El mayor mal de nuestro tiempo es que la Ciencia y la Religión aparecen como fuerzas enemigas e irreductibles. Mal intelectual, tanto más pernicioso cuanto que viene de lo alto y se infiltra cautelosamente en todos los espíritus, como sutil ponzoña que se respira en el aire. Y todo mal de la inteligencia viene a ser a la larga un mal del alma y, por consecuencia, un mal social.
Mientras el cristianismo no hizo otra cosa que afirmar sencillamente la fe cristiana, en una Europa aún semibárbara, como ocurría en la Edad Media, él fue la mayor de las fuerzas morales y formó el alma del hombre moderno. En tanto que la ciencia experimental, reconstituida en el siglo XVI, reivindicó sólo los derechos legítimos de la razón y su ilimitada libertad, ella fue la mayor de las fuerzas intelectuales, renovó la faz del mundo libertando al hombre de las seculares cadenas, y proveyó al espíritu humano de bases indestructibles.
Pero desde el momento que la Iglesia, no pudiendo probar ya su dogma primitivo ante las objeciones científicas, se encierra en aquél como en una casa sin ventanas, oponiendo la fe a la razón de modo absoluto e indiscutible; desde que la Ciencia enajenada por sus descubrimientos en el mundo físico, hace abstracción del psíquico e intelectual y se ha hecho agnóstica y materialista en sus principios y finalidad; desde que la Filosofía, desorientada e impotente entre ambas, ha abdicado en cierto modo de sus derechos para caer en un escepticismos trascendente, una escisión profunda se ha operado en el alma de la sociedad al igual que en la de los individuos.
Este conflicto, al principio necesario y útil, puesto que estableció los derechos de la Razón y de la Ciencia, ha terminado por ser causa de Impotencia y agotamiento. La Religión responde a las necesidades del corazón: de ahí su magia eterna; la Ciencia, a las del espíritu: de donde su fuerza invencible. Pero desde hace mucho tiempo estas dos potencias no saben entenderse y convivir. La Ciencia sin esperanzas y la Religión sin prueba, se alzan una frente a la otra y se desafían sin poderse vencer.
De ahí deriva una profunda contradicción, una guerra sorda, no solamente entre el Estado y la Iglesia, sino también dentro de la misma Ciencia, en el seno de todas las Iglesias y hasta en la conciencia de todos los que piensan.
Porque quienquiera que seamos, a cualquier escuela filosófica, estética o social a que podamos pertenecer, todos llevamos en nosotros mismos estos dos mundos enemigos, en apariencia irreconciliables, que nacen de dos necesidades indestructibles en el hombre: la necesidad científica y la necesidad religiosa. Esta situación que persiste desde hace más de un siglo, no ha contribuido ciertamente en poco a desarrollar las humanas facultades, poniéndolas en tensión unas con otras. Ella ha inspirado a la poesía y a la música acentos de un patetismo y grandiosidad inauditos. Pero hoy la tensión prolongada y sobreaguada ha producido el efecto contrario.
Así como el abatimiento sucede a la fiebre en un enfermo, aquella tensión se ha convertido en marasmo, en tedio, en impotencia. La Ciencia no se ocupa más que del mundo físico y material; la filosofía moral ha perdido la dirección de las inteligencias; la Religión gobierna aún en cierto modo a las masas, pero no reina ya sobre las ciencias sociales, y siempre grande por la caridad, no brilla ya por la Fe. Los guías intelectuales de nuestro tiempo son incrédulos o escépticos, perfectamente sinceros y leales, pero que dudan de su arte y se miran sonriendo como los augures romanos. En público, en privado, predicen las catástrofes sociales sin encontrar el remedio, o envuelven sus sombríos oráculos en eufemismos prudentes. Bajo tales auspicios, la literatura y el arte han perdido el sentido de lo divino.
Deshabituada de los horizontes eternos, una gran parte de la juventud se ha alistado en lo que sus maestros llaman el naturalismo, degradando así el bello nombre de Naturaleza. Porque lo que decoran con este vocablo, sólo es la apología de los bajos instintos, el fango del vicio o la pintura complaciente de nuestra lacras sociales; en una palabra, la negación sistemática del alma y de la inteligencia. Y la pobre Psiquis, perdidas sus alas, gime y suspira de extraño modo en el fondo de aquellos mismos que la insultan y la niegan.
A fuerza de materialismo, de positivo y de escepticismo, este siglo ha llegado a una falsa idea de la Verdad y del Progreso. Nuestros sabios, que practican el método experimental de Bacon para el estudio del Universo visible, con precisión maravillosa y admirables resultados, se forman de la Verdad una idea completamente externa y material. Creen que a ella nos aproximamos a medida que se acumula un mayor número de los hechos. En su punto de vista tienen razón. Pero lo más grave es que nuestros filósofos y moralistas han terminado pensando lo mismo y, de este modo, las causas primeras y los fines últimos serán para siempre impenetrables al espíritu humano. Porque suponed que llegamos a saber exactamente lo que pasa, materialmente hablando, en todos los planetas del sistema solar, lo que, entre paréntesis, sería una magnífica base de inducción; suponed, además, que sepamos qué especie de habitantes contienen los satélites de Sirio y de varias estrellas de la Vía Láctea; seguramente sería maravilloso saber todo esto, pero ¿Sabríamos por ello más acerca de nuestra bruma estelar, sin hablar de la nebulosa de Andrómeda y de la de Magallanes? - No, y ello es causa de que nuestro tiempo conciba el desarrollo de la humanidad, como la eterna marcha hacia una verdad indefinida, indefinible y a la que jamás tendrá acceso.
Esta es la concepción de la filosofía positiva de Auguste Comte y Herbert Spencer, que ha prevalecido en nuestros días.
La Verdad era otra cosa muy distinta para los sabios y teósofos del Oriente y de Grecia. Ellos, sin duda, sabían que no se la puede abarcar ni equilibrar sin un sumario conocimiento del mundo físico; pero también sabían que reside ante todo en nosotros mismos, en los principios intelectuales y en la vida espiritual del alma. Para ellos el alma era la sola, la divina realidad y la llave del Universo.
Concentrando su voluntad, desarrollando facultades latentes, alcanzaban
el luminar vivo que llamaban Dios, cuya luz hace comprender a los seres
y a los seres.
Para ellos lo que llamamos el Progreso, es decir, la historia del mundo y de los hombres, no era más que la evolución en el Tiempo y en el Espacio de esta Causa central y de este Fin último.
- ¿Creéis que estos teósofos fueron puros contemplativos, soñadores impotentes, fakires subidos a sus columnas? Error. El mundo no ha conocido hombres más grandes de acción, en el sentido más fecundo, el más incalculable de la palabra.
Brillan ellos como estrellas de primera magnitud en el cielo de las almas. Se llaman:
Krishna,
Budha,
Zoroastro,
Hermes,
Moisés,
Pitágoras,
Jesús
Fueron poderosos moldeadores de espíritus, formidables vivificadores de almas, saludables organizadores de Sociedades. No viviendo más que para su idea, prestos siempre a morir y sabiendo que la muerte por la Verdad es la acción eficaz y suprema, ellos han creado las ciencias y las religiones, por consiguiente las letras y las artes, cuyo jugo nos nutre aún y nos da la vida.
¿Qué va a producir el positivismo y escepticismo de nuestros días?. Una generación seca, sin ideal, sin luz y sin fe; no creyente en el alma ni en Dios, ni en el provenir de la Humanidad, ni en esta vida ni en la otra; sin energía en la voluntad, dudando dé sí misma y de la libertad humana.
“Por sus frutos los juzgaréis”, decía Jesús. Esta frase del Maestro de los Maestros, se puede aplicar lo mismo a las doctrinas que a los hombres. Sí; este pensamiento se impone: o la Verdad es para siempre inaccesible al hombre, o ha sido poseída en gran parte por los más grandes sabios y los primeros iniciadores de la tierra. Ella se encuentra, por lo tanto, en el fondo de todas las grandes religiones y en los libros sagrados de todos los pueblos. Sólo que es preciso saberla encontrar y extraer.
Si se contempla la historia de las religiones con los ojos iluminados por la verdad central, que sólo la iniciación interna puede dar, queda uno a la vez sorprendido y maravillado. Lo que entonces se advierte no semeja casi en nada a lo que enseña la Iglesia, que limita la revelación al cristianismo y no la admite más que en su sentido primario; pero se parece también muy poco a la que se enseña en nuestras universidades, a la ciencia puramente naturalista, aunque ésta se coloca, sin embargo, en un punto de vista más amplio, puesto que pone a todas las religiones en la misma línea y les aplica un método único de investigación. Su erudición es profunda, su celo admirable, pero aún no se ha elevado hasta el punto de vista del esoterismo comparado, que muestra a la historia de las religiones y de la Humanidad en un aspecto completamente nuevo. Desde esta altura, he aquí lo que se distingue.
Todas las grandes religiones tienen una historia exterior y otra interior; la una aparente, la otra secreta. Por historia exterior yo entiendo los dogmas y mitos enseñados públicamente en templos y escuelas, reconocidos en el culto y en las supersticiones populares.
Por historia interna entiendo yo la ciencia profunda, la doctrina secreta, la acción oculta de los grandes iniciados, profetas o reformadores que han creado, sostenido, propagado esas mismas religiones.
La primera, la historia oficial, la que se lee en todas las partes, tiene lugar
a la luz del día; ella no es, sin embargo, menos oscura, embrollada, contradictoria.
La segunda, que yo llamo la tradición esotérica o doctrina de los Misterios, es muy difícil de desentrañar. Porque ésta se prosigue en el fondo de los templos, en las cofradías secretas, y sus dramas se desenvuelven por entero en el alma de los grandes profetas, que no han confiado a ningún pergamino ni a ningún discípulo sus crisis supremas, sus éxtasis divinos. Hay que adivinarla. Pero una vez que se la ve, aparece luminosa, orgánica, siempre en armonía consigo misma. Se la podría llamar la historia de la religión eterna y universal. En ella se muestra el porqué de las cosas, el emplazamiento de la humana conciencia, del que la historia no nos ofrece más que un reverso laborioso. Allí alcanzamos el punto generador de la Religión y de la Filosofía, que se reúnen al otro extremo de la elipse por medio de la ciencia integral.
Este punto corresponde a las verdades trascendentes. Allí encontramos la causa, el origen y el fin del prodigioso trabajo de los siglos, la Providencia en sus agentes terrestres. Tal historia es la única de que me ocupo en este libro.
Para la raza aria, el germen y núcleo de dicha historia esotérica se halla en los Vedas. Su primera cristalización histórica aparece en la doctrina trinitaria de Krishna, que da al brahmanismo su potencia, a la religión de la India su sello indeleble. Budha, que según la cronología de los brahmanes fue posterior a Krishna en dos mil cuatrocientos años, no hace más que descubrir otro aspecto de la doctrina oculta, el de la metempsícosis y de la serie de existencias eslabonadas por la ley del Karma. Aunque el budhismo fue una revolución democrática, social y moral, contra el brahmanismo aristocrático y sacerdotal, su fondo metafísico es el mismo, aunque menos completo.
La antigüedad de la doctrina sagrada no es menos asombrosa en Egipto, cuyas tradiciones se remontan a una civilización muy anterior a la aparición de la raza aria en la escena histórica. Se podía suponer, hasta estos últimos tiempos, que el monismo trinitario expuesto en los
libros griegos de Hermes Trismegisto, era una complicación de la escuela
de Alejandría bajo la doble influencia judeo cristiana y neo-platónica. De común acuerdo, creyentes e incrédulos, historiadores y teólogos, no han cesado de afirmarlo hasta el día. Mas esta doctrina cae hoy ante los descubrimientos de la epigrafía egipcia.
La autenticidad fundamental de los libros de Hermes como documentos de la antigua sabiduría de Egipto, resalta triunfalmente de los jeroglíficos descifrados.
No solamente las inscripciones de los obeliscos de Tebas y de Menfis confirman toda la cronología de Manethón, sino que demuestran que los sacerdotes de Ammón-Ra profesaban la alta metafísica que enseñaba bajo otras formas a orillas del Ganges. (Véanse los hermosos trabajos de Francois Lenormand y de M. Maspéro).
Se puede decir aquí, con el profeta hebreo, que “la piedra habla y que el muro grita”. Así como el sol de “media noche” que lucía, se dice, en los Misterios de Isis y de Osiris, el pensamiento de Hermes, la antigua doctrina del verbo solar ha vuelto a brillar en las tumbas de los reyes y hasta de los papiros del Libro de los Muertos conservados por momias de cuatro mil años.
En Grecia, el pensamiento esotérico está a la vez más visible y más envuelto que en otra parte; más visible, porque se manifiesta a través de una mitología humana embelesadora, porque fluye como sangre ambrosiaca por las venas de aquella civilización, y brota por todos los poros de sus Dioses como un perfume y como un rocío celeste. Por otra parte, el pensamiento profundo y científico que presidió a la concepción de todos esos mitos, es con frecuencia más difícil de penetrar a causa de su seducción misma y de los embellecimientos que han añadido los poetas. Pero los principios sublimes de la teosofía dórica y de la sabiduría de Delfos están inscritos con letras de oro en los fragmentos órficos y en la síntesis de Pitágoras, así como en la vulgarización dialéctica y un poco caprichosa de Platón.
La escuela de Alejandría nos proporciona también claves útiles. Ella fue la primera en publicar en parte y comentar el sentido de los misterios, en medio del relajamiento de la religión griega y enfrente de los progresos del cristianismo.
La tradición oculta de Israel, que procede a la vez de Egipto, de Caldea y de Persia, nos ha sido conservada bajo formas raras y oscuras, pero en toda su profundidad y extensión, por la Cábala o tradición oral, desde el Zohar y el Sepher Yezirah atribuido a Simón Ben Yochai hasta los comentarios de Maimónides. Misteriosamente encerrada en el Génesis y en el simbolismo de los profetas, resalta de una manera asombrosa en el admirable trabajo de Fabre d’Olivet sobre la lengua hebrea reconstituida, que tiende a reconstruir la verdadera cosmogonía de Moisés, según el método egipcio, tomando el triple sentido de cada versículo y casi de cada palabra en los diez primeros capítulos del Génesis.
En cuanto al esoterismo cristiano, brilla por sí mismo en los Evangelios ilustrados por las tradiciones esénicas y gnósticas. El brota como de un manantial vivo de la palabra de Cristo, de sus parábolas, del fondo mismo de esa alma incomparable y realmente divina. Al mismo tiempo, el Evangelio de San Juan nos da las claves de la enseñanza íntima y superior de Jesús con el sentido y el alcance de su promesa. Volvemos a encontrar allí aquella doctrina de la Trinidad y del Verbo divino, ya enseñada hacía miles de años en los templos del Egipto y de la India, pero animada, personificada por el príncipe de los iniciados, por el más grande de los hijos de Dios.
La aplicación del método que he llamado esoterismo comparado a la
historia de las religiones, nos conduce, por lo tanto, a un resultado de
la mayor importancia, que se resume así: la antigüedad, la continuidad y la unidad esencial de la doctrina esotérica. Hay que reconocer que éste es un hecho bien digno de tenerse en cuenta, porque supone que los sabios y profetas de los tiempos más diversos han llegado a conclusiones idénticas en el fondo, aunque diferentes en la forma, sobre las verdades primeras y últimas, y ello siempre por la misma vía de la iniciación interior y de la meditación.
Agreguemos que esos sabios y esos profetas fueron los mayores bienhechores de la humanidad, los salvadores cuya fuerza redentora arrancó a los hombres del abismo de la naturaleza inferior y de la negación.
¿No es preciso decir después de esto que hay, según la expresión de Leibnitz, una especie de filosofía eterna, que constituye el lazo primordial primordial de la ciencia y de la religión y su unidad final?
La teosofía antigua, profesada en la India, Egipto y Grecia, constituía una verdadera enciclopedia, dividida generalmente en cuatro categorías:
1. La Teogonía o ciencia de los principios absolutos, idéntica a la ciencia de los Números aplicada al universo, o las matemáticas sagradas;
2. La Cosmogonía, realización de los principios eternos en el espacio y el tiempo, o involución del espíritu en la materia, períodos de mundo;
3. La Psicología, constitución del hombre, evolución del alma a través de la cadena de existencias;
4. La Física, ciencia de los reinos de la naturaleza terrestre y de sus propiedades.
El método inductivo y el método experimental se combinaban y se fiscalizaban uno a otro en esos diversos órdenes de ciencias, y a cada una de ellas correspondía un arte.
Estos eran, tomándolos en orden inverso y empezando su enumeración por las ciencias físicas:
1. Una Medicina especial fundada en el conocimiento de las propiedades ocultas de los minerales, las plantas y los animales; la Alquimia o transmutación de los metales, desintegración y reintegración de la materia
por medio del agente universal, arte practicado en el Egipto antiguo según Olimpiodoro y llamado por él crisopeya y argiropeya, fabricación del oro y de la plata;
2. Las Artes psicúrgicas que se referían a las fuerzas del alma, magia y adivinación;
3. La Genetliaca celeste o astrología, o el arte de descubrir la relación entre los destinos de los pueblos o de los individuos y los movimientos del universo marcados por las revoluciones de los astros;
4. La Teurgia, el arte supremo del mago, tan raro como peligroso y difícil, el de poner el alma en relación consciente con los diversos órdenes de espíritus y obrar sobre ellos.
Se ve que, ciencias y artes, todo se ligaba y armonizaba en esta teosofía
derivada de un mismo principio que llamaré en lenguaje moderno monismo intelectual espiritualismo evolutivo y trascendente.
Se pueden formular como siguen los principios esenciales de la doctrina esotérica: - El espíritu es la sola realidad. La materia no es más que su expresión inferior, cambiante, efímera: su dinamismo en el espacio y el tiempo. - La creación es eterna y continua como la vida. El microcosmo-hombre es ternario por su constitución (espíritu, alma y cuerpo), imagen y espejo del macro-cosmos-universo (mundo divino, humano y natural), que es por sí mismo el órgano del Dios inefable, del Espíritu absoluto, que es por su naturaleza Padre, Madre e Hijo (esencia, sustancia y vida). - He aquí por qué el hombre, imagen de Dios, puede llegar a ser su verbo vivo.
La gnosis, o mística racional de todos los tiempos, es el arte de encontrar a Dios en sí, desarrollando las profundidades ocultas, las facultades latentes de la conciencia. El alma humana, la individualidad, es inmortal por esencia. Su desenvolvimiento tiene lugar en planos alternativamente ascendentes y descendentes, por medio de existencias por turnos espirituales y corporales.
La reencarnación es su ley evolutiva. Llegada a lo perfecto, se libra de esa ley y vuelve al Espíritu puro, a Dios en la plenitud de su conciencia. Del mismo modo que el alma se eleva sobre la ley de la lucha por la vida cuando adquiere conciencia de su humanidad, igualmente se eleva sobre la ley de la reencarnación cuando adquiere conciencia de su divinidad.
Las perspectivas que aparecen en el umbral de la Teosofía son inmensas, sobre todo cuando se las compara con el estrecho y desolado horizonte en que el materialismo encierra al hombre, o con los
datos infantiles e inaceptables de la teología clerical. Al contemplarlas por vez primera, se experimenta el deslumbramiento, el escalofrío de lo infinito. Los abismos de lo inconsciente se abren en nosotros, mostrándonos la sima de donde salimos, las alturas vertiginosas a que aspiramos.
Embelesados ante esta inmensidad, pero atemorizados del viaje, deseamos no existir más, ¡llamamos al Nirvana! Luego, nos damos cuenta de que esta debilidad es lo que el cansancio del marino presto a soltar el remo en medio de la borrasca. Alguien ha dicho: el hombre ha nacido en un hueco de onda y no sabe nada del vasto océano que se extiende ante él y a sus espaldas. Eso es verdad: pero la mística trascendente empuja nuestra barca hacia la cresta de la ola y allí, siempre azotados por la furia de la tempestad, percibimos su ritmo grandioso; y la mirada, midiendo la bóveda del cielo, reposa en la calma del firmamento azul.
La sorpresa aumenta, si, volviendo a las ciencias modernas, nos damos cuenta de que desde Bacon y Descartes; ellas tienden involuntariamente
pero de un modo seguro, a volver a las referencias de la antigua teosofía. Sin abandonar la hipótesis de los átomos, la física moderna ha llegado insensiblemente a identificar la idea de fuerza, lo cual es un paso hacia el dinamismo espiritualista.
Para explicar la luz, el magnetismo, la electricidad, los sabios han tenido que admitir una materia sutil y absolutamente imponderable, que llena el espacio y penetra todos los cuerpos, materia que han llamado éter, lo que significa una aproximación a la antigua idea teosófica del alma del mundo, en cuanto a la impresionabilidad, a la inteligente docilidad de esa materia, resalta de un reciente experimento que prueba la transmisión del sonido por la luz, de todas las ciencias, las que parecen haber puesto en mayor apuro al espiritualismo son la zoología comparada y la antropología. En realidad, ellas han sido sus servidoras, mostrando la ley y el modo de intervención del mundo inteligible en el mundo animal. Darwin dio el golpe de gracia a la idea infantil de la creación según la teología primaria. En este aspecto, no hizo otra cosa que volver a las ideas de la antigua teosofía. Pitágoras había ya dicho: “el hombre es pariente del animal”. Darwin mostró las leyes a que obedece la naturaleza para ejecutar el plan divino, leyes instrumentales que son: la lucha por la vida, la herencia y la selección natural.
El probó la variabilidad de las especies, redujo su número por la clasificación, y estableció su jerarquía. Pero sus discípulos, los teóricos del transformismo absoluto, que han querido hacer salir todas las especies de un solo prototipo y hacen depender su aparición de las únicas influencias de los medios, han forzado los hechos en favor de una concepción puramente externa y materialista de la naturaleza. No; los medios no explican las especies, como las leyes físicas no explican las leyes químicas, como la química no explica el principio evolutivo de vegetal, ni éste el principio evolutivo de los animales. En cuanto a las grandes familias de animales, ellas corresponden a los tipos eternos de la vida, signos del Espíritu que marcan la escala de la conciencia.
La aparición de los mamíferos después de los reptiles y pájaros no tiene razón de ser en un cambio de medio terrestre; éste no es más que la condición. Esto supone una nueva embriogenia; por consiguiente, una fuerza intelectual y anímica nueva, obrando dentro y en el fondo de la naturaleza, que nosotros llamamos el más allá relativamente a la percepción de los sentidos. Sin esta fuerza intelectual y anímica, no se explicará tan sólo la aparición de una célula organizada en el mundo inorgánico.
En fin, el hombre, que resume y corona la serie de los seres, revela todo el pensamiento divino por la armonía de los órganos y la perfección de la forma, efigie viva del alma universal, de la inteligencia activa. Condensando todas las leyes de la evolución y toda la naturaleza en su cuerpo, él la domina y se eleva sobre ella, para entrar, por la conciencia y por la libertad, en el reino infinito del Espíritu.
La psicología experimental apoyada sobre la fisiología, que tiende desde el principio del siglo a volver a ser una ciencia, ha conducido a los sabios contemporáneos hasta el pórtico de un mundo distinto, el mundo propio del alma, donde, sin que las analogías cesen, rigen nuevas leyes. Oigo hablar de los estudios y certificaciones médicas de este siglo sobre el magnetismo animal, el sonambulismo y todos los estados de alma diferentes del de la vigilia, desde el sueño lúcido a través de la doble vista, hasta el éxtasis.
La ciencia moderna no ha hecho aún más que tanteos en este terreno, donde la ciencia de los templos antiguos había sabido orientarse, porque poseía los principios y las claves necesarias.
No es menos cierto que aquélla ha descubierto todo un orden de hechos que le han parecido extraños, maravillosos, inexplicables, porque
contradicen claramente las teorías materialistas bajo el imperio de las que se ha habituado a pensar y experimentar. Nada más instructivo que la incredulidad indignada de ciertos eruditos materialistas ante todos los fenómenos que tienden a probar la existencia de un mundo invisible y espiritual. Hoy si se le ocurre a alguien probar la existencia del alma, escandaliza a la ortodoxia del ateísmo, como antes se escandalizaba a los ortodoxos de la Iglesia al negar a Dios. No se arriesga ya la vida, es verdad, pero se arriesga la reputación. -
De todos modos, lo que resalta del más simple fenómeno de sugestión mental a distancia y por el pensamiento puro, fenómeno comprobado mil veces en los anales del magnetismo, (Véase el hermoso libro de M. Ochorowitz sobre la sugestión mental) es la acción del espíritu y la voluntad fuera de las leyes físicas del mundo visible. La puerta de lo Invisible está, pues, abierta -En los altos fenómenos del sonambulismo, este mundo se abre por completo. Pero me detengo aquí, sólo en lo que está comprobado por la ciencia oficial.
Si pasamos de la psicología experimental y objetiva a la psicología íntima y subjetiva de nuestro tiempo, que se expresa por la poesía, música y literatura, vemos que un inmenso soplo de esoterismo inconsciente las penetra. Nunca la aspiración a la vida espiritual, al mundo invisible, rechazado por las teorías materialistas de los sabios y por la opinión general, ha sido más seria y más real. Se ve esta aspiración en los lamentos, en las dudas, en las negras melancolías y hasta en las blasfemias de nuestros escritores naturalistas y de nuestros poetas decadentes. Jamás tuvo el alma humana un sentimiento más profundo de la insuficiencia, de la miseria, de lo Irreal de su vida presente; jamás aspiró de más ardiente modo a lo invisible del más allá, sin llegar a creer en su existencia.
A veces hasta llega su intuición a formular verdades trascendentes, que no forman parte del sistema admitido por la razón, que contradicen sus opiniones de superficie y que son involuntarias fulguraciones de su conciencia oculta. Citaré como prueba el pasaje de un pensador poco común, que ha sentido toda la amargura y toda la soledad moral de este tiempo. “Cada esfera del ser, dice Frédéric Amiel, tiende a una esfera más elevada y tiene ya de ellas revelaciones y presentimientos. El ideal, bajo todas sus formas, es la anticipación, la visión profética de esa existencia superior a la suya, a la que cada ser aspira siempre. Esa existencia superior en dignidad, es más Interior por su naturaleza, es decir, más espiritual. Como los volcanes nos traen los secretos del interior por su naturaleza, es decir, más espiritual.
Como los volcanes nos traen los secretos del interior del globo, el entusiasmo, el éxtasis, con explosiones pasajeras de ese mundo interior del alma, y la vida humana no es más que la preparación y el advenimiento a esa vida espiritual. Los grados de la iniciación son innumerables. Vela, pues, discípulo de la vida, crisálida de un ángel, trabaja en tu florescencia futura, pues la Odisea divina no es más que una serie de metamorfosis más y más etéreas, en que cada forma, resultado de las precedentes, es la condición de las que sigue.
La vida divina es una serie de muertes sucesivas, donde el espíritu arroja sus imperfecciones y sus símbolos y cede a la atracción creciente del centro creciente del centro de gravitación inefable, del sol de la
Inteligencia y del amor”. Habitualmente, Amiel sólo era un hegeliano muy inteligente, un moralista superior. El día que escribió estas líneas inspiradas, fue profundamente teósofo, pues no se podría exponer, de un modo más profundo y luminoso, la esencia misma de la verdad esotérica.
Estos extractos bastan para demostrar que la ciencia y el espíritu moderno se preparan, sin saberlo y sin quererlo, a una reconstitución de la antigua teosofía con instrumentos más preciosos y sobre una base más sólida. Según la expresión de Lamartine, “la humanidad es un tejedor que trabaja hacia atrás en la trama del tiempo”. Día llegará en que pasando del otro lado del lienzo, contemplará el cuadro magnífico y grandioso, que ella misma había tejido durante siglos con sus propias manos sin ver otra cosa que el embrollo de los hilos entrecruzados. Aquel día saludará a la Providencia en sí misma manifestada. Entonces se confirmarán las palabras de un escritor hermético contemporáneo, y no parecerán demasiado audaces a los que han penetrado bastante profundamente en las tradiciones ocultas para sospechar sus maravillosa unidad: “La doctrina esotérica no es solamente una ciencia, una filosofía, una moral, una religión.
Ella es la ciencia, la filosofía, la moral y la religión, de que todas las otras no son más que preparaciones o degeneraciones, expresiones parciales o falsedades, según que a ella se encaminan o de ella se desvían”. Anna Kingsford y Maltland.
Lejos de mí el vano pensamiento de haber dado de esta ciencia de las ciencias una demostración completa. Se precisaría, no menos que el edificio de las ciencias conocidas y desconocidas, reconstituidas en su cuadro jerárquico y reorganizadas en el espíritu del esoterismo. Todos los que creo haber probado es que la doctrina de los Misterios está en las fuentes de nuestra civilización; que ella ha creado las grandes religiones, lo mismo arias que semíticas; que el cristianismo conduce al progreso del género humano por su reserva esotérica; que la ciencia moderna tiende a lo mismo providencialmente por el conjuro de su marcha, y que, en fin, ciencia y religión deben volverse a encontrar, como en su puerto de conjunción, en su síntesis.
Se puede decir que allí donde se halla un fragmento cualquiera de la doctrina esotérica, ésta existe virtualmente en su totalidad, puesto que cada una de sus partes presupone o engendra las otras. Los grandes sabios, los verdaderos profetas, todos la han poseído, y los del porvenir la poseerán como los del pasado. La luz puede ser más o menos intensa, pero siempre es la misma luz. La forma, los detalles, las aplicaciones, pueden variar hasta el Infinito; el fondo, es decir, los principios y el fin, nunca. En este libro se encontrará una especie de desarrollo gradual, de revelación sucesiva de la doctrina en sus diversas partes, y ello a través de todos los grandes iniciados, de los que cada uno representa una de las grandes religiones que han contribuido a la constitución de la humanidad actual; cuya serie marca la línea de evolución descrita por ella en el presente ciclo desde el antiguo Egipto y los primeros tiempos arios. Se la verá, pues, salir, no de una exposición abstracta y escolástica, sino del alma en fusión de esos grandes inspirados y de la acción viva de la historia. En esta serle, Rama no hace ver más que las proximidades del templo. Krishna y Hermes dan la clave.
Moisés, Orfeo y Pitágoras, muestran el interior. Jesucristo representa el santuario.
Este libro ha salido, todo entero, de una sed ardiente por la verdad superior, total, eterna, sin la que las verdades parciales no son más que una ficción. Me comprenderán aquellos que tienen, como yo, la conciencia de que el momento presente de la historia, con sus riquezas materiales, no es más que un triste desierto desde el punto de vista del alma y de sus Inmortales aspiraciones. La hora es de las más graves y las consecuencias extremas del agnosticismo comienzan a hacerse sentir por la desorganización social. Se trata para nuestra Francia, como para Europa, de ser o de no ser. Se trata de asentar sobre sus bases indestructibles, las verdades centrales, orgánicas, o de desembocar definitivamente en el abismo del materialismo y de la anarquía.
La Religión y la Ciencia, estos guardianes supremos de la civilización, han perdido una y otra su don supremo, su magia, y la gran y fuerte educación.
Los templos de la India y del Egipto han producido los más grandes sabios de la tierra. Los templos griegos han moldeado héroes y poetas.
Los apóstoles de Cristo han sido mártires sublimes y han hecho brotar otros mil. La Iglesia de la Edad Media, a pesar de su teología primaria, ha hecho santos y caballeros porque creía, y por intervalos el espíritu de Cristo palpitaba en ella. Hoy, ni la Iglesia aprisionada en su dogma, ni la Ciencia encerrada en la materia, saben hacer hombres completos. El Arte de crear y de formar las almas se ha perdido, y no se volverá a encontrar hasta tanto que la Ciencia y la Religión, refundidas en una fuerza viva, se apliquen juntas y de común acuerdo al bien y la salvación de la humanidad. Para eso, la Ciencia no tiene que cambiar de método, sino extender su dominio; ni el cristianismo de tradición, sino de tratar de entender los orígenes, el espíritu y el alcance.
Ese tiempo de regeneración intelectual y de transformación social, llegará, de ello estamos seguros. Ya presagios ciertos lo anuncian. Cuando la Ciencia sepa, la Religión podrá, y el Hombre laborará con una nueva energía. El Arte de la vida y todas las Artes no pueden renacer más que por su mutuo acuerdo.
Pero, entretanto, ¿Qué hacer en estos tiempos que parecen el descenso
en una sima sin fondo, con un crepúsculo amenazador, precisamente cuando su principio había parecido el ascenso hacia las libres cumbres, bajo una brillante aurora? La fe, ha dicho un gran doctor, es el valor del espíritu que se lanza adelante, seguro de encontrar la verdad. Esa fe no es la enemiga de la Razón, sino su antorcha; es la de Cristóbal Colón y de Galileo.
Para los que la han perdido de un modo irrevocable, y son muchos - porque el ejemplo ha venido de arriba -, el camino es fácil y está completamente trazado; seguir la corriente del día, sufrir a su siglo en vez de luchar contra él, resignarse a la duda y a la negación, consolarse de todas las miserias humanas y de los próximos cataclismos con una sonrisa de desdén, y recubrir la nada profunda de las cosas - en que sólo se cree - con un velo brillante que se adorna con el hermoso nombre de ideal, pensando al mismo tiempo que éste no es más que una quimera útil.
En cuanto a nosotros, pobres seres perdidos, que creemos que el Ideal es la sola Realidad y la sola Verdad en medio de un mundo cambiante y fugitivo; que creemos en la sanción y el cumplimiento de sus promesas, en la historia de la humanidad como en la vida futura; que sabemos que esa sanción es necesaria; que ella es la recompensa de la fraternidad humana, como la razón del Universo y la lógica de Dios; - para nosotros, que tenemos esa convicción, sólo hay un partido, que debemos abrazar: afirmemos esa Verdad sin temor y tan alto como sea posible; echémonos por ella y con ella en la palestra de la acción, y por encima de la batalla confusa, tratemos de penetrar por la meditación y la Iniciación individuales, en el Templo de las Ideas inmutables, para armarnos allí con los principios infrangibles.
Es lo que he tratado de hacer en este libro, esperando que otros me sigan y lo hagan mejor que yo.
Las Razas Humanas y los Orígenes de la Religión
“El Cielo es mi Padre, él me ha engendrado. Tengo por familia todo este acompañamiento celeste. Mi Madre es la gran Tierra. La parte más alta de su superficie es su matriz; allí el Padre fecunda el seno de aquélla, que es su esposa y su hija”.
He ahí lo que cantaba, hace cuatro o cinco mil años, delante de un altar de tierra donde flameaba un fuego de hierbas secas, el poeta védico.
Una adivinación profunda, una conciencia grandiosa respira en esas palabras extrañas. Ellas encierran el secreto del doble origen de la humanidad.
Anterior y superior a la tierra es el tipo divino del hombre; celeste es el origen de su alma. Pero su cuerpo es el producto de los elementos terrestres fecundados por una esencia cósmica. Los besos de Uranos y de la gran Madre significan, en el lenguaje de los Misterios, las lluvias de almas o de mónadas espirituales, que vienen a fecundar los gérmenes terrestres: los principios organizadores, sin los que la materia sólo sería una masa inerte y difusa. La parte más alta de la superficie terrestre, que el poeta védico llama la matriz de la Tierra, designa los continentes y las montañas, cuna de las razas humanas.
En cuanto al cielo, Varuna, el Urano de los griegos, representa el orden invisible, hiperfísico, eterno e intelectual, que abraza todo el Infinito del Espacio y del Tiempo.
En este capítulo sólo nos ocuparemos de los orígenes terrestres de la humanidad según las tradiciones esotéricas, confirmadas por la ciencia antropológica y etnológica de nuestros días.
Las cuatro razas que comparten actualmente el Globo son hijas de tierras y zonas distintas. Por creaciones sucesivas, lentas elaboraciones de la tierra en su crisol, los continentes han emergido de los mares a intervalos de tiempo considerables, que los sacerdotes antiguos de la India llamaban ciclos antediluvianos. A través de millares de años, cada continente ha engendrado su flora y su fauna, coronada por una raza humana de color diferente.
El continente austral, tragado por el último gran diluvio, fue la cuna de la raza roja primitiva, de la que los Indios de América no son más que los restos, derivados de los trogloditas que se salvaron en los picos de los montes, cuando el continente se hundió. El África es la madre de la raza negra llamada etiópica por los griegos. El Asia ha elaborado la raza amarilla que se conserva en China. La última en nacer, la raza blanca, salió de los bosques de Europa, entre las tempestades del Atlántico y las brisas del Mediterráneo. Todas las variedades humanas resultan de las mezclas, de las combinaciones, de generaciones o selecciones de esas cuatro grandes razas. En los ciclos anteriores, la roja y la negra han reinado sucesivamente por medio de potentes civilizaciones que han dejado huellas en las construcciones ciclópeas y en la arquitectura de México. Los templos de la India y Egipto tenían acerca de esas civilizaciones desvanecidas, cifras y tradiciones escasas. En nuestro ciclo la raza blanca domina, y si se mide la antigüedad probable del Egipto y la India, se hará remontar su preponderancia a siete u ocho mil años. (Esa división de la humanidad en cuatro razas sucesivas y originarias, era admitida por los más antiguos sacerdotes de Egipto. Ellas están representadas por cuatro figuras de tipos y tez diferentes en las pinturas de la tumba de Setis I en Tebas. La raza roja lleva el nombre de Rot; la raza asiática, de piel amarilla, el de Aruc; la africana o negra, el de Halasiu; la líbico-europea o blanca, de cabellos rubios, es de Tamahu. - Lenormant, Histoire des peuples d’Orient, c. I.)
Según las tradiciones brahmánicas, la civilización ha comenzado sobre la tierra hace cincuenta mil años, con la raza roja, sobre el continente austral, cuando Europa entera y parte del Asia estaban aún bajo el agua. Esas mitologías hablan también de una raza de gigantes anterior.
Se han encontrado en ciertas cavernas del Tíbet, osamentas humanas gigantescas, cuya conformación semeja más al mono que al hombre.
Ellas se relacionan con una humanidad primitiva, intermedia, aun vecina de la animalidad, que no poseía ni lenguaje articulado, ni organización social, ni religión. Porque estas tres cosas brotan siempre a la par: y ese es el sentido de aquella notable tríada bárdica que dice: “Tres cosas son primitivamente contemporáneas: Dios, la luz y la libertad”. Con el primer balbuceo de la palabra nació la sociedad y la sospecha vaga de un orden divino. Es el soplo de Jehovah en la boca de Adán, el verbo de Hermes, la ley del primer Manú, el fuego de Prometeo.
Un Dios palpita en la fauna humana. La raza roja, ya lo hemos dicho, ocupaba el continente astral, hoy sumergido, llamado Atlántida por Platón, según las tradiciones egipcias. Un gran cataclismo le destruyó en parte y dispersó sus restos. Varias razas polinésicas, al igual que los Indios de la América del Norte y los Aztecas que Hernán Cortés encontró en México, son los supervivientes de la antigua raza roja, cuya civilización, perdida para siempre, tuvo sus días de gloria y de esplendor materiales. Todos esos pobres retrasados llevan en sus almas la incurable melancolía de las viejas razas que mueren sin esperanza.
Después de la raza roja, la raza negra dominó sobre el globo. Hay que buscar su tipo superior, no en el negro degenerado, sino en el abisinio y el nubio, en quienes se conserva el molde de esta raza llegada a su apogeo.
Los negros invadieron el sur de Europa en tiempos prehistóricos y fueron rechazados por los blancos. Su recuerdo se ha borrado completamente de nuestras tradiciones populares. Sin embargo, han dejado dos huellas indelebles: horror al dragón que fue el emblema de sus reyes y la idea de que el diablo es negro. Los negros devolvieron el insulto a la raza rival haciendo blanco a su diablo. En los tiempos de su soberanía, los negros tuvieron centros religiosos en el Alto Egipto y la Judea. Sus ciudades ciclópeas coronaban las montañas del Cáucaso, de África y del Asia central. Su organización social consistía en una teocracia absoluta. En la cima, sacerdotes temidos como dioses; abajo, tribus revoltosas, sin familia reconocida, las mujeres esclavas.
Esos sacerdotes tenían conocimientos profundos, el principio de la unidad divina del universo y el culto de los astros que, bajo el nombre de sabeísmo, se infiltró entre los pueblos blancos. Pero entre la ciencia de los sacerdotes negros y el fetichismo grosero de las masas no había punto intermedio, arte idealista, mitología sugestiva. Por lo demás, una industria ya sabía, el arte de manejar piedras colosales y de fundir los metales en hornos inmensos en que se hacía trabajar a los prisioneros de guerra. En esta raza poderosa por la resistencia física, la energía pasional y la capacidad de asimilación, la religión fue, pues, el reino de la fuerza por el terror. La Naturaleza y Dios no aparecieron casi a la conciencia de esos pueblos-niños más que bajo la forma del dragón, del terrible animal antediluviano que los reyes hacían pintar en sus banderas y los sacerdotes esculpían en la puerta de sus templos.
Si el sol de África ha incubado la raza negra, se diría que los hielos del polo ártico han visto la florescencia de la raza blanca. Son los Hiperbóreos de que habla la mitología griega. Esos hombres de cabellos rojos, de ojos azules, vinieron del Norte a través de las selvas, iluminadas por auroras boreales, acompañados por perros y renos, mandados por jefes temerarios y animados, empujados por mujeres videntes. Cabellos de oro y ojos de azul: colores predestinados. Esa raza debía inventar el culto del sol y del fuego sagrado y traer al mundo la nostalgia del cielo. Tan pronto ella se rebela contra éste hasta quererle escalar, como se prosternará ante sus esplendores en una adoración absoluta.
Como las otras, la raza blanca tuvo que libertarse del estado salvaje antes de adquirir conciencia de sí misma.
Tiene ella por signos distintivos el gusto de la libertad individual, la sensibilidad reflexiva que crea el poder de la simpatía, y el predominio del intelecto, que da a la imaginación un sello idealista y simbólico. La sensibilidad anímica trajo la afección, la preferencia del hombre por una mujer; de ahí la tendencia de esta raza a la monogamia, el principio conyugal y la familia. La precisión de libertad, unida a la sociabilidad, creó el clan con su principio electivo.
La imaginación ideal creó el culto de los antepasados, que forma la raíz y el centro de la religión de los pueblos blancos. El principio social y político, se manifiesta el día que un cierto número de hombres semisalvajes, ante el ataque de enemigos, se reúnen instintivamente y eligen al más fuerte y más inteligente entre ellos, para defenderles y mandarles: aquel día la sociedad nació. El jefe es un rey en germen; sus compañeros, nobles futuros; los viejos deliberantes, pero incapaces de andar, de la fatiga, forman ya una especie de Senado o asamblea de ancianos. Pero ¿Cómo nació la religión?
Se ha dicho que era el temor del hombre primitivo ante la Naturaleza. Pero el temor nada de común tiene con el respeto y el amor: aquél no liga el hecho a la idea, lo visible a lo invisible, el hombre a Dios. Mientras que el hombre sólo tembló ante la Naturaleza, no fue aún un hombre. Lo fue sólo el día que asió el lazo que le relacionaba al pasado y al porvenir, a algo de superior y bienhechor, y donde él adoró esa misteriosa incógnita. Pero ¿cómo adoró él por vez primera?
Fabre d’Olivet lanza una hipótesis eminentemente genial y sugestiva sobre el modo de establecer el culto a los antepasados en la raza blanca.
En un clan belicoso, dos guerreros rivales se querellan. Furiosos, van a matarse, ya han llegado a las manos. En ese momento, una mujer con el cabello en desorden se interpone entre los dos y los separa. Es la hermana de uno y la mujer del otro. Sus ojos arrojan llamas, su voz tiene el acento del mando. Ella dice en frases entrecortadas, incisivas, que ha visto en la selva al Antepasado de la raza, el guerrero victorioso de tiempos remotos, el heroll que se le ha aparecido. Él no quiere que dos guerreros hermanos luchen, sino que se unan contra el enemigo común. Es la sombra del gran Abuelo, el heroll me lo ha dicho, clama la mujer exaltada; ¡Él me ha hablado!
¡Le he visto!” Lo que ella dice, lo cree. Convencida, convence.
Emocionados, admirados y como abrumados por una fuerza invencible, los adversarios reconciliados se dan la mano y miran a esa mujer inspirada como una especie de divinidad.
Inspiraciones tales, seguidas de bruscas reacciones, debieron producirse
en gran número y bajo formas muy diferentes en la vida prehistórica de la raza blanca. En los pueblos bárbaros, la mujer es quien, por su sensibilidad nerviosa, presiente antes lo oculto, afirma lo invisible. Que se considere ahora cuáles serían las consecuencias inesperadas y prodigiosas de un acontecimiento semejante al que hemos relatado. En el clan, en la tribu, todos hablan del hecho maravilloso. La encina, donde la mujer inspirada ha visto la aparición, se convierte en árbol sagrado. Se la conduce allá de nuevo; y, bajo la influencia magnética de la luna, que la coloca en un estado visionario, continúa profetizando en nombre del gran Abuelo. Pronto esta mujer y otras semejantes, de pie sobre las rocas, en medio de los claros del bosque, al ruido del viento y del océano, evocarán las almas diáfanas de los antepasados ante las multitudes palpitantes, que las verán, o creerán verlas, atraídas por mágicos encantos en las brumas flotantes de las transparencias lunares. El último de los grandes celtas, Ossián, evocará a Fingal y sus compañeros en las nubes compactas.
Así, en el origen mismo de la vida social, el culto de los antepasados se establece en la raza blanca. El gran antepasado llega a ser el Dios de la tribu.
He ahí el comienzo de la religión.
Pero eso no es todo. Alrededor de la profetisa se agrupan ancianos que la observan en sus sueños lúcidos, en sus éxtasis proféticos. Ellos estudian sus estados diversos, finalizan sus revelaciones, interpretan sus oráculos. Notan ellos que cuando profetiza en el estado visionario, su cara se transfigura, su palabra se vuelve rítmica y su voz elevada profiere sus oráculos cantando una melodía grave y significativa.
Todos los que han visto una verdadera sonámbula, han quedado admirados de la singular exaltación intelectual que se produce en su sueño lúcido. Para aquellos que no han sido testigos de tales fenómenos y que duden de ellos, citaremos un pasaje del célebre David Strauss, que no puede ser sospechoso de superstición.
El vio en casa de su amigo el doctor Justinus Kerner a la célebre “vidente de Prévorst” y la describe así: “Poco después, la visionaria cayó en un sueño magnético. Contemplé por vez primera el espectáculo de ese estado maravilloso, y, puedo decirlo, en su más pura y bella manifestación.
Era una cara con expresión de sufrimiento, pero elevada y tierna como inundada de un rayo celeste: una palabra pura, solemne, musical, una especie de recitado”; una abundancia de sentimientos que desbordaban y que se hubieran podido comparar a bandas de nubes, tan pronto luminosas como sombrías, resbalando sobre su alma, o también a brisas melancólicas y serenas impregnadas en las cuerdas de una maravillosa arpa eoliana. (Trad. R. Lindau. Biographie genérale: art. Kerner).
De ahí el verso, la estrofa, la poesía y la música, cuyo origen pasa por divino en todos los pueblos de raza aria. La idea de la revelación no podía producirse más que a propósito de hechos de este orden. Al mismo tiempo vemos brotar la religión y el culto, los sacerdotes y la poesía.
En Asia, en el Irán y en la India, donde los pueblos de raza blanca fundaron las primeras civilizaciones arias, mezclándose a pueblos de color diferente, los hombres adquirieron pronto supremacía sobre las mujeres en cuestiones de inspiración religiosa. Allí no oímos hablar más que de sabios, de rishis, de profetas. La mujer rechazada, sometida, ya no es sacerdotisa más que del hogar. Pero en Europa la huella del papel preponderante de la mujer se encuentra en los pueblos de igual origen, que fueron bárbaros durante millares de años. Aparece en la Pitonisa escandinava, en la Voluspa del Edda, en las druidas célticas, en las mujeres adivinadoras que acompañan a los ejércitos germanos y decidían sobre el día de las batallas, y hasta en las Bacantes tracias que sobrenadan en la leyenda de Orfeo. La Vidente prehistórica se continúa con la Pythia de Delfos.
Las profetisas primitivas de la raza blanca se organizaron en colegios de druidesas, bajo la vigilancia de los ancianos instruidos o druidas, los hombres de la encina. Ellas fueron al principio bienhechoras. Por su intuición, su adivinación, su entusiasmo, dieron un vuelo inmenso a la raza que estaba sólo
en el comienzo de su lucha, varias veces secular, contra los negros. Pero la corrupción rápida y los enormes abusos de esta institución eran inevitables.
Sintiéndose dueñas de los destinos de los pueblos, las druidesas quisieron dominarlos a toda costa. Faltándoles la inspiración, quisieron dominar por el terror.
Exigieron los sacrificios humanos e hicieron de ellos un elemento esencial de su culto. Los instintos heroicos de su raza los favorecían.
Los Blancos eran valientes; sus guerreros despreciaban la muerte; a la primera llamada venían voluntariamente y por bravata a colocarse bajo el cuchillo de las sanguinarias sacerdotisas. Por medio de hecatombes humanas se lanzaban los vivos hacia los muertos como mensajeros, y se creía obtener así los favores de los antepasados. Esa amenaza perpetua, colocada sobre la cabeza de los primeros jefes por boca de las profetisas y de los druidas, se volvió entre sus manos un formidable instrumento de dominio.
Primer ejemplo de la perversión que sufren fatalmente los más nobles instintos de la naturaleza humana, cuando no son dirigidos por una sabia autoridad, encaminados al bien por una conciencia superior.
Dejada al azar de la ambición y la pasión personal, la inspiración degenera en superstición, el valor en ferocidad, la idea sublime del sacrificio en instrumento de tiranía, en explotación pérfida y cruel.
Pero la raza blanca estaba aún en su infancia violenta y loca.
Apasionada en la esfera anímica, debía atravesar otras muchas y sangrientas crisis. Acababa de ser despertada por los ataques de la raza negra, que comenzaba a invadir el sur de Europa. Lucha desigual al principio. Los Blancos medio salvajes, salidos de sus bosques y habitaciones lacustres, no tenían otro recurso que sus arcos, sus lanzas y sus flechas con puntas de piedra. Los Negros tenían armas de hierro, armaduras de bronce, todos los recursos de una civilización industriosa y sus ciudades ciclópeas. Aplastados en el primer choque, los Blancos llevados cautivos empezaron a ser en masa esclavos de los Negros, que les forzaron a trabajar la piedra y a llevar el mineral a sus hornos.
Pero algunos cautivos escapados llevaron a su patria los usos, las artes y fragmentos de ciencia de sus vencedores. Aprendieron ellos de los Negros dos cosas capitales: la fundición de los metales y la escritura sagrada, es decir, el arte de fijar ciertas ideas por medio de signos misteriosos y jeroglíficos sobre pieles de animales, sobre piedra o corteza de fresnos; de ahí las runas de los celtas. El metal fundido y forjado era el instrumento de la fuerza; la escritura sagrada fue el origen de la ciencia y de la tradición religiosa. La lucha entre la raza blanca y la raza negra osciló durante siglos desde los Pirineos al Cáucaso y desde el Cáucaso al Himalaya. La salvación de los Blancos se debió a sus selvas, donde, como las fieras, podían esconderse para salir de nuevo en el momento oportuno. Enardecidos, aguerridos, mejor armados de siglo en siglo, los arrojaron de las costas de Europa e invadieron a su vez todo el norte de África y el centro de Asia, ocupada por tribus diversas.
La mezcla de las dos razas se operó de dos modos distintos, por colonización pacífica o por conquista belicosa. Fabre d’Olivet, ese maravilloso vidente del pasado prehistórico de la humanidad, parte de esa idea para emitir una visión luminosa sobre el origen de los pueblos llamados semíticos y de los pueblos arios. Allí donde los colonos blancos se habían sometido a los pueblos negros aceptando su dominación y recibiendo de sus sacerdotes la iniciación religiosa, allí se formaron los pueblos semíticos, como los Egipcios anteriores a Menes, los Árabes, los Fenicios, los Caldeos y los Judíos. Las civilizaciones arias, al contrario, se formaron allí donde los Blancos habían reinado sobre los Negros por la guerra o la conquista, como los Iranios, los Hindúes, los Griegos, los Etruscos. Agreguemos a esto que bajo la denominación de pueblos arios comprendemos también a todos los pueblos blancos que habían quedado en estado salvaje y nómada en la antigüedad, tales como los Escitas, los Getas, los Sármatas, los Celtas y más tarde los Germanos. Por este medio pudiera explicarse la diversidad fundamental de las religiones y también de la escritura en esas dos grandes categorías de naciones. Entre los Semitas, donde la intelectualidad de la raza negra dominó al principio, se nota, sobre la idolatría popular, una tendencia al monoteísmo, el principio de la unidad del Dios oculto, absoluto y sin forma que fue uno de los dogmas esenciales de los sacerdotes de la raza negra y de su iniciación secreta. Entre los Blancos vencedores, o conservadores puros, se nota, al contrario, la tendencia al (politeísmo, a la mitología, a la personificación de la divinidad, que proviene de su amor a la Naturaleza y de su culto apasionado por los antepasados.
La diferencia principal entre la manera de escribir de los Semitas y los Arios, se explicará por la misma causa.
¿Por qué todos los pueblos semitas escriben de derecha a izquierda, y los arios de izquierda a derecha?
La razón que de ello da Fabre d’Olivet es tan curiosa como original, y evoca ante nuestros ojos una verdadera visión de ese pasado perdido.
Todo el mundo sabe que en los tiempos prehistóricos no había escritura vulgar. El uso de ella no se generalizó hasta la escritura fonética o arte de figurar por letras el sonido mismo de las palabras. Pero la escritura jeroglífica, o arte de representar las cosas por signos cualesquiera, es tan vieja como la civilización humana. Y siempre en esos tiempos primitivos, fue el privilegio del sacerdocio, como función religiosa y primitivamente como inspiración divina.
Cuando en el hemisferio austral, los sacerdotes de la raza negra o meridional trazaban sobre pieles de animales o sobre tablas de piedra sus signos misteriosos, tenían por costumbre volverse hacia el polo sur; su mano se dirigía hacia el Oriente, fuente de luz. Escribían, pues, de derecha a izquierda. Los sacerdotes de la raza blanca o Septentrional aprendieron la escritura de los Negros y comenzaron por escribir como ellos. Pero cuando el sentimiento de su origen se hubo desarrollado con la conciencia nacional y el orgullo de la raza, inventaron signos propios y en lugar de volverse hacia el Sur, hacia el país de los Negros, dieron cara al Norte, el país de los Antepasados, continuando la escritura hacia Oriente. Sus caracteres corren, pues, de izquierda a derecha.
De ahí la dirección de las runas célticas, del zend, del sánscrito, del griego, del latín y de todas las escrituras de las razas arias. Ellas corren hacia el Sol, fuente de la vida terrestre; pero miran al Norte, patria de los antepasados y fuente misteriosa de las auroras celestes.
La corriente semita y la corriente aria: he ahí los dos ríos por donde nos han llegado todas nuestras ideas, mitologías y religiones, artes, ciencias y filosofías. Cada una de estas corrientes lleva consigo una concepción opuesta de la vida, cuya reconciliación y equilibrio sería la verdad misma.
La corriente semítica contiene los principios absolutos y superiores: la idea de la unidad y de la universalidad en nombre de un principio supremo que conduce, en su aplicación, a la unificación de la familia humana.
La corriente aria contiene la idea de la evolución ascendente en todos los reinos terrestres y supraterrestres, y conduce, en su aplicación, a la diversidad infinita de los desarrollos, en nombre de la riqueza de la Naturaleza y de las aspiraciones múltiples del alma. El genio semita desciende de Dios al hombre; el genio ario sube del hombre a Dios. El uno se representa por el arcángel justiciero, que desciende sobre la tierra armado de la espada y del rayo; el otro por Prometeo, quien tiene en la mano el fuego robado del cielo y mide el Olimpo con la mirada para transferirlo luego a la tierra.
Nosotros llevamos esos dos genios en nuestro interior. Pensamos y obramos por turno bajo el imperio de uno u otro. Pero están entretejidos, no fundidos en nuestra intelectualidad. Ellos se contradicen y se combaten en nuestros íntimos sentimientos y en nuestros pensamientos sutiles, como en nuestra vida social y en nuestras instituciones. Ocultos bajo formas múltiples, que se podrían resumir bajo los nombres genéricos de espiritualismo y naturalismo, dominan nuestras discusiones y nuestras luchas. Irreconciliables e invencibles los dos, ¿quién los unirá? Y sin embargo, el avance, la salvación de la humanidad dependen de su conciliación y de su síntesis.
Por tal razón, en este libro quisiéramos remontarnos hasta la fuente de las dos corrientes, al nacimiento de los dos genios. Sobre las luchas históricas, las guerras religiosas, las contradicciones de los textos sagrados, pasaremos al interior de la conciencia misma de los fundadores y de los profetas que dieron a las religiones su movimiento inicial. Ellos tuvieron la intención profunda y la inspiración de lo alto, la luz viva que da la acción fecunda. Sí, la síntesis preexistía en ellos. El rayo divino palideció y se oscureció entre sus sucesores; pero reaparece, brilla, cada ver que desde un punto cualquiera de la historia un profeta, un héroe o un vidente remonta a su foco. Porque sólo desde el punto de partida se divisa el objetivo. Desde el Sol radiante, el curso de los planetas.
Tal es la revelación en la historia, continua, graduada, multiforme como la Naturaleza; pero idéntica en su manantial, una como la verdad, inmutable como Dios.
Remontando el curso de la corriente semita, llegamos por Moisés a Egipto, cuyos templos poseían, según Manetón, una tradición de 30.000 años.
Remontando el curso de la corriente aria, llegamos a la India, donde se desenvolvió la primera grande civilización resultante de una conquista de la raza blanca. La India y Egipto fueron dos madres de religiones.
Los dos países tuvieron el secreto de la gran iniciación. Entraremos en sus santuarios.
Pero sus tradiciones nos hacen remontar más alto aun, a una época anterior, donde los dos genios opuestos de que hemos hablado nos aparecen unidos en una inocencia primera y en una armonía maravillosa. Es la época aria primitiva. Gracias a los admirables trabajos de la ciencia moderna, gracias a la filología, a la mitología, a la etnología comparada, hoy nos es permitido entrever esa época. Ella se dibuja a través de los himnos védicos, que no son, sin embargo, más que su reflejo, con una sencillez patriarcal y una grandiosa fuerza de líneas, Edad viril y grave que se parece a la edad de oro que soñaron los, poetas. El dolor y la lucha existen sin embargo; pero hay en los hombres una confianza, una fuerza, una serenidad, que la humanidad no ha vuelto jamás a encontrar.
En la India el pensamiento se hará profundo, los sentimientos se afinarán. En Grecia las pasiones y las ideas se cubrirán con el prestigio del arte y el vestido mágico de la belleza. Pero ninguna poesía sobrepuja a ciertos himnos védicos en elevación moral, en alteza y amplitud intelectual.
Hay allí el sentimiento de lo divino en la Naturaleza, de lo invisible que la rodea y de la grande unidad que penetra el todo.
¿Cómo nació civilización semejante? ¿Cómo se desarrolló tan alta intelectualidad en medio de guerras de raza y de la lucha contra la Naturaleza?
Aquí se detienen las investigaciones y las conjeturas de la ciencia contemporánea. Pero las tradiciones religiosas de los pueblos, interpretadas en su sentido esotérico, van más lejos y nos permiten adivinar que la primera concentración del núcleo ario en el Irán se hizo por una especie de selección operada en el seno mismo de la raza blanca, bajo la égida de un conquistador y legislador, que dio a su pueblo una religión y una ley conformes con el genio de la raza.
En efecto, el libro sagrado de los Persas, el Zend-Avesta, habla de ese antiguo legislador bajo el nombre de Yima, y Zoroastro, al fundar una religión nueva, apela a ese predecesor como al primer hombre a quien habló Ormuzd, el Dios vivo, como Jesucristo apeló a Moisés. - El poeta persa Firdousi llama a ese mismo legislador Djem, el conquistador de los Negros -.
En la epopeya india, en el Rámáyana, él aparece con el nombre de Rama, vestido de rey indio, rodeado de los esplendores de una civilización avanzada; pero conserva sus dos caracteres distintos de conquistador, renovador e iniciado. - En las tradiciones egipcias la época de Rama es designada por el reino de Osiris, el señor de la luz, que precede al reino de Isis, la reina de los misterios -.
En Grecia, en fin, el antiguo héroe semidiós era honrado bajo el nombre de Dionisos, que viene del sánscrito Deva Nahousha, el divino renovador. Orfeo dio ese nombre a la Inteligencia divina y el poeta Nonnus cantó la conquista de la India por Dionisos, según se contiene en las tradiciones de Eleusis.
Como los radios de un mismo círculo, todas esas tradiciones designan un centro común. Siguiendo su dirección, se puede llegar a él. Entonces por encima de los Vedas, sobre el Irán de Zoroastro, en el alba crepuscular de la raza blanca se ve salir de los bosques de la antigua Escitia al primer creador de la religión aria, ceñido con su doble tiara de conquistador y de iniciado, llevando en su mano el fuego místico, el fuego sagrado que iluminará a todas las razas.
A Fabre d’Olivet pertenece el honor de haber encontrado ese personaje y de trazar la vía luminosa que a él conduce; siguiéndola, trataré a mi vez, de evocarle.
HERMES
LOS MISTERIOS DE EGIPTO
¡Oh, alma ciega!, ármate con la antorcha de los Misterios,
y en la noche terrestre descubrirás tu Doble luminoso,
tu alma celeste. Sigue a ese divino guía, y que él sea tu Genio.
Porque él tiene la clave de tus existencias pasadas y futuras.
Llamada a los iniciados, (del Libro de los Muertos).
Escuchad en vosotros mismos y mirad en el Infinito del Espacio
y del Tiempo. Allí se oye el canto de los Astros, la voz de los
Números, la armonía de las Esferas.
Cada sol es un pensamiento de Dios y
cada planeta un modo de este pensamiento.
Para conocer el pensamiento divino, ¡Oh,
almas!, es para lo que bajáis y subís
penosamente el camino de los siete planetas
y de sus siete cielos.
¿Qué hacen los astros?
¿Qué dicen los números?
¿Qué ruedan las Esferas?
¡Oh,
almas perdidas o salvadas!:
¡ellos dicen,
ellos cantan,
ellas ruedan,
vuestros destinos!
Fragmento
(de Hermes).
I
La Esfinge
Frente a Babilonia, metrópoli tenebrosa del despotismo, Egipto fue en el mundo antiguo una verdadera ciudadela de la ciencia sagrada, una escuela para sus más ilustres profetas, un refugio y un laboratorio de las más nobles tradiciones de la Humanidad. Gracias a excavaciones inmensas, a trabajos admirables, el pueblo egipcio nos es hoy mejor conocido que ninguna de las civilizaciones que precedieron a la griega, porque nos vuelve a abrir su historia, escrita sobre páginas de piedra.
Se desentierran sus monumentos, se descifran sus jeroglíficos, y sin embargo, nos falta aún penetrar en el más profundo arcano de su pensamiento.
Ese arcano es la doctrina oculta de sus sacerdotes. Aquella doctrina, científicamente cultivada en los templos, prudentemente velada bajo los misterios, nos muestra al mismo tiempo el alma de Egipto, el secreto de su política, y su capital papel en la historia universal.
Nuestros historiadores hablan de los faraones en el mismo tono que de los déspotas de Nínive y de Babilonia. Para ellos, Egipto es una monarquía absoluta y conquistadora como Asiria, y no difiere de ésta más que porque aquélla duró algunos miles de años más. ¿Sospechan ellos que en Asiria la monarquía aplastó al sacerdocio para hacer de él un instrumento, mientras que en Egipto el sacerdocio disciplinó a los reyes, no abdicó jamás ni aun en las peores épocas, arrojando del trono a los déspotas, gobernando siempre a la nación; y eso por una superioridad intelectual, por una sabiduría profunda y oculta, que ninguna corporación educadora ha igualado jamás en ningún país ni tiempo?
Cuesta trabajo creerlo. Porque, bien lejos de deducir las innumerables consecuencias de ese hecho esencial, nuestros historiadores lo han entrevisto apenas, y parecen no concederle ninguna importancia. Sin embargo, no es preciso ser arqueólogo o lingüista para comprender que el odio implacable entre Asiria y Egipto procede que los dos pueblos representaban en el mundo dos principios opuestos, y que el pueblo egipcio debió su larga duración a una armazón religiosa y científica más fuerte que todas las revoluciones.
Desde la época aria, a través del período turbulento que siguió a los tiempos védicos hasta la conquista persa y la época alejandrina, es decir, durante un lapso de más de cinco mil años, Egipto fue la fortaleza de las puras y altas doctrinas cuyo conjunto constituye la ciencia de los principios y que pudiera llamarse la ortodoxia esotérica de la antigüedad.
Cincuenta dinastías pudieron sucederse y el Nilo arrastrar sus aluviones sobre ciudades enteras; la invasión fenicia pudo inundar el país y ser de él expulsada: en medio de los flujos y reflujos de la historia, bajo la aparente idolatría de su politeísmo exterior, el Egipto guardó el viejo fondo de su teogonía oculta y su organización sacerdotal. Ésta resistió a los siglos, como la pirámide de Gizeh medio enterrada entre la arena, pero intacta. Gracias a esa inmovilidad de esfinge que guarda su secreto, a esa resistencia de granito, el Egipto llegó a ser el eje alrededor del cual evolucionó el pensamiento religioso de la Humanidad al pasar de Asia a Europa. La Judea, la Grecia, la Etruria, son otras tantas almas de vida que formaron civilizaciones diversas. Pero, ¿De dónde extrajeron sus ideas madres, sino de la reserva orgánica del viejo Egipto? Moisés y Orfeo crearon dos religiones opuestas y prodigiosas: la una por su austero monoteísmo, la otra por su politeísmo deslumbrador. Pero, ¿Dónde se moldeó su genio? ¿Dónde encontró el uno la fuerza, la energía, la audacia de refundir un pueblo salvaje como se refunde el bronce en un horno, y dónde encontró el otro la magia de hacer hablar a los dioses como una lira armonizada con el alma de sus bárbaros embelesados?
En los templos de Osiris, en la antigua Thebas, que los iniciados llamaban la ciudad del Sol o el Arca solar, porque contenía la síntesis de la ciencia divina y todos los secretos de la iniciación.
Todos los años, en el solsticio de verano, cuando caen las lluvias torrenciales en la Abisinia, el Nilo cambia de color y toma ese matiz de sangre de que habla la Biblia. El río crece hasta el equinoccio de otoño, y sepulta bajo sus ondas el horizonte de sus orillas. Pero, en pie sobre sus mesetas graníticas, bajo el sol que ciega, los templos tallados en plena roca, las necrópolis, las portadas, las pirámides, reflejan la majestad de sus ruinas en el Nilo convertido en mar. Así, el sacerdote egipcio atravesó los siglos con su organización y sus símbolos, arcanos impenetrables de su ciencia, en aquellas criptas y en aquellas pirámides se elaboró la admirable doctrina del Verbo Luz, de la Palabra Universal, que Moisés encerrará en su arca de oro, y cuya antorcha viva será Cristo.
La verdad es inmutable en sí misma, y sólo ella sobrevive a todo; pero cambia de moradas como de formas y sus revelaciones son intermitentes.
“La Luz de Osiris”, que en la antigüedad iluminaba para los iniciados las profundidades de la naturaleza y las bóvedas celestes, se ha extinguido para siempre en las criptas abandonadas.
Se ha realizado la palabra de Hermes a Asklepios: “¡Oh Egipto, Egipto!, sólo quedarán de ti fábulas increíbles para las generaciones futuras, y nada durará de ti más que palabras grabadas en piedras”.
Sin embargo, un rayo de aquel misterioso sol de los santuarios es lo que quisiéramos hacer revivir siguiendo la vía secreta de la antigua iniciación egipcia, en cuanto lo permite la intuición esotérica y la refracción de las edades.
Pero antes de entrar en el templo, lancemos una ojeada sobre las grandes fases que atravesó el Egipto antes del tiempo de los Hicsos.
Casi tan vieja como la armazón de nuestros continentes, la primera civilización egipcia se remonta a la antiquísima raza roja. (En una inscripción de la cuarta dinastía, se habla de la esfinge como de un monumento cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos, y que había sido encontrado fortuitamente en el reinado de aquel príncipe, enterrado bajo la arena del desierto, donde estaba olvidado después de muchas generaciones.
Y la cuarta dinastía nos lleva a unos 4000 años antes de J. C. Júzguese por ese dato cuál será la antigüedad de la Esfinge).
La esfinge colosal de Gizeh, situada junto a la gran pirámide, es obra suya. En tiempos en que el Delta (formado más tarde por los aluviones del Nilo) no existía aún, el animal monstruoso y simbólico estaba ya tendido sobre su colina de granito, ante la cadena de los montes líbicos, y miraba el mar romperse a sus pies, allí donde se extiende hoy la arena del desierto.
La esfinge, esa primera creación del Egipto, se ha convertido en su símbolo principal, su marca distintiva. El más antiguo sacerdocio humano esculpió, imagen de la Naturaleza tranquila y terrible en su misterio. Una cabeza de hombre sale de un cuerpo de toro con garras de león, y repliega sus alas de águila a los costados.
Es la Isis terrestre, la Naturaleza en la unidad viviente de sus reinos. Porque ya aquellos sacerdotes inmemoriales sabían y señalaban que en la gran evolución, la naturaleza humana emerge de la naturaleza animal. En ese compuesto del toro, del león, del águila y del hombre están también encerrados los cuatro animales, de la visión de Ezequiel, representando cuatro elementos constitutivos del microcosmos y del macrocosmos: el agua, la tierra, el aire y el fuego, base de la ciencia oculta.
Por esta razón, cuando los iniciados vean el animal sagrado tendido en el pórtico de los templos o en el fondo de las criptas, sentirán vivir aquel misterio en sí mismos y replegarán en silencio las alas de su espíritu sobre la verdad interna. Porque antes de Aedipo, sabrán que la clave del enigma de la esfinge es el hombre, el microcosmos, el agente divino, que reúne en sí todos los elementos y todas las fuerzas de la naturaleza.
La raza roja no ha dejado otro testigo que la esfinge de Gizeh; prueba irrecusable de que había formulado y resuelto a su manera el gran problema.
II
HERMES
La raza negra que sucedió a la raza roja austral en la dominación del mundo, hizo del alto Egipto su principal santuario. El nombre de Hermes Toth, ese misterioso y primer iniciador del Egipto en las doctrinas sagradas, se relaciona sin duda con una primera y pacífica mezcla de la raza blanca y de la raza negra en las regiones de la Etiopía y del alto Egipto, largo tiempo antes de la época aria. Hermes es un nombre genérico como Manú y Buddha pues designa a la vez a un hombre, a una casta y a un Dios.
Como hombre, Hermes es el primero, el gran iniciador del Egipto; como casta, es el sacerdocio depositario de las tradiciones ocultas; como Dios, es el planeta Mercurio, asimilado con su esfera a una categoría de espíritus, de iniciadores divinos; en una palabra: Hermes preside a la región supraterrena de la iniciación celeste. En la economía espiritual del mundo, todas esas cosas están ligadas por secretas afinidades como por un hilo invisible.
El nombre de Hermes es un talismán que las resume, un sonido mágico que las evoca. De ahí su prestigio.
Los griegos, discípulos de los egipcios, le llamaron Hermes Trismegisto o tres veces grande, porque era considerado como rey, legislador y sacerdote. Él caracteriza a una época en que el sacerdocio, la magistratura y la monarquía se encontraban reunidos en un solo cuerpo gobernante. La cronología egipcia de Manetón llama a esa época el reino de los dioses. No había entonces ni papiros ni escritura fonética, pero la ideografía existía ya: la ciencia del sacerdocio estaba inscrita en jeroglíficos sobre las columnas y los muros de las criptas.
Considerablemente aumentada, pasó más tarde a las bibliotecas de los templos. Los egipcios atribuían a Hermes cuarenta y dos libros sobre la ciencia oculta. El libro griego conocido por el nombre de Hermes Trismegisto encierra ciertamente restos alterados, pero infinitamente preciosos, de la antigua teogonía, que es como el fíat lux de donde Moisés y Orfeo recibieron sus primeros rayos. La doctrina del Fuego Principio y del Verbo Luz, encerrada en la Visión de Hermes, será como la cúspide y el centro de la iniciación egipcia.
Trataremos ahora de encontrar esta visión de los maestros, en rosa mística que se abre en la noche del santuario y en el arcano de las grandes religiones. Ciertas palabras de Hermes, impregnadas de sabiduría antigua, son propias para prepararnos a ello. “Ninguno de nuestros pensamientos - dice a su discípulo Asklepios - puede concebir a Dios, ni lengua alguna puede definirle. Lo que es incorpóreo, invisible, sin forma, no puede ser percibido por nuestros sentidos; lo que es eterno, no puede ser medido por la corta regla del tiempo: Dios es, pues, inefable. Dios puede, es verdad, comunicar a algunos elegidos la facultad de elevarse sobre las cosas naturales para percibir alguna radiación de su perfección suprema; pero esos elegidos no encuentran palabra para traducir en lenguaje vulgar la Visión inmaterial que les ha hecho estremecer. Ellos pueden explicar a la humanidad las causas secundarias de las creaciones que pasan bajo sus ojos como imágenes de la vida universal, pero la causa primera queda velada y no llegaríamos a comprenderla más que atravesando la muerte”. Así hablaba Hermes del Dios desconocido, en el pórtico de las criptas. Los discípulos que penetraban con él en sus profundidades, aprendían a conocerle como ser viviente. (La teología sabia, esotérica - dice M. Maspéro - es monoteísta desde los tiempos del antiguo Imperio. La afirmación de la unidad fundamental del ser divino, se lee expresada en términos formales y de una gran energía en los textos que se remontan a aquella época. Dios es el Uno único, el que existe por esencia, el solo que vive en substancia, el solo generador en el cielo y en la tierra que no haya sido engendrado. A la vez Padre, Madre e Hijo, él engendra, concibe y es perpetuamente; y esas tres personas, lejos de dividir la unidad de la naturaleza divina, concurren a su infinita perfección. Sus atributos son: la inmensidad, la eternidad, la independencia, la voluntad todopoderosa, la bondad sin límites. “Él crea sus propios miembros que son los dioses”, dicen los viejos textos. Cada uno de esos dioses secundarios, considerados como idénticos al Dios Uno, puede formar un tipo nuevo de donde emanan a su vez, y por el mismo procedimiento, otros tipos inferiores.
El libro habla de su muerte como de la partida de un dios. “Hermes vio el conjunto de las cosas, y habiendo visto, comprendió, y habiendo comprendido, tenía el poder de manifestar y de revelar. Lo que pensó lo escribió; lo que escribió lo ocultó en gran parte, callándose con prudencia y hablando a la vez, a fin de que toda la duración del mundo por venir buscase esas cosas. Y así, habiendo ordenado a los dioses sus hermanos que le sirvieran de cortejo, subió a las estrellas”.
Se puede, en rigor, aislar la historia política de los pueblos, mas no así su historia religiosa. Las religiones de la Asiria, Egipto, Judea y Grecia no se comprenden más que cuando se vislumbra su punto de unión con la antigua religión indoaria. Tomadas aparte, son otros tantos enigmas y charadas; vistas en conjunto y desde arriba, con una soberbia evolución donde se domina y se explica recíprocamente. En una palabra, la historia de una religión será siempre estrecha, supersticiosa y falsa; sólo hay verdad en la historia religiosa de la humanidad. Desde tal altura no se sienten más que las corrientes que dan la vuelta al globo. El pueblo egipcio, el más independiente y el más cerrado de todos a las influencias exteriores, no pudo substraerse a esta ley universal. Cinco mil años antes de nuestra era, la luz de Rama, encendida en el Irán, irradió sobre el Egipto y vino a ser la ley de Ammón-Rá, el dios solar de Tebas. Esa constitución le permitió desafiar tantas revoluciones. Menes fue el primer rey de justicia, el primer faraón ejecutor de aquella ley. Él se guardó bien de arrebatar al Egipto su antigua teología, que era la suya también, y no hizo más que confirmarla y ensancharla, añadiéndole una organización social nueva: el sacerdocio, es decir, la enseñanza, en un primer consejo; la justicia en otro; el gobierno en los dos; la monarquía concebida como delegada y sometida a su fiscalización; la independencia relativa de los nomos o municipalidades, como base de la sociedad. Es lo que podemos llamar el gobierno de los iniciados.
Tenía por clave de bóveda una síntesis de las ciencias conocidas bajo el nombre de Osiris (O-Sir-Is), el señor intelectual. La gran pirámide es un símbolo y su gnomon matemático. El faraón que recibía su nombre de iniciación en el templo, que ejercía el arte sacerdotal y real sobre el trono, era, pues, un personaje bien distinto del déspota asirio, cuyo poder arbitrario estaba cimentado sobre el crimen y la sangre. El faraón era el iniciado coronado, o por lo menos, el discípulo y el instrumento de los iniciados. Durante siglos, los faraones defenderán, contra Asia despótica y contra la Europa anárquica, la ley del Morueco, que representaba entonces los derechos de la justicia y del arbitraje internacional según enseñara Rama con su ejemplo.
Hacia el año 2200 antes de Jesucristo, el Egipto sufrió la crisis más temible por que un pueblo puede atravesar: la de la invasión extranjera y de una semiconquista. La invasión fenicia era en sí misma la consecuencia del gran cisma religioso en Asia, que había sublevado a las masas populares, sembrado la discordia en los templos. Conducida por los reyes pastores llamados Hicsos, esa invasión lanzó un diluvio sobre el Delta y el Egipto medio. Los reyes cismáticos traían consigo una civilización corrompida, la malicia jónica, el lujo del Asia, las costumbres del harén, una idolatría grosera. La existencia nacional del Egipto estaba comprometida, su intelectualidad en peligro, su misión universal amenazada. Pero llevaba en sí un alma de vida, es decir, un cuerpo orgánico de iniciados, depositarios de la antigua ciencia de Hermes y de Am-món-Rá. ¿Qué hizo aquella alma?
Retirarse al fondo de sus santuarios, replegarse en sí misma para resistir mejor al enemigo. En apariencia, el sacerdocio se inclinó ante la invasión y reconoció a los usurpadores que llevaban la ley del Toro y el culto del buey Apis. Sin embargo, ocultos en los templos, los dos consejos guardaron allí, como un depósito sagrado, su ciencia, sus tradiciones, la antigua y pura religión, y con ella la esperanza de una restauración de la dinastía nacional.
En esta época fue cuando los sacerdotes difundieron entre el pueblo la leyenda de Isis y de Osiris, del desmembramiento de este último y de su resurrección próxima por su hijo Horus, que volvería a encontrar sus miembros dispersos arrastrados por el Nilo. Se excitó la imaginación de la multitud por la pompa de las ceremonias públicas. Se sostuvo su amor a la vieja religión representándole las desgracias de la Diosa, sus lamentos por la pérdida de su esposo celeste, y la esperanza que ella tenía en su hijo Horus, el divino mediador. Pero al mismo tiempo, los iniciados juzgaron necesario hacer inatacable la verdad esotérica recubriéndola con un triple velo. A la difusión del culto popular de Isis y de Osiris corresponde la organización interior y sabia de los pequeños y de los grandes Misterios. Se les rodeó de barreras casi infranqueables, de peligros tremendos. Se inventaron las pruebas morales, se exigió el juramento del silencio, y la pena de muerte fue rigurosamente aplicada contra los iniciados que divulgaban el menor detalle de los Misterios. Gracias a esta organización severa, la iniciación egipcia llegó a ser, no solamente el refugio de la doctrina esotérica, sino también el crisol de una resurrección nacional y la escuela de las religiones futuras.
Mientras los usurpadores coronados reinaban en Memphis, Tebas se preparaba lentamente para la regeneración del país. De su templo, de su arca solar, salió el salvador del Egipto, Amos, que arrojó a los Hicsos del país después de nueve siglos de dominación, restauró la ciencia egipcia en sus derechos y la religión viril de Osiris.
De este modo los Misterios salvaron el alma del Egipto de la tiranía extranjera, y esto para bien de la humanidad. Porque tal era entonces la fuerza de su disciplina, el poder de su iniciación, que encerraba en sí una mejor fuerza moral, su más alta selección intelectual. La iniciación antigua reposaba sobre una concepción del hombre a la vez más sana y más elevada que la nuestra. Nosotros hemos disociado la educación del cuerpo de la del alma y del espíritu. Nuestras ciencias físicas y naturales, muy avanzadas en sí mismas, hacen abstracción del principio del alma y de su difusión en el universo; nuestra religión no satisface las necesidades de la inteligencia, nuestra medicina no quiere saber nada ni del alma ni del espíritu. El hombre contemporáneo busca el placer sin la felicidad, la felicidad sin la ciencia, y la ciencia sin la sabiduría. La antigüedad no admitía que se pudiesen separar tales cosas. En todos los dominios, ella tenía en cuenta la triple naturaleza del hombre.
La iniciación era un adiestramiento gradual de todo el ser humano hacia las cimas vertiginosas del espíritu, desde donde se puede dominar la vida. “Para alcanzar la maestría - decían los sabios de entonces - el hombre tiene necesidad de una refundición total de su ejercicio simultáneo de la voluntad, de la intuición y del razonamiento. Por su completa concordancia, el hombre puede desarrollar sus facultades hasta límites incalculables. El alma tiene sentidos dormidos: la iniciación los despierta. Por medio de un estudio profundo, una aplicación constante, el hombre puede ponerse en relación consciente con las fuerzas ocultas del universo. Por un esfuerzo prodigioso, puede alcanzar la perfección espiritual directa, abrirse las vías del más allá, y hacerse capaz de dirigirse a ellas.
Entonces, solamente, puede decir que ha vencido al destino y conquistado su libertad divina. Entonces sólo, el iniciado puede llegar a ser iniciador, profeta y teurgo, es decir: vidente y creador de almas. Porque sólo el que se domina a sí mismo puede dirigir a los otros; sólo es libre el que puede libertarse, únicamente puede emancipar el que está emancipado.
Así pensaban los iniciados antiguos. Los más grandes de entre ellos vivían y obraban en consecuencia. La verdadera iniciación era una cosa bien distinta a un sueño nuevo, y mucho más que una simple enseñanza científica, era la creación de un alma por sí misma, su germinación sobre un plano superior, su floración en el mundo divino.
Trasladémonos al tiempo de los Ramsés, a la época de Moisés y de Orfeo, hacia el año 1300 antes de nuestra era, y tratemos de penetrar en el corazón de la iniciación egipcia. Los monumentos figurados, los libros de Hermes, la tradición judía y griega, permiten hacer revivir sus fases ascendentes y formarnos una idea de su más alta revelación.
III
Isis - La Iniciación - Las Pruebas
En tiempo de los Ramsés, la civilización egipcia resplandecía en el apogeo de su gloria. Los faraones de la XX dinastía, discípulos y porta-espadas de los santuarios, sostenían como verdaderos héroes la lucha contra Babilonia.
Los arqueros egipcios hostigaban a los Libios, los Bodrones y los Númidas, hasta en el centro del África. Una flota de cuatrocientas velas perseguía a la liga de los cismáticos hasta las bocas del Indus. Para resistir mejor al choque de la Asiria y de sus aliados, los Ramsés habían trazado caminos estratégicos hasta el Líbano, y construido una cadena de fuertes entre Mageddo y Karkemish. Interminables caravanas afluían por el desierto, de Radasich a Elefantina. Los trabajos de arquitectura continuaban sin descanso y ocupaban a obreros de tres continentes. La sala hipóstila de Karnak, cuyos pilares alcanzan la altura de la columna Vendóme, era reparada; el templo de Abydos se enriquecía con maravillas escultóricas, y el valle de les reyes con monumentos grandiosos.
Se construía en Bubasta, en Luksor, en Speos e Ibsambul. En Tebas un arco de triunfo recordaba la toma de Kadesh. En Memphis el Rameseum se elevaba rodeado de un bosque de obeliscos, de estrellas, de monolitos gigantescos.
En medio de aquella actividad febril, de aquella vida deslumbradora, más de un extranjero aspirante a los Misterios, venido de las playas lejanas del Asia Menor o de las montañas de la Tracia, llegaba a Egipto, atraído por la reputación de sus templos. Una vez en Memphis, quedaba asombrado.
Monumentos, espectáculos, fiestas públicas, todo le daba la impresión de la opulencia, de la grandeza. Después de la ceremonia de la consagración real, que se hacía en el secreto del santuario, veía al faraón salir del templo, ante la multitud, y subir sobre su pavés llevado por doce oficiales de su estado mayor. Ante él, doce jóvenes ministros del culto llevaban, sobre cojines bordados en oro, las insignias reales: el cetro de los árbitros con cabeza de morueco, la espada, el arco y la maza de armas. Detrás iba la casa del rey y los colegios sacerdotales, seguidos de los iniciados en los grandes y pequeños misterios. Los pontífices llevaban la tiara blanca, y su pectoral chispeaba con el fuego de las piedras simbólicas. Los dignatarios de la corona llevaban las condecoraciones del Cordero, del Morueco, del León, del Lys, de la Abeja, suspendidas de cadenas macizas admirablemente trabajadas.
Las corporaciones cerraban la marcha con sus emblemas y sus banderas desplegadas.
Por la noche, barcas magníficamente empavesadas paseaban sobre lagos artificiales a las reales orquestas, en medio de las cuales se perfilaban, en posturas hieráticas, las bailarinas y tocadoras de tiorba.
Pero aquella pompa aplastante no era lo que él buscaba. El deseo de penetrar el secreto de las cosas, la sed de saber: he ahí lo que le traía de tan lejos. Se le había dicho que en los santuarios de Egipto vivían magos, hierofantes en posesión de la ciencia divina. Él también quería entrar en el secreto de los dioses. Había oído hablar a un sacerdote de su país del Libro de los muertos, de su rollo misterioso que se ponía bajo la cabeza de las momias como un viático, y que contaba, bajo una forma simbólica, el viaje de ultratumba del alma, según los sacerdotes de Ammón-Rá. Él había seguido con ávida curiosidad y un cierto temblor interno mezclado de duda, aquel largo viaje del alma después de la vida; su expiación en una región abrasadora; la purificación de su envoltura sideral; su encuentro con el mal piloto sentado en una barca con la cabeza vuelta, y con el buen piloto que mira de frente; su comparecencia ante los cuarenta y dos jueces terrestres; su justificación por Toth; en fin, su entrada y transfiguración en la luz de Osiris.
Podemos juzgar del poder de aquel libro y de la revolución total que la iniciación egipcia operaba a veces en los espíritus, por este pasaje del Libro de los muertos: “Este capítulo fue encontrado en Hermópolis en escritura azul sobre una losa de alabastro, a los pies del Dios Toth (Hermes), del tiempo del rey Menkara, por el príncipe Hastatef, cuando iba de viaje para inspeccionar los templos. Llevó él la piedra al templo real. ¡Oh gran secreto!; él no vio más ni oyó más cuando leyó aquel capítulo puro y santo; no se aproximó más a ninguna mujer ni comió más carne ni pescado”. (Libro de los muertos, capítulo LXIV). Pero ¿Qué había de verdadero en aquellas narraciones turbadoras, en aquellas imágenes hieráticas tras las cuales se esfumaba el terrible misterio de ultratumba? - Isis y Osiris lo saben - le decían.
Pero ¿Quiénes eran aquellos dioses de quienes sólo se hablaba con un dedo sobre los labios?
Para saberlo el extranjero llamaba a la puerta del gran templo de Tebas o de Memphis. Varios servidores le conducían bajo el pórtico de un patio interior, cuyos pilares enormes parecían lotos gigantescos, sosteniendo por su fuerza y pureza al arca solar, el templo de Osiris.
El hierofante se aproximaba al recién llegado. La majestad de sus facciones, la tranquilidad de su rostro, el misterio de sus ojos negros, impenetrables, pero llenos de luz interna, inquietaban ya algo al postulante. Aquella mirada penetraba como un punzón. El extranjero se sentía frente a un hombre a quien sería imposible ocultar nada. El sacerdote de Osiris interrogaba al recién llegado sobre su ciudad natal, sobre su familia y sobre el templo donde había sido instruido. Si en aquel corto pero incisivo examen se le juzgaba indigno de los misterios, un gesto silencioso, pero irrevocable, le mostraba la puerta. Pero si el sacerdote encontraba en el aspirante un deseo sincero de la verdad, le rogaba que le siguiera. Atravesaba pórticos, patios interiores, luego una avenida tallada en la roca a cielo abierto y bordeada de obeliscos y de esfinges, y por fin se llegaba a un pequeño templo que servía de entrada a las criptas subterráneas. La puerta estaba oculta por una estatua de Isis de tamaño natural. La diosa sentada tenía un libro cerrado sobre sus rodillas, en una actitud de meditación y de recogimiento. Su cara estaba cubierta con un velo. Se leía bajo la estatua: “Ningún mortal ha levantado mi velo”.
- Aquí está la puerta del santuario oculto - decía el hierofante -.
Mira esas dos columnas. La roja representa la ascensión del espíritu hacia la luz de Osiris; la negra significa la cautividad en la materia, y en esta caída puede llegarse hasta el aniquilamiento. Cualquiera que aborde nuestra ciencia y nuestra doctrina, juega en ello su vida. La locura o la muerte: he ahí lo que encuentra el débil o el malvado; los fuertes y los buenos únicamente encuentran aquí la vida y la inmortalidad. Muchos imprudentes han entrado por esa puerta y no han vuelto a salir vivos. Es un abismo que no muestra la luz más que a los intrépidos. Reflexiona bien en lo que vas a hacer, en los peligros que vas a correr, y si tu valor no es un valor a toda prueba, renuncia a la empresa. Porque una vez que esa puerta se cierre, no podrás volverte atrás. - Si el extranjero persistía en su voluntad, el hierofante le volvía a llevar al patio exterior y le dejaba en manos de los servidores del templo, con los que tenía que pasar una semana, obligado a hacer los trabajos más humildes, escuchando los himnos y haciendo las abluciones.
Se le ordenaba el silencio más absoluto.
Llegaba la noche de la prueba. Dos neócoros (Empleamos aquí como más inteligible la traducción griega de los términos egipcios) u oficiantes volvían a llevar al aspirante a la puerta del santuario oculto. Se entraba en un vestíbulo negro sin salida aparente. A los dos lados de aquella sala lúgubre, a la luz de las antorchas el extranjero veía una fila de estatuas con cuerpos de hombre y cabezas de animales; de leones, de toros, de aves de rapiña, de serpientes que parecían mirar su paso sonriendo con ironía. Al fin de aquella siniestra avenida, que se atravesaba en el más profundo silencio, había una momia y un esqueleto humanos en pie y frente a frente.
Y con un gesto mudo los dos neócoros mostraban al novicio un agujero en la pared, frente a él. Era la entrada de un pasadizo tan bajo que no se podía penetrar en él más que arrastrándose.
- Aún puedes volver atrás - decía uno de los oficiantes -. La puerta del santuario aún no se ha vuelto a cerrar. Si no quieres, tienes que continuar tu camino por ahí y sin volver atrás.
- Me quedo - decía el novicio, reuniendo todo su valor.
Se le daba entonces una pequeña lámpara encendida. Los neócoros se marchaban y cerraban con estrépito la puerta del santuario. Ya no había que dudar: era preciso entrar en el pasadizo. Apenas se había deslizado en él, arrastrándose de rodillas con su lámpara en la mano, cuando oía una voz en el fondo del subterráneo: “Aquí perecen los locos que codician la ciencia y el poder”. Gracias a un maravilloso efecto de acústica, aquellas palabras eran repetidas siete veces por ecos distanciados. Era preciso avanzar sin embargo; el pasadizo se ensanchaba, pero descendía en pendiente cada vez más rápida.
En fin, el viajero se encontraba frente a un embudo que conducía a un agujero: una escala de hierro se perdía en él; el novicio se aventuraba a bajar.
En el último escalón, su mirada asustada se hundía en un pozo horrible. Su pobre lámpara de nafta, que apretaba convulsamente en su temblorosa mano, proyectaba un vago resplandor en tinieblas sin fondo... ¿Qué hacer? Sobre él, la vuelta imposible; bajo él, la caída en el vacío, la Noche espantosa.
En aquella angustia, distinguía una grieta en el terreno por su izquierda.
Agarrado con una mano a la escala, extendiendo su lámpara con la otra, veía unos escalones. ¡Una escalera!, era la salvación. Se lanzaba por ella; subía, se escapaba del abismo. La escalera, atravesando la roca como una barrena, subía en espiral. En fin, el aspirante se encontraba ante una reja de bronce que daba a una ancha galería sostenida por grandes cariátides. En los intervalos, sobre el muro, se veían dos filas de frescos simbólicos. Había once en cada lado, dulcemente iluminados por lámparas de cristal que tenían en sus manos las bellas cariátides.
Un mago llamado pastophoro (guardián de los símbolos sagrados) abría la verja al novicio y le acogía con una sonrisa benévola. Lo felicitaba por haber soportado con felicidad la primera prueba, y luego, conduciéndole a través de la galería, le explicaba las pinturas sagradas. Bajo cada una de aquellas pinturas había una letra y un número. Los veintidós símbolos representaban los veintidós primeros arcanos y constituían el alfabeto de la ciencia oculta, es decir, los principios absolutos, las claves universales que, aplicadas por la voluntad, se convierten en la fuente de toda sabiduría y de todo poder. Esos principios se fijaban en la memoria por su correspondencia con las letras de la lengua sagrada y con los números que se ligan a esas letras. Cada letra y cada número expresa en aquella lengua una ley ternaria, que tiene su repercusión en el mundo divino, en el mundo intelectual y en el mundo físico. Del mismo modo que el dedo que toca una cuerda de la lira hace resonar una nota de la gama y vibrar todas sus armónicas, así el espíritu que contempla todas las virtualidades de un número y la voz que pronuncia una letra con la conciencia de su alcance, evocan un poder que repercute en los tres mundos.
De este modo, la letra A, que corresponde al número 1, expresa en el mundo divino: el Ser absoluto que emanan todos los seres; en el mundo intelectual: la unidad, manantial y síntesis de los números; en el mundo físico: el hombre, cúspide de los seres relativos que, por la expresión de sus facultades, se eleva en las esferas concéntricas del infinito. El arcano 1 se representaba entre los egipcios por un mago vestido de blanco, con un cetro en la mano y la frente ceñida por una corona de oro. El ropaje blanco significaba la pureza, el cetro el dominio, la corona de oro la luz universal.
El novicio se hallaba lejos de comprender todo lo que oía de extrañó y de nuevo; pero desconocidas perspectivas se entreabrían ante él a las palabras del pastóphoro, ante aquellas hermosas pinturas que le miraban con la impasible gravedad de los dioses. Tras cada una de ellas, entreveía por relámpagos de intuición toda una serie de pensamientos y de imágenes súbitamente evocadas. Sospechaba por la primera vez la parte interna del mundo por la cadena misteriosa de las causas. Así, de letra en letra, de número en número, el maestro explicaba al discípulo el sentido de los arcanos, y le conducía por Isis Urania al Carro de Osiris; por la torre derribada por el rayo a la estrella flamígera, y, en fin, a la corona de los magos. “Y sábelo bien - decía el pastóphoro - lo que significa esa corona: toda voluntad que se une a Dios para manifestar la verdad y obrar la justicia, entra desde esta vida en participación del poder divino sobre los seres y sobre las cosas, recompensa eterna de los espíritus libertados”. Al oír hablar al maestro, el neófito experimentaba una mezcla de sorpresa, de temor y de admiración.
Eran los primeros resplandores del santuario, y la verdad entrevista le parecía la aurora de una divina reminiscencia. Pero las pruebas no habían terminado. Al concluir de hablar, el pastóphoro abría una puerta que daba acceso a una nueva bóveda estrecha y larga, a cuya extremidad chisporroteaba una enorme hoguera; “pero ¡eso es la muerte!”, decía el novicio, y miraba a su guía temblando. “Hijo mío - respondía el pastophoro -, la muerte sólo espanta a las naturalezas abortadas. Yo he atravesado en otros tiempos aquella llama como un campo de rosas”. Y la verja de la galería de los arcanos se volvía a cerrar tras el postulante. Al aproximarse a la barrera de fuego, se daba cuenta de que la hoguera se reducía a una ilusión óptica creada por maderas resinosas, dispuestas al tresbolillo sobre unas rejas. Un sendero trazado en medio le permitía pasar rápidamente al otro lado. A la prueba de fuego sucedía la prueba del agua.
El aspirante tenía que atravesar una agua muerta y negra al resplandor de un incendio de nafta que se encendía tras de él, en la cámara del fuego. Después de esto, los oficiantes le conducían, tembloroso aún, a una gruta oscura en la que no se veía más que un lecho mullido, misteriosamente iluminado por la semioscuridad de una lámpara de bronce suspendida en la bóveda. Le secaban, rociaban su cuerpo con esencias exquisitas, le revestían con un traje de fino lienzo y le dejaban solo, después de haberle dicho: “Descansa, medita y espera al hierofante”.
El novicio extendía sus miembros fatigados sobre el tapiz suntuoso de su lecho. Después de las emociones diversas, aquel momento de calma le parecía dulce. Las pinturas sagradas que había visto, todas aquellas figuras extrañas, las esfinges, las cariátides, volvían a pasar ante su imaginación.
¿Por qué una de aquellas pinturas le obsesionaba como una alucinación?
Veía obstinadamente el arcano X representado por una rueda suspendida por su eje entre dos columnas. De un lado sube Hesmanubis, el genio del Bien, bello como un joven efebo; del otro, Tiphón, el genio del Mal, que con la cabeza hacia abajo se precipita al abismo. Entre los dos, en la parte superior de la rueda, se hallaba sentada una esfinge con una espada en sus garras.
El vago zumbido de una música lasciva que parecía partir del fondo de la gruta, hacía desvanecer aquella imagen. Eran sones ligeros e indefinidos, de una languidez triste e incisiva. Un tañido metálico excitaba su oído, mezclado con arpegios y sonidos de flauta, suspiros jadeantes como un aliento abrasador. Envuelto en un sueño de fuego, el extranjero cerraba los ojos. Al volverlos a abrir, veía a algunos pasos de su lecho una aparición trastornadora de vida y de infernal seducción. Una mujer de Nubia, vestida con gasa de púrpura transparente, un collar de amuletos a su cuello, parecida a las sacerdotisas de los misterios de Mylitta, estaba allí en pie, cubriéndole con su mirada y manteniendo en su mano una copa coronada de rosas.
Tenía ese tipo nubio cuya sensualidad intensa y chispeante concentra todas las potencias del animal femenino: pómulos salientes, nariz dilatada, labios gruesos como un fruto rojo y sabroso. Sus ojos negros brillaban en la penumbra. El novicio se había levantado y, sorprendido, no sabiendo si debía temblar o regocijarse, cruzaba instintivamente sus manos sobre el pecho. Pero la esclava avanzaba a pasos lentos, y, bajando los ojos, murmuraba en voz baja: “¿Tienes miedo de mí, bello extranjero? Te traigo la recompensa de los vencedores, el olvido de las penas, la copa de la felicidad...”. Él novicio dudaba; entonces, como llena de cansancio, la nubia se sentaba sobre el lecho y envolvía al extranjero en una mirada suplicante como una larga llama. ¡Desgraciado de él si se atrevía a desafiarla, si se inclinaba sobre aquella boca, si se embriagaba con los pesados perfumes que subían de aquellos hombros bronceados!
Una vez que había cogido su mano, y tocado con los labios aquella copa, estaba perdido... Rodaba sobre el lecho enlazado en un abrazo abrasador. Pero después de satisfacer el deseo salvaje, el líquido que había bebido le sumergía en un pesado sueño. Cuando despertaba, se encontraba solo, angustiado. La lámpara lanzaba una luz fúnebre sobre su lecho en desorden.
Un hombre estaba en pie ante él; era el hierofante, que le decía: - Has vencido en las primeras pruebas. Has triunfado de la muerte, del fuego y del agua; pero no has sabido vencerte a ti mismo. Tú que aspiras a las alturas del espíritu y del conocimiento, has sucumbido a la primera tentación de los sentidos, y has caído en el abismo de la materia.
Quien vive esclavo de los sentidos, vive en las tinieblas. Has preferido las tinieblas a la luz; quédate, pues, en las tinieblas. Te advertí de los peligros a que te exponías. Has salvado tu vida; pero has perdido tu libertad. Quedarás bajo pena de muerte, como esclavo del templo.
Si al contrario, el aspirante había tirado la copa y rechazado a la pecadora, doce neócoros provistos de antorchas, llegaban para rodearle y conducirle triunfalmente al santuario de Isis, donde los magos, colocados en hemiciclo y vestidos de blanco, le esperaban en asamblea plena. En el fondo del templo espléndidamente iluminado, veía la estatua colosal de Isis, en metal fundido, con una rosa de oro en el pecho, coronada con una diadema de siete rayos y sosteniendo en sus brazos a su hijo Horus. Ante la diosa, el hierofante recibía al recién llegado y le hacía prestar, bajo las imprecaciones más tremendas, el juramento del silencio y de la sumisión.
Entonces le saludaba en nombre de toda la asamblea como a un hermano y futuro iniciado. Ante aquellos maestros augustos, el discípulo de Isis se creía en presencia de dioses. Engrandecido ante sí mismo, entraba por la primera vez en la esfera de la Verdad.
IV
Osiris - La muerte y la resurrección
Y, sin embargo, sólo quedaba admitido a su umbral. Porque ahora empezaban los largos años de estudio y de aprendizaje. Antes de elevarse a Isis Urania tenía que conocer la Isis terrestre, instruirse en las ciencias físicas y androgónicas. El tiempo lo repartía entre las meditaciones en su celda, el estudio de los jeroglíficos en las salas y patios del templo, tan vasto como una ciudad, y las lecciones de los maestros. Aprendía la ciencia de los minerales y de las plantas, la historia del hombre y de los pueblos, la medicina, la arquitectura y la música sagrada. En aquel largo aprendizaje no tenía sólo que conocer, sino devenir: ganar la fuerza por medio del renunciamiento. Los sabios antiguos creían que el hombre no posee la verdad más que cuando ésta llega a ser una parte de su ser íntimo, un acto espontáneo del alma. Pero en ese profundo trabajo de asimilación, se dejaba al discípulo abandonado a sí mismo. Sus maestros no le ayudaban en nada, y con frecuencia le chocaba su frialdad, su indiferencia. Le vigilaban con atención; le obligaban a seguir reglas inflexibles; se exigía de él una obediencia absoluta; pero no le revelaban nada más allá de ciertos límites. A sus inquietudes, a sus preguntas, se le respondía: “Espera y trabaja”. Entonces se manifestaban en él rebeldías repentinas, pesares amargos, sospechas horribles.
¿Se había convertido en esclavo de audaces impostores o de magos negros, que subyugaban su voluntad con un fin infame? La verdad huía; los dioses le abandonaban; estaba solo y era prisionero del templo. La verdad se le había aparecido bajo la figura de una esfinge. Ahora la esfinge le decía:
“Yo soy la duda”. Y la bestia alada con su cabeza de mujer impasible y sus garras de león, se lo llevaba para desgarrarlo en la arena ardiente del desierto.
Pero a esas pesadillas sucedían horas de calma y de presentimiento divino. Comprendía entonces el sentido simbólico de las pruebas porque había atravesado al entrar en el templo. Porque el pozo sombrío donde había estado a punto de caer, era menos negro que el abismo de la insondable verdad; el fuego que había atravesado, era menos terrible que las pasiones que quemaban aún su carne; el agua helada y tenebrosa en que había tenido que sumergirse, era menos fría que la duda en que su espíritu se hundía y se ahogaba en las malas horas.
En una de las salas del templo se alineaban en dos filas aquellas mismas pinturas sagradas que le habían explicado en la cripta durante la noche de las pruebas, y que representaban los veintidós arcanos.
Aquellos arcanos que se dejaban entrever en el umbral mismo de la ciencia oculta, eran las columnas de la teología; pero era preciso haber atravesado toda la iniciación para comprenderlos. Después, ninguno de los maestros le había vuelto a hablar más de aquello. Le permitían solamente pasearse en aquella sala y meditar sobre aquellos signos. Pasaba allí largas horas solitarias. Por aquellas figuras castas como la luz, graves como la Eternidad, la verdad invisible e impalpable se infiltraba lentamente en el corazón del neófito. En la muda sociedad de aquellas divinidades silenciosas y sin nombre, de las que cada una parecía presidir a una esfera de la vida, comenzaba a experimentar algo nuevo: al principio, una reconcentración en el fondo de su ser; luego, una especie de desligamiento del mundo que le hacía elevarse por encima de las cosas. A veces, preguntaba a uno de los magos: “¿Se me permitirá algún día respirar la rosa de Isis y ver la luz de Osiris?”.
Se le respondía: “Eso no depende de nosotros. La verdad no se da. Se la encuentra. Nosotros no podemos hacer de ti un adepto: hay que llegar por el trabajo propio. El loto crece bajo el río largo tiempo antes de abrirse en flor. No apresures el florecimiento de la flor divina. Si ella tiene que venir, vendrá a su debido tiempo. Trabaja y ora”. Y el discípulo volvía a sus estudios, a sus meditaciones, con un triste gozo. Gustaba del encanto austero y suave, de esa soledad por donde pasa como un soplo el ser de los seres. Así transcurrían los meses y los años. Sentía operarse en su ser una transformación lenta, una metamorfosis completa. Las pasiones que le habían asaltado en su juventud se alejaban como sombras, y los pensamientos que le rodeaban ahora le sonreían como inmortales amigos.
Lo que experimentaba por momentos era la desaparición de su yo terrestre y el nacimiento de otro yo más puro y más etéreo. En este sentimiento, a veces ocurría que se prosternaba ante las escaleras del cerrado santuario. Entonces ya no había en él rebeldía, ni un deseo cualquiera, ni un pesar. Sólo había un abandono completo de su alma a los Dioses, una oblación perfecta a la verdad. “¡Oh Isis! - decía él en su oración - puesto que mi alma sólo es una lágrima de tus ojos, que ella caiga en rocío sobre otras almas, y que al morir por ello, sienta yo su perfume subir hacia ti. Heme aquí presto al sacrificio”.
Después de una de aquellas oraciones mudas, el discípulo en semiéstasis veía en pie a su lado, como una visión salida del suelo, al hierofante envuelto en los cálidos resplandores del poniente. El maestro parecía leer todos los pensamientos del discípulo, penetrar todo el drama de su vida interior.
- Hijo mío - decía -, la hora se aproxima en que se te revelará la verdad. Porque tú la has presentido ya, descendiendo al fondo de ti mismo y encontrando allí la vida divina. Vas a entrar en la grande, en la inefable comunión de los iniciados. Porque eres digno de ello por la pureza de tu corazón, por tu amor a la verdad y tu fuerza de renunciamiento. Pero nadie franquea el umbral de Osiris sin pasar por la muerte y por la resurrección.
Vamos a acompañarte a la cripta. No temas, pues eres ya uno de nuestros hermanos.
Al llegar el crepúsculo, los sacerdotes de Osiris, llevando antorchas, acompañaban al nuevo adepto a una cripta baja sostenida por cuatro columnas apoyadas sobre esfinges. En un extremo se encontraba un sarcófago abierto, tallado en mármol. (Los arqueólogos han visto durante largo tiempo en el sarcófago de la gran pirámide de Giseh, la tumba del rey Sesostris, basados en Heródoto, que no era iniciado, y a quien los sacerdotes egipcios no han confiado casi más que narraciones sin valor y cuentos populares.
Pero los reyes de Egipto tenían sus sepulturas en otras partes. La estructura interior tan rara de la pirámide prueba que debía servir para las ceremonias de la iniciación y prácticas secretas de los sacerdotes de Osiris. Se encuentran allí el Pozo de la verdad, que hemos descrito; la escalera ascendente; la sala de los arcanos... La cámara llamada del Rey, que encierra el sarcófago, era aquella donde se conducía al adepto la víspera de su grande iniciación. Estas mismas disposiciones estaban reproducidas en los grandes templos del Egipto alto y medio) reducidas.
- Ningún hombre - decía el hierofante - escapa a la muerte, y toda alma viviente está destinada a la resurrección.
El adepto pasa en vida por la tumba para entrar desde ahora en la luz de Osiris.
Acuéstate pues en esa tumba, y espera la luz. Esta noche franquearás la puerta del Espanto y alcanzarás el umbral de la Maestría.
El adepto se acostaba en el sarcófago abierto; el hierofante extendía la mano sobre él para bendecirle, y el cortejo de los iniciados se alejaba en silencio de la cripta. Una pequeña lámpara depositada en tierra ilumina aún, con su resplandor dudoso, las cuatro esfinges que soportan las columnas pequeñas de la cripta. Se oye un coro de voces profundas, bajo y velado. ¿De dónde viene? ¡El canto de los funerales!... Ya expira; la lámpara arroja un último resplandor y se apaga por completo. El adepto queda solo en las tinieblas: el frío del sepulcro pasa sobre él, hiela todos sus miembros. Pasa gradualmente por las sensaciones dolorosas de la muerte, y queda aletargado.
Su vida desfila ante él y cuadros sucesivos como una cosa irreal, y su conciencia terrestre se vuelve cada vez más vaga y difusa. Pero, a medida que siente su cuerpo disolverse, la parte etérea, fluida, de su ser, se destaca. Entra en éxtasis...
¿Qué es ese punto brillante y lejano que aparece imperceptible sobre el fondo negro de las tinieblas? Se aproxima, se agranda, se convierte en una estrella de cinco puntas cuyos rayos tienen todos los colores del arco iris, y que lanza en las tinieblas descargas de luz magnética. Ahora es un sol quien le atrae en la blancura de su centro incandescente.
- ¿Es la magia de los maestros la que produce aquella visión? ¿Es lo invisible que se hace visible?
¿Es el presagio de la verdad celeste, la estrella flamígera de la esperanza y de la inmortalidad? - La visión desaparece, y en su lugar un capullo brota en la noche: una flor inmaterial, pero sensible y dotada de un alma. Porque se abre ante él como una rosa blanca y extiende
sus pétalos; ve vibrar sus hojas vivas y enrojecerse su cáliz inflamado. - ¿Es flor de Isis, la Rosa mística de la sabiduría que encierra el Amor en su corazón? - Más he aquí que la rosa se evapora como una nube de perfumes.
Entonces, el extático se siente inundado por un soplo cálido y acariciador.
Después de haber tomado formas caprichosas, la nube se condensa y se vuelve una figura humana. Es la de una mujer, la Isis del santuario oculto; pero más joven, sonriente y luminosa. Un velo transparente se arrolla en espiral a su alrededor, y su cuerpo brilla a través. En su mano sostiene un rollo de papiros. Se aproxima despacio, se inclina sobre el iniciado acostado en la tumba, y le dice: “Soy tu hermana invisible, soy tu alma divina, y éste es el libro de tu vida. Él contiene las páginas completas de tus existencias pasadas y las páginas blancas de tus vidas futuras. Un día las desarrollaré todas ante ti. Me conoces ahora: llámame y volveré”. Y mientras habla, un rayo de ternura ha brotado de sus ojos... ¡Oh presencia de un doble angélico, promesa inefable de lo divino, fusión en el impalpable más allá!...
Pero todo se quiebra, la visión se borra. Un desgarramiento atroz, y el adepto se siente precipitado en su cuerpo como en un cadáver. Vuelve al estado de letargo consciente; círculos de hierro retienen sus miembros; un peso terrible pesa sobre su cerebro; se despierta..., y en pie ante él está el hierofante acompañado de los magos. Le rodean, le hacen beber un cordial, se levanta.
- Ya has resucitado - dice el sacerdote -: ven a celebrar con nosotros el banquete de los iniciados, y cuéntanos tu viaje en la luz de Osiris.
Porque eres desde ahora uno de los nuestros.
Transportémonos ahora con el hierofante y el nuevo iniciado sobre el
observatorio del templo, en el tibio esplendor de una noche egipcia. Allí es donde el jefe del templo daba al reciente adepto la grande revelación, contándole la visión de Hermes. Esta visión no estaba escrita en ningún papiro.
Estaba en las estelas de la cripta secreta, conocida sólo por el hierofante. De pontífice en pontífice, la explicación se transmitía verbalmente.
- Escucha bien - decía el hierofante -: esta visión encierra la historia
eterna del mundo y el círculo de las cosas.
V
La visión de Hermes
La visión de Hermes se encuentra al comienzo de los libros de Hermes Trismegisto bajo el nombre de Poimandres. La antigua tradición egipcia sólo nos ha llegado bajo una forma alejandrina ligeramente alterada. Yo he tratado de reconstituir ese fragmento capital de la doctrina hermética, en el sentido de la alta iniciación y de la síntesis esotérica que representa.
“Un día Hermes se quedó dormido después de reflexionar sobre el origen de las cosas. Una pesada torpeza se apoderó de su cuerpo; pero a medida que su cuerpo se embotaba, su espíritu subía por los espacios.
Entonces le pareció que un ser inmenso, sin forma determinada, le llamaba por su nombre.
— ¿Quién eres? — dijo Hermes asustado.
— Soy Osiris, la inteligencia soberana, y puedo revelarte todas las cosas. ¿Qué deseas?
— Deseo contemplar la fuente de los seres, ¡Oh divino Osiris!, y conocer a Dios.
— Quedarás satisfecho.
En este momento Hermes se sintió inundado por una luz deliciosa. En sus ondas diáfanas pasaban las formas encantadoras de todos los seres. Pero de repente, espantosas tinieblas de forma sinuosa descendieron sobre él.
Hermes quedó sumergido en un caos húmedo lleno de humo y de un lúgubre zumbido. Entonces una voz se elevó del abismo. Era el grito de la luz.
En seguida un fuego sutil salió de las húmedas profundidades y alcanzó las alturas etéreas. Hermes subió con él y se volvió a ver en los espacios.
El caos sé despejaba en el abismo; coros de astros se esparcían sobre su cabeza, y la voz de la luz llenaba lo infinito.
- ¿Has comprendido lo que has visto? -dijo Osiris a Hermes encadenado en su sueño y suspendido entre tierra y cielo
- No - dijo Hermes -. Bueno: pues vas a saberlo. Acabas de ver lo que es desde toda la eternidad. La luz que has visto al principio, es la inteligencia divina que contiene todas las cosas en potencia y encierra los modelos de todos los seres. Las tinieblas en que has sido sumergido en seguida, son el mundo material en que viven los hombres de la tierra; el fuego que has visto brotar de las profundidades, es el Verbo divino.
Dios es el Padre, el Verbo es el Hijo, su unión es la Vida.
- ¿Qué sentido maravilloso se ha abierto en mí? - dijo Hermes -. Ya no veo con los ojos del cuerpo, sino con los del espíritu. ¿Cómo ocurre eso?
- Hijo de la tierra - respondió Osiris - es porque el Verbo está en ti.
Lo que en ti oye, ve, obra, es el Verbo mismo, el fuego sagrado, la palabra creadora.
- Puesto que así es - dijo Hermes -, hazme ver la vida de los mundos, el camino de las almas, de dónde viene el hombre y adonde vuelve.
- Hágase todo según tu deseo.
Hermes se volvió más pesado que una piedra y cayó a través de los espacios como un aerolito. Por fin se vio en la cumbre de una montaña.
Estaba oscura; la tierra era sombría y desnuda; sus miembros le parecía parecían pesados como hierro.
- ¡Levanta los ojos y mira! - dijo la voz de Osiris.
Entonces, Hermes vio un espectáculo maravilloso. El espacio infinito, el cielo estrellado le envolvían en siete esferas luminosas. De una sola mirada, Hermes vio los siete cielos escalonados sobre su cabeza como siete globos transparentes y concéntricos, cuyo centro sideral él ocupaba. El último tenía como cintura la vía láctea. En cada esfera giraba un planeta acompañado de una forma, signo y luz diferente. Mientras que Hermes deslumbrado contemplaba esta floración esparcida y sus movimientos majestuosos, la voz dijo:
- Mira, escucha y comprende. Tú ves las siete esferas de toda vida. Al través de ellas tiene lugar la caída de las almas y su ascensión. Los siete planetas con sus Genios son los siete rayos del Verbo Luz. Cada uno de ellos domina en una esfera del Espíritu, en una fase de la vida de las almas. El más aproximado a ti es el Genio de la Luna, el de inquietante sonrisa y coronado por una hoz de plata. Éste preside a los nacimientos y a las muertes.
El desagrega las almas de los cuerpos y las atrae en su rayo. Sobre él, el pálido Mercurio muestra el camino a las almas descendentes o ascendentes, con su caduceo que contiene la ciencia. Más arriba la brillante Venus sostiene el espejo del Amor, donde las almas por turno se olvidan y se reconocen. Sobre éste, el Genio del Sol eleva la antorcha triunfal de la eterna Belleza. Más arriba aún, Marte blande la espada de la justicia. Reinando sobre la esfera azulada, Júpiter sostiene el cetro del poder supremo, que es la Inteligencia divina. En los límites del mundo, bajo los signos del Zodíaco, Saturno lleva el globo de la sabiduría universal. (Desde luego que estos dioses tenían otros nombres en la lengua egipcia. Pero los siete dioses cosmogónicos se corresponden en todas las mitologías por su sentido y sus atributos. Ellos tienen su raíz común en la antigua tradición esotérica. Como la tradición occidental ha adoptado los nombres latinos, nosotros los conservamos para mayor claridad).
- Veo - dijo Hermes - las siete regiones que comprenden el mundo
visible e invisible; veo los siete rayos del Verbo Luz, del Dios único que los atraviesa y gobierna. Pero ¡Oh maestro mío!, ¿En qué forma tiene lugar el viaje de los hombres a través de todos esos mundos?
- ¿Ves - dijo Osiris - una simiente luminosa caer de las regiones de la
vía láctea en la séptima esfera? Son gérmenes de almas. Ellas viven como vapores ligeros en la región de Saturno, dichosas, sin preocupación, ignorantes de su felicidad. Pero al caer de esfera a esfera revisten envolturas cada vez más pesadas. En cada encarnación adquieren un nuevo sentido corporal, conforme al medio en que habitan. Su energía vital aumenta; pero a medida que entran en cuerpos más espesos, pierden el recuerdo de su origen celeste. Así tiene lugar la caída de las almas procedentes del divino Éter. Más y más prisioneras de la materia, más y más embriagadas por la vida, se precipitan como una lluvia de fuego, con estremecimientos de voluptuosidad, a través de las regiones del Dolor, del Amor y de la Muerte, hasta su prisión terrestre, donde tú gimes retenido por el centro ígneo de la tierra y donde la vida divina parece un vano sueño.
- ¿Pueden morir las almas? - preguntó Hermes.
- Sí - respondió la voz de Osiris -; muchas perecen en el descenso fatal. El alma es hija del cielo y su viaje es una prueba. Si en su amor desenfrenado de la materia pierde el recuerdo de su origen, la brasa divina que en ella estaba y que hubiera podido llegar a ser más brillante que una estrella, vuelve a la región etérea, átomo sin vida, y el alma se desagrega en el torbellino de los elementos groseros.
A esas palabras de Osiris, Hermes se estremeció. Porque una tempestad rugiente le envolvió en una nube negra. Las siete esferas desaparecieron bajo espesos vapores. Vio allí espectros humanos lanzando extraños gritos, llevados y desgarrados por fantasmas de monstruos y de animales, en medio de gemidos y de blasfemias sin nombre.
- Tal es - dijo Osiris - el destino de las almas irremediablemente bajas y malvadas. Su tortura sólo termina con su destrucción, que es la pérdida de toda conciencia. Pero mira: los vapores se disipan, las siete esferas reaparecen bajo el firmamento. Mira de este lado. ¿Ves aquel enjambre de almas que tratan de remontarse a la región lunar? Las unas son rechazadas hacia la tierra, como torbellinos de pájaros bajo los golpes de la tempestad.
Las otras alcanzan a grandes aletazos la esfera superior, que las arrastra en su rotación, una vez llegadas allá, recobran la visión de las cosas divinas. Pero esta vez no se contentan con reflejarlas en el sueño de una felicidad imponente. Ellas se impregnan de aquellas cosas con la lucidez de la conciencia iluminada por el dolor, con la energía de la voluntad adquirida en la lucha. Ellas se vuelven luminosas, porque poseen lo divino en sí mismas y lo irradian en sus actos. Templa, pues, tu alma, ¡Oh Hermes!, y serena tu espíritu oscurecido, contemplando esos vuelos lejanos de almas que remontan las siete esferas y allí se esparcen como haces de chispas. Porque tú también puedes seguirlas; basta quererlo para elevarse. Mira como ellas se enjambran y describen coros divinos. Cada una se coloca bajo su genio preferido. Las más bellas viven en la región solar, las más poderosas se elevan hasta Saturno. Algunas se remontan hasta el Padre: entre las potencias, potencias ellas mismas. Porque allí donde todo acaba, todo comienza eternamente, y las siete esferas dicen juntas: “¡Sabiduría!, ¡Amor!, ¡Justicia!, ¡Belleza!, ¡Esplendor!, ¡Ciencia!, ¡Inmortalidad!”.
- “He ahí - decía el hierofante - lo que ha visto el antiguo Hermes y lo que sus sucesores nos han transmitido. Las palabras del sabio son como las siete notas de la lira que contienen toda la música, con los números y las leyes del universo.
La visión de Hermes se asemeja al cielo estrellado cuyas profundidades insondables están sembradas de constelaciones. Para el niño, sólo es una bóveda con clavos de oro; para el sabio es el espacio sin límites, donde giran los mundos con sus ritmos y sus signos evocadores y las claves mágicas; cuanto más aprendas a contemplarla y a comprenderla, más verás extenderse sus límites, porque la misma ley orgánica gobierna todos los mundos”. Y el profeta del templo comentaba el texto sagrado. Él explicaba que la doctrina del Verbo Luz representa la divinidad en el estado estático, en su equilibrio perfecto. Él demostraba su triple naturaleza, que es a la vez inteligencia, fuerza y materia; espíritu, alma y cuerpo; luz, verbo y vida. La esencia, la manifestación y la substancia, son tres términos que se suponen recíprocamente. Su unión constituye el principio divino e intelectual por excelencia, la ley de la unidad ternaria, que de arriba abajo domina la creación.
Habiendo conducido así a su discípulo al centro ideal del universo, al principio generador del Ser, el Maestro lo difundía en el tiempo y el espacio, lo sacudía en floraciones múltiples. Porque la segunda parte de la visión representa a la divinidad en estado dinámico, es decir, en evolución activa; en otros términos: el universo visible e invisible, el acto viviente.
Las siete esferas relacionadas con siete planetas simbolizan siete principios, siete estados diferentes de la materia y del espíritu, siete mundos diversos que cada hombre y cada humanidad se ven forzados a atravesar en su evolución a través de un sistema solar. Los siete Genios, o los siete Dioses cosmogónicos, significaban los espíritus superiores y directores de todas las esferas, salidos también de la evolución inevitable. Cada gran Dios era, para un iniciado antiguo, el símbolo y el patrón de legiones de espíritus que reproducían su tipo bajo mil variantes, que, desde su esfera, podían ejercer una acción sobre el hombre y sobre las cosas terrestres.
Los siete Genios de la visión de Hermes son los siete Devas de la India, los siete Amshapands de Persia, los siete grandes Ángeles de la Caldea, los siete Séphiroths (Hay diez Séphiroths en la Kábala. Los tres primeros representan el ternario divino, los otros siete la evolución del universo) de la Cábala, los siete Arcángeles del Apocalipsis cristiano. Y el gran septenario que abarca el universo no vibra únicamente en los siete colores del arco iris, en las siete notas de la escala musical; se manifiesta también en la constitución del hombre, que es triple por esencia, pero séptuple por su evolución. (Daremos aquí los términos egipcios de esa constitución septenaria del hombre que se vuelve a encontrar en la Kábala: Chat, cuerpo material Anch, fuerza vital; Ka, doble etéreo o cuerpo astral; Hati, alma animal; Bai, alma racional; Cheibi, alma espiritual; Ku, espíritu divino. Veremos el desarrollo de las ideas fundamentales de la doctrina esotérica en el libro de Orfeo y, sobre todo, en el de Pitágoras).
De modo - decía el hierofante para terminar - que has penetrado hasta el umbral del gran arcano. La vida divina se te ha aparecido bajo los fantasmas de la realidad. Hermes te ha hecho conocer el cielo invisible, la luz de Osiris, el Dios oculto del universo que respira por millones de almas, anima los globos errantes y los cuerpos en movimiento. Ahora puedes tú dirigirte a él y elegir tu camino para ascender hasta el Espíritu puro. Porque tú perteneces desde ahora a los resucitados en vida. Recuerda que hay dos clases principales en la ciencia. He aquí la primera: “Lo externo es como lo interno de las cosas; lo pequeño es como lo grande: sólo hay una ley, y el que trabaja es Uno.
Nada hay pequeño ni grande en la economía divina”. He aquí la segunda: “Los hombres son dioses mortales, y los dioses son los hombres inmortales, dichoso el que comprende estas palabras porque posee la clave de todas las cosas. Recuerda que la ley del misterio cubre la gran verdad. El conocimiento total sólo puede ser revelado a nuestros hermanos que han atravesado por las mismas pruebas que nosotros. Es preciso medir la verdad según las inteligencias: velarla a los débiles, a los que volvería locos, ocultarla a los malvados que sólo pueden percibir fragmentos que emplearían como armas de destrucción. Enciérrala en tu corazón y que te hable por tu obra. La ciencia será tu fuerza, la fe tu espada y el silencio tu armadura infrangible”.
Las revelaciones del profeta de Ammón-Rá, que abrían al nuevo iniciado tan vastos horizontes sobre sí mismo y sobre el universo, producían sin duda una impresión profunda cuando eran dichas sobre el observatorio de un templo de Tebas, en la calma lúcida de una noche egipcia. Los arcos, las bóvedas y las terrazas blancas de los templos dormían a sus pies, entre los macizos negros de los nopales y los tamarindos. A distancia, grandes monolitos, estatuas colosales de los Dioses, fijas como jueces incorruptibles, sobre el lago silencioso. Tres pirámides, figuras geométricas del tetragrámaton y del septenario sagrado, se perdían en el horizonte, espaciando sus triángulos en el tenue gris del aire. El insondable firmamento hormigueaba de estrellas.
¡Con qué nuevos ojos miraba aquellos astros que le pintaban como moradas futuras! Cuando, en fin, el esquife dorado de la luna emergía del sombrío espejo del Nilo, que se perdía en el horizonte como una larga serpiente azulada, el neófito creía ver la barca de Isis que navegaba sobre el río de las almas y las lleva hacia el sol de Osiris. Él se acordaba del Libro de los muertos, y el sentido de todos aquellos símbolos se revelaba ahora a su espíritu. Después de lo que había visto y aprendido, podía creerse en el reino crepuscular del Amenti, misterio interregno entre la vida terrestre y la vida celeste, donde los difuntos, al principio sin ojos y sin palabra, recobran poco a poco la vista y la voz. Él también iba a emprender el gran viaje, el viaje del infinito, a través de los mundos y las existencias. Ya Hermes le había absuelto y juzgado digno. Él le había dicho la clave del gran enigma: “Una sola alma, la grande alma del Todo, ha engendrado, al repartirse, todas las almas que se agitan en el universo”. Armado con el gran secreto, él subía a la barca de Isis, que partía. Elevada a los espacios etéreos, ella flotaba en las regiones intersiderales. Ya los anchos rayos de una inmensa aurora traspasaban los velos azulados de los horizontes celestes; ya el coro de los espíritus gloriosos, de los Akhium Seku que han llegado al eterno reposo, cantaba: “¡Levántate, Ra Hermakuti, sol de los espíritus! Los que están en tu barca, están en exaltación. Ellos lanzan exclamaciones en la barca de los millones de años.
El gran ciclo divino se colma de gozo devolviendo gloria a la gran barca sagrada. Se celebran regocijos en la capilla misteriosa. ¡Levántate, Ammón- Rá Hermakuti, sol que se crea a sí mismo!”. Y el iniciado respondía con estas orgullosas palabras: “He alcanzado el punto de la verdad y de la justificación. Yo resucito como un Dios vivo e irradio en el coro de los Dioses que habitan en el cielo, porque soy de su raza”.
Tales pensamientos y tan audaces esperanzas podían pasar por el espíritu del adepto en la noche que seguía a la ceremonia mística de la resurrección. Al día siguiente, en las avenidas del templo, bajo la luz que ciega, aquella noche sólo le parecía un sueño; pero ¡qué sueño inolvidable aquel primer viaje en lo impalpable y lo invisible! De nuevo leía la inscripción de la estatua de Isis: “Ningún mortal ha levantado mi velo.” Una punta del velo se había levantado, sin embargo, pero para volver a caer en seguida, y él se había despertado en la tierra de las tumbas. ¡Qué lejos estaba del término soñado! Porque es bien largo el viaje en la barca de los millones de años. Pero, por lo menos, había entrevisto el objetivo final. Su visión del otro mundo, aunque no fuera más que un sueño, un bosquejo infantil de su imaginación aún llena de los vapores de la tierra, ¿Podía hacerle dudar de esa otra conciencia que había sentido germinar en sí mismo, de ese doble misterioso, de ese Yo celeste que se le había aparecido en su belleza astral como una forma viva, y que le había hablado en su sueño?
¿Era un alma hermana, era un genio, o sólo era un reflejo de su espíritu íntimo, presentimiento de un ser futuro? Maravilla y misterio.
Seguramente era una realidad, y si aquella alma era la suya, era la verdadera. Para volverla a encontrar, ¿Qué no haría? Viviría millones de años, pero no olvidaría aquella hora divina en que había visto a su otro Yo puro y radiante. (En la doctrina egipcia el hombre era considerado como no teniendo conciencia en esta vida más que del alma animal y del alma racional, llamadas batí y bal. La parte superior de su Ser, el alma espiritual y el espíritu divino, cheybi y Ku, existen en él en estado de germen inconsciente, y se desarrollan después de esta vida, cuando el hombre llega a ser un Osiris).
La iniciación había terminado. El adepto era consagrado sacerdote de Osiris. Si era egipcio, quedaba agregado al templo; si extranjero, le permitían a veces volver a su país para fundar allí un culto o cumplir una misión. Pero antes de partir, prometía solemnemente por un juramento terrible, guardar un silencio absoluto sobre los secretos del templo. Jamás debía revelar lo que había visto u oído, ni divulgar la doctrina de Osiris más que bajo el triple velo de los símbolos mitológicos o de los misterios. Si violaba ese juramento, una muerte fatal le alcanzaba pronto o tarde, por lejos que estuviese. Pero el silencio era el escudo de su fuerza.
Vuelto a las playas del mar Jónico, a su ciudad turbulenta, bajo el choque de las pasiones furiosas, en aquella multitud de hombres que vivían como insensatos ignorándose a sí mismos, con frecuencia volvía a pensar en el Egipto, en las pirámides, en el templo de Ammón-Rá. Entonces, el sueño de la cripta volvía, y como el loto se balancea allá sobre las ondas del Nilo, así siempre aquella visión blanca sobrenadaba por encima del río fangoso y turbio de la vida En las horas escogidas él escuchaba su voz, que era la voz de la luz. Despertándose en su ser, una música íntima le decía: “El alma es una luz velada. Cuando se la abandona, se oscurece y se apaga; pero cuando se vierte sobre ella el óleo santo del amor, se enciende como una lámpara inmortal”.
LIBRO VI
PITÁGORAS
LOS MISTERIOS DE DELFOS
Conócete a ti mismo, y conocerás al Universo y a los Dioses.
Inscripción del templo de Delfos.
El Ensueño, el Sueño y el Éxtasis son las tres puertas abiertas al Más Allá, de donde nos viene la ciencia del alma y el arte de la adivinación.
La Evolución es la ley de la Vida.
El Número es la ley del Universo.
La Unidad es la ley de Dios.
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GRECIA EN EL SIGLO SEXTO
El alma de Orfeo había atravesado como un divino meteoro bajo el cielo tempestuoso de la naciente Grecia. Desaparecido él, las tinieblas la invadieron de nuevo. Después de una serie de revoluciones, los tiranos de la Tracia quemaron sus libros, derribaron sus templos, desterraron a sus discípulos. Los reyes griegos y muchas ciudades, más celosas de su licencia desenfrenada que de la justicia que fluye de las doctrinas puras, los imitaron. Se quiso borrar su recuerdo, destruir sus últimos vestigios, y de tal modo hicieron, que algunos siglos después de su muere, una parte de la Grecia dudaba de su existencia. En vano los iniciados guardaron su tradición durante más de mil años; en vano Pitágoras y Platón hablaban de él como de un hombre divino; los sofistas y los retóricos sólo veían en él una leyenda sobre el origen de la música. En nuestros días, los sabios aun niegan resueltamente la existencia de Orfeo, apoyándose principalmente en que ni Homero ni Hesiodo han pronunciado su nombre. Pero el silencio de estos poetas se explica por el entredicho en que los gobiernos locales habían puesto su nombre. Los discípulos de Orfeo no perdonaban ocasión alguna de poner todos los poderes en la autoridad suprema del templo de Delfos, y no cesaban de repetir que era preciso someter todas las cuestiones entre los distintos estados de Grecia al arbitraje del consejo de los Anfictiones. Esto molestaba lo mismo a los demagogos que a los tiranos. Homero, que recibió probablemente del santuario de Tiro su iniciación, y cuya mitología es la traducción poética de la teología de Sankoniatón, Homero el Jónico pudo muy bien ignorar al dórico Orfeo, cuya tradición era tanto más secreta cuanto más perseguida. En cuanto a Hesiodo, nacido cerca del Parnaso, debió conocer su nombre y su doctrina por el santuario de Delfos; pero sus iniciadores le impusieron el silencio, y con razón.
Sin embargo, Orfeo vivía en su obra; vivía en sus discípulos y en aquellos mismos que le negaban. ¿Dónde está aquella obra?. ¿Dónde es preciso buscar aquella alma de vida?. ¿Será en la oligarquía militar y feroz de Esparta, donde la ciencia es despreciada, la ignorancia erigida en sistema, la brutalidad erigida como un complemento del valor?. ¿Será en aquellas implacables guerra de Mesenia, en que se vio a los Espartanos perseguir a un pueblo vecino hasta exterminarlo, y aquellos Romanos de Grecia preludir la roca tarpeya y los laureles sangrientos del Capitolio, precipitando en un abismo a Aristómenes, defensor de su patria?. ¿Será en la democracia turbulenta de Atenas, siempre pronta a derivar hacia la tiranía?. ¿Será en la guardia pretoriana de Pisistrato, o en el puñal de Harmodio y de Aristogitón, oculto bajo una rama de mirto?. ¿Será en las numerosas ciudades de la Hélade, de la Gran Grecia y del Asia Menor, de que Atenas y Esparta ofrecen dos opuestos tipos?. ¿Será en que todas aquellas democracias y aquellas tiranías envidiosas, celosas y siempre prestas a luchar entre sí?. No: el alma de Grecia no está allí. Está en sus templos, en sus Misterios y en sus iniciados. Está en el santuario de Júpiter en Olimpia, de Juno en Argos, de Ceres en Eleusis; reina sobre Atenas con Minerva; irradia en Delfos con Apolo, que domina y penetra a todos los templos con su luz. Ese es el centro de la vida helénica, el cerebro y el corazón de Grecia. Allí van a instruirse los poetas que traducen a la multitud las verdades sublimes en imágenes vivas; los sabios que las propagan en dialéctica sutil. El espíritu de Orfeo circula por todas partes donde palpita la Grecia inmortal. Le volvemos a encontrar en las luchas de la poesía y de la gimnasia, en los juegos de Delfos y de Olimpia; instituciones felices que imaginaron los sucesores del maestro para relacionar y fundir a las doce tribus griegas. Le tocamos con el dedo en el tribunal de los Anfictiones en aquella asamblea de los grandes iniciados, corte suprema y arbitral que se reunía en Delfos; gran poder de justicia y de concordia, en el que únicamente Grecia encontró su unidad en las horas de heroísmo y de abnegación. (El juramento anfictiónico de los pueblos asociados da idea de la grandeza y de la fuerza social de esta institución: “Juramos nunca derribar las ciudades anfictiónicas, nunca distraer los recursos preciosos a sus necesidades, sea en paz o en guerra. Si alguna potencia osa amenazarlas, marcharemos contra ella y destruiremos sus ciudades. Si los impíos roban las ofrendas del templo de Apolo, juramos emplear nuestros pies, nuestros brazos, nuestra voz, todas las fuerzas contra ellos y sus cómplices”).
Sin embargo, aquella Grecia de Orfeo que tenía por intelecto una doctrina pura guardada en los templos; por alma una religión plástica, y por cuerpo un alto tribunal de justicia centralizado en Delfos, aquella Grecia comenzaba a decaer ya en el siglo séptimo. Las órdenes de Delfos no eran ya respetadas; se violaban los territorios sagrados. Era porque la raza de los grandes inspirados había desaparecido. El nivel intelectual y moral de los templos había bajado. Los sacerdotes se vendían a los poderes políticoss; los Misterios mismos comenzaron desde entonces a corromperse El aspecto general de Grecia había cambiado. A la antigua majestad sacerdotal y agrícola, sucedía la tiranía pura y simple, o la democracia anárquica. Los templos eran ya impotentes para prevenir la disolución amenazadora. Había necesidad de una nueva ayuda. Una vulgarización de las doctrinas esotéricas se había hecho precisa. Para que el pensamiento de Orfeo pudiese vivir y florecer en todo su esplendor, se necesitaba que la ciencia de los templos pasase a las órdenes laicas. Se deslizó ella, pues, bajo diversos disfraces en la corporación de los legisladores civiles, en las escuelas de los s poetas, bajo los pórticos de los filósofos. Éstos sintieron, en sus enseñanzas, la misma necesidad que Orfeo había reconocido para la religión: la de dos doctrinas, una pública, otra secreta, que exponían la misma Verdad, en una medida y bajo formas diferentes, apropiadas al desarrollo de sus discípulos. Esta evolución dio a Grecia sus tres grandes siglos de creación artística y de esplendor intelectual. Ella permitió al pensamiento órfico, que es a la vez la impulsión primera y la síntesis ideal de la Grecia, concentrar toda su luz e irradiarla sobre el mundo entero, antes que su edificio político, minado por las disensiones intestinas, se derrumbase bajo los golpes de Macedonia, para hundirse totalmente bajo la mano de hierro de Roma.
La evolución de que hablamos tuvo muchos artífices. Ella suscitó físicos como Thales, legisladores como Solón, poetas como Píndaro, héroes como Epaminondas; pero tuvo un jefe renocido, un iniciado de primer orden, una inteligencia soberana, creadora y ordenatriz. Pitágoras es el maestro de la Grecia laica como Orfeo lo es de la Grecia sacerdotal. Él tradujo, continuó el pensamiento religioso de su predecesor y lo aplicó a los nuevos tiempos. Pero su traducción es una creación. Porque él coordina las inspiraciones órficas en un sistema completo; él da la prueba científica en su enseñanza y la prueba moral en su instituto de educación, en la orden pitagórica que le sobrevive.
Aunque Pitágoras aparezca bajo el pleno día de la historia, Pitágoras es un personaje casi legendario. La razón principal de ello está en la persecución encarnizada de que fue víctima en Sicilia y que costó la vida a tantos pitagóricos. Unos perecieron aplastados bajo los restos de su escuela incendiada, otros murieron de hambre en un templo. El recuerdo y la doctrina del maestro sólo se perpetuaron por los supervivientes que pudieron huir a Grecia. Platón, con gran trabajo y a gran precio, se procuró por medio de Archytas un manuscrito del maestro, que, por otra parte, nunca escribió su doctrina de otro modo que por medio de signos secretos y bajo forma simbólica. Su acción verdadera, como la de todos los reformadores, se ejercía por la enseñanza oral. Pero la esencia del sistema subsiste en los Versos dorados de Lysis, en el comentario de Hierocles, en los fragmentos de Filolaus y de Archytas, así como en el Timeo de Platón que contiene la cosmogonía de Pitágoras. Los escritores de la antigüedad, en fin, están llenos del filósofo de Crotona. Ellos no escasean en anécdotas que pintan su sabiduría, su belleza y su poder maravilloso sobre los hombres. Los neoplatónicos de Alejandría, los Gnósticos y hasta los primeros Padres de la Iglesia le citan como una autoridad. Preciosos testimonios, donde siempre vibra la onda poderosa de entusiasmo que la gran personalidad de Pitágoras supo comunicar a Grecia y cuyos últimos remolinos son aún sensibles ocho siglos después de su muerte.
Vista en conjunto, abierta con las claves del esoterismo comparado, su doctrina presenta un magnífico todo, una síntesis solidaria cuyas partes están ligadas por una concepción fundamental. En él encontramos una reproducción razonada de la doctrina esotérica de la India y Egipto, a la que dio la claridad y sencillez helénica, uniendo a ellas un sentimiento más enérgico, una idea más neta de la libertad humana.
En la misma época y en diversos puntos del globo, grandes reformadores vulgarizaban análogas doctrinas. Lao-Tsé salía en China del esoterismo de Fo-Hi; el último Buddha Shakia-Muní predicaba en las orillas del Ganges; en Italia el sacerdocio etrusco enviaba a Roma un iniciado provisto de libros sibilinos, el rey Numa, que intentó refrenar por medio de sabias instituciones la ambición amenazadora del Senado romano. Y no es por pura casualidad por lo que estos reformadores aparecen al mismo tiempo en pueblos tan diversos. Sus misiones diferentes concurren a un objetivo común. Ellas prueban que en cierats épocas una misma corriente espiritual atraviesa misteriosamente por toda la Humanidad. ¿De dónde viene?. De ese mundo divino que está fuera de nuestra vista, pero del cual los genios y los profetas son enviados y testigos.
Pitágoras atravesó el mundo antiguo antes de predicar a Grecia. Vio el África y el Asia, Memphis y Babilonia, su política y su iniciación. Su vida tempestuosa semeja a un barco lanzado en plena borrasca; velas desplegadas, persigue su fin sin desviarse del camino, imagen de la calma y de la fuerza en medio de los elementos desencadenados. Su doctrina da la sensación de una noche fresca que sucediera a los fuegos agudos de una jornada sangrienta. Ella hace pensar en la belleza del firmamento que desarrolla poco a poco sus archipiélagos chispeantes y sus armonías etéreas sobre la cabeza del vidente.
Tratemos de hacer destacar una y otra de las oscuridades de la leyenda y de los prejuicios de escuela.
II
LOS AÑOS DE VIAJE
SAMOS – MEMFIS – BABILONIA
Samos era al comienzo del siglo VI antes de nuestra era, una de las islas más florecientes de la Jonia. La rada de su puerto se abría enfrente de las montañas violáceas de la muelle Asia Menor, de donde venían todos los lujos y todas las seducciones. En una ancha bahía se extendía la ciudad sobre la orilla verdeante y se presentaba en anfiteatro sobre la montaña, al pie de un promontorio coronado por el templo de Neptuno. Las columnatas de un templo magnífico la dominaban. Allí reinaba el tirano Policrato. Después de haber privado a Samos de sus libertades, le había dado el lustre de las artes y de un esplendor asiático. Las hetairas de Lesbos, llamadas por él, se habían establecido en un palacio vecino al suyo y convidaban a los jóvenes a fiestas, donde les enseñaban las más refinadas voluptuosidades sazonadas con música, danzas y festines. Anacreonte, llamado a Samos por Policrato, fue traído en un trirreme con velas de púrpura, mástiles dorados, y el poeta, con una copa de plata cincelada en la mano, hizo oir ante aquella alta corte del placer, sus acariciantes odas, perfumadas como una lluvia de rosas. La suerte de Policrato era proverbial en toda Grecia. Tenía por amigo al faraón Amasis que le advirtió varias veces que desconfiara de una felicidad tan continuada y sobre todo que no se alabase de ella. Policrato respondió al consejo del monarca egipcio lanzando su anillo al mar: “Hago este sacrificio a los Dioses”, dijo. Al siguiente día, un pescador trajo al tirano el precioso anillo que había encontrado en el vientre de un pescado. Cuando el faraón lo supo, declaró que rompía su amistad con Policrato, porque una suerte tan insolente le atraería la venganza de los Dioses. Sea lo que fuera de la anécdota, el fin de Policrato fue trágico. Uno de sus sátrapas le atrajo a una provincia vecina, le hizo expirar en medio de tormentos y ordenó que atasen su cuerpo a una cruz sobre el monte Mycale. De este modo los habitantes de Samos pudieron ver en una sangrienta puesta de sol el cadáver de su tirano crucificado sobre un promontorio, frente a la isla donde había reinado en la gloria y los placeres.
Más volvamos al principio del reinado de Policrato. Una clara noche, un joven estaba sentado en una selva de agnus cactus de relucientes hojas, no lejos del templo de Juno; la luna llena bañaba la fachada dórica y hacía resaltar su mística majestad. Hacía tiempo que un rollo de papiros, que contenía un canto de Homero, había caído a sus pies. Su meditación comenzada en el crepúsculo duraba aún y se prolongaba en el silencio de la noche. Ya hacía mucho que el sol se había puesto; pero su disco flamígero flotaba aún ante la mirada del joven soñador, en una presencia irreal. Porque su pensamiento erraba lejos del mundo visible.
Pitágoras era el hijo de un rico comerciante de sortijas de Samos y de una mujer llamada Parthenis. La Pitonisa de Delfos, consultada en un viaje por los jóvenes esposos, les había prometido: “Un hijo que sería útil a todos los hombres, en todos los tiempos”, y el oráculo había enviado los esposos a Sidón, en Fenicia, a fin de que el hijo predestinado fuese concebido, moldeado y dado a luz, lejos de las perturbadoras influencias de su patria. Antes que naciera, el maravilloso niño había sido dedicado con fervor, por sus padres, a la luz de Apolo, en la luna del amor. El niño nació; cuando tuvo un año de edad, su madre, siguiendo un consejo dado de antemano por los sacerdotes de Delfos, le llevó al templo de Adonai, en un valle del Líbano. Allí el gran sacerdote le había bendecido. Luego, su famila le llevó a Samos. El hijo de Parthenis era muy hermoso, dulce, moderado, lleno de justicia. Sólo la pasión intelectual brillaba en sus ojos y daba a sus actos una energía secreta. Lejos de contrariarle, sus padres habían animado su inclinación precoz por el estudio de la sabiduría. Había podido conferenciar con los sacerdotes de Samos y con los sabios que comenzaban a formar en Jonia escuela donde enseñaban los principios de la Física. A los dieciocho años, había seguido las lecciones de Hermodamas de Samos; a los veinte, las de Pherecide, en Syros; también había conferenciado con Thales y Anaximandro en Mileto. Esos maestros le habían abierto nuevos horizontes, más ninguno le había satisfecho. Entre sus contradictorias enseñanzas buscaba interiormente el lazo, la síntesis, la unidad del gran Todo. Ahora, el hijo de Parthenis había llegado a una de esas crisis en que el espíritu, sobreexcitado por la contradicción de las cosas, concentra en un esfuerzo supremo todas las facultades para entrever el final, para encontrar el camino que conduce al Sol de la Verdad, al centro de la Vida.
En aquella noche cálida y espléndida, el hijo de Parthenis miraba alternativamente la tierra, el templo y el cielo estrellado. Deméter, la tierra madre, la Naturaleza, en que quería penetrar, estaba allí bajo él. Respiraba sus potentes emanaciones, sentía la atracción invencible que a su seno le encadenaba, a él, átomo pesado, como una parte inseparable de ella misma. Aquellos a quienes había consultado, le habían dicho: “De ella todo sale. Nada viene de nada. El alma viene del agua o del fuego, o de los dos. Sutil emanación de los elementos, no se escapa de ellos más que para penetrarlos de nuevo. La Naturaleza eterna es ciega e inflexible. Resígnate a su ley fatal. Tu único mérito será el de conocerla y someterte a ella”.
Luego miraba al firmamento y a las letras de fuego que forman las constelaciones en la profundidad insondable del espacio. Aquellas letras debían tener un sentido. Porque, si lo infinitamente pequeño de los átomos tiene su razón de ser, ¿Cómo lo infinitamente grande, la dispersión de los astros, cuya agrupación representa el cuerpo del Universo, no lo tendría?. ¡Ah!, sí: cada uno de aquellos mundos tiene su ley propia, y todos en conjunto se mueven por un Número y en una armonía suprema. Pero, ¿Quién descifrará jamás el alfabeto de las estrellas?. Los sacerdotes de Juno le habían dicho: “Es el Cielo de los Dioses, que fue antes que la tierra. Tu alma de él viene. Ora ante ellos, para que ascienda de nuevo”.
Esa meditación fue interrumpida por cánticos voluptuosos que salían de un jardín, a las orillas del Imbrasus. Las voces lascivas de las Lesbianas se armonizaban lánguidamente a los sones de la cítara; los jóvenes respondían a ellos con aires báquicos. A aquelas voces se mezclaron de repente otros gritos agudos y lúgubres salidos del puerto. Eran rebeldes que Policrato hacía cargar en una barca para venderlos en Asia como esclavos. Les golpeaban con correas armadas de clavo, para amontonarlos bajo los puentes de los remeros. Sus alaridos y sus blasfemias se perdieron en la noche; luego, todo entró en silencio.
El joven tuvo un estremecimiento doloroso, pero lo reprimió para recogerse en sí mismo. El problema estaba ante él, más punzante, más agudo. La Tierra decía: ¡Fatalidad!; el Cielo decía: ¡Providencia!, y la Humanidad, que entre ambos flota, respondía: ¡Locura!, ¡Dolor!, ¡Esclavitud!. Más, en el fonde de sí mismo, el futuro adepto oía una voz invencible que respondía a las cadenas de la tierra y a los resplandores del cielo con este grito: ¡Libertad! ¿Quién tenía, pues, razón: los sabios, los sacerdotes, los locos, los desgraciados, o él mismo? Todas aquellas voces decían verdad, cada una triunfaba en su esfera; pero ninguna le revelaba su razón de ser. Los tres mundo existían inmutables como el seno de Demeter, como la luz de los astros y como el corazón humano; pero sólo quien supiera encontrar su acuerdo y la ley de su equilibrio sería un verdadero sabio; sólo aquel que poseyera la ciencia divina y pudiera ayudar a los hombres. ¡En la síntesis de los tres mundos estaba el secreto del Kosmos!
Pronunciando esta palabra que acaba de encontrar, Pitágoras se levantó.
Su vista fascinada se fijó en la fachada dórica del templo. El severo edificio parecía transfigurado bajo los castos rayos de Diana. En él creyó ver la imagen ideal del mundo y la solución del problema que buscaba. Porque la base, las columnas, el arquitrabe y el frontón triangular le representaban repentinamente la triple naturaleza del hombre y del Universo, del microcosmos y del macrocosmos coronados por la unidad divina, que en sí misma es una trinidad. El Cosmos, dominado y penetrado por Dios, formaba:
La Tétrada sagrada, inmenso y puro símbolo, Fuente de la Natura, modelo de los dioses.
(Versos dorados de Pitágoras, traducidos por Fabre d’Olivet).
Sí; estaba allí, oculta en aquellas líneas geométricas, la clave del Universo, la ciencia de los números, la ley ternaria que rige la constitución de los seres, la del septenario que preside a su evolución. Y en una visión grandiosa, Pitágoras vio los mundos moverse según el ritmo y la armonía de los números sagrados. Vio el equilibrio de la tierra y del cielo, cuyo fiel de balanza representa la libertad humana; los tres mundos: natural, humano y divino, sosteniéndose, determinándose uno a otro y jugando el drama universal por un doble movimiento descendente y ascendente. E1 adivinó las esferas del mundo invisible, envolviendo lo visible y animándolo sin cesar; él concibió la depuración y liberación del hombre, desde esta tierra, por la triple iniciación. Él vio todo esto: su vida y su obra en una iluminación instantánea y clara, con la certidumbre irrefragable del espíritu que se siente frente a la Verdad. Fue un relámpago. Ahora se trataba de probar por la Razón lo que su pura Inteligencia había penetrado en lo Absoluto; y para ello se precisaba una vida de hombre, un trabajo de Hércules.
Más ¿Dónde encontrar la ciencia necesaria para llevar a cabo tal labor?. Ni los cantos de Homero, ni los sabios de Jonia, ni los templos de Grecia podían bastar.
El espíritu de Pitágoras, que repentinamente había encontrado alas, se sumergió en su pasado, en su nacimiento rodeado de velos y en el misterioso amor de su madre. Un recuerdo de infancia le chocó, con una precisión incisiva. Recordó que su madre le había llevado a la edad de un año a un valle del Líbano, al templo de Adonai. Se volvió a ver como cuando era niño, abrazado al cuello de Parthenis, en medio de montañas colosales, de selvas enormes, donde un río caía en catarata. Ella estaba en pie, sobre una terraza sombreada por grandes cedros. Ante ella un sacerdote majestuoso, de blanca barba, sonreía a la madre y al niño, diciendo palabras que él no comprendía. Su madre le había recordado con frecuencia las palabras extrañas del hierofante de Adonai: “¡Oh mujer de Jonia!, tu hijo será grande por la sabiduría; pero acuérdate de que si los Griegos poseen aún la ciencia de los Dioses; la ciencia de Dios no se encuentra más que en Egipto”. Aquellas palabras le volvían a la mente con la sonrisa materna, con el hermoso rostro del anciano y el estruendo lejano de la catarata, dominado por la voz del sacerdote, en un paisaje grandioso como el sueño de otra vida. Por vez primera, adivinaba el sentido del oráculo. Había oído hablar del saber prodigioso de los sacerdotes egipcios y de sus misterios formidables; pero creía poder hacer de ellos caso omiso. Ahora había comprendido que le era precisa aquella “ciencia de Dios” para penetrar hasta el fondo de la Naturaleza, y que no la encontraría más que en los templos de Egipto. ¡Y era la dulce Parthenis quien, con su instinto de madre, le había preparado para aquella obra, le había llevado como una viviente Ofrenda al Dios soberano!. Desde entonces tomó la resolución de ír a Egipto para hacerse iniciar.
Policrato se ufanaba de proteger a los filósofos así como a los poetas. El se apresuró a dar a Pitágoras una carta de recomendación para el faraón Amasis, que le presento a los sacerdotes de Memphis. Estos; sólo a duras penas le reciberon y después de muchas dificultades. Los sabios egipcios desconfiaban de los Griegos a quienes juzgaban ligeros e inconstantes, e hiceron todo lo posible por descorazonar al joven Samiano. Pero el novicio se sometió con una paciencia y un valor inquebrantables a las lentitudes y a las pruebas que le impusieron. Sabía de antemano que sólo llegaría al conocimiento por el pleno dominio de la voluntad sobre todo su ser. Su iniciación durante veintidós años bajo el pontificado del sumo sacerdote Sonchis. Hemos contado en el libro de Hermes, las pruebas, las tentaciones, los espantos y los éxtasis del iniciado de Isis, hasta la muerte aparente y cataléptica del adepto y su resurrección en la luz de Osiris. Pitágoras atravesó por todas esas fases que permitían realizar, no como una vana teoría, sino como una cosa vívida, la doctrina del Verbo Luz o de la Palabra universal y la de la evolución humana a través de siete ciclos planetarios. A cada paso de aquella vertiginosa ascensión, las pruebas se renovaban más y más temibles. Cien veces se arriesgaba la vida, sobre todo si se quería llegar al manejo de las fuerzas ocultas, a la peligrosa práctica de la magia y de la teúrgia.
Como todos los grandes hombres, Pitágoras tenía fe en su estrella. Nada de lo que podía conducir a la ciencia era obstáculo para él y el temor a la muerte no le detenía, porque veía la vida en un más allá. Cuando los sacerdotes egipcios reconocieron en él una fuerza de alma extraordinaria y esa pasión impersonal de la sabiduría que es la cosa más rara del mundo, le abrieron los tesoros de su experiencia. Entre ellos se formó y se templó. Allí pudo profundizar las matemáticas sagradas, la ciencia de los números o de los principios universales, que fue el centro de su sistema que formuló de una manera nueva. La severidad de la disciplina egipcia en los templos le hizo, por otra parte, conocer el poder prodigioso de la voluntad humana, sabiamente ejercitada y fortificada, sus aplicaciones infinitas tanto al cuerpo como al alma. “La ciencia de los números y el arte de la voluntad son las dos claves de la magia — decían los sacerdotes de Memfis —; ellas abren todas las puertas del universo”. Fue, pues, en Egipto donde Pitágoras adquirió esa vista de las alturas, que permite ver las esferas de la vida y las ciencias en un orden concéntrico, comprender la involución del espíritu en la materia por la creación universal, y su evolución o vuelo hacia la unidad por esta creación individual que se llama el desarrollo de una conciencia.
Pitágoras había llegado a cumbre del sacerdocio egipcio y pensaba quizá en volver a Grecia, cuando la guerra estalló sobre la cuenca del Nilo con todos sus horrores, arrastrando al iniciado de Osiris en un nuevo torbellino. Hacía largo tiempo que los déspotas del Asia meditaban la pérdida de Egipto. Sus asaltos repetidos durante siglos habían fracasado ante la energía de los faraones. Pero el inmemorial reino, asilo de la ciencia de Hermes, no podía durar eternamente. El hijo del vencedor de Babilonia, Cambises, se lanzó sobre Egipto con sus ejércitos innumerables y hambrientos como nubes de langosta, y puso fin a la institución del faraonado, cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos. A los ojos de los sabios era una catástrofe para el mundo entero. Hasta entonces, Egipto había cubierto a Europa contra el Asia. Su influencia protectora se extendía aún sobre toda la cuenca del Mediterráneo por los templos de Fenicia, de Grecia y de Etruria, con los cuales el alto sacerdocio egipcio estaba en constante relación. Una vez derribada aquella muralla, el Toro iba a lanzarse, con la cabeza baja, sobre las orillas de la Helenia. Pitágoras vio, pues, a Cambises invadir Egipto. Pudo ver al déspota persa, digno heredero de los malvados reyes de Ninive y Babilonia, saquear los templos de Memfis y de Tebas y destruir el de Hammón. Pudo ver al farón Psammético conducido ante Cambises, cargado de cadenas, colocado sobre un montículo alrededor del cual hicieron colocar a los sacerdotes, a las principales familias y a la corte del rey. Pudo ver a la hija del Faraón vestida de harapos y seguida por todas sus damas de honor igualmente disfrazadas; al príncipe real y dos mil jóvenes con la mordaza en la boca y el ronzal al cuello antes de ser decapitados; al faraón Psammético conteniendo sus sollozos ante aquella horrible escena, y al infame Cambises, sentado en su trono, regocijándose del dolor de su adversario vencido. Cruel, aunque instructiva lección de la historia, después de las lecciones de la ciencia. ¡Qué imagen de la naturaleza animal desencadenada en el hombre, produciendo un tal monstruo del despotismo que pisotea todo e impone a la humanidad el reino del más implacable destino por su repugnante apoteosis!
Cambises hizo transportar a Pitágoras a Babilonia con una parte del sacerdocio egipcio, y le internó en aquel país. (Jámblico cuenta este hecho en su Vida de Pitágoras). Aquella ciudad colocal, que Aristóteles compara a un país rodeado de murallas, ofrecía entonces un inmenso campo de observación. La antigua Babel, la gran prostituta de los profetas hebreos, era más que nunca, después de la conquista persa, un pandemonium de pueblo, de lenguas, de cultos y de religiones, en medio de los cuales el despotismo asiático eleva su torre vertiginosa. Según las tradiciones persas, su fundación remontaba a la legendaria Semíramis. Ella fue, se decía, quien había construido su monstruoso recinto de ochenta y cinco kilómetros de perímetro: el Imgum Bel, sus murallas donde dos carros podían correr de frente, sus terrazas superpuestas, sus palacios macizos con relieves polícromos, sus templos soportados por elefantes de piedra y rematados por dragones multicolores. Allí se había sucedido la serie de los déspotas que habían tiranizado la Caldea, la Asiria, Persia, una parte de Tartaria, la Judea, la Siria y el Asia Menor.
Allí fue donde Nebukadnetzar, el asesino de los magos, había llevado cautivo al pueblo judío, que continuaba practicando su culto en un rincón de la inmensa ciudad en que Londres hubiera cabido cuatro veces. Los judíos habían dado al gran rey un ministro poderoso en la persona del profeta Daniel. Con Baltasar, hijo de Nebukadnetzar, los muros de la vieja Babel se habían derrumbado al fin, bajo los golpes vengadores de Ciro; y Babilonia pasó durante varios siglos bajo la dominación persa. Por esta serie de acontecimientos anteriores al momento en que Pitágoras llegó, tres religiones diferentes se codean en el alto sacerdocio de Babilonia: los antiguos ascerdotes Caldeos, los supervivientes del magismo persa y la flor de la cautividad judía. Lo que prueba que estos diversos sacerdocios se entendían entre sí por el lado esotérico, es precisamente el papel de Daniel, quien, continuando en su afirmación del Dios de Moisés, fue primer ministro bajo Nebukadnetzar, Baltasar y Ciro.
Pitágoras debió ensanchar su horizonte ya tan vasto al estudiar aquellas doctrinas, aquellas religiones y aquellos cultos, cuya síntesis conservaban aún algunos iniciados. Pudo profundizar en Babilonia los conocimientos de los magos, herederos de Zoroastro. Si los sacerdotes egipcios poseían solos las claves universales de las ciencias sagradas, los magos persas tenían la reputación de haber ido más lejos en la práctica de ciertas artes. Ellos se atribuían el manejo de esos poderes ocultos de la naturaleza que se llaman el fuego pantomorfo y la luz astral. En sus templos, se decía, se originaban las nieblas en plena luz, las lámparas se encendían por sí mismas, se veía irradiar a los Dioses y se oía retumbar el trueno. Los magos llamaban león celeste a aquel fuego incorpóreo, agente generador de la electricidad, que sabían condensar o disipar a placer, y serpientes a las corrientes eléctricas de la atmósfera, magnéticas de la tierra, que pretendían dirigir como flechas sobre los hombres. Ellos habían también hecho un estudio especial del poder sugestivo, atractivo y creador del verbo humano. Empleaban para la evocación de los espíritus formularios graduados y tomados de los más viejos idiomas de la tierra. He aquí la razón que de ello daban: “No cambies nada a los nombres bárbaros de la evocación, porque ellos son los nombres panteísticos de Dios; ellos están imanados por las adoraciones de una multitud y su poder es inefable”. (Oráculos de Zoroastro recogidos en la teurgia de Proclo). Estas evocaciones practicadas en medio de las purificaciones y de las oraciones eran, a propiamente hablar, lo que más tarde se llamó magia blanca.
Pitágoras penetró, pues, en Babilonia en los arcanos de la antigua magia. Al mismo tiempo, en aquel antro del despotismo, vio otro espectáculo: sobre los restos de las ruinosas religiones del Oriente, por encima de su sacerdocio degenerado y pobre, un grupo de intrépidos iniciados, unidos en apretado haz, defendían su ciencia, su fe y, tanto como podían, la justicia. En pie frente a los déspotas, como Daniel en el foso de los leones, siempre en peligro de ser devorados, fascinaban y domaban a la bestia feroz del poder absoluto por su poder intelectual, y le disputaban el terreno palmo a palmo.
Después de su iniciación egipcia y caldea, el hijo de Samos sabía mucho más que sus maestros de física y que cualquier otro griego de su tiempo, sacerdote o laico. Conocía los principios eternos del universo y sus aplicaciones. La naturaleza le había abierto sus abismos; los velos groseros de la materia se habían desgarrado a sus ojos para mostrarle las esferas maravillosas de la natura y de la humanidad espiritualizada. En el templo de Neith-Isis en Memfis, en el de Bel de Babilonia había aprendido muchos secretos sobre el pasado de las religiones, sobre la historia de los continentes y de las razas. Había podido comparar las ventajas e inconvenientes del monoteísmo judío, del politeísmo griego, del trinitarismo indio y del dualismo persa. Sabía que todas esas religiones eran rayos de una misma verdad, tamizados por diversos grados de inteligencia y para diferentes estados sociales. Tenía la clave, es decir, la síntesis de todas esas doctrinas, en la ciencia esotérica. Su mirada abarcaba el pasado y, sumergiéndose en el porvenir, debía juzgar el presente con lucidez singular. Su experiencia le mostraba a la humanidad amenazada por los más grandes azotes, por la ignorancia de los sacerdotes, el materialismo de los sabios y la indisciplina de las democracias. En medio del relajamiento universal, veía engrandecerse el despotismo asiático; y de aquella nube negra un ciclón formidable iba a lanzarse sobre la indefensa Europa.
Era pues tiempo de volver a Grecia, de cumplir su misión, de comenzar su obra.
Pitágoras había estado internado en Babilonia durante doce años. Para salir de allí era preciso una orden del rey de los Persas. Un compatriota, Demócedes, el médico del rey, intercedió en su favor y obtuvo la libertad del filósofo. Pitágoras volvió pues a Samos, después de treinta y cuatro años de ausencia, encontrando a su patria aplastada bajo un sátrapa del gran rey. Escuelas y templos estaban cerrados; poetas y sabios habían huído como una bandada de golondrinas, ante el cesarismo persa. Al menos tuvo el consuelo de recoger el último suspiro de su primer maestro Hermodamas, y de encontrar a su madre Parthenis, la única que no había dudado de su vuelta. Porque todo el mundo había creído en la muerte del hijo aventurero del joyero de Samos. Pero ella nunca había dudado del oráculo de Apolo. Ella comprendía que bajo sus vestiduras blancas de sacerdote egipcio, su hijo se preparaba para una alta misión. Ella sabía que del templo de Neith-Isis saldría el maestro bienhechor, el profeta luminoso con que había soñado en el sagrado bosque de Delfos, y que el hierofonte de Adonai le había prometido bajo los cedros del Líbano.
Y ahora, una barca ligera llevaba, sobre las ondas azuladas de las Cíclades, a aquella madre y a aquel hijo hacia un nuevo destierro. Huían con todo su haber de Samos, oprimido y perdido. Se hacían a la vela para la Grecia. No eran las coronas olímpicas ni los laureles del poeta lo que tentaba al hijo de Parthenis. Su obra era más misteriosa y más grande: despertar el alma dormida de los dioses en los santuarios; devolver su fuerza y su prestigio al templo de Apolo; y luego, fundar en alguna parte una escuela de ciencia y de vida, de donde salieran, no políticos y sofistas, sino hombres y mujeres iniciados, madres verdaderas y héroes puros.
III
EL TEMPLO DE DELFOS
LA CIENCIA APOLINEA
TEORÍA DE LA ADIVINACIÓN
LA PITONISA
TEOCLEA
De la llanura de Fócida se subía a las alegres praderas que bordean las orillas de Plistios y el viajero después se introducía entre altas montañas en un valle tortuoso, que a cada paso se volvía más estrecho; el país, más grandioso y más desolado. Se alcanzaba al fin un circo de montañas abruptas coronadas por picachos salvajes, verdadero embudo de electricidad, cubierto por frecuentes tempestades. Bruscamente, en el fondo de la garganta sombría, aparecía la ciudad de Delfos como un nido de águilas, sobre su roca rodeada de precipicios y dominada por las dos cimas del Parnaso. Desde lejos se veían chispear las Victorias y los caballos de bronce, las innumerables estatuas de oro escalonadas sobre la vía sacra y alineadas como una guarida de héroes y de Dioses alrededor del templo dórico de Phoibos Apolo.
Era el lugar más santo de Grecia. Allí profetizaba la Pitonisa; allí se reunían los Anfictiones; allí todos los pueblos helénicos habían elevado alrededor del santuario capillas que contenían tesoros de ofrendas. Allí, teorías de hombres, de mujeres y de niños, llegadas de lejos, subían la vía sacra para saludar al Dios de la Luz. La religión había consagrado Delfos desde tiempo inmemorial a la veneración de los pueblos. Su situación central en Grecia, su peñasco al abrigo de los golpes de mano y fácil de defender, habían contribuido a ello. El lugar era propio para excitar la imaginación: una particularidad le dio su prestigio. En una caverna detrás del templo, se abría una grieta de donde salían vapores fríos que provocaban, a lo que se decía, la inspiración y el éxtasis. Plutarco cuenta que en tiempos muy remotos, un pastor que se había sentado al borde de aquella grieta, se puso a profetizar. Al pronto le creyeron loco; pero habiéndose realizado sus predicciones, se prestó atención al hecho. Los sacerdotes se apoderaron de ello y consagraron el lugar a la divinidad. De ahí la institución de la Pitonisa, que se sentaba sobre la grieta, en un trípode. Los vapores que salían del abismo le producían convulsiones, crisis extrañas, y provocaban en ella esa segunda vista que se comprueba en los casos notables de sonambulismo. Esquilo, cuyas afirmaciones tienen peso, puesto que era hijo de un sacerdote de Eleusis e iniciado, Esquilo nos dice en Las Euménides por boca de la Pitonisa, que Delfos había sido al principio consagrado a la Tierra, después a Temis (la Justicia), luego a Febea (la luna mediadora), y por fin a Apolo, el Dios solar. Cada uno de estos nombres representa en el simbolismo de los templos, largos períodos, y abarca siglos. Pero la celebridad de Delfos data de Apolo. “Júpiter — decían los poetas —, queriendo conocer el centro de la tierra, hizo partir dos águilas del Levante y del Poniente. Ellas se encontraron en Delfos”. ¿De dónde viene ese prestigio, esa autoridad universal e incontestada que hizo de Apolo el Dios griego por excelencia, y hace que haya guardado para nosotros mismos una radiación inexplicable?.
La historia nada nos dice sobre este punto importante. Interrogad a los oradores, a los poetas, a los filósofos, y no os darán más que superficiales explicaciones. La verdadera respuesta a esta cuestión quedó en el fondo del templo. Tratemos de penetrar en él.
En el pensamiento órfico, Dionisos y Apolo eran dos revelaciones diversas de la misma divinidad. Dionisos representaba la verdad esotérica, el fondo y el interior de las cosas, abierto a los únicos iniciados. Él contenía los misterios de la vida, las existencias pasadas y futuras, las relaciones del alma y del cuerpo, del cielo y de la tierra. Apolo personificaba la misma verdad aplicada a la vida terrestre y al orden social. Inspirador de la poesía, de la medicina y de las leyes, él era la ciencia por la adivinación; la belleza por el arte; la paz de los pueblos por la justicia, y la armonía del cuerpo y del alma por la purificación. En una palabra: para el iniciado, Dionisos no significaba nada menos que el espíritu divino en evolución en el Universo, y Apolo su manifestación en el hombre terrestre. Los sacerdotes habían hecho comprender esto al pueblo por medio de una leyenda. Ellos le habían dicho que en tiempo de Orfeo, Baco y Apolo se habían disputado el trípode de Delfos. Baco lo había cedido de buen grado a su hermano y se había retirado a una de las cimas del Parnaso, donde las mujeres Tebanas celebraban sus misterios. En realidad, los dos grandes hijos de Júpiter se repartían el imperio del mundo. Uno reinaba sobre el misterioso más allá; otro sobre los vivos.
Volvemos, pues, a encontrar en Apolo el Verbo solar, la Palabra Universal, el Gran Mediador, el Vishnú de los Indos, el Mithras de los Persas, el Horus de los Egipcios. Pero las viejas ideas del esoterismo asiático revistieron en la leyenda de Apolo una belleza plástica, un esplendor incisivo, que las hizo penetrar más profundamente en la conciencia humana, como las flechas del Dios: “serpientes de alas blancas, que saltan de su arco de oro”, dice Esquilo.
Apolo brotó de la gran noche en Delfos: todas las diosas saludan su nacimiento; él marcha; coge el arco y la lira; sus bucles flotan al aire; su carcax resuena en sus hombros, y el mar palpita de él, y toda la isla resplandece de él en un baño de llama y oro. Es la epifanía de la luz divina, que por su augusta presencia crea el orden, el esplendor y la armonía, de los que la poesía es un eco maravilloso. El Dios va a Delfos y traspasa con sus flechas a una monstruosa serpiente que desolaba la comarca; sanea el país y funda un templo, imagen de la victoria de esta luz divina sobre las tinieblas y el mal. En las religiones antiguas, la serpiente simboliza a la vez el círculo fatal de la vida y el mal que de ello resulta. Y sin embargo, de esta vida comprendida y dominada sale el conocimiento. Apolo, matador de la serpiente, es el símbolo del iniciado que traspasa la naturaleza por la ciencia, la domina por su voluntad, y rompiendo el círculo fatídico de la carne, sube en el esplendor del espíritu, mientras que los trozos quebrados de la animalidad humana se retuercen en la arena. He ahí por qué Apolo es el maestro de las expiaciones, de las purificaciones del alma y del cuerpo. Salpicado por la sangre del monstruo, ha expiado, se ha purificado en un destierro de ocho años, bajo los laureles amargos y salubres del valle de Tempé. Apolo, educador de los hombres, gusta de habitar en medio de ellos; se solaza en las ciudades, entre la juventud masculina, en las luchas de la poesía y de la palestra; pero sólo temporalmente vive en ellas. En otoño vuelve a su patria, al país de los Hiperbóreos. Es el pueblo misterioso de las almas luminosas y transparentes que viven en la eterna aurora de una felicidad perfecta. Allí están sus verdaderos sacerdotes y sus amadas sacerdotisas. Él vive con ellos en una comunidad íntima y profunda; y cuando quiere hacer un don real a los hombres, les trae al país de los Hiperbóreos una de esas grandes almas luminosas, y la hace nacer sobre la tierra para enseñar y encantar a los mortales. Él, entre tanto, vuelve a Delfos todas las primaveras cuando se cantan los himnos. Él llega, visible a los iniciados sólo, en su blancura hiperbórea, sobre un carro arrastrado por cisnes melodiosos. Él vuelve a habitar en el santuario, donde la Pitonisa transmite sus oráculos, donde le escuchan los sabios y los poetas. Entonces, los ruiseñores cantan; la fuente de Castalia hierve a borbotones de plata; los efluvios de una luz deslumbradora y de una música celeste penetran en el corazón del hombre y hasta en las venas de la Naturaleza.
En esa leyenda de los Hiperbóreos, apunta en rayos brillantes el fondo esotérico del mito de Apolo. El país de los Hiperbóreos es el más allá: el empíreo de las almas victoriosas, cuyas auroras astrales iluminan las zonas multicolores. Apolo mismo personifica la luz inmaterial e inteligible, de la que el Sol es sólo una imagen física, y de donde fluye toda verdad. Los cisnes maravillosos que le traen, son los poetas, los divinos genios, mensajeros de su grande alma solar, que dejan tras ellos escalofríos de luz y de melodía. Apolo hiperbóreo personifica el descenso del cielo sobre la tierra, la encarnación de la belleza espiritual en la sangre y la carne, el aflujo de la verdad trascendente por la inspiración y la adivinación.
Más es tiempo de levantar el velo dorado de las leyendas y de penetrar en el templo mismo. ¿Cómo se ejercía en él la acción divina?. Tocamos aquí a los arcanos de la ciencia apolónica y de los misterios de Delfos. Un lazo profundo unía en la antigüedad la adivinación a los cultos solares, y ésta es la llave de oro de todos los misterios llamados mágicos.
La adoración del hombre ario fue desde el principio de la civilización hacia el sol, como fuente de la luz, del calor y de la vida. Pero cuando el pensamiento de los sabios se elevó del fenómeno a la causa, concibieron tras aquel fuego sensible y aquella luz visible, un fuego inmaterial y una luz inteligible. Ellos intensificaron al primero con el principio viril, con el espíritu creador o la esencia intelectual del universo, y a la segunda con su principio femenino, su alma formadora, su substancia plástica. Esa intuición se remonta a un tiempo inmemorial. La concepción de que hablo se mezcla a las más viejas mitologías. Circula en los himnos védicos bajo la forma de Agni, el fuego universal que penetra todas las cosas. Florece en la religión de Zoroastro, en la que el culto de Mithras representa la parte esotérica. Zoroastro dice formalmente que el Eterno creó, por medio del Verbo vivo, la luz celeste, simiente de Ormuzd, principio de la luz material y del fuego material. Para el iniciado de Mithras, el sol no es más que un reflejo grosero de aquella luz. En su gruta oscura, cuya bóveda está pintada de estrellas, él invoca al sol de gracia, al fuego de amor vencedor del mal, reconciliador de Ormuzd y de Ahrimán, purificador y mediador, que habita en el alma de los santos profetas. En las criptas del Egipto, los iniciados buscan ese mismo sol bajo el nombre de Osiris. Cuando Hermes pide contemplar el origen de las cosas, se siente al principio sumergido en las ondas etéreas de una luz deliciosa, donde se mueven todas las formas vivientes. Luego, sumido en las tinieblas de la materia espesa, oye una voz y en ella reconoce la voz de la luz. Al mismo tiempo un fuego brota de las profundidades; en seguida el caos se ordena y se aclara. En el libro de los muertos de los Egipcios, las almas bogan penosamente hacia esa luz en la barca de Isis. Moisés ha adoptado plenamente esta doctrina en el Génesis: “Aelohím dijo: Hágase la luz, y la luz se hizo”. Luego, la creación de la luz precede a la del sol y las estrellas. Eso quier decir que en el orden de los principios y de la cosmogonía, la luz inteligible precede a la luz material. Los Griegos, que fundieron en la forma humana y dramatizaron las más abstractas ideas, expresaron la misma doctrina en el mito de Apolo hiperbóreo.
El espíritu humano llegó pues por la contemplación interna del universo, desde el punto de vista del alma y de la inteligencia, a concebir una luz inteligible, un elemento imponderable sirviendo de intermediario entre la materia y el espíritu. Fácil sería el mostrar que los físicos modernos se aproximaron insensiblemente a la misma conclusión por un camino opuesto, es decir, buscando la constitución de la materia y viendo la imposibilidad de explicarla por sí misma. En el siglo XVI, Paracelso, estudiando las combinaciones químicas y las metamorfosis de los cuerpos, había llegado a admitir un agente universal y oculto por medio del que se operan. Los físicos de los siglos XVII y XVIII, que concibieron el universo como una máquina muerta, creyeron en el absoluto vacío de los espacios celestes. Sin embargo, cuando se reconoció que la luz no es la emisión de una materia radiante, sino la vibración de un elemento imponderable, se tuvo que admitir que el espacio entero está lleno de un flúido infinitamente sutil que penetra todos los cuerpos y por el cual se transmiten las ondas del calor y de la luz. Se volvía así a las ideas de la física y de la teosofía griegas. Newton, que había pasado su vida entera estudiando los movimientos de los cuerpos celestes, fue más lejos. El llamó a ese éter sensorium Dei, o el cerebro de Dios, es decir, el órgano por el cual el pensamiento divino obra en lo infinitamente grande como en lo infinitamente pequeño. (Como ya se dijo antes, la ciencia moderna ha desechado por completo la hipótesis del éter. Esto, también se dijo, sin perjuicio de la idea de un éter inmaterial. N. del T.). Al emitir esa idea que le parecía necesaria para explicar la simple rotación de los astros, ese gran físico nadaba en plena filosofía esotérica. El éter, que el pensamiento de Newton encontraba en los espacios, Paracelso lo había encontrado en el fondo de sus alambiques y lo había llamado luz astral. Más, ese flúido imponderable, aunque en todas partes presente, que penetra todo, ese agente sutil e indispensable, esa luz invisible a nuestros ojos, pero que está en el fondo de todos los centelleos y de todas las fosforescencias, un físico alemán lo descubrió en una serie de experiencias sabiamente ordenadas. Reichenbach había notado que los sujetos de una fibra nerviosa muy sensible, colocada ante una cámara perfectamente oscura, frente a un imán, veía en sus dos extremos fuertes rayos de luz roja, amarilla y azul. Esos rayos vibraban a veces con un movimiento ondulatorio. Continuó sus experiencias con toda clase de cuerpos, sobre todo con cristales. Alrededor de todos esos cuerpos, los sujetos sensibles vieron emanaciones luminosas. Alrededor de la cabeza de los hombres colocados en la cámara oscura, vieron rayos blancos; de sus dedos salían pequeñas llamas. En la primera fase de su sueño, los sonámbulos ven a veces a su magnetizador con esos mismos signos. La pura luz astral no aparece más que en el alto éxtasis; pero se polariza en todos los cuerpos, se combina con todos los flúidos terrestres y en el magnetismo animal. (Reichenbach ha llamado a ese flúido odyle. Su obra ha sido traducida al inglés por Gregory: Researches on magnetism, electricity, heat, light, cristalization and chemical attraction. Londres, 1850). El interés de las experiencias de Reichenbach está en haber hecho tocar con el dedo los límites y la transición de la visión física a la visión astral, que puede conducir a la visión espiritual. Ellas hacen también entrever los refinamientos infinitos de la materia imponderable. En esta vía, nada nos priva de concebirla tan flúida, tan sutil y penetrante; que venga a ser en algún modo homogénea al espíritu, y le sirva de vestidura perfecta.
Acabamos de ver que la física moderna ha tenido que reconocer un agente universal imponderable para explicar el mundo, que ella ha demostrado su existencia y que de este modo ha entrado sin saberlo en las ideas teosóficas antiguas. Tratemos ahora de definir la naturaleza y la función del flúido cósmico, según la filosofía de lo oculto en todos los tiempos. Porque acerca de este principio capital de la Cosmogonía, Zoroastro concuerda con Heráclito, Pitágoras con San Pablo, los Cabalistas con Paracelso. Por todas partes reina Cibeles-Maia, la grande alma del mundo, la substancia vibrante y plástica que maneja a su grado el soplo del Espíritu creador. Sus océanos etéreos sirven de cemento entre todos los mundos. Ella es la grande mediadora entre lo invisible y lo visible. Condensada en masas enormes en la atmósfera, bajo la acción del sol, estalla en el rayo. Bebida por la tierra, por ella circula en corrientes magnéticas. Sutilizada en el sistema nervioso del animal, transmite su voluntad a los miembros, sus sensaciones al cerebro. Aún más: ese flúido sutil forma organismos vivientes semejantes a los cuerpos materiales. Porque sirve de substancia al cuerpo astral del alma, vestidura luminosa que el espíritu se teje sin cesar a sí mismo. Según las almas que reviste, según los mundos que envuelve, ese flúido se transforma, se afina o se espesa. No corporiza solamente el espíritu y espiritualiza la materia, sino que refleja en su seno animado, las cosas, las voluntades y los pensamientos humanos en un perpetuo espejismo. La fuerza y la duración de estas imágenes es proporcionada a la intensidad de la voluntad que las produce. Y en verdad, no hay otro medio de explicar la sugestión y la transmisión del pensamiento a distancia: ese principio de la magia que hoy consta y es reconocido por la ciencia. (Véase el boletín de la Sociedad de Psicología fisiológica, presidida por Mr. Charcot, 1885. Véase, sobre todo, el hermoso libro de Mr. Ochorowicz, De la Sugestion mentale, París, 1887). De este modo, el pasado de los mundos tiembla en la luz astral en imágenes inciertas y el porvenir se pasea en ella con las almas vivientes que el ineludible destino fuerza a descender a la carne. He aquí el sentido del velo de Isis y del manto de Cibeles, en el que están tejidos todos los seres.
Se ve ahora que la doctrina teosófica de la luz astral es idéntica a la doctrina secreta del verbo solar en las regiones del Oriente y de la Grecia. Se ve también cómo esta doctrina se liga a la de la adivinación. La luz astral se revela en ella como el médium universal de los fenómenos de visión y de éxtasis, y los explica. Ella es a la vez el vehículo que transmite los movimientos del pensamiento, y el espejo viviente donde el alma contempla las imágenes del mundo material y espiritual. Una vez transportado a aquel elemento, el espíritu del vidente sale de las condiciones corporales. La medida del tiempo y del espacio cambia para él. Él participa en algún modo de la ubicuidad del flúido universal. La materia opaca se vuelve para él transparente; y el alma, desagregándose del cuerpo, elevándose en su propia luz, llega por el éxtasis a penetrar en el mundo espiritual, a ver las almas revestidas de sus cuerpos etéreos y a comunicar con ellas. Todos los antiguos iniciados tenían la idea neta de esta segunda vista, o vista directa del espíritu. Testigo Esquilo, que hace decir a la sombra de Clytemnestra: “Mira esas heridas, tu espíritu cuando se duerme, tiene ojos más penetrantes; a la luz del día, los mortales no abarcan un vasto campo con su vista”.
Agreguemos que esa teoría de la clarividencia y del éxtasis se armoniza perfectamente con las numerosas experiencias científicas practicadas por sabios y médicos de este siglo sobre sonámbulos lúcidos y clarividentes de todas clases.
(Hay sobre esta materia una literatura abundante, de valor muy desigual, en Francia, Alemania e Inglaterra. Citaremos dos obras en que esas cuestiones son tratadas científicamente por hombres dignos de fe).
(1a. Letters on animal magnetism, de William Gregory; Londres, 1850. — Gregory era profesor de química en la Universidad de Edimburgo. Su libro es un estudio profundo de los fenómenos del magnetismo animal, desde la sugestión hasta la visión a distancia y la clarividencia lúcida, sobre sujetos observados por él mismo, según el método científico y con una minuciosa exactitud).
(2a. Die mystichen Erscheinungen der menschlichen Natur, de Maximiliam Perty; Leipzig, 1872. — Mr. Perty es profesor de filosofía y de medicina en la Universidad de Berna. Su libro ofrece un inmenso repertorio de todos los fenómenos ocultos que tienen algún valor histórico. El capítulo muy notable sobre la clarividencia (Schlafwachen), Volumen 1, contiene veinte historias de sonámbulas y cinco historias de sonámbulos, contadas por médicos que les han tratado. La de la clarividente Weiner, tratada por el autor, es de las más curiosas. — Véanse también los tratados de magnetismo de Dupotet, de Deleuze, y el libro interesantísimo Die Scherin von Prévorst, de Justinus Kerner).
Teniendo en cuenta estos hechos contemporáneos, trataremos de caracterizar brevemente la sucesión de los estados psíquicos, desde la clarividencia simple hasta el éxtasis cataléptico.
El estado de clarividencia, a lo que se deduce de miles de hechos bien comprobados, es un estado psíquico que difiere tanto del sueño como de la vigilia. Lejos de disminuir, las facultades del clarividente aumentan de un modo sorprendente. Su memoria es más precisa, su imaginación más viva, su inteligencia más despierta. En fin, y éste es un hecho capital, un sentido nuevo, que ya no es un sentido corporal, sino un sentido del alma, se ha desarrollado. No solamente los pensamientos del magnetizador se transmiten a él como en el simple fenómeno de la sugestión — que sale ya del plano físico — sino que el clarividente lee en el pensamiento de los que asisten a la experiencia, ve a través de las paredes, penetra a centenares de leguas en interiores donde nunca ha estado y en la vida íntima de gentes que no conocía. Sus ojos están cerrados y no puede ver nada, pero su espíritu ve más lejos y mejor que sus ojos abiertos, y parece viajar libremente en el espacio. (Ejemplos numerosos en Gregory. Cartas XVI, XVII y XVIII).
En una palabra, si la clarividencia es un estado anormal desde el punto de vista del cuerpo, es un estado normal y superior desde el punto de vista del espíritu. Porque su conciencia se ha vuelto más profunda, su visión más amplia. El yo continúa siendo el mismo, pero ha pasado a un plano superior, donde su mirada, libre de los órganos del cuerpo, abarca y penetra un más vasto horizonte.
(El filósofo alemán Schelling había reconocido la importancia capital del sonambulismo en la cuestión de la inmortalidad del alma. Él observa que, en el sueño lúcido, se produce una elevación y una liberación relativa del alma con respecto al cuerpo, tal como nunca tiene lugar en el estado normal. En los sonámbulos, todo anuncia la más elevada conciencia, como si todo su ser estuviera concentrado en un foco luminoso que reúne el pasado, el presente y el porvenir. Lejos de perder el recuerdo, el pasado se ilumina para ellos, el porvenir mismo se revela a veces en radio considerable. Si esto es posible en la vida terrestre — se pregunta Schelling —, ¿No es cierto que nuestra personalidad espiritual que nos sigue en la muerte, está presente ya en nosotros de un modo actual, que ella no nace entonces, que es simplemente libertada y se muestra en el momento en que no está ligada al mundo exterior por los sentidos?. El estado post mortem es, pues, más real que el estado terrestre. Porque, en esta vida, lo accidental, mezclándose a todo, paraliza en nosotros lo esencial. Schelling llama lisamente al estado futuro: clarividencia. El espíritu, desembarazado de todo lo que hay de accidental en la vida terrestre, se vuelve más vívido y más fuerte; el malvado se vuelve más malvado, el bueno mejor).
(Recientemente, Mr. Charles Du Prel ha sostenido la misma tesis con gran riqueza de hechos y puntos de vista, en un hermoso libro: Philosophie der Mystik (1886). El parte ele este hecho: “La conciencia del yo no agota su objeto. El alma y la conciencia no son dos términos adecuados; no se cubren, porque no tienen igual extensión. La esfera del alma rebasa con mucho la de la conciencia”. Hay, pues, en nosotros un yo latente. Ese yo latente que se manifiesta en el ensueño y en el sueño, es el verdadero yo, supraterrestre y trascendente, cuya existencia ha precedido a nuestro yo terrestre, ligado al cuerpo. El yo terrestre es perecedero; el yo trascendente es inmortal. He aquí por qué San Pablo ha dicho: “Desde esta tierra, marchamos por el cielo”).
Hay que notar que ciertos sonámbulos, al sufrir los pases del magnetizador, se sienten inundados de una luz más y más deslumbradora, mientras que el despertar les parece una penosa vuelta a las tinieblas.
La sugestión, la lectura en el pensamiento y la vista a distancia, son hechos que prueban ya la existencia independiente del alma y nos transportan sobre el plano físico del Universo, sin hacernos salir de él por completo. Pero la clarividencia tiene infinitas variedades y una escala de estados diversos mucho más extensa que la de la vigilia. A medida que se asciende, los fenómenos se vuelven más raros y más extraordinarios. No citemos más que las principales etapas. La retrospección es una visión de los acontecimientos pasados conservados en la luz astral y reavivados por la simpatía del vidente. La adivinación propiamente dicha, es una visión problemática de las cosas futuras, bien por una introspección del pensamiento de los vivos que contiene en germen las acciones futuras, bien por la influencia oculta de espíritus superiores que desarrollan el porvenir en imágenes vivas ante el alma del clarividente. En los dos casos son proyecciones de pensamientos en la luz astral. En fin, el éxtasis se define como una visión del mundo espiritual, en que espíritus buenos o malos aparecen al vidente bajo forma humana y comunican con él. El alma parece realmente transportada fuera del cuerpo, que la vida casi ha dejado y que se agarrota en una catalepsia vecina de la muerte. Nada puede igualar, según las narraciones de los grandes extáticos, a la belleza y esplendor de esas visiones, ni al sentimiento de inefable fusión con la esencia divina, que de ellas traen, como una embriaguez de luz y de música. Se puede dudar de la realidad esas visiones. Pero es preciso añadir que si en el estado medio de la clarividencia, el alma tiene una percepción justa de los lugares lejanos y de los ausentes, es lógico admitir que, en su más alta exaltación, pueda tener la visión una realidad superior e inmaterial.
Será, según nosotros, la labor del porvenir, devolver a las facultades trascendentes del alma humana su dignidad y su función social, reorganizándolas bajo la fiscalización de la ciencia y sobre las bases de una religión verdaderamente universal, abierta a todas las verdades. Entonces la ciencia, regenerada por la verdadera fe y por el espíritu de caridad, alcanzará, con los ojos abiertos, a esas esferas en que la filosofía especulativa yerra con los ojos vendados y tanteando. Sí, la ciencia se volverá vidente y redentora, a medida que aumente en ella la conciencia y el amor a la humanidad. Y quizá sea por “la puerta del ensueño y de los sueños”, como decía el viejo Homero, por donde la divina Psiquis, desterrada de nuestra civilización y que llora en silencio bajo su velo, vuelva a la posesión sus altares.
Sea de ello lo que quiera, los fenómenos de clarividencia, observados en todas sus fases por sabios y médicos del siglo XIX, lanzan una nueva luz sobre el papel de la adivinación en la antigüedad, y sobre una multitud de fenómenos, en apariencia sobrenaturales, que contienen los anales de todos los pueblos. Ciertamente, es indispensable delimitar la parte que pueda haber de leyenda y de historia, de alucinación o de visión verdadera. Pero la psicología experimental de nuestros días nos enseña a no rechazar en masa hechos que están en la posibilidad de la naturaleza humana, a a estudiarlos desde el punto de vista de las leves comprobadas. Si la clarividencia es una facultad del alma, ya no hay derecho a rechazar pura y simplemente al dominio de la superstición, a los profetas, oráculos y sibilas. La adivinación ha podido ser conocida y practicada en los templos antiguos con principios fijos, con un fin social y religioso. El estudio comparado de las religiones y de las tradiciones esotéricas, muestra que esos principios fueron los mismos en todas partes, aunque su aplicación haya variado de un modo infinito. Lo que ha desacreditado el arte de la adivinación, es que su corrupción ha dado lugar a los peores abusos, y que sus hermosas manifestaciones sólo son posibles en seres de una grandeza de alma y pureza excepcionales.
La adivinación tal como se ejercía en Delfos, estaba fundada sobre los principios que acabamos de exponer y la organización interior del templo, a ellos correspondía. Como en los grandes templos de Egipto, ella se componía de un arte y de una ciencia. El arte consistía en penetrar en lo lejano, el pasado y el porvenir, por medio de la clarividencia o el éxtasis profético; la ciencia calculaba el porvenir según las leyes de la evolución universal. Arte y ciencia se comprobaban recíprocamente. Nada diremos de aquella ciencia llamada por los antiguos genethlialogía de la cual la astrología de la Edad Media no es más que un fragmento imperfectamente comprendido, a no ser que suponía la enciclopedia esotérica aplicada al porvenir de los pueblos y de los individuos. Muy útil como orientación, siempre fue muy problemática en su aplicación y sólo los espíritus de primer orden supieron hacer uso de ella. Pitágoras la había profundizado en Egipto. En Grecia se ejercía la adivinación con datos menos completos y menos precisos. Por el contrario, el arte, la clarividencia y la profecía, habían sido lanzados bastante lejos.
Se sabe que este arte se ejercía en Delfos por medio de mujeres jóvenes y ancianas llamadas Pitias o Pitonisas, que jugaban el papel pasivo de sonámbulas clarividentes. Los sacerdotes interpretaban, traducían, arreglaban sus oráculos, con frecuencia confusos, según sus propias luces. Los historiadores modernos no an visto casi más en la institución de Delfos, que la explotación de las supersticiones por un charlatanismo inteligente. Pero además del asentimiento de toda la filosofía antigua a la ciencia adivinatoria de Delfos, varios oráculos contados por Herodoto, como los de Creso y los de la batalla de Salamina, hablan en su favor. Sin duda aquel arte tuvo su principio, su florecimiento y su decadencia. El charlatanismo y la corrupción terminaron por mezclarse en ellos, testigo el rey Cleomeno que corrompió a la superiora de las sacerdotisas de Delfos para privar del trono a Demarato. Plutarco ha escrito un tratado para buscar las razones de la decadencia de los oráculos, y esa degeneración fue sentida como una desgracia por toda la sociedad antigua. En la época precedente, la adivinación fue cultivada con una sinceridad religiosa y una profundidad científica que la elevaron a la altura de un verdadero sacerdocio. Se leía sobre el frontis del templo la inscripción siguiente: “Conócete a ti mismo”, y esta otra sobre la puerta de entrada: “No se aproxime aquí quien no sea puro”. Estas palabras decían a quien llegaba, que las pasiones, las mentiras, las hipocresías terrestres no debían pasar el umbral del santuario, y que, en el interior, la verdad divina reinaba con majestad temible. Pitágoras sólo fue a Delfos después que hubo visitado todos los templos de Grecia. Se había detenido con Epiménides en el santuario de Júpiter; había asistido a los juegos olímpicos; había presidido los misterios de Eleusís, donde el hierofante le había cedido su sitio. En todas partes le habían recibido como maestro. Le esperaban en Delfos. El arte adivinatorio languidecía y Pitágoras quería devolverle su profundidad, su fuerza y su prestigio. Iba, pues, a aquel santuario más bien para ilustrar a sus intérpretes que para consultar a Apolo; iba a caldear su entusiasmo y a despertar su energía. Dirigirlos era dirigir el alma de Grecia y preparar su porvenir.
Felizmente encontró en el templo un instrumento maravilloso, que un designio providencia parecía haberle reservado.
La joven Teoclea pertenecía al colegio de las sacerdotisas de Apolo. Procedía de una de esas familias en que la dignidad sacerdotal era hereditaria. Las grandes impresiones del santuario, las ceremonias del culto, los coros, las fiestas de Apolo pítico e hiperbóreo habían alimentado su infancia. Se la imagina como una de esas jóvenes que tienen una aversión innata e intensiva para lo que atrae a las otras. Ellas no aman a Ceres y temen a Venus. Porque la pesada atmósfera terrestre las inquieta, y el amor físico vagamente entrevisto les parece una violación del alma, un rompimiento de su ser intacto y virginal. Por el contrario, ellas son sensibles de una manera extraña a corrientes misteriosas e influencias astrales. Cuando la luna daba en los sombríos bosquecillos de la fuente de Castalia, Teoclea veía deslizarse allí formas blanquecinas. En pleno día, oía voces. Cuando se exponía a los rayos del sol naciente, su vibración la sumergía en una especie de éxtasis, en que oía coros invisibles. Sin embargo, era muy insensible a las idolatrías populares del culto. Las estatuas la dejaban indiferente, tenía horror a los sacrificios de animales. No hablaba a nadie de las apariciones que turbaban su sueño. Ella sentía con el instinto de las clarividentes que los sacerdotes de Apolo no poseían la suprema luz de que tenía necesidad. Éstos, sin embargo, tenían la mirada fija sobre ella para decidirla a ser Pitonisa. Ella se sentía como atraída por un mundo superior, del que no tenía la clave. ¿Qué eran aquellos dioses que se apoderaban de ella y la estremecían? Quería saberlo antes de entregarse. Porque las grandes almas tienen necesidad de ver claro, aun al abandonarse a las potencias divinas.
¡Qué profundo temblor, qué presentimiento misterioso debió agitar el alma de Teoclea cuando vio por vez primera a Pitágoras y oyó resonar su voz elocuente entre las columnas del santuario de Apolo! Entonces sintió la presencia del iniciador que esperaba, reconoció a su maestro. Quería saber. Sabría por medio de él, e iba a hacer hablar a aquel mundo interior, aquel mundo que llevaba en sí misma. Él por su parte debió reconocer en ella, con la seguridad y penetración de su golpe de vista, del alma viva y vibrante que buscaba para ser intérprete de su pensamiento en el templo, e infundir en él un nuevo espíritu. Desde la primera mirada cambiada, desde la primera palabra dicha, una cadena invisible unió al sabio de Samos con la joven sacerdotisa, que le escuchaba sin decir nada, bebiendo sus palabras con sus grandes ojos atentos. No sé quién ha dicho que el poeta y la lira se reconocen en una vibración profunda al aproximarse uno al otro. Así se reconocieron Pitágoras y Teoclea.
Desde el amanecer, Pitágoras tenía largas conferencias con los sacerdotes de Apolo llamados santos y profetas. Pidió él que la joven sacerdotisa fuese admitida para iniciarla en su enseñanza secreta y prepararla para su papel. Ella pudo así seguir las lecciones que el maestro daba todos los días en el santuario. Pitágoras estaba entonces en la fuerza de la edad. Llevaba su vestidura blanca ceñida a la egipcia, una banda de púrpura rodeaba su amplia frente. Cuando hablaba, sus ojos graves y lentos se posaban sobre el interlocutor y le envolvían en una cálida luz. El aire a su alrededor parecía volverse más ligero e intelectualizarse todo.
Las conferencias del sabio de Samos con los más altos representantes de la religión griega fueron de la más extrema importancia. Se trataba no solamente de adivinación e inspiración, sino del porvenir de Grecia y de los destinos del mundo entero. Los conocimientos, los títulos y los poderes que había adquirido en los templos de Memphis y de Babilonia, le daban la mayor autoridad. Tenía el derecho de hablar como superior y como guía a los inspiradores de Grecia. Lo hizo con la elocuencia de su genio, con el entusiasmo de su misión. Para ilustrar su inteligencia, comenzó por contarles su juventud, sus luchas, su iniciación egipcia. Les habló de aquel Egipto, madre de Grecia, viejo como el mundo, inmutable como una momia cubierta de jeroglíficos en el fondo de sus pirámides, pero poseyendo en su tumba el secreto de los pueblos, de las lenguas, de las religiones. Desarrolló ante sus ojos los misterios de la grande Isis, terrestre y celeste, madre de los Dioses y de los hombres, y haciéndolos pasar por sus pruebas les sumergió con él en la luz de Osiris. Luego le tocó el turno a Babilonia, con sus magos caldeos, sus ciencias ocultas, sus templos profundos y macizos donde ellos evocan el fuego viviente en que se mueven los Dioses y los demonios.
Escuchando a Pitágoras, Teoclea experimentaba sorprendentes sensaciones. Todo lo que él decía se grababa con letras de fuego en su espíritu. Aquellas cosas le parecían a la vez maravillosas y conocidas; al aprenderlas creía recordarlas. Las palabras del maestro la hacían hojear las páginas del universo como un libro. Ya no veía a los Dioses en sus efigies humanas, sino en sus esencias que forman las cosas y los espíritus. Ella se remontaba, subía y descendía con ello en los espacios. A veces tenía la ilusión de no sentir los límites de su cuerpo y de disiparse en el infinito. De este modo la imaginación entraba poco a poco en el mundo invisible y las huellas antiguas que de éste encontraba en su propia alma, le decían que aquello era la verdadera, la sola realidad; lo otro no era más que apariencia. Sentía que pronto sus ojos internos iban a abrirse para poder leer directamente.
Desde aquellas alturas, el maestro la volvió a la tierra contándole las desgracias por que pasaba Egipto. Después de haber desarrollado la grandeza de la ciencia egipcia, mostró cómo había sucumbido bajo la invasión persa. Pintó los horrores de Cambises, los templos saqueados, los libros sagrados arrojados a la hoguera, los sacerdotes de Osiris muertos o dispersados y el monstruo del despotismo persa, que reunía bajo su mano de hierro toda la vieja barbarie asiática, las razas errantes medio salvajes del centro del Asia y del fondo de la India, no esperando más que una ocasión propicia para lanzarse sobre Europa. Sí, aquel ciclón creciente debía estallar sobre Grecia, tan seguramente como el rayo debe salir de las nubes que se amontonan en el aire. ¿Estaba preparada la dividida Grecia para resistir aquel choque terrible? Ni tan siquiera lo sospechaba. Los pueblos no evitan su destino, y si no vigilan sin cesar, los Dioses los precipitan. ¿No se había derrumbado la sabia nación de Hermes, Egipto, después ele seis mil años de prosperidad?
¡Ay, Grecia, la bella Jonia pasará aún más de prisa! Día llegará en que el Dios solar abandone aquel templo, los bárbaros derriben sus piedras y los pastores lleven a pacer sus ganados sobre las ruinas de Delfos.
A estas siniestras profecías, el semblante de Teoclea se transformó tomando una expresión de espanto. Se dejó caer en tierra y abrazándose a una columna, con los ojos fijos, sumida en sus pensamientos, parecía el genio del Dolor llorando sobre la futura y lúgubre tumba de Grecia.
“Mas, continuó Pitágoras, éstos son secretos que es preciso enterrar en el fondo de los templos. El iniciado atrae la muerte o la rechaza a voluntad. Formando la cadena mágica de las voluntades, los iniciados prolongan también la vida de los pueblos. En vosotros está el retrasar la fatal hora, en vosotros hacer brillar a Grecia, en vosotros hacer irradiar en ella el verbo de Apolo. Los pueblos son lo que les hacen ser sus Dioses; pero los Dioses sólo se revelan a quienes a ellos recurren. ¿Qué es Apolo?
El Verbo del Dios único que se manifiesta eternamente en el mundo. La Verdad es el alma de Dios, su cuerpo es la luz. Los sabios, los videntes, los profetas la ven sólo, los hombres no ven más que su sombra. Los espíritus glorificados que llamamos héroes y semidioses, habitan en aquella luz, en legiones, en esferas innumerables. Ése es el verdadero cuerpo de Apolo, el sol de los iniciados, y sin sus rayos nada grande se hace sobre la tierra. Como el imán atrae al hierro, así por nuestros pensamientos, por nuestras oraciones, por nuestros actos, atraemos la inspiración divina. ¡Transmitid a Grecia el verbo de Apolo, y Grecia resplandecerá con luz inmortal!”.
Por medio de tales discursos, Pitágoras logró devolver a los sacerdotes de Delfos la conciencia de su misión. Teoclea absorbía sus ideas con pasión silenciosa y concentrada. Ella se transformaba a la vista bajo el pensamiento y la voluntad del maestro, como bajo un lento encanto. En pie, en medio de los ancianos asombrados, deshacía su negra cabellera y la separaba de su frente como si en ella sintiera correr el fuego. Ya sus ojos, abiertos y transfigurados, parecían contemplar a los genios solares y planetarios, en sus orbes espléndidos y su intensa radiación.
Un día cayó por sí misma en un sueño profundo y lúcido. Los cinco profetas la rodearon, pero permaneció insensible a su voz y a su tacto. Pitágoras se aproximó a ella y la dijo: “Levántate y ve adonde mi pensamiento te envié. Porque ahora eres la Pitonisa”.
A la voz del maestro, un estremecimiento recorrió todo su cuerpo y la levantó en una larga vibración. Sus ojos estaban cerrados; ella veía interiormente.
— ¿Dónde estás? — Preguntó Pitágoras.
— Subo..., subo continuamente.
— ¿Y ahora?
— Nado en la luz de Orfeo.
— ¿Qué ves en el porvenir?
— Grandes guerras..., hombres de bronce, victorias... Apolo vuelve a habitar en su santuario, y yo seré su voz... Pero tú, su mensajero, ¡Oh, desgracia!, vas a dejarme... y llevarás su luz a Italia.
La vidente habló largo tiempo con los ojos cerrados, con su voz musical, jadeante, rítmica; luego, de repente en un sollozo, cayó como muerta.
De este modo, Pitágoras vertía las puras enseñanzas en el espíritu de Teoclea y la templaba como una lira para el soplo de los Dioses. Una vez exaltada a aquella altura de inspiración, ella fue para él mismo una antorcha gracias a la cual pudo sondear su propio destino, penetrar en el posible porvenir y dirigirse en las zonas sin límites de lo invisible. Aquella contraprueba palpitante de las verdades que enseñaba, admiró a los sacerdotes, despertó su entusiasmo y reanimó su fe. El templo tenía ahora una Pitonisa inspirada, sacerdotes iniciados en las ciencias y las artes divinas: Delfos podía volver a ser un centro de vida y de acción.
Pitágoras se detuvo allí un año entero. Sólo después de haber instruido a los sacerdotes en todos los secretos de su doctrina y de haber formado a Teoclea para su ministerio, partió para la Grande Grecia.
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