Los valientes sastres de la mafia
Gay Talese
Revista el Malpensante
Autor de un libro clásico sobre la mafia, Honrarás
a tu padre, e hijo él mismo de un sastre, Talese zurce en las páginas que siguen
una crónica tan perfecta como los bordados de un chaleco de seda. Hoy en día tal
vez no, pero hubo un tiempo en que un triste corte en la rodilla podía ser
asunto de vida o muerte.
Existe
un leve desorden mental, endémico en el negocio de la sastrería, que comenzó a
tender sus hilos en la psique de mi padre durante sus días de aprendiz en
Italia. Por entonces él trabajaba en el taller de un artesano llamado Francesco
Cristiani, cuyos antepasados varones habían sido sastres durante cuatro
generaciones sucesivas y, sin excepción, habían exhibido síntomas de esta
enfermedad ocupacional. Aunque nunca ha atraído la curiosidad científica -y por
lo tanto no puede clasificarse con un nombre oficial-, mi padre describió una
vez esta enfermedad como una suerte de prolongada melancolía que a veces
estalla en arrebatos de mal humor.
Es el resultado,
sugería mi padre, de excesivas horas de una lenta, laboriosa y microscópica
labor que puntada a puntada -centímetro a centímetro- va abstrayendo al sastre
en la luz que se refleja sobre la aguja que destella dentro y fuera de la tela.
El ojo de un sastre debe seguir la costura con precisión, pero su pensamiento
está libre para desviarse en diferentes direcciones:
examinar su vida, reflexionar sobre su pasado, lamentar sus oportunidades
perdidas, crear dramas, imaginar banalidades, cavilar, exagerar. En términos
simples, el hombre, al coser, tiene demasiado tiempo para pensar.
Mi
padre servía como aprendiz todos los días, antes y después de sus clases en el
pueblo de Maida, en el sur italiano. Él sabía que algunos sastres podían
quedarse sentados durante horas, acunando una prenda entre sus cabezas gachas y
sus rodillas cruzadas, cosiendo sin esforzarse ni moverse excesivamente, sin un
soplo de oxígeno fresco con qué aclarar sus mentes. Y luego, con inexplicable
inmediatez, podían ponerse en pie de un salto y estallar en furia ante
cualquier comentario casual de un colega, así fuese sólo una frase trivial sin
intención de ofender a nadie. Cuando esto ocurría, mi padre solía refugiarse en
una esquina mientras los carretes y los dedales de acero volaban por la
habitación. En el caso de que el airado sastre fuera acicateado por sus
insensibles colegas, hasta podía buscar el instrumento más terrorífico dentro
del taller: las tijeras, largas como un par de espadas.
También
había ocasionales disputas entre los clientes y el propietario, el ufano y diminuto
Cristiani, quien se enorgullecía enormemente de su ocupación y creía de sí
mismo y de los sastres bajo su supervisión que eran incapaces de cometer un
error. Y si así fuese, él no estaba dispuesto a aceptarlo.
Una vez
un cliente entró a probarse un traje nuevo, pero no pudo ponerse el saco porque
las mangas eran muy angostas.
Francesco
Cristiani no sólo descartó disculparse con él. Peor aún, se comportó como
insultado por la ignorancia del cliente sobre el exclusivo estilo de la casa
Cristiani en moda masculina. -¡No se supone que deba pasar sus brazos por las
mangas del saco! -le dijo en tono autoritario-. Este saco está diseñado para
ser usado sobre los hombros.
En otra
ocasión Cristiani se detuvo en la plaza de Maida después del almuerzo,
dispuesto a escuchar una banda durante su concierto de mediodía. De pronto se
percató de que el nuevo uniforme entregado por él al tercer trompetero mostraba
un pliegue detrás del cuello cada vez que el músico se llevaba el instrumento a
los labios. Preocupado porque alguien pudiera darse cuenta y fuese a criticar
su calidad como sastre, Cristiani ordenó a mi padre -por entonces un flacucho
muchachito de ocho años- deslizarse detrás del estrado y, con furtiva fineza,
jalar el borde inferior de la chaqueta cada vez que el bulto apareciera. Una
vez terminado el concierto, Cristiani ideó un medio sutil por el que al fin
pudo recuperar y reparar la chaqueta.
Por
aquel entonces, primavera de 1911, ocurrió una catástrofe en la tienda para la
que parecía no haber solución. El problema era tan serio que la primera idea
que se cruzó por la cabeza de Cristiani fue dejar el pueblo por un tiempo en
vez de quedarse en Maida y enfrentar las consecuencias. El incidente que provocó
tal pánico había sucedido en el taller de Cristiani el sábado anterior a la
Pascua, y se resumía en el daño accidental pero irreparable causado por un
aprendiz a un traje nuevo confeccionado para uno de los más exigentes clientes
de Cristiani. Era alguien que estaba entre los más renombrados uomini
rispettati de la región. Hombres popularmente conocidos como la Mafia.
Antes
de percatarse del accidente, Cristiani disfrutaba de una próspera mañana en su
tienda recibiendo el pago de varios clientes satisfechos que habían ido
llegando para la prueba final de sus trajes. Eran los trajes que vestirían al
día siguiente en la passeggiata de la Pascua: el evento de exhibición
más esperado del año por los hombres del sur de Italia. Mientras las modestas
mujeres del pueblo pasarían el día después de misa colgadas de sus balcones -a
excepción de las más atrevidas mujeres de inmigrantes norteame-ricanos-, los
hombres pasearían por la plaza, conversando tomados del brazo, fumando y
examinando meticulosamente el corte de los demás trajes. A pesar de la pobreza
del sur de Italia, o quizás a causa de ella, había un excesivo énfasis en la
apariencia -parte del síndrome fare bella figura de la región-, y muchos
de los hombres que se congregaban en la plaza de Maida, como en docenas de
lugares similares por todo el sur de Italia, eran insólitamente versados en el
arte de la sastrería fina.
Todos
podían evaluar la hechura de un traje ajeno en segundos, apreciar cada diestra
puntada o elogiar el dominio de la tarea más difícil para un sastre: el hombro,
del que más de veinte partes del traje debían colgar en armonía y permitir
fluidez de movimiento. Casi todo hombre de respeto, al entrar en un taller para
elegir la tela de su nuevo traje, sabía de antemano las doce medidas principales
de su cuerpo, empezando con la distancia entre el cuello y la cintura de la
chaqueta, y terminando con el ancho exacto de las perneras, por encima de los
zapatos. Entre estos hombres había muchos clientes que habían tratado con la
empresa familiar de los Cristiani durante toda la vida, como antes lo habían
hecho sus padres y abuelos. En efecto, los Cristiani habían estado haciendo
ropa para hombres desde 1806, cuando la región estaba bajo el control de
Napoleón Bonaparte. El día en que el cuñado de Napoleón, Joaquín Murat,
instalado en el trono de Nápoles, fue asesinado en 1815 por un escuadrón de
tiradores españoles borbones en la villa de Pizzo -unas millas al sur de Maida-,
el guardarropa que Murat dejó tras de sí incluía un traje hecho por el abuelo
de Francesco Cristiani.
Pero
ese Sábado Santo de 1911, Francesco Cristiani afrontaba una situación en la que
de nada valía esa larga tradición familiar en el negocio. En sus manos sostenía
un pantalón nuevo, con un corte de dos centímetros y medio en la rodilla
izquierda. Era un corte hecho por un aprendiz que había estado manipulando
descuidadamente unas tijeras sobre la mesa en la que habían colocado el
pantalón para la inspección final de Cristiani. Aunque a los aprendices se les
recordaba repetidamente que no debían manipular las pesadas tijeras -su
principal misión era pegar botones y coser bastas-, algunos jóvenes violaban
inconscientemente la regla en su afán por adquirir experiencia como sastres.
Pero lo que magnificaba el delito del joven en esta ocasión era que el pantalón
dañado había sido hecho para alguien a quien todos llamaban el mafioso,
cuyo nombre era Vincenzo Castiglia.
Castiglia era un cliente primerizo
proveniente de la cercana Cosenza. Y era tan desfachatado sobre su profesión
criminal que mientras le tomaban las medidas para el traje, un mes atrás, le
había pedido a Cristiani un espacio amplio dentro del saco para llevar la
pistola en su sobaquera. Aquella vez el señor Castiglia había hecho también
otros requerimientos que ante los ojos del sastre lo elevaron a la categoría de
un hombre con un alto sentido de la moda: alguien que sabía exactamente lo que
podría favorecer su corpulenta figura. Castiglia había pedido que las hombreras
del traje fueran extra anchas para dar a sus caderas una apariencia más
estrecha. Además había procurado distraer la atención de su protuberante
barriga ordenando un chaleco plisado con anchas solapas en punta, y un agujero
en el centro para que él pudiera pasar una cadena de oro unida a su reloj de
bolsillo adornado con diamantes.
El
señor Castiglia también especificó que las bastas de su pantalón fueran
volteadas hacia arriba, de acuerdo con la última moda del continente. Y al
asomarse al taller de Cristiani, había expresado su satisfacción al observar
que todos los sastres estaban cosiendo a mano y no empleando la ya por entonces
difundida máquina de coser que, a pesar de su velocidad, carecía de la
capacidad para moldear las costuras y los ángulos de la tela. Según Castiglia,
esto sólo era posible en las manos de un sastre talentoso. Inclinándose con
respeto, Cristiani le aseguró que su casa de moda jamás sucumbiría a la
desgraciada invención mecánica, aunque las máquinas de coser ya fueran
ampliamente usadas en Europa y América. A la mención de América, Castiglia
sonrió y dijo que había visitado una vez el Nuevo Mundo y que tenía varios
parientes establecidos allí (entre ellos estaba un primo, Francesco Castiglia,
que años después, al empezar la era de la prohibición, lograría gran notoriedad
y riqueza bajo el nombre de Frank Costello).
En las
semanas siguientes, Cristiani dedicó casi toda su atención a satisfacer las
especificaciones del mafioso, y dijo que se sentía muy orgulloso de los
resultados. Hasta el Sábado de Gloria, cuando descubrió el corte de dos
centímetros y medio que atravesaba la rodilla izquierda del nuevo pantalón del
señor Castiglia. Vociferando angustiosa y furiosamente, Cristiani muy pronto
obtuvo la confesión del aprendiz, que admitió haber estado cortando retazos de
tela en el borde del molde donde se encontraba el pantalón de Castiglia.
Cristiani se detuvo en silencio, aturdido durante varios minutos, rodeado por
sus igualmente preocupados y mudos asociados. Él podía, por supuesto, huir y
esconderse en las colinas. Tal vez ésa fuese su primera reacción. Pero también
podía devolverle el dinero al mafioso, explicarle lo sucedido y ofrecerle al
culpable aprendiz en sacrificio para que sus hombres diesen cuenta de él.
En este
caso, sin embargo, existían circunstancias especial-mente disuasivas. El
culpable aprendiz era el sobrino de María Talese, la esposa de Francesco
Cristiani. Ella era la única hermana del mejor amigo de Cristiani, Gaetano
Talese, quien por entonces trabajaba en América. Y el hijo de Gaetano, ese
aprendiz de ocho años llamado José Talese -quien habría de convertirse en mi
padre-, estaba llorando convulsivamente. Mientras Cristiani trataba de consolar
a su arrepentido sobrino, su mente seguía buscando una solución. No había
manera.
En las
cuatro horas que quedaban antes de la visita de Castiglia era imposible hacer
un segundo pantalón aunque tuvieran todo el material del mundo para hacerlo.
Tampoco había modo de disimular el corte en la tela, aun con una maravillosa
labor de zurcido. Sus compañeros insistían en que lo más sabio era cerrar la
tienda y dejar una nota para el señor Castiglia alegando enfermedad o alguna
otra excusa que demorase la confrontación. Cristiani les recordó que nada ni
nadie podría absolverlo si dejaba de entregar el traje del mafioso a tiempo
para la Pascua. Estaban obligados a encontrar una solución al instante, o al
menos en las 4 horas que quedaban antes de que Castiglia arribase. Mientras el
campanazo del mediodía tañía desde la iglesia en la plaza principal, Cristiani
anunció con su voz más lúgubre:
-No
habrá siesta para ninguno de nosotros. Éste no es momento para comer ni para
tomar un descanso: es momento de sacrificio y meditación. Así que quiero a
todos donde están, pensando en algo que pueda salvarnos del desastre.
Fue
interrumpido por los gruñidos de los demás sastres, que se resistían a tener
que perder su almuerzo y su descanso vespertino. Pero Cristiani se impuso y
envió de inmediato a uno de sus hijos al pueblo para avisar a las esposas de
los sastres que no esperasen el retorno de sus maridos hasta que cayera la
noche. Después indicó a los otros aprendices, incluido mi padre, que corrieran
las cortinas y cerrasen las puertas frontal y trasera de la tienda. Durante los
siguientes minutos, el equipo entero de doce hombres y niños se congregó
calladamente tras los muros del oscurecido taller, como si participasen de una
vigilia.
Mi
padre se sentó en una esquina, aún estremecido por la magnitud de su falta.
Cerca de él se sentaron los demás aprendices, irritados con él, pero obedientes
a la orden de su maestro de permanecer en confinamiento. En el centro del
taller, sentado entre sus sastres, se hallaba Cristiani, un pequeño y huesudo
hombre de diminuto bigote, sosteniendo su cabeza entre sus manos y levantando
la mirada cada pocos segundos para dar un vistazo al pantalón que yacía frente
a él.
Varios
minutos más tarde Cristiani se puso de pie chasqueando los dedos. Medía apenas
un metro sesenta y siete, pero su porte erguido, su fina elegancia y su penacho
añadían fuerza a su presencia. Había además un destello de luz en sus ojos.
-Creo
que se me ha ocurrido algo -anunció lentamente, haciendo una pausa para dejar
que el suspenso creciera hasta captar la atención de todos-. Lo que puedo hacer
es un corte en la rodilla derecha que coincida exactamente con el de la rodilla
izquierda dañada y...
-¿Te
has vuelto loco? -interrumpió el sastre mayor.
-¡Déjame
terminar, imbécil! -gritó Cristiani, azotando su puño contra la mesa.
Luego
continuó:
-Después
puedo coser ambas rodillas con bordados decorados que coincidan exactamente,
para luego explicarle al señor Castiglia que será el primer hombre en esta
parte de Italia en vestir pantalones diseñados a la última moda, con las
rodillas bordadas.
Los
demás escuchaban asombrados.
-Pero,
maestro -le dijo uno de los sastres más jóvenes en tono cauto y respetuoso-,
¿no se dará cuenta el señor Castiglia, cuando usted le presente esta nueva
moda, de que nosotros mismos no estamos vistiendo pantalones que sigan esta
usanza? Cristiani levantó las cejas levemente.
-Buen
punto -admitió, y una ola de pesimismo retornó a la habitación. Pero segundos
después sus ojos destellaron de nuevo, y exclamó: -¡Pero sí estaremos siguiendo esta moda! Haremos cortes en
nuestras rodillas y los coseremos con bordados similares a los del señor
Castiglia. Y antes de que los hombres pudieran protestar, añadió: -Pero no cortaremos
nuestros propios pantalones ¡Cortaremos los pantalones que guardamos en el
armario de las viudas!
Inmediatamente
todos voltearon hacia el armario cerrado en la parte trasera del taller dentro
del que colgaban docenas de trajes usados anteriormente por hombres ya muertos.
Esos trajes que las acongojadas viudas habían entregado a Cristiani para que no
les recordaran a sus difuntos esposos, con la esperanza de que fueran donados a
desconocidos que anduviesen de paso y se llevaran los trajes a pueblos lejanos.
Cristiani abrió la puerta del armario, tomó varios pantalones de los ganchos y
los arrojó hacia sus sastres, urgiéndolos a probárselos. Él mismo se hallaba ya
de pie, con su ropa interior de algodón blanco y ligas negras, buscando un
pantalón que pudiera acomodarse a su menuda estatura. Cuando lo consiguió, se
deslizó adentro, trepó a la mesa y se paró como un orgulloso modelo frente a
sus hombres.
-Vean -dijo
señalando el largo y el ancho-: un entalle perfecto
Los
otros sastres también empezaron a hacer lo mismo. Pero ya para entonces
Cristiani estaba parado en el piso, con el pantalón afuera, cortando la rodilla
derecha del pantalón del mafioso para reproducir el daño hecho a la izquierda.
Luego aplicó incisiones similares a las rodillas del pantalón que él había
elegido para sí.
-Ahora
presten mucha atención -llamó a sus hombres.
Con un
movimiento de la aguja enhebrada con un hilo de seda aplicó la primera puntada
al pantalón del difunto, atravesando el borde inferior de la rodilla con una
pasada que hábilmente unió al borde superior. Era un movimiento circular que él
repitió varias veces hasta que logró unir firmemente el centro de la rodilla
con un diseño bordado, pequeño y curvado, como una corona de la mitad del
tamaño de una moneda de diez centavos. Luego procedió a coser el lado derecho
de la corona: una costura de menos de un centímetro, ligeramente decreciente e
inclinada hacia arriba sobre el final. Tras reproducirla en el lado izquierdo
del zurcido, erigió la minúscula imagen de un ave con las alas extendidas,
volando directamente hacia quien la viera. Era un ave semejante a un halcón
peregrino. Cristiani había creado así un modelo de pantalón con un diseño alado
en las rodillas.
-Bueno,
¿qué piensan? -preguntó a sus hombres, dando a entender que no le interesaba
realmente lo que estuvieran pensando.
Mientras
ellos se encogían de hombros y murmuraban algo por lo bajo, él continuó
perentoriamente: -De acuerdo,
rápido. Corten las rodillas de los pantalones que están vistiendo y cósanlas
con el diseño bordado que acaban de ver.
Sin
esperar oposición -y sin recibirla- Cristiani se inclinó para concentrarse en su
propia tarea: terminar la segunda rodilla del pantalón que él mismo habría de
vestir y empezar luego con el pantalón del señor Castiglia. En este caso,
Cristiani planeaba no sólo bordar un diseño de alas con un hilo de seda que
coincidiese exactamente con el color usado en los ojales del saco, sino
insertar un trozo de seda en el interior de la parte frontal del pantalón.
Quería extenderse desde los muslos hasta las pantorrillas, para proteger así
las rodillas del señor Castiglia del roce y disminuir la fricción contra los
zurcidos mientras Castiglia desfilara en la passeggiata.
Las dos
horas siguientes todos trabajaron en enfebrecido silencio. Mientras Cristiani y
sus sastres aplicaban el diseño alado a las rodillas de todos los pantalones,
los aprendices ayudaban con las alteraciones menores: cosían botones,
planchaban puños y se entregaban a otros menudos detalles que al final dejaran
los pantalones de los difuntos tan presentables como fuera posible. Cristiani,
por supuesto, no permitía que nadie además de él manipulara la vestimenta del
mafioso. Cuando doblaron las campanas de la iglesia marcando el final de la
siesta, Francesco Cristiani escudriñaba con admiración la costura que había
hecho y agradecía en silencio a su tocayo en el cielo, san Francisco de Paula,
por su inspirada guía con la aguja.
Ya se
sentían los ruidos de actividad en la plaza. Los campaneos de los carros
jalados por caballos, los gritos de los vendedores de comida, las voces de los
compradores que iban pasando por el camino empedrado frente al pórtico de
Cristiani. Las cortinas de la tienda del sastre acababan de abrirse, y mi padre
junto con otro aprendiz fueron destacados en la puerta con instrucciones de
avisar tan pronto tuvieran a la vista el carruaje del señor Castiglia.
Adentro,
los sastres estaban en fila detrás de Cristiani. Se sentían hambrientos,
fatigados y nada cómodos dentro de sus pantalones de muertos con rodillas
aladas. Pero la ansiedad y el temor que inspiraba la reacción de Castiglia a su
nuevo traje de Pascua dominaban sus emociones. Y sin embargo Francesco
Cristiani parecía inusualmente calmado. Además de su pantalón marrón
recientemente adquirido, cuyas piernas tocaban sus zapatos abotonados con
bordes de tela, el sastre vestía un plisado chaleco gris sobre una camisa a
rayas de cuello blanco, adornado por una bufanda borgoña con broche de perla.
En su mano, sobre un gancho de madera, sostenía el traje de tres piezas del
señor Castiglia que momentos antes había cepillado suavemente y planchado por
última vez. El traje aún estaba tibio.
Veinte
minutos después de las cuatro de la tarde, mi padre entró corriendo y, con un
chillido que no podía ocultar su pánico, anunció: “¡Sta arrivando!”. Un
carruaje negro tirado por dos caballos se detuvo repiqueteando frente a la
tienda. El cochero, armado con un rifle, descendió de un salto para abrir la
puerta. De allí apareció la oscura silueta de Vincenzo Castiglia, quien
rápidamente dio los dos pasos que lo separaban de la acera. Lo seguía un
hombre, su guardaespaldas, con un sombrero negro de ala ancha, una capa larga y
botas abrochadas. El señor Castiglia se quitó su fedora gris y con un
pañuelo limpió el polvo del camino de su frente. Estaba entrando en la tienda
cuando Cristiani salió a toda prisa para saludarlo.
-¡Su
maravilloso traje de Pascua lo espera! -proclamó Cristiani sosteniendo el
gancho en lo alto.
Castiglia
examinó el traje sin pronunciar comentario alguno. Luego, después de rechazar
cortésmente el ofrecimiento de whisky y vino de parte de Cristiani, indicó a su
guardaespaldas que lo ayudara a quitarse el saco para probarse su indumentaria
de Pascua. Cristiani y los demás sastres aguardaban muy quietos, observando
cómo la pistola en la sobaquera de Castiglia se balanceaba al extender sus
brazos y recibir el chaleco plisado gris, seguido del saco de hombros anchos.
Conteniendo el aliento en el momento de abotonar el chaleco y el saco,
Castiglia giró hasta ubicarse al frente del espejo de tres cuerpos que había al
lado del probador. Admiró su reflejo desde cada ángulo y volteó hacia su
guardaespaldas, quien asintió con un gesto. Por fin el señor Castiglia comentó
con voz de mando:
-¡Perfetto!
-Mille
grazie -respondió Cristiani inclinándose ligeramente mientras retiraba el
pantalón del gancho y se lo entregaba.
Castiglia pidió permiso para ingresar en el
probador y cerró la puerta. Algunos sastres empezaron a dar vueltas por el
cuarto, pero Cristiani se mantuvo firme, silbando suavemente para sí. El
guardaespaldas, todavía con su capa y su sombrero puestos, se había sentado
cómodamente en una silla con las piernas cruzadas. Fumaba un cigarrillo. Los
aprendices se reunieron en la trastienda, a excepción de mi nervioso padre,
quien permaneció en el salón, ordenando y reordenando pilas de materiales en un
mostrador mientras mantenía un ojo pegado al probador.
Nadie
dijo ni una palabra durante más de un minuto. Los únicos sonidos que se
escuchaban eran los que hacía el señor Castiglia al cambiarse de pantalón.
Primero
se oyó el golpe seco de sus zapatos cayendo al piso, y luego la leve fricción
de la fina tela elegida para su traje. Segundos después un fuerte estruendo
hizo estremecer la división de madera: presumiblemente Castiglia había perdido
el equilibrio cuando se paraba en una sola pierna. Tras un suspiro, una tos y
el rechinar de sus zapatos de cuero, volvió el silencio. Pero entonces, de
repente, una grave voz detrás de la puerta bramó:
-¡Maestro!
Y
luego más fuerte:
-¡¡¡Maestro!!!
La
puerta se abrió de golpe, revelando el airado rostro y la encorvada figura del
señor Castiglia. Con sus dedos señalaba sus rodillas dobladas y el diseño de
alas en el pantalón. Luego, balanceándose hacia Cristiani, volvió a gritar:
-Maestro,
¿che avete fatto qui?
El
guardaespaldas se levantó de un salto, con la mirada puesta en Cristiani. Mi
padre cerró los ojos. Los otros sastres dieron un paso atrás. Pero Francesco
Cristiani siguió de pie, impasible a pesar de que el guardaespaldas se había
llevado la mano dentro de la capa.
-¿Qué
ha hecho? -repitió Castiglia aún con las rodillas arqueadas, como si sufriera
de parálisis.
Cristiani
lo observó un par de segundos y finalmente, con el tono autoritario de un
maestro enseñándole a un alumno, le respondió:
-¡Oh,
qué decepcionado estoy! Qué triste e insultado me siento de que usted no sepa
apreciar el honor que estaba tratando de brindarle porque pensé que lo merecía.
Pero lamentablemente estaba equivocado.
Y antes
de que el confundido Vincenzo Castiglia abriera la boca, continuó:
-Usted
me exige saber lo que hice con su pantalón sin darse cuenta de que yo he
querido presentarle el Nuevo Mundo, que es adonde pensé que usted pertenecía.
Cuando entró en la tienda para su primera prueba el mes pasado, usted parecía
muy diferente de la gente retrógrada de esta región. Tan sofisticado. Tan
individualista. Usted había viajado a América, me dijo, había visto el Nuevo
Mundo, y yo asumí que estaba en contacto con el espíritu contemporáneo de la
libertad. Pero me equivoqué. Nuevas ropas, en realidad, no rehacen al hombre en
su interior.
Dejándose
llevar por su propia grandilocuencia, Cristiani volteó hacia su sastre mayor,
que se hallaba más cerca de él. Impulsivamente repitió un viejo proverbio del
sur de Italia que lamentó haber dicho en cuanto las palabras salieron de su
boca.
-Lavar
la testa al’asino è acqua persa (Lavar la cabeza a un asno es un
desperdicio de agua) -entonó Cristiani.
El
pasmo se esparció por toda la tienda. Mi padre se escabulló detrás del
mostrador. Los sastres de Cristiani, horrorizados ante tal provocación,
temblaron al ver que su rostro enrojecía y sus ojos se entrecerraban. Nadie se
habría sorprendido si el siguiente sonido hubiera sido el disparo de una
pistola. En efecto, hasta el mismo Cristiani bajó la cabeza y pareció resignado
a su suerte. Pero extrañamente, habiendo ido demasiado lejos como para
regresar, Cristiani repitió sus palabras sin considerar las consecuencias:
-Lavar
la testa al’asino è acqua persa.
El señor
Castiglia no respondió. Resopló, se mordió los labios, pero no dijo ni una
palabra. Quizá nunca antes había sentido semejante insolencia de nadie, y menos
aún de un pequeño sastre. Castiglia estaba demasiado sorprendido como para
actuar. Incluso su guardaespaldas parecía paralizado, con una mano todavía
oculta bajo su capa. Tras unos pocos segundos de silencio, los ojos de la
cabizbaja tez de Cristiani se levantaron tímidamente, y vio al señor Castiglia
de pie con los hombros caídos, la cabeza ligeramente inclinada y la mirada
perdida y llena de remordimientos. Castiglia miró a Cristiani y pestañeó.
Finalmente dijo: -Mi difunta madre
usaba esa expresión cuando yo la hacía enojar -les confió a todos.
Tras
una pausa, añadió:
-Ella
murió cuando yo era muy joven.
-¡Oh,
cuánto lo siento! -dijo Cristiani al notar que la tensión se disipaba en el
ambiente-. Espero, sin embargo, que acepte mi palabra de que nosotros sí
tratamos de hacerle un bello traje para la Pascua.
Sólo
estaba muy decepcionado de que no le gustase su pantalón diseñado a la última
moda.
Mirando
otra vez sus rodillas, Castiglia preguntó:
-¿Esto
es la última moda?
-Sí,
así es -reafirmó Cristiani.
-¿Dónde?
-En las
grandes capitales del mundo.
-¿Pero
no aquí?
-No aún
-dijo Cristiani-. Usted es el primero entre los hombres de esta región.
-¿Pero
por qué tengo que empezar yo la última moda en la región? -preguntó Castiglia
con una voz que ahora sonaba insegura.
-Oh,
no. Realmente no ha empezado con usted -lo corrigió Cristiani-. Los sastres ya
hemos adoptado esta moda.
Y
levantando una de sus rodillas, dijo:
-Véalo
usted mismo.
El
señor Castiglia bajó la mirada para examinar las rodillas de Cristiani y luego
giró para inspeccionar la habitación entera. Al chocarse con la mirada de los
demás sastres, éstos fueron levantando sus rodillas y asintiendo uno tras otro,
señalando el ya familiar diseño alado del ave infinitesimal.
-Ya veo
-dijo Castiglia-. Y veo también que le debo una disculpa, maestro. A veces le
toma tiempo a uno darse cuenta de lo que está a la moda.
Estrechó
la mano de Cristiani y le pagó. Pero como al parecer no quería quedarse un
minuto más en ese lugar donde su ignorancia había sido expuesta, el señor
Castiglia llamó a su obediente y mudo guardaespaldas y le lanzó su traje viejo.
Vistiendo el nuevo, con el diseño alado en ambas rodillas, e inclinando el
sombrero en señal de despedida, el señor Castiglia se dirigió a su carruaje. Mi
padre ya le había abierto la puerta de la tienda de par en par.
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