La ciencia y la filosofía son discursos distintos, pero no
opuestos, que han estado y deben estar en permanente contacto. Su supuesta
rivalidad es reciente y una revisión histórica nos muestra el provechoso
diálogo que han mantenido desde los tiempos de la Revolución científica. Por
Antonio Diéguez
En la época en la que se asegura que ha caído un buen puñado de
las viejas dicotomías que sustentaron la modernidad, hay una que, pese a lo que
se repita en los discursos protocolarios, sigue bien firme y consolidada. Es la
dicotomía ciencias/humanidades, que el novelista y químico inglés Charles P.
Snow bautizó como “las dos culturas” en su conocida conferencia de 1959, y que
sigue siendo la base de nuestra educación y de nuestra vida cultural.
Algunos piensan que su origen es antiguo: que Sócrates era de
letras y Aristarco o Arquímedes eran de ciencias, o que el trivio y el
cuadrivio medievales ya consagraban la división. Un juicio así peca, no
obstante, de anacronismo, aunque solo sea por el hecho de que es una cuestión
controvertida si podemos hablar de ciencia en sentido estricto en época tan
temprana.
En el siglo XVII, en la época de la Revolución científica, las
distinciones no eran tan nítidas como ahora nos parecen. A veces se olvida que
el padre de la filosofía moderna, René Descartes, era también matemático y
físico. De hecho, sus ideas sobre física estuvieron vigentes en Francia hasta
que en el siglo XVIII Voltaire divulgó en su país la física de Newton, después
de que se la explicara con detalle su compañera y amante Émilie du Châtelet,
que es quien realmente entendía las matemáticas de Newton y estaba traduciendo
al francés su obra principal, los Principios matemáticos de la filosofía
natural. Se olvida no solo que Descartes fue el creador de la geometría
analítica, sino que su famosa obra Discurso del método, publicada en 1637, con
la que se dice que comienza la filosofía moderna, era una especie de
introducción metodológica a tres breves tratados científicos: “La dióptrica”, “Los
meteoros” y “La geometría”, que, como se explica en el título, “son ensayos de
este método”. Hoy en día, sin embargo, rara vez se publica junto a esos
tratados, dando así la falsa impresión de que era un libro independiente
dedicado solo a la filosofía, una crítica de las ideas de la escolástica y una
búsqueda de los criterios para un conocimiento cierto.
Tiende a olvidarse igualmente que Leibniz fue un gran matemático
y que, además de mantener una conocida polémica epistolar con Samuel Clarke,
portavoz de Newton en este caso, sobre los problemas de las nociones de espacio
y tiempo absolutos, de la gravedad como misteriosa acción a distancia y de la
noción de vacío, sostuvo una agria disputa con el propio Newton acerca de la
prioridad en el descubrimiento del cálculo infinitesimal. Y se omite que la
Crítica de la razón pura de Kant, una de las cumbres del pensamiento
filosófico, tenía como propósito central indagar sobre las condiciones de
posibilidad de un logro tan sólido en el conocimiento humano como fue la
mecánica de Newton, teniendo en cuenta que Hume había argumentado que ningún
conocimiento basado en la experiencia podría aspirar a tal grado de firmeza
epistémica. Kant mismo hizo en su juventud algunas aportaciones significativas
a la ciencia, como que el sistema solar se formó a partir de una nube de gas y
que este tipo de proceso tenía lugar en todo el universo. Sostuvo que la Vía
Láctea era un disco en rotación de estrellas cuyo origen pudo ser también una
nube de polvo y que otras nebulosas distantes, como Andrómeda, eran sistemas de
estrellas (Humboldt los llamó universos islas y hoy los llamamos galaxias)
similares a nuestra Vía Láctea.
En inglés, el término “ciencia” (science) fue tomado del francés
en la Edad Media con el significado de conocimiento riguroso, sistemático y
demostrado deductivamente a partir de primeros principios, como en la geometría
de Euclides. 1 Con la excepción de Roberto Grosseteste en el siglo XIII, que
sugiere que el experimento controlado puede tener un cierto papel en la
investigación como método demostrativo, este fue el concepto de ciencia que se
aceptó hasta que Bacon defendió la inducción frente a los métodos deductivos de
la escolástica en su Novum organum, publicado en 1620. El ideal demostrativo
siguió vigente durante un tiempo (por ejemplo, en Galileo, aunque con empleo de
las matemáticas), pero fue cediendo el paso lentamente en los dos siglos
posteriores a una visión de la observación y la experimentación que reconocía
el carácter hipotético de sus resultados. En cuanto al término “científico”,
existía en latín como adjetivo. Lo utiliza Boecio en su traducción de
Aristóteles. Sin embargo, como sustantivo para nombrar a lo que hasta entonces
venía denominándose “filósofo natural”, “filósofo experimental” u “hombre de
ciencia”, lo introdujo en la lengua inglesa el historiador de la ciencia y
filósofo William Whewell en 1834, en la breve descripción que hizo de un debate
en la British Association for the Advancement of Science que tuvo lugar un año
antes. La idea era tener un vocablo preciso y con una terminación que siguiera
la pauta de “artista”, “economista” o “ateo” (el término inglés scientist
tiene, en efecto, la misma terminación que artist, economist o atheist). La
propuesta, sin embargo, no fue bien recibida en absoluto. Como cuenta la
historiadora Melinda Baldwin, 2 muchos
siguieron prefiriendo durante bastante tiempo la expresión “hombre de ciencia”
(man of science) en oposición a “hombre de letras” (man of letters). Aquí
encontramos, pues, aceptada de forma expresa esa dicotomía de la que hablamos.
El término “científico” no se impuso sino hasta la década de
1870, y principalmente fue en Estados Unidos. Entre los ingleses se consideró
erróneamente que el término era un americanismo “innoble”, como lo calificó el
Daily News en septiembre de 1890. Todavía en 1924 la revista Nature, que seguía
evitando su uso, hubo de consultar entre lingüistas e investigadores si debía
aceptarlo en adelante, y la decisión del editor fue no hacerlo, aunque no
prohibiría que los autores que enviaran artículos lo emplearan. En este
rechazo, Nature no estaba sola; otras instituciones, como la Royal Society,
tampoco lo admitían. Puede parecer sorprendente, pero su uso no se generalizó
como correcto hasta después de la Segunda Guerra Mundial.
Todo esto nos indica que la oposición entre las ciencias y las
letras (o humanidades) no empezó a adquirir los tintes dicotómicos tan marcados
que ahora tiene hasta bien entrado el siglo XIX. Tuvo mucho que ver en ese
distanciamiento la creciente especialización de las ciencias, debido a la
imposibilidad de abarcar todos los avances que comenzaban a producirse en los
distintos campos, y su institucionalización en diferentes departamentos,
administrativa y localmente separados, en las reformadas universidades que iban
creándose por toda Europa, sobre todo en Alemania, Francia y Gran Bretaña. Un
factor fundamental fue la profesionalización de la ciencia, cuyos inicios hay
que situar también en ese momento y que hizo de la formación científica una
exigencia que reclamaba una exclusividad casi total debido a su rigor.
Pero ¿cuál es la situación actual?
¿Hay realmente visos de debilitamiento de esta dicotomía, como a
veces se dice?
Para responder a esto, me centraré en el caso de la filosofía,
que es el que mejor conozco. Es innegable que algunas corrientes filosóficas
marcaron claras distancias con la ciencia a lo largo de los siglos XIX y XX, en
especial en los países de habla no inglesa; no obstante, la filosofía ha
mantenido siempre corrientes de pensamiento que se consideraban ligadas a la
ciencia, que buscaban recibir su influjo y que incluso, en ocasiones,
pretendían hacer aportaciones que fueran útiles a la propia ciencia. En la
actualidad designamos a esas corrientes bajo el apelativo de “naturalistas” y
tienen una notable fuerza en el ámbito cultural anglosajón.
Es posible que la mencionada pretensión de hacer aportaciones
útiles a la ciencia desde la filosofía suene a algunos a aspiración desmedida.
Sin embargo, por modestas que sean, estas aportaciones han existido. La lógica
matemática, que tiene como pioneros a los filósofos Gottlob Frege, Bertrand
Russell y Alfred North Whitehead, fue pieza fundamental en el desarrollo de la
teoría de la computación y de la inteligencia artificial. En este campo de la
inteligencia artificial, las críticas de Hubert Dreyfus a las ideas vigentes en
los años sesenta y setenta –la IA simbólica–, basadas en la filosofía de
Heidegger y de Merleau-Ponty y en la importancia que ambos otorgaron a la
interacción corpórea con el mundo, contribuyeron de forma indirecta a allanar
el camino de la robótica situada.
En el desarrollo de la psicología cognitiva fue muy importante
el funcionalismo, apadrinado por los filósofos Hilary Putnam y Jerry Fodor. A
este último debemos también la influyente teoría de la modularidad de la mente.
Y, entre otras cosas, la psicología le debe a Daniel Dennett la idea de que la
capacidad para atribuir creencias falsas a otro sea un criterio clave para
considerar que una persona (o animal) posee una Teoría de la Mente (ToM).
Por su parte, la filosofía de la biología, que desde hace ya
cuatro décadas se ha convertido en una de las ramas más activas de la filosofía
de la ciencia, ha contribuido a clarificar bastantes cuestiones biológicas,
como los diversos significados que encierran los conceptos de “especie”,
“aptitud o eficacia biológica” (fitness) o “gen”, o el papel que la selección
de grupo ha podido jugar en el surgimiento de la conducta altruista, o la
plausibilidad del determinismo genético. En ocasiones, estas contribuciones han
sido el resultado de una colaboración explícita entre profesionales de la
filosofía y de la biología.
Añadamos a esto que los problemas éticos y sociales suscitados
por el desarrollo de campos tecnocientíficos, como la ingeniería genética, la
biología sintética o la inteligencia artificial han hecho que vuelva a
estimarse como necesario un acercamiento entre las ciencias y las humanidades.
La tesis central del naturalismo filosófico es que no hay una
discontinuidad esencial entre ciencia y filosofía, sino que más bien hay una
continuidad de fines y métodos entre ellas (aunque no identidad). La ciencia no
solo no sería lo contrario de la filosofía, ni, como pensaba Stephen Hawking,
habría acabado con la filosofía, sino que cuanto más y mejores teorías
científicas tenemos, más problemas filosóficos surgen en torno a los supuestos
que esas teorías asumen o a las características que atribuyen a la realidad.
¿Es esto realmente defendible?
¿Existe esa continuidad de objetivos y de métodos entre ciencia
y filosofía? Vayamos a la cuestión de los objetivos.
¿Cuáles son los de la ciencia?
No es fácil determinarlos con exactitud, pero espero que se me
acepte que en la ciencia actual estos serían algunos de los más importantes:
1) explicar, comprender y predecir fenómenos;
2) determinar qué tipo de entidades y procesos explican el
funcionamiento del universo;
3) crear conceptos y herramientas matemáticas de utilidad en
dichas explicaciones;
4) encontrar regularidades en los fenómenos (de ser posible, en
forma de leyes matemáticas);
5) buscar teorías crecientemente comprehensivas y coherentes;
6) servir de base al desarrollo tecnológico. No niego que habría
muchos más que añadir si vamos a los detalles de las diferentes ciencias, pero
estos son comunes a muchas de ellas, aunque con excepciones.
No más fácil resulta dilucidar qué fines pueden atribuirse en la
actualidad a la filosofía, pero ya puestos me atrevo a sugerir que habría que
distinguir dos tipos fundamentales: los fines interpretativos, que tienen que
ver con el conocimiento de la realidad, y los fines normativos, que tienen que
ver con la defensa de lo que se considera valioso y las razones que se dan para
ello.
Entre los fines interpretativos me parecen destacables los siguientes:
a) crear, aclarar y mejorar conceptos e ideas;
b) formular nuevas preguntas sobre diversos aspectos
desatendidos de la realidad;
c) analizar críticamente los presupuestos filosóficos (premisas
ocultas) en todo tipo de creencias;
d) ayudar a construir una visión coherente de la realidad
(“hacernos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida”, que decía
Unamuno);
e) indagar sobre la condición humana y sobre “el puesto del
hombre en el cosmos”;
f) indagar sobre la naturaleza y los límites del conocimiento y
sobre las implicaciones que deben extraerse de conocimientos aceptados;
g) imaginar formas alternativas en que podrían ser las cosas
(utopías sociales, mundos posibles, formas alternativas de arte, formas
alternativas de ser humano, etc.).
En cuanto a los fines normativos, cabe citar estos:
h) proponer metas culturales, éticas, sociales y políticas;
i) criticar las instituciones sociales vigentes (crítica social
y cultural);
j) establecer las formas del razonamiento correcto, así como los
criterios para el conocimiento garantizado y para la crítica racional;
k) prescribir nuevas relaciones con la naturaleza, con los demás
seres vivos y con las cosas.
¿Hay entonces continuidad entre estos fines y los de la ciencia?
Una diferencia que podemos apreciar es que la ciencia carece de
fines normativos, es decir, no pretende establecer lo que debe ser la realidad,
sino solo cómo es de hecho y por qué es así, aunque eso no quita que el
conocimiento de ciertos hechos pueda ser relevante a la hora de sustentar o
modificar nuestras normas epistémicas, sociales, morales o de otro tipo. Y
tampoco quiere decir que en la investigación científica no estén implicadas
cuestiones axiológicas. Pero ese es otro tema que nos llevaría muy lejos.
Además de este carácter no normativo, pueden señalarse otras
diferencias claras entre la ciencia y la filosofía. Por ejemplo, la mayor
radicalidad (de raíz) de la filosofía. Esto último no debe entenderse como si
la ciencia no se hiciera preguntas fundamentales, sí que las hace, como cuando
trata de averiguar el origen del universo o el origen de la vida, sino
únicamente en el sentido de que la ciencia no cuestiona en principio sus
presupuestos, mientras que la filosofía lo hace hasta llegar a los cimientos de
sus propias pretensiones de validez.
También es bastante evidente que en la metodología hay
diferencias importantes. En la ciencia solemos encontrar, aunque no en todos
los casos, un alto grado de matematización y de experimentación, cosa que es
extraña en filosofía. No se trata, sin embargo, de una diferencia absoluta.
Algunas partes de la filosofía recurren al lenguaje formal de la lógica y la
matemática y, de forma mucho más indirecta y pausada que en la ciencia, también
las ideas filosóficas se confrontan con la realidad a través de la experiencia
y con los resultados establecidos por la investigación científica. Así, algunas
tesis metafísicas, como el mecanicismo, el dualismo mente/cuerpo, o la negación
del pensamiento animal, terminaron siendo abandonadas porque se habían tornado
insostenibles ante lo que mostraba el desarrollo de las ciencias. No obstante,
hay que admitir que la contrastabilidad empírica no es un requisito exigible en
la filosofía, mientras que sí suele serlo en la ciencia.
En resumen, la ciencia y la filosofía son discursos distintos,
pero no opuestos, que han estado y deben estar en permanente contacto. Las
ciencias incluyen supuestos filosóficos que no tematizan ellas mismas y pueden
recibir un análisis filosófico fructífero y la filosofía necesita de
conocimientos empíricos bien establecidos para no pensar sobre el vacío o para
no hacer propuestas que ya se han mostrado como inviables.
Entre sus fines hay similitud y complementariedad y entre sus
métodos hay diferencias, pero no absolutas.
https://letraslibres.com/revista/ciencia-y-filosofia-una-dicotomia-de-corto-alcance/
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