viernes, marzo 20, 2020

El nombre de la rosa    
                                                                             
                                                                      Umberto Eco

fragmento

EI 16 de agosto de 1968 fue a parar a 
mis manos un libro escrito por un tal 
abate Vallet, El manuscrito de Don 
Adson de Melk, traducido al francés...


El libro, que incluía una serie de indicaciones históricas en realidad bastante  pobres, afirmaba ser copia fiel de un manuscrito del siglo XIV, encontrado a su vez en el monasterio de Melk por aquel gran estudioso del XVII al que tanto deben los historiadores de la orden benedictina. La erudita trouvaille (para mí, tercera, pues, en el tiempo) me deparó muchos momentos de placer mientras me encontraba en Praga esperando a una persona querida. Seis días después las tropas soviéticas invadían la infortunada ciudad. 

Azarosamente logré cruzar la frontera austriaca en Linz; de allí me dirigí a Viena donde me reuní con la persona esperada, y juntos remontamos el curso del Danubio. En un clima mental de gran excitación leí, fascinado, la terrible historia de Adso de Melk, y tanto me atrapó que casi de un tirón la traduje en varios cuadernos de gran formato procedentes de la Papeterie Joseph Gibert, aquellos en los que tan agradable es escribir con una pluma blanda. Mientras tanto llegamos a las cercanías de Melk, donde, a pico sobre un recodo del río, aún se yergue el bellisimo Stijt, varias veces restaurado a lo largo de los siglos. Como el lector habrá imaginado, en la biblioteca del monasterio no encontré huella alguna del manuscrito de Adso. 

Antes de llegar a Salzburgo, una trágica noche en un pequeño hostal a orillas del Mondsec, la relación con la persona que me acompañaba se interrumpió bruscamente y esta desapareció llevándose consigo el libro 
del abate Vallet, no por maldad sino debido al modo desordenado y abrupto en que se había cortado nuestro vínculo.

Así quedé con una serie de cuadernillos manuscritos de mi puño y un gran vacío en el corazón. Unos meses más tarde, en Paris, decidí investigar a fondo.

Entre las pocas referencias que había extraído del libro francés estaba la relativa a la fuente, por azar muy minuciosa y precisa: Vetera analecta 

Encontré en seguida los Vetera Anales en la biblioteca Sainte Geneviève, pero con gran sorpresa comprobé que la edición localizada difería por dos detalles ante todo por el editor, y, además, por la fecha, posterior en dos años.

Es inútil decir que esos anales no contenían ningún manuscrito de Adso o Adson de Melk; por el contrario, como cualquiera puede verificar, se trata de una colección de textos de mediana y breve extensión, mientras que la historia transcrita por Vallet llenaba varios cientos de Umberto Eco El Nombre de la Rosa 8 páginas. En aquel momento consulté a varios medievalistas ilustres, como el querido e inolvidable Etienne Gilson, pero fue evidente que los únicos Vetera Analecta eran los que había visto en Sainte Geneviève. 

Una visita a la Abadía de la Source, que surge en los alrededores de Passy, y una conversación con el amigo Dom Arne Lahnestedt me convencieron, además, de que ningún abate Vallet había publicado libros en las prensas (por lo demás inexistentes) de la abadía. 

Ya se sabe que los eruditos franceses no suelen esmerarse demasiado 
cuando se trata de proporcionar referencias bibliográficas mínimamente fiables, pero el caso superaba cualquier pesimismo justificado. 

Empecé a pensar que me había topado con un texto apócrifo. Ahora ya no podía ni siquiera recuperar el libro de Vallet (o, al menos, no me atrevía a pedírselo a la persona que se lo había llevado). Sólo me quedaban mis notas, de las que ya comenzaba a dudar. 

Hay momentos mágicos, de gran fatiga física e intensa excitación motriz, en los que tenemos visiones de personas que hemos conocido en el pasado. Como supe más tarde al leer el bello librito del Abbé de Bucquoy, también podemos tener visiones de libros aún no escritos. 

Si nada nuevo hubiese sucedido, todavía seguiría preguntándome por el origen de la historia de Adso de Melk; pero en 1970, en Buenos Aires, curioseando en las mesas de una pequeña librería de viejo de Corrientes, cerca del más famoso Patio del Tango de esa gran arteria tropecé con la versión castellana de un librito de Milo Temesvar, del uso de los espejos en el juego del ajedrez, que ya había tenido ocasión de citar (de segunda mano) en mi Apocalípticos e integrados, al referirme a otra obra suya posterior, Los vendedores de Apocalipsis. 

Se trataba de la traducción del original, hoy perdido, en lengua georgiana, 
allí encontré con gran sorpresa, abundantes citas del manuscrito de Adso,
sin embargo, la fuente no era Vallet ni Mabillon, sino el padre Athanasíus Kircher (pero, ¿cuál de sus obras?). 

Más tarde, un erudito -que no considero oportuno nombrar- me aseguró (y era capaz de citar los indices de memoria) que el gran jesuita nunca habló de Adso de Melk. Sin embargo, las páginas de Temesvar estaban ante mis ojos, y los episodios a los que se referían eran absolutamente análogos a los del manuscrito traducido del libro de Vallet (en particular, la descripción del laberinto disipaba toda sombra de duda).

A pesar de lo que más tarde escribiría Beniamino Placido, el abate Vallet había existido y, sin duda, también Adso de Melk. Todas esas circunstancias me llevaron a pensar que las memorias de Adso parecían participar precisamente de la misma naturaleza de los hechos que narran: envueltas en muchos, y vagos, misterios, empezando por el autor y terminando por la localización de la abadía, sobre la que Adso evita cualquier referencia concreta, de modo que sólo puede conjeturarse que se encontraba en una zona imprecisa entre Pomposa y Conques, con una razonable probabilidad de que estuviese situada en algún punto de la cresta de los Apeninos, entre Piamonte, Liguria y Francia. 

En cuanto a la época en que se desarrollan los acontecimientos descritos, estamos a finales de noviembre de 1327; en cambio, no sabemos con certeza cuando escribe el autor. 

Si tenemos en cuenta que dice haber sido novicio en 1327 y que cuando redacta sus memorias, afirma que no tardará en morir, podemos conjeturar que el manuscrito fue compuesto hacia los últimos diez o veinte años del siglo XIV. 

Pensándolo bien, no eran muchas las razones que podían persuadirme de entregar a la imprenta mi versión italiana de una oscura versión neogótica francesa de una edición latina del siglo XVII de una obra escrita en latín por un monje alemán de finales del XIV. 

Ante todo, ¿qué estilo adoptar? Rechacé, por considerarla totalmente 
injustificada, la tentación de guiarme por los modelos italianos de la 
época: no sólo porque Adso escribe en latín, sino también porque, como se deduce del desarrollo mismo del texto, su cultura (o la cultura de la abadía, que ejerce sobre él una influencia tan evidente) pertenece a un periodo muy anterior; se trata a todas luces de una suma plurisecular de
conocimientos y de hábitos estilísticos vinculados con la tradición de la baja edad media latina. 

Adso piensa y escribe como un monje que ha permanecido impermeable a la revolución de la lengua vulgar, ligado a los libros de la biblioteca que 
describe, formado en el estudio de los textos patrísticos y escolásticos; 
y su historia (salvo por las referencias a acontecimientos del siglo XIV,
que, sin embargo, Adso registra con mil vacilaciones, y siempre de oídas) habría podido escribirse, por la lengua y por las citas eruditas que contiene, en el siglo XII o en el XIII. 

Por otra parte, es indudable que, al traducir el latín de Adso a su francés neogótico, Vallet se tomó algunas libertades, no siempre limitadas al  
aspecto estilístico. Por ejemplo: en cierto momento los personajes hablan sobre las virtudes de las hierbas,  apoyándose claramente en aquel libro de los secretos atribuido a Alberto Magno, que tantas refundiciones sufriera a lo largo de los siglos. 

Sin
 duda, Adso lo conoció, pero cuando lo cita percibimos, a veces, coincidencias demasiado literales con ciertas recetas de Paracelso, y también, claras interpolaciones de una edición de la obra de Alberto que con toda seguridad data de la época Tudor. 

Por otra parte, después averigüé‚ que cuando Vallet transcribió el manuscrito de Adso, circulaba en Paris una edición dieciochesca del 
Grand y del Petit Albert,  ya irremediablemente corrupta. 

Sin embargo, subsiste la posibilidad de que el texto utilizado por Adso, o por los monjes cuyas palabras registró, contuviese, mezcladas con las glosas, los escolios y los diferentes apéndices, ciertas anotaciones capaces de influir sobre la cultura de épocas posteriores.

Por último, me preguntaba si, para conservar el espíritu de la época, no 
seria conveniente dejar en latín aquellos pasajes que el propio abate Vallet no juzgó oportuno traducir.

La única justificación para proceder así podía ser el deseo, quizás errado de guardar fidelidad a mi fuente... He eliminado lo superfluo, pero algo he dejado.

Temo haber procedido como los malos novelistas que, cuando introducen
un personaje francés en determinada escena, le hacen decir “parbleu!” y “la femme, ah! la femme!”.

En conclusión: estoy lleno de dudas. No sé, en realidad, por qué me he decidido a tomar el toro por las astas y presentar el manuscrito de Adso de Melk como si fuese auténtico.
 Quizá se trate de un gesto de enamoramiento. O, si se prefiere, de una manera de liberarme de múltiples obsesiones.

 

Transcribo sin preocuparme por los problemas de la actualidad. En los años en que descubrí el texto del abate Vallet existía el convencimiento de que sólo debía escribirse comprometiéndose con el presente, o para cambiar el mundo. Ahora, a más de diez años de distancia, el hombre de letra (restituido a su altísima dignidad) puede consolarse considerando que también es posible escribir por el puro deleite de escribir. Así pues, me siento libre de contar, por el mero placer de fabular, la historia de Adso de Melk, y me reconforta y me consuela el verla tan inconmensurablemente lejana en el tiempo (ahora que la vigilia de la razón ha ahuyentado todos los monstruos que su sueño había engendrado), tan gloriosamente desvinculada de nuestra época, intemporalmente ajena a nuestras esperanzas y a nuestras certezas.

 

NOTA

E1 manuscrito de Adso está dividido en seis días, y cada uno de éstos en períodos correspondientes a las horas litúrgicas. Los subtítulos, en tercera persona, son probablemente añadidos de Vallet. Sin embargo, como pueden servir para orientar al lector, y como su uso era corriente en muchas obras de la época escritas en lengua vulgar, no me ha parecido conveniente eliminarlos.

Las referencias de Adso a las horas canónicas me han hecho dudar un poco; no sólo porque su reconocimiento depende de la localización y de la época del año, sino también porque lo más probable es que en el siglo XIV no se respetasen con absoluta precisión las indicaciones que San Benito había establecido en la regla.

Sin embargo, para que el lector pueda guiarse, y basándome tanto en lo que puede deducirse del texto como en la comparación de la regla ordinaria con el desarrollo de la vida monástica según la describe Edouard Schneider en Las horas benedictinas, creo que podemos atenernos a la siguiente estimación: 

Maitines

(que a veces Adso llama también Vigiliae, como se usaba antiguamente). Entre las 2.30 y las 3 de la noche.

Laudes

(que en la tradición más antigua se llamaban Matutini). Entre las 5 y las 6 de la mañana, concluyendo al rayar el alba.

Prima

Hacia las 7.30, poco antes de la aurora.

Tercia

Hacia las 9.

Sexta

Mediodía (en un monasterio en el que los monjes no trabajaban en el campo, ésta era, en invierno, también la hora de la comida).

Nona

Entre las 2 y las 3 de la tarde.

Vísperas

Hacia las 4.30, al ponerse el sol (la regla prescribe cenar antes de que

Prólogo

En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible. Pero videmus nunc per speculum et in aenigmate  y la verdad, antes de manifestarse a cara descubierta, se muestra en fragmentos (¡ay, cuán ilegibles!), mezclada con el error de este mundo, de modo que debemos deletrear sus fieles signáculos incluso allí donde nos parecen oscuros y casi forjados por una voluntad totalmente orientada hacia el mal.

Ya al final de mi vida de pecador, mientras, canoso y decrépito como el mundo, espero el momento de perderme en el abismo sin fondo de la divinidad desierta y silenciosa, participando así de la luz inefable de las inteligencias angélicas, en esta celda del querido monasterio de Melk, donde aún me retiene mi cuerpo pesado y enfermo, me dispongo a dejar constancia sobre este pergamino de los hechos asombrosos y terribles que me fue dado presenciar en mi juventud, repitiendo verbatim  cuanto vi y oí, y sin aventurar interpretación alguna, para dejar, en cierto modo, a los que vengan después (si es que antes no llega el Anticristo) signos de signos, sobre los que pueda ejercerse la plegaria del desciframiento.

El señor me concede la gracia de dar fiel testimonio de los acontecimientos que se produjeron en la abadía cuyo nombre incluso conviene ahora cubrir con un piadoso manto de silencio, hacia finales del año 1327, cuando el emperador Ludovico entró en Italia para restaurar la dignidad del sacro imperio romano, según los designios del Altísimo y para confusión del infame usurpador simoniaco y heresiarca que en Aviñón deshonró el santo nombre del apóstol (me refiero al alma pecadora de Jacques de Cahors, al que los impíos veneran como Juan XXII).

Para comprender mejor los acontecimientos en que me vi implicado, quizá convenga recordar lo que estaba sucediendo en aquellas décadas, tal como entonces lo comprendí, viviéndolo, y tal como ahora lo recuerdo, enriquecido con lo que más tarde he oído contar sobre ello, siempre y cuando mi memoria sea capaz de atar los cabos de tantos y tan confusos acontecimientos.

Ya en los primeros años de aquel siglo, el papa Clemente V había trasladado la sede apostólica a Aviñón, dejando Roma a merced de las ambiciones de los señores locales, y poco a poco la ciudad santísima de la cristiandad se había ido transformando en un circo, o en un lupanar. Desgarrada por las luchas entre los poderosos, presa de las bandas armadas, y expuesta a la violencia y al saqueo, de república sólo tenía el nombre. Clérigos inmunes al brazo secular mandaban grupos de facinerosos que, espada en mano, cometían todo tipo de rapiñas, y, además, prevaricaban y organizaban tráficos deshonestos. ¿Cómo evitar que el Caput Mundi volviese a ser, con toda justicia, la meta del pretendiente a la corona del sacro imperio romano, empeñado en restaurar la dignidad de aquel dominio temporal que antes había pertenecido a los césares?

Pues bien, en 1314 cinco príncipes alemanes habían elegido en Frankfurt a Ludovico de Baviera como supremo gobernante del imperio. Pero el mismo día, en la orilla opuesta del Main, el conde palatino del Rin y el arzobispo de Colonia habían elegido para la misma dignidad a Federico de Austria. Dos emperadores para una sola sede y un solo papa para dos: situación que, sin duda, engendraría grandes desórdenes...

Dos años más tarde era elegido en Aviñón el nuevo papa, Jacques de Cahors, de setenta y dos años, con el nombre de Juan XXII, y quiera el cielo que nunca otro pontífice adopte un nombre ahora tan aborrecido por los hombres de bien. Francés y devoto del rey de Francia (los hombres de esa tierra corrupta siempre tienden a favorecer los intereses de sus compatriotas, y son incapaces de reconocer que su patria espiritual es el mundo entero), había apoyado a Felipe el Hermoso contra los caballeros templarios, a los que éste había acusado (injustamente, creo) de delitos ignominiosos, para poder apoderarse de sus bienes, con la complicidad de aquel clérigo renegado. Mientras tanto se había introducido en esa compleja trama Roberto de Nápoles, quien, para mantener su dominio sobre la península itálica, había convencido al papa de que no reconociese a ninguno de los dos emperadores alemanes, conservando así el título de capitán general del estado de la iglesia.

En 1322 Ludovico el Bávaro derrotaba a su rival Federico. Si se había sentido amenazado por dos emperadores, Juan juzgó aún más peligroso a uno solo, de modo que decidió excomulgarlo; Ludovico, por su parte, declaró herético al papa. Es preciso decir que aquel mismo año, en Perusa, se había reunido el capítulo de los frailes franciscanos, y su general, Michele da Cesena, a instancias de los «espirituales» (sobre los que ya volveré a hablar), había proclamado como verdad de la fe la pobreza de Cristo, quien, si algo había poseído con sus apóstoles, sólo lo había tenido como usus facti.  Justa resolución, destinada a preservar la virtud y la pureza de la orden, pero que disgustó bastante al papa, porque quizá le pareció que encerraba un principio capaz de poner en peligro las pretensiones que, como jefe de la iglesia, tenía de negar al imperio el derecho a elegir los obispos, a cambio del derecho del santo solio a coronar al emperador. Movido por éstas o por otras razones, Juan condenó en 1323 las proposiciones de los franciscanos mediante la decretal Cum inter nonnullos.

Supongo que fue entonces cuando Ludovico pensó que los franciscanos, ya enemigos del papa, podían ser poderosos aliados suyos. Al afirmar la pobreza de Cristo, reforzaban, de alguna manera, las ideas de los teólogos imperiales, Marsilio de Padua y Juan de Gianduno. Por último, no muchos meses antes de los acontecimientos que estoy relatando, Ludovico, que había llegado a un acuerdo con el derrotado Federico, entraba en Italia, era coronado en Milán, se enfrentaba con los Visconti –que, sin embargo, lo habían acogido favorablemente–, ponía sitio a Pisa, nombraba vicario imperial a Castruccio, duque de Luca y Pistoia (y creo que cometió un error porque, salvo Uguccione della Faggiola, nunca conocí un hombre más cruel), y ya se disponía a marchar hacia Roma, llamado por Sciarra Colonna, señor del lugar.

Esta era la situación en el momento en que mi padre, que combatía junto a Ludovico, entre cuyos barones ocupaba un puesto de no poca importancia, consideró conveniente sacarme del monasterio benedictino de Melk –donde yo ya era novicio– para llevarme consigo y que pudiera conocer las maravillas de Italia y presenciar la coronación del emperador en Roma. Sin embargo, el sitio de Pisa lo retuvo en las tareas militares. Yo aproveché esta circunstancia para recorrer, en parte por ocio y en parte por el deseo de aprender, las ciudades de la Toscana, entregándome a una vida libre y desordenada que mis padres no consideraron propia de un adolescente consagrado a la vida contemplativa. De modo que, por sugerencia de Marsilio, que me había tomado cariño, decidieron que acompañase a fray Guillermo de Baskerville, sabio franciscano que estaba a punto de iniciar una misión en el desempeño de la cual tocaría muchas ciudades famosas y abadías antiquísimas. Así fue como me convertí al mismo tiempo en su amanuense y discípulo; y no tuve que arrepentirme, porque con él fui testigo de acontecimientos dignos de ser registrados, como ahora lo estoy haciendo, para memoria de los que vengan después.

Entonces no sabía qué buscaba fray Guillermo y, a decir verdad, aún ahora lo ignoro y supongo que ni siquiera él lo sabía, movido como estaba sólo por el deseo de la verdad, y por la sospecha –que siempre percibí en él– de que la verdad no era la que creía descubrir en el momento presente. Es probable que en aquellos años las preocupaciones del siglo lo distrajeran de sus estudios predilectos. A lo largo de todo el viaje nada supe de la misión que le habían encomendado; al menos, Guillermo no me habló de ella. Fueron más bien ciertos retazos de las conversaciones que mantuvo con los abades de los monasterios en que nos íbamos deteniendo los que me permitieron conjeturar la índole de su tarea. Sin embargo, como diré más adelante, sólo comprendí de qué se trataba exactamente cuando llegamos a la meta de nuestro viaje. 

Nos habíamos dirigido hacia el norte, pero no seguíamos una línea recta sino que nos íbamos deteniendo en diferentes abadías. Así fue como doblamos hacia occidente cuando, en realidad, nuestra meta estaba hacia oriente, siguiendo casi la línea de montañas que une Pisa con los caminos de Santiago, hasta detenernos en una comarca que los terribles acontecimientos que luego se produjeron en ella me sugieren la conveniencia de no localizar con mayor precisión, pero cuyos señores eran fieles al imperio y en la que todos los abades de nuestra orden coincidían en oponerse al papa herético y corrupto. El viaje, no exento de vicisitudes, duró dos semanas, en el transcurso de las cuales pude conocer (aunque cada vez me convenzo más de que no lo bastante) a mi nuevo maestro.

En las páginas que siguen no me permitiré trazar descripciones de personas –salvo cuando la expresión de un rostro, o un gesto, aparezcan como signos de un lenguaje mudo pero elocuente–, porque, como dice Boecio, nada hay más fugaz que la forma exterior, que se marchita y se altera como las flores del campo cuando llega el otoño. Por tanto, ¿qué sentido tendría hoy decir que el abad Abbone tuvo una mirada severa y mejillas pálidas, cuando él y quienes lo rodeaban son ya polvo y del polvo ya sus cuerpos tienen el tinte gris y mortuorio (sólo sus almas, Dios lo quiera, resplandecen con una luz que jamás se extinguirá)? Sin embargo, de Guillermo hablaré, una única vez, porque me impresionaron incluso sus singulares facciones, y porque es propio de los jóvenes sentirse atraídos por un hombre más anciano y más sabio, no sólo debido a su elocuencia y a la agudeza de su mente, sino también por la forma superficial de su cuerpo, al que, como sucede con la figura de un padre, miran con entrañable afecto, observando los gestos, y las muecas de disgusto, y espiando las sonrisas, sin que la menor sombra de lujuria contamine este tipo (quizás el único verdaderamente puro) de amor corporal.

Los hombres de antes eran grandes y hermosos (ahora son niños y enanos), pero ésta es sólo una de las muchas pruebas del estado lamentable en que se encuentra este mundo caduco. La juventud ya no quiere aprender nada, la ciencia está en decadencia, el mundo marcha patas arriba, los ciegos guían a otros ciegos y los despeñan en los abismos, los pájaros se arrojan antes de haber echado a volar, el asno toca la lira, los bueyes bailan, María ya no ama la vida contemplativa y Marta ya no ama la vida activa, Lea es estéril, Raquel está llena de lascivia, Catón frecuenta los lupanares, Lucrecio se convierte en mujer. Todo está descarriado. Demos gracias a Dios de que en aquella época mi maestro supiera infundirme el deseo de aprender y el sentido de la recta vía, que no se pierde por tortuoso que sea el sendero.

Así, pues, la apariencia física de fray Guillermo era capaz de atraer la atención del observador menos curioso. Su altura era superior a la de un hombre normal y, como era muy enjuto, parecía aún más alto. Su mirada era aguda y penetrante; la nariz afilada y un poco aguileña infundía a su rostro una expresión vigilante, salvo en los momentos de letargo a los que luego me referiré. También la barbilla delataba una firme voluntad, aunque la cara alargada y cubierta de pecas –como a menudo observé en la gente nacida entre Hibernia y Northumbria– parecía expresar a veces incertidumbre y perplejidad. Con el tiempo me di cuenta de que no era incertidumbre sino pura curiosidad, pero al principio lo ignoraba casi todo acerca de esta virtud, a la que consideraba, más bien, una pasión del alma concupiscente y, por tanto, un alimento inadecuado para el alma racional, cuyo único sustento debía ser la verdad, que (pensaba yo) se reconoce en forma inmediata.

Lo primero que habían advertido con asombro mis ojos de muchacho eran unos mechones de pelo amarillento que le salían de las orejas, y las cejas tupidas y rubias. Podía contar unas cincuenta primaveras y por tanto era ya muy viejo, pero movía su cuerpo infatigable con una agilidad que a mí muchas veces me faltaba. Cuando tenía un acceso de actividad, su energía parecía inagotable. Pero de vez en cuando, como si su espíritu vital tuviese algo del cangrejo, se retraía en estados de inercia, y lo vi a veces en su celda, tendido sobre el jergón, pronunciando con dificultad unos monosílabos, sin contraer un solo músculo del rostro. En aquellas ocasiones aparecía en sus ojos una expresión vacía y ausente, y, si la evidente sobriedad que regía sus costumbres no me hubiese obligado a desechar la idea, habría sospechado que se encontraba bajo el influjo de alguna sustancia vegetal capaz de provocar visiones. Sin embargo, debo decir que durante el viaje se había detenido a veces al borde de un prado, en los límites de un bosque, para recoger alguna hierba (creo que siempre la misma), que se ponía a masticar con la mirada perdida. Guardaba un poco de ella, y la comía en los momentos de mayor tensión (¡que no nos faltaron mientras estuvimos en la abadía!). Una vez le pregunté qué era, y respondió sonriendo que un buen cristiano puede aprender a veces incluso de los infieles. Cuando le pedí que me dejara probar, me respondió que, como en el caso de los discursos, también en el de los simples hay paidikoi, ephebikoi, gynaikeioi  y demás, de modo que las hierbas que son buenas para un viejo franciscano no lo son para un joven benedictino.

Durante el tiempo que estuvimos juntos no pudimos llevar una vida muy regular: incluso en la abadía, pasábamos noches sin dormir y caíamos agotados durante el día, y no participábamos regularmente en los oficios sagrados. Sin embargo, durante el viaje, no solía permanecer despierto después de completas, y sus hábitos eran sobrios. A veces, como sucedió en la abadía, pasaba todo el día moviéndose por el huerto, examinando las plantas como si fuesen crisopacios o esmeraldas, y también lo vi recorrer la cripta del tesoro y observar un cofre cuajado de esmeraldas y crisopacios como si fuese una mata de estramonio. En otras ocasiones se pasaba el día entero en la gran sala de la biblioteca hojeando manuscritos, aparentemente sólo por placer (mientras a nuestro alrededor se multiplicaban los cadáveres de monjes horriblemente asesinados). Un día lo encontré paseando por el jardín sin ningún propósito aparente, como si no debiese dar cuenta a Dios de sus obras. En la orden me habían enseñado a hacer un uso muy distinto de mi tiempo, y se lo dije. Respondió que la belleza del cosmos no procede sólo de la unidad en la variedad, sino también de la variedad en la unidad. La respuesta me pareció inspirada en un empirismo grosero, pero luego supe que, cuando definen las cosas, los hombres de su tierra no parecen reservar un papel demasiado grande a la fuerza iluminadora de la razón.

Durante el período que pasamos en la abadía, siempre vi sus manos cubiertas por el polvo de los libros, por el oro de las miniaturas todavía frescas, por las sustancias amarillentas que había tocado en el hospital de Severino. Parecía que sólo podía pensar con las manos, cosa que entonces me parecía más propia de un mecánico (pues me habían enseñado que el mecánico es moechus,  y comete adulterio en detrimento de la vida intelectual con la que debiera estar unido en castísimas nupcias). Pero incluso cuando sus manos tocaban cosas fragilísimas, como ciertos códices cuyas miniaturas aún estaban frescas, o páginas corroídas por el tiempo y quebradizas como pan ácimo, poseía, me parece, una extraordinaria delicadeza de tacto, la misma que empleaba al manipular sus máquinas. Pues he de decir que este hombre singular llevaba en su saco de viaje unos instrumentos que hasta entonces yo nunca había visto y que él definía como sus máquinas maravillosas. 

Las máquinas, decía, son producto del arte, que imita a la naturaleza, capaces de reproducir, no ya las meras formas de esta última, sino su modo mismo de actuar. Así me explicó los prodigios del reloj, del astrolabio y del imán. Sin embargo, al comienzo temí que se tratase de brujerías, y fingí dormir en ciertas noches serenas mientras él (valiéndose de un extraño triángulo) se dedicaba a observar las estrellas. Los franciscanos que yo había conocido en Italia y en mi tierra eran hombres simples, a menudo iletrados, y la sabiduría de Guillermo me sorprendió. Pero él me explicó sonriendo que los franciscanos de sus islas eran de otro cuño: «Roger Bacon, a quien venero como maestro, nos ha enseñado que algún día el plan divino pasará por la ciencia de las máquinas, que es magia natural y santa. Y un día por la fuerza de la naturaleza se podrán fabricar instrumentos de navegación mediante los cuales los barcos navegarán,  y mucho más aprisa que los impulsados por velas o remos.  E instrumentos pequeñísimos capaces de levantar pesos inmensos, y vehículos para viajar al fondo del mar.»

Cuando le pregunté dónde existían esas máquinas, me dijo que ya se habían fabricado en la antigüedad, y que algunas también se habían podido construir en nuestro tiempo: «Salvo el instrumento para volar, que nunca he visto ni sé de nadie que lo haya visto, aunque conozco a un sabio que lo ha ideado. También pueden construirse puentes capaces de atravesar ríos sin apoyarse en columnas ni en ningún otro basamento, y otras máquinas increíbles. No debes inquietarte porque aún no existan, pues eso no significa que no existirán. Y yo te digo que Dios quiere que existan, y existen ya sin duda en su mente, aunque mi amigo de Occam niegue que las ideas existan de ese modo, y no porque podamos decidir acerca de la naturaleza divina, sino, precisamente, porque no podemos fijarle límite alguno.» Esta no fue la única proposición contradictoria que escuché de sus labios: sin embargo, todavía hoy, ya viejo y más sabio que entonces, no acabo de entender cómo podía tener tanta confianza en su amigo de Occam y jurar al mismo tiempo por las palabras de Bacon, como hizo en muchas ocasiones. Pero también es verdad que aquellos eran tiempos oscuros en los que un hombre sabio debía pensar cosas que se contradecían entre sí.

Pues bien, es probable que haya dicho cosas incoherentes sobre fray Guillermo, como para registrar desde el principio la incongruencia de las impresiones que entonces me produjo. Quizá tú, buen lector, puedas descubrir mejor quién fue y qué hizo, reflexionando sobre su comportamiento durante los días que pasamos en la abadía. Tampoco te he prometido una descripción satisfactoria de lo que allí sucedió, sino sólo un registro de hechos (eso sí) asombrosos y terribles.

Así, mientras con los días iba conociendo mejor a mi maestro, tras largas horas de viaje que empleamos en larguísimas conversaciones de cuyo contenido ya iré hablando cuando sea oportuno, llegamos a las faldas del monte en lo alto del cual se levantaba la abadía. Y ya es hora de que, como nosotros entonces, a ella se acerque mi relato, y ojalá mi mano no tiemble cuando me dispongo a narrar lo que sucedió después.

PRIMER DÍA

PRIMA

 Donde se llega al pie de la abadía y Guillermo da pruebas de gran agudeza.

Era una hermosa mañana de finales de noviembre. Durante la noche había nevado un poco, pero la fresca capa que cubría el suelo no superaba los tres dedos de espesor. A oscuras, en seguida después de laudes, habíamos oído misa en una aldea del valle. Luego, al despuntar el sol, nos habíamos puesto en camino hacia las montañas.

Mientras trepábamos por la abrupta vereda que serpenteaba alrededor del monte, vi la abadía. No me impresionó la muralla que la rodeaba, similar a otras que había visto en todo el mundo cristiano, sino la mole de lo que después supe que era el Edificio. Se trataba de una construcción octogonal que de lejos parecía un tetrágono (figura perfectísima que expresa la solidez e invulnerabilidad de la Ciudad de Dios), cuyos lados meridionales se erguían sobre la meseta de la abadía, mientras que los septentrionales parecían surgir de las mismas faldas de la montaña, arraigando en ellas y alzándose como un despeñadero. Quiero decir que en algunas partes, mirando desde abajo, la roca parecía prolongarse hacia el cielo, sin cambio de color ni de materia, y convertirse, a cierta altura, en burche y torreón (obra de gigantes habituados a tratar tanto con la tierra como con el cielo). Tres órdenes de ventanas expresaban el ritmo ternario de la elevación, de modo que lo que era físicamente cuadrado en la tierra era espiritualmente triangular en el cielo. 

Al acercarse más se advertía que, en cada ángulo, la forma cuadrangular engendraba un torreón heptagonal, cinco de cuyos lados asomaban hacia afuera; o sea que cuatro de los ocho lados del octágono mayor engendraban cuatro heptágonos menores, que hacia afuera se manifestaban como pentágonos. Evidente, y admirable, armonía de tantos números sagrados, cada uno revestido de un sutilísimo sentido espiritual. Ocho es el número de la perfección de todo tetrágono; cuatro, el número de los evangelios; cinco, el número de las partes del mundo; siete, el número de los dones del Espíritu Santo. Por la mole, y por la forma, el Edificio era similar a Castel Urbino o a Castel dal Monte, que luego vería en el sur de la península italiana, pero por su posición inaccesible era más tremendo que ellos, y capaz de infundir temor al viajero que se fuese acercando poco a poco. Por suerte era una diáfana mañana de invierno y no vi la construcción con el aspecto que presenta en los días de tormenta.

Sin embargo, no diré que me produjo sentimientos de júbilo. Me sentí amedrentado, presa de una vaga inquietud. Dios sabe que no eran fantasmas de mi ánimo inexperto, y que interpreté correctamente inequívocos presagios inscritos en la piedra el día en que los gigantes la modelaran, antes de que la ilusa voluntad de los monjes se atreviese a consagrarla a la custodia de la palabra divina.

Mientras nuestros mulos subían trabajosamente por los últimos repliegues de la montaña, allí donde el camino principal se ramificaba formando un trivio, con dos senderos laterales, mi maestro se detuvo un momento, y miró hacia un lado y hacia otro del camino, miró el camino y, por encima de éste, los pinos de hojas perennes que, en aquel corto tramo, formaban un techo natural, blanqueado por la nieve.

-Rica abadía -dijo-. Al Abad le gusta tener buen aspecto en las ocasiones públicas.

Acostumbrado a oírle decir las cosas más extrañas, nada le pregunté. También porque, poco después, escuchamos ruidos y, en un recodo, surgió un grupo agitado de monjes y servidores. Al vernos, uno de ellos vino a nuestro encuentro diciendo con gran cortesía:

-Bienvenido, señor. No os asombréis si imagino quién sois, porque nos han avisado de vuestra visita. Yo soy Remigio de Varagina, el cillerero  del monasterio. Si sois, como creo, fray Guillermo de Baskerville, habrá que avisar al Abad. ¡Tú –ordenó a uno del grupo-, sube a avisar que nuestro visitante está por entrar en el recinto!

-Os lo agradezco, señor cillerero -respondió cordialmente mi maestro-, y aprecio aún más vuestra cortesía porque para saludarme habéis interrumpido la persecución. Pero no temáis, el caballo ha pasado por aquí y ha tomado el sendero de la derecha. No podrá ir muy lejos, porque al llegar al estercolero tendrá que detenerse. Es demasiado inteligente para arrojarse por la pendiente...

—¿Cuándo lo habéis visto? –preguntó el cillerero.

—¿Verlo? No lo hemos visto, ¿verdad, Adso? –dijo Guillermo volviéndose hacia mí con expresión divertida–. Pero si buscáis a Brunello, el animal sólo puede estar donde yo os he dicho.

El cillerero vaciló. Miró a Guillermo, después al sendero, y, por último, preguntó:

—¿Brunello? ¿Cómo sabéis...?

—¡Vamos! –dijo Guillermo–. Es evidente que estáis buscando a Brunello, el caballo preferido del Abad, el mejor corcel de vuestra cuadra, pelo negro, cinco pies de alzada, cola elegante, cascos pequeños y redondos pero de galope bastante regular, cabeza pequeña, orejas finas, ojos grandes. Se ha ido por la derecha, os digo, y, en cualquier caso, apresuraos.

El cillerero, tras un momento de vacilación, hizo un signo a los suyos y se lanzó por el sendero de la derecha, mientras nuestros mulos reiniciaban la ascensión. Cuando, mordido por la curiosidad, estaba por interrogar a Guillermo, él me indicó que esperara. En efecto: pocos minutos más tarde escuchamos gritos de júbilo, y en el recodo del sendero reaparecieron monjes y servidores, trayendo al caballo por el freno. Pasaron junto a nosotros, sin dejar de mirarnos un poco estupefactos, y se dirigieron con paso acelerado hacia la abadía. Creo, incluso, que Guillermo retuvo un poco la marcha de su montura para que pudieran contar lo que había sucedido. Yo ya había descubierto que mi maestro, hombre de elevada virtud en todo y para todo, se concedía el vicio de la vanidad cuando se trataba de demostrar su agudeza y, habiendo tenido ocasión de apreciar sus sutiles dotes de diplomático, comprendí que deseaba llegar a la meta precedido por una sólida fama de sabio.

—Y ahora decidme –pregunté sin poderme contener–. ¿Cómo habéis podido saber?

—Mi querido Adso –dijo el maestro–, durante todo el viaje he estado enseñándote a reconocer las huellas por las que el mundo nos habla como por medio de un gran libro. Alain de l’Ille decía que  pensando en la inagotable reserva de símbolos por los que Dios, a través de sus criaturas, nos habla de la vida eterna. Pero el universo es aún más locuaz de lo que creía Alain, y no sólo habla de las cosas últimas (en cuyo caso siempre lo hace de un modo oscuro), sino también de las cercanas, y en esto es clarísimo. Me da casi vergüenza tener que repetirte lo que deberías saber. En la encrucijada, sobre la nieve aún fresca, estaban marcadas con mucha claridad las improntas de los cascos de un caballo, que apuntaban hacia el sendero situado a nuestra izquierda. Esos signos, separados por distancias bastante grandes y regulares, decían que los cascos eran pequeños y redondos, y el galope muy regular. De ahí deduje que se trataba de un caballo, y que su carrera no era desordenada como la de un animal desbocado. Allí donde los pinos formaban una especie de cobertizo natural, algunas ramas acababan de ser rotas, justo a cinco pies del suelo. Una de las matas de zarzamora, situada donde el animal debe de haber girado, meneando altivamente la hermosa cola, para tomar el sendero de su derecha, aún conservaba entre las espinas algunas crines largas y muy negras... Por último, no me dirás que no sabes que esa senda lleva al estercolero, porque al subir por la curva inferior hemos visto el chorro de detritos que caía a pico justo debajo del torreón oriental, ensuciando la nieve, y dada la disposición de la encrucijada, la senda sólo podía ir en aquella dirección.

—Sí –dije–, pero la cabeza pequeña, las orejas finas, los ojos grandes...

—No sé si los tiene, pero, sin duda, los monjes están persuadidos de que sí. Decía Isidoro de Sevilla que la belleza de un caballo,  si el caballo cuyo paso he adivinado no hubiese sido realmente el mejor de la cuadra, no podrías explicar por qué no sólo han corrido los mozos tras él, sino también el propio cillerero. Y un monje que considera excelente a un caballo sólo puede verlo, al margen de las formas naturales, tal como se lo han descrito las auctoritates, sobre todo si –y aquí me dirigió una sonrisa maliciosa–, se trata de un docto benedictino...

—Bueno –dije–, pero, ¿por qué Brunello?

—¡Que el Espíritu Santo ponga un poco más de sal en tu cabezota, hijo mío! –exclamó el maestro–. ¿Qué otro nombre le habrías puesto si hasta el gran Buridán, que está a punto de ser rector en París, no encontró nombre más natural para referirse a un caballo hermoso?

Así era mi maestro. No sólo sabía leer en el gran libro de la naturaleza, sino también en el modo en que los monjes leían los libros de la escritura, y pensaban a través de ellos. Dotes éstas que, como veremos, habrían de serle bastante útiles en los días que siguieron. Además, su explicación me pareció al final tan obvia que la humillación por no haberla descubierto yo mismo quedó borrada por el orgullo de compartirla ahora con él, hasta el punto de que casi me felicité por mi agudeza. Tal es la fuerza de la verdad, que, como la bondad, se difunde por sí misma. Alabado sea el santo nombre de nuestro señor Jesucristo por esa hermosa revelación que entonces tuve.

Pero no pierdas el hilo, oh relato, pues este monje ya viejo se detiene demasiado en los marginalia. Di, más bien, que llegamos al gran portalón de la abadía, y en el umbral estaba el Abad, acompañado de dos novicios que sostenían un bacín de oro lleno de agua. Una vez que hubimos descendido de nuestras monturas, lavó las manos de Guillermo, y después lo abrazó besándolo en la boca y dándole su santa bienvenida, mientras el cillerero se ocupaba de mí.

—Gracias, Abbone –dijo Guillermo–, es para mí una alegría, excelencia, pisar vuestro monasterio, cuya fama ha traspasado estas montañas. Yo vengo como peregrino en el nombre de Nuestro Señor, y como tal me habéis rendido honores. Pero vengo también en nombre de nuestro señor en esta tierra, como os dirá la carta que os entrego, y también en su nombre os agradezco vuestra acogida.

El Abad cogió la carta con los sellos imperiales y dijo que, de todas maneras, la llegada de Guillermo había sido precedida por otras misivas de los hermanos de su orden (mira, me dije para mis adentros no sin cierto orgullo, es difícil pillar por sorpresa a un abad benedictino), después rogó al cillerero que nos condujera a nuestros alojamientos, mientras los mozos se hacían cargo de las monturas. El Abad prometió visitarnos más tarde, cuando hubiésemos comido algo, y entramos en el gran recinto donde estaban los edificios de la abadía, repartidos por la meseta, especie de suave depresión –o llano elevado– que truncaba la cima de la montaña.

A la disposición de la abadía tendré ocasión de referirme más de una vez, y con más lujo de detalles. Después del portalón (que era el único paso en toda la muralla) se abría una avenida arbolada que llevaba a la iglesia abacial. A la izquierda de la avenida se extendía una amplia zona de huertos y, como supe más tarde, el jardín botánico, en torno a los dos edificios –los baños, y el hospital y herboristería– dispuestos según la curva de la muralla. En el fondo, a la izquierda de la iglesia, se erguía el Edificio, separado de la iglesia por una explanada cubierta de tumbas. El portalón norte de la iglesia daba hacia el torreón sur del Edificio, que ofrecía frontalmente a los ojos del visitante el torreón occidental, que continuaba después por la izquierda hasta tocar la muralla, para proyectarse luego con sus torres en el abismo, sobre el que se alzaba el torreón septentrional, visible sólo de sesgo. A la derecha de la iglesia se extendían algunas construcciones a las que ésta servía de reparo; estaban dispuestas alrededor del claustro, y, sin duda, se trataba del dormitorio, la casa del Abad y la casa de los peregrinos, hacia la que nos habíamos dirigido, y a la que llegamos después de atravesar un bonito jardín. Por la derecha, al otro lado de una vasta explanada, a lo largo de la parte meridional de la muralla y continuando hacia oriente por detrás de la iglesia, había una serie de viviendas para la servidumbre, establos, molinos, trapiches, graneros, bodegas y lo que me pareció que era la casa de los novicios. 

La regularidad del terreno, apenas ondulado, había permitido que los antiguos constructores de aquel recinto sagrado respetaran los preceptos de la orientación con una exactitud que hubiera sorprendido a un Honorio Augustoduniense o a un Guillermo Durando. Por la posición del sol en aquel momento, comprendí que la portada daba justo a occidente, de forma que el coro y el altar estuviesen dirigidos hacia oriente y, por la mañana temprano, el sol despuntaba despertando directamente a los monjes en el dormitorio y a los animales en los establos. Nunca vi abadía más bella y con una orientación tan perfecta, aunque más tarde he tenido ocasión de conocer San Gall, Cluny, Fontenay y otras, quizá más grandes pero no tan armoniosas. Sin embargo, ésta se distinguía de cualquier otra por la inmensa mole del Edificio. Aunque no era yo experto en el arte de la construcción, comprendí en seguida que era mucho más antiguo que los edificios situados a su alrededor. Quizás había sido erigido con otros fines y posteriormente se había agregado el conjunto abacial, cuidando, sin embargo, de que su orientación se adecuase a la de la iglesia, o viceversa. Porque la arquitectura es el arte que más se esfuerza por reproducir en su ritmo el orden del universo, que los antiguos llamaban kosmos, es decir, adorno, pues es como un gran animal en el que resplandece la perfección y proporción de todos sus miembros. Alabado sea Nuestro Creador, que, como dice Agustín, ha establecido el número, el peso y la medida de todas las cosas.

PRIMER DÍA

TERCIA

Donde Guillermo mantiene una instructiva conversación con el Abad.

El cillerero era un hombre grueso y de aspecto vulgar pero jovial, canoso pero todavía robusto, pequeño pero ágil. Nos condujo a nuestras celdas en la casa de los peregrinos. Mejor dicho, nos condujo a la celda asignada a mi maestro, y me prometió que para el día siguiente desocuparían otra para mí, pues, aunque novicio, también era yo huésped de la abadía, y, por tanto, debía tratárseme con todos los honores. Aquella noche podía dormir en un nicho largo y ancho, situado en la pared de la celda, donde había dispuesto que colocaran buena paja fresca. Así se hacía a veces, añadió, cuando algún señor deseaba que su criado velara mientras él dormía. 

Después los monjes nos trajeron vino, queso, aceitunas y buena uva, y se retiraron para que pudiéramos comer y beber. Lo hicimos con gran deleite. Mi maestro no tenía los hábitos austeros de los benedictinos, y no le gustaba comer en silencio. Por lo demás, siempre hablaba de cosas tan buenas y sabias que era como si un monje leyese la vida de los santos.

Aquel día no pude contenerme y volví a preguntarle sobre la historia del caballo.

—Sin embargo –dije–, cuando leísteis las huellas en la nieve y en las ramas aún no conocíais a Brunello. En cierto modo esas huellas nos hablaban de todos los caballos, o al menos de todos los caballos de aquella especie. ¿No deberíamos decir, entonces, que el libro de la naturaleza nos habla sólo por esencias, como enseñan muchos teólogos insignes?

—No exactamente, querido Adso –respondió el maestro–. Sin duda, aquel tipo de impronta me hablaba, si quieres, del caballo como verbum mentis,  y me hubiese hablado de él en cualquier sitio donde la encontrara. Pero la impronta en aquel lugar y en aquel momento del día me decía que al menos uno de todos los caballos posibles había pasado por allí. De modo que me encontraba a mitad de camino entre la aprehensión del concepto de caballo y el conocimiento de un caballo individual. Y, de todas maneras, lo que conocía del caballo universal procedía de la huella, que era singular. Podría decir que en aquel momento estaba preso entre la singularidad de la huella y mi ignorancia, que adoptaba la forma bastante diáfana de una idea universal. Si ves algo de lejos, sin comprender de qué se trata, te contentarás con definirlo como un cuerpo extenso. Cuando estés un poco más cerca, lo definirás como un animal, aunque todavía no sepas si se trata de un caballo o de un asno. Si te sigues acercando, podrás decir que es un caballo, aunque aún no sepas si se trata de Brunello o de Favello. Por último, sólo cuando estés a la distancia adecuada verás que es Brunello (o bien, ese caballo y no otro, cualquiera que sea el nombre que quieras darle). 

Este será el conocimiento pleno, la intuición de lo singular. Así, hace una hora, yo estaba dispuesto a pensar en todos los caballos, pero no por la vastedad de mi intelecto, sino por la estrechez de mi intuición. Y el hambre de mi intelecto sólo pudo saciarse cuando vi al caballo individual que los monjes llevaban por el freno. Sólo entonces supe realmente que mi razonamiento previo me había llevado cerca de la verdad. De modo que las ideas, que antes había utilizado para imaginar un caballo que aún no había visto, eran puros signos, como eran signos de la idea de caballo las huellas sobre la nieve: cuando no poseemos las cosas, usamos signos y signos de signos.

Ya otras veces le había escuchado hablar con mucho escepticismo de las ideas universales y con gran respeto de las cosas individuales, e incluso, más tarde, llegué a pensar que aquella inclinación podía deberse tanto al hecho de que era británico como al de que era franciscano. Pero aquel día no me sentía con fuerzas para afrontar disputas teológicas. De modo que me acurruqué en el espacio que me habían concedido, me envolví en una manta y caí en un sueño profundo.

Cualquiera que entrase hubiera podido confundirme con un bulto. Sin duda, así lo hizo el Abad cuando, hacia la hora tercia, vino a visitar a Guillermo. De esa forma pude escuchar sin ser observado su primera conversación. Y sin malicia, porque presentarme de golpe al visitante hubiese sido más descortés que ocultarme, como hice, con humildad.

Así pues, llegó Abbone. Pidió disculpas por la intrusión, renovó su bienvenida y dijo que debía hablar a Guillermo, en privado, de cosas bastante graves.

Empezó felicitándole por la habilidad con que se había conducido en la historia del caballo, y le preguntó cómo había podido hablar con tanta seguridad de un animal que no había visto jamás. Guillermo le explicó someramente y con cierta indiferencia el razonamiento que había seguido, y el Abad celebró mucho su agudeza. Dijo que no hubiera esperado menos en un hombre de cuya gran sagacidad ya había oído hablar. Le dijo que había recibido una carta del Abad de Farfa, donde éste no sólo mencionaba la misión que el emperador había confiado a Guillermo (de la que ya hablarían en los próximos días), sino también la circunstancia de que mi maestro había sido inquisidor en Inglaterra y en Italia, destacándose en varios procesos por su perspicacia, no reñida con una gran humanidad.

—Ha sido un gran placer –añadió el Abad– enterarme de que en muchos casos habéis considerado que el acusado era inocente. Creo, y nunca tanto como en estos días tristísimos, en la presencia constante del maligno en las cosas humanas –y miró alrededor, con un gesto casi imperceptible, como si el enemigo estuviese entre aquellas paredes–, pero también creo que muchas veces el maligno obra a través de causas segundas. Y sé que puede impulsar a sus víctimas a hacer el mal de manera tal que la culpa recaiga sobre un justo, gozándose de que el justo sea quemado en lugar de su súcubo. A menudo los inquisidores, para demostrar su esmero, arrancan a cualquier precio una confesión al acusado, porque piensan que sólo es buen inquisidor el que concluye el proceso encontrando un chivo expiatorio...

—También un inquisidor puede obrar instigado por el diablo – dijo Guillermo.

—Es posible –admitió el Abad con mucha cautela–, porque los designios del Altísimo son inescrutables, pero no seré yo quien arroje sombras de sospecha sobre tantos hombres beneméritos. Al contrario, hoy recurro a vos en vuestro carácter de tal. En esta abadía ha sucedido algo que requiere la atención y el consejo de un hombre agudo y prudente como vos. Agudo para descubrir y prudente para (llegado el caso) cubrir. En efecto, a menudo es indispensable probar la culpa de hombres a quienes cabría atribuir una gran santidad, pero conviene hacerlo de modo que pueda eliminarse la causa del mal sin que el culpable quede expuesto al desprecio de los demás. Si un pastor falla, hay que separarlo de los otros pastores, pero, ¡ay si las ovejas empezaran a desconfiar de los pastores!

—Comprendo –dijo Guillermo. Yo ya había tenido ocasión de observar que, cuando se expresaba con tanta solicitud y cortesía, muchas veces estaba ocultando, en forma honesta, su desacuerdo o su perplejidad.

—Por eso –prosiguió el Abad–, considero que los casos que involucran el fallo de un pastor pueden confiarse únicamente a hombres como vos, que no sólo saben distinguir entre el bien y el mal, sino también entre lo que es oportuno y lo que no lo es. Me agrada saber que sólo habéis condenado cuando... 

—...los acusados eran culpables de actos delictivos, de envenenamientos, de corrupción de niños inocentes y de otras abominaciones que mi boca no se atreve a nombrar...

—...que sólo habéis condenado cuando –prosiguió el Abad sin tomar en cuenta la interrupción– la presencia del demonio era tan evidente para todos que era imposible obrar de otro modo sin que la indulgencia resultase más escandalosa que el propio delito.

—Cuando declaré culpable a alguien –aclaró Guillermo– era porque éste había cometido realmente crímenes tan graves que podía entregarlo al brazo secular sin remordimientos.

El Abad tuvo un momento de duda:

—¿Por qué –preguntó– insistís en hablar de actos delictivos sin pronunciaros sobre su causa diabólica?

—Porque razonar sobre las causas y los efectos es algo bastante difícil, y creo que sólo Dios puede hacer juicios de ese tipo. A nosotros nos cuesta ya tanto establecer una relación entre un efecto tan evidente como un árbol quemado y el rayo que lo ha incendiado, que remontar unas cadenas a veces larguísimas de causas y efectos me parece tan insensato como tratar de construir una torre que llegue hasta el cielo.

—El doctor de Aquino –sugirió el Abad– no ha temido demostrar mediante la fuerza de su sola razón la existencia del Altísimo, remontándose de causa en causa hasta la causa primera, no causada.

—¿Quién soy yo –dijo Guillermo con humildad– para oponerme al doctor de Aquino? Además su prueba de la existencia de Dios cuenta con el apoyo de muchos otros testimonios que refuerzan la validez de sus vías. Dios habla en el interior de nuestra alma, como ya sabía Agustín, y vos, Abbone, habríais cantado alabanzas al Señor y a su presencia evidente aunque Tomás no hubiera... –se detuvo, y añadió–: Supongo.

—¡Oh, sin duda! –se apresuró a confirmar el Abad, y de este modo tan elegante cortó mi maestro una discusión escolástica que, evidentemente, no le agradaba demasiado.

—Volvamos a los procesos –prosiguió mi maestro–. Supongamos que un hombre ha muerto envenenado. Esto es un dato empírico. Dados ciertos signos inequívocos, puedo imaginar que el autor del envenenamiento ha sido otro hombre. Pero, ¿cómo puedo complicar la cadena imaginando que ese acto malvado tiene otra causa, ya no humana sino diabólica? No afirmo que sea imposible, pues también el diablo deja signos de su paso, como vuestro caballo Brunello. Pero, ¿por qué debo buscar esas pruebas? ¿Acaso no basta con que sepa que el culpable es ese hombre y lo entregue al brazo secular? De todos modos, su pena sería la muerte, que Dios lo perdone.

—Sin embargo, en un proceso celebrado en Kilkenny hace tres años, donde algunas personas fueron acusadas de cometer delitos infames, vos no negasteis la intervención diabólica, una vez descubiertos los culpables.

—Pero tampoco lo afirmé en forma clara. De todos modos, es cierto que no lo negué. ¿Quién soy yo para emitir juicios sobre las maquinaciones del maligno? Sobre todo –añadió, y parecía interesado en dejar claro ese punto– cuando los que habían iniciado el proceso, el obispo, los magistrados de la ciudad, el pueblo todo, y quizá incluso los acusados, deseaban realmente descubrir la presencia del demonio. Tal vez la única prueba verdadera de la presencia del diablo fuese la intensidad con que en aquel momento deseaban todos descubrir su presencia...

—Por tanto –dijo el Abad con tono preocupado–, ¿me estáis diciendo que en muchos procesos el diablo no sólo actúa en el culpable sino quizá también en los jueces?

—¿Acaso podría afirmar algo semejante? –preguntó Guillermo, y comprendí que había formulado la pregunta de modo que el Abad no pudiese afirmar que sí podía, y aprovechó el silencio de Abbone para desviar el curso de la conversación–. Pero en el fondo se trata de cosas lejanas... He abandonado aquella noble actividad y si lo he hecho así es porque el Señor así ha querido...

—Sin duda –admitió el Abad.

—...Y ahora –prosiguió Guillermo–, me ocupo de otras cuestiones delicadas. Y me gustaría ocuparme de la que os aflige, si me la quisierais exponer.

Me pareció que el Abad se alegraba de poder acabar aquella conversación y volver a su problema. Inició pues, escogiendo con mucha prudencia las palabras y recurriendo a largas perífrasis, el relato de un acontecimiento singular que se había producido pocos días atrás, y que había turbado sobremanera a los monjes. Dijo que se lo contaba a Guillermo porque, sabiendo que era un gran conocedor tanto del alma humana como de las maquinaciones del maligno, esperaba que pudiese dedicar una parte de su preciosísimo tiempo al esclarecimiento de tan doloroso enigma. El hecho era que Adelmo da Otranto, monje aún joven pero ya famoso maestro en el arte de la miniatura, que estaba adornando los manuscritos de la biblioteca con imágenes bellísimas, había sido hallado una mañana por un cabrero en el fondo del barranco situado al pie del torreón este del Edificio. 

Los otros monjes lo habían visto en el coro durante completas, pero no había asistido a maitines, de modo que su caída se había producido, probablemente, durante las horas más oscuras de la noche. Una noche de recia ventisca en la que los copos de nieve, cortantes como cuchillos y casi tan duros como granizo, caían impelidos por un austro de soplo impetuoso. Ablandado por esa nieve que primero se había fundido y después se había congelado formando duras láminas de hielo, el cuerpo había sido descubierto al pie del despeñadero, desgarrado por las rocas contra las que se había golpeado. Pobre y frágil cosa mortal, que Dios se apiadara de él. Como en su caída había rebotado muchas veces, no era fácil decir desde donde exactamente se había precipitado. Aunque, sin duda, debía de haber sido por una de las ventanas de los tres órdenes existentes en los tres lados del torreón que daban al abismo.

—¿Dónde habéis enterrado el pobre cuerpo? –preguntó Guillermo.

—En el cementerio, naturalmente –respondió el Abad–. Quizá lo hayáis observado por vos mismo; se extiende entre el costado septentrional de la iglesia, el Edificio y el huerto.

—Ya veo –dijo Guillermo–, y veo que vuestro problema es el siguiente. Si el infeliz se hubiese, Dios no lo quiera, suicidado (porque no cabía pensar en una caída accidental), al día siguiente hubierais encontrado abierta una de aquellas ventanas, pero las encontrasteis todas cerradas y tampoco hallasteis rastros de agua al pie de ninguna de ellas.

Ya he dicho que el Abad era un hombre muy circunspecto y diplomático, pero en aquella ocasión no pudo contener un gesto de sorpresa, que borró toda huella del decoro que, según Aristóteles, conviene a la persona grave y magnánima:

—¿Quién os lo ha dicho?

—Vos me lo habéis dicho. Si la ventana hubiera estado abierta, en seguida hubieseis pensado que se había arrojado por ella. Por lo que he podido apreciar desde fuera, se trata de grandes ventanas de vidrieras opacas, y ese tipo de ventanas, en edificios de estas dimensiones, no suelen estar situadas a la altura de una persona. Por tanto, si hubiese estado abierta, como hay que descartar la posibilidad de que el infeliz se asomara a ella y perdiese el equilibrio, sólo quedaba la hipótesis del suicidio. En cuyo caso, no lo habríais dejado enterrar en tierra consagrada. Pero, como lo habéis enterrado cristianamente, las ventanas debían de estar cerradas. Y si estaban cerradas, y como ni siquiera en los procesos por brujería me he topado con un muerto impenitente a quien Dios o el diablo hayan permitido remontar el abismo para borrar las huellas de su crimen, es evidente que el supuesto suicida fue empujado, ya por una mano humana, ya por una fuerza diabólica. Y vos os preguntáis quién puede haberlo, no digo empujado hacia el abismo, sino alzado sin querer hasta el alfeizar, y os perturba la idea de que una fuerza maléfica, natural o sobrenatural, ronde en estos momentos por la abadía.

—Así es... –dijo el Abad, y no estaba claro si con ello confirmaba las palabras de Guillermo o descubría la justeza del razonamiento que este último acababa de exponer con tanta perfección–. Pero, ¿cómo sabéis que no había agua al pie de ninguna ventana?

—Porque me habéis dicho que soplaba el austro, y el agua no podía caer contra unas ventanas que dan a oriente.

—Lo que me habían dicho de vuestras virtudes no era suficiente –dijo el Abad–. Tenéis razón, no había agua, y ahora sé por qué. Las cosas sucedieron como vos decís. Comprended ahora mi angustia. Ya habría sido grave que uno de mis monjes se hubiera manchado con el abominable pecado del suicidio. Pero tengo razones para pensar que otro se ha manchado con un pecado no menos terrible. Y si sólo fuera eso...

—Ante todo, ¿por qué uno de los monjes? En la abadía hay muchas otras personas, mozos de cuadra, cabreros, servidores...

—Sí, la abadía es pequeña pero rica –admitió con cierto orgullo el Abad– . Ciento cincuenta servidores para sesenta monjes. Sin embargo, todo sucedió en el Edificio. Quizá ya sepáis que, si bien la planta baja alberga las cocinas y el refectorio, los dos pisos superiores están reservados al scriptorium y a la biblioteca. Después de la cena, el Edificio se cierra y una regla muy estricta prohíbe la entrada de toda persona –y en seguida, adivinando la pregunta de Guillermo, añadió, aunque, como podía advertirse, de mal grado–, incluidos los monjes, claro, pero...

—¿Pero?

—Pero descarto totalmente, sí, totalmente, que un servidor haya tenido el valor de penetrar allí durante la noche. –Por sus ojos pasó una especie de sonrisa desafiante, rápida como el relámpago o como una estrella fugaz–. Digamos que les daría miedo, porque, ya sabéis... a veces las órdenes que se imparten a los simples llevan el refuerzo de alguna amenaza, por ejemplo, el presagio de que algo terrible, y de origen sobrenatural, castigaría cualquier desobediencia. Un monje, en cambio...

—Comprendo.

—Además un monje podría tener otras razones para aventurarse en un sitio prohibido, quiero decir razones... ¿cómo diría?, razonables, si bien contrarias a la regla...

Guillermo advirtió la turbación del Abad, e hizo una pregunta con el propósito, quizá, de desviarse del tema, pero el efecto fue una turbación no menos intensa.

—Cuando hablasteis de un posible homicidio, dijisteis «y si sólo fuera eso». ¿En qué estabais pensando?

—¿Dije eso? Bueno, no se mata sin alguna razón, aunque ésta sea perversa. Me estremece pensar en la perversidad de las razones que pueden haber impulsado a un monje a matar a un compañero. Eso quería decir.

—¿Nada más?

—Nada más que pueda deciros.

—¿Queréis decir que no hay nada más que vos estéis autorizado a decirme?

—Por favor, fray Guillermo, hermano Guillermo –y el Abad recalcó tanto lo de fray como lo de hermano.

Guillermo se cubrió de rubor y comentó: —Eris sacerdos in aeternum.  —Gracias –dijo el Abad.

¡Oh, Dios mío, qué misterio terrible rozaron entonces mis imprudentes superiores, movido uno por la angustia y el otro por la curiosidad! Porque, como novicio que se iniciaba en los misterios del santo sacerdocio de Dios, también yo, humilde muchacho, comprendí que el Abad sabía algo, pero que se trataba de un secreto de confesión. Alguien debía de haberle mencionado algún detalle pecaminoso que podía estar en relación con el trágico fin de Adelmo. Quizá por eso pedía a Guillermo que descubriera un secreto que por su parte ya creía conocer, pero que no podía comunicar a nadie, con la esperanza de que mi maestro esclareciese con las fuerzas del intelecto lo que él debía rodear de sombra movido por la sublime fuerza de la caridad.

—Bueno –dijo entonces Guillermo–, ¿podré hacer preguntas a los monjes?

—Podréis.

—¿Podré moverme libremente por la abadía?

—Os autorizo a hacerlo.

—¿Me encomendaréis coram monachis  esta misión?

—Esta misma noche.

—Sin embargo, empezaré hoy, antes de que los monjes sepan que me habéis confiado esta investigación. Además, una de las razones de peso que yo tenía para venir aquí era el gran deseo de conocer vuestra biblioteca, famosa en todas las abadías de la cristiandad.

El Abad casi dio un respingo y su rostro se puso repentinamente tenso.

—He dicho que podréis moveros por toda la abadía. Aunque, sin duda, no por el último piso del Edificio, la biblioteca.

—¿Por qué?

—Debería habéroslo explicado antes. Creí que ya lo sabíais. Vos sabéis que nuestra biblioteca no es igual a las otras...

—Sé que posee más libros que cualquier otra biblioteca cristiana. Sé que, comparados con los vuestros, los armaria de Bobbio o de Pomposa, de Cluny o de Fleury parecen la habitación de un niño que estuviera iniciándose en el manejo del ábaco. Sé que los seis mil códices de los que se enorgullecía Novalesa hace más de cien años son pocos comparados con los vuestros, y que, quizá, muchos de ellos se encuentran ahora aquí. Sé que vuestra abadía es la única luz que la cristiandad puede oponer a las treinta y seis bibliotecas de Bagdad, a los diez mil códices del visir Ibn al-Alkami, y que el número de vuestras biblias iguala a los dos mil cuatrocientos coranes de que se enorgullece El Cairo, y que la realidad de vuestros armaria es una luminosa evidencia contra la arrogante leyenda de los infieles que hace años afirmaban (ellos, que tanta intimidad tienen con el príncipe de la mentira) que la biblioteca de Trípoli contenía seis millones de volúmenes y albergaba ochenta mil comentadores y doscientos escribientes.

—Así es, alabado sea el cielo.

—Sé que muchos de los monjes que aquí viven proceden de abadías situadas en diferentes partes del mundo. Unos vienen por poco tiempo, el que necesitan para copiar manuscritos que sólo se encuentran en vuestra biblioteca, y regresan a sus lugares de origen llevando consigo esas copias, no sin haberos traído a cambio algún otro manuscrito raro para que lo copiéis y lo añadáis a vuestro tesoro. Otros permanecen muchísimo tiempo, a veces hasta su muerte, porque sólo aquí pueden encontrar las obras capaces de iluminar sus estudios. Así pues, entre vosotros hay germanos, dacios, hispanos, franceses y griegos. Sé que, hace muchísimos años, el emperador Federico os pidió que le compilarais un libro sobre las profecías de Merlín, y que luego lo tradujerais al árabe, para regalárselo al sultán de Egipto. Sé, por último, que, en estos tiempos tristísimos, una abadía gloriosa como Murbach no tiene ni un solo escribiente, que en San Gall han quedado pocos monjes que sepan escribir, que ahora es en las ciudades donde surgen corporaciones y gremios formados por seglares que trabajan para las universidades, y que sólo vuestra abadía reaviva día a día, ¿qué digo?, enaltece sin cesar las glorias de vuestra orden....

—Monasterium sine libris –citó inspirado el Abad– est sicut civitas sine opibus, castrum sine numeris, coquina sine suppellctili, mensa sine cibis, hortus sine herbis, pratum sine floribus, arbor sine foliis...  Y nuestra orden, que creció obedeciendo al doble mandato del trabajo y la oración, fue luz para todo el mundo conocido, reserva de saber, salvación de una antigua doctrina expuesta al riesgo de desaparecer en incendios, saqueos y terremotos, fragua de nuevos escritos y fomento de los antiguos... Oh, bien sabéis que vivimos tiempos muy oscuros, y vergüenza me da deciros que hace no muchos años el concilio de Vienne tuvo que recordar que todo monje está obligado a ordenarse... Cuántas de nuestras abadías, que hace doscientos años eran centros resplandecientes de grandeza y santidad, son ahora refugio de holgazanes. La orden aún es poderosa, pero hasta nuestros lugares sagrados llega el hedor de las ciudades, el pueblo de Dios se inclina ahora hacia el comercio y las guerras entre facciones, allá, en los grandes centros poblados, donde el espíritu de santidad no encuentra albergue, donde ya no sólo se habla (¿qué más podría exigirse de los legos?) sino también se escribe en lengua vulgar, ¡y ojalá ninguno de esos libros cruce jamás nuestra muralla, porque fatalmente se convierten en pábulo de la herejía! Por los pecados de los hombres, el mundo pende al borde del abismo, un abismo que invoca al abismo que ya se abre en su interior. Y mañana, como sostenía Honorio, los cuerpos de los hombres serán más pequeños que los nuestros, así como los nuestros ya son más pequeños que los de los antiguos. Mundus senescit.  Pues bien, si alguna misión ha confiado Dios a nuestra orden, es la de oponerse a esa carrera hacia el abismo, conservando, repitiendo y defendiendo el tesoro de sabiduría que nuestros padres nos han confiado. 

La divina providencia ha dispuesto que el gobierno universal, que al comienzo del mundo estaba en oriente, se desplace, a medida que el tiempo se aproxima, hacia occidente, para avisarnos de que se acerca el fin del mundo, porque el curso de los acontecimientos ya ha llegado al límite del universo. Pero hasta que no advenga definitivamente el milenio, hasta que no triunfe, si bien por poco tiempo, la bestia inmunda, el Anticristo, nuestro deber es custodiar el tesoro del mundo cristiano, y la palabra misma de Dios, tal como la comunicó a los profetas y a los apóstoles, tal como la repitieron los padres sin cambiar ni un solo verbo, tal como intentaron glosarla las escuelas, aunque en las propias escuelas anide hoy la serpiente del orgullo, de la envidia y de la estulticia. En este ocaso somos aún antorchas, luz que sobresale en el horizonte. Y, mientras esta muralla resista, seremos custodios de la Palabra divina.

—Así sea –dijo Guillermo con tono devoto–. Pero, ¿qué tiene que ver eso con la prohibición de visitar la biblioteca?

—Mirad, fray Guillermo –dijo el Abad–, para poder realizar la inmensa y santa obra que atesoran aquellos muros –y señaló hacia la mole del Edificio, que en parte se divisaba por la ventana de la celda, más alta incluso que la iglesia abacial– hombres devotos han trabajado durante siglos, observando unas reglas de hierro. La biblioteca se construyó según un plano que ha permanecido oculto durante siglos, y que ninguno de los monjes está llamado a conocer. Sólo posee ese secreto el bibliotecario, que lo ha recibido del bibliotecario anterior, y que, a su vez, lo transmitirá a su ayudante, con suficiente antelación como para que la muerte no lo sorprenda y la comunidad no se vea privada de ese saber. Y los labios de ambos están sellados por el juramento de no divulgarlo. Sólo el bibliotecario, además de saber, está autorizado a moverse por el laberinto de los libros, sólo él sabe dónde encontrarlos y dónde guardarlos, sólo él es responsable de su conservación. Los otros monjes trabajan en el scriptorium y pueden conocer la lista de los volúmenes que contiene la biblioteca. Pero una lista de títulos no suele decir demasiado: sólo el bibliotecario sabe, por la colocación del volumen, por su grado de inaccesibilidad, qué tipo de secretos, de verdades o de mentiras encierra cada libro. Sólo él decide cómo, cuándo, y si conviene, suministrarlo al monje que lo solicita, a veces no sin antes haber consultado conmigo. Porque no todas las verdades son para todos los oídos, ni todas las mentiras pueden ser reconocidas como tales por cualquier alma piadosa, y, por último, los monjes están en el scriptorium para realizar una tarea determinada, que requiere la lectura de ciertos libros y no de otros, y no para satisfacer la necia curiosidad que puedan sentir, ya sea por flaqueza de sus mentes, por soberbia o por sugestión diabólica.

—De modo que en la biblioteca también hay libros que contienen mentiras...

—Los monstruos existen porque forman parte del plan divino, y hasta en las horribles facciones de los monstruos se revela el poder del Creador. Del mismo modo, el plan divino contempla la existencia de los libros de los magos, las cábalas de los judíos, las fábulas de los poetas paganos y las mentiras de los infieles. Quienes, durante siglos, han querido y sostenido esta abadía estaban firme y santamente persuadidos de que incluso en los libros que contienen mentiras el lector sagaz puede percibir un pálido resplandor de la sabiduría divina. Por eso, también hay esa clase de obras en la biblioteca. Pero, como comprenderéis, precisamente por eso cualquiera no puede penetrar en ella. Además –añadió el Abad casi excusándose por la debilidad de este último argumento–, el libro es una criatura frágil, se desgasta con el tiempo, teme a los roedores, resiste mal la intemperie y sufre cuando cae en manos inexpertas. Si a lo largo de los siglos cualquiera hubiese podido tocar libremente nuestros códices, la mayoría de éstos ya no existirían. Por tanto, el bibliotecario los defiende no sólo de los hombres sino también de la naturaleza, y consagra su vida a esa guerra contra las fuerzas del olvido, que es enemigo de la verdad.

—De modo que, salvo dos personas, nadie entra en el último piso del

Edificio...

El Abad sonrió:

—Nadie debe hacerlo. Nadie puede hacerlo. Y, aunque alguien quisiera hacerlo, no lo conseguiría. La biblioteca se defiende sola, insondable como la verdad que en ella habita, engañosa como la mentira que custodia. Laberinto espiritual, y también laberinto terrenal. Si lograseis entrar, podríais no hallar la salida. Aclarado esto, desearía que respetaseis las reglas de la abadía. 

—Sin embargo, no habéis excluido la posibilidad de que Adelmo se haya precipitado desde una de las ventanas de la biblioteca. ¿Cómo puedo razonar sobre su muerte sin ver el lugar en que pudo haber empezado la historia de su muerte?

—Fray Guillermo –dijo el Abad con tono conciliador–, un hombre que ha descrito a mi caballo Brunello sin verlo, y la muerte de Adelmo sin saber casi nada, no tendrá dificultades en razonar sobre lugares a los que no tiene acceso.

Guillermo hizo una reverencia:

—Sois sabio, aunque os mostréis severo. Se hará como queráis.

—Si fuera sabio, sería porque sé mostrarme severo –respondió el Abad.

—Una última cosa –preguntó Guillermo–. ¿Ubertino?

—Está aquí. Os espera. Lo encontraréis en la iglesia.

—¿Cuándo?

—Siempre –sonrió el Abad–. Sabed que, aunque sea muy docto, no siente gran aprecio por la biblioteca. Considera que es una tentación del siglo... Pasa la mayoría de su tiempo rezando y meditando en la iglesia.

—¿Está muy viejo? –preguntó Guillermo vacilando.

—¿Cuánto hace que no lo veis?

—Hace muchos años.

—Está cansado. Se interesa muy poco por las cosas de este mundo. Tiene sesenta y ocho años. Pero creo que aún conserva el entusiasmo de su juventud. —Iré a verlo en seguida. Gracias.

El Abad le preguntó si no quería unirse a la comunidad para la comida, después de sexta. Guillermo dijo que acababa de comer, y muy a su gusto, y que prefería ver enseguida a Ubertino. El Abad se despidió.

Estaba saliendo de la celda cuando, desde el patio, se elevó un grito desgarrador, como de una persona herida de muerte, al que siguieron otros lamentos no menos atroces.

—¿Qué pasa? –preguntó Guillermo sobresaltado.

—Nada –respondió sonriendo el Abad–. Es época de matanza. Trabajo para los porquerizos. No es éste el tipo de sangre que debe preocuparos.

Salió, y no hizo honor a su fama de persona sagaz. Porque a la mañana siguiente... Pero, refrena tu impaciencia, insolente lengua mía. Porque el día del que estoy hablando, y antes de que fuera de noche, sucedieron aún muchas cosas que convendrá mencionar.

Primer día

SEXTA

Donde Adso admira la portada de la iglesia y Guillermo reencuentra a Ubertino da Casale.

La iglesia no era majestuosa como otras que vi después en Estrasburgo, Chartres, Bamberg y París. Se parecía más bien a las que ya había visto en Italia, poco propensas a elevarse vertiginosamente hacia el cielo, sólidas y bien plantadas en la tierra, a menudo más anchas que altas, con la diferencia, en este caso, de que, como una fortaleza, la iglesia presentaba un primer piso de almenas cuadradas, por encima del cual se erguía una segunda construcción, que más que una torre era una segunda iglesia, igualmente sólida, calada por una serie de ventanas de línea severa, y cuyo techo terminaba en punta. Robusta iglesia abacial, como las que construían nuestros antiguos en Provenza y Languedoc, ajena a las audacias y al exceso de filigranas del estilo moderno, y a la que sólo en tiempos más recientes, creo, habían enriquecido, por encima del coro, con una aguja, audazmente dirigida hacia la cúpula celeste.

Ante la entrada, que, a primera vista, parecía un solo gran arco, destacaban dos columnas rectas y pulidas de las que nacían dos alféizares, por encima de los cuales, a través de una multitud de arcos, la mirada penetraba, como en el corazón de un abismo, en la portada propiamente dicha, que se vislumbraba entre la sombra, dominada por un gran tímpano, flanqueado, a su vez, por dos pies rectos, y, en el centro, una pilastra esculpida que dividía la entrada en dos aberturas, defendidas por puertas de roble con refuerzos metálicos. En aquel momento del día el sol caía casi a pico sobre el techo, y la luz daba de sesgo en la fachada, sin iluminar el tímpano. De modo que, después de pasar entre las dos columnas, nos encontramos de golpe bajo la cúpula casi selvática de los arcos que nacían de la secuencia de columnas menores que reforzaban en forma escalonada los alféizares. Cuando por fin los ojos se habituaron a la penumbra, el mudo discurso de la piedra historiada, accesible, como tal, de forma inmediata a la vista y a la fantasía de cualquiera (porque pictura est laicorum literatura ), me deslumbró de golpe sumergiéndome en una visión que aún hoy mi lengua apenas logra expresar.

Vi un trono colocado en medio del cielo, y sobre el trono uno sentado. El rostro del Sentado era severo e impasible, los ojos, muy abiertos, lanzaban rayos sobre una humanidad cuya vida terrenal ya había concluido, el cabello y la barba caían majestuosos sobre el rostro y el pecho, como las aguas de un río, formando regueros todos del mismo caudal y divididos en dos partes simétricas. En la cabeza llevaba una corona cubierta de esmaltes y piedras preciosas, la túnica imperial, de color púrpura y ornada con encajes y bordados que formaban una rica filigrana de oro y plata, descendía en amplias volutas hasta las rodillas. Allí se apoyaba la mano izquierda, que sostenía un libro sellado, mientras que la derecha se elevaba en ademán no sé si de bendición o de amenaza. Iluminaba el rostro la tremenda belleza de un nimbo cruciforme y florido, y alrededor del trono y sobre la cabeza del Sentado vi brillar un arco iris de esmeralda. Delante del trono, a los pies del Sentado, fluía un mar de cristal, y alrededor del Sentado, en torno al trono y por encima del trono vi cuatro animales terribles... terribles para mí que los miraba en éxtasis, pero dóciles y agradables para el Sentado, cuya alabanza cantaban sin descanso.

En realidad, no digo que todos fueran terribles, porque el hombre que a mi izquierda (a la derecha del Sentado) sostenía un libro me pareció lleno de gracia y belleza. En cambio, me pareció horrenda el águila que, por el lado opuesto, abría su pico, plumas erizadas dispuestas en forma de loriga,  garras poderosas y grandes alas desplegadas. Y a los pies del Sentado, debajo de aquellas figuras, otras dos, un toro y un león, aferrando entre sus cascos y zarpas sendos libros, los cuerpos vueltos hacia afuera y las cabezas hacia el trono, lomos y cuellos retorcidos en una especie de ímpetu feroz, flancos palpitantes, tiesas las patas como de bestia que agoniza, fauces muy abiertas, colas enroscadas, retorcidas como sierpes, que terminaban en lenguas de fuego. Los dos alados, los dos coronados con nimbos, a pesar de su apariencia espantosa no eran criaturas del infierno, sino del cielo, y si parecían tremendos era porque rugían en adoración del Venidero que juzgaría a muertos y vivos.

En torno al trono, a ambos lados de los cuatro animales y a los pies del Sentado, como vistos en transparencia bajo las aguas del mar de cristal, llenando casi todo el espacio visible, dispuestos según la estructura triangular del tímpano, primero siete más siete, después tres más tres y luego dos más dos, había veinticuatro ancianos junto al trono, sentados en veinticuatro tronos menores, vestidos con blancas túnicas y coronados de oro. Unos sostenían laúdes; otros, copas con perfumes; pero sólo uno tocaba, mientras los demás, en éxtasis, dirigían los rostros hacia el Sentado, cuya alabanza cantaban, los brazos y el torso vueltos también como en los animales, para poder ver todos al Sentado, aunque no en actitud animalesca, sino detenidos en movimientos de danza extática –como la que debió de bailar David alrededor del arca–, de forma que, fuese cual fuese su posición, las pupilas, sin respetar la ley que imponía la postura de los cuerpos, convergiesen en el mismo punto de esplendente fulgor. ¡Oh, qué armonía de entrega y de ímpetu, de posiciones forzadas y sin embargo llenas de gracia, en ese místico lenguaje de miembros milagrosamente liberados del peso de la materia corpórea, signada cantidad infundida de nueva forma sustancial, como si la santa muchedumbre se estremeciese arrastrada por un viento vigoroso, soplo de vida, frenesí de gozo, jubiloso aleluya prodigiosamente enmudecido para transformarse en imagen!

Cuerpos y brazos habitados por el Espíritu, iluminados por la revelación, sobrecogidos y cogidos por el estupor, miradas exaltadas por el entusiasmo, mejillas encendidas por el amor, pupilas dilatadas por la beatitud, uno fulminado por el asombro hecho goce y otro traspasado por el goce hecho asombro, transfigurado uno por la admiración y rejuvenecido otro por el deleite, y todos entonando, con la expresión de los rostros, con los pliegues de las túnicas, con el ademán y la tensión de los brazos, un cántico desconocido, entreabiertos los labios en una sonrisa de alabanza imperecedera. Y a los pies de los ancianos, curvados por encima de ellos, del trono y del grupo tetramorfo, dispuestos en bandas simétricas, apenas distinguibles entre sí, porque con tal sabiduría el arte los había combinado en armónica conjunción, iguales en la variedad y variados en la unidad, únicos en la diversidad y diversos en su perfecto ensamblaje, ajustadas sus partes con prodigiosa precisión y coloreadas con tonos delicados y agradables, milagro de concordia y consonancia de voces distintas entre sí, trama equilibrada que evocaba la disposición de las cuerdas en la cítara, continuo parentesco y confabulación de formas que, por su profunda fuerza interior, permitían expresar siempre lo mismo a través, precisamente, del juego alternante de las diferencias, ornamento, reiteración y cotejo de criaturas irreductibles entre sí y sin cesar reducidas unas a otras, amorosa composición, efecto de una ley celeste y mundana al mismo tiempo (vínculo y nexo constante de paz, amor, virtud, gobierno, poder, orden, origen, vida, luz, esplendor, figura y manifestación), identidad que en lo múltiple brillaba con la luminosa presencia de la forma por encima de la materia, convocada por el armonioso conjunto de sus partes... Allí, de este modo, se entrelazaban todas las flores, hojas, macollas, zarcillos y corimbos de todas las hierbas que adornan los jardines de la tierra y del cielo, viola, cítiso, serpol, lirio, alheña, narciso, colocasia, acanto, malobatro, mirra y opobálsamos.

Pero cuando ya mi alma, arrobada por aquel concierto de bellezas terrestres y de majestuosos signos de lo sobrenatural, estaba por estallar en un cántico de júbilo, el ojo, siguiendo el ritmo armonioso de los floridos rosetones situados a los pies de los ancianos, reparó en las figuras que, entrelazadas, formaban una unidad con la pilastra central donde se apoyaba el tímpano. 

¿Qué representaban y qué mensaje simbólico comunicaban aquellas tres parejas de leones entrelazados en forma de cruz dispuesta transversal-mente, rampantes y arqueados, las zarpas posteriores afirmadas en el suelo y las anteriores apoyadas en el lomo del compañero, las melenas enmarañadas, los mechones que se retorcían como sierpes, las bocas abiertas, amenazadoras, rugientes, unidos al cuerpo mismo de la pilastra por una masa, o entrelazamiento denso, de zarcillos? 

Para calmar mi ánimo, como, quizá también, para domesticar la naturaleza diabólica de aquellos leones y para transformarla en simbólica alusión a las cosas superiores, había, en los lados de la pilastra, dos figuras humanas, de una altura antinatural, correspondiente a la de la columna, que formaban pareja con otras dos, situadas simétricamente frente a cada una de ellas, en los pies rectos historiados por sus caras externas, donde estaban las jambas de las dos puertas de roble: cuatro figuras, por tanto, de ancianos venerables, cuya parafernalia me permitió reconocer que se trataba de Pedro y Pablo, de Jeremías e Isaías, también ellos vueltos como en un paso de danza, alzadas las largas manos huesudas con los dedos desplegados como alas, y como alas las barbas y cabelleras arrastradas por un viento profético, agitados los pliegues de sus larguísimas túnicas por unas piernas larguísimas que infundían vida a ondas y volutas, opuestos a los leones pero de la misma pétrea materia. Y al retirar la vista, fascinada por aquella enigmática polifonía de miembros sagrados y abortos infernales, percibí, en los lados de la portada, y bajo los arcos que se escalonaban en profundidad, historiadas a veces sobre los contrafuertes, en el espacio situado entre las delgadas columnas que los sostenían y adornaban, y también sobre la densa vegetación de los capiteles de cada columna, ramificándose desde allí hacia la cúpula selvática de innumerables arcos, otras visiones horribles de contemplar, y sólo justificadas en aquel sitio por su fuerza parabólica y alegórica, o por la enseñanza moral que contenían: vi una hembra lujuriosa, desnuda y descarnada, roída por sapos inmundos, chupada por serpientes, que copulaba con un sátiro de vientre hinchado y piernas de grifo cubiertas de pelos erizados y una garganta obscena que vociferaba su propia condenación, y vi un avaro, rígido con la rigidez de la muerte, tendido en un lecho suntuosamente ornado de columnas, ya presa impotente de una cohorte de demonios, uno de los cuales le arrancaba de la boca agonizante el alma en forma de niñito (que, ¡ay!, ya nunca nacería a la vida eterna), y vi a un orgulloso con un demonio trepado sobre sus hombros y hundiéndole las garras en los ojos, mientras dos golosos se desgarraban mutuamente en un repugnante cuerpo a cuerpo, y vi también otras criaturas, con cabeza de macho cabrío, melenas de león, fauces de pantera, presas en una selva de llamas cuyo ardiente soplo casi me quemaba. Y alrededor de esas figuras, mezclados con ellas, por encima de ellas y a sus pies, otros rostros y otros miembros, un hombre y una mujer que se cogían de los cabellos, dos serpientes que chupaban los ojos de un condenado, un hombre que sonreía con malignidad mientras sus manos arqueadas mantenían abiertas las fauces de una hidra, y todos los animales del bestiario de Satanás, reunidos en consistorio  y rodeando, guardando, coronando el trono que se alzaba ante ellos, glorificándolo con su derrota: faunos, seres de doble sexo, animales con manos de seis dedos, sirenas, hipocentauros, gorgonas, arpías, íncubos, dracontópodos, minotauros, linces, leopardos, quimeras, cinóperos con morro de perro, que arrojaban llamas por la nariz, dentotiranos, policaudados, serpientes peludas, salamandras, cerastas, quelonios, culebras, bicéfalos con el lomo dentado, hienas, nutrias, cornejas, cocodrilos, hidropos con los cuernos recortados como sierras, ranas, grifos, monos, cinocéfalos, leucrocotas, mantícoras, buitres, parandrios, comadrejas, dragones, upupas, lechuzas, basiliscos, hipnales, présteros, espectáficos, escorpiones, saurios, cetáceos, esquítalas, anfisbenas, jáculos, dípsados, lagartos, rémoras, pólipos, morenas y tortugas. 

Portal, selva oscura, páramo de la exclusión sin esperanzas, donde todos los habitantes del infierno parecían haberse dado cita para anunciar la aparición, en medio del tímpano, del Sentado, cuyo rostro expresaba al mismo tiempo promesa y amenaza, ellos, los derrotados del Harmagedón, frente al que vendrá a separar para siempre a los vivos de los muertos. Desfalleciendo (casi) por aquella visión, sin saber ya si me hallaba en un sitio tranquilo o en el valle del juicio final, fui presa del terror y apenas pude contener el llanto, y creí oír (¿o acaso oí?) la voz, y vi las visiones que habían acompañado mi niñez de novicio, mis primeras lecturas de los libros sagrados y las noches de meditación en el coro de Melk, y en el delirio de mis sentidos debilísimos y debilitados oí una voz poderosa como de trompeta que decía «lo que vieres, escríbelo en un libro» (y es lo que ahora estoy haciendo), y vi siete lámparas de oro, y en medio de las lámparas Uno semejante a hijo de hombre, con el pecho ceñido por una faja de oro, cándida la cabeza y la cabellera como de cándida lana, los ojos como llamas ardientes, los pies como bronce fundido en la fragua, la voz como estruendo de aguas tumultuosas, y con siete estrellas en la mano derecha y una espada de doble filo que le salía de la boca. Y vi una puerta abierta en el cielo y El que en ella estaba sentado me pareció como de jaspe y sardónica, y un arco iris rodeaba el trono y del trono surgían relámpagos y truenos. Y el Sentado cogió una hoz afilada y gritó: «Arroja la hoz y siega, ha llegado la hora de la siega, porque está seca la mies de la tierra.» Y El que estaba sentado arrojó su hoz sobre la tierra y la tierra quedó segada. 

Entonces comprendí que la visión hablaba precisamente de lo que estaba sucediendo en la abadía y de lo que nos habíamos enterado por las palabras reticentes del Abad... Y cuántas veces en los días que siguieron volví a contemplar la portada, seguro de estar viviendo los hechos que allí precisamente se narraban. Y comprendí que habíamos subido hasta allí para ser testigos de una inmensa y celestial carnicería.

Temblé, como bañado por la gélida lluvia invernal. Y oí otra voz, pero en esta ocasión procedía de un punto a mis espaldas y no era como la otra voz, porque no partía del centro deslumbrante de mi visión, sino de la tierra, e, incluso, rompía la visión, porque también Guillermo (entonces volví a advertir su presencia), hasta ese momento perdido también él en la contemplación, se volvió como yo.

El ser situado a nuestras espaldas parecía un monje, aunque la túnica sucia y desgarrada le daba más bien el aspecto de un vagabundo, y su rostro no se distinguía de los que acababa de ver en los capiteles. A diferencia de muchos de mis hermanos, nunca he recibido la visita del diablo, pero creo que si alguna vez éste se me apareciese, incapaz por decreto divino de ocultar completamente su naturaleza, aunque quisiera presentarse con rasgos humanos, no me mostraría otras facciones que las que vi aquella vez en nuestro interlocutor. La cabeza rapada, pero no por penitencia sino por efecto remoto de algún eczema viscoso, la frente tan exigua que, de haber tenido algún cabello en la cabeza, éste no se hubiese distinguido del pelo de las cejas (densas y enmarañadas), los ojos redondos, de pupilas pequeñas y muy inquietas, y la mirada no sé si inocente o maligna, o quizá alternando por momentos entre inocencia y malignidad. La nariz sólo podía calificarse de tal porque entre los ojos sobresalía un hueso, que tan pronto emergía del rostro como volvía a hundirse en él, transformándose en dos únicas cavernas oscuras, enormes ventanas llenas de pelos. La boca unida a aquellas aberturas por una cicatriz, era grande y grosera, más ancha por la derecha que por la izquierda, y, entre el labio superior, inexistente, y el inferior, prominente y carnoso, emergían, con ritmo irregular, unos dientes negros y aguzados, como de perro.

El hombre sonrió (o al menos eso creí) y, levantando el dedo como en una admonición, dijo:

—Penitenciágite! ¡Vide cuando draco venturus est a rodegarla el alma tuya! ¡La mortz est super nos! ¡Ruega que vinga lo papa santo a liberar nos a malo de tutte las peccata! ¡Ah, ah, vos pladse ista nigromancia de Domini Nostri Iesu Christi! Et mesmo jois m’es dols y placer m’es dolors... ¡Cave il diablo! Semper m’aguaita en algún canto para adentarme las tobillas. ¡Pero Salvatore non est insipiens! Bonum monasterium, et qui si magna et si ruega dominum nostum. Et il resto valet un figo secco. Et amen. ¿No?

En el curso de mi narración tendré que referirme, y mucho, a esta criatura, y transcribir sus palabras. Confieso la gran dificultad que encuentro para hacerlo, porque ni puedo explicar ahora ni fui capaz de comprender entonces el tipo de lengua que utilizaba. No era latín, lengua que empleaban para comunicarse los hombres cultos de la abadía, pero tampoco era la lengua vulgar de aquellas tierras, ni ninguna otra que jamás escucharan mis oídos. El fragmento anterior, donde recojo (tal como las recuerdo) las primeras palabras que le oí decir, dan, creo, una pálida idea de su modo de hablar. Cuando más tarde me enteré de su azarosa vida y de los diferentes sitios en que había vivido, sin echar raíces en ninguno, comprendí que Salvatore hablaba todas las lenguas, y ninguna. O sea que se había inventado una lengua propia utilizando jirones de las lenguas con las que había estado en contacto... Y en cierta ocasión pensé que la suya no era la lengua adámica que había hablado la humanidad feliz, unida por una sola lengua, desde los orígenes del mundo hasta la Torre de Babel, ni tampoco la lengua babélica del primer día, cuando acababa de producirse la funesta división, sino precisamente la lengua de la confusión primitiva. Por lo demás, tampoco puedo decir que el habla de Salvatore fuese una lengua, porque toda lengua humana tiene reglas y cada término significa ad placitum una cosa, según una ley que no varía, porque el hombre no puede llamar al perro una vez perro y otra gato, ni pronunciar sonidos a los que el acuerdo de las gentes no haya atribuido un sentido definido, como sucedería si alguien pronunciase la palabra «blitiri». Sin embargo, bien que mal, tanto yo como los otros comprendíamos lo que Salvatore quería decir. Signo de que no hablaba una lengua sino todas, y ninguna correctamente, escogiendo las palabras unas veces aquí y otras allí.

Advertí también, después, que podía nombrar una cosa a veces en latín y a veces en provenzal, y comprendí que no inventaba sus oraciones sino que utilizaba los disiecta membra  de otras oraciones que algún día había oído, según las situaciones y las cosas que quería expresar, como si sólo pudiese hablar de determinada comida valiéndose de las palabras que habían usado las personas con las que había comido eso, o expresar su alegría sólo con frases que había escuchado decir a personas alegres, estando él mismo en un momento de alegría. Era como si su habla correspondiese a su cara, compuesta con fragmentos de caras ajenas, o ciertos relicarios muy preciosos que observé en algunos sitios (si licet magnis componere parva,  o las cosas diabólicas con las divinas), fabricados con los restos de otros objetos sagrados. Cuando lo vi por vez primera, Salvatore no me pareció diferente, tanto por su rostro como por su modo de hablar, de los seres mestizos, llenos de pelos y uñas, que acababa de contemplar en la portada. Más tarde comprendí que el hombre no carecía quizá de buen corazón ni de ingenio. Y más tarde aun... Pero, vayamos por orden. Entre otras cosas, porque, cuando terminó de hablar, mi maestro se apresuró a interrogarlo con gran curiosidad.

- ¿Por qué has dicho penitenciágite? –preguntó.

- Domine frate magnificentisimo –respondió Salvatore haciendo una especie de reverencia–. Jesús venturus est et los homines debent facere penitentia. ¿No? 














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