feliz, donde nosotros, pobres animales descansaremos para siempre de
nuestras labores”. Hasta sostenía que estuvo allí en uno de sus vuelos a gran
altura y había visto los campos sempiternos de trébol y las tortas de semilla
de lino y los terrones de azúcar creciendo en los cercos. Muchos de los
animales le creían. Actualmente, razonaban ellos, sus vidas no eran más que
hambre y trabajo; ¿no resultaba, entonces, correcto y justo que existiera un
mundo mejor en alguna parte? Una cosa difícil de determinar era la actitud de
los cerdos hacia Moses. Todos ellos declaraban desdeñosamente, que sus cuentos respecto
a Monte Caramelo eran mentiras y, sin embargo, le permitían permanecer en la
granja, sin trabajar, con una pequeña ración de cerveza por día.
Después de habérsele curado el casco, Boxer trabajó más fuerte que nunca.
En verdad, todos los animales trabajaron como esclavos ese año. Aparte de las
faenas corrientes de la granja y la reconstrucción del molino, estaba la
escuela para los cerditos, que se comenzó en marzo. A veces las largas horas de
trabajo con insuficiente comida eran difíciles de aguantar, pero Boxer nunca
vaciló. En nada de lo que él decía o hacía se exteriorizaba señal alguna de que
su fuerza ya no fuese la de antes. Únicamente su aspecto estaba un poco
cambiado; su pelaje era menos brillante y sus ancas parecían haberse contraído.
Los demás decían que Boxer se restablecería cuando apareciera el pasto de
primavera; pero llegó la primavera y Boxer no engordó. A veces, en la ladera
que lleva hacia la cima de la cantera, cuando esforzaba sus músculos contra el
peso de alguna piedra enorme, parecía que nada lo mantenía en pie, excepto su
voluntad de continuar. En dichas ocasiones se veía que sus labios formulaban
las palabras “Trabajaré más fuerte”; voz no le quedaba. Nuevamente Clover y
Benjamín le advirtieron que cuidara su salud, pero Boxer no prestó atención. Su
decimosegundo cumpleaños se aproximaba. No le importaba lo que iba a suceder
con tal que se hubiera acumulado una buena cantidad de piedra antes de que él
jubilara.
Un día de verano, al anochecer, se difundió rápidamente por la granja el
rumor de que algo le había sucedido a Boxer. Se había ido solo a arrastrar un
montón de piedras hasta el molino. Y, en efecto, el rumor era verdad. Unos
minutos después dos palomas llegaron a todo vuelo con la noticia: “¡Boxer ha
caído! ¡Está tendido de costado y no se puede levantar!”
Aproximadamente la mitad de los animales de la granja salieron corriendo
hacia la loma donde estaba el molino. Allí yacía Boxer, entre las varas del
carro, el pescuezo estirado, sin poder levantar la cabeza. Tenía los ojos
vidriosos y sus costados estaban cubiertos de sudor. Un hilillo de sangre le
salía por la boca. Clover cayó de rodillas a su lado.
- ¡Boxer! gritó, ¿cómo te sientes?
- Es mi Pulmón dijo Boxer, con voz
débil. No importa. Yo creo que podrán terminar el molino sin mí. Hay una buena
cantidad de piedra acumulada. De cualquier manera, sólo me quedaba un mes más.
A decir verdad, estaba esperando la jubilación. Y como también Benjamín se está
poniendo viejo, tal vez le permitan retirarse al mismo tiempo, y así seremos
compañeros.
- Debemos obtener ayuda inmediatamente,
reclamó Clover. Corra alguien a comunicarle a Squealer lo que ha sucedido.
Todos los animales corrieron inmediatamente hacia la casa para darle la
noticia a Squealer. Solamente Clover se quedó, y Benjamín, que se acostó al
lado de Boxer y, sin decir palabra, espantaba las moscas con su larga cola. Al
cuarto de hora apareció Squealer, demostrando alarma y sumo interés. Dijo que
el camarada Napoleón, enterado con la mayor aflicción de esta desgracia que
había sufrido uno de los más leales trabajadores de la granja, estaba
realizando gestiones para enviar a Boxer a un hospital de Willingdon para su
tratamiento. Los animales se sintieron un poco intranquilos al oír esto.
Exceptuando a Mollie y Snowball, ningún otro animal había salido jamás de la
granja, y no les agradaba la idea de dejar a su camarada enfermo en manos de
seres humanos. Sin embargo, Squealer los convenció fácilmente de que el
veterinario en Willingdon podía tratar el caso de Boxer más satisfactoriamente
que en la Granja. Y media hora después, cuando Boxer se repuso un poco, lo
levantaron con cierta dificultad, y así logró volver, renqueando, hasta su
pesebrera, donde Clover y Benjamín le habían preparado una confortable cama de
paja.
Durante los dos días siguientes, Boxer permaneció echado. Los cerdos
habían enviado una botella grande del remedio rosado que encontraron en el
botiquín del cuarto de baño, y Clover se lo administraba a Boxer dos veces al
día después de las comidas. Por las tardes permanecía en la pesebrera
conversando con él, mientras Benjamín le espantaba las moscas. Boxer manifestó
que no lamentaba lo que había pasado. Si se reponía, podría vivir unos tres
años más, y pensaba en los días apacibles que pasaría en el rincón de la
pradera grande. Sería la primera vez que tendría tiempo libre, para estudiar y
perfeccionarse. Tenía intención, dijo, de dedicar el resto de su vida a
aprender las veintidós letras restantes del abecedario.
Sin embargo, Benjamín y Clover sólo podían estar con Boxer después de las
horas de trabajo, y a mediodía llegó el carro para llevárselo. Los animales
estaban trabajando, eliminando las malezas de los nabos bajo la supervisión de
un cerdo, cuando fueron sorprendidos al ver a Benjamín venir al galope desde la
casa, rebuznando con todas sus fuerzas. Nunca habían notado a Benjamín tan
excitado; en verdad, era la primera vez que alguien lo veía galopar. “¡Pronto,
pronto!, gritó. ¡Vengan enseguida! ¡Se están llevando a Boxer!” Sin esperar
órdenes del cerdo, los animales abandonaron el trabajo y corrieron hacia los
edificios de la granja. Efectivamente, en el patio había un carro cerrado con
letreros en los costados, tirado por dos caballos, y un hombre de aspecto
taimado en el asiento del conductor. La pesebrera de Boxer estaba vacía.
Los animales se agolparon junto al carro.
- ¡Adiós, Boxer!, gritaron a coro,
¡adiós!
- ¡Tontos! ¡Estúpidos! exclamó Benjamín
saltando alrededor de ellos y pateando el suelo con sus cascos menudos.
¡Tontos! ¿No veis lo que está escrito en los lados de ese carro?
Eso apaciguó a los animales y se hizo el silencio. Muriel comenzó a
deletrear las palabras. Pero Benjamín la empujó a un lado y en medio de un
silencio sepulcral leyó:
- “Alfredo Simmonds, matarife de
caballos y fabricante de cola, Willingdon. Comerciante en cueros y harina de
huevos. Se suministran perreras”.
- ¿No entienden lo que significa eso?
¡Lo llevan al descuartizador!
Los animales lanzaron un grito de horror. En ese momento el conductor
fustigó a los caballos y el carro partió del patio a un trote ligero. Todos los
animales lo siguieron, gritando. Clover se adelantó al frente. El carro comenzó
a tomar velocidad. Clover intentó galopar, pero sus pesadas patas sólo
alcanzaron medio galope.
- ¡Boxer!, gritó ella. ¡Boxer! ¡Boxer!
Y justo en ese momento, como si hubiera oído el alboroto afuera, la cara
de Boxer, con la mancha blanca en el hocico, apareció por la ventanilla trasera
del carro. ¡Boxer!, gritó Clover con terrible voz. ¡Boxer! ¡Sal de ahí! ¡Sal
pronto! ¡Te llevan hacia la muerte!
Todos los animales se pusieron a gritar: “¡Sal de ahí, Boxer, sal de ahí!”,
pero el carro ya había tomado velocidad y se alejaba de ellos. No se supo si
Boxer entendió lo que dijo Clover. Pero un instante después su cara desapareció
de la ventanilla y se sintió el ruido de tamboreo de cascos dentro del carro.
Estaba tratando de abrirse camino a patadas. En otros tiempos, unas cuantas coces
de los cascos de Boxer hubieran hecho añicos el carro. Pero, desgraciadamente,
su fuerza lo había abandonado; y al poco tiempo el ruido de los cascos, se hizo
débil y se apagó. En su desesperación los animales comenzaron a apelar a los
dos caballos que tiraban del carro para que se detuvieran. “¡Camaradas,
camaradas!, gritaron, ¡No llevéis a vuestro propio hermano hacia la muerte!”
Pero las estúpidas bestias, demasiado ignorantes para darse cuenta de lo que
ocurría, echaron atrás las orejas y aceleraron el paso. La cara de Boxer no
volvió a aparecer por la ventanilla. Era demasiado tarde cuando a alguien se le
ocurrió adelantarse para cerrar el portón; en un instante el carro salió y
desapareció por el camino. Boxer no volvió a ser visto. Tres días después se
anunció que había muerto en el hospital de Willingdon, no obstante recibir toda
la atención que se podía dispensar a un caballo, Squealer anunció la noticia a
los demás. Él había estado presente, dijo, durante las últimas horas de Boxer.
- ¡Fue la escena más conmovedora que jamás haya visto!, expresó Squealer,
levantando una pata para enjugar una lágrima. Estuve al lado de su cama hasta
el último instante. Y al final, casi demasiado débil para hablar, me susurró
que su único pesar era morir antes de haberse terminado el molino. “Adelante
camaradas, murmuró. Adelante en nombre de la Rebelión. ¡Viva Granja Animal!
¡Viva el camarada Napoleón! ¡Napoleón
siempre tiene razón!” Esas fueron sus últimas palabras, camaradas.
Aquí el porte de Squealer cambió repentinamente. Permaneció callado un
instante, y sus ojillos lanzaron miradas de desconfianza de un lado a otro
antes de continuar. Había llegado a su conocimiento, dijo, que un rumor
disparatado y malicioso circuló cuando se llevaron a Boxer. Algunos animales
notaron que el carro que transportó a Boxer llevaba la inscripción “Matarife de
caballos”, y sacaron precipitadamente la conclusión de que ése era, en
realidad, el destino de Boxer. Resultaba casi increíble, dijo Squealer, que un
animal pudiera ser tan estúpido. Seguramente, gritó indignado, agitando la cola
y saltando de lado a lado, seguramente ellos conocían a su querido líder,
camarada Napoleón, mejor que eso. Pero la explicación, en verdad, era muy
sencilla. El carro fue anteriormente propiedad del descuartizador y había sido
comprado por el veterinario, que aún no había borrado el nombre anterior. Así
fue como surgió el error.
Los animales quedaron muy aliviados al escuchar esto. Y cuando Squealer
continuó dándoles más detalles gráficos del lecho de muerte de Boxer, la
admirable atención que recibió y las costosas medicinas que pagara Napoleón sin
fijarse en el costo, sus últimas dudas desaparecieron y el pesar que sintieran
por la muerte de su camarada fue mitigado por la idea de que, al menos, había
muerto feliz.
Napoleón mismo apareció en la reunión del domingo siguiente y pronunció
una breve oración a la memoria de Boxer. No era posible traer de vuelta los
restos de su lamentado camarada para ser enterrados en la granja, pero había
ordenado que se confeccionara una gran corona con los laureles del jardín de la
casa, para ser colocada sobre la tumba de Boxer. Y pasados unos días los cerdos
pensaban realizar un banquete conmemorativo en su honor. Napoleón finalizó su
discurso recordándoles los dos lemas favoritos de Boxer: “Trabajaré más fuerte”
y “El camarada Napoleón tiene razón siempre”, lemas, dijo, que todo animal
haría bien en adoptar para sí mismo.
El día fijado para el banquete, el carro de un almacenero vino desde
Willingdon y descargó un gran cajón de madera. Esa noche se oyó el ruido de
cantos bullangueros, seguidos por algo que parecía una violenta disputa que
terminó a eso de las once con un tremendo estrépito de vidrios. Nadie se movió
en la casa antes del mediodía siguiente y se corrió la voz de que, en alguna
forma, los cerdos se habían agenciado dinero para comprar otro cajón de whisky.
Capítulo 10
Pasaron los años. Las estaciones llegaron y se fueron; las cortas vidas
de los animales pasaron volando. Llegó una época en que ya no había nadie que
recordara los viejos días anteriores a la Rebelión, exceptuando a Clover,
Benjamín, Moses el cuervo, y algunos cerdos.
Muriel había muerto; Bluebell, Jessie y Pincher habían muerto. Jones
también murió: falleció en un hogar para borrachos en otra parte del condado.
Snowball fue olvidado. Boxer estaba olvidado asimismo, excepto por los pocos
que lo habían tratado. Clover era ya una yegua vieja y gorda, con las
articulaciones endurecidas y con tendencia al reuma. Ya hacía dos años que
había cumplido la edad para retirarse, pero en realidad ningún animal se había
jubilado. Hacía tiempo que no se hablaba de apartar un rincón del campo de
pastoreo para animales jubilados. Napoleón era ya un cerdo maduro, de unos
ciento cincuenta kilos. Squealer estaba tan gordo que tenía dificultad para ver
más allá de sus narices. Únicamente el viejo Benjamín estaba más o menos igual
que siempre, exceptuando que el hocico lo tenía más canoso y, desde la muerte
de Boxer, estaba más malhumorado y taciturno que nunca.
Había muchos más animales que antes en la granja, aunque el aumento no
era tan grande como se esperara en los primeros años. Nacieron numerosos
animales, para quienes la Rebelión era una tradición casi olvidada, transmitida
de palabra; y otros, que habían sido adquiridos, jamás oyeron hablar de
semejante cosa antes de su llegada. La granja poseía ahora tres caballos, además
de Clover. Eran bestias de prestancia, trabajadores de buena voluntad y
excelentes camaradas, pero muy estúpidos. Ninguno de ellos logró aprender el
alfabeto más allá de la letra B. Aceptaron todo lo que se les contó respecto a
la rebelión y los principios del Animalismo, especialmente por Clover, a quien
tenían un respeto casi filial; pero era dudoso que hubieran entendido mucho de
lo que se les dijo.
La Granja estaba más próspera mejor organizada, hasta había sido ampliada
con dos franjas de tierra compradas al señor Pilkington. El molino quedó
terminado al fin, y la granja poseía una trilladora, un elevador de heno
propios, agregándose también varios edificios. Whymper se había comprado un
coche. El molino, sin embargo, no fue empleado para producir energía eléctrica.
Se utilizó para moler maíz y produjo una excelente utilidad en efectivo. Los
animales estaban trabajando mucho en la construcción de otro molino más: cuando
éste estuviera terminado, según se decía, se instalarían allí las dínamos. Pero
los lujos con que Snowball hiciera soñar a los animales, las pesebreras con luz
eléctrica y agua caliente y fría, y la semana de tres días, ya no se
mencionaban. Napoleón había censurado estas ideas por considerarlas contrarias
al espíritu del Animalismo. La verdadera felicidad, dijo él, consistía en
trabajar mucho y vivir frugalmente.
De algún modo parecía como si la granja se hubiera enriquecido sin
enriquecer a los animales mismos: exceptuando, naturalmente, los cerdos y los
perros. Tal vez eso se debiera en parte a que había tantos cerdos y tantos
perros. No era que esos animales no trabajaran su manera. Existía, como
Squealer nunca se cansaba de explicarles, un sinfín de labor en la supervisión
y organización de la granja. Gran parte de este trabajo tenía características
tales que los demás animales eran demasiado ignorantes para concebirlo. Por
ejemplo, Squealer les dijo que los cerdos tenían que realizar un esfuerzo
enorme todos los días acerca de unas cosas misteriosas llamadas “legajos”, “informes”,
“actas” y “memorándum”. Se trataba de largas hojas de papel que tenían que ser
llenadas totalmente con escritura, y tan pronto estaban así cubiertas eran
quemadas en el horno. Esto era de suma importancia para el bienestar de la
granja, señaló Squealer. Pero de cualquier manera, ni los cerdos ni los perros
producían nada comible mediante su propio trabajo; había muchos de ellos, y
siempre tenían buen apetito.
En cuanto a los otros, su vida, por lo que ellos sabían, era lo que fue
siempre. Generalmente tenían hambre, dormían sobre paja, bebían de la laguna,
trabajaban en el campo; en invierno sufrían los efectos del frío y en verano de
las moscas. A veces los más viejos entre ellos esforzaban sus turbias memorias
y trataban de determinar si en los primeros días de la Rebelión, cuando la
expulsión de Jones aún era reciente, las cosas fueron mejor o peor que ahora.
No alcanzaban a recordar. No había con qué comparar su vida presente, no tenían
en qué basarse, exceptuando las listas de cifras de Squealer que,
invariablemente, demostraban que todo mejoraba más y más. Los animales no
encontraron solución al problema; de cualquier forma, tenían ahora poco tiempo
para especular con estas cosas. Únicamente el viejo Benjamín manifestaba
recordar cada detalle de su larga vida y saber que las cosas nunca fueron, ni
podrían ser, mucho mejor o mucho peor; el hambre, la opresión y el desengaño
eran, así dijo él, la ley inalterable de la vida. Y, sin embargo, los animales
nunca abandonaron sus esperanzas. Más aún, jamás perdieron, ni por un instante,
su sentido del honor y el privilegio de ser miembros de Granja Animal. Todavía
era la única granja en todo el condado, ¡en toda Inglaterra!, poseída y
manejada por animales. Ninguno, ni el más joven, ni siquiera los recién
llegados, traídos desde granjas a diez o veinte millas de distancia, jamás dejó
de maravillarse de ello. Y cuando sentían tronar la escopeta y veían la bandera
verde ondeando al tope del mástil, sus corazones se hinchaban de orgullo
inagotable, la conversación y siempre giraba en torno a los heroicos días de
antaño: la expulsión de Jones, la inscripción de los Siete Mandamientos, las
grandes batallas en que los invasores humanos fueron derrotados. Ninguno de los
viejos ensueños había sido abandonado. La República de los Animales que Mayor
pronosticaba, cuando los campos verdes de Inglaterra no fueran hollados por
pies humanos, todavía era su creencia. Algún día llegaría; tal vez no fuera
pronto, quizá no sucediera durante la existencia de la actual generación de
animales, pero vendría. Hasta la canción Bestias
de Inglaterra era seguramente tarareada a escondidas, aquí o allá; de
cualquier manera era un hecho que todos los animales de la Granja la conocían,
aunque ninguno se hubiera atrevido a cantarla en voz alta. Podría ser que sus
vidas fueran penosas y que no todas sus esperanzas se vieran cumplidas; pero
tenían conciencia de no ser como otros animales. Si pasaban hambre, no lo era
por alimentar a tiránicos seres humanos; si trabajaban mucho, al menos lo
hacían para ellos mismos. Ninguno caminaba sobre dos pies. Ninguno llamaba a
otro “amo”. Todos los animales eran iguales.
Un día, a principios de verano, Squealer ordenó a las ovejas que lo
siguieran, y las condujo hacia un pedazo de tierra no cultivada en el otro
extremo de la granja, cubierto por retoños de abedul. Las ovejas pasaron todo
el día allí comiendo las hojas bajo la supervisión de Squealer. Al anochecer, él
volvió a la casa, pero, como hacía calor, les dijo a las ovejas que se quedaran
donde estaban. Al final permanecieron allí toda la semana y en ese lapso los
demás animales no las vieron para nada. Squealer permanecía con ellas durante
la mayor parte del día. Dijo que les estaba enseñando una nueva canción, para
lo cual se necesitaba el aislamiento. Una tarde placentera, al poco tiempo de
haber vuelto las ovejas, los animales ya habían terminado de trabajar y
regresaban hacia los edificios de la granja, se oyó desde el patio el relincho
aterrorizado de un caballo. Alarmados, los animales se detuvieron bruscamente.
Era la voz de Clover. Relinchó de nuevo y todos se lanzaron al galope entrando
precipitadamente en el patio. Entonces observaron lo que Clover había visto.
Era un cerdo caminando sobre sus patas traseras.
Sí, era Squealer. Un poco torpemente, como si no estuviera del todo
acostumbrado a sostener su gran volumen en esa posición, pero con perfecto
equilibrio, estaba paseándose por el patio. Y un rato después, por la puerta de
la casa apareció una larga fila de cerdos, todos caminando sobre sus patas
traseras. Algunos lo hacían mejor que otros, si bien uno o dos andaban un poco
inseguros, dando la impresión de que les hubiera gustado el apoyo de un bastón,
pero todos ellos dieron con éxito una vuelta completa por el patio. Finalmente,
se oyó un tremendo ladrido de los perros y un agudo cacareo del gallo negro, y
apareció Napoleón en persona, erguido majestuosamente, lanzando miradas
arrogantes hacia uno y otro lado y con los perros brincando alrededor. Llevaba
un látigo en la mano.
Se produjo un silencio de muerte. Asombrados, aterrorizados, acurrucados
unos contra otros, los animales observaban la larga fila de cerdos marchando
lentamente alrededor del patio. Era como si el mundo se hubiese vuelto patas
arriba. Llegó un momento en que pasó la primera impresión y, a pesar de todo, a
pesar de su terror a los perros y de la costumbre adquirida durante muchos
años, de nunca quejarse, nunca criticar, podían haber emitido alguna palabra de
protesta. Pero justo en ese instante, como obedeciendo a una señal, todas las
ovejas estallaron en un tremendo balido: “¡Cuatro patas sí, dos patas mejor!
¡Cuatro patas sí, dos patas mejor! ¡Cuatro patas sí, dos patas mejor!”
Esto continuó durante cinco minutos sin parar. Y cuando las ovejas
callaron, la oportunidad para protestar había pasado, pues los cerdos entraron
nuevamente en la casa.
Benjamín sintió que un hocico le rozaba el hombro. Se volvió. Era Clover.
Sus viejos ojos parecían más apagados que nunca. Sin decir nada, le tiró
suavemente de la crin y lo llevó hasta el extremo del granero principal, donde
estaban inscritos los Siete Mandamientos. Durante un minuto o dos estuvieron
mirando la pared alquitranada con sus blancas letras.
- La vista me está fallando, dijo ella finalmente. Ni aun cuando era
joven podía leer lo que estaba ahí escrito. Pero me parece que esa pared está
cambiada. ¿Están igual que antes los Siete Mandamientos, Benjamín?
Por primera vez Benjamín consintió en quebrar su costumbre y leyó lo que
estaba escrito en el muro. Allí no había nada, excepto un solo Mandamiento.
Este decía:
TODOS LOS ANIMALES SON
IGUALES,
PERO ALGUNOS SON MÁS IGUALES QUE
OTROS
Después de eso no les
resultó extraño que al día siguiente los cerdos que estaban supervisando el
trabajo de la granja llevaran todos, un látigo en la mano. No les pareció raro
enterarse de que los cerdos se habían comprado una radio, estaban gestionando
la instalación de un teléfono y se habían suscrito a John Bull, Tit-Bits y el Daily Mirror. No les resultó extraño
cuando vieron a Napoleón paseando por el jardín de la casa con una pipa en la
boca; no, ni siquiera cuando los cerdos sacaron la ropa del señor Jones de los
roperos y se la pusieron. Napoleón apareció con una chaqueta negra, pantalones
y polainas de cuero, mientras que su favorita lucía el vestido de seda que la
señora Jones acostumbraba a usar los domingos. Una semana después, por la
tarde, cierto número de coches llegó a la granja. Una delegación de granjeros
vecinos había sido invitada para realizar una inspección. Recorrieron la granja
y expresaron gran admiración por todo lo que vieron, especialmente el molino.
Los animales estaban escardando el campo de nabos. Trabajaban casi sin despegar
las caras del suelo y sin saber si debían temer más a los cerdos o a los
visitantes humanos.
Esa noche se escucharon fuertes carcajadas y canciones desde la casa. El
sonido de las voces entremezcladas despertó repentinamente la curiosidad de los
animales. ¿Qué podía estar sucediendo allí, ahora que, por primera vez,
animales y seres humanos estaban reunidos en igualdad de condiciones? De común
acuerdo se arrastraron en el mayor silencio hasta el jardín de la casa.
En la entrada se detuvieron, un poco asustados, pero Clover avanzó
resueltamente y los demás la siguieron. Fueron de puntillas hasta la casa, y
los animales de mayor estatura espiaron por la ventana del comedor. Allí,
alrededor de una larga mesa, estaban sentados media docena de granjeros y media
docena de los cerdos más eminentes, ocupando Napoleón el sitial de honor en la
cabecera. Los cerdos parecían encontrarse en las sillas completamente a sus
anchas. El grupo estaba jugando una partida de naipes, pero había dejado el
juego un momento, sin duda para brindar. Una jarra grande estaba pasando de
mano en mano y los vasos se llenaban de cerveza una y otra vez.
El señor Pilkington, de Foxwood, se puso en pie, con un vaso en la mano.
Dentro de un instante, expresó, iba a solicitar un brindis a los presentes.
Pero, previamente, se consideraba obligado a decir unas palabras.
Era para él motivo de gran satisfacción, dijo, y estaba seguro que
también, para todos los asistentes, comprobar que un largo periodo de
desconfianza y desavenencias llegaba a su fin. Hubo un tiempo, no es que él o
cualquiera de los presentes, compartieron tales sentimientos, pero hubo un
tiempo en que los respetables propietarios de Granja Animal fueron
considerados, él no diría con hostilidad, sino con cierta dosis de recelo por
sus vecinos humanos. Se produjeron incidentes infortunados, eran corrientes las
ideas equivocadas. Se creyó que la existencia de una granja poseída y manejada
por cerdos era en cierto modo anormal y que podría tener un efecto perturbador
en el vecindario. Demasiados granjeros supusieron, sin la debida investigación,
que en dicha granja prevalecía un espíritu de libertinaje e indisciplina.
Habían estado preocupados respecto a las consecuencias que ello acarrearía a
sus propios animales o aun sobre sus empleados humanos. Pero todas estas dudas
ya estaban disipadas. El y sus amigos acababan de visitar Granja Animal y de
inspeccionar cada pulgada con sus propios ojos, ¿y qué habían encontrado? No
solamente los métodos más modernos, sino una disciplina y un orden que debían
servir de ejemplo para todos los granjeros de todas partes. Él creía que estaba
en lo cierto al decir que los animales inferiores de
Granja Animal hacían más trabajo y recibían menos comida que cualquier
animal del condado. En verdad, él y sus colegas visitantes observaron muchos
detalles que pensaban implantar en sus granjas inmediatamente.
Quería terminar su discurso, dijo, recalcando nuevamente el sentimiento
amistoso que subsistía, y que debía subsistir, entre Granja Animal y sus
vecinos. Entre los cerdos y los seres humanos no había, y no debería haber,
ningún choque de intereses de cualquier especie. Sus esfuerzos y sus dificultades
eran idénticos. ¿No era el problema de los obreros el mismo en todas partes?
Aquí se puso de manifiesto que el señor Pilkington se disponía a contar algún
chiste bien preparado, pero por un instante lo dominó tanto la risa que no pudo
articular palabra. Después de sofocarse un rato, durante el cual sus diversas
papadas, enrojecieron, logró expresarse:
- ¡Si bien ustedes tienen que lidiar con sus animales inferiores, dijo,
nosotros tenemos nuestras clases inferiores!
Esta bonmot los hizo
desternillarse de risa; y el señor Pilkington nuevamente felicitó a los cerdos
por las magras raciones, las largas horas de trabajo y la falta general de
trato blando que observara en Granja Animal.
Y ahora, dijo finalmente, iba a pedir a los presentes que se pusieran de
pie y se cercioraran de que sus vasos estaban llenos.
-
Señores,
concluyó el señor Pilkington, señores, les propongo un brindis: ¡Por la
prosperidad de Granja Animal!
Hubo un vitoreo entusiasta y un
golpear de pies y patas. Napoleón estaba tan complacido, que dejó su lugar y
dio la vuelta a la mesa para chocar su vaso contra el del señor Pilkington
antes de vaciarlo. Cuando terminó el vitoreo, Napoleón, que permanecía de pie,
insinuó que también él tenía que decir algunas palabras. Como en todos sus discursos,
Napoleón fue breve y al grano. El también, dijo, estaba contento de que el
período de desavenencias llegara a su fin. Durante mucho tiempo hubo rumores
propalados, él tenía motivos para creer que por algún enemigo maligno, de que
existía algo subversivo y hasta revolucionario entre su punto de vista y el de
sus colegas. Se les atribuyó la intención de fomentar la rebelión entre los
animales de las granjas vecinas. ¡Nada podía estar más lejos de la verdad! Su
único deseo, ahora y en el pasado, era vivir en paz y mantener relaciones
normales con sus vecinos. Esta granja que él tenía el honor de controlar,
agregó, era una empresa cooperativa. Los títulos de propiedad, que estaban en
su poder, pertenecían a todos los cerdos en conjunto.
El no creía, dijo, que aún quedaran rastros de las viejas sospechas, pero
se acababan de introducir ciertos cambios en la rutina de la granja que
tendrían el efecto de promover aún más la confianza. Hasta entonces los
animales de la granja tenían una costumbre algo tonta de dirigirse unos a otros
como “camarada”. Eso iba a ser suprimido. También existía una modalidad muy
rara, cuyo origen era desconocido: la de desfilar todo los domingos por la
mañana ante el cráneo de un cerdo clavado en un poste del jardín. Eso también
iba a ser eliminado, y el cráneo ya fue enterrado. Sus visitantes habían
observado asimismo la bandera verde que ondeaba al tope del mástil. En ese
caso, seguramente notaron que el asta y la pezuña blanca con que estaba marcada
anteriormente fueron eliminadas. En adelante, sería simplemente una bandera
verde.
Tenía que hacer una sola crítica al magnífico y amistoso discurso del
señor Pilkington. El señor Pilkington hizo referencia en todo momento a Granja
Animal. No podía saber, naturalmente, porque él, Napoleón, ahora lo anunciaba
por primera vez, que el nombre Granja Animal había sido abolido. Desde ese
momento la granja iba a ser conocida como Granja Manor, el cual, creía, fue su
nombre verdadero y original.
-
Señores,
concluyó Napoleón, os voy a proponer el mismo brindis de antes, pero en otra
forma, llenad los vasos hasta el borde. Señores, éste es mi brindis: ¡Por la
prosperidad de Granja Manor!
Se repitió el mismo cordial vitoreo de antes y los vasos fueron vaciados
de un trago. Pero a los animales que desde fuera observaban la escena les
pareció que algo raro estaba ocurriendo. ¿Qué era lo que se había alterado en
los rostros de los cerdos? Los viejos y apagados ojos de Clover pasaron rápida
y alternativamente de un rostro a otro. Algunos tenían cinco papadas, otros
tenían cuatro, aquéllos tenían tres. Pero ¿qué era lo que parecía diluirse y
transformarse? Luego; finalizados los aplausos, los concurrentes tomaron
nuevamente los naipes y continuaron la partida interrumpida, alejándose los
animales en silencio.
Pero no habían dado veinte pasos cuando se pararon bruscamente. Un
alboroto de voces venía desde la casa. Corrieron de vuelta y miraron nuevamente
por la ventana. Sí, se estaba desarrollando una violenta discusión: gritos,
golpes sobre la mesa, miradas penetrantes y desconfiadas, negativas furiosas.
El origen del conflicto parecía ser que tanto Napoleón como el señor Pilkington
habían jugado simultáneamente un as de espadas cada uno.
Doce voces estaban gritando enfurecidas, y eran todas iguales. No existía
duda de lo que sucediera a las caras de los cerdos. Los animales de afuera
miraron del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo, y nuevamente del cerdo al
hombre; pero ya era imposible discernir quién era quién.
f i n
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