Voy a
hablarles de la lectura. Me referiré a un texto escrito hace unos años. Espero
que lo comentemos en detalle para que logremos acercarnos al problema de la
lectura. Comencemos con un comentario sobre Nietzsche. Nietzsche tiene muchos
textos sobre este tema, pero por ahora les recomiendo sólo dos: el prólogo a la
Genealogía de la moral y el capítulo
de la primera parte de Zaratustra que
se llama “Del leer y el escribir”;
hay otros muy buenos en el Ecce Homo
y en las Consideraciones intempestivas,
particularmente en la que lleva por título, Schopenhauer
educador. En ella se habla de lo que significó Schopenhauer para Nietzsche
en su juventud y en qué sentido fue para él un educador. Además les recomiendo
que se lean Sobre el porvenir de nuestros
institutos de enseñanza, pues en él, Nietzsche, hace una crítica de la
Universidad como pocas veces se ha hecho, incluso hoy. Vamos a leer el texto
sobre la lectura; lo comentaremos y contestaré las objeciones, críticas o
insatisfacciones que ustedes me manifiesten.
Acaso ningún
escritor haya hecho tan conscientemente como Nietzsche de su estilo, un arte de
provocar la buena lectura, una más abierta invitación a descifrar y obligación
de interpretar, una más brillante capacidad de arrastrar por el ritmo de la
frase y, al mismo tiempo de frenar por el asombro del contenido. Hay que
considerar el humorismo con el que esta escritura descarta como de pasada lo
más firme y antiguamente establecido y se detiene corrosiva e implacable en el
detalle desapercibido: hay que aprender a escuchar la factura musical de este
pensamiento, la manera alusiva y enigmática de anunciar un tema que sólo
encontrará más adelante toda amplitud y la necesidad de sus conexiones. Este
estilo es la otra cara, el reverso de un nítido concepto de la lectura, de un
concepto que a medida que se hace más exigente y más quisquilloso libera la
escritura de toda preocupación efectista, periodística, de toda aspiración al
gran público y de esta manera abre al fin el espacio en que pueden consignarse
las palabras del Zaratustra y elaborarse la extraordinaria serie de obras que
lo continúan, comentan y confirman. Al final del prólogo de la Genealogía de la moral Nietzsche dice
que requiere un lector que se separe por completo de lo que se comprende ahora
por el hombre moderno. El hombre moderno es el hombre que está de afán, que
quiere rápidamente asimilar; “por el contrario, mi obra requiere de lectores
que tengan carácter de vacas, que sean capaces de rumiar, de estar tranquilos”.
Nietzsche dice que “existe la ilusión de haber leído, cuando todavía no se ha
interpretado el texto. Y esa ilusión existe por el estilo mísero en que
escribe.
Pero él va
más lejos, el texto que viene más a la mano es el Zaratustra y se encuentra en
el primer discurso del Zaratustra. Dice Nietzsche que va a contar la manera
como el espíritu se convierte en primer lugar en camello, el camello se
convierte en león y éste se convierte finalmente en niño.
Nietzsche
dice que primero el espíritu se convierte en camello, es el espíritu que admira, que tiene grandes ideales,
grandes maestros. Por ejemplo, en el caso de Nietzsche, Schopenhauer, y una
inmensa capacidad de trabajo y dedicación; el camello es el espíritu sufrido,
el espíritu que busca una comunidad con cualquier cosa. –Es un aspecto que se
refiere al pensamiento, todo el Zaratustra es una teoría del pensamiento–. Si
no se logra leer así, no se entiende nada; pero el espíritu no es sólo eso,
admiración, dedicación, fervor, y trabajo; el espíritu es también crítica,
oposición y entonces dice que el espíritu se convierte en león; Como león se hace solitario casi siempre y en el desierto se
enfrenta con el dragón lleno de múltiples escamas y todas esas escamas rezan
una misma frase: tú debes. Entonces el espíritu se opone al deber, es el
espíritu rebelde, el que toma el tú debes como una imposición interna contra la
cual se rebela, que mata todas las formas de imposición y de jerarquía, pero
que todavía se mantiene en la negación. Y dice Nietzsche que el león se
convierte finalmente en niño y
explica así: el niño es inocencia y olvido, un nuevo comienzo, y una rueda que
gira, una santa afirmación. Eso ya no es rebelión contra algo; la rebelión
contra algo sigue estando determinada por aquello contra lo cual uno se rebela,
de la manera en que por ejemplo el blasfemo sigue siendo religioso, porque para
pegarle una puñalada a una hostia hay que ser tan religioso como para
tragársela; es inocencia y olvido; olvido en Nietzsche es una fórmula muy
fuerte, una potencia positiva. Nuestra capacidad de olvidar es nuestra
superación del resentimiento. Ahora, el pensamiento funciona con las tres
categorías: capacidad de admiración: idealización, trabajo o labor; la
capacidad de oposición: critica, rebelión, y otra: la capacidad de creación:
sin oponernos a nada, de juego, de inocencia, de rueda que gira. El espíritu es
las tres cosas; sólo si esas tres cosas se combinan funciona el pensamiento
filosófico; cuando cualquiera de las tres se enuncia sola es una determinada
frustración, una filosofía sombría, un dogmatismo o una idealización de
cualquier tipo, o una filosofía rebelde que no es más que rebelión, o es
también una filosofía que no tiene ni apoyo en aquello a lo que busca
integrarse, ni en aquello contra lo que lucha sino que se predica sólo como
juego y que como juego sólo es anarquismo vacío.
En un libro
más tardío. La voluntad de dominio,
Nietzsche retoma estas ideas y las da como historia de su vida; ese mismo juego
de oposiciones contiene una filosofía que nos impone un trabajo: interpretar;
si no, no entendemos nada. Nietzsche dice comentando algunos artículos sobre su
obra: “Creo que la incomprensión que tienen hacia mí, es en el fondo alejada de
la lengua que yo hablo; todavía no pueden llegar a mis textos ya que cuando uno
no oye nada, puede tener la ilusión de que allí no se dice nada, entonces, hace
falta un tiempo para que me oigan. En todo caso los que me elogian están más
lejos de mí, incluso que los que me critican”.
Es al primer
discurso del Zaratrusta al que Nietzsche se refiere cuando dice que la lectura
requiere la interpretación en el sentido fuerte. Es precisamente por eso que su
estilo logró imponer la necesidad de interpretar. El Zaratustra es por eso un
libro curioso; casi no existe hoy entre nosotros un libro alemán más famoso que
el Zaratustra. Es difícil encontrar en Colombia un zapatero que no se haya
leído el Zaratustra; se vende en las librerías de segunda al lado de las obras
completas de Vargas Vila y sin embargo probablemente no haya un libro más
difícil que el Zaratustra; es como si se vendiera al lado de Vargas Vila La fenomenología del espíritu. Tiene
pues una situación muy particular, ya que se puede recibir como poesía, o se
puede hacer una lectura religiosa; en realidad es un libro muy exigente con el
lector; hay que cogerlo casi que párrafo por párrafo y someterlo a una
interpretación: eso es lo que exige del lector.
Nietzsche es
particularmente explícito sobre este punto al final del prefacio a la Genealogía de la moral (1887) y al final
del prefacio a Aurora: “No escribir de otra cosa más que de aquello que podría
desesperar a los hombres que se apresuran”. No se trata, sin embargo aquí, como
podrían hacer pensar éste y muchos otros textos del “Afán del hombre moderno”
que requiere informarse lo más rápidamente posible y al que debiérase oponer
una lectura lenta, cuidadosa, y “rumiante”. Al poner el acento sobre la
“interpretación” Nietzsche rechaza toda concepción naturalista o
instrumentalista de la lectura: leer no es recibir, consumir, adquirir, leer es
trabajar. Lo que tenemos ante nosotros no es un mensaje en el que un autor nos
informa por medio de palabras –ya que poseemos con él un código común, el
idioma– sus experiencias, sentimientos, pensamientos o conocimientos sobre el
mundo; y nosotros provistos de ese código común procuramos averiguar lo que ese
autor nos quiso decir.
Que leer es
trabajar, quiere decir ante todo que no hay un tal código común al que hayan
sido “traducidas” las significaciones que luego vamos a descifrar. El texto
produce su propio código por las relaciones que establece entre sus signos;
genera, por decirlo así, un lenguaje interior en relación de afinidad,
contradicción y diferencia con otros “lenguajes”, el trabajo consiste pues en
determinar el valor que el texto asigna a cada uno de sus términos, valor que
puede estar en contradicción con el que posee el mismo término en otros textos.
Para tomar un ejemplo muy sencillo, en contradicción con el valor que tiene en
el texto de la ideología dominante. Platón en el Teeteto incluye en el concepto
de “Esclavos” a los reyes, los jueces y en general a todos los que no pueden
respetar el tiempo propio que requiere el desarrollo del pensamiento porque
están obligados a decidir o concluir en un plazo determinado y ese plazo
prefijado los excluye de la relación con la verdad, la cual tiene sus propios
ciclos, sus caminos y sus rodeos, sus ritmos y sus tiempos que ninguna
instancia y ningún poder pueden determinar de antemano. Así Nietzsche llama
“Voluntad de dominio” a una fuerza unificadora perfectamente impersonal que
confiere una nueva ordenación y una nueva interpretación a los elementos que
estaban hasta entonces determinados por otra dominación. Esta noción es por lo
tanto no sólo ajena a la significación que le asigna la ideología dominante,
sino directamente opuesta, puesto que en ésta se entiende como deseo de
dominar, superar, de oprimir a otros dentro de los valores y jerarquías
existentes y por lo tanto de someterse a esos valores y jerarquías.[1]
Traemos esto a cuento, sólo para indicar que toda lectura “objetiva”, “neutral”
o “inocente” es en realidad una interpretación: la dislocación de las
relaciones internas de un texto para someterlo a la interpretación de la
ideología dominante.
Quiero
subrayar aquí un punto: no hay un tal código común. Cuando uno aborda el texto,
cualquier que sea, desde que se trate de una escritura en el sentido propio del
término, es decir, en el sentido de una creación, no de una habladuría, como
dice Heidegger (por que las habladurías también se pueden escribir, eso es lo
que hacen todos los días los periodistas, escribir habladurías) cuando se
trata, de una escritura en el sentido fuerte del término entonces no hay ningún
código común previo, pues el texto produce su propio código, le asigna su
valor; ese es un punto importantísimo en la teoría de la lectura; voy a tratar
de acercarme un poco más a las lecturas de ustedes; como desgraciadamente
ustedes tienen una idea del marxismo según la cual hay que estudiar marxismo y
sólo marxismo, entonces como a Marx; bueno, por lo menos sí es un gran
escritor. Cuando nosotros abrimos El Capital,
no tenemos con Marx un código común; por ejemplo: Marx comienza a hablarnos de
la mercancía: “La riqueza de las sociedades donde impera el régimen capitalista
de producción se nos aparece como un inmenso arsenal de mercancías”... pero
precisamente el concepto de mercancía y el concepto de riqueza que están en la
primera frase de El Capital no nos es
común. Nosotros lo entendemos sin necesidad de buscarlo en el diccionario,
nadie ignora qué es una mercancía, nosotros creemos y lo entendemos también por
una vía empírica porque podemos dar ejemplos. ¡Ah! si, la mercancía... lo que
está exhibido en las vitrinas de los almacenes. Pero Marx nos va a mostrar que
nosotros no sabemos qué es la mercancía, ni tampoco qué es riqueza. Marx nos
dice en el primer apartado de la Crítica
del programa de Gotha, que dicho programa comenzaba tan tranquilamente con
la tesis de que toda la riqueza procede del trabajo y Marx dice, no, la riqueza
no procede del trabajo, procede igualmente de la naturaleza; Marx complica inmediatamente
la cosa mercancía; son las relaciones sociales de producción las que llevan en
sí el poder sobre el trabajo.
La riqueza
se presenta (se presenta pero no es) como una gran acumulación de mercancías,
incluso, “se presenta”, en una formulación permanente de Marx. Luego dice Marx:
la manera como las cosas se presentan no es la manera como son; y si las cosas
fueran como se presentan la ciencia entera sobraría. Por lo tanto, el texto
produce su código, no tenemos un código común, tenemos que extraer el código
del texto mismo de Marx, Código quiere decir un término al que el receptor y el
emisor asignan un mismo sentido. Sin un término al que se le asigne un mismo
sentido no hay mensaje y por eso, por ejemplo, un hablante de una lengua como
el chino u otra lengua desconocida, no constituye para nosotros un mensaje
porque no tenemos código común. El problema de la lectura es que nunca hay un
código común cuando se trata de una buena escritura.
Tenemos que
descifrar el código de la manera como esa escritura lo revele. La literatura
como la filosofía imponen un código que hay que definir y el texto lo define;
cada término se define por las relaciones necesarias que tiene con los otros
términos.
Si nosotros
no llegamos a definir qué significa para Kafka el alimento, entonces nunca
podremos entender La metamorfosis, “Las investigaciones de un perro”, “El artista del hambre”, nunca los
podremos leer; cuando nosotros vemos que alimento significa para Kafka motivos
para vivir y que la falta de apetito significa falta de motivos para vivir y
para luchar, entonces se nos va esclareciendo la cosa. Pero, al comienzo no
tenemos un código común, ese es el problema de toda lectura seria, y ahora,
ustedes pueden coger cualquier texto que sea verdaderamente una escritura, si
no le logran dar una determinada asignación a cada una de las manifestaciones
del autor, sino que le dan la que rige en la ideología dominante, no cogen
nada. Por ejemplo, no cogen nada del Quijote si entienden por locura una
oposición a la razón, no cogen ni una palabra, porque precisamente la maniobra
de Cervantes es poner en boca de Don Quijote los pensamientos más razonables,
su mensaje más íntimo y fundamental, su mensaje histórico, y no es por
equivocación que a veces delira y a veces dice los pensamientos más cuerdos.
Ustedes encuentran en el Quijote los textos más alarmantemente locos; en boca
de Don Quijote también encuentran la parodia más maligna y los textos más
razonables:
“Dichosa
edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos...”. Ahí está Don Quijote
hablando de la locura. En cierto sentido es la locura en el sentido de la
inadaptación, es la sabiduría en el sentido de la inadaptación. El Quijote es
el hombre tardío, el hombre que ha fracasado en todo durante la vida, que no ha
sido más que un fracaso y que no resigna a la vida cotidiana y prefiere salir y
salir quiere decir muchas cosas: nacer, enloquecerse, desadaptarse,
aventurarse, entonces Cervantes construye todo el comienzo del Quijote, con la
imagen del hombre cotidiano, por parejas de oposición, una cosa verdaderamente
extraordinaria, una estructura musical, todo está en parejas de oposición: “Y
tenía en su casa un ama que no pasaba de los cuarenta y una sobrina que no
llegaba a los veinte, y se pasaba las noches de claro en claro y los días de
turbio en turbio leyendo libros de caballería” –todo cae en oposiciones– “hasta
que cayó en la más extravagante idea que hubiese dado loco alguno y fue que
parecióle convenible y necesario, así como para el aumento de su honra como para
el servicio de su república hacerse caballero andante” y culmina ahí, eso es
música. Pero el Quijote es eso, un hombre que se iba a morir allí, en una
haciendita, con un caballito, con un perrito, con una sobrina y una ama; ya
tiene 50 años y no ha pasado nada, y Cervantes tiene 50 años y está en la
cárcel y no ha pasado nada, y ha fracasado en todo y de pronto sale y ese salir
es un nacimiento y sale Cervantes y sale Don Quijote, esa maravilla, el hombre
con 50 años de fracasos se niega a que su vida termine en una muerte solitaria,
en una vida cotidiana apagada y prefiere la locura a la cotidianidad, pero eso
no lo dice Cervantes, eso lo tenemos que construir los lectores al ir
construyendo el código.
La más
notable obra de nuestra literatura –porque en toda nuestra literatura no hay
nada comparable– en el bachillerato nos la prohíben, es decir, nos la
recomiendan; es lo mismo que prohibir, porque recomendar a uno como un deber lo
que es una carcajada contra la adaptación, es lo mismo que prohibírselo. Después
de eso uno no se atreve ni a leerlo, le cuentan que el gerundio está muy bien
usado, le hablan de sintaxis, de gramática, del arte de los que saben cómo se
debería escribir pero que escriben muy mal: una cosa que a Cervantes no le
interesaba, pues lo que hacía era escribir soberanamente, con las más ocultas
fibras de su ser. Cuando nosotros llegamos a abrir los ojos ante el Quijote,
con asombro, nos damos cuenta que tanto Sancho como el Quijote pueden estar de
acuerdo porque ambos son irrealistas, el uno construye una realidad, el otro se
atiene a la inmediatez, lo real pasa por encima de uno y por debajo del otro y
en conjunto los dos son una crítica de la realidad, a nombre de la inmediatez
del deseo y a nombre de la trascendencia del anhelo. La realidad es la que
queda muerta, no ellos.
Y sin
embargo, Cervantes no nos puede dar eso inmediatamente; el más grande de
nuestros autores, un hombre de la altura de Shakespeare, nos da un texto que si
nosotros no somos capaces de descifrar, de interpretar, no lo entendemos. No
somos capaces ni siquiera de leerlo, o lo leemos por “fuerza de voluntad”, que
es peor; pero de lo que se trata es de coger el entusiasmo, coger el ritmo,
coger el estilo de Cervantes, o mejor dicho los estilos de Cervantes. Cervantes
sabe hacerlo todo, el estilo metonímico de Sancho, apoyado en refranes para
darse aire de que no es él el que lo dice y poner la ponzoña por debajo; el
estilo lírico de Don Quijote: “Ya no hay hombre que saliendo de este valle
entre en aquella montaña y de allá pise una desierta y desolada playa de
mar"; esa combinación de estilos que nos da el Quijote se nos escapa
porque no sabemos leerlo; ese es el problema que yo les planteo, pues el
problema no es que tengamos nada que leer porque traduzcan mal, sino que no
sabemos leer nosotros. Claro, ya en el bachillerato nos prohíben El Quijote, ¿por qué nos lo prohíben?;
desde la primaria, antes del bachillerato, se introduce una serie de
oposiciones en las que ingresamos desde el primer año: el tiempo de clase donde
se aprende, aburridor, y el recreo donde se disfruta sin aprender. El Quijote
no cabe en esos dos tiempos, porque el Quijote es una fiesta y al mismo tiempo
el más alto conocimiento.
Si nosotros
tomamos El Capital como un deber, si
no somos capaces de tomarlo como una fiesta del conocimiento, tampoco lo
podemos conocer; en ese sentido también nos está prohibido el Zaratustra, que
es un verdadero libro, la filosofía más rigurosa, más completa de la Alemania
del siglo XIX, dicha en forma de verdadera fiesta. Nietzsche quiere romper el
saber del lado del deber, y del lado de la diversión, el olvido de sí, el
embrutecimiento. Nietzsche quiere romper eso, entonces hace la filosofía más
rigurosa que se pueda hacer, en tono de fiesta, eso es el Zaratustra –es el
sentido fundamental del Zaratustra.
Pero si
queremos saber qué significa interpretar, partamos de una base: interpretar es
producir el código que el texto impone y no creer que tenemos de antemano con
el texto un código común, ni buscarlo en un maestro. ¡Ah! es que todavía no
tengo elementos, dicen los estudiantes; el estudiante se puede caracterizar
como la personificación de una demanda pasiva. “Explíqueme”, “deme elementos”,
“¿cuáles son los prerrequisitos para esta materia?”, “¿cómo estamos en la escalera?”,
“¿cuántos años hay que hacer para empezar a leer El Quijote? No hay que hacer ningún curso.
Hay que
aprender a pensar. Lo que se les olvida de El
Capital, a todos los marxistas es el prólogo. Esta obra no requiere
conocimientos previos, sólo la capacidad de saber pensar por sí mismos. No
podemos leer a Marx con la disculpa de que “realmente me faltan elementos,
sería mejor haber conocido a Hegel, entonces vamos con Hegel pero Hegel está
discutiendo a Kant, entonces me faltan elementos y vamos con Kant, pero Kant
está discutiendo a Hume, entonces me faltan elementos y vamos con Hume, pero
Hume está discutiendo a Descartes y vamos...” y entonces comience con Tales de
Mileto y cuando tenga 80 años llegará a Sócrates, si le va bien. Lo que le
falta no son elementos, lo que le falta es interpretación, posición activa,
discusión con el texto. Pero el estudiante tiene una posición pasiva, deme
elementos, métodos, es decir cabestro, pero ¿cuál es el método? El método es
pensar, es interpretar, criticar. Se puede empezar un estudio de filosofía
perfectamente con El Ser y el Tiempo
de Heidegger, los prerequisitos están en el texto mismo. Pero la educación es
un sistema de prohibición del pensamiento”, transmisión del conocimiento como
un deber, el conocimiento como algo dado, petrificado. ¿Qué le falta para leer
el Quijote? Le falta aprender a leer. ¡Qué elementos ni qué apoyos, ni qué
críticos, ni qué muletas, ni qué cabestro! Le falta aprender a leer, eso es lo
que pasa y por eso no siente la maravilla del tono, del estilo, no siente la
música secreta, la finura de la parodia, la terrible ponzoña de Cervantes. Don
Quijote cree en los libros de caballería, es una locura, ¿por qué una locura?
Porque no son una ideología dominante y por eso los pone Cervantes; en cambio
si fueran una ideología dominante no serían una locura. Por ejemplo, el cura le
dice a Don Quijote: “Y vos alma de cántaro. Don Quijote o Don Tonto, o como os
llaméis, quién ha venido a contaros que hay gigantes, malandrines y
encantadores, ni los hubo nunca en el mundo y por qué no vais a preocuparte por
tu. Y mujer y tus hijos en vez de ir disparatando por el mundo?”. Y Don Quijote
le dice: “¡Ah! pero la biblia que no puede faltar en nada a la verdad, nos
enseña que los hubo, contándonos la historia de aquel gigantazo de Goliat”. En
otras palabras don Quijote le dice al cura que el problema consiste en que
mientras él –Don Quijote– cree en los libros de caballería, el cura cree en la
Biblia. El cura cree que lo de Don Quijote es loco porque lo siguen pocos y lo
suyo es cuerdo porque lo siguen muchos.
Esa finura y
esa ponzoña de Cervantes, su agudeza de pensamiento, su critica fundamental de
la ideología, eso no se coge de buenas a primeras si no se interpreta el texto;
sólo así se comprende que es una verdadera fiesta del pensamiento y del
lenguaje, que párrafo por párrafo es una música que se derrama una y otra vez.
Sin embargo, a nosotros nos la prohíben. Todos nos dicen que es una vergüenza
que no lo hayamos leído, entonces nos callamos, pero con vergüenza, claro,
porque eso sí lo aprendemos, la capacidad de avergonzarnos, o lo leemos por
fuerza de voluntad, pero de todas maneras nos está prohibido.
Estamos
instalados en un lenguaje complejo y hay que aprender a leer; la primera
fórmula es ésta: el código que producimos como lectores. Hay algunos autores
que nos desafían desde la primera frase: Kafka, Musil, nos desafían a que
produzcamos su código, que no es común.
Cuando uno
abre La Metamorfosis y lee: “Al
despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en
su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro
caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa
de su vientre obscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia
apenas si podía aguantar la colcha que estaba visiblemente a punto de
escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en
comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el
espectáculo de una agitación sin consistencia”. Ahí hay que interpretar o
cerrar el libro, ahí sí no se llama nadie a engaño. Hay que tener en cuenta
esto: “No hay obras fáciles”. Es una frase de Valery: no hay autores fáciles,
lo que hay son lectores fáciles, Hay autores que son más francos, como Kafka,
que de una vez le muestra a uno que si no interpreta lo mejor es devolverse.
Hay , otros que son camuflados como Dostoyevski; uno puede leer Crimen y castigo sin darse cuenta de que
no ha entendido nada, sino que un señor mató a dos viejas y finalmente lo
metieron a la cárcel; y en las páginas rojas de los periódicos aparecen cosas
de esas todos los días, eso no quiere decir nada, eso no tiene que ver nada con
Crimen y castigo.
No hay
textos fáciles; no busquen facilidad por ninguna parte, no busquen la escalera,
primero Marta Harneker, después Althusser; eso es lo peor; no hay autores
fáciles, lo que hay son lectores fáciles, que leen con facilidad porque no
saben que no están entendiendo, por eso les parece más sencillo Descartes que
Hegel. Toda lectura es ardua y es un trabajo de interpretación: fundación de un
código a partir del texto, no de la ideología dominante preasignada a los
términos.
Pregunta:
¿Pero yo me imagino que eso no se va a descubrir en un párrafo sino en el
desarrollo mismo del texto?
Respuesta:
Sí, en el desarrollo mismo del texto, pero hay que preguntárselo y no poner
esta disyuntiva básicamente estudiantil: entiendo o no entiendo. Esa disyuntiva
estudiantil quiere decir, “¿con esto podría presentar examen o no podría?”. Hay
que dejarse afectar, perturbar, trastornar por un texto del que uno todavía no
puede dar cuenta, pero que ya lo conmueve. Hay que ser capaz de habitar
largamente en él, antes de poder hablar de él; como hacemos con todo, con la
Novena sinfonía, con la obra de Cezanne, ser capaz de habitar mucho tiempo en
ella, aunque todavía no seamos capaces de decir algo o sacarle al profesor –
porque siempre hay para los estudiantes un profesor, ese es el problema– la
pregunta, “¿y esto qué quiere decir?”. Ese profesor puede ser uno mismo, puede
ser imaginario o real, pero siempre hay una demanda de cuentas a alguien, en
vez de pedirle cuentas al texto, de debatirse con el texto, de establecer un
código.
Pero no vaya
a creerse que el trabajo a que aquí nos referimos consiste en restablecer el
pensamiento auténtico del autor, lo que en realidad quiso decir. El así llamado
autor no es ningún propietario del sentido de su Textos.
Si cogemos
el ejemplo del Quijote, el verdadero problema no es el preguntarse qué quería
decir Cervantes; el problema es qué dice el texto y el texto siempre dice las
cosas que se escapan al autor, a la intención del autor. El autor no es una
última instancia. Lo que Cervantes quiso decir no es la clave del Quijote. No
hay ningún propietario del sentido llamado autor; la dificultad de escribir, la
gravedad de escribir, es que escribir es un desalojo. Por eso, es más fácil
hablar; cuando uno habla tiende a prever el efecto que sus palabras producen en
el otro, a justificarlo, a insinuar por medio de gestos, a esperar una
corroboración, aunque no sea más que un Shhh, una seña de que le está cogiendo
el sentido que uno quiere; cuando uno escribe, en cambio, no hay señal alguna,
porque el sujeto no lo determina ya y eso hace que la escritura sea un desalojo
del sujeto. La escritura no tiene receptor controlable, porque su receptor, el
lector, es virtual, aunque se trate de una carta, porque se puede leer una
carta de buen genio, de mal genio, dentro de dos años, en otra situación, en
otra relación; la palabra en acto es un intento de controlar al que oye; la
escritura ya no se puede permitir eso, tiene que producir sus referencias y no
la controla nadie; no es propiedad de nadie el sentido de lo escrito. “Este
sentido es un efecto incontrolable de la economía interna del texto y de sus
relaciones con otros textos; el autor puede ignorarlo por completo, puede verse
asombrado por él y de hecho se le escapa siempre en algún grado: Escritura es
aventura, el “sentido” es múltiple, irreductible a un querer decir,
irrecuperable, inapropiable. “Lo anterior es suficiente para disipar la ilusión
humanista, pedagógica, opresoramente generosa de una escritura que regale a un
“Lector Ocioso” (Nietzsche) un saber que no posee y que va a adquirir”.
Estas
observaciones pueden servir de introducción a un tema central en la teoría de
la lectura, tema en el que dejaremos, otra vez para comenzar, la palabra a
Nietzsche, estudiando dos proposiciones aparentemente contradictorias y
formuladas con todo el radicalismo deseable en Ecce Homo:
a.
“En
última instancia nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más
de lo que ya sabe. Se carece de oídos para escuchar aquello a que no se tiene
acceso desde la vivencia. Imaginémonos el caso extremo de un libro que no hable
más que de vivencias que, en su totalidad, se encuentran más allá de la
posibilidad de una experiencia frecuente o, también, poco frecuente, de que sea
el primer lenguaje para expresar una serie nueva de experiencias. En este caso
sencillamente, no se oye nada, lo cual produce la ilusión acústica de creer que
donde no se oye nada, no hay tampoco nada”.
b.
“Cuando
me represento la imagen de un lector perfecto siempre resulta un monstruo de
valor y curiosidad, y además, una cosa dúctil, astuta, cauta, un aventurero y
un descubridor nato. Por fin: mejor que lo he dicho en Zaratustra no sabría yo
decir para quién únicamente hablo en el fondo; ¿a quién únicamente quiere él
contar su enigma?”.
“A vosotros
los audaces, buscadores, y a quien quisiera que alguna vez se haya lanzado con
astutas velas a mares terribles. A vosotros los ebrios de enigmas que gozáis
con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los
abismos laberínticos; allí donde podéis adivinar, odiáis el deducir...”.
¿Cómo
mantener asidos los dos extremos de esta cadena en la que se nos propone que no
se lee sino lo que ya se sabe y que para leer es preciso ser un aventurero y un
descubridor nato?
La primera
cita parece amargamente pesimista, la segunda es terriblemente exigente;
considerémoslas de cerca. En el primer caso Nietzsche especifica el 'ya se
sabe' como aquello a lo cual se tiene acceso desde la vivencia. Declara muda,
inaudible, invisible, toda palabra en la que no podemos leer algo que ya
sabíamos; ilegible todo lenguaje que no sea el lenguaje de nuestro problema, si
nuestros conflictos y nuestras perspectivas no han llegado a configurarse como
una pregunta y una sospecha de la que ese lenguaje es expresión, desarrollo y
respuesta, nada podemos oír en él. Recordemos aquí la extraordinaria tensión
que se produce al final de la segunda parte del Zaratustra, en el capítulo
titulado “La más silenciosa de todas las horas”, principalmente en el pasaje en
que Zaratustra está lleno de terror. “Entonces algo volvió a hablarme sin voz:
lo sabes, Zaratustra, pero no lo dices”.[2]
Y en efecto
Nietzsche despliega en estas páginas de transición entre la segunda y la
tercera parte, todas las sutilezas de su arte para indicar que la mayor
dificultad consiste en decir lo que ya se sabe, en reconocer lo que
secretamente se conoce; que es un abismo aterrador porque se conoce, porque si
no se conociera sería una palabra vacía; pero si se reconoce nos hace pedazos.
Aquí encontramos el vínculo entre lo “Que ya se sabe”, y la exigencia de valor,
de audacia y de arriesgarse a ser descubridor. El lector que Nietzsche reclama
no es solamente cuidadoso, “rumiante”, capaz de interpretar. Es aquel que es
capaz de permitir que el texto lo afecte en su ser mismo, hable de aquello que
pugna por hacerse reconocer aún a riesgo de transformarle, que teme morir y
nacer en su lectura; pero que se deja encantar por el gusto de esa aventura y
de ese peligro. Pero ¿cómo puede el lector permitir que el texto lo afecte en
su ser? y además, ¿cuál ser? Es evidente que esas exigencias nos conducen hacia
la lectura, pero no sabemos nada aún de ese “Dejarse afectar” y ninguna
apelación al “coraje” o al valor, es suficiente aquí.
Así como,
téngase buena o mala vista, hay que mirar desde alguna parte, así mismo hay que
leer desde alguna parte, desde alguna perspectiva. Y ahora, ¿qué puede ser una
perspectiva para leer? Esa perspectiva tiene que ser una pregunta aún no
contestada, que trabaja en nosotros y sobre la cual nosotros trabajamos con una
escritura (sólo se debe escribir para escritores y sólo el que escribe
realmente lee). Una pregunta abierta es una búsqueda en marcha que tiene un
efecto específico sobre la lectura; ¿cuál? Algunos amigos me han dicho que esa
frase es muy fuerte; yo la respaldo; sólo se debe escribir para escritores y
sólo el que escribe, realmente lee. En este caso mi inspiración consciente más
próxima, es también Nietzsche: “Un siglo más de lectores y el espíritu mismo
olerá mal” dice Nietzsche. Qué cantidad de lectores: Se lee desde un trabajo,
desde una pregunta abierta, desde una cuestión no resuelta; ese trabajo se
plasma en una escritura; entonces, todo lo que se lee alude a lo que uno busca,
se convierte en lenguaje de nuestro ser. No se lee por información, ni por
diversión; eso no es lectura en el sentido que queremos darle en este texto a
la lectura.
Siempre se
lee porque uno tiene una cuestión qué resolver y aspira a que el texto diga
algo sobre la cuestión; lo más importante en toda teoría de la lectura es salir
de la idea de la lectura como Consumo esa idea rige por ejemplo en la crítica
literaria, claro que no en la freudiana, o en la de Barthes o la de Bajtin. Le
recomiendo a todo el que pueda conseguirlo que se lea un libro de Bajtin sobre
Dostoyevski, titulado La poética de
Dostoyevski; lo escribió en el 29; lo prohibió el camarada Stalin y acaba
de ser publicado en Rusia y traducido al francés. Es lo más grande que hay hoy
en la crítica literaria; mientras tanto Bajtin se pasó 40 años en una pequeña
aldea siberiana como profesor de Gramática Rusa.
Es una obra
sencillamente gigantesca; el análisis del siglo de Dostoyevski; sobre nadie
tenemos una cosa tan incompleta, tan global. Es un tipo de lectura que no se
pone a hablar de lo que pueden querer decir las obras de Dostoyevski, sino que
se escribe sobre el estilo de Dostoyevski; eso es lo verdaderamente
sorprendente. Creo que con Bajtin la estilística, como rama efectivamente
independiente de conocimiento, queda fundada.
Observación
preliminar. Poseemos una magnífica, una redentora capacidad de olvidar todo lo
que no podemos convertir en un instrumento de nuestro trabajo. Y como ese
trabajo es en realidad un proceso que sigue vías múltiples, senderos tortuosos
y a menudo toma por atajos inesperados, solemos recoger materiales en los
lugares más inesperados, casi en todas partes; cualquiera que tenga una
experiencia de lectura (y con mayor razón si es “adicto”), ya que algunos
psicoanalistas, Fenichel por ejemplo, hablan de adición a la lectura en sus
estudios sobre drogadictos, cualquiera que acostumbre a tomar al azar en un
rato de ocio, el primer libro que tenga a la mano, habrá notado sin duda, con
cierto asombro, cuan frecuentemente encuentra allí, donde quería olvidarse un
rato, que el libro le habla del problema que en ese momento le estaba trabajando.
No hay sin
embargo aquí nada de extraño, ni es necesario negar el azar de la escogencia
apelando por ejemplo a una premeditación inconsciente: la selección había sido
hecha por el problema durante la lectura misma, el problema buscaba sus
conceptos, sus conexiones y recibía y capturaba todo lo que le pudiera llenar
sus lagunas, las discontinuidades entre los puntos que parecían esclarecidos, y
desechaba todo lo demás; o mejor dicho, como no lo capturaba no podía verlo
puesto que era el problema mismo el que leía, aquel del que queríamos descansar
un poco y que sin embargo seguía trabajando oscuramente como un topo.
Hay que
tomar por lo tanto en su sentido más fuerte la tesis de que es necesario leer a
la luz de un problema. Como se ve, a medida que escribo estas líneas, el
concepto de “problema” ha venido a sustituir subrepticiamente el concepto de
“preguntas abiertas” como si se tratara de la misma cosa, o como si fuera algo
más explícito, cuando en realidad en el lenguaje corriente es el término más
vago que existe. Sin embargo aquí además de substituirse comienza ya a
definirse: un problema es una esperanza y una sospecha. La sospecha de que
existe una unidad, una articulación necesaria allí donde hay algunos elementos
dispersos, que creemos entender parcialmente, que se nos escapan, pero insisten
como una herida abierta; la esperanza de que si logramos establecer esa
articulación necesariamente quedará explicado algo que no lo estaba; quedará
removido algo que impedía el proceso de nuestro pensamiento y funcionaba por lo
tanto como un nudo en nuestra vida; quedará roto un lazo de aquellos que nos
atan, obligándonos a emplear toda nuestra energía, nuestra agresividad y
nuestra libido en lo que Freud llamaba “una guerra civil” sin esperanzas. El
trabajo de la sospecha consiste en entregar o someter todos los elementos a una
elaboración, a una crítica, que permita superar el poder de las fuerzas que los
mantienen dispersos y yuxtapuestos o falsamente conectados. Porque se trata
siempre de una fuerza: represión, ideología dominante, racionalización, etc.”.
Leer a la
luz de un problema es, pues, leer en un campo de batalla, en el campo abierto
por una escritura, por una investigación.
El que
quiere descifrar en su vida realmente, efectivamente, un problema, por ejemplo,
el que quiere descifrar en su vida el enigma del matrimonio, las dificultades
de la compaginación, de convivencia de la pareja, de amor y amistad, de
dependencia y amor, de hostilidad y dependencia, entonces puede leer con
provecho Ana Karenina; el que no está
en eso, no la lea; no la lea, puede que la termine, pero lo que se llama leer,
pensar a Tolstoi, no. Ahora, si nosotros queremos evitar todos los problemas y
en abstracto aprender, nos volvemos unos estudiantes, porque los estudiantes,
como se sabe, “leen”.
Así pues,
eso era lo que quería decir la fórmula, que hay que leer desde alguna parte,
así como hay que mirar desde alguna parte. “Por lo demás no cabe duda de que
esta batalla no se libra principalmente en el escenario de la conciencia. Basta
leer El hombre de los lobos o La organización genital infantil de
Freud, para saber que ya los cuentos de hadas y las explicaciones sobre el
nacimiento y la diferencia de los sexos son leídos, es decir, interpretados,
criticados, capturados y desechados a partir del drama que Freud no vacila en
calificar de Investigación Originaria”.
Recomiendo a
todo el que quiera tener una teoría del conocimiento más o menos fundada, la
lectura de La organización genital
infantil; probablemente no poseemos hoy una teoría del conocimiento que
pueda ser considerada superior a esa; especialmente el capítulo que se llama Teorías sexuales infantiles. Ahí Freud
nos dice que el niño es un investigador, esa es su esencia; pero
describiéndonos al niño como investigador, nos da las condiciones de todo
investigador niño o no y de toda investigación.
Pero,
inconscientemente o no, la lectura es siempre el sometimiento de un texto que
por sus condiciones de producción y por sus efectos escapa a la propiedad de
cualquier “autor”; es una elaboración, parte de un proceso, que en ningún caso
puede ser pensado como consumo; puede ser lenguaje en que se reconoce una
indagación o puede ser neutralizado por una traducción a la ideología
dominante, pero no puede ser la apropiación de un saber. Y ese es el punto al
que hay que llegar para romper la concepción y la práctica de la lectura en la
ideología burguesa.
También aquí
el capital tiene su propia concepción que corresponde natural y humildemente al
sentido común, el más peligroso de los sentidos.
a. Ante todo
la lectura no puede ser sino una de las dos cosas en las que el capital divide
el ámbito de las actividades humanas: producción o consumo. Cuando es consumo,
gasto, diversión, “recreación”, se presenta como el disfrute de un valor de uso
y el ejercicio de un “derecho” (la burguesía esgrime como su consigna más
querida el derecho, los derechos, la igualdad de derechos; con lo cual oculta
siempre, como demostró una y otra vez Marx, el problema mucho más interesante,
de las posibilidades reales y de los procesos objetivos que determinan las
posibilidades y las imposibilidades).
a.
Como
producción, la lectura es: trabajo, deber, empleo útil del tiempo. Actividad
por medio de la cual uno se vuelve propietario de un saber, de una cantidad de
conocimientos, o en términos más modernos y más descarnados, de una cantidad de
información, y, en términos algo pasados de moda, “adquiere una cultura”. Este
es el período del ahorro, de la capitalización; aquí es necesario abrir la caja
de ahorros, la “memoria”, y sus sucursales: archivadores, notas y ficheros.
b.
En
el primer momento se trata, como demostró Marx, de todo “consumo final”, de la
reproducción de las clases, aquí de la reproducción ideológica, de la
inculcación de los “valores”, las opiniones y las cegueras, que necesita para
funcionar”.
En la
segunda forma de lectura se procede por una división del trabajo mucho más
precisa, puesto que la lectura, ahorro-deber, no es ya el consumo final sino la
formación de los funcionarios de la repetición, de la reproducción ideológica,
aun cuando se trate de una reproducción ampliada y su capital fructifique; es
decir, no sólo transmiten los conocimientos adquiridos sino que los
desarrollan; producen dentro de la misma rama, o tecnológicamente hablando
`crean'. Pero sea que se trate como ahorro o como gasto, la lectura queda
siempre como recepción.
Ahora bien,
si la lectura no es recepción, es necesariamente interpretación. Volvemos pues
a la interpretación. Psicoanalítica, lingüística, marxista, la interpretación
no es la simple aplicación de un saber, de un conjunto de conocimientos a un
texto de tal manera que permita encontrar detrás de su conexión aparente, la
ley interna de su producción. Ante todo porque ningún saber así es una posesión
de un sujeto neutral, sino la sistematización progresiva de una lucha contra
una fuerza específica de dominación; contra la explotación de clase y sus
efectos sobre la conciencia, contra la opresión, contra las ilusiones
teológicas, teleológicas subjetivistas, sedimentadas en la gramática y en la
conciencia ingenua del lenguaje.
El texto
citado en realidad es una alusión a Nietzsche.
Nietzsche
dice: No nos liberamos de Dios mientras mantengamos nuestra fe ingenua en el
lenguaje, porque el lenguaje, la gramática impone un sujeto y distingue al
sujeto de las actividades que realiza; esto es teológico; la estructura del
lenguaje nos impone un sujeto allí donde el sentido de la frase lo destruye,
por ejemplo, en la frase: el viento sopla. ¿Quién sopla? El viento. Qué sopla
ni qué sopla, el viento es aire en movimiento, ahí no hay nadie que sople; pero
la estructura del lenguaje nos impone siempre la denominación de la cosa como
un sujeto que actúa y un objeto que padece. El sujeto impone. Eso lo había
visto muy bien Nietzsche; en Más allá del
bien y del mal lo plantea. El lenguaje nos impone una estructura teológica,
por todas partes está inventando un sujeto de la acción y algo que padece la
acción; por eso dice Nietzsche que no nos liberaremos de Dios mientras
permanezcamos presos de la gramática.
Pregunta:
¿Dios entonces es la contaminación ideológica del lenguaje, la imposición
subrepticia?
Respuesta:
Sí, por eso cuando pronunciamos una palabra tenemos que vivir alerta de su
contaminación ideológica. Las palabras no son indicadores neutrales de un
referente, sino calificativos aunque uno no lo quiera; en una determinada
formación social, si uno dice mujer, con eso quiere ya decirlo todo: un ser que
es mitad florero y mitad sirvienta, pero en otra formación social podría querer
decir otra cosa, por ejemplo, compañera; pero siempre la palabra tiene una
adherencia, la palabra es siempre más calificativa de lo que uno cree.
Nadie ha
llegado a saber marxismo si no lo ha llegado a leer en una lucha contra la
explotación, ni psicoanálisis si no lo ha leído (sufrido) desde un debate con
sus problemas inconscientes; y el desarrollo de la lingüística y su meditación
actual, por Derrida, muestra que nadie llegará a ser lingüista, sin una lucha
con la teología implícita en nuestro lenguaje y en las formas clásicas de
pensarlo.
Unos
psicoanalistas hablan del problema del tiempo propio del lenguaje: me refiero
principalmente a Lacan y naturalmente a algunos de sus discípulos. El problema
se puede describir así: cualquier formulación en el lenguaje, espera su sentido
de lo que la complementa; lo que quiere decir que cualquier recepción del
lenguaje es necesariamente una interpretación retrospectiva de cada uno de sus
términos a la luz del conjunto de la frase o del texto.
Es decir,
que no es una suma de informes progresivos, sino una reinterpretación por el
conjunto de los momentos del discurso. Hay pues una espera para la
interpretación retrospectiva, que es el arte de escuchar, o si ustedes quieren,
también el arte de leer pero ya en el lenguaje como tal, ya en el escuchar más
simple, hay una espera, es un ejercicio interesante el de darse cuenta de que
las palabras más corrientes son terriblemente indefinibles; si a uno le dicen
qué quiere decir una palabra uno se pone a pensar seriamente en eso, se da
rápidamente cuenta de que su significado depende de los contextos en que esté
dicha, es decir, que si a nosotros nos preguntan por ejemplo qué quiere decir
un verbo bien corriente, el verbo hacer: ¿qué es hacer? hacer es casi todo, se
puede dejar por hacer y también deshacer un tejido. ¡No hagas eso!, se le dice
al niño. ¿Y qué está haciendo él? Está deshaciendo algo, entonces hacer es
deshacer.
En una
palabra, el término más corriente deriva su sentido del contexto.
El que crea
encontrar el sentido de una fórmula de El
Capital allí donde está y no tenga la idea del viaje de regreso, no lo
encuentra. Por ejemplo, una fórmula como ésta: Se va a conocer el capital por
medio del estudio de la mercancía, porque en las sociedades donde domina el
modo de producción capitalista, la riqueza se presenta como una gran
acumulación de mercancías. ¿Qué quiere decir “se presenta”? Sólo avanzando en
la lectura, llegamos a descubrir que esa tendencia a presentarse es esencial a
la cosa, pero en la frase misma no sabemos qué es lo que quiere decir, pues
Marx después demuestra que riqueza no es lo mismo que valor, que valor no es lo
mismo que valor de uso, que todos los recursos naturales también son riquezas
aunque no sean valores, porque no son producto del trabajo, y luego nos ilustra
más y nos dice que tienden a devenir mercancías precisamente por estar bajo un
régimen de producción de mercancías, así pues sólo poco a poco la frase nos
resulta inteligible retrospectivamente, pero inicialmente no da la razón de sí.
Ante la
lectura, si se hace una lectura seria, se tiene que asumir una posición similar
a la forma de escuchar que propuso Freud.
Es necesario
aprender una disciplina difícil; esa disciplina la puedo determinar así: la
suspensión del juicio. El lector de El
Capital tiene que tomar ese libro –o cualquier otro libro serio– como una
pregunta. Si lo enfrenta como una respuesta anula toda posibilidad de lectura
seria, es decir, transformadora. Con ese “método” se pueden dogmatizar hasta
los libros más revolucionarios.
Uno de los
problemas de la lectura es la lectura posesiva, cosa que a los estudiantes les
cae supremamente bien, porque les enseña el modelo de la escalerita. La
escalerita quiere decir: ir de escalón en escalón, de lo simple a lo complejo,
y lo simple es el profesor. ¿Cuál simple? ¿Dónde hay algo simple? ¡Ah! pero la
pedagogía dice: primero los elementos esenciales y después veremos...”.
Ese es el
modelo desgraciadísimo y que nos produce el efecto de una lectura obsesiva. El
obsesivo quiere orden; cada cosa en su lugar dice el ama de casa obsesiva, la
neurosis colectiva del ama de casa lo manda así: el aseo. el orden, los
pañales, cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa. Y así quiere uno leer
también: primero tengamos esto claro para poder seguir, porque cómo vamos a
seguir si no tenemos eso claro. Esto es falso, pues precisamente los problemas
se esclarecen después; es necesario seguir, plantear los problemas, volver, en
síntesis, trabajar. ¡Qué cuentos de detenernos!
¡No! La
lectura es riesgo. La exigencia de rigor muchas veces puede ser una
racionalización, el temor al riesgo hace que la lectura sea prácticamente
imposible y genera una lectura hostil a la escritura cuando lo que debe
predicarse es exactamente lo contrario; que sólo se puede leer desde una
escritura y que sólo el que escribe realmente lee. Porque no puede encontrar
nada el que no está buscando y si por azar se lo encuentra, ¿cómo podría
reconocerlo si no está buscando nada, y el que está buscando es el que está en
el terreno de una batalla entre lo consciente y lo inconsciente, lo reprimido y
lo informulable, lo racionalizado o idealizado y lo que efectivamente es
válido? Si no está buscando nada, nada puede encontrar. Establecer el
territorio de una búsqueda es precisamente escribir, en el sentido fuerte, no en
el sentido de transcribir habladurías. Pero escribir en el sentido fuerte es
tener siempre un problema, una incógnita abierta, que guía el pensamiento, guía
la lectura; desde una escritura se puede leer, a no ser que uno tenga la
tristeza de leer para presentar un examen, entonces le ha pasado lo peor que le
puede pasar a uno en el mundo, ser estudiante y leer para presentar un examen y
como no lo incorpora a su ser, lo olvida. Esa es la única ventaja que tienen
los estudiantes: que olvidan, afortunadamente; qué tal que no tuvieran esa
potencia vivificadora y limpiadora, qué tal que nos acordáramos de todo lo que
nos enseñaron en el bachillerato.
Medellín, junio 8 de 1982.