jueves, octubre 03, 2019

Epidemias: la mayor catástrofe demográfica en  América     

Casi inmediatamente después del descubrimiento de América, aparecen las primeras epidemias de viruela y sarampión entre las poblaciones de las islas caribeñas: Una tras otra sufrían las consecuencias de las devastadoras enfermedades.

La isla de La Española prácticamente perdió a toda su población nativa. Otras, como Cuba, Jamaica y Puerto Rico, también fueron terriblemente diezmadas.

Aunque en la hecatombe caribeña el principal papel lo jugaron las epidemias, el inhumano trato que sufrían los explotados aborígenes contribuyó en buena medida a su desaparición. De hecho el debilitamiento y la desnutrición resultantes del maltrato fueron factores que abonaron aún más el campo de las epidemias. Los nativos habían resultado sumamente susceptibles a las enfermedades transmitidas por vía respiratoria (incluidas, desde luego, el sarampión, la viruela y la influenza). Por esa razón se decía que el hálito de los españoles mataba al indio. El despoblamiento de las islas antillanas fue tan enorme, que los españoles se vieron forzados a importar mano de obra de otras regiones. Primero de la región del Darién (en Panamá) y después directamente del África. Esa necesidad fue precisamente lo que guiaría a las primeras exploraciones españolas hacia la masa continental. Para 1517 los estragos de las epidemias en las islas caribeñas habían hecho sucumbir casi totalmente a la población lugareña. Así, ante la amenaza de quedarse sin su esclavizada mano de obra, los emprendedores colonos constantemente organizaban expediciones para reclutar nuevos trabajadores para su empresa esclavista. Fue en ese año cuando el conquistador y gobernador de Cuba, Diego Velázquez de Cuéllar, organizó una expedición que sería guiada por Francisco Hernández de Córdoba.

El rumbo de este periplo llevaría directamente a este español a descubrir las costas de México. Un año después, el 18 de noviembre, otra histórica expedición partía de la isla de Cuba rumbo a los nuevos territorios recién descubiertos. Ésta era comandada por Hernán Cortés. Tres años después, el 13 de agosto de 1521, consumaba la enorme epopeya de conquistar al gran imperio mexica, el mayor y más poderoso estado de Mesoamérica. “Ahí radica otro de nuestros graves problemas, la falta de capacidad suficiente para hacer diagnósticos más precisos.

Indiscutiblemente esa hazaña fue posible gracias al genio militar desplegado por el conquistador de México. También, desde luego, porque a sus escasas huestes se sumaron como aliados miles de nativos que sufrían la opresión de los mexicas. Sus filas fueron nutridas especialmente por los habitantes del señorío de Tlaxcala. En la guerra contra Tenochtitlán, no sólo contó con el apoyo de los tlaxcaltecas. No, a la empresa bélica de Cortés se agregó un inesperado y temible protagonista: la viruela. Durante los 18 meses que precedieron a la caída de la ciudad de Tenochtitlán sucumbieron más de 250 mil mexicas.

La gran mayoría como resultado del hambre y la epidemia que cundió durante el sitio de la capital del imperio. El mismo Cuitláhuac, el emperador que sucedió a Moctezuma II, sucumbió del mal durante el asedio. Una vez consumada la conquista, Hernán Cortés dispuso medidas para crear un comercio tipo europeo.

Impulsó las actividades de la agricultura y la ganadería. Con ello trataba de sentar las bases que hicieran atractiva la inmigración de las tierras recién conquistadas, que ahora eran conocidas como la Nueva España. Pronto, desde luego, llegaron inmigrantes ibéricos que, más que colonizar, buscaban conseguir gloria y fortuna.

Con los nuevos colonos llegarían también enormes tribulaciones para la población aborigen. Es común suponer que la crueldad y la opresión de los españoles sobre los indios fue la causa principal de la casi desaparición de las culturas de la América precolombina. Sin embargo, en bien de la simetría histórica y en honor de la verdad, debemos señalar que sólo es cierto en parte. En la historia del mundo muchos pueblos han sido sometidos con muchísima más crueldad; y la violencia extrema, aunque ha sido causa de holocaustos, nunca lo ha sido de debacles demográficas y culturales.

Las fechorías de los conquistadores ibéricos no hubieran sido un mal suficiente para llevar a las poblaciones al grado de exterminio que alcanzaron. Además, sólo algunos españoles fueron espectacular-mente crueles en su opresión hacia los aborígenes. Y, por otra parte, lo que menos hubieran deseado los conquistadores habría sido quedarse sin la fuente de mano de obra que manaba de los pueblos sometidos. No, en la colosal hecatombe de las poblaciones nativas de América, los mayores hados funestos estuvieron personificados por un flagelo distinto: las pandemias.

La gran hecatombe

La dispersión de la primera gran enfermedad por la masa continental de América se inicia precisamente con el arribo de Narváez a México, cuando uno de sus soldados afectado de viruela inicia (sin saberlo ni proponérselo) el contagio y la propagación entre la población aborigen. En 1531 desembarca en Veracruz un marino español que viene acompañado no sólo de sueños de riqueza y poder, sino de un mal que resultará catastrófico para los indios: el sarampión. Esta enfermedad rápidamente se extiende por la costa oriental de México, de ahí a la cuenca del Anáhuac y finalmente a la costa pacífica. En un abrir y cerrar de ojos se desata la pesadilla. Los horrores de la viruela y del sarampión cobran millones de víctimas en unos cuantos años.

Aunque no existen registros exactos, se ha estimado que antes de la conquista la población aborigen de la Nueva España quizá haya llegado a unos 25 millones. Pero el efecto acumulativo de las epidemias hizo que descendiera a unos 17 millones en 1532. Para 1548 apenas llegaba a unos seis millones.
Y para 1579 la cifra había disminuido a la increíble cantidad de dos millones. ¡El 92% del total de la población india había sucumbido! Las regiones costeras de México, tanto del Pacífico como del Golfo, quedaron prácticamente deshabitadas. El Valle de México perdió más del 80% de sus nativos. Mientras tanto, en el Perú se vivían horrores similares o, si cabe imaginarlo, aún peores.

Como consecuencia de las epidemias, en el valle de Rimac (donde se encuentra la actual ciudad de Lima) la mortandad alcanzó la terrorífica cifra de 95%. En la región costera del antiguo imperio inca la situación fue mucho más trágica, al grado que desaparecieron poblaciones enteras. Unos cien años después aún había pruebas que testificaban aquel pavoroso desastre. En 1685, mientras efectuaba un viaje de la ciudad de Lima a la de Paita, el marqués de Varinas describió: Observa uno a breves intervalos montones de calaveras y huesos de estos desdichados, que horrorizan a quienes viajan por el camino.

El  mismo marqués de Varinas estimó que, de los dos millones de indios que en otro tiempo habitaban la región costera de Paita, apenas sobrevivían unos 20 mil. La mortandad, pues, había llegado a la sobrecogedora cifra de 99% del total de la población. Lo mismo en México que en Perú la tremenda catástrofe sólo requirió de un poco más de 50 años para consumarse. Durante el curso de las terribles pandemias de viruela y sarampión, y de otras enfermedades que se sumarían a éstas, América perdió no menos de 50 millones de habitantes. En comparación, la peste bubónica que asoló a Europa durante el siglo XIV cobró unos 25 millones de vidas, lo cual tampoco deja de ser aterrador.

En términos proporcionales también podemos evaluar la magnitud de una y otra debacles: la peste alcanzó una mortandad de 33% entre las poblaciones europeas, mientras que las pandemias sufridas en los territorios conquistados por los españoles en el Nuevo Mundo costaron la vida a más del 90% de los habitantes nativos. Nunca antes ni después la historia del mundo ha registrado una catástrofe demográfica de tan descomunal magnitud. Otros parásitos se agregan al festín Pero por increíble que parezca lo anterior, las cosas no terminaron ahí. Aún habían de llegar nuevos flagelos de una letalidad extrema al continente americano: lepra, difteria, peste bubónica y tifus, las cuales provenían directamente del congestionado mundo Mediterráneo. También arribaron la fiebre amarilla y la malaria, pero éstas venían con el inhumano cargamento de las bodegas de los buques negreros provenientes de África. Pero estas enfermedades por lo menos parecían no tener prejuicios raciales. Lo mismo afectaba a españoles, que a indios, mestizos o negros. Respecto a estos males, sin embargo, se ha discutido mucho sobre si ya existían o no en América a la llegada de los europeos. No es fácil dilucidar la cuestión, pero en general se acepta que son enfermedades importadas al Nuevo Mundo.

De cualquier manera también participaron del macabro festín que diezmó a las poblaciones autóctonas de América.

La viruela, el sarampión y las condiciones en que eran mantenidos habían sangrado y debilitado tanto a los nativos, que ya prácticamente era un terreno fértil para cualquier infección. Todas adquirieron características endémico-epidémicas y su conjunción fue la causa de la enorme tragedia demográfica. Nunca antes ni después una población había enfrentado al mismo tiempo tantas epidemias de enfermedades tan letales. Cada nombre de ellas, viruela, peste, influenza, sarampión, malaria, etcétera, evoca por sí mismo una tragedia en la historia humana. Y ahora las poblaciones nativas de los territorios conquistados por los europeos en América debían enfrentarlas a todas en condiciones totalmente desventajosas: sin contar con ninguna defensa inmunológica; vírgenes de contactos previos; sufriendo guerras, asedio y opresión; y con una calidad de vida disminuida. Pero lo más pasmoso de todo no es la exorbitante magnitud que esas terribles pandemias alcanzaron ni la espeluznante mortandad que ocasionaron. 

No, lo verdaderamente increíble es que hubieran quedado sobrevivientes. De hecho, en algunos sitios, no quedó ninguno. Tal fue el caso de los habitantes originales de las islas del Caribe. La extinción de la población nativa de las Antillas fue total: en 1540 no quedaba ni un solo sobreviviente. Los cuatro apocalípticos jinetes: guerra, hambre, peste y muerte, sometieron a América a la más dura prueba concebible. Después de enfrentarlos y del enorme tributo pagado, resulta casi milagroso ya no sólo el que quedaran sobrevivientes, sino el que las poblaciones nativas que no desaparecieron se recuperaran al grado de manifestar la suficiente fuerza para crear nuevas naciones.

La ruta de los colonizadores. La aparición de la lepra en América ha sido muy polemizado. Los que sostienen que ya prevalecía en el Nuevo Mundo antes de la llegada de los europeos apoyan su tesis en el hecho de que Moctezuma, al lado de su palacio, tenía un hospital llamado Netlatiloyan, donde, suponen, alojaba a enfermos de lepra. Pero la afirmación parece no tener validez. En las Cartas de Relación que el conquistador Cortés envió al emperador Carlos V se expone una serie de pormenores sobre los indígenas de la Nueva España, pero ninguno sobre la descripción de las deformaciones que suelen tener algunos enfermos de lepra. A su vez, en su obra Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España, Bernal Díaz del Castillo detalla ampliamente el aspecto físico de quienes eran aquejados por el vitíligo (o mal del pinto); sin embargo, en ninguna parte hace referencia a las contracturas de los dedos, las deformaciones de las manos, la facies con nódulos o a otros síntomas clásicos que afectan a los enfermos de lepra. Por otra parte, en el caso de México, hasta hace algún tiempo se podían distinguir claramente tres focos de incidencia de lepra. El primero, el más antiguo, corresponde al peninsular (ubicado en los actuales estados de Campeche y Yucatán). El segundo es el noroccidental, el cual abarca todos los estados costeros desde Sonora hasta Oaxaca y una buena parte de los del centro (Guanajuato, Querétaro, Michoacán, Morelos, parte de Puebla y el Distrito Federal).

El tercero incluye el sur de los estados de Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila. El segundo foco de lepra es el más importante. Su alta incidencia parece obedecer a razones históricas. Cuando los españoles iniciaron la conquista y colonización de las regiones del norte de la Nueva España se desplazaron exactamente por los territorios de los estados antes mencionados. Por la misma ruta avanzaron también los misioneros cristianos. Así, siguiendo la costa del Pacífico, al tiempo que fundaban misiones en cada uno de aquellos estados, diseminaban la cruel enfermedad. El que el foco peninsular sea el más antiguo parece deberse a que fue esa zona a la que primero arribaron los ibéricos.

Aparentemente la lepra fue uno más de los terribles males surgidos de la caja de Pandora que los europeos abrieron en el continente americano.

De América para el mundo

Pero no todo fue recibir. América también contribuyó a la nueva distribución cosmopolita de las patologías. Y si bien las que aportó no fueron causa de desastres demográficos, tampoco fueron peritas en dulce. El caso más destacado fue la sífilis. Esta enfermedad venérea al parecer tuvo su origen en la Meseta andina y de ahí se había extendido a todos los sitios de avanzada a los que los incas se habían extendido y aun a sitios todavía más lejanos, como las islas del Caribe. Es casi seguro que en esa zona fue donde los españoles la adquirieron. De hecho se dice que el primer europeo que la padeció y murió de ella (en 1493) fue Martín Alonso Pinzón, comandante de la carabela «La Pinta», una de las tres naves del histórico viaje efectuado por Colón.

Su difusión por el Viejo Mundo al parecer se inició en París en 1495, sugiriéndose que fue propagada por Francia y otros países como resultado de la intensa vida (sexual, desde luego) de los mercenarios del ejército de Carlos III de Francia. Con una extraordinaria velocidad, rápidamente adoptó un curso endémico-epidémico.
En aquel mismo año de 1495 se encontraba ya en Alemania y Suiza. Al año siguiente en Holanda y Grecia. En 1497 arriba a las Islas Británicas y dos años después a Hungría y Rusia. En 1503 se le registra en China y en 1569 en el archipiélago japonés. En apenas 70 años había sido cubierto todo el Viejo Continente.

En esa fantástica diseminación todos intervinieron, pobres y ricos, nobles y plebeyos, laicos y religiosos. Algunos personajes célebres que la padecieron fueron el emperador Carlos V, los reyes Francisco I y Carlos IX de Francia, Benvenuto Cellini Carlos de Lorraine, y muchos otros más, incluyendo príncipes y magnates de la Iglesia Católica. Por paradójico que pueda parecernos, en un inicio se consideró como signo de distinción padecer la enfermedad. Sin duda porque resaltaba credibilidad a las escaramuzas sexuales de los varones que la padecían. También en parte, debió deberse a que las manifestaciones de las etapas primaria y secundaria son relativamente benignas y a que aparentemente «sanaban espontáneamente». Sin embargo, la enfermedad en realidad entraba en una fase de latencia (de 2 a 20 años), después de la cual por lo menos 40 de cada 100 infectados desarrollarían las severas lesiones de la sífilis tardía, que lo mismo podían afectar el sistema cardiovascular que el nervioso. Así, cuando los europeos empezaron a visualizar lo que habían adquirido nadie quiso ya jactarse de portar tan exquisita enfermedad. 

Además, también resultó evidente que las mujeres que padecían sífilis la transmitían a sus hijos. Con esta enfermedad venérea no había nada de qué presumir y sí mucho de lo cual avergonzarse. De hecho, las naciones de Europa trataron de achacar la paternidad de la terrible sífilis al correspondiente país enemigo. Los franceses, por ejemplo le llamaron «mal español». Y, en pago a sus atenciones, los hispanos la denominaron «mal de las galias» o «mal francés». La verdad es que los europeos la adquirieron en América y ya en el viejo continente se propagó por el resto del mundo, lo cual indica que la libertad sexual y la promiscuidad no son fenómenos exclusivos de nuestra época. Durante más de 400 años este mal venéreo surgido en América hizo estragos en las poblaciones del mundo. Por sus alcances, además de la sífilis, sólo otro mal nacido en América y llevado a todo el mundo podría compararse con los que llegaron a ella. Se trata nada menos que del tabaquismo. Inocentemente fue introducido en Europa y de ahí llevado a todos los rincones del planeta. Pasado el tiempo, ya con un impresionante respaldo de intereses económicos, tal vez llegue (si no es que ya lo hizo) a cobrar tantas víctimas en el mundo como lo hicieran el sarampión y la viruela en América. Por último destaquemos que nadie, que sea medianamente inteligente y que esté libre de pasiones raciales, puede imputar a un pueblo, a una nación o a un continente, los estragos causados por enfermedades que han existido en forma natural en el mundo.

Las enfermedades de la humanidad nacieron con la especie misma y le han acompañado y flagelado desde la noche de los tiempos. Por milenios las poblaciones aisladas del mundo habían mantenido un delicado equilibrio con las enfermedades parasitarias locales, pero más tarde o más temprano había de ser roto. Así, el que los pueblos de la América precolombina sufrieran la mayor catástrofe demográfica de todas las épocas, era sólo cuestión de tiempo. Y esa espeluznante historia se fraguó no en el siglo XVI con la expansión europea en América, sino hace 40 mil años cuando una eventualidad biológica marcó el destino sanitario de los descendientes de aquellos grupos nómadas que cruzaron de Asia a tierras americanas.


Rosales-Jiménez, José.  La mayor catástrofe demográfica de la historia. Anales Médicos, México, Volumen 55, Número 4, octubre - diciembre, 2010.






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