por el profesor Marco Palacios R.
Fragmento
La Historia política colombiana se caracteriza por la persistencia de un arraigado particularismo localista que se originó en la sociedad colonial y que, desde los albores del período nacional, ha sido considerado uno de los obstáculos determinantes en la marcha hacia la centralización política y la integración nacional. Aunque el tema es amplio y copioso en manifestaciones culturales y sociales, poco se lo ha explorado. Las notas críticas que siguen están forzosamente circunscritas a destacar uno o dos aspectos fundamentales del fenómeno. La intención de este ensayo es formular una crítica al economicismo que predomina en la interpretación de los problemas genéricamente asociados al tema "Estado y región". Un punto de partida conveniente para tal propósito consiste en mostrar la excesiva simplificación y la distorsión resultante de todo un esfuerzo interdisciplinario sistemático para sostener que la independencia política de 1810 - 1830 no tuvo significado histórico sustancial alguno. Se parte de una afirmación enfática en la continuidad de los modos de producción y de las formaciones sociales, y en la perdurabilidad de la dominación social colonial que se habrían plasmado sin alteraciones en las nuevas repúblicas. De esta manera la coyuntura de la Independencia pasa desapercibida y el cambio político queda sepultado bajo la gruesa capa de las estructuras sociales. Con la Independencia no pasa nada distinto a reforzar el "colonialismo interno". No debatiremos la validez fundamental de algunas de estas proposiciones, aunque desde ahora subrayamos su carácter excesivamente simplista.
La Independencia en sus diversas facetas, desde la guerra civil inicial de la Patria Boba (1810-1816) hasta el momento triunfal de la guerra de liberación que llegó a la Nueva Granada antes que a Venezuela o Perú, entraña una nueva dimensión histórica y significa una ruptura neta e irreparable con la época colonial. Esto es evidente si se supera el economicismo y se analiza la Independencia desde el ángulo de la especificidad de lo político, de la autonomía y la eficacia relativa que las mentalidades, las ideologías y los proyectos sociales guardan con relación a la base material de la sociedad.
La nueva época que abre la Independencia se caracteriza fundamentalmente porque las clases dominantes que emergen de la Colonia enfrentan la tarea de dirigir políticamente la nación recién inventada. Al romper el nexo colonial y barrer con sus agentes y representantes, la clase dominante en conjunto tiene que convertirse en clase hegemónica; más aún, tiene que autopostular su vocación de clase dirigente nacional, desbordar el localismo colonial, superar su propia división interna, la dispersión regional del poder y buscar en las nuevas estructuras jurídico-políticas el medio eficaz para conseguir su propia unidad orgánica. Asumir y ejercer la dirección política es característica básica de cualquier clase dominante. Pero esto no quiere decir que la capacidad y el talento de gobernar le caigan del cielo por el mero hecho de que ocupe la cúspide del sistema social y monopolice la riqueza, el poder y el prestigio social. El liderazgo político solamente puede ejercitarse en el plano de la ideología y de la acción, vale decir dentro de la organización política creada subjetiva e intencionalmente.
La Independencia asignó a las aristocracias criollas, arraigadas en ciudades y regiones relativamente autónomas, una doble tarea política:
(a) concebir y formular una ideología "nacional" capaz de expresar los intereses de todas las clases sociales conscientes que participaban en el movimiento, para aglutinarlas en torno a un proyecto político y social viable, y
(b) reestructurar el Estado, o sea, generar una organización jurídico-política republicana, por medio de la cual fuera posible extender el dominio sobre toda la sociedad y dirigir la nación.
En este punto es importante advertir que en general en las provincias neogranadinas, y en marcado contraste con las venezolanas o con las mexicanas, la aristocracia criolla no vio seriamente amenazada su dominación de clase por la presión popular, durante o después del movimiento independentista.
No queremos decir que existiese consenso ideológico y acuerdo político entre las facciones localistas de la aristocracia criolla, ni mucho menos que para sus dirigentes fuese fácil proponer fórmulas viables sobre la reestructuración estatal en aspectos tan sustantivos como el sistema hacendario y fiscal, la creación de una burocracia civil, o la conformación de un ejército centralizado.
Nuestro argumento es que a lo largo del siglo XIX la fragmentación regional del poder político fue la expresión desnuda y más visible de la ausencia de una auténtica clase hegemónica capaz de unificar políticamente a la nación e integrar, representándolas, a las demás facciones de la clase dominante dentro del marco de un Estado moderno y unitario.
En las condiciones de la modernidad (definida ésta como la época caracterizada por el desarrollo económico y el progreso técnico que abre la Revolución Industrial y por la consolidación de la nación, la centralización política y la ampliación de la ciudadanía que inaugura la Revolución Francesa) la sociedad, la economía y la polis neogranadinas que emergían de la Colonia eran congregados arcaicos, distanciados por la geografía, la historia, la tradición, las relaciones inter-étnicas y, en última instancia, por el atraso material que se manifestaba en la permanencia de formas precapitalistas de producción y en la inexistencia de un mercado interno.
La Independencia coincide con el período de las "revoluciones burguesas" y parece afiliarse a la corriente universal que éstas inauguran; sus dirigentes postulan ideales políticos y formulan proyectos nacionales en términos burgueses; al menos la terminología, la esperanza y el mito son burgueses. Pero el sustrato material de esas sociedades provincianas y regionalistas distaba de ser capitalista. No existía, por tanto, posibilidad objetiva alguna de que una burguesía moderna unificara la nación mediante el control del nuevo Estado republicano. Este problema puede ilustrarse con un breve examen de las coyunturas políticas más importantes del siglo XIX colombiano.
I. La Independencia
Como dijimos, los movimientos de emancipación hispanoamericana pertenecen a la época de las llamadas revoluciones burguesas y se desencadenan en cuanto van llegando las noticias sobre la ocupación napoleónica de la Península Ibérica.
Pero, como sostienen muchos autorizados especialistas, las razones últimas del movimiento independentista y de su intransigencia residen en complejos factores de orden interno, cuya maduración fue agrietando durante el último período colonial las relaciones que teóricamente deberían existir entre el centro político y sus colonias americanas.
De allí el arraigado regionalismo de las guerras de Independencia, lo que debe entenderse no sólo en los acostumbrados términos militares y logísticos, sino más bien en cuanto que ese regionalismo era la expresión política de un orden social y económico que había cristalizado plenamente desde el siglo XVII. Así pues, conviene comenzar por definir los rasgos propios del actor americano principal: la aristocracia criolla.
a ) Características de la aristocracia criolla
En el siglo XVII el patriciado urbano, cuyo patrimonio e intereses son indiferenciadamente agrarios, mineros y mercantiles, ocupa, sin disputa, el ápice de la pirámide social; su sedimentación se expresa en las tendencias hacia la cohesión del linaje a través de la alianza matrimonial de las familias de terratenientes con las de mercaderes, dueños de minas y con altos burócratas de España, que recién llegan para ser cooptados sin dificultad.
La ciudad se convirtió en el centro provincial del poder formal e informal de una clase que, sin constituir una verdadera nobleza de sangre, monopolizaba las mejores tierras o las minas; controlaba el transporte, el comercio de larga distancia y los inventarios de mercancías importadas; tenía acceso a los fondos líquidos puestos a su disposición por las comunidades religiosas, y explotaba la mano de obra afroindígena sometida a relaciones productivas que iban desde la esclavitud hasta los más variados arreglos del colonato1 .Dentro de la jerarquía urbana que se plasmó desde la misma Conquista española, la cúspide quedó copada por las tres grandes ciudades coloniales: Santa Fe, la capital del Reino, en el centro-oriente del país; Cartagena, el principal puerto y fortaleza militar del Caribe, y Popayán, en el suroccidente, fundada por las huestes de Pizarro, capital de la extensa provincia minera del Cauca. Aun así, al final del período colonial una veintena de centros urbanos detentaba una inmensa influencia en la vida provinciana: Cúcuta, Socorro, Ocaña, San Gil y Tunja, en el Oriente; Antioquia, Rionegro y Medellín, en Antioquia; Mompós, Honda, Mariquita y Neiva, en la hoya del río Magdalena; Cali, Buga y Cartago, en el Valle del Cauca, y Pasto y Barbacoas, en los confines meridionales de la provincia del Cauca. Cada una de estas ciudades intentaba reproducir, cuál más, cuál menos, el patrón de vida social y de organización política prevalecientes en los tres grandes centros urbanos. No obstante, entre unas y otras se manifestaban marcadas diferencias y su movimiento de ascenso o descenso dentro de una hipotética escala de jerarquía regional no era sincrónico.
Pero el imperio de las ciudades sobre el mundo rural era incierto. En este punto vale la pena subrayar el relativo fracaso de las políticas de concentración de la población que datan de mediados del siglo XVI2.
Numerosos núcleos de comunidades campesinas, dispersas y aisladas consiguieron proliferar en los amplios intersticios que les dejaban las haciendas y latifundios. La estructura agraria centrada en la hacienda colonial no poseyó la fuerza de cohesión suficiente para someter bajo su tutela a gran parte de la población rural, ni dio oportunidad a que el campesinado, muy pobre y disperso, se constituyera en uno de los estratos sociales más importantes de la historia colombiana.
Ya desde 1600 aproximadamente y hasta el fin de la Colonia, la ciudad provincial era el escenario casi exclusivo de la lucha política entre facciones criollas. Hacia 1750 el patriciado experimentó enfrentamientos cada vez más frecuentes e insolubles, con los cuales fue definiendo un enemigo externo: el centralismo borbónico que, como advierte Lynch, pretendió dominarlo quizás tardíamente. El meollo del problema era político. En efecto, sin tener en cuenta las restricciones y los conflictos ocasionados por la política comercial y el acusado celo fiscalista de los Borbones, el patriciado criollo se resistía a aceptar los efectos que anticipaba en la reorientación social y laboral de la reforma borbónica. Así, por ejemplo, los juicios de pureza de sangre y el ataque a las compras de blancura3 testimonian el doble resentimiento social que padecía la clase de los españoles americanos contra:
a) los "superblancos" peninsulares que se le atravesaban en el camino hacia los más elevados puestos de la administración pública y le obstaculizaban las posibilidades que ofrecía el comercio trasatlántico, y b) contra los mestizos que, amparados en las leyes borbónicas, se les quisieron igualar.4
El miedo racial fue mucho más acusado en las regiones esclavistas, sobre todo después del alzamiento haitiano.
Por ejemplo, en la vecina Venezuela se expresó más intensamente que en las provincias de la Nueva Granada, aunque en éstas la de Cartagena y sobre todo la de Panamá manifestaron una temprana, implacable y sistemática oposición al liberalismo social de la Corona.
El patriciado de la ciudad de Panamá, cercado por los negros y mulatos de los arrabales que lo dominaban numéricamente por una relación de nueve a uno, se mostró alarmado por todas aquellas medidas legales que reconocían o fomentaban la movilidad social de los pardos, tales como su acceso a los grados militares, a recibir órdenes religiosas, a tener educación, a ejercer el comercio al detal, o la posibilidad de que se casaran con miembros de la raza blanca.
No obstante, la mentalidad racista del patriciado panameño, cartagenero o mantuano no parecía entrar en conflicto con la ideología radical de sus miembros más esclarecidos: masones, jacobinos y librecambistas, quienes estarían prestos a apoyar la causa de la Independencia llegado el momento.
Una arraigada mentalidad racista bien puede servir para la manipulación política de corte populista, como cuando los Gutiérrez de Piñeres, jefes políticos "naturales" de Mompós durante la Patria Boba, decidieron enfrentar "los pardos de los arrabales de Getsemaní" a su enemigos, la elite comerciante de Cartagena: "Como desde el principio fue llamada la plebe a tomar parte en los movimientos a fin de echar por tierra al partido real, ella se insolentó; y la gente de color, que era numerosa en la plaza, adquirió una preponderancia que con el tiempo vino a ser funesta a la tranquilidad pública". Así se desencadenó el 11 de noviembre de 1811, la independencia de Cartagena. Pero los objetivos conseguidos nada tenían que ver con las "gentes de color":
(a) independencia absoluta del gobierno español;
(b) supresión del Tribunal de la Inquisición;
(c) empleos del Consulado y del Regimiento para los criollos;
(d) división tripartita del poder público;
(e) amnistía política a los rebeldes momposinos.
Entonces "el movimiento se apaciguó sin haber sucedido desgracia alguna"5.
Los Borbones fueron definidos como el enemigo externo en la medida en que sus reformas pretendían arrancar al patriciado el manejo de los asuntos locales, política por demás muy difícil de llevar a la práctica. Los criollos estaban bien atrincherados en la administración local desde el siglo XVII; la era borbónica no significó para ellos el duro golpe que se esperaba en Madrid. Baste recordar como ejemplo que los miembros de la elite comercial y de la elite política y social coincidían casi totalmente en Medellín entre 1790 y 18106, y así debió ser en la mayoría de ciudades neogranadinas.
La aristocracia criolla tuvo entonces oportunidad y tiempo para reagruparse en su vieja institución plutocrática, el cabildo municipal; allí, en una primera fase defendió frente a la Corona sus privilegios adquiridos por lo menos desde el siglo XVlIl, y desde allí, en una segunda fase, trató de organizarse políticamente para la independencia. Señalamos que el problema político que trae la Independencia se refiere a la unificación política nacional, fenómeno que, obviamente, no existía en el período colonial.
Las crisis y fisuras del sistema político colonial derivaban fundamentalmente de las relaciones entre el centro político metropolitano y las periferias americanas, dentro de un orden imperial monárquico y absolutista que, por definición, excluía la misma categoría de lo nacional en América; aunque, por supuesto, un sentimiento nacional se fue moldeando a lo largo de los siglos XVII y XVIII.
Si el conservadurismo social, el miedo racial y el acoso comercial y fiscal confluían a impulsar a los criollos a la independencia, es igualmente evidente que la mentalidad criolla se nutrió de un sentimiento americano que en la "era de las revoluciones burguesas" se expresa sin ambigüedades y con inusitado vigor en una ideología nacionalista, cuyas mejores expresiones podrían ser el romanticismo roussoniano de Bolívar, el atenuado proteccionismo económico del general Santander y, en nuestro oficio, la inspiración neoclásica del historiador José Manuel Restrepo, amigo de Bolívar y secretario del Interior entre 1821 y 1827.
Pero sobre la reforma fiscal borbónica debemos recordar que a fines del período colonial el Virreinato de la Nueva Granada era uno de los más pobres del Imperio; sus impuestos no pagaban la administración, por lo que fue frecuente el uso del "situado fiscal".
Un símil podría despejar mejor la naturaleza del problema cualitativamente nuevo que abre la Independencia: si hoy en día una de las preocupaciones centrales para descifrar lo que se ha dado en llamar "la cuestión regional latinoamericana" parte en buena medida del análisis del papel que juega el Estado como agente determinante, el problema para los dramatis personae de la Independencia era exactamente el inverso: ¿Cómo construir un Estado nacional a partir de la fragmentación regional heredada de la Colonia? ¿Cómo crear la unidad nacional y erigir un Estado unitario a partir de fuertes focos locales y regionales de poder, legitimados por una larga tradición localista y particularista? Más aún, ¿cómo asegurar la prosperidad y el progreso, programa fundamental puesto que las "desdichas de los pueblos americanos" se achacaban todas al implacable monopolio comercial y a la voracidad fiscal de la Metrópoli?
1. M. Morner, "Tenant labour in Andean South America since the Eighteenth Century. A preliminary report", XlII International Congress of Historical Sciences, Moscú, 1970.
2. O. Fals Borda, El hombre y la tierra en Boyacá. Desarrollo histórico de una sociedad minifundista, Bogotá, 2a ed., 1973, págs. 54-61; M. Mamer, "Las comunidades de indígenas y la legislación segregacionista en el Nuevo Reino de Granada", Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura (ACHSC), Bogotá, 1, N° 1, 1963, págs. 63-88.
3. J. Jaramillo Uribe, "Mestizaje y diferenciación social en el Nuevo Reino de Granada en la segunda mitad del siglo xvm", ASHSC, I1, N° 3, I96S, págs. 2I-48.
4. J. Lynch, The Spanish American Revolutions, r808-r826, Nueva York, I973, págs. IS-34.
5. J. M. Restrepo, Historia de la revolución de la República de Colombia en la América Meridional, 4 vals., Besanzón, I8 5 8, vol. 1, págs. I90-I92.
6. A. Twinam, "Desde Mon y Velarde hasta Coltejer. Comercio y comerciantes en Antioquia", ponencia presentada en Fundación Antioqueña para los Estudios Sociales (FAES), Medellín, agosto de I979·
Digitalizado: http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/ciencia-politica/fondos-abiertos/la-clase-mas-ruidosa-y-otros-ensayos-sobre-politica-e-historia
b) Localismo
y crisis de legitimidad
Germán Colmenares cita a Bolívar para señalar de qué manera el
patriciado independentista padeció una "preocupación insuperable sobre el principio de legitimidad":
Yo concibo el estado actual de América como cuando desplomado el
Imperio Romano cada desmembración formó un sistema político conforme a sus intereses
y situación, o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o
corporaciones; con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos
volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían
las cosas o los sucesos; más nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo
que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios ni europeos, sino
una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores
españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros
derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y que
mantenernos en él contra la invasión de los invasores: así nos hallamos en el
caso más extraordinario y complicado[1].
En esta preocupación de Bolívar encontramos un aguzado sentido
de clase, producto de su origen aristocrático venezolano y una respuesta a las
modalidades sociales que en Venezuela estaba adquiriendo la guerra de
liberación. Pero en la Nueva Granada los conflictos de clase, exacerbados por las
barreras racistas prevalecientes en el orden de castas, fueron menos agudos;
aquí los indios y los negros esclavos o sus descendientes no pasaban del 20% de
la población total del país; una abrumadora mayoría mestiza interponía su peso
demográfico, social y cultural a los extremos del espectro racial. En la Nueva
Granada la masa de indios y negros y sus iguales sociales, los blancos pobres,
los mestizos y los mulatos, o sea "los
legítimos propietarios del país", no disputaron abiertamente los
"derechos europeos" de los criollos, como temía Bolívar. El conflicto
político derivó entonces hacia el formato estatal y se manifestó violentamente
en el interior de la aristocracia criolla.
El movimiento de Independencia se transformó rápidamente en una
compleja guerra civil entre ciudades y provincias neogranadinas, ninguna de las
cuales parecía disponer de condiciones materiales para imponerse a las demás o
para separarse totalmente del movimiento común. El historiador José Manuel
Restrepo señaló estas características centrales de los arraigados conflictos
locales desatados entre 1810 y 1816 por el movimiento de Independencia:
[...] La anarquía laceraba las provincias y hacía rápidos
progresos. Apenas hubo ciudad, ni villa rival de su cabecera, o que tuviese
algunas razones para figurar, que no pretendiera hacerse independiente y
soberana para constituir la unión federal o para agregarse a otra provincia. La
de Tunja fue despedazada por bandos acalorados, y de sus poblaciones
principales, unas querían Junta en la capital, otras unirse a Santafé y otras,
con Sogamoso, erigirse en provincia. Con la misma pretensión se apartó Mompós
de Cartagena y Jirón de Pamplona; establecióse en Jirón una junta a cuyo frente
se puso el respetado eclesiástico doctor Eloy Valenzuela bajo el título modesto
de capellán.
Ambalema no quiso depender de Mariquita; Nóvita del Citará y
otros lugares de sus respectivas capitales. Donde quiera que hubo un demagogo o
un aristócrata ambicioso que deseaba figurar, se vieron aparecer juntas independientes
y soberanas, aún en ciudades y parroquias miserables como Nare, las que
pretendían elevarse al rango de provincias...
Se necesitaban actos vigorosos de parte de las juntas
provinciales para contener los programas del mal... [2]
De modo que Cartagena sometió a Mompós por la fuerza,
iniciándose la serie de conflictos armados dentro del mismo bando
independentista que fueron la característica principal de la Patria Boba, a la
que puso término la feroz restauración del poder español (1816 - 18199).
El sistema social que emerge de
la Colonia estaba confinado al marco local y regional. La sociedad y la
economía estaban atomizadas si se las analiza desde el punto de vista de la
nación. La aristocracia criolla era profundamente localista y provinciana y
desde esta perspectiva quizás sea válido agregar que la preocupación por la
legitimidad del poder en las provincias granadinas se concentró menos en los
contenidos sociales, clasistas y estamentales y mucho más en el puesto que
habría de corresponder a cada provincia en la nueva ordenación política
territorial.
Que las referencias básicas de las provincias se identificaban
con la organización territorial de origen colonial se demuestra con el hecho de
que el principio del uti possidetis
recibió un respaldo prácticamente unánime, tanto en la demarcación
administrativa inicial del período Gran Colombiano (1820-1830), como al momento
de la desmembración de la Gran Colombia en tres Estados (las actuales
repúblicas de Colombia, Venezuela y Ecuador) y la voluntaria reincorporación de
Panamá a Colombia, interrumpida durante las breves dictaduras del mulato
Espinar y del venezolano Alzuru (1830 - 1831).
La búsqueda de legitimidad política condujo La búsqueda de
legitimidad política condujo a un hondo conflicto ideológico y político entre
los criollos en torno a esta cuestión: ¿qué grado de control central debería
existir sobre las provincias que se avenían a formar el nuevo Estado nacional?
La prolongada duración de este conflicto -el siglo XIX
colombiano- y sus modalidades político-militares atestiguaban el hecho de que
ni el Estado central ni ningún foco provincial importante conseguía la
legitimidad para ejercer lo que Max Weber llamó el monopolio de la violencia. Pero
weberianamente planteado, el problema es tautológico: el hecho era que ni el
gobierno central ni una o varias provincias tenían el poder económico y la
consiguiente capacidad fiscal y militar para imponer el control político y
ningún centro disponía tampoco de la capacidad intelectual o de la fuerza
espiritual para unificar políticamente la nación en torno a intereses a largo
plazo, universalmente definidos.
c) Panamá y Cauca: ¿dos casos extremos de
regionalismo?
Hacia 1830 la adhesión de algunas
aristocracias de provincia al proyecto nacional colombiano parecía más asunto
de conveniencia táctica que cuestión de principios o expresión de sentimientos
nacionales colombianos. Los casos más notorios fueron los de Panamá y Cauca,
periferias geográficas.
Aquello que en Bogotá se entendía
como política proteccionista moderada, entre el patriciado de Ciudad Panamá era
tenido como proteccionismo excesivo, dañino a sus intereses y nefasto para la
prosperidad general del país. Pero los movimientos separatistas panameños,
inspirados por el patriciado librecambista de Ciudad Panamá, tampoco alcanzaban
mucha fuerza y parecían diluirse al salir de los intramuros de la ciudad. Para
explicar la debilidad de los separatismos alentados por el patriciado urbano de
Panamá debe mencionarse el miedo social ante un levantamiento popular o el
ascenso popular que un movimiento nacional pudiera producir eventualmente. Las experiencias
con los populismos de 1830 - 1831 parecían confirmarles que el temor no era
infundado.
Las aristocracias terratenientes de
las provincias panameñas del interior, en aquel momento desconectadas del
comercio internacional, preferían el orden rural que dominaban, orden más
viable cuanto más débiles fuesen los nexos con el mercado mundial. Así pues, no
era tanto la geografía per se cómo la
peculiaridad de la organización social panameña aquello que determinaba las
orientaciones localistas y la visión oportunista de las elites en torno a la
necesidad de un centro político remoto.
Panamá, al igual que los Llanos
Orientales, fue la región más incomunicada físicamente con el centro del país.
Pero a diferencia de los Llanos, y a causa de su ubicación estratégica, desde
el siglo XVIII el comercio inglés había convertido el Istmo en apéndice de
Jamaica para el abastecimiento de los puertos sudamericanos del Pacífico: Buenaventura, Tumaco, Guayaquil y
Paita. Así pues, los criollos de ciudad Panamá mantenían, al margen de
Colombia, un comercio con las colonias antillanas mucho más sistemático,
voluminoso y dinámico que el disfrutado por cualquier puerto colombiano.
La debilidad endémica de los movimientos separatistas, pese a la
incomunicación física con Colombia; la fuerza político-electoral de los
terratenientes interioranos que preferían la incorporación a una Colombia
conservadora y señorial y, finalmente, el hecho de que la apertura de
California (I 848), que inauguró una nueva fase en la historia económica
panameña, coincidiera con un cambio hacia la dirección librecambista del centro
político son elementos que debemos considerar para explicar la permanencia de
Panamá dentro de la República.
El caso del Cauca es todavía más significativo porque señala la
fragilidad y los límites del proyecto nacional post-independiente cuando tuvo
frente a sí el poder regional de una vieja y bien sedimentada clase criolla. El
Cauca es ejemplar no tanto por su ubicación periférica, que lo llevó a sufrir
la superposición de jurisdicciones eclesiásticas y civiles desde el temprano
período colonial -entre Quito y Santa Fe de Bogotá-, sino por el papel crucial
que desempeñó el grupo caucano en la política colombiana del siglo XIX.
Pese a la diversidad geográfica, cultural, étnica y productiva
del vasto espacio que correspondía a la provincia del Cauca, el hecho fue que
ya desde el siglo XVII una clase de grandes terratenientes, mineros y
mercaderes empezó a mantener el control político local desde Popayán, rival
económico de Santa Fe. La elite payanesa estuvo, naturalmente, del lado de la
Independencia y jugó un papel estratégico tanto por la magnitud de su riqueza y
el alto grado de sedimentación social y prestigio tradicional alcanzado, como
por ser paso geográfico obligado entre la Nueva Granada y Ecuador y Perú.
Adicionalmente, una de sus provincias, la de Pasto, mantuvo una tenaz lealtad
al principio monárquico y al rey de España.
Pero ¿cuál era hacia 1830 la actitud de los líderes políticos
caucanos frente a la nación colombiana? La llegada al poder del general Rafael
Urdaneta, en septiembre de 1830, trajo como casi inmediata reacción la
separación de Popayán de la expirante Colombia. Ésta obedecía a los fuertes
deseos de la elite payanesa de apoyar un gobierno que le pudiera garantizar
mantener en paz el sistema social. Desde estas expectativas era lógica la
anexión al Ecuador, cuya forma social señorial (o semifeudal) tenía fuertes
semejanzas con la caucana, y con cuyas regiones andinas (la antigua Presidencia
de Quito) había tenido lazos históricos durante los siglos de la Colonia[3]. Pero el
peligro no se visualizaba tan sólo en Bogotá, en donde el golpe de estado de un
general venezolano parecía encerrar algún peligro social, sino en la cercana
provincia del Valle del Cauca, en donde "están regadas las armas en los
pueblos y entre la ínfima clase, porque ha habido la imprudencia de fomentar la
emulación de éstas, consignando armas a la plebe", tal como escribiera
desde Buga el patricio local José Antonio Arroyo al secretario del Interior, en
diciembre de 1830[4].
El fiscalismo ecuatoriano, la caída de Urdaneta en 1831 y el
ascenso de los payaneses al alto gobierno en Bogotá se sumaron para que en 1832
las provincias del sur pidieran reingreso a la República.
La tensión entre la preeminencia de los intereses localistas de
los señores caucanos frente a la adhesión a un proyecto nacional se puso de
manifiesto en la carrera y las actitudes del general Tomás Cipriano de
Mosquera, cuatro veces presidente de la República y miembro de la aristocracia
payanesa. Ora como caudillo militar, ora como oficiante de la política
electoral, Mosquera desentonaba si no con el estilo señorial de su clase, con
su provincialismo. No obstante, vivió limitado por aquélla, en la medida en que
para lograr figuración e influencia nacional requería contar con el respaldo de
su base caucana. El caso es importante porque ayuda a desmitificar la
abrumadora influencia que se atribuye a los caudillos militares caucanos y, por
el contrario, permite asignarle suficiente importancia al localismo de la clase
de la que provenían (Mosquera) o de la que dependían (José María Obando) y a la
cual quisieron imponer sacrificios inmediatos para garantizar su hegemonía
política.
Contrariamente
a lo que se espera de un típico caudillo militar, señor de vida y haciendas, en
el decenio de 1830 Mosquera impulsó una considerable legislación de tinte
liberal y propuso la creación de un ejército centralizado y nacional, moderno y
profesional, aunque las limitaciones fiscales ahogarían estos proyectos. Pero,
como observa uno de los mejores conoce-dores del jefe payanés, "su
concepto de las necesidades militares de la nación y sus actividades como
secretario de Guerra de 1838 a 1840 hicieron posible la victoria de un ejército
medianamente modernizado (en la guerra de 1839 - 1841) a pesar de la debilidad
del gobierno que tuvo que sostener"[5]. En este
sentido, como miembro del grupo castrense que encabezaron Bolívar, Santander,
Herrán y Obando, Mosquera se sobrepuso rápidamente a la crisis de legitimidad
que se originaba en la ruptura con España. Al igual que todos ellos, afirmó de
una manera peculiar las características de la nueva legitimidad republicana en
torno a un ejército nacional que respaldase un gobierno igualmente nacional.
Pero durante la época post-independiente, las clases dominantes
locales prefirieron no someterse a los vaivenes de la política y de la guerra;
se replegaron conscientemente en sus provincias, de las que los sacaban las
querellas de los grupos militares que eran los únicos que aspiraban a integrar
una nación, aunque no contaban con los recursos intelectuales, morales y
materiales para ejercer un pleno liderazgo político. Actuaban quizás antes de
tiempo y en todo caso más allá de su clase. Sobre todo, estaban divididos
ideológicamente en torno a los contenidos del proyecto político.
d) El legado de la Independencia
La estólida y más bien espasmódica participación popular en la
emancipación neogranadina puede interpretarse con base en los contenidos
sociales que implícitamente ofrecían uno y otro proyecto político, el
monárquico de la Ilustración y las Cortes de Cádiz y el republicano en sus
diversas versiones constitucionalistas.
Al señalar las razones del fracaso de la Patria Boba, Restrepo
apunta una muy importante, exhaustivamente documentada:
[...] La
falta de opinión de los pueblos en casi todas las provincias ... Así fue que
los habitantes de la Nueva Granada hicieron muy débiles esfuerzos para
defenderse: ellos negaron los recursos que tenían para hacer la guerra; y los
gobiernos republicanos que carecieron de la energía necesaria para sacarlos por
la fuerza, temiendo una conmoción general, los dejaron intactos para servir a
los españoles[6]
Así pues,
no es que el esquema político independentista excluyera abiertamente la
movilización popular para la guerra -en esto hubo mucha ambigüedad y
pragmatismo- sino que las masas (excepto en los Llanos Orientales después de
1816) sólo luchaban bajo la conscripción forzosa. Esto en contraste con lo que
sucedía en algunas provincias del sur o de la Costa Atlántica, donde indios
campesinos o esclavos negros engrosaron copiosamente las milicias y guerrillas
realistas.
De este
modo la clase dominante en la Nueva Granada opuso al liberalismo social y
laboral de la Corona la autoafirmación política en nombre de la promesa de una
nación republicana y constitucionalista, ajustada a la medida de sus
necesidades inmediatas y también a sus utopías de gobierno.
Las pocas
evidencias disponibles indican que el período post-independiente, como lo
entiende Halperin Donghi, fue una época de ruralización generalizada en
Hispanoamérica. Varios síntomas lo comprueban en la Nueva Granada:
(a) las principales ciudades de origen
colonial como Popayán, Cartagena y Santa Fe de Bogotá decrecieron en población
entre 1800 - 1810 y 1850 - 1870 (Bogotá se expandió entre 1810 y 1825 en razón de
que fue la capital de la Gran Colombia, centro político-burocrático de las
actuales Repúblicas de Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela; pero su población
pareció estancarse en 40.000 habitantes desde 1825 hasta 1870).
(b) El comercio internacional no
floreció como esperaban los librecambistas.
(c) La deuda pública originada en los
gastos de la guerra era enorme y los ingresos fiscales, mal recaudados, tenían
origen en los mismos impuestos coloniales.
(d) La principal exportación fue el oro,
como en la Colonia.
(e) Los sistemas laborales cambiaron
poco o nada; la institución de la esclavitud subsistía y se obstaculizaba
legalmente el tránsito de los trabajadores libres.
(f) Quizás las provincias quedaron más
incomunicadas entre sí en el siglo XIX que en la época colonial. Si algún
efecto estructural pudo producir la Independencia, fue el endurecimiento de una
especie de sistema semi-feudal.
Pero un orden semi-feudal no es
un orden estático. Ni la ruralización de la vida política colombiana del
período post-independiente fue uniforme en todas las regiones.
Esto se
confirma cuando se comprueban fenómenos como:
(a) La propagación de una retórica
legalista igualitaria y el influjo del benthanismo en la elaboración de una
ideología jurídica de corte burgués.
(b) El impulso a la educación pública.
(c) La introducción de la navegación a
vapor por el río Magdalena.
(d) Cierta fluidez de las inversiones
mercantiles (por ejemplo, miembros de la elite payanesa tradicional, como los
Hurtados y Mosqueras, fueron importantes comerciantes en el Istmo de Panamá entre
1830 y 1850).
(e) La marcha desventurada de proyectos
fabriles bajo una modalidad de dirigismo estatista (1833 - 1846). Todo esto sin
perder de vista que durante el siglo XIX Colombia fue un país abrumadoramente
rural, muy débilmente conectado al comercio internacional.
Si algo
ablandó el orden semifeudal y la ideología estamental de las clases dominantes
fue la dispersión agraria; la despoblación de extensas comarcas; la presencia
de un numeroso campesinado parcelario y, finalmente, el radicalismo potencial
de la juventud urbana de las capas medias, más que la pujanza revolucionaria de
alguna burguesía comercial que buscara afianzarse
en los nudos estratégicos del comercio: los puertos del Caribe, Medellín,
Socorro y Bogotá.
Se afirma
que este orden señorial comenzó a dar muestras de agotamiento después de la
devastadora guerra de los Supremos (1840-1842), para dar paso a la "revolución anticolonial" de medio
siglo que, desde el punto de vista de la política económica, se inició
precisamente durante la primera administración del general Mosquera (1845 - 1849).
La guerra
del 40, se dice, asestó un fuerte golpe al menguado prestigio de los"
soldados" y le abrió el camino a las prácticas civilistas de gobierno
propuestas por los jóvenes de la generación de 1849, apóstoles del libre
cambio, el federalismo, la democratización política y la movilidad social.
Aun así,
durante el decenio de 1840 emergió un pensamiento civilista de tipo
conservador, alejado de los "soldados" en lo posible y próximo a las
viejas oligarquías provinciales. Sus portavoces y publicistas provenían, en
general, de las mismas capas medias ascendentes que alimentaban al radicalismo.
ll. La Revolución Liberal
La
revolución del medio siglo puede visualizarse bajo tres perspectivas que
señalan las contradicciones entre la emergencia y consolidación de una
oligarquía nueva y de orientación capitalista y el proceso de formación
nacional: (a) Las relaciones entre el
librecambismo y el desarrollo económico; (b)
las relaciones entre un tipo de desarrollo capitalista basado en la ventaja
comparativa internacional y la integración política nacional, y (c) las contradicciones entre el
discurso radical de los liberales, sus prácticas sociales y políticas y la
consecución de la unidad nacional.
a) Librecambismo y desarrollo
Ya dijimos
que el siglo XIX colombiano se caracterizó por la preponderancia de la agricultura
y de la sociedad agraria dispersa que mantenía una base técnica muy rústica y
primitiva, de suerte que los excedentes y ahorros generados eran exiguos y
limitaban las oportunidades de inversión productiva en cuanto a su tamaño y
orientación. Una vez adoptado el librecambio, la asignación de recursos
productivos dependía de la ventaja comparativa internacional, pero la localización
geográfica de los centros potenciales de producción en que ésta existía
requería fuertes inversiones de capital social (transportes terrestres, p. e.)
para que los productos fuesen verdaderamente competitivos. A pesar de estas limitaciones,
hubo cierta movilidad de factores productivos manifiesta, por ejemplo, en los cambios
que se sucedieron en las inversiones:
de la tabacalera a la de quinas y añil, y finalmente a la cafetera y ganadera.
Los ciclos precafeteros y la expansión inicial del café provocaron
fuertes desajustes en el balance regional de fuerzas políticas. Los centros
económicos tradicionales surgidos de la Colonia quedaron desplazados, fenómeno
muy común en América Latina durante su etapa de "desarrollo hacia afuera". La economía quedó encadenada a los
ciclos imprevisibles e incontrolables del precio externo de los exportables,
origen de crisis fiscales y regionales que, a su vez, alimentaban el clima de
inestabilidad política.
La
adopción del modelo librecambista respondía más a la necesidad de un dinámico
sector de las oligarquías locales para reforzar su dominio social, que a la
adopción deliberada de una política económica que posteriormente fue tildada de
errónea.
Participar
en el comercio mundial implicaba, para la emergente burguesía comercial de las
provincias neogranadinas, la posibilidad objetiva de consolidar el dominio de
clase en un país que transitaba el camino de la civilización, como entonces se
llamaba al desarrollo económico. Para esa burguesía emergente, el único nexo
para superar la barbarie y civilizarse era el comercio internacional; se
difundió así, a partir de una posición concreta en defensa de sus intereses de
clase, la ideología del desarrollo liberal.
Aunque
las nuevas exportaciones de agricultura tropical abrieron regiones y comarcas a
la producción, la escala geográfica y demográfica fue reducida. Calculamos, por
ejemplo, que en la cima de 1865 el auge tabacalero utilizó en la principal
región productora del país unas 8.000 hectáreas y debió emplear unos 16.000
cosecheros permanentes. Estas magnitudes revelan el carácter residual de la
economía exportadora dentro del conjunto de la economía nacional y se expresan
en un bajo coeficiente de exportaciones, que no debió pasar en los años pico de
los setenta o los noventa del 10% del Producto Bruto Interno.
Así pues,
dentro del conjunto general de la economía colombiana, que continuaba siendo
una economía de subsistencia orientada esencialmente al abasto campesino y de
las regiones agrarias,
la localización de la ventaja comparativa no producía cambios sustantivos en la
geografía económica tradicional. La gran excepción fue la ampliación de la
frontera en el occidente colombiano por la colonización, básicamente
antioqueña,
de vastos espacios que a comienzos del siglo XX
habrían de ser el corazón de la economía cafetera colombiana.
Muchas
veces se ha mencionado el diseño de las vías de comunicación en función del
comercio internacional y el carácter esencialmente localista y político de las
inversiones ferroviarias como una de las manifestaciones más notables de la
fragmentación económica, resultante del librecambismo. También se alude en ese
sentido a la existencia de numerosos signos monetarios locales y comarcales y
al aumento de los impuestos internos de tránsito de mercancías. Como resultado,
eran más elevados los costos de transporte de la harina de trigo del altiplano
central hasta los distritos mineros de Antioquia, que desde Nueva York.
Pero el
proteccionismo geográfico trabajaba en las dos direcciones. No parece estar
bien sustentada la tesis sobre la eventual destrucción de los centros urbanos
artesanales de Santander y Boyacá a causa de la invasión de textiles de
Manchester, al menos antes de 1870. El distrito de Bucaramanga - Girón continuó
siendo un exportador neto de textiles de algodón a otras regiones del país y a
Venezuela, treinta años después de haberse adoptado el librecambio. Los censos
de población de las provincias santandereanas entre 1843 y 1870 revelan dos
cosas: primera, que el peso específico de los artesanos en la ocupación económica
de los habitantes no disminuyó sensiblemente y, segunda, que no se produjo una
contracción de los centros urbanos. Pero estos fenómenos exigen un mayor
conocimiento de la historia regional santandereana y boyacense.
b)
Liberalismo económico y unificación política nacional
En la
literatura económica contemporánea se ha formulado frecuentemente esta
pregunta: ¿en qué medida es compatible la economía de libre empresa con la
consecución de objetivos nacionales?
Éste no es evidentemente el lugar para responder a la pregunta desde el ángulo
puramente económico. Pero si por objetivos nacionales se entiende la
integración nacional interna y la autonomía externa, es evidente que el
librecambismo condujo a un tipo de desarrollo económico incompatible con la
unidad nacional. Tal desarrollo ha sido, por otra parte, funcional a las necesidades del capitalismo internacional. El
primer aspecto y sus implicaciones políticas es el que ofrece más interés en el
contexto de este ensayo.
Si la
primera fase del período post-independiente (1820 - 1850) fue una época
caracterizada por la crisis de legitimidad, por la división política expresada
en la persistencia de los focos rurales de poder y por la pugna ideológica en
el seno del grupo militar de vocación centralista, a partir de las reformas del
medio siglo fue formándose una nueva oligarquía de parvenus y literati, que
consiguió ascender a través de la política, los negocios y su liga con el
Estado: asignación de tierras baldías, negociación de bonos de deuda y de
empréstitos. En el librecambismo encontró una ideología legitimadora e
instrumental.
En cuanto
pudo, esta nueva oligarquía continuó excluyendo a los sectores medios y
populares, como lo demuestra su ensañamiento contra los artesanos, derrotados
en la guerra de 1854.
En esta
nueva época el político - comerciante aparece como la figura clave en el
proceso político y en la formación del Estado nacional. Para un comerciante
que, pese a sus nexos cotidianos con el poder estatal, tenía una confianza casi
ilimitada en la virtualidad autorre-guladora de los mecanismos del mercado y
que detestaba las interferencias sistemáticas del Estado, una nación federal,
sin burocracia y sin política económica eran lo ideal.
El
comerciante - político era enemigo nato del fortalecimiento estatal, al que
veía con mucha sospecha y aprehensión, a pesar de que el Estado le garantizaba
las condiciones mínimas de disciplina social y laboral, le proporcionaba a través
del derecho y la práctica legal la ideología apropiada para comprender y
ejercer racionalmente su dominio de clase y le daba pleno acceso a las tierras
públicas y a la representación internacional.
Como el patricio criollo, el nuevo comerciante era profundamente
localista: identificaba la organización federal
de la República con las fronteras de su distrito comercial. En algunas regiones se definía primero por lealtades locales y
subsidiariamente en términos colombianos actitud explicable porque la vinculación
de los comerciantes con el mundo, posibilitada por las condiciones favorables que ofrecía la economía internacional
después de 1850, se verificaba sin la mediación estatal explícita.
Pero los signos de fragmentación que produce la adopción del
librecambismo no comprenden únicamente el ámbito económico. Más bien promueven
la segmentación política y convierten el regionalismo de las clases locales en
eficaz instrumento de atomización estatal.
La desunión política de la nueva oligarquía estaba mediada por
instancias no económicas, la más importante de las cuales fue la
descentralización político - administrativa que se instituyó en los años
cincuenta y se llevó a sus límites después de 1863. Fue ésta la época de los
Estados Soberanos, máxima expresión de un federalismo constitucional que no
estableció reglas de juego claras en frentes críticos como la representación
política de las regiones en el centro y las relaciones entre gobierno nacional y
gobiernos federales en los aspectos militar, de "orden público", electoral
y fiscal.
En este contexto, regiones como la santandereana, sometidas a
violentos ciclos comerciales y subsecuentemente fiscales, originados en el
comercio exterior, tendieron a generar grupos
políticos y clientelas burocráticas inestables y déclasées, inclinados a elaborar utopías
ultrarra-dicales o, cuando menos, a participar en la política de un modo pugnaz
y sectario.
Adicionalmente los conflictos sobre la representación política
de las regiones en el centro político, el carácter desordenado de los calendarios
electorales y la ambigüedad constitucional sobre los poderes efectivos del
ejecutivo central en la vida política siempre polarizada de los Estados
federales atizaban el conflicto regional interno, que fácilmente podía
convertirse en guerra inter-federal.
El hecho era que en cada región había siempre una fuerza política
disponible, dispuesta a rechazar con las armas cualquier decisión del gobierno
estatal o de su propio gobierno federal. Tal fue el caso del Cauca en 1851 y 1860,
o de Santander en 1885 y 1889. La sociología histórica debería profundizar
mucho más en el estudio de grupos sociales que en las rápidas coyunturas económicas
y políticas sufrieron situaciones de desplazamiento miento social: es el ejemplo de los grandes señores
esclavistas caucanos a mediados del siglo, enfrentados a la manumisión y la
abolición de la esclavitud. Pero también podía tratarse del signo opuesto: una
oportunidad de ascenso social, que también rápidamente mostraba su carácter precario
y fugaz. Es el ejemplo de la clase política de Santander o el Tolima durante
los ciclos de auge de las quinas y el tabaco respectivamente. Los señores
caucanos se lanzaron a la guerra en 1851 y ante la derrota tomaron el camino
del exilio.
Los ciclos depresivos ayudaban a detonar movimientos
subversivos, como las "culebras pico de oro", sociedades
semi-secretas ultrarradicales que, con las armas en la mano, se ponían del lado
de la causa liberal, anticlerical, federalista y democrática.
Un cierto carácter déclasée
en una sociedad que alternativamente afirmaba valores estamen-tales pero
fomentaba la oportunidad de violarlos, dio base a estas expresiones de la
práctica política. Estos fenómenos locales no se presentaron en todas las
regiones. Antioquia fue la excepción más importante.
El regionalismo antioqueño, palmario desde mediados del siglo
XIX, puede analizarse como una expresión de la hegemonía política de la clase
dominante regional. El aislamiento geográfico, la expansión de la minería de
oro, las inversiones en la economía tabacalera, en los transportes y en el
financiamiento del gobierno central y su carácter general de intermediación del
comercio internacional con el de algunas provincias del interior dieron piso a
la burguesía antioqueña para erigir dentro del marco de su región una hegemonía
más sólida quizá que la buscada por la burguesía comercial en ascenso en
Cundinamarca y Tolima.
Las clases dominantes de Antioquia, por ejemplo, no se
espantaban como las de Bogotá ante el "salvajismo" de los bailes y
expresiones culturales del pueblo. Por el contrario, crearon a partir de
elementos folclóricos campesinos toda una visión de su mundo regional: el
montañero libre, altivo, frugal y emprendedor, ejemplo de la raza antioqueña,
de la que han excluido a las poblaciones negras y mulatas. Una frontera étnica antioqueña
se levanta para incluir a todas las clases sociales fundamentales de la región
y expresarlas convenientemente a todas. El mito sobre el origen racial (vasco,
judío) y una inveterada práctica del catolicismo, con el consiguiente
reforzamiento de la unidad de la familia nuclear y de la mentalidad
conservadora, facilitan a la burguesía comercial antioqueña dirigir políticamente
la comunidad regional y mantener un grado considerable de autonomía e inmunidad
frente a las utopías radicales que, desde Santander y Bogotá, se propagan a
todo el país. Durante la vigencia de la Constitución de Rionegro (1863 - 1886),
período dominado por los liberales de diferentes matices, Antioquia constituye
un bastión de permanente desafío político al régimen que sólo consigue
sojuzgarlo siete años.
Según Frank Safford, la autonomía regional llegó a expresarse en
la integración de una comunidad científica específicamente antioqueña en la
segunda mitad del siglo XIX [7].
Debido al aislamiento geográfico y a cierto aislamiento táctico de
sus elites pragmáticas, Antioquia no tuvo que pagar un alto costo político
durante el desorden y el desgobierno del siglo XIX colombiano. No aspiraban sus
clases dominantes a una hegemonía nacional y se recluyeron sólidamente en su
bastión regional para cosechar, a través del Partido Conservador y en el siglo
xx, los frutos de su bien articulado regionalismo.
El regionalismo de los antioqueños no fue tan coyuntural como el costeño, el
santandereano o el caucano; es decir que no tuvo tantas fluctuaciones porque no
nacía de las cambiantes situaciones de fuerza entre el centro político y la
región. Más bien puede considerársele como una manifestación político - cultural
de una región unificada ideológica, moral, intelectual y económicamente, por
una clase dirigente pragmática, social y políticamente conservadora.
Finalmente habría que tener en cuenta que dos notables desarrollos
culturales, ligados en otros contextos a la definición de "lo
nacional", desembocaron, al menos en la segunda mitad del siglo XIX
colombiano, en interpretaciones marcadamente regionalistas. Nos referimos a los
adelantos de la geografía que impulsó la Comisión Corográfica, contratada por
la administración liberal de José Hilario López (1849 - 1853) y la obra erudita
y gigantesca del filólogo bogotano Rufino José Cuervo.
d) El discurso, la práctica liberal y la unidad nacional
La unidad nacional no se agota con la integración territorial, ni
su objetivo es promover el "equilibrio regional". Como expresión
política de la burguesía triunfante, la unidad nacional es uno de los posibles
resultados del desarrollo capitalista. Éste, como bien se sabe, genera en el
proceso mismo de la creación del mercado interno una redefinición de las
jerarquías regionales que, en las condiciones del capitalismo periférico,
obedecen probablemente a causas mucho más complejas. La unidad nacional se
refiere ante todo a la incorporación de todas las clases, grupos y etnias en un
proyecto político unificador, capaz de expresar en alguna medida sentimientos,
lealtades e identidades nacionales enraizadas en lo más profundo del
"campo histórico", para usar la conveniente expresión de Anouar Abdel-Malek[8], o en la
historia compartida que Otto Bauer llama la "comunidad de destino"[9]. Generalmente
este proyecto se realiza mediante la centralización estatal, cuyo origen no es
burgués puesto que proviene del absolutismo feudal[10].
En el mundo tricontinental del siglo XX, Asia, África y América Latina,
la centralización estatal es el método fundamental para conseguir
simultáneamente el desarrollo económico y la integración nacional. Pero la
unidad nacional no debe confundirse con la centralización; tampoco es su misión
promover el llamado equilibrio regional, aunque la centralización de las estructurales
estatales y la implantación de un centro político definido sean requisitos de
la unidad nacional en el período contemporáneo (esto es, excluyendo las
"naciones ancestrales" como China o Egipto) y condición para la
viabilidad de naciones que surgen como "invenciones históricas" en la
lucha anticolonial. Señalemos muy brevemente algunas de las posibles razones que
explican el fracaso de los liberales para unificar la clase dominante y, por ende,
a la nación en el sentido arriba expuesto.
El discurso liberal es radical y clasista. Inspirado en las
revoluciones del 48, el radicalismo colombiano promueve entre la gran minoría
alfa beta del país un debate razonado y apasionado en torno a la democracia
política y social. Propone fórmulas de organización constitucional típicamente
burguesas, con la aparente intención de ampliar el mercado de fuerza de
trabajo, de tierras y de capitales.
Las instituciones corporativas son calificadas de remanente
feudal, obstáculo al progreso económico ya la democracia política. En tanto y
en cuanto que internacionalistas, los liberales piensan que la incorporación
sin restricciones mercantilistas al mercado mundial soluciona la pobreza, y así
sucesivamente. Pero la práctica social y política de los radicales fue conservadora
y estamental. Comerciantes urbanos por origen y vocación se convierten en
terratenientes y hacendados - exportadores.
Como hacendados son señores ausentistas que mantienen relaciones
sociales precapitalistas; como inversionistas son especuladores cuya fortuna
depende en buena medida del favor oficial y de la legislación vigente que
cambian para acomodarla a sus intereses. Ilustrados e igualitarios en su
segmento dirigente, los oligarcas que salen de la era liberal alimentarán
inconscientemente un acendrado espíritu etnocéntrico; adoptarán plenamente el
darwinismo social spenceriano que, al trasplantarse a la realidad social
colombiana, se convertirá en racismo[11]. Al agudizar
el conflicto ideológico contra la Iglesia y los conservadores, los liberales
radicales fortalecen las endebles maquinarias partidistas que se forman entre 1827
- 1845 aproximadamente y las que, después de 1863, como sostiene el historiador
Malcom Deas[12],
alimentan una pugnacidad política que desborda las regiones. A través de la red
de lealtades electorales se ex presarán intereses propios de
las oligarquías regionales y de los notables locales y se canalizarán e
institucionalizarán los conflictos municipales de todo el país. Pero el
sufragio era, las más de las veces, una farsa sangrienta.
Pese a esto, a través de los partidos políticos las oligarquías locales
se articularon con las bases populares por intermedio de una vasta y tupida red
de caciques y cacicazgos electorales, cuya suerte vis - a - vis las oligarquías ha variado considerablemente a lo
largo de los últimos 120 años, pero cuyo oficio es absolutamente imprescindible
para mantener tanto la "legitimidad democrática" del sistema
político, como la dimensión supra-regional de éste. Los caciques, al tiempo que
vinculan clases y regiones al "proyecto nacional", son la mejor
expresión de la segmentación política colombiana.
¿Estaban los partidos políticos cumpliendo una labor unificadora
de la política colombiana al enraizarse en todas las provincias, comarcas y
municipios, y permitir la participación de amplias capas de la población, por limitada y desvirtuada que fuese?
La identificación y la lealtad política hacia el partido político, liberal o
conservador, ¿era más fuerte que la identificación con la región y la patria
chica? Y de ser así, ¿no estaban señalando los dos partidos una posibilidad
efectiva de unificar nacionalmente las regiones y las clases?
La polarización bipartidista fue y es el cemento de la actividad
política general; punto crucial de referencia de las adhesiones, ideologías y
organizaciones locales con la nación, fenómeno más evidente cuando se observa
el carácter profundamente localista de los partidos, que son capaces de
concitar lealtades y adhesiones al nivel del vecindario, por debajo del municipio,
la unidad político - administrativa mínima.
Así, los partidos expresan simultáneamente sentimientos, intereses
y aspiraciones locales: el regionalismo puede teñirse de conservatismo o de
liberalismo, según la coyuntura y el lugar.
En este punto convendría dejar esta pregunta: ¿por qué, además
de la posible función unificadora de los partidos, la "nación" se
mantenía y no proliferaban movimientos auténticamente separatistas?
Una respuesta posible es que las provincias estaban internamente
muy fragmentadas: las rivalidades locales podían
tener más fuerza que las regionales. Cada historia provincial atestigua, bien
en la Costa, en Antioquia, en Santander, en Tolima o en Cundinamarca, una lucha
persistente entre comarcas y municipios, o entre ciudades que luchan por el
primado regional.
III. La
reacción conservadora
El
proyecto liberal quedó sepultado en la guerra civil de 1885. El desgobierno
federal, la depresión de la economía agroexportadora, el persistente déficit
fiscal, la inestabilidad política crónica, el recurso permanente al conflicto
armado, la división ideológica de los grandes comerciantes que integraban los
sectores más dinámicos de la nueva oligarquía, la exacerbación de las pugnas
religiosas, todos estos aspectos definieron la situación que condujo al fracaso
de los liberales. Del seno de éstos surgió el grupo de los independientes, dirigidos
por Rafael Núñez, quien formuló un programa de conciliación política con los
conservadores y en 1887 devolvió a la Iglesia Católica las prerrogativas que
había perdido bajo los regímenes liberales. Su objetivo fue doble: en el plano
político, unificar las estructuras estatales bajo un férreo régimen
presidencial y centralista y, en el plan económico-fiscal, articular una
política de tintes neomercantilistas e intervencionistas.
En la
historiografía colombiana, que últimamente ha descuidado tanto la política y el
siglo XIX, no existe ningún estudio satisfactorio de las formaciones y
prácticas ideológicas y su correspondencia con las coyunturas políticas.
Naturalmente se acepta la existencia de nexos casuales entre la posición de
clase de los grandes comerciantes importadores - exportadores y los hacendados
cafeteros con el liberalismo económico.
Después
del derrumbe liberal, éstos entablaron una oposición tenaz y perseverante al
papel moneda de curso forzoso, a la creación de un banco central con monopolio
de emisión, a la centralización de las rentas, al incremento del arancel y a la
imposición de gravámenes a las exportaciones. Pero casi nada se sabe de la
conexión que debió existir entre un considerable grupo de políticos
profesionales -subsidiariamente literati-, cuyas biografías transcurren
en las oficinas públicas o en pues tos de
representación política, y la elaboración de un sistema de pensamiento político
autoritario o, cuando menos, burocrático.
Así, por
ejemplo, el colapso liberal no se manifiesta en el pensamiento político
colombiano como una transición del laissez - faire democrático al
positivismo de inspiración igualmente liberal y secular. Aquí habría que
recordar que el secularismo también dividió a los liberales. La primera
generación, que va de Santander y Vicente Azuero hasta Obando, interpretó el
secularismo conforme a la práctica regalista del patronato colonial; mientras
que los liberales de la generación del 49, consecuentes con su antiestatismo,
propusieron la separación absoluta de las potestades.
Durante
la fase conservadora de la Regeneración (1886 - 1900), reapareció bajo una
forma constitucionalista y civilista la añeja fórmula autoritaria, católica e
intolerante que pretendía unificar
la nación por arriba; que no buscaba ampliar la participación política de las
masas sino restringirla severamente; que expresaba intereses populares sólo en
la medida en que el catolicismo de las mayorías fuese un instrumento ideológico
para garantizar el conformismo social. Este ideal centralizador reaccionario no
tuvo mayor viabilidad política sino hasta después de 1904 - 1905. Aunque
consiguió debilitar la participación e influencia política de algunos grupos de
grandes comerciantes y hacendados-exportadores (no de los conservadores
antioqueños, por ejemplo), el nuevo programa no estaba respaldado por ninguna
clase o grupo social capaz de mantener la iniciativa política y representar a
amplios sectores de la población. La red de caciques que por conveniencia y
ventaja localista lo apoyaban no era suficientemente representativa para
sostener el nuevo edificio regenerador.
Sus
cimientos endebles resaltan en la medida en que se atribuyeron al Estado nuevas
funciones de intervención económica directa y de control político para cuya
realización era indispensable mayor integración interna de las clases dominantes.
Así pues, la fórmula de la República unitaria que se enfrentaba a los
particularismos localistas de la República federal estuvo muy lejos de
consumarse. Este proyecto no lograba neutralizar los poderosos focos de poder
en que se atrincheraban las oligarquías provinciales que no querían pagar
ningún precio -ni siquiera el precio fiscal- por conseguir la centralización
política y el reforzamiento de un Estado central que eventualmente estaría
dominado, según los dirigentes de la coalición de liberales e "históricos",
por los burócratas y profesionales de la política y manipulado en los niveles
locales por los caciques regeneradores.
El
historiador
Charles Bergquist realizó un bien documentado análisis
de la coyuntura con que termina este período, la Guerra de los Mil Días.
Comprueba las extraordinarias limitaciones que la fragmentación del poder
político imponía a las oligarquías regionalistas, viejas y nuevas, y de qué
manera éstas manifestaban profundos desgarramientos internos, no sólo en el
plano fundamental de sus intereses económicos a corto plazo, sino en la
naturaleza de su misma participación política y militar durante la guerra.
Visualizada
ésta como un gran laboratorio del conflicto social y político, la dinámica del
faccionalismo político determina la duración prolongada de la guerra civil.
Para citar un ejemplo revelador: durante la primera fase de la guerra, el
ejército del gobierno conservador carece de unidad y comando porque "no menos
de treinta y nueve generales, que representaban cada facción del dividido
partido conservador", pretendían influir militarmente, cada uno por su
lado, en aquél [13]
. Así pues, la distancia entre el
proyecto centralizado y su práctica seguía siendo abismal. Pese al
autoritarismo, la tradición localista continuaría asediando la realización del
ideal de "los libertadores": la unificación estatal, y el ideal de
los "revolucionarios del medio siglo": el ejercicio efectivo de la
ciudadanía y el predominio de los intereses de las mayorías electorales en un
país secular.
El siglo
xx heredará estos pasivos que empezaron a manifestarse en una forma contundente
y traumática: sobre los rescoldos de la Guerra de los Mil Días, la oligarquía
del Istmo arrancó, bajo la protección naval de los EU, la separación de Colombia
y proclamó la República de Panamá.
El
derrumbe del liberalismo como sistema político federal y democrático, secular y
anticlerical, y el ascenso de un régimen autoritario y centralista,
reaccionario y católico se comprende mejor si despojamos al discurso político
de su inercia retórica y enfocamos con mayor precisión los problemas aportados
por el proyecto de centralización estatal y la inexistencia de posibilidades objetivas
de hegemonía política.
El
liberalismo creó un mito eficaz y perdurable al postular una escisión tajante
entre lo económico y lo político. Aunque no lo formularan explícitamente, para
los radicales colombianos eran realidades constitutivas la una de la
otra. El problema era que ambos elementos de la ecuación estaban definidos básicamente
por el mercado. La democracia se refería al reconocimiento de que todo
individuo, igual ante la ley, busca hedonistamente su máximo provecho en el
mercado competitivo, libre de interferencias extra- económicas, de modo que el
bienestar individual lleva al bienestar colectivo.
Por las
referencias históricas arriba mencionadas esto no pasó de ser una gran
mistificación, puesto que al mismo tiempo que los radicales difundían
doctrinas democráticas consiguieron asegurar el dominio social y conformar una
nueva oligarquía a partir de 1850, mediante un Estado que a primera vista no
intervenía en el mercado pero que les aseguraba la mano de obra, la tierra y
los requisitos mínimos de orden social, definido como "orden
público"; un Estado que le daba legitimidad y cohesión a un sistema
clasista opresivo.
La
proposición organicista de la Regeneración antiliberal comienza, por el
contrario, denunciando lo espurio de la dicotomía liberal. Anuncia que entre el
individuo y la sociedad debe mediar la fuerza reguladora del Estado, y señala
de qué manera los intereses de la oligarquía, medidos por el rasero del
mercado, no son los intereses de la nación.
Esta
proposición se formula en un contexto autoritario, pero también compatible con
el proyecto de "acumulación primitiva" puesto en marcha desde la
década de 1820. La Regeneración descubre el débil papel del Estado liberal para
unificar una clase burguesa que realice la hegemonía por medio de la política partidista.
Así mismo, la diferencia radical entre los dos discursos políticos, el radical y
el regenerador, mostraba la ausencia total de consenso ideológico entre
facciones burguesas; las contradicciones no eran solamente de posición en la
estructura económica (por ejemplo, nexos o ausencia de éstos con el mercado
mundial) o de percepción regional de la economía nacional en su conjunto (el
caso de los conservadores federalistas).
La
burguesía burocrática que se forma durante la Regeneración, "la nueva
oligarquía", como la denomina Alberto Lleras [14], encuentra
que la nación definida por la tradición cultural hispánica y por la tradición
católica del pueblo colombiano estaba siendo enajenada por el eurocentrismo y
cosmopolitismo de los comerciantes y se desintegraba por un federalismo
excesivo.
Pero
cuando se repasan los logros centralizadores y nacionalistas de la
Regeneración, el observador contemporáneo queda perplejo ante la falta real de
unidad, de dirección política, de coherencia legislativa, y ante la ausencia de
recursos materiales para centralizar efectivamente el poder. Así, por ejemplo,
fracasa la centralización de rentas e impuestos y sólo hasta 1930 comienza a
advertirse una tendencia clara y bien definida de centralización fiscal[15]. Lo
mismo ocurre con el sistema ferroviario que arranca después de 1880: cada
línea, dice el cónsul británico en Bogotá, tiene su propia historia económica,
financiera y administrativa.
"Paz
y ferrocarriles, que lo demás es pura charlatanería", había advertido el
líder de la Regeneración, Rafael Núñez. Dos guerras civiles y una pequeña y
desconectada red ferroviaria tendida para cubrir necesidades específicas del
comercio exterior es el resultado que se aprecia en 1899, en vísperas de la guerra
de tres años (1899 - 1902). Después de la guerra y la separación de Panamá, la
oligarquía llega, finalmente, al consenso político sobre el modelo de
desarrollo económico que debería prevalecer y sobre las formas de organización
estatal[16].
Este
consenso entre las diferentes oligarquías regionalistas (aquí también cabría un
corte geológico: las oligarquías de origen colonial que aún subsistían en el
Cauca; las formadas durante los auges agroexportadores precafeteros y
cafeteros, y finalmente, la más novel oligarquía que se forma y fortalece al
amparo de los favores de la Regeneración y El Quinquenio) se facilita adicionalmente
por un nuevo fenómeno: la desmembración liberal que resulta de la derrota en la
Guerra de los Mil Días.
En
efecto, el liberalismo de la segunda mitad del siglo XIX, atrapado entre su
retórica radical, el apremio de sus clientelas radicalizadas y la composición
burguesa de su dirigencia, permitió, por la fuerza de las cosas, la
coexistencia de todos sus elementos para no desintegrarse. Pero al final de la
guerra, derrotados los dirigentes en lo que Bergquist llamó la "guerra de
los Caballeros"[17], la
persistencia de las guerrillas, y sobre todo su capacidad desestabilizadora,
pero sin esperanzas de triunfo, ya no conviene a nadie. La fina percepción de
los peligros sociales encarnados en la participación popular en la guerra y la
depresión económica influyen para que los dirigentes liberales, con Rafael
Uribe Uribe y Benjamín Herrera a la cabeza, vuelvan por los fueros de la paz y
el orden.
En esta
experiencia, de una movilización armada que se les sale de las manos, los
dirigentes liberales tendrán para rato. Sólo en los años de la Violencia, a mediados del siglo XX,
la dirección liberal urbana permitirá alguna autonomía de organización y de
expresión política al movimiento armado de sus bases.
Si hay un
punto en la historia de Colombia que marque la marcha hacia la conservatización
gradual es precisamente la derrota liberal en esta última guerra del siglo XIX.
Por mucho
tiempo el centralismo de la Constitución del 86 seguirá
siendo una ficción. El presidente Rafael Reyes (1904 - 1909) aprovecha la
fuerte impresión que ha dejado la pérdida de Panamá para unificar políticamente
las facciones regionales. Paradójicamente lo hace desmembrando las viejas
unidades administrativas (los Estados Soberanos de la era federal que pasaron a
convertirse en Departamentos en la Constitución de 1886) y contraponiendo el localismo al regionalismo, con
resultados contraproducentes en algunas zonas, especialmente en Antioquia.
Con el
renacimiento de la ideología económica liberal después de I910, algunos focos
regionales de poder como los de Antioquia, Caldas, Valle y Atlántico adquieren
renovado ímpetu. La economía agroexportadora, dominada por el café, produce
rápidos desplazamientos en los balances regionales de las fuerzas políticas y
sociales.
La última
guerra civil había demostrado cuán efímeros podían resultar los alineamientos
puramente regionales o la conformación de grupos socioeconómicos políticamente
representados. El bipartidismo había arraigado profundamente en las capas
populares e imponía límites infranqueables al liderazgo oligárquico. No había
una reducción mecánica de la clase social al partido político o a la facción
política. Ésta era una limitación al predominio político absoluto de las
oligarquías regionales, pero limitaba también los horizontes ideológicos y organizativos
de las clases populares. Todavía en I930, la mayoría de los
colombianos se identificaban más con su región que con la nación y más con un
partido político que con su clase social, aunque se aceleraba el proceso de
integración política de las oligarquías locales en una clase dirigente de
dimensiones nacionales. Junto a este proceso de unificación por arriba, un líder
liberal, Alfonso López Pumarejo, propondría la incorporación del pueblo al esquema
político, señalando con esto un nuevo quiebre en la historia política del país:
la aparición del populismo.
Quizás
desde entonces el marco nacional se convierte en punto de referencia política,
tanto para las oligarquías como para las capas populares. En estas condiciones
el regionalismo fue perdiendo su carácter de movimiento o de ideología a favor del
status quo, para adquirir en muchas instancias un carácter de protesta social.
Todos
estos aspectos
superan ampliamente los límites cronológicos de
este ensayo, destinado a criticar el reduccionismo economicista, a destacar la
importancia de lo político y a señalar de qué manera el atraso material de
Colombia obstaculizó la unificación política nacional y cómo ésta se consiguió finalmente
por arriba y en forma por demás muy incierta. Introducir la dimensión nacional
en el contexto de una discusión Estado - región me pareció históricamente
válido e importante.
La región se define primero frente al problema nacional y
después frente al centralismo estatal. Para comprender los mecanismos de esta
relación contemporánea hay que desechar la idea de que el Estado es una
entelequia atemporal y cristalizada.
Por el contrario, hay que mostrar de qué manera la legitimación nacional
otorga al Estado capitalista contemporáneo en América Latina uno de los
instrumentos ideológicos más imponentes para asegurar tanto el dominio de clase
como la enajenación nacional, y cómo este proceso histórico está marcado por
agudos conflictos en el interior de las clases dominantes. Antes de que el
Estado central sea un instrumento de la redefinición regional exigida por el
desarrollo capitalista, es apenas un proyecto combatido. por las oligarquías
regionales y desprovisto de un contenido nacional. Pero que es posible obtener
centralismo político con una débil formación nacional es otra de las lecciones de
la historia política colombiana después de 1930.
Sumario bibliográfico
'
Hemos
seguido la perspectiva del "fenómeno nacionalitario" propuesto por A.
Abdel-Malek, Egypte: société militair,París, 1963. En cuanto a la
especificidad de lo político nos hemos apoyado en la orientación general de
Antonio Gramsci en The Modern Prince and other Writings, Nueva York,
1968, y Selections from the Prison Notebooks of Antonio Gramsci (editado
y traducido por A. Hoare y G.Noell Smith), Londres, 1971. A este respecto los
comentarios de Portantiero y de Buci-Glucksman han sido indispensables: C.
Portantiero, "Los usos de Gramsci", en: A. Gramsci, Escritos
Políticos, I9I7-I933, México, 1977; y C. Buci-Gluksman, Gramsci y el
Estado, México, 1978; sin embargo, preferimos apoyarnos en una visión marxista
como la que ofrece G. Therborn, What does the ruling class do when it
rules?, Londres, 1978.
Para el
período colonial se pueden leer con mucho provecho los trabajos de J. O. Melo, Historia
de Colombia, Tomo I, El establecimiento de la dominación española, Bogotá,
1977; G. Colmenares, Historia económica y social de Colombia, 1537 - 1719, Cali, 1973; J. Jaramillo
Uribe, "Esclavos y señores en la sociedad colombiana del siglo
XVIII", Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura (ACHSC), I,
N° 1, 1963, págs. 3 - 62, y "Mestizaje y diferenciación social en el Nuevo
Reino de Granada en la segunda mitad del siglo XVIII", ACHSC, II, N° 3, 1965,
págs. 21 - 48. En cuanto a histona local colonial, véanse P. G. Marzhal, Town
in the Empire. Gouemment, Polities and Society in Seventeenth Century Popayán, Austin,
Texas, 1978; y A. Twinam, "Desde Mon y Velarde hasta Coltejer. Comercio y comerciantes
en Antioquia", ponencia presentada en FAES, Medellín, agosto de 1979.
El
significado político de la Independencia hispanoamericana está magistralmente
sintetizado en J. Lynch, The Spanish American Revolutions, 1808 - 1826, Nueva
York, 1973; y la venezolana en G. Carrera Damas, Boves: Aspectos socioeconómicos
de su acción histórica, Caracas, I968, y El culto a Bolívar: Esbozo para un
estudio de la historia de las ideas en Venezuela, Caracas, I969.
El período inmediatamente post-independiente o de la Gran
Colombia recibió un tratamiento riguroso y magistral en la obra de D. Bushnell,
El régimen de Santander en la Gran Colombia, Bogotá, I966 (primera edición,
Newark, I954).
La historia económica y fiscal del siglo XIX hasta I930 tiene como
referencia básica los ensayos de 1. Liévano Aguirre, Rafael Núñez, Bogotá,
I944; L. E. Nieto Arteta, Economía y cultura en la historia de Colombia, 2a.
ed., Bogotá, I962; y la obra erudita de L. Ospina Vásquez, Industria y
protección en Colombia, 1810 - I930, Medellín, I955.
I. Ponencia presentada en el
Taller "State and Region in Latin America", organizado por CEDLA,
Amsterdam, dic. 1979
Publicada inicialmente en la Revista
Mexicana de Sociología, N° 4, 1980.
[1] G. Colmenares,
Partidos políticos y clases sociales, Bogotá, 1968, p. 26.
[2] J. M. Restrepo,
Historia de la revolución, loe. cit., vol. 1, págs. 90-1.
[3] J.
L. Helguera y R. H. Davis, Archivo epistolar del General Mosquera, 2 vols., vol
I, Bogotá, 1972, p. 22.
[6] 13. J. M. Restrepo,
Historia de la revolución, loe. cit., vol. II, págs. 130-132.
[7] F.
R. Safford, The Ideal of the Practica l. Colomhia's Struggle to form a
Technical Elite, Austin, 1976, págs. 214 -215.
[9] O. Bauer, La cuestión de las nacionalidades y la social
democracia, México, 1979 (la ed. Viena, 1907),
págs. 119-50.
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