Umberto Eco
En cuanto a la época en que se desarrollan los acontecimientos descritos, estamos a finales de noviembre de 1327; en cambio, no sabemos con certeza cuando escribe el autor.
Pensándolo bien, no eran muchas las razones que podían persuadirme de entregar a la imprenta mi versión italiana de una oscura versión neogótica francesa de una edición latina del siglo XVII de una obra escrita en latín por un monje alemán de finales del XIV.
Sin duda, Adso lo conoció, pero cuando lo cita percibimos, a veces, coincidencias demasiado literales con ciertas recetas de Paracelso, y también, claras interpolaciones de una edición de la obra de Alberto que con toda seguridad data de la época Tudor.
Por último, me preguntaba si, para conservar el espíritu de la época, no
En conclusión: estoy lleno de dudas. No sé, en realidad, por qué me he decidido a tomar el toro por las astas y presentar el manuscrito de Adso de Melk como si fuese auténtico. Quizá se trate de un gesto de enamoramiento. O, si se prefiere, de una manera de liberarme de múltiples obsesiones.
Transcribo
sin preocuparme por los problemas de la actualidad. En los años en que descubrí
el texto del abate Vallet existía el convencimiento de que sólo debía
escribirse comprometiéndose con el presente, o para cambiar el mundo. Ahora, a
más de diez años de distancia, el hombre de letra (restituido a su altísima
dignidad) puede consolarse considerando que también es posible escribir por el
puro deleite de escribir. Así pues, me siento libre de contar, por el mero
placer de fabular, la historia de Adso de Melk, y me reconforta y me consuela
el verla tan inconmensurablemente lejana en el tiempo (ahora que la vigilia de
la razón ha ahuyentado todos los monstruos que su sueño había engendrado), tan
gloriosamente desvinculada de nuestra época, intemporalmente ajena a nuestras
esperanzas y a nuestras certezas.
NOTA
E1
manuscrito de Adso está dividido en seis días, y cada uno de éstos en períodos
correspondientes a las horas litúrgicas. Los subtítulos, en tercera persona,
son probablemente añadidos de Vallet. Sin embargo, como pueden servir para
orientar al lector, y como su uso era corriente en muchas obras de la época
escritas en lengua vulgar, no me ha parecido conveniente eliminarlos.
Las
referencias de Adso a las horas canónicas me han hecho dudar un poco; no sólo
porque su reconocimiento depende de la localización y de la época del año, sino
también porque lo más probable es que en el siglo XIV no se respetasen con
absoluta precisión las indicaciones que San Benito había establecido en la
regla.
Sin embargo, para que el lector pueda guiarse, y basándome tanto en lo que puede deducirse del texto como en la comparación de la regla ordinaria con el desarrollo de la vida monástica según la describe Edouard Schneider en Las horas benedictinas, creo que podemos atenernos a la siguiente estimación:
Maitines
|
(que a
veces Adso llama también Vigiliae,
como se usaba antiguamente). Entre las 2.30 y las 3 de la noche. |
Laudes |
(que en
la tradición más antigua se llamaban Matutini).
Entre las 5 y las 6 de la mañana, concluyendo al rayar el alba. |
Prima |
Hacia
las 7.30, poco antes de la aurora. |
Tercia |
Hacia
las 9. |
Sexta |
Mediodía
(en un monasterio en el que los monjes no trabajaban en el campo, ésta era,
en invierno, también la hora de la comida). |
Nona |
Entre
las 2 y las 3 de la tarde. |
Vísperas
|
Hacia
las 4.30, al ponerse el sol (la regla prescribe cenar antes de que |
Prólogo
En el
principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en
el principio, en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante
humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede
afirmarse con certeza incontrovertible. Pero videmus nunc per speculum et in
aenigmate y la verdad, antes de
manifestarse a cara descubierta, se muestra en fragmentos (¡ay, cuán
ilegibles!), mezclada con el error de este mundo, de modo que debemos deletrear
sus fieles signáculos incluso allí donde nos parecen oscuros y casi forjados
por una voluntad totalmente orientada hacia el mal.
Ya al
final de mi vida de pecador, mientras, canoso y decrépito como el mundo, espero
el momento de perderme en el abismo sin fondo de la divinidad desierta y
silenciosa, participando así de la luz inefable de las inteligencias angélicas,
en esta celda del querido monasterio de Melk, donde aún me retiene mi cuerpo
pesado y enfermo, me dispongo a dejar constancia sobre este pergamino de los
hechos asombrosos y terribles que me fue dado presenciar en mi juventud,
repitiendo verbatim cuanto vi y oí, y
sin aventurar interpretación alguna, para dejar, en cierto modo, a los que vengan
después (si es que antes no llega el Anticristo) signos de signos, sobre los
que pueda ejercerse la plegaria del desciframiento.
El señor
me concede la gracia de dar fiel testimonio de los acontecimientos que se
produjeron en la abadía cuyo nombre incluso conviene ahora cubrir con un
piadoso manto de silencio, hacia finales del año 1327, cuando el emperador
Ludovico entró en Italia para restaurar la dignidad del sacro imperio romano,
según los designios del Altísimo y para confusión del infame usurpador
simoniaco y heresiarca que en Aviñón deshonró el santo nombre del apóstol (me
refiero al alma pecadora de Jacques de Cahors, al que los impíos veneran como
Juan XXII).
Para
comprender mejor los acontecimientos en que me vi implicado, quizá convenga recordar
lo que estaba sucediendo en aquellas décadas, tal como entonces lo comprendí,
viviéndolo, y tal como ahora lo recuerdo, enriquecido con lo que más tarde he
oído contar sobre ello, siempre y cuando mi memoria sea capaz de atar los cabos
de tantos y tan confusos acontecimientos.
Ya en los
primeros años de aquel siglo, el papa Clemente V había trasladado la sede
apostólica a Aviñón, dejando Roma a merced de las ambiciones de los señores
locales, y poco a poco la ciudad santísima de la cristiandad se había ido
transformando en un circo, o en un lupanar. Desgarrada por las luchas entre los
poderosos, presa de las bandas armadas, y expuesta a la violencia y al saqueo,
de república sólo tenía el nombre. Clérigos inmunes al brazo secular mandaban
grupos de facinerosos que, espada en mano, cometían todo tipo de rapiñas, y,
además, prevaricaban y organizaban tráficos deshonestos. ¿Cómo evitar que el
Caput Mundi volviese a ser, con toda justicia, la meta del pretendiente a la
corona del sacro imperio romano, empeñado en restaurar la dignidad de aquel
dominio temporal que antes había pertenecido a los césares?
Pues
bien, en 1314 cinco príncipes alemanes habían elegido en Frankfurt a Ludovico
de Baviera como supremo gobernante del imperio. Pero el mismo día, en la orilla
opuesta del Main, el conde palatino del Rin y el arzobispo de Colonia habían
elegido para la misma dignidad a Federico de Austria. Dos emperadores para una
sola sede y un solo papa para dos: situación que, sin duda, engendraría grandes
desórdenes...
Dos años
más tarde era elegido en Aviñón el nuevo papa, Jacques de Cahors, de setenta y
dos años, con el nombre de Juan XXII, y quiera el cielo que nunca otro
pontífice adopte un nombre ahora tan aborrecido por los hombres de bien.
Francés y devoto del rey de Francia (los hombres de esa tierra corrupta siempre
tienden a favorecer los intereses de sus compatriotas, y son incapaces de
reconocer que su patria espiritual es el mundo entero), había apoyado a Felipe
el Hermoso contra los caballeros templarios, a los que éste había acusado
(injustamente, creo) de delitos ignominiosos, para poder apoderarse de sus
bienes, con la complicidad de aquel clérigo renegado. Mientras tanto se había
introducido en esa compleja trama Roberto de Nápoles, quien, para mantener su
dominio sobre la península itálica, había convencido al papa de que no
reconociese a ninguno de los dos emperadores alemanes, conservando así el
título de capitán general del estado de la iglesia.
En 1322
Ludovico el Bávaro derrotaba a su rival Federico. Si se había sentido amenazado
por dos emperadores, Juan juzgó aún más peligroso a uno solo, de modo que
decidió excomulgarlo; Ludovico, por su parte, declaró herético al papa. Es
preciso decir que aquel mismo año, en Perusa, se había reunido el capítulo de
los frailes franciscanos, y su general, Michele da Cesena, a instancias de los
«espirituales» (sobre los que ya volveré a hablar), había proclamado como
verdad de la fe la pobreza de Cristo, quien, si algo había poseído con sus
apóstoles, sólo lo había tenido como usus facti. Justa resolución, destinada a preservar la
virtud y la pureza de la orden, pero que disgustó bastante al papa, porque
quizá le pareció que encerraba un principio capaz de poner en peligro las
pretensiones que, como jefe de la iglesia, tenía de negar al imperio el derecho
a elegir los obispos, a cambio del derecho del santo solio a coronar al
emperador. Movido por éstas o por otras razones, Juan condenó en 1323 las
proposiciones de los franciscanos mediante la decretal Cum inter nonnullos.
Supongo
que fue entonces cuando Ludovico pensó que los franciscanos, ya enemigos del
papa, podían ser poderosos aliados suyos. Al afirmar la pobreza de Cristo,
reforzaban, de alguna manera, las ideas de los teólogos imperiales, Marsilio de
Padua y Juan de Gianduno. Por último, no muchos meses antes de los
acontecimientos que estoy relatando, Ludovico, que había llegado a un acuerdo
con el derrotado Federico, entraba en Italia, era coronado en Milán, se
enfrentaba con los Visconti –que, sin embargo, lo habían acogido
favorablemente–, ponía sitio a Pisa, nombraba vicario imperial a Castruccio,
duque de Luca y Pistoia (y creo que cometió un error porque, salvo Uguccione
della Faggiola, nunca conocí un hombre más cruel), y ya se disponía a marchar hacia
Roma, llamado por Sciarra Colonna, señor del lugar.
Esta era
la situación en el momento en que mi padre, que combatía junto a Ludovico,
entre cuyos barones ocupaba un puesto de no poca importancia, consideró
conveniente sacarme del monasterio benedictino de Melk –donde yo ya era
novicio– para llevarme consigo y que pudiera conocer las maravillas de Italia y
presenciar la coronación del emperador en Roma. Sin embargo, el sitio de Pisa
lo retuvo en las tareas militares. Yo aproveché esta circunstancia para
recorrer, en parte por ocio y en parte por el deseo de aprender, las ciudades
de la Toscana, entregándome a una vida libre y desordenada que mis padres no
consideraron propia de un adolescente consagrado a la vida contemplativa. De
modo que, por sugerencia de Marsilio, que me había tomado cariño, decidieron
que acompañase a fray Guillermo de Baskerville, sabio franciscano que estaba a
punto de iniciar una misión en el desempeño de la cual tocaría muchas ciudades
famosas y abadías antiquísimas. Así fue como me convertí al mismo tiempo en su
amanuense y discípulo; y no tuve que arrepentirme, porque con él fui testigo de
acontecimientos dignos de ser registrados, como ahora lo estoy haciendo, para
memoria de los que vengan después.
Entonces no sabía qué buscaba fray Guillermo y, a decir verdad, aún ahora lo ignoro y supongo que ni siquiera él lo sabía, movido como estaba sólo por el deseo de la verdad, y por la sospecha –que siempre percibí en él– de que la verdad no era la que creía descubrir en el momento presente. Es probable que en aquellos años las preocupaciones del siglo lo distrajeran de sus estudios predilectos. A lo largo de todo el viaje nada supe de la misión que le habían encomendado; al menos, Guillermo no me habló de ella. Fueron más bien ciertos retazos de las conversaciones que mantuvo con los abades de los monasterios en que nos íbamos deteniendo los que me permitieron conjeturar la índole de su tarea. Sin embargo, como diré más adelante, sólo comprendí de qué se trataba exactamente cuando llegamos a la meta de nuestro viaje.
Nos habíamos dirigido hacia el
norte, pero no seguíamos una línea recta sino que nos íbamos deteniendo en
diferentes abadías. Así fue como doblamos hacia occidente cuando, en realidad,
nuestra meta estaba hacia oriente, siguiendo casi la línea de montañas que une
Pisa con los caminos de Santiago, hasta detenernos en una comarca que los
terribles acontecimientos que luego se produjeron en ella me sugieren la
conveniencia de no localizar con mayor precisión, pero cuyos señores eran
fieles al imperio y en la que todos los abades de nuestra orden coincidían en
oponerse al papa herético y corrupto. El viaje, no exento de vicisitudes, duró
dos semanas, en el transcurso de las cuales pude conocer (aunque cada vez me
convenzo más de que no lo bastante) a mi nuevo maestro.
En las
páginas que siguen no me permitiré trazar descripciones de personas –salvo
cuando la expresión de un rostro, o un gesto, aparezcan como signos de un
lenguaje mudo pero elocuente–, porque, como dice Boecio, nada hay más fugaz que
la forma exterior, que se marchita y se altera como las flores del campo cuando
llega el otoño. Por tanto, ¿qué sentido tendría hoy decir que el abad Abbone
tuvo una mirada severa y mejillas pálidas, cuando él y quienes lo rodeaban son
ya polvo y del polvo ya sus cuerpos tienen el tinte gris y mortuorio (sólo sus
almas, Dios lo quiera, resplandecen con una luz que jamás se extinguirá)? Sin
embargo, de Guillermo hablaré, una única vez, porque me impresionaron incluso
sus singulares facciones, y porque es propio de los jóvenes sentirse atraídos
por un hombre más anciano y más sabio, no sólo debido a su elocuencia y a la
agudeza de su mente, sino también por la forma superficial de su cuerpo, al
que, como sucede con la figura de un padre, miran con entrañable afecto,
observando los gestos, y las muecas de disgusto, y espiando las sonrisas, sin
que la menor sombra de lujuria contamine este tipo (quizás el único
verdaderamente puro) de amor corporal.
Los
hombres de antes eran grandes y hermosos (ahora son niños y enanos), pero ésta
es sólo una de las muchas pruebas del estado lamentable en que se encuentra
este mundo caduco. La juventud ya no quiere aprender nada, la ciencia está en
decadencia, el mundo marcha patas arriba, los ciegos guían a otros ciegos y los
despeñan en los abismos, los pájaros se arrojan antes de haber echado a volar,
el asno toca la lira, los bueyes bailan, María ya no ama la vida contemplativa
y Marta ya no ama la vida activa, Lea es estéril, Raquel está llena de lascivia,
Catón frecuenta los lupanares, Lucrecio se convierte en mujer. Todo está
descarriado. Demos gracias a Dios de que en aquella época mi maestro supiera
infundirme el deseo de aprender y el sentido de la recta vía, que no se pierde
por tortuoso que sea el sendero.
Así,
pues, la apariencia física de fray Guillermo era capaz de atraer la atención
del observador menos curioso. Su altura era superior a la de un hombre normal
y, como era muy enjuto, parecía aún más alto. Su mirada era aguda y penetrante;
la nariz afilada y un poco aguileña infundía a su rostro una expresión
vigilante, salvo en los momentos de letargo a los que luego me referiré.
También la barbilla delataba una firme voluntad, aunque la cara alargada y
cubierta de pecas –como a menudo observé en la gente nacida entre Hibernia y
Northumbria– parecía expresar a veces incertidumbre y perplejidad. Con el
tiempo me di cuenta de que no era incertidumbre sino pura curiosidad, pero al
principio lo ignoraba casi todo acerca de esta virtud, a la que consideraba,
más bien, una pasión del alma concupiscente y, por tanto, un alimento
inadecuado para el alma racional, cuyo único sustento debía ser la verdad, que
(pensaba yo) se reconoce en forma inmediata.
Lo
primero que habían advertido con asombro mis ojos de muchacho eran unos
mechones de pelo amarillento que le salían de las orejas, y las cejas tupidas y
rubias. Podía contar unas cincuenta primaveras y por tanto era ya muy viejo,
pero movía su cuerpo infatigable con una agilidad que a mí muchas veces me
faltaba. Cuando tenía un acceso de actividad, su energía parecía inagotable.
Pero de vez en cuando, como si su espíritu vital tuviese algo del cangrejo, se
retraía en estados de inercia, y lo vi a veces en su celda, tendido sobre el
jergón, pronunciando con dificultad unos monosílabos, sin contraer un solo
músculo del rostro. En aquellas ocasiones aparecía en sus ojos una expresión
vacía y ausente, y, si la evidente sobriedad que regía sus costumbres no me
hubiese obligado a desechar la idea, habría sospechado que se encontraba bajo
el influjo de alguna sustancia vegetal capaz de provocar visiones. Sin embargo,
debo decir que durante el viaje se había detenido a veces al borde de un prado,
en los límites de un bosque, para recoger alguna hierba (creo que siempre la
misma), que se ponía a masticar con la mirada perdida. Guardaba un poco de
ella, y la comía en los momentos de mayor tensión (¡que no nos faltaron
mientras estuvimos en la abadía!). Una vez le pregunté qué era, y respondió
sonriendo que un buen cristiano puede aprender a veces incluso de los infieles.
Cuando le pedí que me dejara probar, me respondió que, como en el caso de los
discursos, también en el de los simples hay paidikoi, ephebikoi,
gynaikeioi y demás, de modo que las
hierbas que son buenas para un viejo franciscano no lo son para un joven
benedictino.
Durante
el tiempo que estuvimos juntos no pudimos llevar una vida muy regular: incluso
en la abadía, pasábamos noches sin dormir y caíamos agotados durante el día, y
no participábamos regularmente en los oficios sagrados. Sin embargo, durante el
viaje, no solía permanecer despierto después de completas, y sus hábitos eran
sobrios. A veces, como sucedió en la abadía, pasaba todo el día moviéndose por
el huerto, examinando las plantas como si fuesen crisopacios o esmeraldas, y
también lo vi recorrer la cripta del tesoro y observar un cofre cuajado de
esmeraldas y crisopacios como si fuese una mata de estramonio. En otras
ocasiones se pasaba el día entero en la gran sala de la biblioteca hojeando
manuscritos, aparentemente sólo por placer (mientras a nuestro alrededor se
multiplicaban los cadáveres de monjes horriblemente asesinados). Un día lo
encontré paseando por el jardín sin ningún propósito aparente, como si no
debiese dar cuenta a Dios de sus obras. En la orden me habían enseñado a hacer
un uso muy distinto de mi tiempo, y se lo dije. Respondió que la belleza del
cosmos no procede sólo de la unidad en la variedad, sino también de la variedad
en la unidad. La respuesta me pareció inspirada en un empirismo grosero, pero
luego supe que, cuando definen las cosas, los hombres de su tierra no parecen
reservar un papel demasiado grande a la fuerza iluminadora de la razón.
Durante el período que pasamos en la abadía, siempre vi sus manos cubiertas por el polvo de los libros, por el oro de las miniaturas todavía frescas, por las sustancias amarillentas que había tocado en el hospital de Severino. Parecía que sólo podía pensar con las manos, cosa que entonces me parecía más propia de un mecánico (pues me habían enseñado que el mecánico es moechus, y comete adulterio en detrimento de la vida intelectual con la que debiera estar unido en castísimas nupcias). Pero incluso cuando sus manos tocaban cosas fragilísimas, como ciertos códices cuyas miniaturas aún estaban frescas, o páginas corroídas por el tiempo y quebradizas como pan ácimo, poseía, me parece, una extraordinaria delicadeza de tacto, la misma que empleaba al manipular sus máquinas. Pues he de decir que este hombre singular llevaba en su saco de viaje unos instrumentos que hasta entonces yo nunca había visto y que él definía como sus máquinas maravillosas.
Las máquinas, decía, son
producto del arte, que imita a la naturaleza, capaces de reproducir, no ya las
meras formas de esta última, sino su modo mismo de actuar. Así me explicó los
prodigios del reloj, del astrolabio y del imán. Sin embargo, al comienzo temí
que se tratase de brujerías, y fingí dormir en ciertas noches serenas mientras
él (valiéndose de un extraño triángulo) se dedicaba a observar las estrellas.
Los franciscanos que yo había conocido en Italia y en mi tierra eran hombres
simples, a menudo iletrados, y la sabiduría de Guillermo me sorprendió. Pero él
me explicó sonriendo que los franciscanos de sus islas eran de otro cuño: «Roger
Bacon, a quien venero como maestro, nos ha enseñado que algún día el plan
divino pasará por la ciencia de las máquinas, que es magia natural y santa. Y
un día por la fuerza de la naturaleza se podrán fabricar instrumentos de
navegación mediante los cuales los barcos navegarán, y mucho más aprisa que los impulsados por
velas o remos. E instrumentos
pequeñísimos capaces de levantar pesos inmensos, y vehículos para viajar al
fondo del mar.»
Cuando le
pregunté dónde existían esas máquinas, me dijo que ya se habían fabricado en la
antigüedad, y que algunas también se habían podido construir en nuestro tiempo:
«Salvo el instrumento para volar, que nunca he visto ni sé de nadie que lo haya
visto, aunque conozco a un sabio que lo ha ideado. También pueden construirse
puentes capaces de atravesar ríos sin apoyarse en columnas ni en ningún otro
basamento, y otras máquinas increíbles. No debes inquietarte porque aún no
existan, pues eso no significa que no existirán. Y yo te digo que Dios quiere
que existan, y existen ya sin duda en su mente, aunque mi amigo de Occam niegue
que las ideas existan de ese modo, y no porque podamos decidir acerca de la
naturaleza divina, sino, precisamente, porque no podemos fijarle límite
alguno.» Esta no fue la única proposición contradictoria que escuché de sus
labios: sin embargo, todavía hoy, ya viejo y más sabio que entonces, no acabo
de entender cómo podía tener tanta confianza en su amigo de Occam y jurar al
mismo tiempo por las palabras de Bacon, como hizo en muchas ocasiones. Pero
también es verdad que aquellos eran tiempos oscuros en los que un hombre sabio
debía pensar cosas que se contradecían entre sí.
Pues
bien, es probable que haya dicho cosas incoherentes sobre fray Guillermo, como
para registrar desde el principio la incongruencia de las impresiones que
entonces me produjo. Quizá tú, buen lector, puedas descubrir mejor quién fue y
qué hizo, reflexionando sobre su comportamiento durante los días que pasamos en
la abadía. Tampoco te he prometido una descripción satisfactoria de lo que allí
sucedió, sino sólo un registro de hechos (eso sí) asombrosos y terribles.
Así,
mientras con los días iba conociendo mejor a mi maestro, tras largas horas de
viaje que empleamos en larguísimas conversaciones de cuyo contenido ya iré hablando
cuando sea oportuno, llegamos a las faldas del monte en lo alto del cual se
levantaba la abadía. Y ya es hora de que, como nosotros entonces, a ella se
acerque mi relato, y ojalá mi mano no tiemble cuando me dispongo a narrar lo
que sucedió después.
PRIMER DÍA
PRIMA
Donde se llega al pie de la abadía y Guillermo
da pruebas de gran agudeza.
Era una
hermosa mañana de finales de noviembre. Durante la noche había nevado un poco,
pero la fresca capa que cubría el suelo no superaba los tres dedos de espesor.
A oscuras, en seguida después de laudes, habíamos oído misa en una aldea del
valle. Luego, al despuntar el sol, nos habíamos puesto en camino hacia las
montañas.
Mientras trepábamos por la abrupta vereda que serpenteaba alrededor del monte, vi la abadía. No me impresionó la muralla que la rodeaba, similar a otras que había visto en todo el mundo cristiano, sino la mole de lo que después supe que era el Edificio. Se trataba de una construcción octogonal que de lejos parecía un tetrágono (figura perfectísima que expresa la solidez e invulnerabilidad de la Ciudad de Dios), cuyos lados meridionales se erguían sobre la meseta de la abadía, mientras que los septentrionales parecían surgir de las mismas faldas de la montaña, arraigando en ellas y alzándose como un despeñadero. Quiero decir que en algunas partes, mirando desde abajo, la roca parecía prolongarse hacia el cielo, sin cambio de color ni de materia, y convertirse, a cierta altura, en burche y torreón (obra de gigantes habituados a tratar tanto con la tierra como con el cielo). Tres órdenes de ventanas expresaban el ritmo ternario de la elevación, de modo que lo que era físicamente cuadrado en la tierra era espiritualmente triangular en el cielo.
Al acercarse más se advertía
que, en cada ángulo, la forma cuadrangular engendraba un torreón heptagonal,
cinco de cuyos lados asomaban hacia afuera; o sea que cuatro de los ocho lados
del octágono mayor engendraban cuatro heptágonos menores, que hacia afuera se
manifestaban como pentágonos. Evidente, y admirable, armonía de tantos números
sagrados, cada uno revestido de un sutilísimo sentido espiritual. Ocho es el
número de la perfección de todo tetrágono; cuatro, el número de los evangelios;
cinco, el número de las partes del mundo; siete, el número de los dones del
Espíritu Santo. Por la mole, y por la forma, el Edificio era similar a Castel
Urbino o a Castel dal Monte, que luego vería en el sur de la península
italiana, pero por su posición inaccesible era más tremendo que ellos, y capaz
de infundir temor al viajero que se fuese acercando poco a poco. Por suerte era
una diáfana mañana de invierno y no vi la construcción con el aspecto que
presenta en los días de tormenta.
Sin
embargo, no diré que me produjo sentimientos de júbilo. Me sentí amedrentado,
presa de una vaga inquietud. Dios sabe que no eran fantasmas de mi ánimo
inexperto, y que interpreté correctamente inequívocos presagios inscritos en la
piedra el día en que los gigantes la modelaran, antes de que la ilusa voluntad
de los monjes se atreviese a consagrarla a la custodia de la palabra divina.
Mientras
nuestros mulos subían trabajosamente por los últimos repliegues de la montaña,
allí donde el camino principal se ramificaba formando un trivio, con dos
senderos laterales, mi maestro se detuvo un momento, y miró hacia un lado y
hacia otro del camino, miró el camino y, por encima de éste, los pinos de hojas
perennes que, en aquel corto tramo, formaban un techo natural, blanqueado por
la nieve.
-Rica
abadía -dijo-. Al Abad le gusta tener buen aspecto en las ocasiones públicas.
Acostumbrado
a oírle decir las cosas más extrañas, nada le pregunté. También porque, poco
después, escuchamos ruidos y, en un recodo, surgió un grupo agitado de monjes y
servidores. Al vernos, uno de ellos vino a nuestro encuentro diciendo con gran
cortesía:
-Bienvenido,
señor. No os asombréis si imagino quién sois, porque nos han avisado de vuestra
visita. Yo soy Remigio de Varagina, el cillerero del monasterio. Si sois, como creo, fray
Guillermo de Baskerville, habrá que avisar al Abad. ¡Tú –ordenó a uno del
grupo-, sube a avisar que nuestro visitante está por entrar en el recinto!
-Os lo
agradezco, señor cillerero -respondió cordialmente mi maestro-, y aprecio aún
más vuestra cortesía porque para saludarme habéis interrumpido la persecución.
Pero no temáis, el caballo ha pasado por aquí y ha tomado el sendero de la
derecha. No podrá ir muy lejos, porque al llegar al estercolero tendrá que
detenerse. Es demasiado inteligente para arrojarse por la pendiente...
—¿Cuándo
lo habéis visto? –preguntó el cillerero.
—¿Verlo?
No lo hemos visto, ¿verdad, Adso? –dijo Guillermo volviéndose hacia mí con
expresión divertida–. Pero si buscáis a Brunello, el animal sólo puede estar
donde yo os he dicho.
El
cillerero vaciló. Miró a Guillermo, después al sendero, y, por último,
preguntó:
—¿Brunello?
¿Cómo sabéis...?
—¡Vamos!
–dijo Guillermo–. Es evidente que estáis buscando a Brunello, el caballo
preferido del Abad, el mejor corcel de vuestra cuadra, pelo negro, cinco pies
de alzada, cola elegante, cascos pequeños y redondos pero de galope bastante
regular, cabeza pequeña, orejas finas, ojos grandes. Se ha ido por la derecha,
os digo, y, en cualquier caso, apresuraos.
El
cillerero, tras un momento de vacilación, hizo un signo a los suyos y se lanzó
por el sendero de la derecha, mientras nuestros mulos reiniciaban la ascensión.
Cuando, mordido por la curiosidad, estaba por interrogar a Guillermo, él me
indicó que esperara. En efecto: pocos minutos más tarde escuchamos gritos de
júbilo, y en el recodo del sendero reaparecieron monjes y servidores, trayendo
al caballo por el freno. Pasaron junto a nosotros, sin dejar de mirarnos un
poco estupefactos, y se dirigieron con paso acelerado hacia la abadía. Creo,
incluso, que Guillermo retuvo un poco la marcha de su montura para que pudieran
contar lo que había sucedido. Yo ya había descubierto que mi maestro, hombre de
elevada virtud en todo y para todo, se concedía el vicio de la vanidad cuando
se trataba de demostrar su agudeza y, habiendo tenido ocasión de apreciar sus
sutiles dotes de diplomático, comprendí que deseaba llegar a la meta precedido
por una sólida fama de sabio.
—Y ahora
decidme –pregunté sin poderme contener–. ¿Cómo habéis podido saber?
—Mi
querido Adso –dijo el maestro–, durante todo el viaje he estado enseñándote a
reconocer las huellas por las que el mundo nos habla como por medio de un gran
libro. Alain de l’Ille decía que pensando
en la inagotable reserva de símbolos por los que Dios, a través de sus
criaturas, nos habla de la vida eterna. Pero el universo es aún más locuaz de
lo que creía Alain, y no sólo habla de las cosas últimas (en cuyo caso siempre
lo hace de un modo oscuro), sino también de las cercanas, y en esto es
clarísimo. Me da casi vergüenza tener que repetirte lo que deberías saber. En
la encrucijada, sobre la nieve aún fresca, estaban marcadas con mucha claridad
las improntas de los cascos de un caballo, que apuntaban hacia el sendero
situado a nuestra izquierda. Esos signos, separados por distancias bastante
grandes y regulares, decían que los cascos eran pequeños y redondos, y el
galope muy regular. De ahí deduje que se trataba de un caballo, y que su
carrera no era desordenada como la de un animal desbocado. Allí donde los pinos
formaban una especie de cobertizo natural, algunas ramas acababan de ser rotas,
justo a cinco pies del suelo. Una de las matas de zarzamora, situada donde el
animal debe de haber girado, meneando altivamente la hermosa cola, para tomar
el sendero de su derecha, aún conservaba entre las espinas algunas crines
largas y muy negras... Por último, no me dirás que no sabes que esa senda lleva
al estercolero, porque al subir por la curva inferior hemos visto el chorro de
detritos que caía a pico justo debajo del torreón oriental, ensuciando la
nieve, y dada la disposición de la encrucijada, la senda sólo podía ir en
aquella dirección.
—Sí
–dije–, pero la cabeza pequeña, las orejas finas, los ojos grandes...
—No sé si
los tiene, pero, sin duda, los monjes están persuadidos de que sí. Decía
Isidoro de Sevilla que la belleza de un caballo, si el caballo cuyo paso he adivinado no
hubiese sido realmente el mejor de la cuadra, no podrías explicar por qué no
sólo han corrido los mozos tras él, sino también el propio cillerero. Y un
monje que considera excelente a un caballo sólo puede verlo, al margen de las
formas naturales, tal como se lo han descrito las auctoritates, sobre todo si
–y aquí me dirigió una sonrisa maliciosa–, se trata de un docto benedictino...
—Bueno
–dije–, pero, ¿por qué Brunello?
—¡Que el
Espíritu Santo ponga un poco más de sal en tu cabezota, hijo mío! –exclamó el
maestro–. ¿Qué otro nombre le habrías puesto si hasta el gran Buridán, que está
a punto de ser rector en París, no encontró nombre más natural para referirse a
un caballo hermoso?
Así era
mi maestro. No sólo sabía leer en el gran libro de la naturaleza, sino también
en el modo en que los monjes leían los libros de la escritura, y pensaban a
través de ellos. Dotes éstas que, como veremos, habrían de serle bastante
útiles en los días que siguieron. Además, su explicación me pareció al final
tan obvia que la humillación por no haberla descubierto yo mismo quedó borrada
por el orgullo de compartirla ahora con él, hasta el punto de que casi me
felicité por mi agudeza. Tal es la fuerza de la verdad, que, como la bondad, se
difunde por sí misma. Alabado sea el santo nombre de nuestro señor Jesucristo
por esa hermosa revelación que entonces tuve.
Pero no
pierdas el hilo, oh relato, pues este monje ya viejo se detiene demasiado en
los marginalia. Di, más bien, que llegamos al gran portalón de la abadía, y en
el umbral estaba el Abad, acompañado de dos novicios que sostenían un bacín de
oro lleno de agua. Una vez que hubimos descendido de nuestras monturas, lavó
las manos de Guillermo, y después lo abrazó besándolo en la boca y dándole su
santa bienvenida, mientras el cillerero se ocupaba de mí.
—Gracias,
Abbone –dijo Guillermo–, es para mí una alegría, excelencia, pisar vuestro
monasterio, cuya fama ha traspasado estas montañas. Yo vengo como peregrino en
el nombre de Nuestro Señor, y como tal me habéis rendido honores. Pero vengo
también en nombre de nuestro señor en esta tierra, como os dirá la carta que os
entrego, y también en su nombre os agradezco vuestra acogida.
El Abad
cogió la carta con los sellos imperiales y dijo que, de todas maneras, la
llegada de Guillermo había sido precedida por otras misivas de los hermanos de
su orden (mira, me dije para mis adentros no sin cierto orgullo, es difícil
pillar por sorpresa a un abad benedictino), después rogó al cillerero que nos
condujera a nuestros alojamientos, mientras los mozos se hacían cargo de las
monturas. El Abad prometió visitarnos más tarde, cuando hubiésemos comido algo,
y entramos en el gran recinto donde estaban los edificios de la abadía,
repartidos por la meseta, especie de suave depresión –o llano elevado– que
truncaba la cima de la montaña.
A la disposición de la abadía tendré ocasión de referirme más de una vez, y con más lujo de detalles. Después del portalón (que era el único paso en toda la muralla) se abría una avenida arbolada que llevaba a la iglesia abacial. A la izquierda de la avenida se extendía una amplia zona de huertos y, como supe más tarde, el jardín botánico, en torno a los dos edificios –los baños, y el hospital y herboristería– dispuestos según la curva de la muralla. En el fondo, a la izquierda de la iglesia, se erguía el Edificio, separado de la iglesia por una explanada cubierta de tumbas. El portalón norte de la iglesia daba hacia el torreón sur del Edificio, que ofrecía frontalmente a los ojos del visitante el torreón occidental, que continuaba después por la izquierda hasta tocar la muralla, para proyectarse luego con sus torres en el abismo, sobre el que se alzaba el torreón septentrional, visible sólo de sesgo. A la derecha de la iglesia se extendían algunas construcciones a las que ésta servía de reparo; estaban dispuestas alrededor del claustro, y, sin duda, se trataba del dormitorio, la casa del Abad y la casa de los peregrinos, hacia la que nos habíamos dirigido, y a la que llegamos después de atravesar un bonito jardín. Por la derecha, al otro lado de una vasta explanada, a lo largo de la parte meridional de la muralla y continuando hacia oriente por detrás de la iglesia, había una serie de viviendas para la servidumbre, establos, molinos, trapiches, graneros, bodegas y lo que me pareció que era la casa de los novicios.
La
regularidad del terreno, apenas ondulado, había permitido que los antiguos
constructores de aquel recinto sagrado respetaran los preceptos de la
orientación con una exactitud que hubiera sorprendido a un Honorio
Augustoduniense o a un Guillermo Durando. Por la posición del sol en aquel
momento, comprendí que la portada daba justo a occidente, de forma que el coro
y el altar estuviesen dirigidos hacia oriente y, por la mañana temprano, el sol
despuntaba despertando directamente a los monjes en el dormitorio y a los
animales en los establos. Nunca vi abadía más bella y con una orientación tan
perfecta, aunque más tarde he tenido ocasión de conocer San Gall, Cluny,
Fontenay y otras, quizá más grandes pero no tan armoniosas. Sin embargo, ésta
se distinguía de cualquier otra por la inmensa mole del Edificio. Aunque no era
yo experto en el arte de la construcción, comprendí en seguida que era mucho
más antiguo que los edificios situados a su alrededor. Quizás había sido
erigido con otros fines y posteriormente se había agregado el conjunto abacial,
cuidando, sin embargo, de que su orientación se adecuase a la de la iglesia, o
viceversa. Porque la arquitectura es el arte que más se esfuerza por reproducir
en su ritmo el orden del universo, que los antiguos llamaban kosmos, es decir,
adorno, pues es como un gran animal en el que resplandece la perfección y
proporción de todos sus miembros. Alabado sea Nuestro Creador, que, como dice
Agustín, ha establecido el número, el peso y la medida de todas las cosas.
PRIMER
DÍA
TERCIA
Donde
Guillermo mantiene una instructiva conversación con el Abad.
El
cillerero era un hombre grueso y de aspecto vulgar pero jovial, canoso pero
todavía robusto, pequeño pero ágil. Nos condujo a nuestras celdas en la casa de
los peregrinos. Mejor dicho, nos condujo a la celda asignada a mi maestro, y me
prometió que para el día siguiente desocuparían otra para mí, pues, aunque
novicio, también era yo huésped de la abadía, y, por tanto, debía tratárseme
con todos los honores. Aquella noche podía dormir en un nicho largo y ancho,
situado en la pared de la celda, donde había dispuesto que colocaran buena paja
fresca. Así se hacía a veces, añadió, cuando algún señor deseaba que su criado
velara mientras él dormía.
Después
los monjes nos trajeron vino, queso, aceitunas y buena uva, y se retiraron para
que pudiéramos comer y beber. Lo hicimos con gran deleite. Mi maestro no tenía
los hábitos austeros de los benedictinos, y no le gustaba comer en silencio.
Por lo demás, siempre hablaba de cosas tan buenas y sabias que era como si un
monje leyese la vida de los santos.
Aquel día
no pude contenerme y volví a preguntarle sobre la historia del caballo.
—Sin
embargo –dije–, cuando leísteis las huellas en la nieve y en las ramas aún no
conocíais a Brunello. En cierto modo esas huellas nos hablaban de todos los
caballos, o al menos de todos los caballos de aquella especie. ¿No deberíamos
decir, entonces, que el libro de la naturaleza nos habla sólo por esencias,
como enseñan muchos teólogos insignes?
—No exactamente, querido Adso –respondió el maestro–. Sin duda, aquel tipo de impronta me hablaba, si quieres, del caballo como verbum mentis, y me hubiese hablado de él en cualquier sitio donde la encontrara. Pero la impronta en aquel lugar y en aquel momento del día me decía que al menos uno de todos los caballos posibles había pasado por allí. De modo que me encontraba a mitad de camino entre la aprehensión del concepto de caballo y el conocimiento de un caballo individual. Y, de todas maneras, lo que conocía del caballo universal procedía de la huella, que era singular. Podría decir que en aquel momento estaba preso entre la singularidad de la huella y mi ignorancia, que adoptaba la forma bastante diáfana de una idea universal. Si ves algo de lejos, sin comprender de qué se trata, te contentarás con definirlo como un cuerpo extenso. Cuando estés un poco más cerca, lo definirás como un animal, aunque todavía no sepas si se trata de un caballo o de un asno. Si te sigues acercando, podrás decir que es un caballo, aunque aún no sepas si se trata de Brunello o de Favello. Por último, sólo cuando estés a la distancia adecuada verás que es Brunello (o bien, ese caballo y no otro, cualquiera que sea el nombre que quieras darle).
Este será el conocimiento
pleno, la intuición de lo singular. Así, hace una hora, yo estaba dispuesto a
pensar en todos los caballos, pero no por la vastedad de mi intelecto, sino por
la estrechez de mi intuición. Y el hambre de mi intelecto sólo pudo saciarse
cuando vi al caballo individual que los monjes llevaban por el freno. Sólo
entonces supe realmente que mi razonamiento previo me había llevado cerca de la
verdad. De modo que las ideas, que antes había utilizado para imaginar un
caballo que aún no había visto, eran puros signos, como eran signos de la idea
de caballo las huellas sobre la nieve: cuando no poseemos las cosas, usamos
signos y signos de signos.
Ya otras
veces le había escuchado hablar con mucho escepticismo de las ideas universales
y con gran respeto de las cosas individuales, e incluso, más tarde, llegué a
pensar que aquella inclinación podía deberse tanto al hecho de que era
británico como al de que era franciscano. Pero aquel día no me sentía con
fuerzas para afrontar disputas teológicas. De modo que me acurruqué en el
espacio que me habían concedido, me envolví en una manta y caí en un sueño
profundo.
Cualquiera
que entrase hubiera podido confundirme con un bulto. Sin duda, así lo hizo el
Abad cuando, hacia la hora tercia, vino a visitar a Guillermo. De esa forma
pude escuchar sin ser observado su primera conversación. Y sin malicia, porque
presentarme de golpe al visitante hubiese sido más descortés que ocultarme,
como hice, con humildad.
Así pues,
llegó Abbone. Pidió disculpas por la intrusión, renovó su bienvenida y dijo que
debía hablar a Guillermo, en privado, de cosas bastante graves.
Empezó
felicitándole por la habilidad con que se había conducido en la historia del
caballo, y le preguntó cómo había podido hablar con tanta seguridad de un
animal que no había visto jamás. Guillermo le explicó someramente y con cierta
indiferencia el razonamiento que había seguido, y el Abad celebró mucho su
agudeza. Dijo que no hubiera esperado menos en un hombre de cuya gran sagacidad
ya había oído hablar. Le dijo que había recibido una carta del Abad de Farfa,
donde éste no sólo mencionaba la misión que el emperador había confiado a
Guillermo (de la que ya hablarían en los próximos días), sino también la
circunstancia de que mi maestro había sido inquisidor en Inglaterra y en
Italia, destacándose en varios procesos por su perspicacia, no reñida con una
gran humanidad.
—Ha sido
un gran placer –añadió el Abad– enterarme de que en muchos casos habéis
considerado que el acusado era inocente. Creo, y nunca tanto como en estos días
tristísimos, en la presencia constante del maligno en las cosas humanas –y miró
alrededor, con un gesto casi imperceptible, como si el enemigo estuviese entre
aquellas paredes–, pero también creo que muchas veces el maligno obra a través
de causas segundas. Y sé que puede impulsar a sus víctimas a hacer el mal de
manera tal que la culpa recaiga sobre un justo, gozándose de que el justo sea
quemado en lugar de su súcubo. A menudo los inquisidores, para demostrar su
esmero, arrancan a cualquier precio una confesión al acusado, porque piensan
que sólo es buen inquisidor el que concluye el proceso encontrando un chivo
expiatorio...
—También
un inquisidor puede obrar instigado por el diablo – dijo Guillermo.
—Es
posible –admitió el Abad con mucha cautela–, porque los designios del Altísimo
son inescrutables, pero no seré yo quien arroje sombras de sospecha sobre
tantos hombres beneméritos. Al contrario, hoy recurro a vos en vuestro carácter
de tal. En esta abadía ha sucedido algo que requiere la atención y el consejo
de un hombre agudo y prudente como vos. Agudo para descubrir y prudente para
(llegado el caso) cubrir. En efecto, a menudo es indispensable probar la culpa
de hombres a quienes cabría atribuir una gran santidad, pero conviene hacerlo
de modo que pueda eliminarse la causa del mal sin que el culpable quede
expuesto al desprecio de los demás. Si un pastor falla, hay que separarlo de
los otros pastores, pero, ¡ay si las ovejas empezaran a desconfiar de los
pastores!
—Comprendo
–dijo Guillermo. Yo ya había tenido ocasión de observar que, cuando se
expresaba con tanta solicitud y cortesía, muchas veces estaba ocultando, en
forma honesta, su desacuerdo o su perplejidad.
—Por eso
–prosiguió el Abad–, considero que los casos que involucran el fallo de un
pastor pueden confiarse únicamente a hombres como vos, que no sólo saben
distinguir entre el bien y el mal, sino también entre lo que es oportuno y lo
que no lo es. Me agrada saber que sólo habéis condenado cuando...
—...los
acusados eran culpables de actos delictivos, de envenenamientos, de corrupción
de niños inocentes y de otras abominaciones que mi boca no se atreve a
nombrar...
—...que
sólo habéis condenado cuando –prosiguió el Abad sin tomar en cuenta la
interrupción– la presencia del demonio era tan evidente para todos que era
imposible obrar de otro modo sin que la indulgencia resultase más escandalosa
que el propio delito.
—Cuando
declaré culpable a alguien –aclaró Guillermo– era porque éste había cometido
realmente crímenes tan graves que podía entregarlo al brazo secular sin
remordimientos.
El Abad
tuvo un momento de duda:
—¿Por qué
–preguntó– insistís en hablar de actos delictivos sin pronunciaros sobre su
causa diabólica?
—Porque
razonar sobre las causas y los efectos es algo bastante difícil, y creo que
sólo Dios puede hacer juicios de ese tipo. A nosotros nos cuesta ya tanto
establecer una relación entre un efecto tan evidente como un árbol quemado y el
rayo que lo ha incendiado, que remontar unas cadenas a veces larguísimas de
causas y efectos me parece tan insensato como tratar de construir una torre que
llegue hasta el cielo.
—El doctor
de Aquino –sugirió el Abad– no ha temido demostrar mediante la fuerza de su
sola razón la existencia del Altísimo, remontándose de causa en causa hasta la
causa primera, no causada.
—¿Quién
soy yo –dijo Guillermo con humildad– para oponerme al doctor de Aquino? Además
su prueba de la existencia de Dios cuenta con el apoyo de muchos otros
testimonios que refuerzan la validez de sus vías. Dios habla en el interior de
nuestra alma, como ya sabía Agustín, y vos, Abbone, habríais cantado alabanzas
al Señor y a su presencia evidente aunque Tomás no hubiera... –se detuvo, y
añadió–: Supongo.
—¡Oh, sin
duda! –se apresuró a confirmar el Abad, y de este modo tan elegante cortó mi
maestro una discusión escolástica que, evidentemente, no le agradaba demasiado.
—Volvamos
a los procesos –prosiguió mi maestro–. Supongamos que un hombre ha muerto
envenenado. Esto es un dato empírico. Dados ciertos signos inequívocos, puedo
imaginar que el autor del envenenamiento ha sido otro hombre. Pero, ¿cómo puedo
complicar la cadena imaginando que ese acto malvado tiene otra causa, ya no
humana sino diabólica? No afirmo que sea imposible, pues también el diablo deja
signos de su paso, como vuestro caballo Brunello. Pero, ¿por qué debo buscar
esas pruebas? ¿Acaso no basta con que sepa que el culpable es ese hombre y lo
entregue al brazo secular? De todos modos, su pena sería la muerte, que Dios lo
perdone.
—Sin
embargo, en un proceso celebrado en Kilkenny hace tres años, donde algunas
personas fueron acusadas de cometer delitos infames, vos no negasteis la
intervención diabólica, una vez descubiertos los culpables.
—Pero
tampoco lo afirmé en forma clara. De todos modos, es cierto que no lo negué.
¿Quién soy yo para emitir juicios sobre las maquinaciones del maligno? Sobre
todo –añadió, y parecía interesado en dejar claro ese punto– cuando los que
habían iniciado el proceso, el obispo, los magistrados de la ciudad, el pueblo
todo, y quizá incluso los acusados, deseaban realmente descubrir la presencia
del demonio. Tal vez la única prueba verdadera de la presencia del diablo fuese
la intensidad con que en aquel momento deseaban todos descubrir su presencia...
—Por
tanto –dijo el Abad con tono preocupado–, ¿me estáis diciendo que en muchos
procesos el diablo no sólo actúa en el culpable sino quizá también en los
jueces?
—¿Acaso
podría afirmar algo semejante? –preguntó Guillermo, y comprendí que había
formulado la pregunta de modo que el Abad no pudiese afirmar que sí podía, y
aprovechó el silencio de Abbone para desviar el curso de la conversación–. Pero
en el fondo se trata de cosas lejanas... He abandonado aquella noble actividad
y si lo he hecho así es porque el Señor así ha querido...
—Sin duda
–admitió el Abad.
—...Y
ahora –prosiguió Guillermo–, me ocupo de otras cuestiones delicadas. Y me
gustaría ocuparme de la que os aflige, si me la quisierais exponer.
Me pareció que el Abad se alegraba de poder acabar aquella conversación y volver a su problema. Inició pues, escogiendo con mucha prudencia las palabras y recurriendo a largas perífrasis, el relato de un acontecimiento singular que se había producido pocos días atrás, y que había turbado sobremanera a los monjes. Dijo que se lo contaba a Guillermo porque, sabiendo que era un gran conocedor tanto del alma humana como de las maquinaciones del maligno, esperaba que pudiese dedicar una parte de su preciosísimo tiempo al esclarecimiento de tan doloroso enigma. El hecho era que Adelmo da Otranto, monje aún joven pero ya famoso maestro en el arte de la miniatura, que estaba adornando los manuscritos de la biblioteca con imágenes bellísimas, había sido hallado una mañana por un cabrero en el fondo del barranco situado al pie del torreón este del Edificio.
Los otros monjes lo habían visto en el coro durante completas, pero no había
asistido a maitines, de modo que su caída se había producido, probablemente,
durante las horas más oscuras de la noche. Una noche de recia ventisca en la
que los copos de nieve, cortantes como cuchillos y casi tan duros como granizo,
caían impelidos por un austro de soplo impetuoso. Ablandado por esa nieve que
primero se había fundido y después se había congelado formando duras láminas de
hielo, el cuerpo había sido descubierto al pie del despeñadero, desgarrado por
las rocas contra las que se había golpeado. Pobre y frágil cosa mortal, que
Dios se apiadara de él. Como en su caída había rebotado muchas veces, no era
fácil decir desde donde exactamente se había precipitado. Aunque, sin duda,
debía de haber sido por una de las ventanas de los tres órdenes existentes en
los tres lados del torreón que daban al abismo.
—¿Dónde
habéis enterrado el pobre cuerpo? –preguntó Guillermo.
—En el
cementerio, naturalmente –respondió el Abad–. Quizá lo hayáis observado por vos
mismo; se extiende entre el costado septentrional de la iglesia, el Edificio y
el huerto.
—Ya veo
–dijo Guillermo–, y veo que vuestro problema es el siguiente. Si el infeliz se
hubiese, Dios no lo quiera, suicidado (porque no cabía pensar en una caída
accidental), al día siguiente hubierais encontrado abierta una de aquellas
ventanas, pero las encontrasteis todas cerradas y tampoco hallasteis rastros de
agua al pie de ninguna de ellas.
Ya he
dicho que el Abad era un hombre muy circunspecto y diplomático, pero en aquella
ocasión no pudo contener un gesto de sorpresa, que borró toda huella del decoro
que, según Aristóteles, conviene a la persona grave y magnánima:
—¿Quién
os lo ha dicho?
—Vos me
lo habéis dicho. Si la ventana hubiera estado abierta, en seguida hubieseis
pensado que se había arrojado por ella. Por lo que he podido apreciar desde
fuera, se trata de grandes ventanas de vidrieras opacas, y ese tipo de
ventanas, en edificios de estas dimensiones, no suelen estar situadas a la
altura de una persona. Por tanto, si hubiese estado abierta, como hay que
descartar la posibilidad de que el infeliz se asomara a ella y perdiese el
equilibrio, sólo quedaba la hipótesis del suicidio. En cuyo caso, no lo
habríais dejado enterrar en tierra consagrada. Pero, como lo habéis enterrado
cristianamente, las ventanas debían de estar cerradas. Y si estaban cerradas, y
como ni siquiera en los procesos por brujería me he topado con un muerto
impenitente a quien Dios o el diablo hayan permitido remontar el abismo para
borrar las huellas de su crimen, es evidente que el supuesto suicida fue
empujado, ya por una mano humana, ya por una fuerza diabólica. Y vos os
preguntáis quién puede haberlo, no digo empujado hacia el abismo, sino alzado
sin querer hasta el alfeizar, y os perturba la idea de que una fuerza maléfica,
natural o sobrenatural, ronde en estos momentos por la abadía.
—Así
es... –dijo el Abad, y no estaba claro si con ello confirmaba las palabras de
Guillermo o descubría la justeza del razonamiento que este último acababa de
exponer con tanta perfección–. Pero, ¿cómo sabéis que no había agua al pie de
ninguna ventana?
—Porque
me habéis dicho que soplaba el austro, y el agua no podía caer contra unas
ventanas que dan a oriente.
—Lo que
me habían dicho de vuestras virtudes no era suficiente –dijo el Abad–. Tenéis
razón, no había agua, y ahora sé por qué. Las cosas sucedieron como vos decís.
Comprended ahora mi angustia. Ya habría sido grave que uno de mis monjes se
hubiera manchado con el abominable pecado del suicidio. Pero tengo razones para
pensar que otro se ha manchado con un pecado no menos terrible. Y si sólo fuera
eso...
—Ante
todo, ¿por qué uno de los monjes? En la abadía hay muchas otras personas, mozos
de cuadra, cabreros, servidores...
—Sí, la
abadía es pequeña pero rica –admitió con cierto orgullo el Abad– . Ciento
cincuenta servidores para sesenta monjes. Sin embargo, todo sucedió en el
Edificio. Quizá ya sepáis que, si bien la planta baja alberga las cocinas y el
refectorio, los dos pisos superiores están reservados al scriptorium y a la
biblioteca. Después de la cena, el Edificio se cierra y una regla muy estricta
prohíbe la entrada de toda persona –y en seguida, adivinando la pregunta de
Guillermo, añadió, aunque, como podía advertirse, de mal grado–, incluidos los
monjes, claro, pero...
—¿Pero?
—Pero
descarto totalmente, sí, totalmente, que un servidor haya tenido el valor de
penetrar allí durante la noche. –Por sus ojos pasó una especie de sonrisa
desafiante, rápida como el relámpago o como una estrella fugaz–. Digamos que
les daría miedo, porque, ya sabéis... a veces las órdenes que se imparten a los
simples llevan el refuerzo de alguna amenaza, por ejemplo, el presagio de que
algo terrible, y de origen sobrenatural, castigaría cualquier desobediencia. Un
monje, en cambio...
—Comprendo.
—Además
un monje podría tener otras razones para aventurarse en un sitio prohibido,
quiero decir razones... ¿cómo diría?, razonables, si bien contrarias a la
regla...
Guillermo
advirtió la turbación del Abad, e hizo una pregunta con el propósito, quizá, de
desviarse del tema, pero el efecto fue una turbación no menos intensa.
—Cuando
hablasteis de un posible homicidio, dijisteis «y si sólo fuera eso». ¿En qué
estabais pensando?
—¿Dije
eso? Bueno, no se mata sin alguna razón, aunque ésta sea perversa. Me estremece
pensar en la perversidad de las razones que pueden haber impulsado a un monje a
matar a un compañero. Eso quería decir.
—¿Nada
más?
—Nada más
que pueda deciros.
—¿Queréis
decir que no hay nada más que vos estéis autorizado a decirme?
—Por
favor, fray Guillermo, hermano Guillermo –y el Abad recalcó tanto lo de fray
como lo de hermano.
Guillermo
se cubrió de rubor y comentó: —Eris sacerdos in aeternum. —Gracias –dijo el Abad.
¡Oh, Dios
mío, qué misterio terrible rozaron entonces mis imprudentes superiores, movido
uno por la angustia y el otro por la curiosidad! Porque, como novicio que se
iniciaba en los misterios del santo sacerdocio de Dios, también yo, humilde
muchacho, comprendí que el Abad sabía algo, pero que se trataba de un secreto
de confesión. Alguien debía de haberle mencionado algún detalle pecaminoso que
podía estar en relación con el trágico fin de Adelmo. Quizá por eso pedía a
Guillermo que descubriera un secreto que por su parte ya creía conocer, pero
que no podía comunicar a nadie, con la esperanza de que mi maestro esclareciese
con las fuerzas del intelecto lo que él debía rodear de sombra movido por la
sublime fuerza de la caridad.
—Bueno
–dijo entonces Guillermo–, ¿podré hacer preguntas a los monjes?
—Podréis.
—¿Podré
moverme libremente por la abadía?
—Os
autorizo a hacerlo.
—¿Me encomendaréis
coram monachis esta misión?
—Esta
misma noche.
—Sin
embargo, empezaré hoy, antes de que los monjes sepan que me habéis confiado
esta investigación. Además, una de las razones de peso que yo tenía para venir
aquí era el gran deseo de conocer vuestra biblioteca, famosa en todas las
abadías de la cristiandad.
El Abad
casi dio un respingo y su rostro se puso repentinamente tenso.
—He dicho
que podréis moveros por toda la abadía. Aunque, sin duda, no por el último piso
del Edificio, la biblioteca.
—¿Por
qué?
—Debería
habéroslo explicado antes. Creí que ya lo sabíais. Vos sabéis que nuestra
biblioteca no es igual a las otras...
—Sé que
posee más libros que cualquier otra biblioteca cristiana. Sé que, comparados
con los vuestros, los armaria de Bobbio o de Pomposa, de Cluny o de Fleury
parecen la habitación de un niño que estuviera iniciándose en el manejo del
ábaco. Sé que los seis mil códices de los que se enorgullecía Novalesa hace más
de cien años son pocos comparados con los vuestros, y que, quizá, muchos de
ellos se encuentran ahora aquí. Sé que vuestra abadía es la única luz que la
cristiandad puede oponer a las treinta y seis bibliotecas de Bagdad, a los diez
mil códices del visir Ibn al-Alkami, y que el número de vuestras biblias iguala
a los dos mil cuatrocientos coranes de que se enorgullece El Cairo, y que la
realidad de vuestros armaria es una luminosa evidencia contra la arrogante
leyenda de los infieles que hace años afirmaban (ellos, que tanta intimidad
tienen con el príncipe de la mentira) que la biblioteca de Trípoli contenía
seis millones de volúmenes y albergaba ochenta mil comentadores y doscientos
escribientes.
—Así es,
alabado sea el cielo.
—Sé que
muchos de los monjes que aquí viven proceden de abadías situadas en diferentes
partes del mundo. Unos vienen por poco tiempo, el que necesitan para copiar
manuscritos que sólo se encuentran en vuestra biblioteca, y regresan a sus
lugares de origen llevando consigo esas copias, no sin haberos traído a cambio
algún otro manuscrito raro para que lo copiéis y lo añadáis a vuestro tesoro.
Otros permanecen muchísimo tiempo, a veces hasta su muerte, porque sólo aquí
pueden encontrar las obras capaces de iluminar sus estudios. Así pues, entre
vosotros hay germanos, dacios, hispanos, franceses y griegos. Sé que, hace
muchísimos años, el emperador Federico os pidió que le compilarais un libro
sobre las profecías de Merlín, y que luego lo tradujerais al árabe, para
regalárselo al sultán de Egipto. Sé, por último, que, en estos tiempos
tristísimos, una abadía gloriosa como Murbach no tiene ni un solo escribiente,
que en San Gall han quedado pocos monjes que sepan escribir, que ahora es en
las ciudades donde surgen corporaciones y gremios formados por seglares que
trabajan para las universidades, y que sólo vuestra abadía reaviva día a día,
¿qué digo?, enaltece sin cesar las glorias de vuestra orden....
—Monasterium sine libris –citó inspirado el Abad– est sicut civitas sine opibus, castrum sine numeris, coquina sine suppellctili, mensa sine cibis, hortus sine herbis, pratum sine floribus, arbor sine foliis... Y nuestra orden, que creció obedeciendo al doble mandato del trabajo y la oración, fue luz para todo el mundo conocido, reserva de saber, salvación de una antigua doctrina expuesta al riesgo de desaparecer en incendios, saqueos y terremotos, fragua de nuevos escritos y fomento de los antiguos... Oh, bien sabéis que vivimos tiempos muy oscuros, y vergüenza me da deciros que hace no muchos años el concilio de Vienne tuvo que recordar que todo monje está obligado a ordenarse... Cuántas de nuestras abadías, que hace doscientos años eran centros resplandecientes de grandeza y santidad, son ahora refugio de holgazanes. La orden aún es poderosa, pero hasta nuestros lugares sagrados llega el hedor de las ciudades, el pueblo de Dios se inclina ahora hacia el comercio y las guerras entre facciones, allá, en los grandes centros poblados, donde el espíritu de santidad no encuentra albergue, donde ya no sólo se habla (¿qué más podría exigirse de los legos?) sino también se escribe en lengua vulgar, ¡y ojalá ninguno de esos libros cruce jamás nuestra muralla, porque fatalmente se convierten en pábulo de la herejía! Por los pecados de los hombres, el mundo pende al borde del abismo, un abismo que invoca al abismo que ya se abre en su interior. Y mañana, como sostenía Honorio, los cuerpos de los hombres serán más pequeños que los nuestros, así como los nuestros ya son más pequeños que los de los antiguos. Mundus senescit. Pues bien, si alguna misión ha confiado Dios a nuestra orden, es la de oponerse a esa carrera hacia el abismo, conservando, repitiendo y defendiendo el tesoro de sabiduría que nuestros padres nos han confiado.
La divina providencia ha dispuesto que el gobierno universal, que al
comienzo del mundo estaba en oriente, se desplace, a medida que el tiempo se
aproxima, hacia occidente, para avisarnos de que se acerca el fin del mundo,
porque el curso de los acontecimientos ya ha llegado al límite del universo.
Pero hasta que no advenga definitivamente el milenio, hasta que no triunfe, si
bien por poco tiempo, la bestia inmunda, el Anticristo, nuestro deber es
custodiar el tesoro del mundo cristiano, y la palabra misma de Dios, tal como
la comunicó a los profetas y a los apóstoles, tal como la repitieron los padres
sin cambiar ni un solo verbo, tal como intentaron glosarla las escuelas, aunque
en las propias escuelas anide hoy la serpiente del orgullo, de la envidia y de
la estulticia. En este ocaso somos aún antorchas, luz que sobresale en el
horizonte. Y, mientras esta muralla resista, seremos custodios de la Palabra
divina.
—Así sea
–dijo Guillermo con tono devoto–. Pero, ¿qué tiene que ver eso con la
prohibición de visitar la biblioteca?
—Mirad,
fray Guillermo –dijo el Abad–, para poder realizar la inmensa y santa obra que
atesoran aquellos muros –y señaló hacia la mole del Edificio, que en parte se
divisaba por la ventana de la celda, más alta incluso que la iglesia abacial–
hombres devotos han trabajado durante siglos, observando unas reglas de hierro.
La biblioteca se construyó según un plano que ha permanecido oculto durante
siglos, y que ninguno de los monjes está llamado a conocer. Sólo posee ese
secreto el bibliotecario, que lo ha recibido del bibliotecario anterior, y que,
a su vez, lo transmitirá a su ayudante, con suficiente antelación como para que
la muerte no lo sorprenda y la comunidad no se vea privada de ese saber. Y los
labios de ambos están sellados por el juramento de no divulgarlo. Sólo el
bibliotecario, además de saber, está autorizado a moverse por el laberinto de
los libros, sólo él sabe dónde encontrarlos y dónde guardarlos, sólo él es
responsable de su conservación. Los otros monjes trabajan en el scriptorium y
pueden conocer la lista de los volúmenes que contiene la biblioteca. Pero una
lista de títulos no suele decir demasiado: sólo el bibliotecario sabe, por la
colocación del volumen, por su grado de inaccesibilidad, qué tipo de secretos,
de verdades o de mentiras encierra cada libro. Sólo él decide cómo, cuándo, y
si conviene, suministrarlo al monje que lo solicita, a veces no sin antes haber
consultado conmigo. Porque no todas las verdades son para todos los oídos, ni
todas las mentiras pueden ser reconocidas como tales por cualquier alma
piadosa, y, por último, los monjes están en el scriptorium para realizar una
tarea determinada, que requiere la lectura de ciertos libros y no de otros, y
no para satisfacer la necia curiosidad que puedan sentir, ya sea por flaqueza
de sus mentes, por soberbia o por sugestión diabólica.
—De modo
que en la biblioteca también hay libros que contienen mentiras...
—Los
monstruos existen porque forman parte del plan divino, y hasta en las horribles
facciones de los monstruos se revela el poder del Creador. Del mismo modo, el
plan divino contempla la existencia de los libros de los magos, las cábalas de
los judíos, las fábulas de los poetas paganos y las mentiras de los infieles.
Quienes, durante siglos, han querido y sostenido esta abadía estaban firme y
santamente persuadidos de que incluso en los libros que contienen mentiras el
lector sagaz puede percibir un pálido resplandor de la sabiduría divina. Por
eso, también hay esa clase de obras en la biblioteca. Pero, como comprenderéis,
precisamente por eso cualquiera no puede penetrar en ella. Además –añadió el
Abad casi excusándose por la debilidad de este último argumento–, el libro es
una criatura frágil, se desgasta con el tiempo, teme a los roedores, resiste mal
la intemperie y sufre cuando cae en manos inexpertas. Si a lo largo de los
siglos cualquiera hubiese podido tocar libremente nuestros códices, la mayoría
de éstos ya no existirían. Por tanto, el bibliotecario los defiende no sólo de
los hombres sino también de la naturaleza, y consagra su vida a esa guerra
contra las fuerzas del olvido, que es enemigo de la verdad.
—De modo
que, salvo dos personas, nadie entra en el último piso del
Edificio...
El Abad
sonrió:
—Nadie
debe hacerlo. Nadie puede hacerlo. Y, aunque alguien quisiera hacerlo, no lo
conseguiría. La biblioteca se defiende sola, insondable como la verdad que en
ella habita, engañosa como la mentira que custodia. Laberinto espiritual, y
también laberinto terrenal. Si lograseis entrar, podríais no hallar la salida.
Aclarado esto, desearía que respetaseis las reglas de la abadía.
—Sin
embargo, no habéis excluido la posibilidad de que Adelmo se haya precipitado
desde una de las ventanas de la biblioteca. ¿Cómo puedo razonar sobre su muerte
sin ver el lugar en que pudo haber empezado la historia de su muerte?
—Fray
Guillermo –dijo el Abad con tono conciliador–, un hombre que ha descrito a mi
caballo Brunello sin verlo, y la muerte de Adelmo sin saber casi nada, no
tendrá dificultades en razonar sobre lugares a los que no tiene acceso.
Guillermo
hizo una reverencia:
—Sois
sabio, aunque os mostréis severo. Se hará como queráis.
—Si fuera
sabio, sería porque sé mostrarme severo –respondió el Abad.
—Una
última cosa –preguntó Guillermo–. ¿Ubertino?
—Está
aquí. Os espera. Lo encontraréis en la iglesia.
—¿Cuándo?
—Siempre
–sonrió el Abad–. Sabed que, aunque sea muy docto, no siente gran aprecio por
la biblioteca. Considera que es una tentación del siglo... Pasa la mayoría de
su tiempo rezando y meditando en la iglesia.
—¿Está
muy viejo? –preguntó Guillermo vacilando.
—¿Cuánto
hace que no lo veis?
—Hace
muchos años.
—Está
cansado. Se interesa muy poco por las cosas de este mundo. Tiene sesenta y ocho
años. Pero creo que aún conserva el entusiasmo de su juventud. —Iré a verlo en
seguida. Gracias.
El Abad
le preguntó si no quería unirse a la comunidad para la comida, después de
sexta. Guillermo dijo que acababa de comer, y muy a su gusto, y que prefería
ver enseguida a Ubertino. El Abad se despidió.
Estaba
saliendo de la celda cuando, desde el patio, se elevó un grito desgarrador,
como de una persona herida de muerte, al que siguieron otros lamentos no menos
atroces.
—¿Qué
pasa? –preguntó Guillermo sobresaltado.
—Nada
–respondió sonriendo el Abad–. Es época de matanza. Trabajo para los
porquerizos. No es éste el tipo de sangre que debe preocuparos.
Salió, y
no hizo honor a su fama de persona sagaz. Porque a la mañana siguiente... Pero,
refrena tu impaciencia, insolente lengua mía. Porque el día del que estoy
hablando, y antes de que fuera de noche, sucedieron aún muchas cosas que
convendrá mencionar.
Primer
día
SEXTA
Donde
Adso admira la portada de la iglesia y Guillermo reencuentra a Ubertino da
Casale.
La
iglesia no era majestuosa como otras que vi después en Estrasburgo, Chartres,
Bamberg y París. Se parecía más bien a las que ya había visto en Italia, poco
propensas a elevarse vertiginosamente hacia el cielo, sólidas y bien plantadas
en la tierra, a menudo más anchas que altas, con la diferencia, en este caso,
de que, como una fortaleza, la iglesia presentaba un primer piso de almenas
cuadradas, por encima del cual se erguía una segunda construcción, que más que
una torre era una segunda iglesia, igualmente sólida, calada por una serie de
ventanas de línea severa, y cuyo techo terminaba en punta. Robusta iglesia
abacial, como las que construían nuestros antiguos en Provenza y Languedoc,
ajena a las audacias y al exceso de filigranas del estilo moderno, y a la que
sólo en tiempos más recientes, creo, habían enriquecido, por encima del coro,
con una aguja, audazmente dirigida hacia la cúpula celeste.
Ante la
entrada, que, a primera vista, parecía un solo gran arco, destacaban dos
columnas rectas y pulidas de las que nacían dos alféizares, por encima de los
cuales, a través de una multitud de arcos, la mirada penetraba, como en el
corazón de un abismo, en la portada propiamente dicha, que se vislumbraba entre
la sombra, dominada por un gran tímpano, flanqueado, a su vez, por dos pies
rectos, y, en el centro, una pilastra esculpida que dividía la entrada en dos
aberturas, defendidas por puertas de roble con refuerzos metálicos. En aquel
momento del día el sol caía casi a pico sobre el techo, y la luz daba de sesgo
en la fachada, sin iluminar el tímpano. De modo que, después de pasar entre las
dos columnas, nos encontramos de golpe bajo la cúpula casi selvática de los arcos
que nacían de la secuencia de columnas menores que reforzaban en forma
escalonada los alféizares. Cuando por fin los ojos se habituaron a la penumbra,
el mudo discurso de la piedra historiada, accesible, como tal, de forma
inmediata a la vista y a la fantasía de cualquiera (porque pictura est laicorum
literatura ), me deslumbró de golpe sumergiéndome en una visión que aún hoy mi
lengua apenas logra expresar.
Vi un
trono colocado en medio del cielo, y sobre el trono uno sentado. El rostro del
Sentado era severo e impasible, los ojos, muy abiertos, lanzaban rayos sobre
una humanidad cuya vida terrenal ya había concluido, el cabello y la barba
caían majestuosos sobre el rostro y el pecho, como las aguas de un río,
formando regueros todos del mismo caudal y divididos en dos partes simétricas.
En la cabeza llevaba una corona cubierta de esmaltes y piedras preciosas, la
túnica imperial, de color púrpura y ornada con encajes y bordados que formaban
una rica filigrana de oro y plata, descendía en amplias volutas hasta las
rodillas. Allí se apoyaba la mano izquierda, que sostenía un libro sellado,
mientras que la derecha se elevaba en ademán no sé si de bendición o de
amenaza. Iluminaba el rostro la tremenda belleza de un nimbo cruciforme y
florido, y alrededor del trono y sobre la cabeza del Sentado vi brillar un arco
iris de esmeralda. Delante del trono, a los pies del Sentado, fluía un mar de
cristal, y alrededor del Sentado, en torno al trono y por encima del trono vi
cuatro animales terribles... terribles para mí que los miraba en éxtasis, pero
dóciles y agradables para el Sentado, cuya alabanza cantaban sin descanso.
En
realidad, no digo que todos fueran terribles, porque el hombre que a mi
izquierda (a la derecha del Sentado) sostenía un libro me pareció lleno de
gracia y belleza. En cambio, me pareció horrenda el águila que, por el lado
opuesto, abría su pico, plumas erizadas dispuestas en forma de loriga, garras poderosas y grandes alas desplegadas.
Y a los pies del Sentado, debajo de aquellas figuras, otras dos, un toro y un
león, aferrando entre sus cascos y zarpas sendos libros, los cuerpos vueltos
hacia afuera y las cabezas hacia el trono, lomos y cuellos retorcidos en una
especie de ímpetu feroz, flancos palpitantes, tiesas las patas como de bestia
que agoniza, fauces muy abiertas, colas enroscadas, retorcidas como sierpes,
que terminaban en lenguas de fuego. Los dos alados, los dos coronados con
nimbos, a pesar de su apariencia espantosa no eran criaturas del infierno, sino
del cielo, y si parecían tremendos era porque rugían en adoración del Venidero
que juzgaría a muertos y vivos.
En torno
al trono, a ambos lados de los cuatro animales y a los pies del Sentado, como
vistos en transparencia bajo las aguas del mar de cristal, llenando casi todo
el espacio visible, dispuestos según la estructura triangular del tímpano,
primero siete más siete, después tres más tres y luego dos más dos, había
veinticuatro ancianos junto al trono, sentados en veinticuatro tronos menores,
vestidos con blancas túnicas y coronados de oro. Unos sostenían laúdes; otros,
copas con perfumes; pero sólo uno tocaba, mientras los demás, en éxtasis,
dirigían los rostros hacia el Sentado, cuya alabanza cantaban, los brazos y el
torso vueltos también como en los animales, para poder ver todos al Sentado,
aunque no en actitud animalesca, sino detenidos en movimientos de danza
extática –como la que debió de bailar David alrededor del arca–, de forma que,
fuese cual fuese su posición, las pupilas, sin respetar la ley que imponía la
postura de los cuerpos, convergiesen en el mismo punto de esplendente fulgor.
¡Oh, qué armonía de entrega y de ímpetu, de posiciones forzadas y sin embargo
llenas de gracia, en ese místico lenguaje de miembros milagrosamente liberados
del peso de la materia corpórea, signada cantidad infundida de nueva forma
sustancial, como si la santa muchedumbre se estremeciese arrastrada por un
viento vigoroso, soplo de vida, frenesí de gozo, jubiloso aleluya
prodigiosamente enmudecido para transformarse en imagen!
Cuerpos y
brazos habitados por el Espíritu, iluminados por la revelación, sobrecogidos y
cogidos por el estupor, miradas exaltadas por el entusiasmo, mejillas
encendidas por el amor, pupilas dilatadas por la beatitud, uno fulminado por el
asombro hecho goce y otro traspasado por el goce hecho asombro, transfigurado
uno por la admiración y rejuvenecido otro por el deleite, y todos entonando,
con la expresión de los rostros, con los pliegues de las túnicas, con el ademán
y la tensión de los brazos, un cántico desconocido, entreabiertos los labios en
una sonrisa de alabanza imperecedera. Y a los pies de los ancianos, curvados
por encima de ellos, del trono y del grupo tetramorfo, dispuestos en bandas
simétricas, apenas distinguibles entre sí, porque con tal sabiduría el arte los
había combinado en armónica conjunción, iguales en la variedad y variados en la
unidad, únicos en la diversidad y diversos en su perfecto ensamblaje, ajustadas
sus partes con prodigiosa precisión y coloreadas con tonos delicados y
agradables, milagro de concordia y consonancia de voces distintas entre sí,
trama equilibrada que evocaba la disposición de las cuerdas en la cítara,
continuo parentesco y confabulación de formas que, por su profunda fuerza
interior, permitían expresar siempre lo mismo a través, precisamente, del juego
alternante de las diferencias, ornamento, reiteración y cotejo de criaturas
irreductibles entre sí y sin cesar reducidas unas a otras, amorosa composición,
efecto de una ley celeste y mundana al mismo tiempo (vínculo y nexo constante
de paz, amor, virtud, gobierno, poder, orden, origen, vida, luz, esplendor,
figura y manifestación), identidad que en lo múltiple brillaba con la luminosa
presencia de la forma por encima de la materia, convocada por el armonioso
conjunto de sus partes... Allí, de este modo, se entrelazaban todas las flores,
hojas, macollas, zarcillos y corimbos de todas las hierbas que adornan los
jardines de la tierra y del cielo, viola, cítiso, serpol, lirio, alheña,
narciso, colocasia, acanto, malobatro, mirra y opobálsamos.
Pero cuando ya mi alma, arrobada por aquel concierto de bellezas terrestres y de majestuosos signos de lo sobrenatural, estaba por estallar en un cántico de júbilo, el ojo, siguiendo el ritmo armonioso de los floridos rosetones situados a los pies de los ancianos, reparó en las figuras que, entrelazadas, formaban una unidad con la pilastra central donde se apoyaba el tímpano.
¿Qué representaban y qué mensaje simbólico comunicaban aquellas tres parejas de leones entrelazados en forma de cruz dispuesta transversal-mente, rampantes y arqueados, las zarpas posteriores afirmadas en el suelo y las anteriores apoyadas en el lomo del compañero, las melenas enmarañadas, los mechones que se retorcían como sierpes, las bocas abiertas, amenazadoras, rugientes, unidos al cuerpo mismo de la pilastra por una masa, o entrelazamiento denso, de zarcillos?
Para calmar mi ánimo, como, quizá también, para domesticar la naturaleza diabólica de aquellos leones y para transformarla en simbólica alusión a las cosas superiores, había, en los lados de la pilastra, dos figuras humanas, de una altura antinatural, correspondiente a la de la columna, que formaban pareja con otras dos, situadas simétricamente frente a cada una de ellas, en los pies rectos historiados por sus caras externas, donde estaban las jambas de las dos puertas de roble: cuatro figuras, por tanto, de ancianos venerables, cuya parafernalia me permitió reconocer que se trataba de Pedro y Pablo, de Jeremías e Isaías, también ellos vueltos como en un paso de danza, alzadas las largas manos huesudas con los dedos desplegados como alas, y como alas las barbas y cabelleras arrastradas por un viento profético, agitados los pliegues de sus larguísimas túnicas por unas piernas larguísimas que infundían vida a ondas y volutas, opuestos a los leones pero de la misma pétrea materia. Y al retirar la vista, fascinada por aquella enigmática polifonía de miembros sagrados y abortos infernales, percibí, en los lados de la portada, y bajo los arcos que se escalonaban en profundidad, historiadas a veces sobre los contrafuertes, en el espacio situado entre las delgadas columnas que los sostenían y adornaban, y también sobre la densa vegetación de los capiteles de cada columna, ramificándose desde allí hacia la cúpula selvática de innumerables arcos, otras visiones horribles de contemplar, y sólo justificadas en aquel sitio por su fuerza parabólica y alegórica, o por la enseñanza moral que contenían: vi una hembra lujuriosa, desnuda y descarnada, roída por sapos inmundos, chupada por serpientes, que copulaba con un sátiro de vientre hinchado y piernas de grifo cubiertas de pelos erizados y una garganta obscena que vociferaba su propia condenación, y vi un avaro, rígido con la rigidez de la muerte, tendido en un lecho suntuosamente ornado de columnas, ya presa impotente de una cohorte de demonios, uno de los cuales le arrancaba de la boca agonizante el alma en forma de niñito (que, ¡ay!, ya nunca nacería a la vida eterna), y vi a un orgulloso con un demonio trepado sobre sus hombros y hundiéndole las garras en los ojos, mientras dos golosos se desgarraban mutuamente en un repugnante cuerpo a cuerpo, y vi también otras criaturas, con cabeza de macho cabrío, melenas de león, fauces de pantera, presas en una selva de llamas cuyo ardiente soplo casi me quemaba. Y alrededor de esas figuras, mezclados con ellas, por encima de ellas y a sus pies, otros rostros y otros miembros, un hombre y una mujer que se cogían de los cabellos, dos serpientes que chupaban los ojos de un condenado, un hombre que sonreía con malignidad mientras sus manos arqueadas mantenían abiertas las fauces de una hidra, y todos los animales del bestiario de Satanás, reunidos en consistorio y rodeando, guardando, coronando el trono que se alzaba ante ellos, glorificándolo con su derrota: faunos, seres de doble sexo, animales con manos de seis dedos, sirenas, hipocentauros, gorgonas, arpías, íncubos, dracontópodos, minotauros, linces, leopardos, quimeras, cinóperos con morro de perro, que arrojaban llamas por la nariz, dentotiranos, policaudados, serpientes peludas, salamandras, cerastas, quelonios, culebras, bicéfalos con el lomo dentado, hienas, nutrias, cornejas, cocodrilos, hidropos con los cuernos recortados como sierras, ranas, grifos, monos, cinocéfalos, leucrocotas, mantícoras, buitres, parandrios, comadrejas, dragones, upupas, lechuzas, basiliscos, hipnales, présteros, espectáficos, escorpiones, saurios, cetáceos, esquítalas, anfisbenas, jáculos, dípsados, lagartos, rémoras, pólipos, morenas y tortugas.
Portal, selva oscura, páramo de la exclusión sin
esperanzas, donde todos los habitantes del infierno parecían haberse dado cita
para anunciar la aparición, en medio del tímpano, del Sentado, cuyo rostro
expresaba al mismo tiempo promesa y amenaza, ellos, los derrotados del
Harmagedón, frente al que vendrá a separar para siempre a los vivos de los
muertos. Desfalleciendo (casi) por aquella visión, sin saber ya si me hallaba
en un sitio tranquilo o en el valle del juicio final, fui presa del terror y
apenas pude contener el llanto, y creí oír (¿o acaso oí?) la voz, y vi las
visiones que habían acompañado mi niñez de novicio, mis primeras lecturas de
los libros sagrados y las noches de meditación en el coro de Melk, y en el
delirio de mis sentidos debilísimos y debilitados oí una voz poderosa como de
trompeta que decía «lo que vieres, escríbelo en un libro» (y es lo que ahora
estoy haciendo), y vi siete lámparas de oro, y en medio de las lámparas Uno
semejante a hijo de hombre, con el pecho ceñido por una faja de oro, cándida la
cabeza y la cabellera como de cándida lana, los ojos como llamas ardientes, los
pies como bronce fundido en la fragua, la voz como estruendo de aguas
tumultuosas, y con siete estrellas en la mano derecha y una espada de doble
filo que le salía de la boca. Y vi una puerta abierta en el cielo y El que en
ella estaba sentado me pareció como de jaspe y sardónica, y un arco iris
rodeaba el trono y del trono surgían relámpagos y truenos. Y el Sentado cogió
una hoz afilada y gritó: «Arroja la hoz y siega, ha llegado la hora de la
siega, porque está seca la mies de la tierra.» Y El que estaba sentado arrojó
su hoz sobre la tierra y la tierra quedó segada.
Entonces
comprendí que la visión hablaba precisamente de lo que estaba sucediendo en la
abadía y de lo que nos habíamos enterado por las palabras reticentes del
Abad... Y cuántas veces en los días que siguieron volví a contemplar la
portada, seguro de estar viviendo los hechos que allí precisamente se narraban.
Y comprendí que habíamos subido hasta allí para ser testigos de una inmensa y
celestial carnicería.
Temblé,
como bañado por la gélida lluvia invernal. Y oí otra voz, pero en esta ocasión
procedía de un punto a mis espaldas y no era como la otra voz, porque no partía
del centro deslumbrante de mi visión, sino de la tierra, e, incluso, rompía la
visión, porque también Guillermo (entonces volví a advertir su presencia),
hasta ese momento perdido también él en la contemplación, se volvió como yo.
El ser
situado a nuestras espaldas parecía un monje, aunque la túnica sucia y
desgarrada le daba más bien el aspecto de un vagabundo, y su rostro no se
distinguía de los que acababa de ver en los capiteles. A diferencia de muchos
de mis hermanos, nunca he recibido la visita del diablo, pero creo que si
alguna vez éste se me apareciese, incapaz por decreto divino de ocultar
completamente su naturaleza, aunque quisiera presentarse con rasgos humanos, no
me mostraría otras facciones que las que vi aquella vez en nuestro
interlocutor. La cabeza rapada, pero no por penitencia sino por efecto remoto
de algún eczema viscoso, la frente tan exigua que, de haber tenido algún
cabello en la cabeza, éste no se hubiese distinguido del pelo de las cejas
(densas y enmarañadas), los ojos redondos, de pupilas pequeñas y muy inquietas,
y la mirada no sé si inocente o maligna, o quizá alternando por momentos entre
inocencia y malignidad. La nariz sólo podía calificarse de tal porque entre los
ojos sobresalía un hueso, que tan pronto emergía del rostro como volvía a
hundirse en él, transformándose en dos únicas cavernas oscuras, enormes
ventanas llenas de pelos. La boca unida a aquellas aberturas por una cicatriz,
era grande y grosera, más ancha por la derecha que por la izquierda, y, entre
el labio superior, inexistente, y el inferior, prominente y carnoso, emergían,
con ritmo irregular, unos dientes negros y aguzados, como de perro.
El hombre
sonrió (o al menos eso creí) y, levantando el dedo como en una admonición,
dijo:
—Penitenciágite!
¡Vide cuando draco venturus est a rodegarla el alma tuya! ¡La mortz est super
nos! ¡Ruega que vinga lo papa santo a liberar nos a malo de tutte las peccata!
¡Ah, ah, vos pladse ista nigromancia de Domini Nostri Iesu Christi! Et mesmo
jois m’es dols y placer m’es dolors... ¡Cave il diablo! Semper m’aguaita en
algún canto para adentarme las tobillas. ¡Pero Salvatore non est insipiens!
Bonum monasterium, et qui si magna et si ruega dominum nostum. Et il resto
valet un figo secco. Et amen. ¿No?
En el
curso de mi narración tendré que referirme, y mucho, a esta criatura, y
transcribir sus palabras. Confieso la gran dificultad que encuentro para
hacerlo, porque ni puedo explicar ahora ni fui capaz de comprender entonces el
tipo de lengua que utilizaba. No era latín, lengua que empleaban para
comunicarse los hombres cultos de la abadía, pero tampoco era la lengua vulgar
de aquellas tierras, ni ninguna otra que jamás escucharan mis oídos. El
fragmento anterior, donde recojo (tal como las recuerdo) las primeras palabras
que le oí decir, dan, creo, una pálida idea de su modo de hablar. Cuando más
tarde me enteré de su azarosa vida y de los diferentes sitios en que había
vivido, sin echar raíces en ninguno, comprendí que Salvatore hablaba todas las
lenguas, y ninguna. O sea que se había inventado una lengua propia utilizando
jirones de las lenguas con las que había estado en contacto... Y en cierta
ocasión pensé que la suya no era la lengua adámica que había hablado la
humanidad feliz, unida por una sola lengua, desde los orígenes del mundo hasta
la Torre de Babel, ni tampoco la lengua babélica del primer día, cuando acababa
de producirse la funesta división, sino precisamente la lengua de la confusión
primitiva. Por lo demás, tampoco puedo decir que el habla de Salvatore fuese
una lengua, porque toda lengua humana tiene reglas y cada término significa ad
placitum una cosa, según una ley que no varía, porque el hombre no puede llamar
al perro una vez perro y otra gato, ni pronunciar sonidos a los que el acuerdo
de las gentes no haya atribuido un sentido definido, como sucedería si alguien
pronunciase la palabra «blitiri». Sin embargo, bien que mal, tanto yo como los
otros comprendíamos lo que Salvatore quería decir. Signo de que no hablaba una
lengua sino todas, y ninguna correctamente, escogiendo las palabras unas veces
aquí y otras allí.
Advertí
también, después, que podía nombrar una cosa a veces en latín y a veces en
provenzal, y comprendí que no inventaba sus oraciones sino que utilizaba los
disiecta membra de otras oraciones que
algún día había oído, según las situaciones y las cosas que quería expresar,
como si sólo pudiese hablar de determinada comida valiéndose de las palabras
que habían usado las personas con las que había comido eso, o expresar su
alegría sólo con frases que había escuchado decir a personas alegres, estando
él mismo en un momento de alegría. Era como si su habla correspondiese a su
cara, compuesta con fragmentos de caras ajenas, o ciertos relicarios muy
preciosos que observé en algunos sitios (si licet magnis componere parva, o las cosas diabólicas con las divinas),
fabricados con los restos de otros objetos sagrados. Cuando lo vi por vez
primera, Salvatore no me pareció diferente, tanto por su rostro como por su
modo de hablar, de los seres mestizos, llenos de pelos y uñas, que acababa de
contemplar en la portada. Más tarde comprendí que el hombre no carecía quizá de
buen corazón ni de ingenio. Y más tarde aun... Pero, vayamos por orden. Entre
otras cosas, porque, cuando terminó de hablar, mi maestro se apresuró a
interrogarlo con gran curiosidad.
- ¿Por
qué has dicho penitenciágite? –preguntó.
- Domine
frate magnificentisimo –respondió Salvatore haciendo una especie de
reverencia–. Jesús venturus est et los homines debent facere penitentia. ¿No?
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