El imperio del delito
Mafia, genocidio, lesa humanidad: también esa desvalorización de los
significados es un delito, aunque en los códigos no esté tipificado como tal.
No creo que haya estadísticas al respecto: pero
calculo, a ojo, que unos nueve de cada diez colombianos viven (¿vivimos?) del
delito. Esto incluye a los delincuentes propiamente dichos –asesinos, ladrones,
etcétera– y a todo su entorno: los jueces que los juzgan, los abogados que los
defienden, los fiscales que los acusan, los policías que los capturan, los
testigos falsos que colaboran en los juicios, los guardianes de prisión que los
dejan escapar.
Los legisladores que desde el Congreso hacen las
leyes con el precavido hueco de la trampa, y los catedráticos que desde las
facultades de derecho enseñan a aplicar la trampa antes que la ley.
Un paréntesis: tales facultades pueden ser, además,
ilegales ellas mismas, y depender de universidades creadas mediante el robo a
sus estudiantes o mantenidas gracias al asesinato de sus rectores y
propietarios. Sumadas las legítimas y las llamadas ‘de garaje’ hay más de 100
en Colombia, que han otorgado títulos a 230.000 abogados actualmente en activo:
casi tantos como soldados en las Fuerzas Militares de este país en
guerra.
Por eso estamos presenciando hoy dos escandalosos
casos ejemplares del triunfo del delito: el de un magistrado de la Corte
Constitucional, que está a punto de no ser juzgado por sus delitos porque el
senador que instruye su caso encontró en la acusación un error de
trámite; y el del procurador general de la Nación encargado de vigilar y
castigar el fraude de los funcionarios que lleva casi cuatro años ocupando
fraudulentamente el cargo para el cual fue ilegalmente reelegido.
Tanto el magistrado acusado como el senador
instructor como el procurador aferrado a su cargo son abogados.
En suma: aquí viven directa o indirectamente del
delito
(en el sentido en que habitualmente se habla de los empleos directos e
indirectos creados por una empresa) todos los que trabajan en el empeño de que
el majestuoso y costoso aparato de la justicia no funcione. Y entre los
indirectos incluyo a los comentaristas que denunciamos en la prensa que el tal majestuoso
aparato está corroído por el delito y por eso no funciona.
Oigan las informaciones de radio, lean las noticias
de prensa. Antes solo existían las mafias criminales de la droga, y ellas
fueron las responsables del primer gran embate contra el recto funcionamiento
de la justicia, asesinando y amedrentando jueces, magistrados, senadores y
procuradores. Ahora su ejemplo ha cundido, y han aparecido nuevas mafias que
controlan toda suerte de actividades que antes no eran tenidas por delictivas:
mafias del papel higiénico, mafias de la minería, mafias del hueco del Bronx,
mafias de los sanandresitos, mafias de la salud -de los medicamentos, de las
clínicas, de las ambulancias, de los tratamientos para hemofílicos-, mafias de
la fabricación de títulos de doctor que sirven para llegar a operar en un
quirófano de cirugía estética o a desempeñar la Alcaldía de Bogotá.
Y a la vez las mafias de antes han ganado
respetabilidad: están dejando de llamarse mafias a secas para llamarse
estructuras del crimen organizado. A su lado siguen floreciendo, como es
natural, los eternos crímenes sin organizar, los delitos privados e
individuales del odio o de la necesidad; pero también se inventan otros, más
bien desvalorizando el significado de un delito ya existente que tipificando
uno nuevo: el crimen de lesa humanidad si el muerto es un político importante,
o el feminicidio si la víctima es una mujer.
El genocidio, que fue definido a raíz del
Holocausto judío por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial como el exterminio
masivo de un grupo étnico, se ha devaluado aquí hasta referirse al asesinato de
más de dos personas.
Mafia, genocidio, lesa humanidad: también esa
desvalorización de los significados es un delito contra el idioma, aunque en
los códigos no esté tipificado como tal. Ah, y también el abuso de la expresión
“como tal” como muletilla verbal: cuántos crímenes… Empezando por el de la
inversión del sentido que ha sufrido en nuestro hablar cotidiano la propia
palabra crimen: se dice “el crimen de Jaime Garzón”, como si el criminal fuera
la víctima.
Un último ejemplo, referido justamente al asesinato del humorista Jaime Garzón. El acusado de haber
ordenado el crimen, el entonces subdirector del DAS José Miguel Narváez, va a
quedar en libertad sin responder por él gracias a que sale por pena cumplida de
otra condena por un delito mucho menos grave, el de las escuchas ilegales. No
es ya un caso de delito novedoso, ni de delito que esconde otro delito, como
tantas veces sucede en Colombia: es el caso aberrante de un delito que
garantiza la impunidad para otro.
http://www.semana.com/opinion/articulo/antonio-caballero-el-imperio-del-delito/483891
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