Reporteros del horror Jorge Iván Posada* Medellín 2015/08/25
REVISTA ARCADIA.COM
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La época de la violencia más dura de Medellín está documentada gracias a
un puñado de periodistas que se la jugaron a fondo por contar y señalar el
dolor de miles de víctimas que aún hoy padecen una guerra que se resiste a
terminar. En los archivos están los testimonios para no olvidar, para que el
horror no se vuelva a repetir.
Primo Levi
contó tantas veces que el mayor horror de los campos de concentración Nazi era
que los verdugos les repetían a los cautivos que nadie iba a creerles lo que
habían vivido, que tanta fue la crueldad que el mundo iba a pensar que el
hombre era incapaz de hacer eso con el hombre. Toda la obra de Levi sobre el
Lager está atravesada por esa idea (Si esto es un hombre, La Tregua y Los
hundidos y los salvados). También la sustentó en cientos de conferencias,
cuando su primer libro apenas se leía, diez años después del final de la
Segunda Guerra Mundial.
Europa se asomaba al espanto del holocausto gracias a Levi y a otros que dieron su testimonio, al sentir que sobrevivir a la barbarie tenía el principal fin de narrar los episodios de dolor, sadismo e instinto de conservación que ocurrieron en Auschwitz-Birkenau y en otros campo de exterminio.
Después del Lager, en el caso de Levi, el sentido de su vida fue relatar a los salvados y quienes se hundieron, aunque nunca logró sobreponerse a la culpa de ser un sobreviviente de la mayor barbarie de la humanidad. Aún se le recuerda como la voz de miles de judíos que dejaron su vida en las barracas, y la de otros que nunca se atrevieron a describir esos años oscuros. Levi, notario de su tiempo, ofició como un cronista que legó al mundo lo que nunca debe repetirse.
El mismo año que murió este escritor italiano de origen judío -puso fin a su vida al tirarse por las escaleras de un edificio, el 11 de abril de 1987 - su obra ya había resonado por todo el mundo y era referente para muchos escritores de no ficción y periodistas. Para ese año, Colombia ya estaba presa de la violencia del narcotráfico y del conflicto armado.
En Los hundidos y los salvados, su última obra, Levi habló sobre los genocidios, y las nuevas guerras, como la que aún padece Colombia. Y es que en 1987, cuando murió, ya existían en el país periodistas que se especializaron en el cubrimiento de nuestra tragedia; sobre todo en Medellín, que desde 1980 ha sufrido la violencia de manera particular. Solo en 1991 se registraron 6.349 homicidios, de ahí que fuera conocida como la ciudad más peligrosa del mundo.
Fue así como, a los escritores norteamericanos del Nuevo Periodismo, que recogieron la experiencia de Levi, los leyeron Juan José Hoyos, Gonzalo Medina, Heinner Castañeda, José Guillermo Palacio, Henry Agudelo, Alonso Salazar, Carlos Mario Correa, Jesús Abad Colorado, Carlos Alberto Giraldo, Patricia Nieto, Natalia Botero, Martha Ruiz y otros tantos periodistas de ese tiempo, cronistas de hechos rojos, notarios de hechos violentos que rescataron, de primera mano y como testigos excepcionales, las voces de esas víctimas, los relatos de días tan macabros.
Fueron una especie de John Reed, deslumbrados por el quiebre de una sociedad que se atrevieron a relatar; y no precisamente el quiebre por una revolución -como la bolchevique que el escritor norteamericano narró en Diez días que estremecieron al mundo-, sino por la degradación que se incubó en una parte de la sociedad excluyente
y conservadora como la antioqueña.
El periodismo de esos días era impulsado por el teléfono o el bíper que sonaba en la mañana con la alerta de una masacre en el barrio Popular, que repicaba en la tarde por el estallido de una bomba debajo de un puente en el centro de la ciudad, y que insistía en la noche con la denuncia de que tres cuerpos fueron abandonados, con signos de tortura, en una loma de El Poblado.
Aún no son fáciles de escuchar y digerir esas historias para un lector desprevenido, e incluso para los jóvenes reporteros que siguen cubriendo los temas de seguridad, narcotráfico y conflicto armado.
Cientos de periodistas optaron por narrar la guerra -a pesar de los múltiples riesgos- y hacer preguntas sobre lo ocurrido. Estos reportes hacen parte del análisis del Medellín, ¡Basta Ya!, dice Ana María Jaramillo, coordinadora académica de esta investigación que apoya el Centro Nacional de Memoria Histórica, la Alcaldía de Medellín, el Ministerio del Interior, y que realiza en terreno la Corporación Región en compañía del Museo Casa de la Memoria.
Un proyecto que rescatará las voces de las víctimas de tantos sucesos violentos que ocurrieron en Medellín entre 1980 y 2013, presenciados por los periodistas, testigos de primera línea de la desdicha pero también de la dignidad y resistencia de los mayores afectados. Estos son relatos de valentía.
El germen de todo
Gonzalo Medina es de esa generación de periodistas de la Universidad de Antioquia que se formó en el activismo social. Su carrera comenzó en los medios tradicionales como El Mundo, y luego en Caracol Radio. En 1983 ya estaba tras la historia de Luis Fernando Giraldo Builes, un miliciano del ELN que fue reportado como desaparecido.
Cuenta Gonzalo que el 20 de agosto, antes de salir de la redacción, recibió una llamada. Al otro lado del teléfono escuchó la voz de una mujer, la hermana de Luis Fernando, quien aseguró que no sabían nada de su hermano. Gonzalo le propuso hacer una nota sobre la desaparición pero ella le respondió que primero iba a consultarlo con su padre. Nunca volvió a llamar. Sin embargo, esa noche la noticia del país era que en el barrio Aranjuez un joven había sido atado a un poste de luz, y que sus captores le habían amarrado una barra de dinamita que luego activaron. Ese joven era Luis Fernando; su cuerpo quedó destrozado.
Europa se asomaba al espanto del holocausto gracias a Levi y a otros que dieron su testimonio, al sentir que sobrevivir a la barbarie tenía el principal fin de narrar los episodios de dolor, sadismo e instinto de conservación que ocurrieron en Auschwitz-Birkenau y en otros campo de exterminio.
Después del Lager, en el caso de Levi, el sentido de su vida fue relatar a los salvados y quienes se hundieron, aunque nunca logró sobreponerse a la culpa de ser un sobreviviente de la mayor barbarie de la humanidad. Aún se le recuerda como la voz de miles de judíos que dejaron su vida en las barracas, y la de otros que nunca se atrevieron a describir esos años oscuros. Levi, notario de su tiempo, ofició como un cronista que legó al mundo lo que nunca debe repetirse.
El mismo año que murió este escritor italiano de origen judío -puso fin a su vida al tirarse por las escaleras de un edificio, el 11 de abril de 1987 - su obra ya había resonado por todo el mundo y era referente para muchos escritores de no ficción y periodistas. Para ese año, Colombia ya estaba presa de la violencia del narcotráfico y del conflicto armado.
En Los hundidos y los salvados, su última obra, Levi habló sobre los genocidios, y las nuevas guerras, como la que aún padece Colombia. Y es que en 1987, cuando murió, ya existían en el país periodistas que se especializaron en el cubrimiento de nuestra tragedia; sobre todo en Medellín, que desde 1980 ha sufrido la violencia de manera particular. Solo en 1991 se registraron 6.349 homicidios, de ahí que fuera conocida como la ciudad más peligrosa del mundo.
Fue así como, a los escritores norteamericanos del Nuevo Periodismo, que recogieron la experiencia de Levi, los leyeron Juan José Hoyos, Gonzalo Medina, Heinner Castañeda, José Guillermo Palacio, Henry Agudelo, Alonso Salazar, Carlos Mario Correa, Jesús Abad Colorado, Carlos Alberto Giraldo, Patricia Nieto, Natalia Botero, Martha Ruiz y otros tantos periodistas de ese tiempo, cronistas de hechos rojos, notarios de hechos violentos que rescataron, de primera mano y como testigos excepcionales, las voces de esas víctimas, los relatos de días tan macabros.
Fueron una especie de John Reed, deslumbrados por el quiebre de una sociedad que se atrevieron a relatar; y no precisamente el quiebre por una revolución -como la bolchevique que el escritor norteamericano narró en Diez días que estremecieron al mundo-, sino por la degradación que se incubó en una parte de la sociedad excluyente
y conservadora como la antioqueña.
El periodismo de esos días era impulsado por el teléfono o el bíper que sonaba en la mañana con la alerta de una masacre en el barrio Popular, que repicaba en la tarde por el estallido de una bomba debajo de un puente en el centro de la ciudad, y que insistía en la noche con la denuncia de que tres cuerpos fueron abandonados, con signos de tortura, en una loma de El Poblado.
Aún no son fáciles de escuchar y digerir esas historias para un lector desprevenido, e incluso para los jóvenes reporteros que siguen cubriendo los temas de seguridad, narcotráfico y conflicto armado.
Cientos de periodistas optaron por narrar la guerra -a pesar de los múltiples riesgos- y hacer preguntas sobre lo ocurrido. Estos reportes hacen parte del análisis del Medellín, ¡Basta Ya!, dice Ana María Jaramillo, coordinadora académica de esta investigación que apoya el Centro Nacional de Memoria Histórica, la Alcaldía de Medellín, el Ministerio del Interior, y que realiza en terreno la Corporación Región en compañía del Museo Casa de la Memoria.
Un proyecto que rescatará las voces de las víctimas de tantos sucesos violentos que ocurrieron en Medellín entre 1980 y 2013, presenciados por los periodistas, testigos de primera línea de la desdicha pero también de la dignidad y resistencia de los mayores afectados. Estos son relatos de valentía.
El germen de todo
Gonzalo Medina es de esa generación de periodistas de la Universidad de Antioquia que se formó en el activismo social. Su carrera comenzó en los medios tradicionales como El Mundo, y luego en Caracol Radio. En 1983 ya estaba tras la historia de Luis Fernando Giraldo Builes, un miliciano del ELN que fue reportado como desaparecido.
Cuenta Gonzalo que el 20 de agosto, antes de salir de la redacción, recibió una llamada. Al otro lado del teléfono escuchó la voz de una mujer, la hermana de Luis Fernando, quien aseguró que no sabían nada de su hermano. Gonzalo le propuso hacer una nota sobre la desaparición pero ella le respondió que primero iba a consultarlo con su padre. Nunca volvió a llamar. Sin embargo, esa noche la noticia del país era que en el barrio Aranjuez un joven había sido atado a un poste de luz, y que sus captores le habían amarrado una barra de dinamita que luego activaron. Ese joven era Luis Fernando; su cuerpo quedó destrozado.
Dice Gonzalo que el antecedente era que, al parecer, Luis Fernando tenía en su poder un carro robado y la Policía lo detuvo el 16 de agosto. Luego, su cuerpo apareció en Aranjuez, al suroriente de Medellín, en el barrio donde semanas antes el ELN acribilló a cuatro agentes de la Policía. Ante lo tétrico y sorprendente, este reportero le hizo seguimiento al caso.
Entonces se percató que estaban involucrados dos oficiales, el teniente Solanilla y el capitán Laureano Gómez Méndez. La información la confirmó el coordinador de la Procuraduría en Antioquia de ese entonces, Domingo Cuello Pertuz. En la pesquisa por entender por qué las autoridades actuaron de esa manera, llamó al teniente Solanilla a su casa pero el oficial se exasperó y le tiró el teléfono.
Esta investigación, como testigo y vigilante, estuvo en manos de Cuello Pertuz solo 40 días porque el 29 de septiembre de ese año, mientras salía de su vivienda, varios hombres le dispararon y le quitaron la vida.
“Los investigadores aseguraban que los asesinos del Procurador habían sido agentes de la Policía. Ellos se preguntaban, ¿a quién favorecía el crimen? A los policías los tenían detenidos pero de pronto ocurrió algo insólito: el capitán Laureano Gómez Méndez se suicidó y su cuerpo nunca apareció, hecho que no se pudo verificar y se convirtió en un mito”, dice Gonzalo.
La llamada a Solanilla tenía una razón. Cuando en 1980 estaba en la sala de redacción del periódico El Mundo, Gonzalo se interesó por la crónica roja y le dio su propio estilo, al escribir la noticia con la voz del autor del crimen. Gonzalo se interpelaba, ¿quién es esa persona que puede asesinar? Así llegó hasta Néstor Trejos Marín, el “Mono Trejos”, un delincuente de renombre nacional que en 1972 se fugó de La Ladera, y que otra vez, sorprendido por las autoridades ante sus múltiples delitos, fue a dar a Bellavista.
¿Por qué esa Medellín, de comienzos de los 80, se estaba llenando de estos personajes como el “Mono Trejos”, que se codeaban con la muerte y no tenían reato por la ley? ¿Por qué los reporteros solo se quedaban con el relato de la muerte y no iban más allá?, esas preguntas se hacía Gonzalo.
Uno de los periodistas que quiso ir más allá fue el columnista de El Colombiano, Nelson Anaya Barreto, aunque un sicario lo alcanzó el 26 de septiembre de 1983.
La razón de
su asesinato sigue sin esclarecerse; al parecer, fueron narcotraficantes
quienes lo mataron. La Fundación para la Libertad de Prensa registra este
crimen como el primero cometido contra un reportero, en la década de los 80, en
Medellín.
Por el activismo social Gonzalo dejó las salas de redacción en Colombia y se lanzó a cubrir la guerra civil en El Salvador. De regreso al país se vinculó al Centro Laubach de Educación Popular y ese trabajo lo alternó con la conducción de un programa en la Emisora de la Universidad de Antioquia donde contaba los pormenores de las guerras civiles en Centroamérica.
A las 11 de la mañana, todos los domingos, Héctor Abad Gómez, el médico y presidente del Comité de los Derechos Humanos en Antioquia, grababa en directo el programa Pensando en voz alta, y media hora después, en esa misma cabina, Gonzalo conducía el suyo.
Medina no olvida la presencia de Héctor Abad Gómez y las denuncias que leía en el micrófono: una ejecución extrajudicial, una masacre, una desaparición forzada. La última vez que lo vio fue en la emisora donde denunció, en vivo, que estaba amenazado.
“En Colombia todo coge una dinámica en que vos estás con una persona y horas después o a los días la matan, la desaparecen, y eso pasó con el doctor Héctor Abad Gómez el 25 de agosto de 1987”, asegura Medina.
Esa mañana, primero los paramilitares mataron a Luis Felipe Vélez, el presidente de la Asociación de Institutores de Antioquia (Adida), y al final de la tarde, cuando Héctor Abad Gómez fue al velorio, en la sede del sindicato, fue asesinado en la entrada. Leonardo Betancur, otro médico salubrista que lo acompañaba, alcanzó a correr pero el asesino lo encontró en la cocina de Adida y ahí le descargó el arma.
Trece días antes de la muerte de Héctor Abad, varios hombres llegaron hasta la casa de Pedro Luis Valencia, cerca de la IV Brigada, y asesinaron a ese profesor de la Universidad de Antioquia y senador de la Unión Patriótica.
Posteriormente, el 10 de diciembre, Día mundial de los Derechos Humanos, un comando irrumpió en las instalaciones de la Cooperativa de Trabajadores de Simesa, en el centro de Medellín, y retuvieron a Francisco Gaviria, estudiante de comunicación social de la misma universidad. Su familia lo buscó por toda la ciudad y al día siguiente alguien encontró su cuerpo en la loma del Esmeraldal, en Envigado, envuelto en un costal, atado, desnudo, con un disparo en la cabeza y los ojos quemados.
Para acabar de ajustar, el 17 de diciembre otro comando armado desapareció, torturó y dejó en la maleta de un carro el cuerpo sin vida de Luis Fernando Vélez, reemplazo de Héctor Abad Gómez en la dirigencia del Comité de Derechos Humanos.
Por el activismo social Gonzalo dejó las salas de redacción en Colombia y se lanzó a cubrir la guerra civil en El Salvador. De regreso al país se vinculó al Centro Laubach de Educación Popular y ese trabajo lo alternó con la conducción de un programa en la Emisora de la Universidad de Antioquia donde contaba los pormenores de las guerras civiles en Centroamérica.
A las 11 de la mañana, todos los domingos, Héctor Abad Gómez, el médico y presidente del Comité de los Derechos Humanos en Antioquia, grababa en directo el programa Pensando en voz alta, y media hora después, en esa misma cabina, Gonzalo conducía el suyo.
Medina no olvida la presencia de Héctor Abad Gómez y las denuncias que leía en el micrófono: una ejecución extrajudicial, una masacre, una desaparición forzada. La última vez que lo vio fue en la emisora donde denunció, en vivo, que estaba amenazado.
“En Colombia todo coge una dinámica en que vos estás con una persona y horas después o a los días la matan, la desaparecen, y eso pasó con el doctor Héctor Abad Gómez el 25 de agosto de 1987”, asegura Medina.
Esa mañana, primero los paramilitares mataron a Luis Felipe Vélez, el presidente de la Asociación de Institutores de Antioquia (Adida), y al final de la tarde, cuando Héctor Abad Gómez fue al velorio, en la sede del sindicato, fue asesinado en la entrada. Leonardo Betancur, otro médico salubrista que lo acompañaba, alcanzó a correr pero el asesino lo encontró en la cocina de Adida y ahí le descargó el arma.
Trece días antes de la muerte de Héctor Abad, varios hombres llegaron hasta la casa de Pedro Luis Valencia, cerca de la IV Brigada, y asesinaron a ese profesor de la Universidad de Antioquia y senador de la Unión Patriótica.
Posteriormente, el 10 de diciembre, Día mundial de los Derechos Humanos, un comando irrumpió en las instalaciones de la Cooperativa de Trabajadores de Simesa, en el centro de Medellín, y retuvieron a Francisco Gaviria, estudiante de comunicación social de la misma universidad. Su familia lo buscó por toda la ciudad y al día siguiente alguien encontró su cuerpo en la loma del Esmeraldal, en Envigado, envuelto en un costal, atado, desnudo, con un disparo en la cabeza y los ojos quemados.
Para acabar de ajustar, el 17 de diciembre otro comando armado desapareció, torturó y dejó en la maleta de un carro el cuerpo sin vida de Luis Fernando Vélez, reemplazo de Héctor Abad Gómez en la dirigencia del Comité de Derechos Humanos.
Dos meses
después, el 22 de febrero de 1988, también fue abaleado el abogado y líder de
la UP, Carlos Gónima. A Gonzalo le tocó despedirse de varios de estos
personajes, que le fueron cercanos, pues en 1987 también era profesor de
Opinión Pública de la universidad.
Varios de esos homicidios habrían sido cometidos por agentes de la Policía y el Ejército. En 1987 ya se había consolidado la alianza entre sectores del Cartel de Medellín, empresarios y agentes del Estado, para acabar con todo lo que se asemejara a la izquierda legal y armada. En esos magnicidios y masacres, también participaron decenas de niños, adolescentes y jóvenes de las comunas de Medellín. ¿Quiénes eran esos que apretaban el gatillo?
La cobertura de la muerte
Medellín pasó de ser la ciudad romántica donde los periodistas registraban los accidentes de tránsito y las peleas a cuchillo, a la ciudad del triple homicidio. Antes de 1980 no se hablaba de droga sino de viciosos, de camajanes, los del pasito tun tun, y muy de vez en cuando se comentaba sobre la marihuana y una que otra pepa, el mejoral con alcohol, con el que muchos se enloquecieron. Así lo cuenta el experimentado periodista José Guillermo Palacio. Dice el reportero -de 54 años y actual macroeditor de El Colombiano- que en su primer trabajo, en Radio Cristal, un día le reportaron seis homicidios en un solo episodio, y pensó: “hoy hay noticia para todo el día”.
Nada era como las épocas pasadas. En 1985, en Radio Cristal, Palacio elaboraba una nota judicial cada media hora y como en ese tiempo poco pasaba (aunque las milicias ya habían dejado un rastro de violencia), entonces dosificaba las noticias. Si era un accidente de tránsito, el primer reporte era que había ocurrido en la avenida Oriental con Ayacucho, entre un taxi y un bus. Media hora después, y sabiendo que el choque había dejado un muerto, decía al aire que al parecer había un ‘occiso’. A la media hora revelaba el nombre del muerto, el conductor del taxi, y finalmente deletreaba las placas de los vehículos.
José Guillermo relata que a la ciudad llegaron el M19, el EPL, el ELN y las FARC, a esos barrios de calles sin pavimentar, sin servicios públicos, donde la gente hacía fila desde las cuatro de la mañana por un litro de leche. Pero las milicias se fueron cuando fracasaron los diálogos de paz de principios de los 80, “la guerrilla se olvidó de la ciudad pero dejó un montón de pelados entrenados en esas comunas, entre los 12 y los 22 años”, afirma José Guillermo.
Luego irrumpió la mafia, la coca de Pablo Escobar, y mucha gente honesta de la ciudad que trabajaba de sol a sol comenzó a beber de la copa del narcotráfico, primero a goticas y luego a grandes sorbos.
Varios de esos homicidios habrían sido cometidos por agentes de la Policía y el Ejército. En 1987 ya se había consolidado la alianza entre sectores del Cartel de Medellín, empresarios y agentes del Estado, para acabar con todo lo que se asemejara a la izquierda legal y armada. En esos magnicidios y masacres, también participaron decenas de niños, adolescentes y jóvenes de las comunas de Medellín. ¿Quiénes eran esos que apretaban el gatillo?
La cobertura de la muerte
Medellín pasó de ser la ciudad romántica donde los periodistas registraban los accidentes de tránsito y las peleas a cuchillo, a la ciudad del triple homicidio. Antes de 1980 no se hablaba de droga sino de viciosos, de camajanes, los del pasito tun tun, y muy de vez en cuando se comentaba sobre la marihuana y una que otra pepa, el mejoral con alcohol, con el que muchos se enloquecieron. Así lo cuenta el experimentado periodista José Guillermo Palacio. Dice el reportero -de 54 años y actual macroeditor de El Colombiano- que en su primer trabajo, en Radio Cristal, un día le reportaron seis homicidios en un solo episodio, y pensó: “hoy hay noticia para todo el día”.
Nada era como las épocas pasadas. En 1985, en Radio Cristal, Palacio elaboraba una nota judicial cada media hora y como en ese tiempo poco pasaba (aunque las milicias ya habían dejado un rastro de violencia), entonces dosificaba las noticias. Si era un accidente de tránsito, el primer reporte era que había ocurrido en la avenida Oriental con Ayacucho, entre un taxi y un bus. Media hora después, y sabiendo que el choque había dejado un muerto, decía al aire que al parecer había un ‘occiso’. A la media hora revelaba el nombre del muerto, el conductor del taxi, y finalmente deletreaba las placas de los vehículos.
José Guillermo relata que a la ciudad llegaron el M19, el EPL, el ELN y las FARC, a esos barrios de calles sin pavimentar, sin servicios públicos, donde la gente hacía fila desde las cuatro de la mañana por un litro de leche. Pero las milicias se fueron cuando fracasaron los diálogos de paz de principios de los 80, “la guerrilla se olvidó de la ciudad pero dejó un montón de pelados entrenados en esas comunas, entre los 12 y los 22 años”, afirma José Guillermo.
Luego irrumpió la mafia, la coca de Pablo Escobar, y mucha gente honesta de la ciudad que trabajaba de sol a sol comenzó a beber de la copa del narcotráfico, primero a goticas y luego a grandes sorbos.
Y las calles,
los barrios, las avenidas, los parques, las lomas, los puentes, se llenaron de
muertos por vendettas, por ajustes de cuentas, porque los mafiosos habían
matado al ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, el 30 de abril de 1984 -lo
que obligó a que el gobierno de Belisario Betancur los sentenciara como
extraditables- y se desató una guerra espantosa; una guerra del Cartel de
Medellín contra el Estado y la sociedad.
Ese quiebre lo vivió José Guillermo; en 1987 ya no tenía que dosificar las noticias sino sumarlas. La situación llegó a tal punto que su jefe en la emisora le dijo que tres muertos ya no eran noticia: para salir al aire tenían que ser más de cinco. La emisora cerró y José Guillermo se dedicó al periodismo popular. En 1988 estaba otra vez en la radio como el cronista judicial del Grupo Radial Colombiano. Allá solo estuvo tres meses, no sabía que esa cadena era de los hermanos Rodríguez Orejuela, los jefes del Cartel de Cali que ya estaban en guerra contra Pablo Escobar.
En Cali, Medellín, Miami, Los Ángeles y Nueva York, las dos organizaciones se batían a tiros. A los periodistas de la emisora en Medellín los amenazaron y todos decidieron renunciar. Sin embargo, uno de los jefes entró a la redacción con un tarro lleno de gasolina, se las roció en las piernas y les dijo que si se iban los prendía con un fósforo. Todos estaban petrificados del susto. José Guillermo nunca volvió, pero no renunció a su oficio y en septiembre de 1988 conformó el grupo de reporteros de Buenos días Medellín, un noticiero del locutor Diego Vargas Escobar, quien les pagaba a los periodistas 92.000 pesos y les regalaba las cuñas. La gente lo quería mucho y en todos sus programas hacía editoriales donde criticaba la corrupción, el crimen y los narcos.
“El 17 de octubre de 1989 a la emisora fue un tipo en moto a preguntar por él. Estábamos muy nerviosos porque nos habían hecho dos llamadas con amenazas. Entonces le dije a don Diego que se cuidara, que la situación estaba muy peligrosa. Cuando se fue a despedir me dijo: 'No tiemble negrito que yo soy muy varón', pero cuando llegó a su casa, en La América, se bajó para abrir la puerta del garaje y ahí lo acribillaron”, relata José Guillermo Palacio.
Antes de Diego Vargas Escobar, en Medellín fueron asesinados los periodistas Alberto Lebrún Múnera (11·01·1986), el mismo Héctor Abad Gómez (25·08·1987), Nelson Gavini Alzate (11·11·1987), Jorge León Vallejo Rendón (15·06·1989), Juan Gabriel Caro Montoya (17·06·1989); Roberto Sarasty Obregón (10·10·1989), Martha Luz López (10·10·1989) y Miguel Arturo Soler Leal (10·10·1989).
"Ese día marcó mi vida en el periodismo porque pensé en retirarme definitivamente de esta profesión. Y de verdad renuncié pero luego resulté trabajando en El Mundo y de ahí pasé a El Tiempo y ahora estoy en El Colombiano", recuerda Palacio. Pero Pablo Escobar se ensañó especialmente con El Espectador. Dos de los seis homicidios de personas vinculadas al periodismo en Medellín, perpetrados en 1989, fueron de trabajadores de ese diario: Martha Luz López y Miguel Arturo Soler Leal, los gerentes regionales.
Carlos Mario Correa, que para entonces tenía 23 años, era uno de los reporteros del periódico de los Cano. En una entrevista publicada por ese medio, el 2 de septiembre de 2014, recordó esos años tan duros cuando el capo los asediaba.
Primero fue el asesinato de Guillermo Cano en Bogotá, luego la bomba en las instalaciones de la capital, el 2 de septiembre de 1989, y un mes después la muerte a tiros de los jefes del periódico en Medellín. Correa sintió que era indigno tirar la toalla mientras El Espectador se levantaba de los escombros para seguir denunciando a Pablo Escobar. Después de la bomba en Bogotá aumentaron las amenazas contra todos los trabajadores de la redacción, situada en el barrio Prado. El Espectador cerró en Medellín pero Carlos Mario Correa hizo un acuerdo con las directivas nacionales para trabajar en la clandestinidad con el medio. Así fue reportando cada captura y bomba, como la del 16 de febrero de 1991, en la plaza de toros La Macarena.
Ese quiebre lo vivió José Guillermo; en 1987 ya no tenía que dosificar las noticias sino sumarlas. La situación llegó a tal punto que su jefe en la emisora le dijo que tres muertos ya no eran noticia: para salir al aire tenían que ser más de cinco. La emisora cerró y José Guillermo se dedicó al periodismo popular. En 1988 estaba otra vez en la radio como el cronista judicial del Grupo Radial Colombiano. Allá solo estuvo tres meses, no sabía que esa cadena era de los hermanos Rodríguez Orejuela, los jefes del Cartel de Cali que ya estaban en guerra contra Pablo Escobar.
En Cali, Medellín, Miami, Los Ángeles y Nueva York, las dos organizaciones se batían a tiros. A los periodistas de la emisora en Medellín los amenazaron y todos decidieron renunciar. Sin embargo, uno de los jefes entró a la redacción con un tarro lleno de gasolina, se las roció en las piernas y les dijo que si se iban los prendía con un fósforo. Todos estaban petrificados del susto. José Guillermo nunca volvió, pero no renunció a su oficio y en septiembre de 1988 conformó el grupo de reporteros de Buenos días Medellín, un noticiero del locutor Diego Vargas Escobar, quien les pagaba a los periodistas 92.000 pesos y les regalaba las cuñas. La gente lo quería mucho y en todos sus programas hacía editoriales donde criticaba la corrupción, el crimen y los narcos.
“El 17 de octubre de 1989 a la emisora fue un tipo en moto a preguntar por él. Estábamos muy nerviosos porque nos habían hecho dos llamadas con amenazas. Entonces le dije a don Diego que se cuidara, que la situación estaba muy peligrosa. Cuando se fue a despedir me dijo: 'No tiemble negrito que yo soy muy varón', pero cuando llegó a su casa, en La América, se bajó para abrir la puerta del garaje y ahí lo acribillaron”, relata José Guillermo Palacio.
Antes de Diego Vargas Escobar, en Medellín fueron asesinados los periodistas Alberto Lebrún Múnera (11·01·1986), el mismo Héctor Abad Gómez (25·08·1987), Nelson Gavini Alzate (11·11·1987), Jorge León Vallejo Rendón (15·06·1989), Juan Gabriel Caro Montoya (17·06·1989); Roberto Sarasty Obregón (10·10·1989), Martha Luz López (10·10·1989) y Miguel Arturo Soler Leal (10·10·1989).
"Ese día marcó mi vida en el periodismo porque pensé en retirarme definitivamente de esta profesión. Y de verdad renuncié pero luego resulté trabajando en El Mundo y de ahí pasé a El Tiempo y ahora estoy en El Colombiano", recuerda Palacio. Pero Pablo Escobar se ensañó especialmente con El Espectador. Dos de los seis homicidios de personas vinculadas al periodismo en Medellín, perpetrados en 1989, fueron de trabajadores de ese diario: Martha Luz López y Miguel Arturo Soler Leal, los gerentes regionales.
Carlos Mario Correa, que para entonces tenía 23 años, era uno de los reporteros del periódico de los Cano. En una entrevista publicada por ese medio, el 2 de septiembre de 2014, recordó esos años tan duros cuando el capo los asediaba.
Primero fue el asesinato de Guillermo Cano en Bogotá, luego la bomba en las instalaciones de la capital, el 2 de septiembre de 1989, y un mes después la muerte a tiros de los jefes del periódico en Medellín. Correa sintió que era indigno tirar la toalla mientras El Espectador se levantaba de los escombros para seguir denunciando a Pablo Escobar. Después de la bomba en Bogotá aumentaron las amenazas contra todos los trabajadores de la redacción, situada en el barrio Prado. El Espectador cerró en Medellín pero Carlos Mario Correa hizo un acuerdo con las directivas nacionales para trabajar en la clandestinidad con el medio. Así fue reportando cada captura y bomba, como la del 16 de febrero de 1991, en la plaza de toros La Macarena.
Triste faena
Ese sábado era el descanso del periodista Heinner Castañeda -hoy en día profesor de la Universidad de Antioquia-, quien era el corresponsal del Noticiero de las 7. A las 5:30 de la tarde estaba sentado en una de las casetas, afuera de la plaza de toros. Ese día sí que necesitaba hacer un alto en el camino; sentía a la ciudad atragantada de sangre y dolida con tantos magnicidios.
Su primera noticia fue el asesinato del procurador Carlos Mauro Hoyos, el 25 de enero de 1988. Después vino el cubrimiento de otras igual de duras, como el atentado del 4 de julio de 1989, con 100 kilos de dinamita, en el que murió Antonio Roldán Betancur, el gobernador de Antioquia. Y luego el ataque en el que perdió la vida el coronel Valdemar Franklin Quintero, el 18 de agosto.
Heinner recuerda que por las bombas la gente temía salir de sus casas a las discotecas, parques y a cualquier establecimiento público. Esa tarde de sábado tomaba cerveza con sus amigos y afuera de la plaza concurrían cientos de espectadores y una decena de policías. Eran las 6 de la tarde y se dirigió a uno de los baños públicos que estaba debajo del puente de la avenida San Juan, donde tradicionalmente se parqueaban los vehículos. Regresó a la caseta, se sentó de nuevo y a los dos minutos sintió el estallido.
A las 6:18 p.m. ciento cincuenta kilos de dinamita y metralla, que estaban en un Mazda, explotaron debajo del puente. Era la primera vez que le tocaba vivir un hecho de tal magnitud, como una potencial víctima y no como un periodista. Esta vez fue diferente: la conmoción, la estampida de gente; no saber dónde se encontraba; la nube de polvo, los quejidos de las personas, el traquetear del puente, el fuego, el humo. Fue el sonido de las sirenas de las ambulancias y los carros de bomberos, fue observar a los heridos, a una persona en llamas. No era el registro, desde la distancia, de la violencia; en este caso, era ser sorprendido por ella. A los 10 minutos el lugar estaba repleto de periodistas y a sus colegas les contó lo sucedido como una víctima más.
Ese sábado era el descanso del periodista Heinner Castañeda -hoy en día profesor de la Universidad de Antioquia-, quien era el corresponsal del Noticiero de las 7. A las 5:30 de la tarde estaba sentado en una de las casetas, afuera de la plaza de toros. Ese día sí que necesitaba hacer un alto en el camino; sentía a la ciudad atragantada de sangre y dolida con tantos magnicidios.
Su primera noticia fue el asesinato del procurador Carlos Mauro Hoyos, el 25 de enero de 1988. Después vino el cubrimiento de otras igual de duras, como el atentado del 4 de julio de 1989, con 100 kilos de dinamita, en el que murió Antonio Roldán Betancur, el gobernador de Antioquia. Y luego el ataque en el que perdió la vida el coronel Valdemar Franklin Quintero, el 18 de agosto.
Heinner recuerda que por las bombas la gente temía salir de sus casas a las discotecas, parques y a cualquier establecimiento público. Esa tarde de sábado tomaba cerveza con sus amigos y afuera de la plaza concurrían cientos de espectadores y una decena de policías. Eran las 6 de la tarde y se dirigió a uno de los baños públicos que estaba debajo del puente de la avenida San Juan, donde tradicionalmente se parqueaban los vehículos. Regresó a la caseta, se sentó de nuevo y a los dos minutos sintió el estallido.
A las 6:18 p.m. ciento cincuenta kilos de dinamita y metralla, que estaban en un Mazda, explotaron debajo del puente. Era la primera vez que le tocaba vivir un hecho de tal magnitud, como una potencial víctima y no como un periodista. Esta vez fue diferente: la conmoción, la estampida de gente; no saber dónde se encontraba; la nube de polvo, los quejidos de las personas, el traquetear del puente, el fuego, el humo. Fue el sonido de las sirenas de las ambulancias y los carros de bomberos, fue observar a los heridos, a una persona en llamas. No era el registro, desde la distancia, de la violencia; en este caso, era ser sorprendido por ella. A los 10 minutos el lugar estaba repleto de periodistas y a sus colegas les contó lo sucedido como una víctima más.
“Entonces ahí estaba el periodista convertido en fuente, pero a su vez viendo a los periodistas cómo trataban de hacer su mejor trabajo, sobre todo los de televisión porque de alguna manera la prensa, los fotógrafos y la radio agreden pero no tanto como una cámara encendida. Me acuerdo de las imágenes de la persona que se estaba quemando y las cámaras llegaron a grabarla como si fuera un espectáculo”, testimonia Heinner.
Esas imágenes le dieron la vuelta al mundo y Heinner aún se cuestiona cómo un camarógrafo llegaba a grabar una escena tan dantesca cuando él pudo ser esa víctima. Conmovido, pensaba que los periodistas se veían abocados a registrar ese momento, de una manera honesta, para contarle al mundo las atrocidades de Pablo Escobar, pero esta vez la dimensión era más grande porque el hecho lo padecía en carne propia. Allá siguieron los reporteros preguntando, tomando las versiones, grabando las imágenes afuera de la plaza de toros donde murieron 28 personas y 200 resultaron heridas. Pero entonces, ¿quiénes eran esos muchachos que ponían las bombas, que descerrajaban a sus víctimas?
Medallo del alma
El periodista Alonso Salazar -escritor y exalcalde de Medellín- trató de responder esa pregunta cuando se vinculó con la capacitación popular, de la mano del sacerdote Federico Carrasquilla. La idea era apoyar procesos de liderazgo en los barrios para que la misma comunidad gestionara la solución de sus problemas. En los recorridos por la comuna nororiental conoció a varios jóvenes que empezaron ese trabajo de liderazgo y a los tres años volvió a verlos pero convertidos en jefes de bandas y matones a sueldo. Adolescentes de 12, 15 y 17 años que se montaban en una motocicleta y les descargaban la mini uzi a los enemigos de Pablo Escobar y de los paramilitares.
Lo primero que intentó fue contar la vida de estos niños y jóvenes en un documental que se llamó Medallo del alma; desde ahí empezó la inquietud por esa generación que le valía poco la vida y menos aún la muerte, de los que “querían ser del F-2 (policía secreta) para matar con todas las de la ley”, como le dijo uno de esos muchachos en una comuna.
Usando el
testimonio, como herramienta para explicar por qué el quiebre social de la
ciudad, se valió de la voz de varios jóvenes -como la de Antonio, jefe de una
banda y la de Mario, un sicario- que están incluidos en su libro No nacimos pa’
semilla.
Recuerda que los relatos que más lo impactaron fueron esos dos porque eran muchachos que querían vivir un día como reyes, así los mataran, que llevar una vida de esclavos; jóvenes con una alta dosis de crueldad pero que gozaban de una gran aceptación social porque al ‘coronar’ repartían las ganancias con su madre y el barrio, en fiestas y en derroche.
Jóvenes que venían de entornos violentos, condenados al nacer, que se levantaron en una ciudad desigual y excluyente, muchos de ellos hijos y nietos de víctimas de la violencia de los años 50.
Recuerda que los relatos que más lo impactaron fueron esos dos porque eran muchachos que querían vivir un día como reyes, así los mataran, que llevar una vida de esclavos; jóvenes con una alta dosis de crueldad pero que gozaban de una gran aceptación social porque al ‘coronar’ repartían las ganancias con su madre y el barrio, en fiestas y en derroche.
Jóvenes que venían de entornos violentos, condenados al nacer, que se levantaron en una ciudad desigual y excluyente, muchos de ellos hijos y nietos de víctimas de la violencia de los años 50.
La Unidad de Paz
Fueron esos mismos muchachos de barriada de los que se sirvió Pablo Escobar, al que acorralaron en la tarde del 2 de diciembre de 1993. En el tejado de una casa del barrio La América lo sorprendió el Bloque de Búsqueda y tras un intercambio de disparos, el jefe del Cartel de Medellín murió.
Hasta allá llegó Natalia Botero, como practicante de fotografía de El Colombiano, y registró la romería. Allá también estuvo José Guillermo Palacio quien alcanzó a meterse en un apartamento al lado y ver a Escobar tirado en el tejado. Caracol Radio fue el primer medio en anunciar esa noticia en la voz del periodista Rodrigo Martínez -actual reportero judicial de El Colombiano-. Desde una cabina telefónica le confirmó esa muerte a todo el país.
Natalia Botero -quien trabajó a su vez con la revista Semana- estuvo hasta las 12 de la noche en Medicina Legal a la espera de la familia de Pablo Escobar, ese que amasó una fortuna de más de 10 mil millones de dólares, quien fue representante a la Cámara, jefe de una de las redes criminales más grandes del mundo, que se entregó e hizo una cárcel a su antojo y que se fugó de la misma hasta que ‘los Pepes’, la Policía y el Estado, dieron con él.
A los seis meses, el 2 de julio de 1994, Humberto Muñoz Castro -escolta de los hermanos Juan Santiago y Pedro David Gallón- mató al futbolista Andrés Escobar. Gonzalo Medina, en su libro Andrés Escobar: la sonrisa que partió de madrugada, retrató la historia del asesino, otro hijo de la violencia partidista que ya cargaba a cuestas otros delitos.
Para explicar
la otra violencia que se desató, tras la extinción de Escobar, el periodista
Carlos Alberto Giraldo -quien venía de registrar en sus reportajes y crónicas
esa violencia que dejó la ausencia del capo y la nueva presencia de las
milicias en los barrios periféricos- le sugirió a la directora de El
Colombiano, Ana Mercedes Gómez, crear una unidad especial dentro del periódico
para explicar, con un contexto más amplio, lo que estaba pasando en Medellín y
en el departamento. Así nació la Unidad de Paz y Derechos Humanos en la que se
formaron reporteros como Juan Carlos Pérez, Isolda María Vélez, Diana Losada,
Juan Diego Restrepo, Carlos Olimpo, Gustavo Ospina y los fotógrafos Donaldo
Zuluaga, Manuel Saldarriaga, Juan Antonio Sánchez, Robinson Sáenz y Jaime
Pérez.
Periodistas que registraron después la consolidación del paramilitarismo en la ciudad, los asesinatos del abogado Jesús María Valle y del profesor Hernán Henao. En las páginas que escribieron esos reporteros se hicieron amplias reflexiones sobre las violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario, y se interpelaba al entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, por la creación de las autodefensas legales, conocidas como las convivir. Pero también se denunciaron los secuestros y cientos de crímenes del ELN, los CAP y las FARC y se le dio voz a las organizaciones de víctimas, a las Madres de la Candelaria, al Cinep, el IPC, Región y a la Corporación Jurídica Libertad. La violencia por el narcotráfico y el conflicto armado no había terminado. De los secuestros de empresarios y estudiantes por parte de las milicias, se pasó, otra vez, a las bombas por un enfrentamiento entre la banda de "la Terraza" y Carlos Castaño, cabeza de las AUC, quien ya se había servido de sus sicarios para cometer magnicidios. Según ‘don Berna’ y ‘H.H’ -jefes paramilitares extraditados a Estados Unidos-, Carlos Castaño le habría pedido a “la Terraza” ejecutar el asesinato del periodista Jaime Garzón, el 13 de agosto de 1999.
Periodistas que registraron después la consolidación del paramilitarismo en la ciudad, los asesinatos del abogado Jesús María Valle y del profesor Hernán Henao. En las páginas que escribieron esos reporteros se hicieron amplias reflexiones sobre las violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario, y se interpelaba al entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez, por la creación de las autodefensas legales, conocidas como las convivir. Pero también se denunciaron los secuestros y cientos de crímenes del ELN, los CAP y las FARC y se le dio voz a las organizaciones de víctimas, a las Madres de la Candelaria, al Cinep, el IPC, Región y a la Corporación Jurídica Libertad. La violencia por el narcotráfico y el conflicto armado no había terminado. De los secuestros de empresarios y estudiantes por parte de las milicias, se pasó, otra vez, a las bombas por un enfrentamiento entre la banda de "la Terraza" y Carlos Castaño, cabeza de las AUC, quien ya se había servido de sus sicarios para cometer magnicidios. Según ‘don Berna’ y ‘H.H’ -jefes paramilitares extraditados a Estados Unidos-, Carlos Castaño le habría pedido a “la Terraza” ejecutar el asesinato del periodista Jaime Garzón, el 13 de agosto de 1999.
Con las bombas en el centro comercial El Tesoro (10 de enero de 2001) y la del parque Lleras (17 de mayo del mismo año) la ciudad se asomó, de nuevo, a la guerra urbana.
En la comuna 13 todos los días había combates entre las milicias, los paras y el Ejército. Ahí vinieron las operaciones Mariscal y Orión, en 2002, esta última, la primera intervención militar urbana, de gran escala, con el que el gobierno Álvaro Uribe empezó su política de seguridad democrática. Allá arriesgaron sus vidas, en medio de los tiros, los fotógrafos Henry Agudelo y Jaime Pérez con el periodista Carlos Alberto Giraldo.
Un fotógrafo y periodista con una mirada crítica, como Jesús Abad Colorado, dejó el testimonio, en una fotografía, de cómo la Policía y el Ejército avanzaban cuadra por cuadra con un hombre vestido de uniforme militar y encapuchado, quien decía dónde buscar y a quién requisar por su presunta relación con la guerrilla.
Extinguida la presencia militar de las milicias, el Bloque Cacique Nutibara de las AUC se desmovilizó después de acabar con el Bloque Metro que dirigía “Doble Cero”, un exoficial del Ejército. Y la violencia mutó, la Oficina de Envigado se dividió, el ajuste de cuentas entre bandas no paró, pero la ciudad empezó a cambiar, a modernizarse, y a abrirle espacios a propuestas políticas más limpias, como las de Sergio Fajardo y Alonso Salazar.
Hoy en día sobresale que la tasa de homicidios ha descendido a niveles históricos, las instituciones han reconocido a las víctimas, que al día de hoy suman 375.000, según la Unidad de Víctimas, en una ciudad de 2’762.108 habitantes (DANE). Pero las bandas siguen disputándose el control del microtráfico, sin muertos, pero sí con desaparecidos, según Corpades, por un pacto de fusil entre “los Urabeños” y "la Oficina". La Alcaldía lo desmiente y reitera que la reducción del 42 por ciento de los asesinatos en 2015, respecto al 2014, es gracias al esfuerzo de las autoridades por combatir el delito y preservar la vida.
“Es muy difícil contar de otra manera las cosas que uno no entiende”, dice Alonso Salazar sobre el cubrimiento de la violencia en los años 80. En medio de un esfuerzo empírico, también se buscaba la reflexión. Medellín estaba invadida por la mafia, pero el problema era global y el impacto fue tan cruel que muchas veces impidió esa mirada.
Con varios buenos ejemplos se puede ver que ahora los registros tienen mucho más contexto; son noticias, reportajes y análisis que recogen esas experiencias de los reporteros de los 80 y principios de los 90. Los periodistas José Guarnizo Álvarez, Ricardo León Cruz, Nelson Matta, Walter Arias, Stephen Arboleda, Mauricio Builes, Juan Carlos Monroy, Javier Alexánder Macías, Daniel Rivera Marín y Juan David Ortiz lo siguen intentado. Ahí están los reportes sobre La Escombrera, un botadero de escombros de la comuna 13 donde los paras, y agentes del Estado, habrían desaparecido a más de 100 personas.
En los archivos digitales e impresos de los medios están vivos los testimonios de por qué Medellín ha sido tan violenta y estigmatizada, de cómo sigue resistiendo y cada vez más trabaja por superar ese horror. Testimonios logrados por periodistas que lo han arriesgado todo para que la ciudad despierte, para que el país no olvide, para que nadie diga que eso no ocurrió, así como esperaba Primo Levi con su testimonio del Lager.
- El CNMH lanzará a final de 2015 el informe nacional de la violencia contra periodistas.
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