Mi quiebra en Wall Street
Bancarrota de LEHMAN BROTHERS en 2008
El Espectador Economía 15 Sep. 2018 por Nelson Fredy Padilla
Se cumplen diez años de uno de los colapsos más grandes de la
economía mundial. Testimonio de un periodista que salió bastante defraudado.
Difícil olvidarlo: 15 de septiembre de 2008. Mauricio, mi asesor financiero en el
Citibank, me llamó a primera hora.
— El banco nos pidió citar a todos los inversionistas para
replantear de urgencia su portafolio.
— No entiendo. ¿Qué pasó?
— ¿No está viendo CNN? El banco de inversión Lehman Brothers se
declaró en bancarrota, la Reserva Federal de Estados Unidos está en emergencia,
el Dow Jones cayó 160 puntos.
— ¿Y eso qué significa?
— Que estamos en una crisis grave. Nunca había bajado tanto
desde los atentados del 11 de septiembre. El sistema financiero necesita US$700
mil millones para no colapsar.
— ¿Está diciéndome que perdí mis ahorros?
— No todos, pero es mejor que venga lo más pronto que pueda para
que lleguemos a un acuerdo.
Me acababa de soltar una noticia mundial, pero mi olfato
periodístico quedó anulado. No corrí hacia El Espectador, sino hacia el banco,
a defender mis intereses. Llegué asustado a la avenida Chile, el atractivo
centro financiero de Bogotá. Allí estaba la oficina principal del Citibank
(ahora Scotiabank Colpatria). Me recibieron en el parqueadero para “clientes
especiales”. A un paso estaba el ascensor privado, pero estaba repleto y opté
por correr escaleras arriba.
En el primer piso había ahorradores reclamando “regalitos” por
usar la tarjeta de crédito de manera compulsiva. En el segundo hacían largas
filas los ahorradores de a pie. En el tercero estaban los “adinerados”, los
clientes Citigold como yo. Lo recibían a uno con café de primera calidad y lo
invitaban a sentarse en un recibidor de poltronas. Al frente había pantallas
gigantes que actualizaban al instante los indicadores de las principales bolsas
del mundo. Todos fingían entender gráficos y cifras, o que leían The Economist.
La decoración era retro. Los muros exponían retratos en blanco y
negro que mostraban personas en estado de relajación. Se veían seguras,
dichosas, disfrutando de la vida. La primera vez que subí me dije: después de
tantos años de trabajo, este es el nivel que merezco. Recuerdo que estaba entre
el gentío del segundo piso y Mauricio me convenció de que con el dinero que
tenía podía abrir un pequeño portafolio de inversiones.
— ¿Cuánto hay que arriesgar?
— US$25 mil es el mínimo.
Así me invitaron al tercer piso. Parecía fácil. Solo era
cuestión de “escoger los fondos de inversión indicados, sacarle el jugo a la
globalización”. Y, sobre todo, “no dejar todos los huevos en una sola canasta”.
Un porcentaje en bonos del gobierno americano, otro en acciones de la industria
farmacéutica, algunas más en no sé qué de la isla Bermuda, en fin, al cabo de
un año podía ganar un 30 % más de la inversión. No volví a usar tarjetas azules
sino doradas. Mi nombre estaba escrito en relieve y al lado la NY de Nueva
York.
Podía sacar dólares de los cajeros. Veía en el noticiero a los
poderosos tocando la campanita de apertura en Wall Street y me sentía parte de
ese club.
Todo parecía ir sobre ruedas hasta aquel lunes negro. Llegué
agitado al tercer piso y me encontré con muchas caras de amargura. Todos se
habían guardado las ínfulas de plenitud. Nadie estaba sentado en las poltronas.
Todos parados esperando explicaciones. No pedí café, sino agua
aromática. “Ya miro a ver si me queda”, me dijo la señora del servicio.
Mauricio, el ejecutivo amable y calmado que me metió en el ojo del huracán
financiero, apareció en actitud nerviosa. Me invitó a una de las oficinas desde
la que podíamos llamar a Nueva York, a Miami o a donde fuera para mover la
inversión a conveniencia. Traía dos hojas en la mano. Era el estado de mi
cuenta. Había perdido 30 % de los ahorros de mi vida en un amanecer.
Me quedé sin palabras mientras él intentaba consolarme: “Como su
inversión es pequeña, sus pérdidas son menores”. Me señaló a una pareja en la
sala del frente: “Ellos perdieron como US$15 millones”. No sabía si desahogar
mi indignación contra él o contra los malditos cuadros. Por dentro maldecía por
haber caído en la tentación, por dármelas de rico. Recompusimos el paquete para
no seguir perdiendo al mismo ritmo. En algún momento le dije a Mauricio que
quería retirar como fuera lo que me quedaba, pero él me explicó que no debía
hacerlo antes de cinco años, que eso implicaba penalidades mayores, que era
mejor esperar a que la crisis cediera.
Salí deprimido, no bajé por el ascensor sino por la escalera.
Había un letrero de precaución para piso resbaloso. La gente del segundo nivel
seguía en fila. La envidié. La del primero salía feliz con su sanduchera. Me
fui sin nada. Nunca antes le había prestado atención al secretario del Tesoro
de Estados Unidos. Tuve pesadillas con los ojos desorbitados de Henry Paulson.
Huía con mi dinero y no lograba alcanzarlo por más que corría.
En noviembre de 2008 las noticias seguían informando de la
crisis del Citigroup, de miles de despidos en sus oficinas en un centenar de
países, de su posible venta. Llamé a Mauricio. Le dije que quería retirar lo
que me quedaba antes de que cayera también el gran banco de Nueva York desde
1812. “¡Admite pérdidas de US$10.000 millones!”, le insisto. Me pide calma:
“Aguante hasta Año Nuevo”.
Lo confieso. Todos los días me levantaba, ponía CNN y cruzaba
los dedos para que la economía gringa se recuperara. Sin embargo, el panorama
no cambió para mí en 2009 ni después. En las calles colombianas la realidad no
era mejor. Se hablaba de la quiebra de miles de codiciosos por cuenta de las
llamadas pirámides en cabeza del Grupo DMG (David Murcia Guzmán), que prometía
duplicar los ahorros en cuestión de meses, y que había sido mi segunda opción
antes del Citibank. Me salvé de la defraudación en la autopista Norte de Bogotá
y caí en la de la Gran Manzana.
Luego me enteré de que el nobel de economía Paul Krugman había
advertido cuatro años atrás que los especuladores estaban inflando las bolsas
del mundo y que iban a explotar. “La crisis será cruel, brutal y larga”, se
ufanó en las páginas de El Espectador tras el estallido. Sal a la herida. Diez
años después no me quejo: soy cuentahabiente de primer piso y acumulo puntos.
https://www.elespectador.com/economia/mi-quiebra-en-wall-street-articulo-812330
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