Fragmentos de historia de la violencia
en la narrativa colombiana
-Un enfoque desde la Historia de las Mentalidades-
http://www.javeriana.edu.co/narrativa_colombiana/contenido/bibliograf/jar_otrostxt/pajaros/008.html
Introducción
En un trabajo anterior sobre novela colombiana
contemporánea, me preguntaba si podría haber alguna conexión entre el hecho de
que en Colombia no haya existido un movimiento de vanguardia literaria, tal
como se había presentado en otros muchos lugares de Hispanoamérica, y la
debilidad de los gestos posmodernos en la novelística reciente.
Al querer profundizar en la cuestión,
me encontré posteriormente con la hipótesis propuesta por el filósofo
colombiano, Rubén Jaramillo Vélez, según la cual, nuestro país posee una
peculiaridad idiosincrática que consiste básicamente en la postergación de una
vivencia plena de la modernidad, y que se reflejaría en actitudes concretas
como la intolerancia y sobre todo la violencia extendidas. Esta hipótesis
conduce necesariamente a enfrentar la posibilidad de rastrear lo que podríamos
llamar una genealogía particular de dicha peculiaridad. Un intento en este
sentido lo realizó el historiador Daniel Pecáut cuando propuso en su
momento que nuestra experiencia no había podido ser plena porque una serie de bloqueos
de tipo cultural y político habrían hecho que la entrada de la modernidad a
nuestro país se hubiera hecho por "vía negativa", de modo que lo que
habríamos experimentado finalmente habría sido una pseudo o, mejor,
para-modernidad.
Ahora, el fracaso del proyecto
moderno en Colombia podía enfocarse desde dos perspectivas:1) como
fracaso ideológico; o bien, 2) atendiendo a la observación y examen
de ese conjunto de ideas y creencias que se habría ido conformando como
resultado de los vaivenes y paradojas de nuestro proceso de modernización,
hasta constituir una mentalidad, es decir, una respuesta al mundo distinta, en
todo caso -siguiendo a Vovelle-, de un pensamiento claro o de una elaboración
cultural, que tendería a favorecer los signos de la modernidad sin asumirla en
su esencia.
El trabajo que entonces emprendí
favoreció este 2° enfoque, examinando uno de los aspectos más dolorosos de
nuestra para-modernidad: la violencia. En realidad, lo expuesto aquí es una
apretada síntesis de lo que, a modo de ejercicio, está escrito en forma más
extensa en otro lado: el seguimiento de lo que podríamos llamar la evolución
del personaje protagonista de la violencia colombiana, en íntima relación con
la revisión de los distintos experimentos de modernización socio-política del
país. Por tratarse de un ejercicio, sólo se trabajaron tres momentos de nuestra
contemporaneidad -que podrían reflejar tres tipos de violencia-, a través del
análisis de los protagonistas que la encarnan: el "pájaro" (asesino
de la llamada "violencia" de los años 50), el guerrillero (y su
versión "rústica": el bandolero) y el sicario. Para llevar a
cabo estos propósitos, el trabajo se dividió en dos partes: una primera de
discusión de los marcos de referencia y una segunda, el ejercicio mismo de análisis
de los personajes en un corpus seleccionado de narrativa colombiana
contemporánea.
Relación entre literatura e historia
de las mentalidades
Parece haber un punto de contacto
claro entre la historia de las mentalidades y la historia literaria cuando ésta
se dedica a "rastrear" lo que podríamos llamar los temas favoritos
propios de la historia de las mentalidades: la muerte, la vida cotidiana, la
fiesta, etc.; de modo que lo que hermanaría estos dos géneros historiográficos
sería su campo de acción, su temática. Sin embargo, si bien esta condición
puede dejar bien parado al historiador literario, en cambio genera una pregunta
aún más compleja para el historiador de las mentalidades: la de la pertinencia
de la literatura como fuente histórica.
Desde una perspectiva distinta,
existiría otra manera de hermanar historia literaria e historia de las
mentalidades y sería deslizando el énfasis hacia éste último género, de modo
que lo que haría el historiador de las mentalidades sería emplear la fuente literaria
y ponerla al servicio de sus propósitos. Esto suele suceder en casos en que la
literatura se vuelve una fuente importante (tal vez por escasez de otras, como
el testimonio o las fuentes iconográficas y arqueológicas).
Para Vovelle, sin embargo, el asunto
se podría resolver en la medida en que las dos estrategias se pudieran
complementar con base en lo que él llama una historia total o vertical
"que toma el hecho para intentar analizarlo (a través del hilo del tiempo)
en todas sus prolongaciones, hasta la complejidad de las producciones más
sofisticadas de lo imaginario, lo cual incluye, la religión, la literatura y el
arte, en una palabra, la ideología en sus formas elaboradas" (Vovelle,
42).
Es entonces cuando resulta importante
retomar la diferencia base entre ideología y mentalidad. Vovelle propone la
discusión desde el punto de vista de una posible autonomía de la noción de
mentalidad frente a la de ideología. En principio, una historia de las
ideologías estaría del lado de la mirada sobre las élites, mientras que la
historia de las mentalidades estaría del lado de una mirada sobre los
marginados y los desviados. Tanto ideología como mentalidad serian conceptos
que responden a "dos herencias diferentes, dos modos de pensar: una más
sistemática y otra voluntariamente empírica..." (Vovelle, 13).
Habría dos caminos para decidir sobre
una autonomía del concepto de mentalidad: de un lado, el examen de su
inscripción en el de ideología. De otro, forzar su posible comportamiento
independiente. En el primer caso, habría varias interpretaciones de dicha inscripción:
la primera vería la mentalidad como la traducción de un nivel inferior de
ideología, como las huellas de una ideología hecha trizas y la segunda
apuntaría a ver la mentalidad más bien como resistencia, como identidad
preservada y auténtica más allá de la contingencia ideológica. Quienes optan
por una consideración de la autonomía del concepto de mentalidad, acuden por lo
general a los términos "inconsciente colectivo" o "imaginario
colectivo", nociones que remiten a la autonomía de una aventura mental
colectiva que obedece a ritmos y causalidades propias, aparentemente
independiente de todo determinismo socioeconómico y sin referencia a las
ideologías constituidas (Vovelle, 16).
A nuestro entender, el uso de la
noción de mentalidad en literatura debe ir ligado al de "ideología"
(definida desde la perspectiva sociocrítica), ya sea que se entienda aquí
mentalidad como "traza" o como "resistencia" ideológica.
Sólo así, creemos, es como podríamos entender la calificación de
"testimonio insoslayable" que finalmente hace Vovelle cuando se
refiere a la literatura.
El proceso modernizador en Colombia
Hemos utilizado dos planteamientos de
Jaramillo Vélez para relacionarlos con el propósito de nuestro trabajo: uno
proviene de su artículo Tolerancia e Ilustración, en el que el filósofo
reflexiona al rededor del problema de una supuesta "educación para la
intolerancia" que caracterizaría nuestros comportamientos en Colombia,
y cuya causa estaría enraizada con un pasado hispánico remoto del que
habríamos heredado ciertos rasgos. Tras de hacer un recorrido por ese pasado,
Jaramillo llega a la conclusión de que "el asunto de la intolerancia
aparece vinculado al de la religión" (Jaramillo, 190) y, a su vez, el
asunto de la religión aparece vinculado al de la auto-conservación.
Auto-conservación que, para el caso
de la España de Carlos V, se justifica en la medida en que la estabilización de
la nobleza castellana sólo se podía lograr mediante mecanismos de exclusión y
persecución "religiosa".
Auto-conservación que, en el caso
americano (por vía de la educación y de la contra reforma),se habría heredado
como prejuicio, es decir, como abreviación del pensamiento; prejuicio
básicamente contra la modernidad, y que pervive, tras 500 años de cultura
autoritaria y dogmática, hasta convertirse en mecanismo de agresión y
justificación de la violencia.
El otro planteamiento de Jaramillo
(proveniente de su artículo: Postergación de la experiencia de modernidad en
Colombia), útil a nuestros propósitos, consiste en mostrar el particular
comportamiento de, nuestros procesos de modernización, los cuales se vieron
afectados, desde un comienzo, por dos condiciones: una es la que Jaramillo
llama ingenuidad o infantilismo en la puesta en escena de factores de
modernización. La segunda, el peso que significaba, para el país, la facticidad
del carácter de la colonización española.
A un primer momento, caracterizado
por el intento a ultranza de abandonar el influjo del pasado colonial español,
con su dos contrapesos: la ingenuidad y la facticidad de ese pasado, sobreviene
uno segundo en el que se combina un retorno a la tradición hispánica y la
iniciación de un proceso de consolidación nacional: el llamado periodo de la
regeneración, en el que, a nombre del orden, se fortaleció la represión y
se entregó a la iglesia católica los aparatos ideológicos para su manipulación,
todo lo cual constituyó en realidad una gran reacción contra los
"errores" de los tiempos modernos.
Aunque el clero sólo cumplió un
papel subalterno en relación con un esquema productivo que el poder dominante
impuso (los valores "hacendarios"), sin proponérselo
intencionalmente, se convierte en agente propagador de las racionalizaciones
que legitimaban ese poder, "condicionando cada uno de los actos colectivos
e individuales y dando un perfil característico al grupo cultural entero"
(Jaramillo, 45).
Pero lo más interesante de este
periodo es la contradicción que se desarrolla en el sentido de que, mientras el
proceso de consolidación nacional exige el cambio acelerado de la estructura
socioeconómica del país, en el campo ideológico se produce un retorno, y de ese
modo, las estructuras de poder no cambian simultáneamente, "ni las
imágenes míticas del consenso colectivo, creando un caso excepcional en la
historia de la América latina" (Jaramillo, 45): ese sincretismo colombiano
sui géneris, esta modernización en contra de la modernidad, que permitiría en
los primeros decenios del siglo XX avanzar en el terreno infraestructural sin
variar, substancialmente la concepción tradicionalista o la visión de mundo y
la ideología (46).
La consecuencia más dramática es que
la "modernidad" como ideología se inserta en un esquema utilitarista,
pero no se integra mentalmente. Esta ausencia de asimilación efectiva y real de
la modernidad como ideología y el avance técnico imparable, conduce, en un tercermomento: nuestra
contemporaneidad, a enfrentar sin preparación los embates de una anomia social.
"La carencia de un ethos secular, afirma Jaramillo, de una ética
ciudadana, constituyenuestro mayor problema" (Jaramillo, 49).
Y este problema parece estar en el núcleo de comportamientos anormales,
peligrosamente diseminados en Colombia.
Con relación a ese "mimetismo"
modernizador (que sólo copia signos pero no asimila esencias), Daniel Pecáut,
afirma en su artículo: Modernidad, modernización y cultura, que ésta actitud
corresponde a lo que podría denominarse una pseudo o para-modernidad, es decir,
a un proceso de modernización superficial, cuya explicación estaría en una
serie de bloqueos culturales y políticos que habrían forzado a una entrada por
vía negativa de la modernidad en Colombia.
Entre los obstáculos culturales que
destaca Pecáut, están: el poder de bloqueo de la iglesia católica, que sobre
todo en lo ideológico ha constituido siempre una resistencia al proceso
modernizador y a todo el espíritu de la modernidad.
Otros factores antimodernizadores
serían: el arraigado provincialismo de nuestras élites, la débil apertura hacia
el mundo exterior, la vinculación de los intelectuales a los partidos
tradicionales y el peso de los valores rurales en la vida colombiana. Entre los
obstáculos políticos Pecáut menciona: la ausencia de identidad de clases medias
y populares, la precariedad del estado, la fragmentación del poder, la
inestabilidad de la vida política.
Quizás todo este panorama corresponda
a lo que ya García Márquez reseñaba en su célebre proclama Por un país al
alcance de los niños: Esta encrucijada de destinos ha forjado una patria densa
e indescifrable donde lo inverosímil es la única medida de la realidad. Nuestra
insignia es la desmesura. En todo: en lo bueno y en lo malo, en el amor y en el
odio (6)... Pues somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la
realidad... En cada uno de nosotros cohabitan de la manera más arbitraria la
injusticia y la impunidad.... No porque unos seamos malos y otros buenos, sino
porque todos participamos de ambos extremos. Llegado el caso -y Dios nos libre-
todos somos capaces de todo (García Márquez, 7).
Y finalmente advierte García Márquez
algo que ha servido para guiar nuestros análisis: Tal vez una reflexión más
profunda nos permita establecer hasta qué punto este modo de ser nos viene de
que seguimos siendo en esencia la misma sociedad excluyente, formalista y
ensimismada de la Colonia... tal vez estemos pervertidos por un sistema que nos
incita a vivir como ricos mientras el cuarenta por ciento de la población
malvive en la miseria... Conscientes de que ningún gobierno será capaz de
complacer esta ansiedad, hemos terminado por ser incrédulos, abstencionistas e
ingobernables, y de un individualismo solitario por el que cada uno de nosotros
piensa que sólo depende de sí mismo (García Márquez, 7). Bajo el marco de la
modernización concretamos un amplio y útil espectro de nuestra idiosincrasia:
prejuicios culturales e ideológicos que nos confunden, auto-conservación a
ultranza que nos conduce fácilmente a la intolerancia, la paranoia y la
violencia "justificada".
La violencia en Colombia
Los impulsos de modernización tienen
en Colombia un correlato: la guerra. Esto es lo que afirma el historiador
Gonzalo Sánchez G. al respecto: ...durante su vida republicana, Colombia
ha pasado por tres etapas de lucha guerrillera, diferenciables a su vez, por
tres elementos fundamentales, a saber: el contexto general en que estas guerras
se producen, el carácter de los protagonistas que han participado en cada una
de ellas y las motivaciones u objetivos que las han suscitado. Según Sánchez,
el primer tipo es el de las Guerras Civiles, que se desarrollaron en el siglo
pasado y que tuvieron como motivación las pugnas internas entre la clase
dirigente. Ésta participaba proporcionando tanto la orientación política como
la dirección militar: "se trataba en últimas de guerras entre caballeros
de un mismo linaje y por eso al término de las mismas era frecuente una mutua complicidad en la preservación de
sus respectivas propiedades" (Sánchez, 20). El segundo tipo es el que se
produce a mediados del presente siglo, en el periodo que se conoce como
"la violencia". En esta guerra, la dirección política la ejerce la
clase dominante, a través de los partidos tradicionales, pero la conducción en
el plano militar la hace el pueblo mismo, especialmente el campesinado.
"Este desfase entre dirección
ideológica y conducción militar es el que explica en buena medidasu doble movimiento: por un lado,
sus expresiones anárquicas, y, por otro, su potencial desestabilizador y sus
efectos de perturbación sobre el conjunto de la sociedad" (Sánchez, 21).
En una tercera etapa, que comienza
alrededor de los años sesenta, tanto la orientación ideológica como la
conducción militar ya no la ejercen las clases dominantes. "Su objetivo
declarado, afirma Sánchez, no es ya la simple incorporación al estado..., sino
simple y llanamente la abolición del régimen existente" (Sánchez, 21). Es
la guerra que surge como confrontación entre la guerrilla revolucionaria y el
estado.
Para la situación contemporánea, la
guerra se ha complejizado tanto, que ya no es posible hablar de una sola
guerra, sino más bien de muchas que se entrecruzan: pervive la lucha
guerrillera con sus dos manifestaciones más claras: la que ejerce la guerrilla
de izquierdas (a su vez fragmentada en varios grupos) y que se desarrolla
militarmente a través del enfrentamiento entre guerrilla y ejercito; y
políticamente entre guerrilla y estado. La otra cara de esta guerra es el
enfrentamiento entre guerrilla y grupos paramilitares; estos últimos surgidos
inicialmente como "autodefensas" campesinas organizadas y financiadas
por miembros de la clase dominante que combaten así en forma paralela al estado
el avance de la guerrilla. La otra guerra es la que se produce como efecto del
crecimiento desmesurado del narcotráfico como forma de vida.
En esta guerra, el objetivo es la
consolidación de un poder económico, pero las estrategias militares se basan más
en el terrorismo que en la lucha guerrillera tradicional. Su dirección no la
ejerce la clase dominante, ni el pueblo, sino un grupo de personas, sin
orientación política o ideológica, y la desarrolla a través de mercenarios y
sicarios cuya única motivación es el beneficio económico. No se pretende la
abolición del régimen, sino la participación en el estado, y en esto hereda de
las guerras civiles y de la violencia unos objetivos, que ya no provienen o se
legitiman políticamente. El narcotráfico, ha sido el factor que mayor
complejidad le ha dado al estado de guerra del país en la actualidad: no sólo
es capaz de corromper la fuerzas estatales, sino a otros actores como la
guerrilla misma y los paramilitares. Es por eso que hoy, en Colombia, los
muertos en la guerra no se sabe de dónde vienen: las relaciones corruptas entre
narcotráfico, guerrilla, estado y paramilitarismo han impedido cualquier acción
conjunta de reacción.
El estudio del personaje abyecto
¿Existe alguna diferencia entre el
personaje que protagoniza la violencia de los años cincuenta y la más cercana?
¿El personaje depende de ese tipo de violencia? ¿Qué representa en cada caso el
personaje, cuáles son sus roles, cuáles sus evoluciones? Estas preguntas
enmarcaron la observación que se hizo de los personajes de las tres obras
seleccionadas, teniendo en cuenta que su papel no es sólo estético o
estructural, sino representativo y simbólico.
Partimos del hecho de que de las
distintas estrategias de identificación con que cuenta la narrativa, el
personaje -en este caso, cargado de acciones, roles y símbolos- es el elemento
de la estructura del texto que mayor posibilidad de mediación provee al momento
de explorar la mentalidad colectiva que nos interesa.
¿Qué tipo de "héroe" es el
protagonista de nuestros relatos? ¿Acaso un héroe moderno? ¿Se puede hablar ya
en la novela de sicarios de un héroe posmoderno? ¿En qué sentido? ¿No son los
protagonistas en realidad, todos, héroes abyectos?
Álvaro Pineda Botero, en su artículo:
La trayectoria del héroe: de la megalo-psíquica a la abyección (o la dilución
dl sujeto), nos advierte dos cosas que sirvieron de referencia a la hora de
analizar las obras seleccionadas: una es que la novela (colombiana) de la
violencia de los 60 y 70 ya está llena de héroes abyectos, con frecuencia
disfrazados con el velo de la lucha política.
La otra es que, pese a que en
Colombia no podemos hablar de una burguesía liberal democrática generalizada
(que es una condición para la aparición en el escena real del héroe abyecto),
en cambio otras realidades como el debilitamiento de las jerarquías, la caída
de los valores morales tradicionales, y el resentimiento general, hacen
propicio un ejercicio de la hybris es sus más altos grados: masacres, terrorismo, asesinatos indiscriminados
y un hecho alarmante: la guerrilla ya no posee banderas políticas que legitimen
sus acción y parecen motivadas únicamente por lo económico.
Así define Pineda Botero al héroe
abyecto: ... descendiente del esclavo, el mendigo, el tonto y el loco: los
encarna y representa a todos, pero viene armado de una carga centenaria de
resentimiento y de una fuerza vengativa y destructiva... En él es máximo el
ejercicio de la hybris. En el pasado, su risa era simple expresión de alegría y
olvido. El, abyecto ríe también, pero el tono de su risa es el terror. La
alegría se ha convertido en locura. Y su nihilismo es creciente. [Como en el
Uebermensch nitzcheano] actúa sin el aval de los dioses, sin justificación
racional o externa; no encarna ideales colectivos; su interior es un caos, un
laberinto o mejor un abismo. Su creatividad y su ingenio están orientados hacia
la destrucción y la hybris. Pero no supera el caos ni la multiplicidad de su
alma y termina en lo sanguinario. La locura, que parecía fingida en la
representación saturnal, ahora es real. Y si antes podía burlarse de sí mismo,
ahora está dispuesto a hacerse daño, a llegar incluso al suicidio (Pineda,
224). Con el ánimo de vincular las obras seleccionadas, ensayamos la hipótesis
de que el héroe violento en la novela colombiana es en realidad un héroe
abyecto arropado con máscaras que van desde la vinculación ideológica a un
partido, hasta la ausencia misma de la máscara en los sicarios, pasando por la
careta del ideal revolucionario.
Ejercicios de análisis: Pájaros,
bandoleros y sicarios
Una vez discutidos y clarificados los
marcos de referencia, se realizó una aplicación de los resultados de dicha
discusión al corpus de narrativa seleccionado a manera de ejercicio, para
establecer, mediante un método comparativo, las analogías y las diferencias de
los distintos fenómenos de la mentalidad violenta encarnados en los personajes
representados. El ejercicio se centró en el examen de los siguientes momentos,
pero su intención más ambiciosa será la de abrir un espacio hacia atrás,
rastreando un posible contínum: violencia política de los años cincuenta;
violencia guerrillera (años 60 y 70); violencia terrorista y
sicariato (años 90). Se utilizaron seis parámetros críticos de
análisis: los procedimientos narrativos de cada obra; la manera como se
propone un "nosotros", un imaginario colectivo; el personaje abyecto;
las actitudes ante la muerte representadas; la tensión entre visión de mundo
del autor y mentalidad del personaje y el lenguaje transcrito desde cada
contexto.
Crónicas de la violencia de los años
50: El Pájaro
Se seleccionó para este ejercicio, la
novela del autor vallecaucano Gustavo Álvarez Gardeazábal: Cóndores no
entierran todos los días, donde el protagonista es una traslación más o
menos directa del más famoso de los pájaros -conocido por eso como
"El Cóndor"-: León María Lozano.
Procedimiento novelístico
La novela está escrita en, lo
que el propio autor llama, una prosa no dialogada, y su estructura narrativa se
acerca mucho a la de una crónica periodística: recoge distintos testimonios de
los hechos, pero los entreteje bajo el signo de lo que podríamos llamar el
rumor. Introduce, además, el mito y las creencias populares
(evidentemente exacerbadas por los hechos), no sólo como fuente sino como
elemento en la estructura misma de la historia. Esos dos elementos: el rumor y
el mito, garantizan que su estatus genérico esté del lado de la ficción.
El imaginario colectivo
La novela comienza con la siguiente
expresión: "Tuluá jamás ha podido darse cuenta de cuándo comenzó
todo". Tuluá es el nombre del pueblo donde ocurren los hechos, pero es
también un personaje más que representa la conciencia colectiva. Es descrito
como un lugar maldito, pero también como un ser incapaz de tener conciencia de
su historia o, más bien, aturdido por una conciencia mítica tan arraigada que
le impide percibir los hechos desde una distancia histórica y por eso tiende a
re-mitificarlos de nuevo. Así por ejemplo se afirma que ese nueve de abril en
que todo comenzó, "Tuluá no quiso grabarse ningún acto de depravación ni
las caras de quienes encabezaban la turba, pero si elogió y convirtió en una
leyenda la descabellada acción de León María Lozano cuando se opuso con tres
hombres... un taco de dinamita y una noción de poder, que nunca más volvió a
perder, a que la turba... hiciera lo que en otras ciudades y poblados hicieron
ese día..." (Álvarez, 13).
Ese "ellos": los habitantes
de Tuluá, que representa la conciencia (o inconsciencia) colectiva, le sirve al
narrador para ejercer su función de historiador, es decir, para mostrar (y de
este modo contrastar) una visión privilegiada desde una conciencia histórica
(ya no mítica) de los hechos. Por eso, al tono mítico de la narración (que se
va generando por el uso de fuentes orales y por la inclusión de mitos y
creencias populares) se alterna un registro de fechas exactas; una precisión
cronológica que es apenas una de las estrategias de deslinde que desea realizar
el autor de la obra entre los dos tipos de conciencia puestos en juego en la
novela.
Existe así, un narrador personaje
privilegiado, un individuo, un héroe, que rescata del olvido, o del embrollo
mítico, los hechos, paralelo a ese otro personaje que vive y crece por efecto
de la inconsciencia (o conciencia mítica) del pueblo.
A Tuluá, pues, como colectivo (y como
símbolo del pueblo colombiano) se le puede reprochar su mala memoria, su
percepción equivocada de los hechos, sus sobresaltos inútiles, su miedo, y
finalmente su resignación; es decir, su enredo en el mito, que le impide hacer
su propia historia.
El personaje abyecto
De mensajero a dueño del puesto de
quesos de la plaza pública de mercado y luego a líder de los asesinos de su
región durante la violencia guerrillera, León María Lozano, apodado El cóndor,
fue un hombre contradictorio. En la novela se le presenta como un hombre
piadoso y fanático del partido conservador, machista y celoso pero buen padre,
vanidoso pero reservado, cumplidor de su deber y vengativo, calculador pero
supersticioso, desinteresado pero rencoroso. Atacado por un asma terrible,
siempre anduvo esperando el momento en que se cumpliera la predicción del
médico que diagnosticó su muerte por asfixia.
Bajo su responsabilidad aparece un
prontuario de miedo y de terror, y aunque sólo una vez usó las
armas, fue el autor intelectual de masacres y múltiples asesinatos y hasta de
la única "sangría fina" que se llevó acabo en Tuluá (y posiblemente
en Colombia, según se afirma en la novela), cuando dio la orden de asesinar a
siete de los "señores" del pueblo, que habían redactado una carta
abierta repudiando sus actividades. Pero es en realidad la doble narración (la
del historiador que precisa detalles y la de la fuente popular y la leyenda que
los mitifica), la que deja al final un sabor a ambigüedad con relación a su
personalidad. ¿Héroe o asesino? Aquí las dos percepciones se cruzan: las del
mito y la del historiador, el rumor y la reflexión.
Esa es la causa de la ambigüedad, esa
también la estrategia del desenmas-caramiento que utiliza Álvarez frente al
personaje, porque ante el peligro de quedarse con la percepción mítica y
popular, contrapone la visión distanciada del historiador: escondida bajo la convicción
política y religiosa está la hybris.
Aún sí la convicción política y
religiosa de León María (que no es más que una manifestación del sincretismo
sui géneris con que se han comportado nuestros procesos de modernización)
explicara sus actos, no los justifica, en la medida en que terminaron siendo
actos vandálicos que sólo alimentaban su poder y el engrandecimiento de su
imagen. Incluso, un hecho tan extraño como el de mandar asesinar a los
"señores" a los que servía (que se habían cansado de su
imagen), puede ser visto de nuevo desde las dos ópticas contradictorias:
como un acto de heroísmo -o de autonomía-, o como un manifestación más de su
hybris, de su deseo de poder. En el primer caso, la perspectiva es mítica, en
el segundo, histórica. La ambigüedad es efecto de la estrategia narrativa, pero
también es la expresión de nuestro sincretismo sui géneris.
Actitudes ante la muerte
Concordante con la estrategia narrativa, se pueden rastrear en la obra
al menos dos tipos de actitud ante la muerte: la que sostiene el pueblo y su
visión mítica de los hechos y la que denuncia el historiador: el modus operandi
de los pájaros.
Llegaban antes del anochecer, tocaban
la puerta, preguntaban por el dueño de la casa, lo hacían salir como se
encontrara y sin permitirle siquiera un beso para su mujer o para sus hijos, lo
montaban en uno de los carros azules que hacían las noches del Valle del Cauca.
Al día siguiente, la mujer y sus hijos tenían que ir al anfiteatro a reclamar
el cadáver que casi siempre encontraban unos pescadores del río Cauca o los barrenderos
del municipio en la avenida del río Tuluá. No llevaban otra marca distinta que
la de los balazos en la nuca o la de las cabuyas con que los amarraban de pies
y manos para tirarlos al río (Álvarez, 99).
El sistema se fue perfeccionando
tanto en los mecanismos de selección de las víctimas y en su anuncio como en la
misma manera de asesinar. León María Lozano llegó a tener bajos sus
órdenes varias bandas que se repartían el territorio para asesinar liberales.
"Viajaban en carros azules, sin placas, o en volquetas de la secretaría de
obras públicas. Para ellos no regía el toque de queda..." (Álvarez, 95).
Y pronto empezaría la sevicia y el
descontrol: los muertos ya no sólo aparecían agujereados, sino que los
remataban y los desmembraban; los muertos ya no sólo eran liberales: "los
pájaros ya no respetaban recinto. Los escondites no eran válidos ni para
liberales ni para conservadores. Si (alguien) no les caía bien, pues lo
mataban" (Álvarez, 127). La muerte ya no se hacía solamente en la noche:
"Las bandas de León María empezaron a matar no solamente en sus
rondas nocturna, sino a pleno día" (Álvarez, 137). El asunto se salió de
cauce: "Los muertos siguieron creciendo y el sadismo empezó a
aparecer en las matanzas... los muertos ya no solamente fueron hombres..."
(Álvarez, 139).
Hasta que ese mismo descontrol (que
se manifestó con el surgimiento de jefes que ya no respetaban la autoridad del
Cóndor) llevó al cansancio, al enfrentamiento y al miedo de los
mismos pájaros: "Los pájaros ya empezaban a tener miedo. La sangre
de tantos muertos, aunque les había hecho costra, ya les estaba pesando"
(Álvarez, 146).
En contraste con ésta visón
"histórica" de la muerte, está la visión mítica que se niega a
creer que pueda ocurrir a manos de los coterráneos o que mitifica los hechos
contundentes, atribuyéndolos a fuerzas sobrenaturales. Tuluá, portador de la
conciencia colectiva, siempre evadió los hechos patentes o los reelaboró. En
todo caso, aún frente a la evidencia, los habitantes de Tuluá "no pusieron
bolas, continuaron con sus versiones fantásticas, comenzaron a ver el Jinete
del Apocalipsis y olvidaron la noche de los muertos" (Álvarez, 86).
Esta visión no sólo contrasta con la
de denuncia del narrador, sino con la actitud de los orientadores políticos de
la guerra que habían armado la rebelión, dotando a las bandas de toda la
infraestructura paramilitar.
La otra actitud ante la muerte
reseñada es la del propio León María, que oscila entre la superstición, la
rutina y el cinismo. León María está convencido de que su propia muerte está
predeterminada, de que sólo tiene una manera de morir: la que le vaticina el
curandero que le trataba el asma. Pero ante la muerte masiva de la que es
responsable se comporta con cinismo.
Autor-personaje
Hemos aclarado ya que la estrategia
narrativa de Cóndores, consiste en contrastar la visión mítica con la visión
histórica y crítica de los hechos. La novela es relatada por un narrador
omnisciente capaz de balancear ambas visiones, un narrador que constantemente enjuicia
la visión mítica y actúa como enunciador de la verdad de los hechos y de sus
complejas interrelaciones. De modo que la relación entre autor y personaje, se
daría en la medida en que aceptemos que el narrador-historiador es, a la vez,
portador de la visión de mundo del autor, quien se propone denunciar no sólo
los hechos violentos, sino la inmutabilidad de las propias víctimas, en un
esfuerzo por crear una conciencia histórica del grave fenómeno de la violencia.
Pero recordemos que los dos personajes principales de la novela son El cóndor,
a la vez protagonista real de los hechos y leyenda popular; y Tuluá, que se ha
antropomorfizado para representar la conciencia colectiva que, si bien avanza,
no evoluciona en últimas.
Quizás la mejor metáfora para
establecer esta doble relación, sea la que propone el propio autor cuando, al
final de su prólogo, afirma que el origen de la novela está en la visión
del niño que ahora ha crecido, es decir que ha tomado conciencia de los hechos.
Crónicas de la violencia guerrillera:
El Bandolero
Los textos escogidos para esta parte
fueron los que conforman el volumen de relatos: Las muertes de Tirofijo de
Arturo Álape. El libro está compuesto por trece relatos, distribuidos en cinco
"capítulos": MUJERES, que incluye los relatos: La candela, Yo le
llamo valor y El coreguaje amaneció verraco; CURAS, construido por el
único relato: La Virgen de Fátima;BANDOLEROS, conformado por el relato:
Culebrín; CHULOS, que incluye los relatos: Cuerpos sin sombra; Agonía y muerte del diablo sargento
y La cabeza y GUERRILLEROS, con sus relatos: Ricaurte ojos de gato,
La verdad, Domingo del difunto, El mono Jorge y Las muertes de Tirofijo.
De alguna manera, esta estructura ya
está reflejando la complejización del conflicto que corresponde a lo que hemos
llamado, en el marco sobre la violencia, la tercera guerra, caracterizada, como
se dijo, porque la dirección militar también es asumida por el pueblo: MUJERES,
está dedicada a lo que podríamos llamar el punto de vista del campesino forzado
a la guerra, que colabora con la guerrilla, pero que mantiene su esperanza en
la vida "normal".
El cuento del capítulo: CURAS,
ilustra la sutil participación de la institución religiosa en el conflicto y su
toma de posición a favor del estado y del gobierno. El relato acerca del
bandolero Culebrín, muestra ya lo que será una anticipación de la cuarta
guerra, pues ilustra el fenómeno paramilitar y la aparición de otra
"punta" del conflicto que ahora enfrentará facciones rebeldes (en
este caso: la "chusma" liberal contra los "comuneros"). El
capítulo CHULOS, está dedicada a relatos que protagonizan los miembros del
ejército (llamados chulos), así como el deGUERRILLEROS muestra la
situación vivida por los miembros de las cuadrillas militares de la guerrilla.
Los cuentos de Álape poseen dos
características que van a dinamizar el fenómeno de registro de las
"mentalidades": de un lado, la recuperación del habla oral que hace
que los cuentos cobren relativa autonomía en relación con la intervención de la
"mano" del autor, quien, desde esta perspectiva, seguramente asume
una reducción consciente de su papel al de etnógrafo o reportero, dando paso a
una versión más limpia y directa de los hechos, sin que esto le reste poesía,
pero también sin caer en el folclorismo o el costumbrismo artificiosos.
Lo popular aparece entonces expresado
por la lengua regional y por una metaforizaciónparticular, así como, en este
caso, por una lengua transformada en medio del mismo conflicto, de modo que el
efecto final es la apreciación de seres más vivos y más verosímiles que nos
recuperan, a quienes estamos del otros lado (del de la oficialidad, quizá; del
de la escritura seguro), lo inédito, la visión del Otro.
De otro lado, cada relato de Álape
está "ensamblado", bajo una perspectiva de exposición dialéctica de
los conflictos. Es decir, que al material directo e histórico, se le añade la
visión de mundo del autor que los rescata de la "simple" realidad, al
poner los materiales en juego; un juego que sólo puede ser expresado y
dinamizado (tras su reconocimiento) intelectualmente por el autor. Obtener una
dimensión de las mentalidades en juego, implica atender esta doble dimensión de
los relatos: la expresión más o menos directa del lenguaje popular y la visión
del autor que les recupera un sentido.
En función de seis factores de
análisis concluimos, respecto de Las Muertes de Tirofijo, lo siguiente:
El procedimiento narrativo
El volumen de relatos de Álape formalmente consiste en la reelaboración de materiales históricos directos (testimonios, historias de los campesinos, etc.), disminuyendo así, lo que podríamos llamar la intervención de la mano del autor, al menos en los niveles de lenguaje registrado, y otorgando la posibilidad de una escucha del otro, con lo que la recuperación de mentalidades y de una consciencia colectiva se hace más transparente. La estrategia de reelaboración deja ver, sin embargo, la ideología del autor, en la medida en que el estatus significativo de los relatos se ofrece a partir de una estructura dialéctica de exposición de conflictos en cada relato. Esta exposición dialéctica, tiene la ventaja de otorgar al lector la posibilidad aposteriori de elaborar una resolución particular que puede o no coincidir con la propuesta en el cuento.
Un nosotros
La recuperación de una conciencia
colectiva (o de un inconsciente colectivo) es posible en el texto gracias al
planteamiento de un "ellos" que constantemente se pone en juego, ya
sea para expresarse en relación con el ejército (ellos: los chulos) -cuando son
los campesinos guerrilleros los que toman la palabra-, o en relación con la
guerrilla, como en el cuento Culebrín, en el que la visión se da desde un enemigo,
desde el otro que se refiere a un ellos: lo comuneros. En el cuento El Mono
Jorge, también se da una relativización de estas perspectivas cuando el
protagonista es observado por los dos bandos y él tiene que decidir por uno de
ellos. Este juego permite recuperar algunas constantes de identidad, muy claras
para el grupo que podríamos denominar "protagonista" de los relatos
(el campesinado guerrillero): la lucha como modus vivendi; una convicción
de su destino; la necesidad de contar con elementos de cohesión frente al
peligro constante de disolución; el lenguaje que el conflicto les ha obligado a
construir, etc.
El personaje
Podemos afirmar que el personaje de los cuentos de Álape es el colectivo que representa a los campesinos inmersos en la lucha guerrillera y que han hecho de ella un modus vivendi. En este sentido, la abyección no estaría presente de forma directa o trasparente, en la medida en que hay una visible convicción e integración. La cohesión ideológica colectiva facilita esta integración y esta posición de identidad cultural. Hay sin embargo un cuento en que aparece un personaje abyecto: Culebrín, un mercenario que juega no a una idea, no a un destino, sino a calmar su sed de venganza y descubre en el camino la posibilidad de hacer de la violencia un modo de vida, su posibilidad no tanto de sobrevivir, como de bienvivir a costa de la desgracia de otros. El asunto de la venganza también aparece en otro cuento: Cuerpos sin sombra. Ahí, como también en el cuento del Mono Jorge, es posible vislumbrar un planteamiento de factores potencialmente desintegradores. Si lo que se construye es una imagen del "ellos" y no una realidad del ellos, es posible que más monos Jorge se desaten; si lo que enmascara la integración colectiva es en realidad una sed de venganza, entonces habría allí un punto de fuga, una posibilidad de desintegración; incluso un potencial de abyección que surgiría precisamente cuando a cada quien le dé por actuar solo.
Actitudes ante la muerte
El cuento que mejor relata las
actitudes ante la muerte es el de Culebrín, en el que la queja se traduce en un
"nos cambiaron la muerte natural por la muerte afusilada". En este
caso, el mercenario actuará como el "pájaro" en las crónicas de la
violencia de los años cincuenta. En el cuento La cabeza, se expone también una
actitud de sevicia, cuando los Chulos le muestran la cabeza de su marido a la
protagonista. Pero la muerte puede ser a también un simple dato, una
estadística que necesita ser oficializada, como en le cuento Domingo de
Difuntos, o una consecuencia del mal vivir como en La agonía del diablo
sargento, o un deseo nunca satisfecho, como en el caso de Las muertes de
Tirofijo, donde la muerte de Don Manuel es también siempre un renacimiento.
Relación autor-personaje
Afirmábamos que el procedimiento narrativo empleado por Álape
transparentaba mejor la mentalidad que la estrategia de Álvarez en Cóndores,
precisamente porque la traslación del lenguaje oral expresa en forma directa
esta mentalidad. Pero la otra estrategia, la estructuración dialéctica de los
cuentos, deja ver la ideología con la que Álape integra la realidad, es decir
le da sentido. En este caso, los personajes y su lenguaje y su mentalidad son
significativos solo en la medida en que el autor los inserta en su estructura
ideológica. Sólo así, recuperada su dialéctica, los hechos y los personajes que
actúan entra en el circuito de sentido del autor. Es decir, que no basta con la
recuperación directa de los hechos y del lenguaje, sino que se hace necesaria
la intervención del autor, de su visión de mundo para que se alcance una
significación.
El lenguaje
Hemos insistido en la recuperación
del lenguaje directo. La estrategia de Álape es valiosa en la medida en que el
lenguaje utilizado es el de los protagonistas, de modo que la expresión de su
mentalidad -una mentalidad inmersa en el conflicto- surge desde la misma
expresión de ese conflicto. El conflicto se nombra con un lenguaje especial:
los chulos, los comuneros, los collarejos, las camisa azul, los camisa rojo,
ellos; lenguaje que sobrevive y envuelve toda la realidad de esa lucha. Es por
la lucha que se nombra el mundo; el sociolecto de los campesinos les permite
integrar una identidad cultural que se hereda, pero que, a su vez, genera
visones estrechas del mundo, como es evidente en el cuento del mono Jorge, en
el cual lo que se le cuenta al mono es lo único que conoce el muchacho, pero
cuando enfrenta la realidad lo primero que hace es cambiarse el nombre y (de
ahí en adelante) cambiarle el nombre a lo demás. Así el lenguaje muestra su
relatividad: de un lado genera identidad cultural, deviene sociolecto; de otro,
estrecha la realidad misma a confines que pueden resultar
peligrosos para la supervivencia misma del grupo. Pero en ambos casos, está
presente en forma directa, fresca, dispuesto para que el lector saque sus
propias conclusiones, extraiga de allí la mentalidad de sus protagonistas; como
antes en la estrategia de la dialéctica que también le da esa libertad al
lector de hallar en la contradicción una realidad no definida de antemano.
Crónicas de la violencia del
narcotráfico: El Sicario
Para esta parte se seleccionó la
novela La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo (Bogotá: Alfaguara, 1994).
Ya de lo abrupto, poético, patético y
hermoso de la realidad de la lucha que había en la obra de Álape, no queda aquí
sino lo abrupto y patético de una realidad que no se sabe muy bien si es de
lucha, de supervivencia o de hybris llevada a su máxima expresión.
Ya sin ningún tipo de máscara,
el héroe abyecto se retrata en su magnificencia: el sicario. Aquí, también está
el colombiano "capaz de todo" del que nos habla García Márquez:
ambiguo, para el que vivir es igual que morir, para el que la ternura es tan
valiosa como la más cruda venganza, para quien matar es un acto cotidiano. Y ya
no hay bandera política o moral, sino una especie de codificación vaporosa y
compleja, que, desde un inconsciente colectivo, dicta leyes y comportamientos.
En la novela se narra la historia de
dos de estos sicarios: Alexis y Wilmar. Su prontuario es casi inconcebible,
tanto que el narrador "pierde la cuenta" de sus asesinatos. Ambos son
jóvenes, habitantes de los barrios marginales de Medellín, homosexuales (de ahí
su cercanía al narrador: un viejo pederasta) y bellos. No importa ya si han
sido extraídos de la vida real o son pura invención del autor, lo cierto es que
las fronteras también se han borrado: ¿qué es más inverosímil: esta novela o la
horrenda realidad de la violencia sicarial de Medellín en sus momentos
más álgidos?
Procedimiento narrativo
La novela está presentada como una crónica escrita por un hombre culto ("el último de los gramáticos colombianos" se llama a sí mismo el narrador): Don Fernando, quien registra la historia de su relación con dos de sus amantes: Alexis y Wilmar, jóvenes sicarios homosexuales, que viven con él (uno primero: Alexis, después el otro), durante un tiempo: el tiempo que les dura la vida, porque están inmersos en medio de la muerte cotidiana que ellos mismos promueven a diario.
La escritura y la oralidad se
entrecruzan en esta crónica, de manera que por un lado leemos la historia y,
paralelamente, escuchamos la jerga y el lenguaje del sicario, hasta el punto de
que incluso vamos reconociendo su sentido, su etimología, su sintaxis (no es
gratuito que don Fernando sea un gramático asombrado por la capacidad de
expresión de este lenguaje urbano de los sicarios, por este sociolecto
macabro). Como consecuencia, podemos percibir dos visones de mundo: la del
culto (escéptico, nihilista, critico a ultranza) y la del sicario (también
escéptico, también nihilista, pero inculto) que esta vez no chocan sino que, de
alguna manera extraña, conviven.
La escritura se presta para la ironía
del narrador, tanto como para el asombro y el escepticismo simultáneos; y a
pesar de mostrar constantemente sus competencias como gramático y literato,
desconfía de la academia, sobre todo cuando ésta intenta acercase al mundo real
de los sicarios. Bajo su mirada escéptica no queda títere con cabeza. Todo es
criticado hasta su destrucción; sólo el amor (y uno en particular: el
homosexual, un amor sin salida, sin futuro) es reivindicado. Todos los valores
se han extraviado y él, aunque se siente un poco incómodo, termina instalándose
en medio del caos, consciente de que ya no hay tiempo para nostalgias o golpes
de pecho.
La tradicional estrategia del
narrador que se asombra a su regreso de la manera cómo han cambiado las cosas
que ha dejado, es apenas aquí un pretexto, un punto de partida que no cumple
con lo que comúnmente se espera de una dinámica de evocación nostálgica. Más
bien el tono va cambiando a medida que avanza su recuento y de la incipiente
nostalgia del comienzo no queda al final ni rastro, pues le narración da paso a
la desazón y el escepticismo.
El inconsciente colectivo. El
nosotros
La estrategia de un nosotros que
revela el inconsciente colectivo se ofrece en esta novela a través de dos
mecanismos: 1: la explicación que se da de la jerga del sicario (descripción
del sociolecto de los sicarios), y que abordaremos al final de este
análisis; y, 2: la mención constante de una entidad abstracta: Colombia o,
mejor aún, la raza colombiana.
Como antes en Cóndores -donde esta
estrategia se utilizaba para un lugar específico de Colombia: Tuluá- aquí la
mención de Colombia. Le sirve al narrador para dar cuenta de un comportamiento
extendido que pueda mostrar lo más general de nuestro
inconsciente colectivo. Sólo que con dos diferencias: de un lado, ya no se
menciona sólo un lugar, sino a todo el país. Las diferencias regionales se
han superado para encontrar que el comportamiento violento, corrupto y
mezquino, se ha generalizado a tal punto que ya no valen los bandos o las
autonomías regionales. De otro, la actitud general, aunque sigue siendo de
inconsciencia, ya no se le puede achacar al mito, a la lógica de un mito,
primero porque la proporción ciudad/campo que antes servía para comprender al
país, ahora se ha invertido y la mayoría de loa población vive en las ciudades,
en medio de la modernización (es decir, que lo tradicional ya no sirve para
separar a premodernos de modernos), segundo porque se vive bajo la ley de la
hybris, del "primero yo, segundo yo y tercero yo", es decir, bajo la
ley de lo individualista como valor primordial (de modo que la identidad
cultural que da el mito se ha perdido por completo). Colombia es, así, más que
un espacio, una entidad que abarca lo negativo de nuestra cultura: corrupción,
anarquismo, ingobernabilidad, mezquindad.
El personaje
abyecto
La hybris aquí ya no solamente se ha
tomado al personaje (al doble personaje si se quiere: al sicario y a Colombia),
sino que también está presente en el narrador. Si en Cóndores, el narrador se
diferenciaba de sus personajes porque poseía una visión privilegiada (y podía
por eso abocarse el derecho a la denuncia) y en Las Muertes de Tirofijo, apenas
se inmiscuía en el relato, dejando que el personaje hablara por sí mismo, aquí
hace parte de la misma realidad, está nivelado por la misma hybris, que apenas
se manifiesta en forma diversa: es tan abyecto el hombre culto, como el
sicario; está tan apartado de los valores tanto como el sicario. Por eso es que
no puede haber sino patetismo en la narración: ya no hay lugar para la
ambigüedad y mucho menos para la poesía y la belleza (al menos como se entiende
en un modo clásico). La voz del narrador está llena de amargura y
resentimiento, de deseos de destruir lo que ya no tiene sentido
"ordenar".
Podríamos afirmar que esa hybris
generalizada encuentra en la estrategia de la novela su complementariedad
perfecta. Mientras el narrador -la visión privilegiada que es capaz de
comprender el fenómeno, pero también la sinsalida- habla; el otro, el sicario
-el efecto de la circunstancia, también contagiado de la hybris, del
sinsentido- actúa. La abyección se cierra de un modo diabólico: no hay
escapatoria. Por eso el tono de la narración llega a ser el del regodeo y el
patetismo, por eso también la sensación de estar, no en un círculo vicioso,
sino en medio de una espiral diabólica. El prontuario que don Fernando nos
narra con todo su detalle, incluye quince asesinatos (algunos colectivos), y
sólo termina cuando el propio Alexis es asesinado por un problema entre bandas.
Lo interesante es que casi todos esos
asesinatos son consecuencia de la expresión de esas quejas y de esos deseos, en
principio "inocentes", que expresa Fernando y que son realizados con
una complacencia inaudita por parte de Alexis. Basta que Fernando se queje
ahora del ruido que hace la radio de un taxista para que éste muera de un
balazo que le pega Alexis. Basta que Fernando se queje de la mezquindad de una
camarera, para que Alexis la asesine. La hybris se conjuga y se complementa de
tal modo que hablar y actuar se vuelven una misma cosa.
Alexis no habla, no se queja, actúa.
Fernando no actúa pero se queja. De este modo Alexis se convierte en un
"Ángel exterminador" que acerca el deseo a la realidad con la
complacencia cada vez más evidente de Fernando. Basta que abra la boca y su
deseo se cumple.
En realidad Alexis, y después Wilmar
-quien también va a ser otro Ángel Exterminador (y seguramente el que siga a
Wilmar)-, hacen parte de lo que podríamos llamar, siguiendo a Alfonso Salazar ,
el delincuente juvenil, cuya proliferación obedece a causas muy
complejas, pero que puede ser descrito en términos de una identidad común: la
banda. Según Salazar, el joven de la "gallada" obedece a ciertos
rasgos comunes: el sentido de percepción de grupo, el sentido de
territorialidad, el lenguaje y los códigos, la desaparición de la fronteras
entre el bien y el mal; todo lo cual constituye y refuerza una mentalidad,
cuyos "códigos" fundamentales son: el estatus de la valentía y el
poder de consumo, la ambigua definición de lo bueno y lo malo, la lealtad, la
no distinción ni promoción de ideales y una ruptura con la tradicional
sacralización de la muerte (Salazar, 136-139).
Actitudes ante la muerte
Precisamente, esta ruptura frente a
la tradicional sacralización ante la muerte, marca la principal actitud
retratada en la obra.. Esta desacralización se da tanto en el narrador como en
los dos protagonistas: Alexis y Wilmar. La muerte como algo cotidiano para lo
sicarios, la muerte como el alivio de una vida dolorosa que nunca debió brotar.
Claro que también se retrata el regodeo de la gente común con la muerte, la
actitud generalizada que espera siempre la muerte del otro para gozarla. El
corrillo se vuelve una metáfora de ese regodeo colectivo: el espacio para
ocultarse en la masa y gozar con la desgracia del otro.
El lenguaje
Aprovechando uno de los elementos de la estrategia narrativa de la novela: la caracterización del narrador como gramático, nos enteramos de la jerga del sicario. Sin tener que recurrir a un glosario, Fernando nos va explicando cada término que emplean sus amantes:
[El sicario] No habla español, habla
en argot o jerga. Es la jerga de las comunas o argot comunero que está formado
en esencia de un viejo fondo de idioma local de Antioquia..., más una que otra
supervivencia del malevo antiguo del barrio Guayaquil, ya demolido, que
hablaron sus cuchilleros, ya muertos: y, en fin, de una serie de vocablos
y giros nuevos, feos, para designar ciertos conceptos viejos: matar, morir, el
muerto, el revólver, la policía... Un ejemplo: "¿Entonces qué, parce,
vientos o maletas?’ ¿Qué dijo? Dijo: "Hola hijo de puta". Es un
saludo de rufianes (Vallejo, 26).
En general, el uso y descripción de
la jerga es aquí una estrategia que informa muy eficazmente sobre la mentalidad
del sicario, su visión de mundo y sus sentimientos. Sirve también para
reconocer algunas de la dinámicas que paradójicamente dan identidad cultural
(como subcultura) a los jóvenes sicarios.
El argot "expresa una nueva
conceptualización de la vida y de la muerte -afirma Alfonso Salazar -, de la
religiosidad y las relaciones interpersonales, y plantea preguntas a fondo a
nuestra cultura: ¿qué pasa en una sociedad cuando a quien muere se le llama
muñeco?". Según Salazar, este habla refleja la actitud de
intolerancia y desenfreno que predomina en la sociedad y la transformación de
las relaciones sociales y de los valores: "Las palabras no son gratuitas,
son portadoras de un axiología donde la agresión y la desvalorización del otro
predominan como forma de relación". Ahora, ¿bajo esta máscara del
sarcasmo, de la impunidad, del escepticismo y de la hybris del narrador de la
novela, no hay también una pregunta similar, un llamado a la esperanza?
Autor-personaje
Hemos podido hablar de tres
personajes: el sicario (llámese Alexis, La Plaga o Wilmar, parecen al fin los
mismos, o peor aún, el mismo), Colombia, como país, como raza, como colectivo y
el propio narrador. Esta figura del narrador se acerca mucho al autor, en la
medida en que no sólo es un cronista (como en Cóndores), sino que es
abiertamente alguien que participa de la historia, la juzga y la promueve. Al
elegir esa cercanía y al evadir la poesía para darle paso a lo patético, el
autor está proponiendo una destrucción de las fronteras entre realidad y
ficción: si la poesía y la belleza clásica no han cumplido con la función de
transmitir la verdad, quizás sea necesario entonces ofrecerla en su más crudo
realismo. Si eso es así, el autor no puede ponerle máscaras a nada, ni siquiera
a su escritura: debe explicitarse, sacar, del fondo de su alma, su más íntima
posición. A Fernando Vallejo no le importa la belleza, sino el asombro:
promoverlo, incluso exagerarlo, para abrir la conciencia en un país que no
quiere verse a sí mismo como es.
Constancias y congruencias
Tres relatos, tres momentos, tres
maneras de narrar, pero, en últimas, tres manifestaciones de la abyección, de
la falla institucional, de la inaudita imposición de caminos que estalla en
consecuencias tan terribles como las que prevé Rubén Jaramillo; en la
imposibilidad de controlar la pesadilla, en la imposibilidad de controlar a
quien entra o sale de ella. Qué son los tres autores, sino seres asombrados y a
la vez fascinados por lo mismo; qué son sus personajes sino máscaras de una
misma hybris que ya no tiene manera de ocultarse. Qué son estas novelas, sino
terribles testimonios.
El tipo de violencia cambia, los
modus operandi son distintos, quizás las justificaciones varían, pero el efecto
es el mismo: la muerte se vuelve una constante; nuestra conciencia se arrastra
por el laberinto y ya nadie sabe a dónde vamos a parar. Creo que la revisión de
estas tres novelas, nos permite comprobar, de un lado lo que Augusto Escobar
propone: que la violencia genera toda una tradición literaria en Colombia, pero
también que la mirada de larga duración es necesaria; que ya no podemos creer
que la violencia pasó: está ahí; agazapada, presente, multifacética; y no puede
ser una la mirada; se requieren muchos exámenes, antes de dar una respuesta. El
examen de la mentalidad violenta, puede ser una de esas caras que necesitamos
ver: no se trata de reducir el problema, se trata de comprenderlo desde todas
la perspectivas y creemos que la alianza entre literatura e historia de
las mentalidades ha resultado de una importancia vital.
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VALLEJO, Fernando. La Virgen
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http://www.javeriana.edu.co/narrativa_colombiana/contenido/bibliograf/jar_otrostxt/pajaros/008.html
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