Historia de Colombia y sus oligarquías (1498 - 2017)
Historia de Colombia
y sus oligarquías
(1498 - 2017)
por: Antonio Caballero
Presentación
“De todas las historias de la
Historia
la más triste sin duda es la de
España
porque termina mal”.
"Apología y petición"
Jaime Gil de Biedma
“Mi pobre niña -suspiró-. No te
alcanzará la vida para pagarme este percance”.
La abuela desalmada de Eréndira
cuando decide explotarla dedicándola a la prostitución.
La increíble y triste historia de la
cándida Eréndira y su abuela desalmada
Gabriel García Márquez
Este libro de historia, aunque vaya
ilustrado con caricaturas, no va en chiste: va en serio. Y, como todos los
libros serios de historia, es también un libro de opinión sobre la historia:
entre todas las formas literarias no hay ninguna más sesgada que la relación
histórica.
Los versos de Gil de Biedma del
epígrafe se refieren a su país, España; pero creo que son igualmente apropiados
para la historia del mío, Colombia: siempre turbulenta, casi siempre trágica, y
muchas veces vergonzosa.
La historia de lo que hoy es Colombia
comenzó mal desde que la conocemos, con los horrores sangrientos de la
Conquista. Y siguió peor. Esperemos que empiece a mejorar antes de que termine.
El segundo epígrafe, tomado de García
Márquez, pinta bien lo que han sido las relaciones de este país con sus clases
dominantes en estos largos cinco siglos. Como dice la abuela: toda la vida.
Los hombres y los dioses
El destino de los españoles, en todos los países
del
mundo, es participar en las mezclas de sangres.
-Denis Diderot
Nuestros antepasados de
hace cinco siglos en sus dos ramas, los muy diversos castellanos de la España
del Renacimiento y los muy diversos aborígenes americanos con quienes se
tropezaron violentamente cuando desembarcaron en el Nuevo Mundo, dieron
comienzo a una larga y tragicómica historia de malentendidos resueltos con
sangre.
En 1492 descubrieron América los europeos, y los americanos
descubrieron a los europeos recién llegados: los españoles de Castilla, blancos
y barbados. No fue un amable y bucólico “encuentro de dos mundos” mutuamente
enriquecedor, como se lo ha querido mostrar en las historias oficiales para
niños y adultos ñoños de Europa y América. Fue un cataclismo sin precedentes,
en nada comparable a las innumerables invasiones y guerras de conquista que
registra la historia. Fue un genocidio que despobló hasta los huesos un
continente habitado por decenas de millones de personas: en parte a causa de la
violencia vesánica de los invasores -uno de ellos, el conquistador y poeta Juan
de Castellanos, cuenta como testigo ocular en sus Elegías de varones ilustres de
Indias que los más de entre
ellos “andaban del demonio revestidos”-; y en parte aún mayor por la aparición
de mortíferas epidemias de enfermedades nuevas y desconocidas, venidas del
Viejo Mundo o surgidas en el choque de pueblos que llevaban separados
trescientos siglos: desde la Edad de Piedra. Ante la viruela y la sífilis, el
sarampión, el tifo, o ante un simple catarro traído de ultramar, los nativos
del Nuevo Mundo caían como moscas. Se calcula que el 95 por ciento de los
pobladores indígenas de América perecieron en los primeros cien años de la
llegada de Cristóbal Colón, reduciéndose de unos cien millones a sólo tres, por
obra de las matanzas primero y de los malos tratos luego, de las inhumanas
condiciones de trabajo impuestas por los nuevos amos y, sobre todo, de las
pestes.
De ahí viene la llamada
“leyenda negra” de la sangrienta España, propagada en primer lugar por los
ingleses y los franceses celosos del poderío español, pero iniciada por la
indignación cristiana de un sacerdote español, fray Bartolomé de Las Casas,
autor de la terrible Brevísima relación de la destrucción de las Indias y de
otra docena de obras en las que denunció los horrores de la Conquista y la
colonización españolas, y que en su testamento llamaba a que “el furor y la ira
de Dios” cayeran sobre España para castigar sus criminales excesos. Pero con la
misma crueldad y rapacidad iban a comportarse otras potencias europeas que
siguieron sus pasos: Portugal, Inglaterra, Francia, Holanda, en sus colonias
respectivas de América, de África, de Asia. La “muerte blanca” han llamado
algunos antropólogos a esa ansia de exterminio. La que devastó la América
recién descubierta quiso explicarla, o disculparla, un poeta español laureado y
patriótico, ilustrado y liberal de principios del siglo XIX, Manuel José
Quintana:
“Su atroz codicia, su
inclemente saña
crimen fueron del
tiempo, y no de España”.
En todo caso, más que de
España o del vago tiempo, de los españoles que llegaron a América y desde un
principio desobedecieron las relativamente benignas leyes de la Corona:
nuestros antepasados.
Los intrusos, muy poco
numerosos en los primeros tiempos -y que no hubieran podido conquistar imperios
poderosos como el azteca con los trescientos hombres y los veinte caballos de
Hernán Cortés, o el inca con los doscientos soldados y un cura de Francisco
Pizarro, si no los hubiera precedido la gran mortandad de las epidemias que
desbarató el tejido social de esos imperios-, morían también a puñados,
víctimas de las fiebres tropicales, de las aguas contaminadas de la tierra
caliente, de las flechas envenenadas de los indios, de las insoportables nubes
de mosquitos. A muchos se los comieron vivos las hormigas, o los caimanes de
los inmensos ríos impasibles. No pocos se mataron entre sí. Llama la atención cómo
siendo tan pocos en los primeros tiempos y hallándose en una tierra desconocida
y hostil, dedicaron los conquistadores tanto tiempo y energía a entredegollarse
en pleitos personales, a decapitarse o ahorcarse con gran aparato por
leguleyadas y a asesinarse oscuramente por la espalda por repartos del botín, y
a combatir a muerte en verdaderas guerras civiles por celos de jurisdicción
entre gobernadores. En México se enfrentaron en batalla campal las tropas
españolas de Hernán Cortés y las de Pánfilo de Narváez, enviadas desde Cuba
para poner preso al primero. En el Perú chocaron los hombres de Pizarro con los
de Diego de Almagro, hasta que éste terminó descabezado. En el Nuevo Reino de
Granada, Quesada, Belalcázar y Federmán estuvieron al borde de iniciar una
fratricida guerra tripartita. Y no fueron raros los casos de rebeldes
individuales que se alzaban contra la Corona misma, como los “tiranos” Lope de
Aguirre en el río Amazonas o Álvaro de Oyón en la Gobernación de Popayán.
Mientras duró su breve rebelión, antes de ser ahorcado y descuartizado con
todos los requisitos de la ley, Oyón firmó sus cartas y proclamas con el
orgulloso y contradictorio título de ‘Príncipe de la Libertad’. No sabía que
inauguraba una tradición de paradojas.
Se ha calculado que tres
de cada diez españoles no sobrevivían a su primer año de estancia en las
Indias. No en balde las llamó uno de los supervivientes “Esas Yndias
equivocadas y malditas”.
Y todo era nuevo para
los unos y los otros: asombroso y cargado de peligros. Para los españoles, los
venenos, las frutas, los olores y los pájaros de la zona tórrida, la ausencia
de estaciones, el dibujo de las constelaciones en el cielo nocturno, la
equivalencia del día y de la noche. Para los indios, el color de la cara y de
los ojos de los inesperados visitantes, sus barbas espesas, sus recias
vociferaciones al hablar, y los caballos, y el filo de acero de las espadas.
Ni siquiera sabían, de
lado y lado, quién era el otro.
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