PARTE 1
CAPITULO I
Era un día luminoso
y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla
clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó
rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque
no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara
con él.
El vestíbulo olía a
legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado
grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba
sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de
unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y
endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir
en el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se
cortaba durante las horas de día. Esto era parte de las restricciones con que
se preparaba la Semana del Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con
sus treinta y nueve años y una úlcera de varices por encima del tobillo
derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En cada descansillo,
frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el
muro.
Era uno de esos
dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno adondequiera que
esté.
EL GRAN HERMANO TE
VIGILA, decían las palabras al pie.
Dentro del piso una
voz llena leía una lista de números que tenían algo que ver con la producción
de lingotes de hierro. La voz salía de una placa oblonga de metal, una especie
de espejo empeñado, que formaba parte de la superficie de la pared situada a la
derecha. Winston hizo funcionar su regulador y la voz disminuyó de volumen
aunque las palabras seguían distinguiéndose.
El instrumento
(llamado teidoatítalia) podía ser amortiguado, pero no había manera de cerrarlo
del todo. Winston fue hacia la ventana: una figura pequeña y frágil cuya
delgadez resultaba realzada por el «mono» azul, uniforme del Partido. Tenía el
cabello muy rubio, una cara sanguínea y la piel embastecida por un jabón malo,
las romas hojas de afeitar y el frío de un invierno que acababa de terminar.
Afuera, incluso a
través de los ventanales cerrados, el mundo parecía frío. Calle abajo se
formaban pequeños torbellinos de viento y polvo; los papeles rotos subían en
espirales y, aunque el sol lucía y el cielo estaba intensamente azul, nada
parecía tener color a no ser los carteles pegados por todas partes. La cara de
los bigotes negros miraba desde todas las esquinas que dominaban la
circulación. En la casa de enfrente había uno de estos cartelones.
EL GRAN HERMANO TE
VIGILA, decían las grandes letras, mientras los sombríos ojos miraban fijamente
a los de Winston. En la calle, en línea vertical con aquél, había otro cartel
roto por un pico, que flameaba espasmódicamente azotado por el viento, descubriendo
y cubriendo alternativamente una sola palabra: INGSOC. A lo lejos, un autogiro
pasaba entre los tejados, se quedaba un instante colgado en el aire y luego se
lanzaba otra vez en un vuelo curvo. Era de la patrulla de policía encargada de
vigilar a la gente a través de los balcones y ventanas. Sin embargo, las
patrullas eran lo de menos. Lo que importaba verdaderamente era la Policía del
Pensamiento.
A la espalda de
Winston, la voz de la telepantalla seguía murmurando datos sobre el hierro y el
cumplimiento del noveno Plan Trienal. La telepantalla recibía y transmitía
simultáneamente. Cualquier sonido que hiciera Winston superior a un susurro,
era captado por el aparato. Además, mientras permaneciera dentro del radio de
visión de la placa de metal, podía ser visto a la vez que oído. Por supuesto,
no había manera de saber si le contemplaban a uno en un momento dado. Lo único
posible era figurarse la frecuencia y el plan que empleaba la Policía del
Pensamiento para controlar un hilo privado. Incluso se concebía que los
vigilaran a todos a la vez. Pero, desde luego, podían intervenir su línea de
usted cada vez que se les antojara. Tenía usted que vivir -y en esto el hábito
se convertía en un instinto- con la seguridad de que cualquier sonido emitido
por usted sería registrado y escuchado por alguien y que, excepto en la
oscuridad, todos sus movimientos serían observados.
Winston se mantuvo
de espaldas a la telepantalla. Así era más seguro; aunque, como él sabía muy
bien, incluso una espalda podía ser reveladora. A un kilómetro de distancia, el
Ministerio de la Verdad, donde trabajaba Winston, se elevaba inmenso y blanco
sobre el sombrío paisaje. «Esto es Londres», pensó con una sensación vaga de
disgusto; Londres, principal ciudad de la Franja aérea 1, que era a su vez la
tercera de las provincias más pobladas de Oceanía. Trató de exprimirse de la
memoria algún recuerdo infantil que le dijera si Londres había sido siempre
así. ¿Hubo siempre estas vistas de decrépitas casas decimonónicas, con los
costados revestidos de madera, las ventanas tapadas con cartón, los techos
remendados con planchas de cinc acanalado y trozos sueltos de tapias de
antiguos jardines? ¿Y los lugares bombardeados, cuyos restos de yeso y cemento
revoloteaban pulverizados en el aire, y el césped amontonado, y los lugares
donde las bombas habían abierto claros de mayor extensión y habían surgido en
ellos sórdidas colonias de chozas de madera que parecían gallineros? Pero era
inútil, no podía recordar: nada le quedaba de su infancia excepto una serie de
cuadros brillantemente iluminados y sin fondo, que en su mayoría le resultaban
ininteligibles.
El Ministerio de la
Verdad -que en neolengua (La lengua
oficial de Oceanía)
se le llamaba el Minver-era diferente, hasta un extremo asombroso, de cualquier
otro objeto que se presentara a la vista. Era una enorme estructura piramidal
de cemento armado blanco y reluciente, que se elevaba, terraza tras terraza, a
unos trescientos metros de altura. Desde donde Winston se hallaba, podían
leerse, adheridas sobre su blanca fachada en letras de elegante forma, las tres
consignas del Partido:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA
ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA
FUERZA
Se decía que el
Ministerio de la Verdad tenía tres mil habitaciones sobre el nivel del suelo y
las correspondientes ramificaciones en el subsuelo. En Londres sólo había otros
tres edificios del mismo aspecto y tamaño. Éstos aplastaban de tal manera la
arquitectura de los alrededores que desde el techo de las Casas de la Victoria
se podían distinguir, a la vez, los cuatro edificios. En ellos estaban
instalados los cuatro Ministerios entre los cuales se dividía todo el sistema
gubernamental. El Ministerio de la Verdad, que se dedicaba a las noticias, a
los espectáculos, la educación y las bellas artes. El Ministerio de la Paz,
para los asuntos de guerra. El Ministerio del Amor, encargado de mantener la
ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, al que correspondían los
asuntos económicos. Sus nombres, en neolengua: Miniver, Minipax, Minimor y Minindantia.
El Ministerio del
Amor era terrorífico. No tenía ventanas en absoluto. Winston nunca había estado
dentro del Minimor, ni siquiera se había acercado a medio kilómetro de él. Era
imposible entrar allí a no ser por un asunto oficial y en ese caso había que
pasar por un laberinto de caminos rodeados de alambre espinoso, puertas de
acero y ocultos nidos de ametralladoras. Incluso las calles que conducían a sus
salidas extremas, estaban muy vigiladas por guardias, con caras de gorila y
uniformes negros, armados con porras.
Winston se volvió
de pronto. Había adquirido su rostro instantáneamente la expresión de tranquilo
optimismo que era prudente llevar al enfrentarse con la telepantalla. Cruzó la
habitación hacia la diminuta cocina. Por haber salido del Ministerio a esta
hora tuvo que renunciar a almorzar en la cantina y en seguida comprobó que no
le quedaban víveres en la cocina a no ser un mendrugo de pan muy oscuro que
debía guardar para el desayuno del día siguiente. Tomó de un estante una botella
de un líquido incoloro con una sencilla etiqueta que decía: Ginebra de la
Victoria. Aquello olía a medicina, algo así como el espíritu de arroz chino.
Winston se sirvió una tacita, se preparó los nervios para el choque, y se lo
tragó de un golpe como si se lo hubieran recetado.
Al momento, se le
volvió roja la cara y los ojos empezaron a llorarle. Este líquido era como
ácido nítrico; además, al tragarlo, se tenía la misma sensación que si le
dieran a uno un golpe en la nuca con una porra de goma. Sin embargo, unos
segundos después, desaparecía la incandescencia del vientre y el mundo empezaba
a resultar más alegre. Winston sacó un cigarrillo de una cajetilla sobre la
cual se leía: Cigarrillos de la Victoria, y como lo tenía cogido verticalmente
por distracción, se le vació en el suelo. Con el próximo pitillo tuvo ya
cuidado y el tabaco no se salió. Volvió al cuarto de estar y se sentó ante una
mesita situada a la izquierda de la telepantalla. Del cajón sacó un
portaplumas, un tintero y un grueso libro en blanco de tamaño in-quarto, con el
lomo rojo y cuyas tapas de cartón imitaban el mármol.
Por alguna razón la
telepantalla del cuarto de estar se encontraba en una posición insólita. En vez
de hallarse colocada, como era normal, en la pared del fondo, desde donde
podría dominar toda la habitación, estaba en la pared más larga, frente a la
ventana. A un lado de ella había una alcoba que apenas tenía fondo, en la que
se había instalado ahora Winston. Era un hueco que, al ser construido el
edificio, habría sido calculado seguramente para alacena o biblioteca. Sentado
en aquel hueco y situándose lo más dentro posible, Winston podía mantenerse
fuera del alcance de la telepantalla en cuanto a la visualidad, ya que no podía
evitar que oyera sus ruidos. En parte, fue la misma distribución insólita del
cuarto lo que le indujo a lo que ahora se disponía a hacer.
Pero también se lo
había sugerido el libro que acababa de sacar del cajón. Era un libro
excepcionalmente bello. Su papel, suave y cremoso, un poco amarillento por el
paso del tiempo, por lo menos hacía cuarenta años que no se fabricaba. Sin
embargo, Winston suponía que el libro tenía muchos años más. Lo había visto en
el escaparate de un establecimiento de compraventa en un barrio miserable de la
ciudad (no recordaba exactamente en qué barrio había sido) y en el mismísimo
instante en que lo vio, sintió un irreprimible deseo de poseerlo. Los miembros
del Partido no deben entrar en las tiendas corrientes (a esto se le llamaba, en
tono de severa censura, «traficar en el mercado libre»), pero no se acataba
rigurosamente esta prohibición porque había varios objetos como cordones para
los zapatos y hojas de afeitar- que era imposible adquirir de otra manera.
Winston, antes de entrar en la tienda, había mirado en ambas direcciones de la
calle para asegurarse de que no venía nadie y, en pocos minutos, adquirió el
libro por dos dólares cincuenta. En aquel momento no sabía exactamente para qué
deseaba el libro. Sintiéndose culpable se lo había llevado a su casa, guardado
en su cartera de mano. Aunque estuviera en blanco, era comprometido guardar
aquel libro.
Lo que ahora se
disponía Winston a hacer era abrir su Diario. Esto no se consideraba ilegal (en
realidad, nada era ilegal, ya que no existían leyes), pero si lo detenían podía
estar seguro de que lo condenarían a muerte, o por lo menos a veinticinco años
de trabajos forzados. Winston puso un plumín en el portaplumas y lo chupó
primero para quitarle la grasa. La pluma era ya un instrumento arcaico. Se
usaba rarísimas veces, ni siquiera para firmar, pero él se había procurado una,
furtivamente y con mucha dificultad, simplemente porque tenía la sensación de
que el bello papel cremoso merecía una pluma de verdad en vez de ser rascado
con un lápiz tinta. Pero lo malo era que no estaba acostumbrado a escribir a
mano. Aparte de las notas muy breves, lo corriente era dictárselo todo al
hablescribe, totalmente inadecuado para las circunstancias actuales. Mojó la
pluma en la tinta y luego dudó unos instantes. En los intestinos se le había
producido un ruido que podía delatarle. El acto trascendental, decisivo, era
marcar el papel. En una letra pequeña e inhábil escribió:
4 de abril de 1984
Se echó hacia atrás
en la silla. Estaba absolutamente desconcertado. Lo primero que no sabía con
certeza era si aquel era, de verdad, el año 1984. Desde luego, la fecha había
de ser aquélla muy aproximadamente, puesto que él había nacido en 1944 o 1945,
según creía; pero, «¡cualquiera va a saber hoy en qué año vive!», se decía
Winston.
Y se le ocurrió de
pronto preguntarse: ¿Para qué estaba escribiendo él este diario? Para el
futuro, para los que aún no habían nacido. Su mente se posó durante unos
momentos en la fecha que había escrito a la cabecera y luego se le presentó,
sobresaltándose terriblemente, la palabra neolingüística doblepensar. Por
primera vez comprendió la magnitud de lo que se proponía hacer. ¿Cómo iba a
comunicar con el futuro? Esto era imposible por su misma naturaleza. Una de
dos: o el futuro se parecía al presente y entonces no le haría ningún caso, o
sería una cosa distinta y, en tal caso, lo que él dijera carecería de todo
sentido para ese futuro.
Durante algún
tiempo permaneció contemplando estúpidamente el papel. La telepantalla
transmitía ahora estridente música militar. Es curioso: Winston no sólo parecía
haber perdido la facultad de expresarse, sino haber olvidado de qué iba a
ocuparse. Por espacio de varias semanas se había estado preparando para este
momento y no se le había ocurrido pensar que para realizar esa tarea se necesitara
algo más que atrevimiento. El hecho mismo de expresarse por escrito, creía él,
le sería muy fácil. Sólo tenía que trasladar al papel el interminable e
inquieto monólogo que desde hacia muchos años venía corriéndose por la cabeza.
Sin embargo, en este momento hasta el monólogo se le había secado. Además, sus
varices habían empezado a escocerle insoportablemente. No se atrevía a rascarse
porque siempre que lo hacía se le inflamaba aquello. Transcurrían los segundos
y él sólo tenía conciencia de la blancura del papel ante sus ojos, el absoluto
vacío de esta blancura, el escozor de la piel sobre el tobillo, el estruendo de
la música militar, y una leve sensación de atontamiento producido por la
ginebra.
De repente, empezó
a escribir con gran rapidez, como si lo impulsara el pánico, dándose apenas
cuenta de lo que escribía. Con su letrita infantil iba trazando líneas torcidas
y si primero empezó a «comerse» las mayúsculas, luego suprimió incluso los
puntos:
4 de abril de 1984.
Anoche estuve en
los flicks. Todas las películas eras de guerra Había una muy buena de su barrio
lleno de refugiados que lo bombardeaban no sé dónde del Mediterráneo. Alpúblico
lo divirtieron mucho los planos de un hombre muy muy gordo que intentaba escaparse
nadando de un helicóptero que lo perseguía, primero se le veía en el agua
chapoteando como una tortuga, luego lo veías por los visores de las
ametralladoras del helicóptero,luego se veía cómo lo iban agujereando a tiros y
el agua a su alrededor que se ponía toda roja y el gordo se hundía como si el
agua le entrara por los agujeros que le habían hecho las balas. La gente se
moría de risa cuando el gordo se iba hundiendo en el agua, y también una lancha
salvavidas llena de niños con un helicóptero que venía dando vueltas y más
vueltas había una mujer de edad madura que bien podía ser una judía y estaba
sentada la proa con un niño en los brazos que quizás tuviera unos tres años, el
niño chillaba con mucho pánico, metía la cabeza entre los pechos de la mujer y
parecía que se quería esconder así y la mujer lo rodeaba con los brazos y lo
consolaba como si ella no estuviese también aterrada y como sí por tenerlo así
en los brazos fuera a evitar que le mataran al niño las balas. Entonces va el
helicóptero y tira una bomba de veinte kilos sobre el barco y no queda ni una
astilla de él, que fue una explosión pero que magnífica, y luego salía su
primer plano maravilloso del brazo del niño subiendo por el aire yo creo que un
helicóptero con su cámara debe haberlo seguido así por el aire y la gente
aplaudió muchísimo pero una mujer que estaba entro los proletarios empezó a
armar un escándalo terrible chillando que no debían echar eso, no debían
echarlo delante de los críos, que no debían, hasta que la policía la sacó de
allí a rastras no creo que le pasara nada, a nadie le importa lo que dicen los
proletarios, la reacción típica de los proletarios y no se hace caso nunca...
Winston dejó de
escribir, en parte debido a que le daban calambres. No sabía por qué había
soltado esta sarta de incongruencias. Pero lo curioso era que mientras lo hacía
se le había aclarado otra faceta de su memoria hasta el punto de que ya se
creía en condiciones de escribir lo que realmente había querido poner en su
libro. Ahora se daba cuenta de que si había querido venir a casa a empezar su
diario precisamente hoy era a causa de este otro incidente.
Había ocurrido
aquella misma mañana en el Ministerio, si es que algo de tal vaguedad podía
haber ocurrido.
Cerca de las once y
ciento en el Departamento de Registro, donde trabajaba Winston, sacaban las
sillas de las cabinas y las agrupaban en el centro del vestíbulo, frente a la
gran telepantalla, preparándose para los Dos Minutos de Odio. Winston acababa
de sentarse en su sitio, en una de las filas de en medio, cuando entraron dos
personas a quienes él conocía de vista, pero a las cuales nunca había hablado.
Una de estas personas era una muchacha con la que se había encontrado
frecuentemente en los pasillos. No sabía su nombre, pero sí que trabajaba en el
Departamento de Novela. Probablemente -ya que la había visto algunas veces con
las manos grasientas y llevando paquetes de composición de imprenta- tendría
alguna labor mecánica en una de las máquinas de escribir novelas. Era una joven
de aspecto audaz, de unos veintisiete años, con espeso cabello negro, cara
pecosa y movimientos rápidos y atléticos. Llevaba el «mono» cedido por una
estrecha faja roja que le daba varias veces la vuelta a la cintura realzando
así la atractiva forma de sus caderas; y ese cinturón era el emblema de la Liga
juvenil AntiSex. A Winston le produjo una sensación desagradable desde el
primer momento en que la vio. Y sabía la razón de este mal efecto: la atmósfera
de los campos de hockey y duchas frías, de excursiones colectivas y el aire
general de higiene mental que trascendía de ella. En realidad, a Winston le
molestaban casi todas las mujeres y especialmente las jóvenes y bonitas porque
eran siempre las mujeres, y sobre todo las jóvenes, lo más fanático del
Partido, las que se tragaban todos los slogans de propaganda y abundaban entre
ellas las espías aficionadas y las que mostraban demasiada curiosidad por lo
heterodoxo de los demás. Pero esta muchacha determinada le había dado la
impresión de ser más peligrosa que la mayoría. Una vez que se cruzaron en el
corredor, la joven le dirigió una rápida mirada oblicua que por unos momentos
dejó aterrado a Winston. Incluso se le había ocurrido que podía ser una agente
de la Policía del Pensamiento. No era, desde luego, muy probable. Sin embargo,
Winston siguió sintiendo una intranquilidad muy especial cada vez que la
muchacha se hallaba cerca de él, una mezcla de miedo y hostilidad. La otra
persona era un hombre llamado O'Brien, miembro del Partido Interior y titular
de un cargo tan remoto e importante, que Winston tenía una idea muy confusa de
qué se trataba. Un rápido murmullo pasó por el grupo ya instalado en las sillas
cuando vieron acercarse el «mono» negro de un miembro del Partido Interior.
O'Brien era un hombre corpulento con un ancho cuello y un rostro basto, brutal,
y sin embargo rebosante de buen humor. A pesar de su formidable aspecto, sus
modales eran bastante agradables. Solía ajustarse las gafas con un gesto que
tranquilizaba a sus interlocutores, un gesto que tenía algo de civilizado, y
esto era sorprendente tratándose de algo tan leve. Ese gesto -si alguien
hubiera sido capaz de pensar así todavía- podía haber recordado a un
aristócrata del siglo XVI ofreciendo rapé en su cajita. Winston había visto a
O'Brien quizás sólo una docena de veces en otros tantos años. Sentíase
fuertemente atraído por él y no sólo porque le intrigaba el contraste entre los
delicados modales de O'Brien y su aspecto de campeón de lucha libre, sino mucho
más por una convicción secreta que quizás ni siquiera fuera una convicción,
sino sólo una esperanza- de que la ortodoxia política de O'Brien no era
perfecta. Algo había en su cara que le impulsaba a uno a sospecharlo
irresistiblemente. Y quizás no fuera ni siquiera heterodoxia lo que estaba
escrito en su rostro, sino, sencillamente, inteligencia. Pero de todos modos su
aspecto era el de una persona a la cual se le podría hablar si, de algún modo,
se pudiera eludir la telepantalla y llevarlo aparte. Winston no había hecho
nunca el menor esfuerzo para comprobar su sospecha y es que, en verdad, no
había manera de hacerlo. En este momento, O'Brien miró su reloj de pulsera y,
al ver que eran las once y ciento, seguramente decidió quedarse en el
Departamento de Registro hasta que pasaran los Dos Minutos de Odio. Tomó
asiento en la misma fila que Winston, separado de él por dos sillas., Una mujer
bajita y de cabello color arena, que trabajaba en la cabina vecina a la de
Winston, se instaló entre ellos. La muchacha del cabello negro se sentó detrás
de Winston.
Un momento después
se oyó un espantoso chirrido, como de una monstruosa máquina sin engrasar,
ruido que procedía de la gran telepantalla situada al fondo de la habitación.
Era un ruido que le hacía rechinar a uno los dientes y que ponía los pelos de
punta. Había empezado el Odio.
Como de costumbre,
apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo.
Del público salieron aquí y allá fuertes silbidos. La mujeruca del pelo arenoso
dio un chillido mezcla de miedo y asco. Goldstein era el renegado que desde
hacía mucho tiempo (nadie podía recordar cuánto) había sido una de las figuras
principales del Partido, casi con la misma importancia que el Gran Hermano, y
luego se había dedicado a actividades contrarrevolucionarias, había sido condenado
a muerte y se había escapado misteriosamente, desapareciendo para siempre. Los
programas de los Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de
ellos dejaba de ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por excelencia,
el que antes y más que nadie había manchado la pureza del Partido. Todos los
subsiguientes crímenes contra el Partido, todos los actos de sabotaje,
herejías, desviaciones y traiciones de toda clase procedían directamente de sus
enseñanzas. En cierto modo, seguía vivo y conspirando.
Quizás se
encontrara en algún lugar enemigo, a sueldo de sus amos extranjeros, e incluso
era posible que, como se rumoreaba alguna vez, estuviera escondido en algún
sitio de la propia Oceanía.
El diafragma de
Winston se encogió. Nunca podía ver la cara de Goldstein sin experimentar una
penosa mezcla de emociones. Era un rostro judío, delgado, con una aureola de
pelo blanco y una barbita de chivo: una cara inteligente que tenía sin embargo,
algo de despreciable y una especie de tontería senil que le prestaba su larga
nariz, a cuyo extremo se sostenían en difícil equilibrio unas gafas. Parecía el
rostro de una oveja y su misma voz tenía algo de ovejuna. Goldstein pronunciaba
su habitual discurso en el que atacaba venenosamente las doctrinas del Partido;
un ataque tan exagerado y perverso que hasta un niño podía darse cuenta de que
sus acusaciones no se tenían de pie, y sin embargo, lo bastante plausible para
que pudiera uno alarmarse y no fueran a dejarse influir por insidias algunas
personas ignorantes. Insultaba al Gran Hermano, acusaba al Partido de ejercer
una dictadura y pedía que se firmara inmediatamente la paz con Eurasia. Abogaba
por la libertad de palabra, la libertad de Prensa, la libertad de reunión y la
libertad de pensamiento, gritando histéricamente que la revolución había sido
traicionada. Y todo esto a una rapidez asombrosa que era una especie de parodia
del estilo habitual de los oradores del Partido e incluso utilizando palabras
de neolengua, quizás con más palabras neolingüísticas de las que solían emplear
los miembros del Partido en la vida corriente. Y mientras gritaba, por detrás
de él desfilaban interminables columnas del ejército de Eurasia, para que nadie
interpretase como simple palabrería la oculta maldad de las frases de
Goldstein. Aparecían en la pantalla filas y más filas de forzudos soldados, con
impasibles rostros asiáticos; se acercaban a primer término y desaparecían. El
sordo y rítmico clap-clap de las botas militares formaba el contrapunto de la
hiriente voz de Goldstein.
Antes de que el
Odio hubiera durado treinta segundos, la mitad de los espectadores lanzaban
incontenibles exclamaciones de rabia. La satisfecha y ovejuna faz del enemigo y
el terrorífico poder del ejército que desfilaba a sus espaldas, era demasiado
para que nadie pudiera resistirlo indiferente. Además, sólo con ver a Goldstein
o pensar en él surgían el miedo y la ira automáticamente. Era él un objeto de
odio más constante que Eurasia o que Asia Oriental, ya que cuando Oceanía
estaba en guerra con alguna de estas potencias, solía hallarse en paz con la
otra. Pero lo extraño era que, a pesar de ser Goldstein el blanco de todos los
odios y de que todos lo despreciaran, a pesar de que apenas pasaba día -y cada
día ocurría esto mil veces- sin que sus teorías fueran refutadas, aplastadas,
ridiculizadas, en la telepantalla, en las tribunas públicas, en los periódicos
y en los libros... a pesar de todo ello, su influencia no parecía disminuir.
Siempre había nuevos incautos dispuestos a dejarse engañar por él. No pasaba ni
un solo día sin que espías y saboteadores que trabajaban siguiendo sus
instrucciones fueran atrapados por la Policía del Pensamiento. Era el jefe
supremo de un inmenso ejército que actuaba en la sombra, una subterránea red de
conspiradores que se proponían derribar al Estado. Se suponía que esa
organización se llamaba la Hermandad. Y también se rumoreaba que existía un
libro terrible, compendio de todas las herejías, del cual era autor Goldstein y
que circulaba clandestinamente. Era un libro sin título. La gente se refería a
él llamándole sencillamente el libro. Pero de estas cosas sólo era posible
enterarse por vagos rumores. Los miembros corrientes del Partido no hablaban
jamás de la Hermandad ni del libro si tenían manera de evitarlo.
En su segundo minuto,
el odio llegó al frenesí. Los espectadores saltaban y gritaban enfurecidos
tratando de apagar con sus gritos la perforante voz que salía de la pantalla.
La mujer del cabello color arena se había puesto al rojo vivo y abría y cerraba
la boca como un pez al que acaban de dejar en tierra. Incluso O'Brien tenía la
cara congestionada. Estaba sentado muy rígido y respiraba con su poderoso pecho
como si estuviera resistiendo la presión de una gigantesca ola. La joven
sentada exactamente detrás de Winston, aquella morena, había empezado a gritar:
«¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo!», y, de pronto, cogiendo un pesado diccionario de
neolengua, lo arrojó a la pantalla. El diccionario le dio a Goldstein en la
nariz y rebotó. Pero la voz continuó inexorable. En un momento de lucidez
descubrió Winston que estaba chillando histéricarnente como los demás y dando
fuertes patadas con los talones contra los palos de su propia silla. Lo
horrible de los Dos Minutos de Odio no era el que cada uno tuviera que
desempeñar allí un papel sino, al contrario, que era absolutamente imposible
evitar la participación porque era uno arrastrado irremisiblemente. A los
treinta segundos no hacía falta fingir. Un éxtasis de miedo y venganza, un
deseo de matar, de torturar, de aplastar rostros con un martillo, parecían
recorrer a todos los presentes como una corriente eléctrica convirtiéndole a
uno, incluso contra su voluntad, en un loco gesticulador y vociferante. Y sin
embargo, la rabia que se sentía era una emoción abstracta e indirecta que podía
aplicarse a uno u otro objeto como la llama de una lámpara de soldadura
autógena. Así, en un momento determinado, el odio de Winston no se dirigía
contra Goldstein, sino contra el propio Gran Hermano, contra el Partido y
contra la Policía del Pensamiento; y entonces su corazón estaba de parte del
solitario e insultado hereje de la pantalla, único guardián de la verdad y la
cordura en un mundo de mentiras. Pero al instante siguiente, se hallaba
identificado por completo con la gente que le rodeaba y le parecía verdad todo
lo que decían de Goldstein. Entonces, su odio contra el Gran Hermano se
transformaba en adoración, y el Gran Hermano se elevaba como una invencible
torre, como una valiente roca capaz de resistir los ataques de las hordas
asiáticas, y Goldstein, a pesar de su aislamiento, de su desamparo y de la duda
que flotaba sobre su existencia misma, aparecía como un siniestro brujo capaz
de acabar con la civilización entera tan sólo con el poder de su voz.
Incluso era
posible, en ciertos momentos, desviar el odio en una u otra dirección mediante
un esfuerzo de voluntad. De pronto, por un esfuerzo semejante al que nos
permite separar de la almohada la cabeza para huir de una pesadilla, Winston
conseguía trasladar su odio a la muchacha que se encontraba detrás de él. Por
su mente pasaban, como ráfagas, bellas y deslumbrantes alucinaciones. Le daría
latigazos con una porra de goma hasta matarla. La ataría desnuda en un piquete
y la atravesaría con flechas como a san Sebastián. La violaría y en el momento
del clímax le cortaría la garganta. Sin embargo se dio cuenta mejor que antes
de por qué la odiaba. La odiaba porque era joven y bonita y asexuada; porque
quería irse a la cama con ella y no lo haría nunca; porque alrededor de su
dulce y cimbreante cintura, que parecía pedir que la rodearan con el brazo, no
había más que la odiosa banda roja, agresivo símbolo de castidad.
El odio alcanzó su
punto de máxima exaltación. La voz de Goldstein se había convertido en un
auténtico balido ovejuno. Y su rostro, que había llegado a ser el de una oveja,
se transformó en la cara de un soldado de Eurasia, el cual parecía avanzar,
enorme y terrible, sobre los espectadores disparando atronadoramente su fusil
ametralladora. Enteramente parecía salirse de la pantalla, hasta tal punto que
muchos de los presentes se echaban hacia atrás en sus asientos. Pero en el
mismo instante, produciendo con ello un hondo suspiro de alivio en todos, la
amenazadora figura se fundía para que surgiera en su lugar el rostro del Gran
Hermano, con su negra cabellera y sus grandes bigotes negros, un rostro
rebosante de poder y de misteriosa calma y tan grande que llenaba casi la
pantalla. Nadie oía lo que el gran camarada estaba diciendo. Eran sólo unas
cuantas palabras para animarlos, esas palabras que suelen decirse a las tropas
en cualquier batalla, y que no es preciso entenderlas una por una, sino que
infunden confianza por el simple hecho de ser pronunciadas. Entonces,
desapareció a su vez la monumental cara del Gran Hermano y en su lugar
aparecieron los tres slogans del Partido en grandes letras:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA
ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA
FUERZA
Pero daba la
impresión de un fenómeno óptico psicológico de que el rostro del Gran Hermano
persistía en la pantalla durante algunos segundos, como si el «impacto» que
había producido en las retinas de los espectadores fuera demasiado intenso para
borrarse inmediatamente. La mujeruca del cabello color arena se lanzó hacia
delante, agarrándose a la silla de la fila anterior y luego, con un trémulo
murmullo que sonaba algo así como «¡Mi salvador!», extendió los brazos hacia la
pantalla. Después ocultó la cara entre sus manos. Sin duda, estaba rezando a su
manera.
Entonces, todo el
grupo prorrumpió en un canto rítmico, lento y profundo: «¡Ge-Hache. Ge-Hache...
Ge-Hache!», dejando una gran pausa entre la G y la H. Era un canto monótono y
salvaje en cuyo fondo parecían oírse pisadas de pies desnudos y el batir de los
tam-tam. Este canturreo duró unos treinta segundos. Era un estribillo que surgía
en todas las ocasiones de gran emoción colectiva. En parte, era una especie de
himno a la sabiduría y majestad del Gran Hermano; pero, más aún, constituía
aquello un procedimiento de autohipnosis, un modo deliberado de ahogar la
conciencia mediante un ruido rítmico. A Winston parecían enfriársele las
entrañas. En los Dos Minutos de Odio, no podía evitar que la oleada emotiva le
arrastrase, pero este infrahumano canturreo «iG-H... G-H ... G-H!» siempre le
llenaba de horror. Desde luego, se unía al coro; esto era obligatorio.
Controlar los verdaderos sentimientos y hacer lo mismo que hicieran los demás
era una reacción natural. Pero durante un par de segundos, sus ojos podían
haberío delatado. Y fue precisamente en esos instantes cuando ocurrió aquello
que a él le había parecido significativo... si es que había ocurrido.
Momentáneamente,
sorprendió la mirada de O'Brien. Éste se había levantado; se había quitado las
gafas volviéndoselas a colocar con su delicado y característico gesto. Pero
durante una fracción de segundo, se encontraron sus ojos con los de Winston y
éste supo -sí, lo supo-que O'Brien pensaba lo mismo que él. Un inconfundible
mensaje se había cruzado entre ellos. Era como si sus dos mentes se hubieran
abierto y los pensamientos hubieran volado de la una a la otra a través de los
ojos. «Estoy contigo», parecía estarle diciendo O'Brien. «Sé en qué estás
pensando. Conozco tu asco, tu odio, tu disgusto. Pero no te preocupes; ¡estoy
contigo!» Y luego la fugacísima comunicación se había interrumpido y la
expresión de O'Brien volvió a ser tan inescrutable como la de todos los demás.
Esto fue todo y ya
no estaba seguro de si había sucedido efectivamente. Tales incidentes nunca
tenían consecuencias para Winston. Lo único que hacían era mantener viva en él
la creencia o la esperanza de que otros, además de él, eran enemigos del
Partido. Quizás, después de todo, resultaran ciertos los rumores de extensas
conspiraciones subterráneas; quizás existiera de verdad la Hermandad. Era
imposible, a pesar de los continuos arrestos y las constantes confesiones y
ejecuciones, estar seguro de que la Hermandad no era sencillamente un mito.
Algunos días lo creía Winston; otros, no. No había pruebas, sólo destellos que
podían significar algo o no significar nada: retazos de conversaciones oídas al
pasar, algunas palabras garrapateadas en las paredes de los lavabos, y, alguna
vez, al encontrarse dos desconocidos, ciertos movimientos de las manos que
podían parecer señales de reconocimiento. Pero todo ello eran suposiciones que
podían resultar totalmente falsas. Winston había vuelto a su cubículo sin mirar
otra vez a O'Brien. Apenas cruzó por su mente la idea de continuar este
momentáneo contacto. Hubiera sido extremadamente peligroso incluso si hubiera
sabido él cómo entablar esa relación. Durante uno o dos segundos, se había
cruzado entre ellos una mirada equívoca, y eso era todo. Pero incluso así, se
trataba de un acontecimiento memorable en el aislamiento casi hermético en que
uno tenía que vivir.
Winston se sacudió
de encima estos pensamientos y tomó una posición más erguida en su silla. Se le
escapó un eructo. La ginebra estaba haciendo su efecto.
Volvieron a fijarse
sus ojos en la página. Descubrió entonces que durante todo el tiempo en que
había estado recordando, no había dejado de escribir como por una acción
automática. Y ya no era la inhábil escritura retorcida de antes. Su pluma se
había deslizado voluptuosamente sobre el suave papel, imprimiendo en claras y
grandes mayúsculas lo siguiente:
ABAJO EL GRAN
HERMANO
ABAJO EL GRAN
HERMANO
ABAJO EL GRAN
HERMANO
ABAJO EL GRAN
HERMANO
ABAJO EL GRAN
HERMANO
Una vez y otra,
hasta llenar media página.
No pudo evitar un
escalofrío de pánico. Era absurdo, ya que escribir aquellas palabras no era más
peligroso que el acto inicial de abrir un diario; pero, por un instante, estuvo
tentado de romper las páginas ya escritas y abandonar su propósito.
Sin embargo, no lo
hizo, porque sabía que era inútil. El hecho de escribir ABAJO EL GRAN HERMANO o
no escribirlo, era completamente igual. Seguir con el diario o renunciar a
escribirlo, venía a ser lo mismo. La Policía del Pensamiento lo descubriría de
todas maneras. Winston había cometido -seguiría habiendo cometido aunque no
hubiera llegado a posar la pluma sobre el papel- el crimen esencial que
contenía en sí todos los demás. El crimental (crimen mental), como lo llamaban.
El crimental no podía ocultarse durante mucho tiempo. En ocasiones, se podía
llegar a tenerlo oculto años enteros, pero antes o después lo descubrían a uno.
Las detenciones
ocurrían invariablemente por la noche. Se despertaba uno sobresaltado porque
una mano le sacudía a uno el hombro, una linterna le enfocaba los ojos y un
círculo de sombríos rostros aparecía en torno al lecho. En la mayoría de los
casos no había proceso alguno ni se daba cuenta oficialmente de la detención.
La gente
desaparecía sencillamente y siempre durante la noche. El nombre del individuo
en cuestión desaparecía de los registros, se borraba de todas partes toda
referencia a lo que hubiera hecho y su paso por la vida quedaba totalmente
anulado como si jamás hubiera existido. Para esto se empleaba la palabra
vaporizado.
Winston sintió una
especie de histeria al pensar en estas cosas. Empezó a escribir rápidamente y
con muy mala letra:
me matarán no me
importa me matarán me dispararán en la nuca me da lo mismo abajo el
gran hermano
siempre lo matan a uno por la nuca no me importa abajo el gran hermano...
Se echó hacia atrás
en la silla, un poco avergonzado de sí mismo, y dejó la pluma sobre la mesa. De
repente, se sobresaltó espantosamente. Habían llamado a la puerta.
¡Tan pronto! Siguió
sentado inmóvil, como un ratón asustado, con la tonta esperanza de que quien
fuese se marchara al ver que no le abrían. Pero no, la llamada se repitió. Lo
peor que podía hacer Winston era tardar en abrir. Le redoblaba el corazón como
un tambor, pero es muy probable que sus facciones, a fuerza de la costumbre,
resultaran inexpresivas. Levantóse y se acercó pesadamente a la puerta.
CAPITULO II
Al poner la mano en
el pestillo recordó Winston que había dejado el Diario abierto sobre la mesa.
En aquella página se podía leer desde lejos el ABAJO EL GRAN HERMANO repetido
en toda ella con letras grandísimas. Pero Winston sabía que incluso en su
pánico no había querido estropear el cremoso papel cerrando el libro mientras
la tinta no se hubiera secado.
Contuvo la
respiración y abrió la puerta. Instantáneamente, le invadió una sensación de
alivio. Una mujer insignificante, avejentada, con el cabello revuelto y la cara
llena de arrugas, estaba a su lado.
-¡Oh, camarada!
empezó a decir la mujer en una voz lúgubre y quejumbrosa--, te sentí llegar y
he venido por si puedes echarle un ojo al desagüe del fregadero. Se nos ha
atascado...
Era la señora
Parsons, esposa de un vecino del mismo piso (señora era una palabra desterrada
por el Partido, ya que había que llamar a todos camaradas, pero con algunas
mujeres se usaba todavía instintivamente). Era una mujer de unos treinta años,
pero aparentaba mucha más edad. Se tenía la impresión de que había polvo reseco
en las arrugas de su cara. Winston la siguió por el pasillo. Estas reparaciones
de aficionado constituían un fastidio casi diario. Las Casas de la Victoria
eran unos antiguos pisos construidos hacia 1930 aproximadamente y se hallaban
en estado ruinoso. Caían constantemente trozos de yeso del techo y de la pared,
las tuberías se estropeaban con cada helada, había innumerables goteras y la
calefacción funcionaba sólo a medias cuando funcionaba, porque casi siempre la
cerraban por economía. Las reparaciones, excepto las que podía hacer uno por sí
mismo, tenían que ser autorizadas por remotos comités que solían retrasar dos
años incluso la compostura de un cristal roto.
-Si le he molestado
es porque Tom no está en casa - dijo la señora Parsons vagamente.
El piso de los
Parsons era mayor que el de Winston y mucho más descuidado. Todo parecía roto y
daba la impresión de que allí acababa de agitarse un enorme y violento animal.
Por el suelo estaban tirados diversos artículos para deportes patines de
hockey, guantes de boxeo, un balón de reglamento, unos pantalones vueltos del
revés y sobre la mesa había un montón de platos sucios y cuadernos escolares
muy usados. En las paredes, unos carteles rojos de la Liga juvenil y de los
Espías y un gran cartel con el retrato de tamaño natural del Gran Hermano. Por
supuesto, se percibía el habitual olor a verduras cocidas que era el dominante
en todo el edificio, pero en este piso era más fuerte el olor a sudor, que se
notaba desde el primer momento, aunque no alcanzaba uno a decir por qué era el
sudor de una mujer que no se hallaba presente entonces. En otra habitación,
alguien con un peine y un trozo de papel higiénico trataba de acompañar a la
música militar que brotaba todavía de la telepantalla.
-Son los niños dijo
la señora Parsons, lanzando una mirada aprensiva hacia la puerta-. Hoy no han
salido. Y, desde luego...
Aquella mujer tenía
la costumbre de interrumpir sus frases por la mitad. El fregadero de la cocina
estaba lleno casi hasta el borde con agua sucia y verdosa que olía aún peor que
la verdura. Winston se arrodilló y examinó el ángulo de la tubería de desagüe
donde estaba el tornillo. Le molestaba emplear sus manos y también tener que
arrodillarse, porque esa postura le hacía toser. La señora Parsons lo miró
desanimada:
-Naturalmente, si
Tom estuviera en casa lo arreglaría momento. Le gustan esas cosas.
Es muy hábil en
cosas manuales. Sí, Tom es muy...
Parsons era el
compañero de oficina de Winston en el Ministerio de la Verdad. Era un hombre
muy grueso, pero activo y de una estupidez asombrosa, una masa de entusiasmos
imbéciles, uno de esos idiotas de los cuales, todavía más que de la Policía del
Pensamiento, dependía la estabilidad del Partido. A sus treinta y cinco años
acababa de salir de la Liga juvenil, y antes de ser admitido en esa
organización había conseguido permanecer en la de los Espías un año más de lo
reglamentario. En el Ministerio estaba empleado en un puesto subordinado para
el que no se requería inteligencia alguna, pero, por otra parte, era una figura
sobresaliente del Comité deportivo y de todos los demás comités dedicados a
organizar excursiones colectivas, manifestaciones espontáneas, las campañas pro
ahorro y en general todas las actividades «voluntarias». Informaba a quien
quisiera oírle, con tranquilo orgullo y entre chupadas a su pipa, que no había
dejado de acudir ni un solo día al Centro de la Comunidad durante los cuatro
años pasados. Un fortísimo olor a sudor, una especie de testimonio inconsciente
de su continua actividad y energía, le seguía a donde quiera que iba, y quedaba
tras él cuando se hallaba lejos.
-¿Tiene usted un
destornillador? dijo Winston tocando el tapón del desagüe.
-Un destornillador
dijo la señora Parsons, inmovilizándose inmediatamente-. Pues, no sé. Es
posible que los niños...
En la habitación de
al lado se oían fuertes pisadas y más trompetazos con el peine. La señora
Parsons trajo el destornillador. Winston dejó salir el agua y quitó con asco el
pegote de cabello que había atrancado el tubo. Se limpió los dedos lo mejor que
pudo en el agua fría del grifo y volvió a la otra habitación.
-¡Arriba las manos!
chilló una voz salvaje.
Un chico, guapo y
de aspecto rudo, que parecía tener unos nueve años, había surgido por detrás de
la mesa y amenazaba a Winston con una pistola automática de juguete mientras
que su hermanita, de unos dos años menos, hacía el mismo ademán con un pedazo
de madera. Ambos iban vestidos con pantalones cortos azules, camisas grises y
pañuelo rojo al cuello. Éste era el uniforme de los Espías. Winston levantó las
manos, pero a pesar de la broma sentía cierta inquietud por el gesto del maldad
que veía en el niño.
-¡Eres un traidor!
grito el chico-. ¡Eres un criminal mental ¡Eres un espía de Eurasia! ¡Te
mataré, te vaporizaré; te mandaré a las minas de sal.
De pronto, tanto el
niño como la niña empezaron a saltar en torno a él gritando: «¡Traidor!»
«¡Criminal mental!», imitando la niña todos los movimientos de su hermano.
Aquello producía un poco de miedo, algo así como los juegos de los cachorros de
los tigres cuando pensamos que pronto se convertirán en devoradores de hombres.
Había una especie de ferocidad calculadora en la mirada del pequeño, un deseo
evidente de darle un buen golpe a Winston, de hacerle daño de alguna manera,
una convicción de ser va casi lo suficientemente hombre para hacerlo. «¡Qué
suerte que el niño no tenga en la mano más que una pistola de juguete!», pensó
Winston.
La mirada de la
señora Parsons iba nerviosamente de los niños a Winston y de éste a los niños.
Como en aquella habitación había mejor luz, pudo notar Winston que en las
arrugas de la mujer había efectivamente polvo.
-Hacen tanto
ruido... Dijo ella--. Están disgustados porque no pueden ir a ver ahorcar a
esos. Estoy segura de que por eso revuelven tanto. Yo no puedo llevarlos; tengo
demasiado quehacer. Y Tom no volverá de su trabajo a tiempo.
-¿Por qué no
podemos ir a ver cómo los cuelgan? Gritó el pequeño con su tremenda voz,
impropia de su edad.
-¡Queremos verlos
colgar! ¡Queremos verlos colgar! -canturreaba la chiquilla mientras saltaba.
Varios prisioneros
eurasiáticos, culpables de crímenes de guerra, serían ahorcados en el parque
aquella tarde, recordó Winston. Esto solía ocurrir una vez al mes y constituía
un espectáculo popular. A los niños siempre les hacía gran ilusión asistir a
él. Winston se despidió de la señora Parsons y se dirigió hacia la puerta. Pero
apenas había bajado seis escalones cuando algo le dio en el cuello por detrás
produciéndole un terrible dolor. Era como si le hubieran aplicado un alambre
incandescente. Se volvió a tiempo de ver cómo retiraba la señora Parsons a su
hijo del descansillo. El chico se guardaba un tirachinas en el bolsillo.
-¡Goldstein! Gritó
el pequeño antes de que la madre cerrara la puerta, pero lo que más asustó a
Winston fue la mirada de terror y desamparo de la señora Parsons.
De nuevo en su
piso, cruzó rápidamente por delante de la telepantalla y volvió a sentarse ante
la mesita sin dejar de pasarse la mano por su dolorido cuello. La música de la
telepantalla se había detenido. Una voz militar estaba leyendo, con una especie
de brutal complacencia, una descripción de los armamentos de la nueva fortaleza
flotante que acababa de ser anclada entre Islandia y las islas Feroe.
Con aquellos niños,
pensó Winston, la desgraciada mujer debía de llevar una vida terrorífica.
Dentro de uno o dos años sus propios hijos podían descubrir en ella algún
indicio de herejía. Casi todos los niños de entonces eran horribles. Lo peor de
todo era que esas organizaciones, como la de los Espías, los convertían
sistemáticamente en pequeños salvajes ingobernables, y, sin embargo, este
salvajismo no les impulsaba a rebelarse contra la disciplina del Partido. Por
el contrario, adoraban al Partido y a todo lo que se relacionaba con él. Las
canciones, los desfiles, las pancartas, las excursiones colectivas, la
instrucción militar infantil con fusiles de juguete, los slogans gritados por
doquier, la adoración del Gran Hermano... todo ello era para los niños un
estupendo juego. Toda su ferocidad revertía hacia fuera, contra los enemigos
del Estado, contra los extranjeros, los traidores, saboteadores y criminales
del pensamiento. Era casi normal que personas de más de treinta años les
tuvieran un miedo visceral a sus hijos. Y con razón, pues apenas pasaba una
semana sin que el Times publicara unas líneas describiendo cómo alguna
viborilla -la denominación oficial era «heroico niño» había denunciado a sus
padres a la Policía del Pensamiento contándole a ésta lo que había oído en
casa.
La molestia causada
por el proyectil del tirachinas se le había pasado. Winston volvió a coger la
pluma preguntándose si no tendría algo más que escribir. De pronto, empezó a
pensar de nuevo en O'Brien.
Años atrás -cuánto
tiempo hacía, quizás siete años- había soñado Winston que paseaba por una
habitación oscura... Alguien sentado a su lado le había dicho al pasar él: «Nos
encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad». Se lo había dicho con toda
calma, de una manera casual, más como una afirmación cualquiera que como una
orden. Él había seguido andando. Y lo curioso era que al oírlas en el sueño,
aquellas palabras no le habían impresionado. Fue sólo más tarde y gradualmente
cuando empezaron a tomar significado. Ahora no podía recordar si fue antes o
después de tener el sueño cuando había visto a O'Brien por vez primera; y
tampoco podía recordar cuándo había identificado aquella voz como la de
O'Brien. Pero, de todos modos, era indudablemente O'Brien quien le había
hablado en la oscuridad.
Nunca había podido
sentirse absolutamente seguro -incluso después del fugaz encuentro de sus
miradas esta mañana- de si O'Brien era un amigo o un enemigo. Ni tampoco
importaba mucho esto. Lo cierto era que existía entre ellos un vínculo de
comprensión más fuerte y más importante que el afecto o el partidismo. «Nos
encontraremos en el lugar donde no hay oscuridad», le había dicho. Winston no
sabía lo que podían significar estas palabras, pero sí sabía que se
convertirían en realidad.
La voz de la
telepantalla se interrumpió. Sonó un claro y hermoso toque de trompeta y la voz
prosiguió en tono chirriante:
«Atención. ¡Vuestra
atención, por favor! En este momento nos llega un notirrelámpago del frente
malabar. Nuestras fuerzas han logrado una gloriosa victoria en el sur de la
India. Estoy autorizado para decir que la batalla a que me refiero puede
aproximarnos bastante al final de la guerra. He aquí el texto del
notirrelámpago ... »
Malas noticias,
pensó Winston. Ahora seguirá la descripción, con un repugnante realismo, del
aniquilamiento de todo un ejército eurásico, con fantásticas cifras de muertos
y prisioneros... para decirnos luego que, desde la semana próxima, reducirán la
ración de chocolate a veinte gramos en vez de los treinta de ahora.
Winston volvió a
eructar. La ginebra perdía ya su fuerza y lo dejaba desanimado. La telepantalla
-no se sabe si para celebrar la victoria o para quitar el mal sabor del
chocolate perdido- lanzó los acordes de Oceanía, todo para ti. Se suponía que
todo el que escuchara el himno, aunque estuviera solo, tenía que escucharlo de pie.
Sin embargo, Winston se aprovechó de que la telepantalla no lo veía y siguió
sentado.
Oceanía, todo para
ti, terminó y empezó la música ligera. Winston se dirigió hacia la ventana,
manteniéndose de espaldas a la pantalla El día era todavía frío y claro. Allá
lejos estalló una bombacohete con un sonido sordo y prolongado. Ahora solían
caer en Londres unas veinte o treinta bombas a la semana.
Abajo, en la calle,
el viento seguía agitando el cartel donde la palabra Ingsoc aparecía y
desaparecía. Ingsoc. Los principios sagrados de Ingsoc. Neolengua, doblepensar,
mutabilidad del pasado. A Winston le parecía estar recorriendo las selvas
submarinas, perdido en un mundo monstruoso cuyo monstruo era él mismo. Estaba
solo. El pasado había muerto, el futuro era inimaginable. ¿Qué certidumbre
podía tener él de que ni un solo ser humano estaba de su parte? Y ¿Cómo iba a
saber si el dominio del Partido no duraría siempre? Como respuesta, los tres
slogans sobre la blanca fachada del Ministerio de la Verdad, le recordaron que:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIIBERTAD ES LA
ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA
FUERZA
Sacó de su bolsillo
una moneda de veinticinco centavos. También en ella, en letras pequeñas, pero
muy claras, aparecían las mismas frases y, en el reverso de la moneda, la
cabeza del Gran Hermano. Los ojos de éste le perseguían a uno hasta desde las
monedas. Sí, en las monedas, en los sellos de correo, en pancartas, en las
envolturas de los paquetes de los cigarrillos, en las portadas de los libros,
en todas partes. Siempre los ojos que os contemplaban y la voz que os envolvía.
Despiertos o dormidos, trabajando o comiendo, en casa o en la calle, en el baño
o en la cama, no había escape. Nada era del individuo a no ser unos cuantos
centímetros cúbicos dentro de su cráneo.
El sol había
seguido su curso y las mil ventanas del Ministerio de la Verdad, en las que ya
no reverberaba la luz, parecían los tétricos huecos de una fortaleza. Winston
sintió angustia ante aquella masa piramidal. Era demasiado fuerte para ser
asaltada. Ni siquiera un millar de bombascohete podrían abatirla. Volvió a
preguntarse para quién escribía el Diario, para el pasado, para el futuro, para
una época imaginaria? Frente a él no veía la muerte, sino algo peor- el
aniquilamiento absoluto. El Diario quedaría reducido a cenizas y a él lo
vaporizarían. Sólo la Policía del Pensamiento leería lo que él hubiera escrito
antes de hacer que esas líneas desaparecieran incluso de la memoria. ¿Cómo iba
usted a apelar a la posteridad cuando ni una sola huella suya, ni siquiera una
palabra garrapateada en un papel iba a sobrevivir físicamente?
En la telepantalla
sonaron las catorce. Winston tenía que marchar dentro de diez minutos. Debía
reanudar el trabajo a las catorce y treinta. Qué curioso: las campanadas de la
hora lo reanimaron. Era como un fantasma solitario diciendo una verdad que
nadie oiría nunca. De todos modos, mientras Winston pronunciara esa verdad, la
continuidad no se rompería. La herencia humana no se continuaba porque uno se
hiciera oír sino por el hecho de permanecer cuerdo. Volvió a la mesa, mojó en
tinta su pluma y escribió:
Para el futuro o
para el pasado, para la época en que se pueda pensar libremente, en que los
hombres sean distintos unos de otros y no vivan solitarios... Para cuando la
verdad exista y lo que se haya hecho no pueda ser deshecho:
Desde esta época de
uniformidad, de este tiempo de soledad, la Edad del Gran Hermano, la época del
doblepensar... ¡muchas felicidades!
Winston comprendía
que ya estaba muerto. Le parecía que sólo ahora, en que empezaba a poder
formular sus pensamientos, era cuando había dado el paso definitivo. Las
consecuencias de cada acto van incluidas en el acto mismo. Escribió:
El crimental (el
crimen de la mente) no implica la muerte; el crimental es la muerte misma. Al
reconocerse ya a sí mismo muerto, se le hizo imprescindible vivir lo más
posible. Tenía manchados de tinta dos dedos de la mano derecha. Era exactamente
uno de esos detalles que le pueden delatar a uno. Cualquier entrometido del
Ministerio (probablemente, una mujer: alguna como la del cabello color de arena
o la muchacha morena del Departamento de Novela) podía preguntarse por qué
habría usado una pluma anticuada y qué habría escrito... y luego dar el soplo a
donde correspondiera. Fue al cuarto de baño y se frotó cuidadosamente la tinta
con el oscuro y rasposo jabón que le limaba la piel como un papel de lija y
resultaba por tanto muy eficaz para su propósito.
Guardó el Diario en
el cajón de la mesita. Era inútil pretender esconderlo; pero, por lo menos,
podía saber si lo habían descubierto o no. Un cabello sujeto entre las páginas
sería demasiado evidente. Por eso, con la yema de un dedo recogió una partícula
de polvo de posible identificación y la depositó sobre una esquina de la tapa,
de donde tendría que caerse si cogían el libro.
CAPITULO III
Winston estaba
soñando con su madre. El debía de tener unos diez u once años cuando su madre
murió. Era una mujer alta, estatuaria y más bien silenciosa, de movimientos
pausados y magnífico cabello rubio. A su padre lo recordaba, más vagamente,
como un hombre moreno y delgado, vestido siempre con impecables trajes oscuros
(Winston recordaba sobre todo las suelas extremadamente finas de los zapatos de
su padre) y usaba gafas. Seguramente, tanto el padre como la madre debieron de
haber caído en una de las primeras grandes purgas de los años cincuenta.
En aquel momento en
el sueño -su madre estaba sentada en un sitio profundo junto a él y con su niña
en brazos. De esta hermana sólo recordaba Winston que era una chiquilla débil e
insignificante, siempre callada y con ojos grandes que se fijaban en todo. Se
hallaban las dos en algún sitio subterráneo por ejemplo, el fondo de un pozo o
en una cueva muy honda-, pero era un lugar que, estando ya muy por debajo de
él, se iba hundiendo sin cesar. Si, era la cámara de un barco que se hundía y
la madre y la hermana lo miraban a él desde la tenebrosidad de las aguas que
invadían el buque. Aún había aire en la cámara. Su madre y su hermanita podían
verlo todavía y él a ellas, pero no dejaban de irse hundiendo ni un solo
instante, de ir cayendo en las aguas, de un verde muy oscuro, que de un momento
a otro las ocultarían para siempre. Winston, en cambio, se encontraba al aire
libre y a plena luz mientras a ellas se las iba tragando la muerte, y ellas se
hundían porque él estaba allí arriba. Winston lo sabía y también ellas lo
sabían y él descubría en las caras de ellas este conocimiento. Pero la
expresión de las dos no le reprochaba nada ni sus corazones tampoco -el lo
sabía- y sólo se transparentaba la convicción de que ellas morían para que él
pudiera seguir viviendo allá arriba y que esto formaba parte del orden
inevitable de las cosas.
No podía recordar
qué había ocurrido, pero mientras soñaba estaba seguro de que, de un modo u
otro, las vidas de su madre y su hermana fueron sacrificadas para que él
viviera. Era uno de esos ensueños que, a pesar de utilizar toda la escenografía
onírica habitual, son una continuación de nuestra vida intelectual y en los que
nos damos cuenta de hechos e ideas que siguen teniendo un valor después del
despertar. Pero lo que de pronto sobresaltó a Winston, al pensar luego en lo
que había soñado, fue que la muerte de su madre, ocurrida treinta años antes,
había sido trágica y dolorosa de un modo que ya no era posible. Pensó que la
tragedia pertenecía a los tiempos antiguos y que sólo podía concebirse en una
época en que había aún intimidad -vida privada, amor y amistad- y en que los
miembros de una familia permanecían juntos sin necesidad de tener una razón
especial para ello. El recuerdo de su madre le torturaba porque había muerto
amándole cuando él era demasiado joven y egoísta para devolverle ese cariño y
porque de alguna manera - no recordaba cómo- se había sacrificado a un concepto
de la lealtad que era privatísimo e inalterable. Bien comprendía Winston que
esas cosas no podían suceder ahora. Lo que ahora había era miedo, odio y dolor
físico, pero no emociones dignas ni penas profundas y complejas. Todo esto lo
había visto, soñando, en los ojos de su madre y su hermanita, que lo miraban a
él a través de las aguas verdeoscuras, a una inmensa profundidad y sin dejar de
hundirse.
De pronto, se vio
de pie sobre el césped en una tarde de verano en que los rayos oblicuos del sol
doraban la corta hierba. El paisaje que se le aparecía ahora se le presentaba
con tanta frecuencia en sueños que nunca estaba completamente seguro de si lo
había visto alguna vez en la vida real. Cuando estaba despierto, lo llamaba el
País Dorado. Lo cubrían pastos mordidos por los conejos con un sendero que
serpenteaba por él y, aquí y allá, unas pequeñísimas elevaciones del terreno.
Al fondo, se velan unos olmos que se balanceaban suavemente con la brisa y sus
follajes parecían cabelleras de mujer. Cerca, aunque fuera de la vista, corría
un claro arroyuelo de lento fluir.
La muchacha morena
venía hacia él por aquel campo.
Con un solo
movimiento se despojó de sus ropas y las arrojó despectivamente a un lado. Su
cuerpo era blanco y suave, pero no despertaba deseo en Winston, que se limitaba
a contemplarlo. Lo que le llenaba de entusiasmo en aquel momento era el gesto
con que la joven se había librado de sus ropas. Con la gracia y el descuido de
aquel gesto, parecía estar aniquilando toda su cultura, todo un sistema de
pensamiento, como si el Gran Hermano, el Partido y la Policía del Pensamiento
pudieran ser barridos y enviados a la Nada con un simple movimiento del brazo.
También aquel gesto pertenecía a los tiempos antiguos. Winston se despertó con
la palabra «Shakespeare» en los labios.
La telepantalla
emitía en aquel instante un prolongado silbido que partía el tímpano y que
continuaba en la misma nota treinta segundos. Eran las cero-siete-quince, la
hora de levantarse para los oficinistas. Winston se echó abajo de la cama
desnudo porque los miembros del Partido Exterior recibían sólo tres mil cupones
para vestimenta durante el año y un pijama necesitaba seiscientos cupones- y se
puso un sucio singlet y unos shorts que estaban sobre una silla. Dentro de tres
minutos empezarían las Sacudidas Físicas. Inmediatamente le entró el ataque de
tos habitual en él en cuanto se despertaba.
Vació tanto sus
pulmones que, para volver a respirar, tuvo que tenderse de espaldas abriendo y
cerrando la boca repetidas veces y en rápida sucesión. Con el esfuerzo de la
tos se le hinchaban las venas y sus varices le habían empezado a escocer.
-¡Grupo de treinta
a cuarenta! -ladró una penetrante voz de mujer-. ¡Grupo de treinta a cuarenta!
Ocupad vuestros sitios, por favor.
Winston se colocó
de un salto a la vista de la telepantalla, en la cual había aparecido ya la
imagen de una mujer más bien joven, musculoso y de facciones duras, vestida con
una túnica y calzando sandalias de gimnasia.
-¡Doblad y extended
los brazos! -gritó-. ¡Contad a la vez que yo! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ¡Uno,
dos, tres, cuatro! ¡Vamos, camaradas, un poco de vida en lo que hacéis! ¡Uno,
dos, tres, cuatro! ¡Uno, dos, tres, cuatro! ...
La intensa molestia
de su ataque de tos no había logrado desvanecer en Winston la impresión que le
había dejado el ensueño y los movimientos rítmicos de la gimnasia contribuían a
conservarle aquel recuerdo. Mientras doblaba y desplegaba mecánicamente los
brazos -sin perder ni por un instante la expresión de contento que se
consideraba apropiada durante las Sacudidas Físicas-, se esforzaba por
resucitar el confuso período de su primera infancia. Pero le resultaba
extraordinariamente difícil. Más allá de los años cincuenta y tantos -final de
la década- todo se desvanecía. Sin datos externos de ninguna clase a que
referirse era imposible reconstruir ni siquiera el esquema de la propia vida.
Se recordaban los acontecimientos de enormes proporciones -que muy bien podían
no haber acaecido-, se recordaban también detalles sueltos de hechos sucedidos
en la infancia, de cada uno, pero sin poder captar la atmósfera. Y había
extensos períodos en blanco donde no se podía colocar absolutamente nada.
Entonces todo había sido diferente. Incluso los nombres de los países y sus
formas en el mapa. La Franja Aérea número 1, por ejemplo, no se llamaba así en
aquellos días: la llamaban Inglaterra o Bretaña, aunque Londres -Winston estaba
casi seguro de ello- se había llamado siempre Londres.
No podía recordar
claramente una época en que su país no hubiera estado en guerra, pero era
evidente que había un intervalo de paz bastante largo durante su infancia
porque uno de sus primeros recuerdos era el de un ataque aéreo que parecía
haber cogido a todos por sorpresa. Quizá fue cuando la bomba atómica cayó en
Colchester. No se acordaba del ataque propiamente dicho, pero sí de la mano de
su padre que le tenía cogida la suya mientras descendían precipitadamente por
algún lugar subterráneo muy profundo, dando vueltas por una escalera de caracol
que finalmente le había cansado tanto las piernas que empezó a sollozar y su
padre tuvo que dejarle descansar un poco. Su madre, lenta y pensativa como
siempre, los seguía a bastante distancia. La madre llevaba a la hermanita de
Winston, o quizá sólo llevase un lío de mantas. Winston no estaba seguro de que
su hermanita hubiera nacido por entonces. Por último, desembocaron a un sitio
ruidoso y atestado de gente, una estación de Metro.
Muchas personas se
hallaban sentadas en el suelo de piedra y otras, arracimadas, se habían
instalado en diversos objetos que llevaban. Winston y sus padres encontraron un
sitio libre en el suelo y junto a ellos un viejo y una vieja se apretaban el
uno contra el otro. El anciano vestía un buen traje oscuro y una boina de paño
negro bajo la cual le asomaba abundante cabello muy blanco. Tenía la cara
enrojecida; los ojos, azules y lacrimosos. Olía a ginebra. Ésta parecía
salírsele por los poros en vez del sudor y podría haberse pensado que las
lágrimas que le brotaban de los ojos eran ginebra pura. Sin embargo, a pesar de
su borrachera, sufría de algún dolor auténtico e insoportable. De un modo
infantil, Winston comprendió que algo terrible, más allá del perdón y que jamás
podría tener remedio, acababa de ocurrirle al viejo. También creía saber de qué
se trataba. Alguien a quien el anciano amaba, quizás alguna nietecita, había
muerto en el bombardeo. Cada pocos minutos, repetía el viejo:
-No debíamos
habernos fiado de ellos. ¿Verdad que te lo dije, abuelita? Nos ha pasado esto
por fiarnos de ellos. Siempre lo he dicho. Nunca debimos confiar en esos
canallas.
Lo que Winston no
podía recordar es a quién se refería el viejo y quiénes eran esos de los que no
había que fiarse.
Desde entonces, la
guerra había sido continua, aunque hablando con exactitud no se trataba siempre
de la misma guerra. Durante algunos meses de su infancia había habido una
confusa lucha callejera en el mismo Londres y él recordaba con toda claridad
algunas escenas. Pero hubiera sido imposible reconstruir la historia de aquel
período ni saber quién luchaba contra quién en un momento dado, pues no quedaba
ningún documento ni pruebas de ninguna clase que permitieran pensar que la
disposición de las fuerzas en lucha hubiera sido en algún momento distinta a la
actual. Por ejemplo, en este momento, en 1984 (si es que efectivamente era
1984), Oceanía estaba en guerra con Eurasia y era aliada de Asia Oriental. En
ningún discurso público ni conversación privada se admitía que estas tres
potencias se hubieran hallado alguna vez en distinta posición cada una respecto
a las otras. Winston sabía muy bien que, hacia sólo cuatro años, Oceanía había
estado en guerra contra Asia Orienta] y aliada con Eurasia. Pero aquello era
sólo un conocimiento furtivo que él tenía porque su memoria «fallaba» mucho, es
decir, no estaba lo suficientemente controlada. Oficialmente, nunca se había
producido un cambio en las alianzas. Oceanía estaba en guerra con Eurasia; por
tanto, Oceanía siempre había luchado contra Eurasia. El enemigo circunstancial
representaba siempre el absoluto mal, y de ahí resultaba que era totalmente
imposible cualquier acuerdo pasado o futuro con él.
Lo horrible, pensó
por diezmilésima vez mientras se forzaba los hombros dolorosamente hacia atrás
(con las manos en las caderas, giraban sus cuerpos por la cintura, ejercicio
que se suponía conveniente para los músculos de la espalda), lo horrible era
que todo ello podía ser verdad. Si el Partido podía alargar la mano hacia el
pasado y decir que este o aquel acontecimiento nunca había ocurrido, esto
resultaba mucho más horrible que la tortura y la muerte.
El Partido dijo que
Oceanía nunca había sido aliada de Eurasia. Él, Winston Smith, sabía que
Oceanía había estado aliada con Eurasia cuatro años antes. Pero, ¿dónde
constaba ese conocimiento? Sólo en su propia conciencia, la cual, en todo caso,
iba a ser aniquilada muy pronto. Y si todos los demás aceptaban la mentira que
impuso el Partido, si todos los testimonios decían lo mismo, entonces la
mentira pasaba a la Historia y se convertía en verdad. «El que controla el
pasado -decía el slogan del Partido-, controla también el futuro. El que
controla el presente, controla el pasado.» Y, sin embargo, el pasado, alterable
por su misma naturaleza, nunca había sido alterado. Todo lo que ahora era
verdad, había sido verdad eternamente y lo seguiría siendo. Era muy sencillo.
Lo único que se necesitaba era una interminable serie de victorias que cada
persona debía lograr sobre su propia memoria. A esto le llamaban «control de la
realidad». Pero en neolengua había una palabra especial para ello: doblepensar.
-¡Descansen! -ladró
la instructora, cuya voz parecía ahora menos malhumorada.
Winston dejó caer
los brazos de sus costados y volvió a llenar de aire sus pulmones. Su mente se
deslizó por el laberíntico mundo del doplepensar. Saber y no saber, hallarse
consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente
elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son
contradictorias y creer sin embargo en ambas; emplear la lógica contra la
lógica, repudiar la moralidad mientras se recurre a ella, creer que la
democracia es imposible y que el Partido es el guardián de la democracia;
olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello,
volverlo a traer a la memoria en cuanto se necesitara y luego olvidarlo de
nuevo; y, sobre todo, aplicar el mismo proceso al procedimiento mismo. Ésta era
la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemente a la
inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no reconocer que se había
realizado un acto de autosugestión. Incluso comprender la palabra doblepensar
implicaba el uso del doblepensar.
La instructora
había vuelto a llamarles la atención:
-Y ahora, a ver
cuáles de vosotros pueden tocarse los dedos de los pies sin doblar las rodillas
-gritó la mujer con gran entusiasmo- ¡Por favor, camaradas! ¡Uno, dos! ¡Uno,
dos ... !
A Winston le fastidiaba
indeciblemente este ejercicio que le hacía doler todo el cuerpo y a veces le
causaba golpes de tos. Ya no disfrutaba con sus meditaciones. El pasado, pensó
Winston, no sólo había sido alterado, sino que estaba siendo destruido. Pues,
¿cómo iba usted a establecer el hecho más evidente si no existía más prueba que
el recuerdo de su propia memoria? Trató de recordar en qué año había oído
hablar por primera vez del Gran Hermano. Creía que debió de ser hacia el
sesenta y tantos, pero era imposible estar seguro. Por supuesto, en los libros
de historia editados por el Partido, el Gran Hermano figuraba como jefe y
guardián de la Revolución desde los primeros días de ésta. Sus hazañas habían
ido retrocediendo en el tiempo cada vez más y ya se extendían hasta el mundo
fabuloso de los años cuarenta y treinta cuando los capitalistas, con sus
extraños sombreros cilíndricos, cruzaban todavía por las calles de Londres en
relucientes automóviles o en coches de caballos -pues aún quedaban vehículos de
éstos-, con lados de cristal. Desde luego, se ignoraba cuánto había de cierto
en esta leyenda y cuánto de inventado. Winston no podía recordar ni siquiera en
qué fecha había empezado el Partido a existir. No creía haber oído la palabra
«Ingsoc» antes de 1960. Pero era posible que en su forma viejolingüística es
decir, «socialismo inglés»- hubiera existido antes. Todo se había desvanecido
en la niebla. Sin embargo, a veces era posible poner el dedo sobre una mentira
concreta. Por ejemplo, no era verdad, como pretendían los libros de historia
lanzados por el Partido, que éste hubiera inventado los aeroplanos. Winston
recordaba los aeroplanos desde su más temprana infancia. Pero tampoco podría
probarlo. Nunca se podía probar nada. Sólo una vez en su vida había tenido en
sus manos la innegable prueba documental de la falsificación de un hecho
histórico. Y en aquella ocasión...
-¡Smith! -chilló la
voz de la telepantalla-; ¡6O79 Smith W! ¡Sí, tú! ¡Inclínate más, por favor!
Puedes hacerlo mejor; es que no te esfuerzas; más doblado, haz el favor. Ahora
está mucho mejor, camarada.
Descansad todos y
fijaos en mí.
Winston sudaba por
todo su cuerpo, pero su cara permanecía completamente inescrutable. ¡Nunca os
manifestéis desanimados! ¡Nunca os mostréis resentidos! Un leve pestañeo podría
traicioneros. Por eso, Winston miraba impávido a la instructora mientras ésta
levantaba los brazos por encima de la cabeza y, si no con gracia, sí con
notable precisión y eficacia, se dobló y se tocó los dedos de los pies sin
doblar las rodillas.
-¡Ya habéis visto,
camaradas; así es como quiero que lo hagáis! Miradme otra vez. Tengo treinta y
nueve años y cuatro hijos. Mirad -volvió a doblarse . Ya veis que mis rodillas
no se han doblado. Todos Vosotros podéis hacerlo si queréis -añadió mientras se
ponía derecha-. Cualquier persona de menos de cuarenta y cinco años es
perfectamente capaz de tocarse así los dedos de los pies. No todos nosotros
tenemos el privilegio de luchar en el frente, pero por lo menos podemos
mantenemos en forma. ¡Recordad a nuestros muchachos en el frente malabar! ¡Y a
los marineros de las fortalezas flotantes! Pensad en las penalidades que han de
soportar. Ahora, probad otra vez. Eso está mejor, camaradas, mucho mejor
-añadió en tono estimulante dirigiéndose a Winston, el cual, con un violento
esfuerzo, había logrado tocarse los dedos de los pies sin doblar las rodillas.
Desde varios años atrás, no lo conseguía.
CAPITULO IV
Con el hondo e
inconsciente suspiro que ni siquiera la proximidad de la telepantalla podía
ahogarle cuando empezaba el trabajo del día, Winston se acercó al hablescribe,
sopló para sacudir el polvo del micrófono y se puso las gafas. Luego desenrolló
y juntó con un clip cuatro pequeños cilindros de papel que acababan de caer del
tubo neumático sobre el lado derecho de su mesa de despacho.
En las paredes de
la cabina había tres orificios. A la derecha del hablescribe, un pequeño tubo
neumático para mensajes escritos, a la Izquierda, un tubo más ancho para los
periódicos; y en la otra pared, de manera que Winston lo tenía a mano, una
hendidura grande y oblonga protegida por una rejilla de alambre. Esta última
servía para tirar el papel inservible. Había hendiduras semejantes a miles o a
docenas de miles por todo el edificio, no sólo en cada habitación, sino a lo
largo de todos los pasillos, a pequeños intervalos. Les llamaban «agujeros de
la memoria». Cuando un empleado sabía que un documento había de ser destruido,
o incluso cuando alguien veía un pedazo de papel por el suelo y por alguna
mesa, constituía ya un acto automático levantar la tapa del más cercano
«agujero de la memoria» y tirar el papel en él. Una corriente de aire caliente
se llevaba el papel en seguida hasta los enormes hornos ocultos en algun lugar
desconocido de los sótanos del edificio.
Winston examinó las
cuatro franjas de papel que había desenrollado. Cada una de ellas contenía una
o dos líneas escritas en el argot abreviado (no era exactamente neolengua, pero
consistía principalmente en palabras neolingüísticas) que se usaba en el
Ministerio para fines internos. Decían así:
times 17.3.84
discurso gh malregistrado áfrica rectificar
times 19.12.83
predicciones plantrienal cuarto trimestre 83 erratas comprobar número
corriente times
14.2.84. Minibundancia malcitado chocolate rectificar
times 3.12.83
referente ordendía gh doblemásnobueno refs nopersonas reescribir completo
someter
antesarchivar
Con cierta satisfacción
apartó Winston el cuarto mensaje. Era un asunto intrincado y de responsabilidad
y prefería ocuparse de él al final. Los otros tres eran tarea rutinaria, aunque
el segundo le iba a costar probablemente buscar una serie de datos fastidiosos.
Winston pidió por
la telepantalla los números necesarios del Times, que le llegaron por el tubo
neumático pocos minutos después. Los mensajes que había recibido se referían a
artículos o noticias que por una u otra razón era necesario cambiar, o, como se
decía oficialmente, rectificar. Por ejernplo, en el número del Times
correspondiente al 17 de marzo se decía que el Gran Hermano, en su discurso del
día anterior, había predicho que el frente de la India Meridional seguiría en
calma, pero que, en cambio, se desencadenaría una ofensiva eurasiática muy
pronto en África del Norte. Como quiera que el alto mando de Eurasia había
iniciado su ofensiva en la India del Sur y había dejado tranquila al África del
Norte, era por tanto necesario escribir un nuevo párrafo del discurso del Gran
Hermano, con objeto de hacerle predecir lo que había ocurrido efectivamente. Y
en el Times del 19 de diciembre del año anterior se habían publicado los
pronósticos oficiales sobre el consumo de ciertos productos en el cuarto
trimestre de 1983, que era también el sexto grupo del noveno plan trienal. Pues
bien, el número de hoy contenía una referencia al consumo efectivo y resultaba
que los pronósticos se habían equivocado muchísimo. El trabajo de Winston
consistía en cambiar las cifras originales haciéndolas coincidir con las
posteriores. En cuanto al tercer mensaje, se refería a un error muy sencillo
que se podía arreglar en un par de minutos. Muy poco tiempo antes, en febrero,
el Ministerio de la Abundancia había lanzado la promesa (oficialmente se le
llamaba «compromiso categórico») de que no habría reducción de la ración de
chocolate durante el año 1984. Pero la verdad era, como Winston sabía muy bien,
que la ración de chocolate sería reducida, de los treinta gramos que daban, a
veinte al final de aquella semana. Como se verá, el error era insignificante y
el único cambio necesario era sustituir la promesa original por la advertencia
de que probablemente habría que reducir la ración hacia el mes de abril.
Cuando Winston tuvo
preparadas las correcciones las unió con un clip al ejemplar del Times que le
habían enviado y los mandó por el tubo neumático. Entonces, con un movimiento
casi inconsciente, arrugó los mensajes originales y todas las notas que él
había hecho sobre el asunto y los tiró por el «agujero de la memoria» para que
los devoraran las llamas.
Él no sabía con
exactitud lo que sucedía en el invisible laberinto adonde iban a parar los
tubos neumáticos, pero tenía una idea general. En cuanto se reunían y ordenaban
todas las correcciones que había sido necesario introducir en un número
determinado del Times, ese número volvía a ser impreso, el ejemplar primitivo
se destruía y el ejemplar corregido ocupaba su puesto en el archivo. Este
proceso de continua alteración no se aplicaba sólo a los periódicos, sino a los
libros, revistas, folletos, carteles, programas, películas, bandas sonoras,
historietas para niños, fotografías..., es decir, a toda clase de documentación
o literatura que pudiera tener algún significado político o ideológico.
Diariamente y casi minuto por minuto, el pasado era puesto al día. De este
modo, todas las predicciones hechas por el Partido resultaban acertadas según
prueba documental. Toda la historia se convertía así en un palimpsesto, raspado
y vuelto a escribir con toda la frecuencia necesaria. En ningún caso habría
sido posible demostrar la existencia de una falsificación. La sección más
nutrida del Departamento de Registro, mucho mayor que aquella donde trabajaba
Winston, se componía sencillamente de personas cuyo deber era recoger todos los
ejemplares de libros, diarios y otros documentos que se hubieran quedado
atrasados y tuvieran que ser destruidos. Un número del Times que -a causa de
cambios en la política exterior o de profecías equivocadas hechas por el Gran
Hermano- hubiera tenido que ser escrito de nuevo una docena de veces, seguía
estando en los archivos con su fecha original y no existía ningún otro ejemplar
para contradecirlo. También los libros eran recogidos y reescritos muchas veces
y cuando se volvían a editar no se confesaba que se hubiera introducido
modificación alguna. Incluso las instrucciones escritas que recibía Winston y
que él hacía desaparecer invariablemente en cuanto se enteraba de su contenido,
nunca daban a entender ni remotamente que se estuviera cometiendo una
falsificación. Sólo se referían a erratas de imprenta o a citas equivocadas que
era necesario poner bien en interés de la verdad.
Lo más curioso era
-pensó Winston mientras arreglaba las cifras del Ministerio de la Abundancia- que
ni siquiera se trataba de una falsificación. Era, sencillamente, la sustitución
de un tipo de tonterías por otro. La mayor parte del material que allí
manejaban no tenía relación alguna con el mundo real, ni siquiera en esa
conexión que implica una mentira directa. Las estadísticas eran tan fantásticas
en su versión original como en la rectificada. En la mayor parte de los casos,
tenía que sacárselas el funcionario de su cabeza. Por ejemplo, las predicciones
del Ministerio de la Abundancia calculaban la producción de botas para el
trimestre venidero en ciento cuarenta y cinco millones de pares. Pues bien, la
cantidad efectiva fue de sesenta y dos millones de pares. Es decir, la cantidad
declarada oficialmente. Sin embargo, Winston, al modificar ahora la «predicción»,
rebajó la cantidad a cincuenta y siete millones, para que resultara posible la
habitual declaración de que se había superado la producción. En todo caso,
sesenta y dos millones no se acercaban a la verdad más que los cincuenta y
siete millones o los ciento cuarenta y cinco. Lo más probable es que no se
hubieran producido botas en absoluto. Nadie sabía en definitiva cuánto se había
producido ni le importaba. Lo único de que se estaba seguro era de que cada
trimestre se producían sobre el papel cantidades astronómicas de botas mientras
que media población de Oceanía iba descalza. Y lo mismo ocurría con los demás
datos, importantes o minúsculos, que se registraban. Todo se disolvía en un
mundo de sombras en el cual incluso la fecha del año era insegura.
Winston miró hacia
el vestíbulo. En la cabina de enfrente trabajaba un hombre pequeñito, de aire
eficaz, llamado Tillotson, con un periódico doblado sobre sus rodillas y la
boca muy cerca de la bocina del hablescribe. Daba la impresión de que lo que decía
era un secreto entre él y la telepantalla. Levantó la vista y los cristales de
sus gafas le lanzaron a Winston unos reflejos hostiles.
Winston no conocía
apenas a Tillotson ni tenía idea de la clase de trabajo que le habían
encomendado. Los funcionarios del Departamento del Registro no hablaban de sus
tareas. En el largo vestíbulo, sin ventanas, con su doble fila de cabinas y su
interminable ruido de periódicos y el murmullo de las voces junto a los
hablescribe, había por lo menos una docena de personas a las que Winston no
conocía ni siquiera de nombre, aunque los veía diariamente apresurándose por
los pasillos o gesticulando en los Dos Minutos de Odio. Sabía que en la cabina
vecina a la suya la mujercilla del cabello arenoso trabajaba en descubrir y borrar
en los números atrasados de la Prensa los nombres de las personas vaporizadas,
las cuales se consideraba que nunca habían existido. Ella estaba especialmente
capacitada para este trabajo, ya que su propio marido había sido vaporizado dos
años antes. Y pocas cabinas más allá, un individuo suave, soñador e ineficaz,
llamado Ampleforth, con orejas muy peludas y un talento sorprendente para rimar
y medir los versos, estaba encargado de producir los textos definitivos de
poemas que se habían hecho ideológicamente ofensivos, pero que, por una u otra
razón, continuaban en las antologías. Este vestíbulo, con sus cincuenta
funcionarios, era sólo una subsección, una pequeñísirna célula de la enorme
complejidad del Departamento de Registro. Más allá, arriba, abajo, trabajaban
otros enjambres de funcionarios en multitud de tareas increíbles. Allí estaban
las grandes imprentas con sus expertos en tipografía y sus bien dotados
estudios para la falsificación de fotografías. Había la sección de
teleprogramas con sus ingenieros, sus directores y equipos de actores escogidos
especialmente por su habilidad para imitar voces. Había también un gran número
de empleados cuya labor sólo consistía en redactar listas de libros y
periódicos que debían ser «repasados». Los documentos corregidos se guardaban y
los ejemplares originales eran destruidos en hornos ocultos. Por último, en un
lugar desconocido estaban los cerebros directores que coordinaban todos estos
esfuerzos y establecían las líneas políticas según las cuales un fragmento del
pasado había de ser conservado, falsificado otro, y otro borrado de la
existencia.
El Departamento de
Registro, después de todo, no era más que una simple rama del Ministerio de la
Verdad, cuya principal tarea no era reconstruir el pasado, sino proporcionarles
a los ciudadanos de Oceanía periódicos, películas, libros de texto, programas
de telepantalla, comedias, novelas, con toda clase de información, instrucción
o entretenimiento. Fabricaban desde una estatua a un slogan, de un poema lírico
a un tratado de biología y desde la cartilla de los párvulos hasta el
diccionario de neolengua...Y el Ministerio no sólo tenía que atender a las
múltiples necesidades del Partido, sino repetir toda la operación en un nivel
más bajo a beneficio del proletariado. Había toda una cadena de secciones
separadas que se ocupaban de la literatura, la música, el teatro y, en general,
de todos los entretenimientos para los proletarios. Allí se producían
periódicos que no contenían más que informaciones deportivas, sucesos y
astrología, noveluchas sensacionalistas, películas que rezumaban sexo y
canciones sentimentales compuestas por medios exclusivamente mecánicos en una
especie de calidoscopio llamado versificador Había incluso una sección conocida
en neolengua con el nombre de Pornosec, encargada de producir pornografía de
clase ínfima y que era enviada en paquetes sellados que ningún miembro del
Partido, aparte de los que trabajaban en la sección, podía abrir.
Habían salido tres
mensajes por el tubo neumático mientras Winston trabajaba, pero se trataba de
asuntos corrientes y los había despachado antes de ser interrumpido por los Dos
Minutos de Odio. Cuando el odio terminó, volvió Winston a su cabina, sacó del
estante el diccionario de neolengua, apartó a un lado el hablescribe, se limpió
las gafas y se dedicó a su principal cometido de la mañana.
El mayor placer de
Winston era su trabajo. La mayor parte de éste consistía en una aburrida
rutina, pero también incluía labores tan difíciles e intrincadas que se perdía
uno en ellas como en las profundidades de un problema de matemáticas: delicadas
labores de falsificación en que sólo se podía guiar uno por su conocimiento de
los principios del Ingsoc y el cálculo de lo que el Partido quería que uno
dijera. Winston servía para esto. En una ocasión le encargaron incluso la
rectificación de los editoriales del Times, que estaban escritos totalmente en
neolengua. Desenrolló el mensaje que antes había dejado a un lado como más
difícil. Decía:
times 3.12.83
referente ordendía gh doblemásnobueno refs nopersonas reescribir completo
someter
antesarchivar.
En antiguo idioma
(en inglés) quedaba así:
La información
sobre la orden del día del Gran Hermano en el Times del 3 de diciembre de 1983
es absolutamente insatisfactoria y se refiere a las personas inexistentes.
Volverlo a escribir por completo y someter el borrador a la autoridad superior
antes de archivar.
Winston leyó el
artículo ofensivo. La orden del día del Gran Hermano se dedicaba a alabar el
trabajo de una organización conocida por FFCC, que proporcionaba cigarrillos y
otras cosas a los marineros de las fortalezas flotantes. Cierto camarada
Withers, destacado miembro del Partido Interior, había sido agraciado con una
mención especial y le habían concedido una condecoración, la Orden del Mérito
Conspicuo, de segunda clase.
Tres meses después,
la FFCC había sido disuelta sin que se supieran los motivos. Podía pensarse que
Withers y sus asociados habían caído en desgracia, pero no había información
alguna sobre el asunto en la Prensa ni en la telepantalla. Era lo corriente, ya
que muy raras veces se procesaba ni se denunciaba públicamente a los delincuentes
políticos. Las grandes «purgas» que afectaban a millares de personas, con
procesos públicos de traidores y criminales del pensamiento que confesaban
abyectamente sus crímenes para ser luego ejecutados, constituían espectáculos
especiales que se daban sólo una vez cada dos años. Lo habitual era que las
personas caídas en desgracia desapareciesen sencillamente y no se volviera a
oír hablar de ellas. Nunca se tenía la menor noticia de lo que pudiera haberles
ocurrido. En algunos casos, ni siquiera habían muerto. Aparte de sus padres,
unas treinta personas conocidas por Winston habían desaparecido en una u otra
ocasión.
Mientras pensaba en
todo esto, Winston se daba golpecitos en la nariz con un sujetador de papeles.
En la cabina de enfrente, el camarada Tillotson seguía misteriosamente
inclinado sobre su hablescribe. Levantó la cabeza un momento. Otra vez, los
destellos hostiles de las gafas. Winston se preguntó si el camarada Tillotson
estaría encargado del mismo trabajo que él. Era perfectamente posible. Una tarea
tan difícil y complicada no podía estar a cargo de una sola persona. Por otra
parte, encargarla a un grupo sería admitir abiertamente que se estaba
realizando una falsificación. Muv probablemente, una docena de personas
trabajaban al mismo tiempo en distintas versiones rivales para inventar lo que
el Gran Hermano había dicho «efectivamente». Y, después, algún cerebro
privilegiado del Partido Interior elegiría esta o aquella versión, la
redactaría definitivamente a su manera y pondría en movimiento el complejo
proceso de confrontaciones necesarias. Luego, la mentira elegida pasaría a los
registros permanentes y se convertiría en la verdad.
Winston no sabía
por qué había caído Withers en desgracia. Quizás fuera por corrupción o
incompetencia. O quizás el Gran Hermano se hubiera librado de un subordinado
demasiado popular. También pudiera ser que Withers o alguno relacionado con él
hubiera sido acusado de tendencias heréticas. O quizás -y esto era lo más
probable hubiese ocurrido aquello sencillamente porque las «purgas» y las
vaporizaciones eran parte necesaria de la mecánica gubernamental. El único
indicio real era el contenido en las palabras «refs nopersonas», con lo que se
indicaba que Withers estaba ya muerto. Pero no siempre se podía presumir que un
individuo hubiera muerto por el hecho de haber desaparecido. A veces los
soltaban y los dejaban en libertad durante uno o dos años antes de ser
ejecutados. De vez en cuando, algún individuo a quien se creía muerto desde
hacía mucho tiempo, reaparecía como un fantasma en algún proceso sensacional
donde comprometía a centenares de otras personas con sus testimonios antes de
desaparecer, esta vez para siempre. Sin embargo, en el caso de Withers, estaba
claro que lo habían matado. Era ya una nopersona. No existía: nunca había
existido. Winston decidió que no bastaría con cambiar el sentido del discurso
del Gran Hermano. Era mejor hacer que se refiriese a un asunto sin relación
alguna con el auténtico.
Podía trasladar el
discurso al tema habitual de los traidores y los criminales del pensamiento,
pero esto resultaba demasiado claro; y por otra parte, inventar una victoria en
el frente o algún triunfo de superproducción en el noveno plan trienal, podía
complicar demasiado los registros. Lo que se necesitaba era una fantasía pura.
De pronto se le ocurrió inventar que un cierto camarada Ogilvy había muerto
recientemente en la guerra en circunstancias heroicas. En ciertas ocasiones, el
Gran Hermano dedicaba su orden del día a conmemorar a algunos miembros
ordinarios del Partido cuya vida y muerte ponía como ejemplo digno de ser
imitado por todos. Hoy conmemoraría al camarada Ogilvy. Desde luego, no existía
el tal Ogilvy, pero unas cuantas líneas de texto y un par de fotografías
falsificadas bastarían para darle vida.
Winston reflexionó
un momento, se acercó luego al hablescribe y empezó a dictar en el estilo
habitual del Gran Hermano: un estilo militar y pedante a la vez y fácil de
imitar por el truco de hacer preguntas y contestárselas él mismo en seguida.
(Por ejemplo: «¿Qué nos enseña este hecho, camaradas? Nos enseña la lección
-que es también uno de los principios fundamentales de Ingsoc- que», etc.,
etc.)
A la edad de tres
años, el camarada Ogilvy había rechazado todos los juguetes excepto un tambor,
una ametralladora y un autogiro. A los seis años -uno antes de lo reglamentario
por concesión especial- se había alistado en los Espías; a los nueve años, era
ya jefe de tropa. A los once había denunciado a su tío a la Policía del
Pensamiento después de oírle una conversación donde el adulto se había mostrado
con tendencias criminales. A los diecisiete fue organizador en su distrito de
la Liga juvenil Anti-Sex. A los diecinueve había inventado una granada de mano
que fue adoptada por el Ministerio de la Paz y que, en su primera prueba, mató
a treinta y un prisioneros eurasiáticos. A los veintitrés murió en acción de
guerra. Perseguido por cazas enemigos de propulsión a chorro mientras volaba
sobre el Océano índico portador de mensajes secretos, se había arrojado al mar
con las ametralladoras y los documentos... Un final, decía el Gran Hermano, que
necesariamente despertaba la envidia. El Gran Hermano añadía unas
consideraciones sobre la pureza y rectitud de la vida del camarada Ogilvy. Era
abstemio y no fumador, no se permitía más diversiones que una hora diaria en el
gimnasio y había hecho voto de soltería por creer que el matrimonio y el
cuidado de una familia imposibilitaban dedicar las veinticuatro horas del día
al cumplimiento del deber. No tenía más tema de conversación que los principios
de Ingsoc, ni más finalidad en la vida que la derrota del enemigo eurasiático y
la caza de espías, saboteadores, criminales mentales y traidores en general.
Winston discutió
consigo mismo si debía o no concederle al camarada Ogilvy la Orden del Mérito
Conspicuo; al final decidió no concedérsela porque ello acarrearía un excesivo
trabajo de confrontaciones para que el hecho coincidiera con otras referencias.
De nuevo miró a su
rival de la cabina de enfrente. Algo parecía decirle que Tillotson se ocupaba
en lo mismo que él. No había manera de saber cuál de las versiones sería
adoptada finalmente, pero Winston tenía la firme convicción de que se elegiría
la suya. El camarada Ogilvy, que hace una hora no existía, era ya un hecho. A
Winston le resultaba ctirioso que se pudieran crear hombres muertos y no
hombres vivos. El camarada Ogilvy, que nunca había existido en el presente, era
ya una realidad en el pasado, y cuando quedara olvidado en el acto de la
falsificación, seguiría existiendo con la misma autenticidad, con pruebas de la
misma fuerza que Carlomagno o Julio César.
CAPITULO V
En la cantina, un
local de techo bajo en los sótanos, la cola para el almuerzo avanzaba
lentamente. La estancia estaba atestada de gente y llena de un ruido ensordecedor.
De la parrilla tras el mostrador emanaba el olorcillo del asado. Al extremo de
la cantina había un pequeño bar, una especie de agujero en el muro, donde podía
comprarse la ginebra a diez centavos el vasito.
-Precisamente el
que andaba yo buscando- dijo una voz a espaldas de Winston. Éste se volvió. Era
su amigo Syme, que trabajaba en el Departamento de Investigaciones, Quizás no
fuera «amigo» la palabra adecuada. Ya no había amigos, sino camaradas. Pero
persistía una diferencia: unos camaradas eran más agradables que otros. Syme
era filósofo, especializado en neolengua. Desde luego, pertenecía al inmenso
grupo de expertos dedicados a redactar la onceava edición del Diccionario de
Neolengua. Era más pequeño que Winston, con cabello negro y sus ojos saltones,
a la vez tristes y burlones, que parecían buscar continuamente algo dentro de
su interlocutor.
-Quería preguntarte
si tienes hojas de afeitar- dijo.
-¡Ni una!- dijo
Winston con una precipitación culpable . He tratado de encontrarlas por todas
partes, pero ya no hay.
Todos buscaban
hojas de afeitar. La verdad era que Winston guardaba en su casa dos sin
estrenar. Durante los meses pasados hubo una gran escasez de hojas. Siempre
faltaba algún artículo necesario que en las tiendas del Partido no podían
proporcionar; unas veces, botones; otras, hilo de coser; a veces, cordones para
los zapatos, y ahora faltaban cuchillas de afeitar. Era imposible adquirirlas a
no ser que se buscaran furtivamente en el mercado «libre».
-Llevo seis semanas
usando la misma cuchilla- mintió Winston.
La cola avanzó otro
poco. Winston se volvió otra vez para observar a Syme. Cada uno de ellos cogió
una bandeja grasienta de metal de una pila que había al borde del mostrador.
-¿Fuiste a ver
ahorcar a los prisioneros ayer? -le preguntó Syme.
-Estaba trabajando
-respondió Winston en tono indiferente. Lo veré en el cine, seguramente.
-Un sustitutivo muy
inadecuado- comentó Syme.
Sus ojos burlones
recorrieron el rostro de Winston. «Te conozco», parecían decir los ojos.
«Veo a través de
ti. Sé muy bien por qué no fuiste a ver ahorcar los prisioneros.»
Intelectualmente, Syme era de una ortodoxia venenosa. Por ejemplo, hablaba con
una satisfacción repugnante de los bombardeos de los helicópteros contra los
pueblos enemigos, de los procesos y confesiones de los criminales del
pensamiento y de las ejecuciones en los sótanos del Ministerio del Amor. Hablar
con él suponía siempre un esfuerzo por apartarle de esos temas e interesarle en
problemas técnicos de neolingüística en los que era una autoridad y sobre los
que podía decir cosas interesantes. Winston volvió un poco la cabeza para
evitar el escrutinio de los grandes ojos negros.
-Fue una buena
ejecución- dijo Syme añorante Pero me parece que estropean el efecto atándoles
los pies. Me gusta verlos patalear. De todos modos, es estupendo ver cómo sacan
la lengua, que se les pone azul... ¡de un azul tan brillante! Ese detalle es el
que más me gusta.
-¡El siguiente, por
favor!- dijo la propietaria del delantal blanco que servía tras el mostrador.
Winston y Syme
presentaron sus bandejas. A cada uno de ellos les pusieron su ración: guiso con
un poquito de carne, algo de pan, un cubito de queso, un poco de café de la
Victoria y una pastilla de sacarina.
-Allí hay una mesa
libre, debajo de la telepantalla -dijo Syme. De camino podemos coger un poco de
ginebra.
Les sirvieron la
ginebra en unas terrinas. Se abrieron paso entre la multitud y colocaron el
contenido de sus bandejas sobre la mesa de tapa de metal, en una esquina de la
cual había dejado alguien un chorretón de grasa del guiso, un líquido
asqueroso. Winston cogió la terrina de ginebra, se detuvo un instante para
decidirse, y se tragó de un golpe aquella bebida que sabía a aceite. Le
acudieron lágrimas a los ojos como reacción y de pronto descubrió que tenía
hambre. Empezó a tragar cucharadas del guiso, que contenía unos trocitos de un
material substitutivo de la carne. Ninguno de ellos volvió a hablar hasta que
vaciaron los recipientes. En la mesa situada a la izquierda de Winston, un poco
detrás de él, alguien hablaba rápidamente y sin cesar, una cháchara que
recordaba el cua-cua del pato. Esa voz perforaba el jaleo general de la
cantina.
-¿Cómo va el
diccionario?- dijo Winston elevando la voz para dominar el ruido.
-Despacio
-respondió Syme. Por los adjetivos. Es un trabajo fascinador.
En cuanto oyó que
le hablaban de lo suyo, se animó inmediatamente. Apartó el plato de aluminio,
tomó el mendrugo de pan con gesto delicado y el queso con la otra mano. Se
inclinó sobre la mesa para hablar sin tener que gritar.
-La onceava edición
es la definitiva dijo-. Le estamos dando al idioma su forma final, la forma que
tendrá cuando nadie hable más que neolengua. Cuando terminemos nuestra labor,
tendréis que empezar a aprenderlo de nuevo. Creerás, seguramente, que nuestro
principal trabajo consiste en inventar nuevas palabras. Nada de eso. Lo que
hacemos es destruir palabras, centenares de palabras cada día. Estamos podando
el idioma para dejarlo en los huesos. De las palabras que contenga la onceava
edición, ninguna quedará anticuada antes del año 2050-. Dio un hambriento
bocado a su pedazo de pan y se lo tragó sin dejar de hablar con una especie de
apasionamiento pedante. Se le había animado su rostro moreno, y sus ojos, sin
perder el aire soñador, no tenían ya su expresión burlona.
-La destrucción de
las palabras es algo de gran hermosura. Por supuesto, las principales víctimas
son los verbos y los adjetivos, pero también hay centenares de nombres de los
que puede uno prescindir. No se trata sólo de los sinónimos. También los
antónimos. En realidad ¿qué justificación tiene el empleo de una palabra sólo
porque sea lo contrario de otra? Toda palabra contiene en sí misma su
contraria. Por ejemplo, tenemos «bueno». Si tienes una palabra como «bueno»,
¿qué necesidad hay de la contraria, «malo»? Nobueno sirve exactamente igual,
mejor todavía, porque es la palabra exactamente contraria a «bueno» y la otra
no. Por otra parte, si quieres un reforzamiento de la palabra «bueno», ¿qué
sentido tienen esas confusas e inútiles palabras «excelente, espléndido» y
otras por el estilo? Plusbueno basta para decir lo que es mejor que lo
simplemente bueno y dobíeplusbueno sirve perfectamente para acentuar el grado
de bondad. Es el superlativo perfecto. Ya sé que usamos esas formas, pero en la
versión final de la neolengua se suprimirán las demás palabras que todavía se
usan como equivalentes. Al final todo lo relativo a la bondad podrá expresarse
con seis palabras; en realidad una sola. ¿No te das cuenta de la belleza que
hay en esto, Winston? Naturalmente, la idea fue del Gran Hermano -añadió
después de reflexionar un poco.
Al oír nombrar al
Gran Hermano, el rostro de Winston se animó automáticamente. Sin embargo, Syme
descubrió inmediatamente una cierta falta de entusiasmo.
-Tú no aprecias la
neolengua en lo que vale -dijo Syme con tristeza-. Incluso cuando escribes
sigues pensando en la antigua lengua. He leído algunas de las cosas que has
escrito para el Times. Son bastante buenas, pero no pasan de traducciones. En
el fondo de tu corazón prefieres el viejo idioma con toda su vaguedad y sus
inútiles matices de significado. No sientes la belleza de la destrucción de las
palabras. ¿No sabes que la neolengua es el único idioma del mundo cuyo
vocabulario disminuye cada día.
Winston no lo
sabía, naturalmente sonrió -creía hacerlo agradablemente- porque no se fiaba de
hablar. Syme comió otro bocado del pan negro, lo masticó un poco y siguió:
-¿No ves que la
finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el
radio de acción de la mente? Al final, acabamos haciendo imposible todo crimen
del pensamiento. En efecto, ¿cómo puede haber crimental si cada concepto se expresa
claramente con una sola palabra, una palabra cuyo significado esté decidido
rigurosamente y con todos sus significados secundados eliminados y olvidados
para siempre? Y en la onceava edición nos acercamos a ese ideal, pero su
perfeccionamiento continuará mucho después de que tú y yo hayamos muerto. Cada
año habrá menos palabras y el radio de acción de la conciencia será cada vez
más pequeño. Por supuesto, tampoco ahora hay justificación alguna para cometer
crimen por el pensamiento. Sólo es cuestión de autodisciplina, de control de la
realidad. Pero llegará un día en que ni esto será preciso. La revolución será
completa cuando la lengua sea perfecta. Neolengua es Ingsoc e Ingsoc es
neolengua -añadió -con una satisfacción mística-. ¿No se te ha ocurrido pensar,
Winston, que lo más tarde hacia el año 2050, ni un solo ser humano podrá
entender una conversación como esta que ahora sostenemos?
-Excepto... empezó
a decir Winston, dubitativo, pero se interrumpió alarmado.
Había estado a
punto de decir «excepto los proles»; pero no estaba muy seguro de que esta
observación fuera muy ortodoxa. Sin embargo, Syme adivinó lo que iba a decir.
-Los proles no so
seres humanos dijo-. Hacia el 2050, quizá antes, habrá desparecido todo
conocimiento efectivo del viejo idioma. Toda la literatura del pasado habrá
sido destruida. Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron... sólo existirán en
versiones neolingüístcas, no sólo transformados en algo muy diferente, sino
convertidos en lo contrario de lo que eran. Incluso la literatura del partido
cambiará; hasta los slogans serán otros. ¿Cómo vas a tener un slogan como el de
«la libertad es la esclavitud» cuando el concepto de libertad no exista? Todo
el clima del pensamiento será distinto. En realidad, no habrá pensamiento en el
sentido en que ahora lo entendemos. La ortodoxia significa no pensar, no
necesitar el pensamiento. Nuestra ortodoxia es la inconsciencia.
De pronto tuvo
Winston la profunda convicción de que uno de aquellos días vaporizarían a Syme.
Es demasiado inteligente. Lo ve todo con demasiada claridad y habla con
demasiada sencillez. Al Partido no le gustan estas gentes. Cualquier día
desaparecerá. Lo lleva escrito en la cara.
Winston había
terminado el pan y el queso. Se volvió un poco para beber la terrina de café.
En la mesa de la izquierda, el hombre de la voz estridente seguía hablando sin
cesar. Una joven, que quizás fuera su secretaria y que estaba sentada de
espaldas a Winston, le escuchaba y asentía continuamente. De vez en cuando,
Winston captaba alguna observación como: «Cuánta razón tienes» o «No sabes
hasta qué punto estoy de acuerdo contigo», en una voz juvenil y algo tonta.
Pero la otra voz no se detenía ni siquiera cuando la muchacha decía algo.
Winston conocía de vista a aquel hombre aunque sólo sabía que ocupaba un puesto
importante en el Departamento de Novela. Era un hombre de unos treinta años con
un poderoso cuello y una boca grande y gesticulante.
Estaba un poco
echado hacia atrás en su asiento y los cristales de sus gafas reflejaban la luz
y le presentaban a Winston dos discos vacíos en vez de un par de ojos. Lo
inquietante era que del torrente de ruido que salía de su boca resultaba casi
imposible distinguir una sola palabra. Sólo un cabo de frase comprendió Winston
«completa y definitiva eliminación del goldsteinismo»-, pronunciado con tanta
rapidez que parecía salir en un solo bloque como la línea, fundida en plomo, de
una linotipia. Lo demás era sólo ruido, un cuac-cuac-cuac, y, sin embargo,
aunque no se podía oír lo que decía, era seguro que se refería a Goldstein
acusándolo y exigiendo medidas más duras contra los criminales del pensamiento
y los saboteadores. Sí, era indudable que lanzaba diatribas contra las
atrocidades del ejército eurasiático y que alababa al Gran Hermano o a los
héroes del frente malabar. Fuera lo que fuese, se podía estar seguro de que
todas sus palabras eran ortodoxia pura. Ingsoc cien por cien. Al contemplar el
rostro sin ojos con la mandíbula en rápido movimiento, tuvo Winston la curiosa
sensación de que no era un ser humano, sino una especie de muñeco. No hablaba
el cerebro de aquel hombre, sino su laringe. Lo que salía de ella consistía en
palabras, pero no era un discurso en el verdadero sentido, sino un ruido
inconsciente como el cuac-cuac de un pato.
Syme se había
quedado silencioso unos momentos y con el mango de la cucharilla trazaba
dibujos entre los restos del guisado. La voz de la otra mesa seguía con su
rápido cuac-cuac, fácilmente perceptible a pesar de la algarabía de la cantina.
-Hay una palabra en
neolengua- dijo Syme que no sé si la conoces: pathablar, o sea, hablar de modo
que recuerde el cuac-cuac de un pato. Es una de esas palabras interesantes que
tienen dos sentidos contradictorios. Aplicada a un contrario, es un insulto;
aplicada a alguien con quien estés de acuerdo, es un elogio.
No cabía duda,
volvió a pensar Winston, a Syme lo vaporizarían. Lo pensó con cierta tristeza
aunque sabía perfectamente que Syme lo despreciaba y era muy capaz de
denunciarle como culpable mental. Había algo de sutilmente malo en Syme. Algo
le faltaba: discreción, prudencia, algo así como estupidez salvadora. No podía
decirse que no fuera ortodoxo. Creía en los principios del Ingsoc, veneraba al
Gran Hermano, se alegraba de las victorias y odiaba a los herejes, no sólo
sinceramente, sino con inquieto celo hallándose al día hasta un grado que no
solía alcanzar el miembro ordinario del Partido. Sin embargo, se cernía sobre
él un vago aire de sospecha. Decía cosas que debía callar, leía demasiados
libros, frecuentaba el Café del Nogal, guarida de pintores y músicos. No había
ley que prohibiera la frecuentación del Café del Nogal. Sin embargo, era sitio
de mal agüero. Los antiguos y desacreditados jefes del Partido se habían
reunido allí antes de ser «purgados» definitivamente. Se decía que al mismo
Goldstein lo habían visto allí algunas veces hacía años o décadas. Por tanto,
el destino de Syme no era difícil de predecir. Pero, por otra parte, era
indudable que si aquel hombre olía sólo por tres segundos las opiniones
secretas de Winston, lo denunciaría inmediatamente a la Policía del
Pensamiento. Por supuesto, cualquier otro lo haría; Syme se daría más prisa.
Pero no bastaba con el celo. La ortodoxia era la inconsciencia.
Syme levantó la
vista:
-Aquí viene
Parsons- dijo.
Algo en el tono de
su voz parecía añadir, «ese idiota». Parsons, vecino de Winston en las Casas de
la Victoria, se abría paso efectivamente por la atestada cantina. Era un
individuo de mediana estatura con cabello rubio y cara de rana. A los treinta y
cinco años tenía ya una buena cantidad de grasa en el cuello y en la cintura,
pero sus movimientos eran ágiles y juveniles. Todo su aspecto hacía pensar en
un muchacho con excesiva corpulencia, hasta tal punto que, a pesar de vestir el
«mono» reglamentario, era casi imposible no figurárselo con los pantalones
cortos y azules, la camisa gris y el pañuelo rojo de los Espías. Al verlo, se
pensaba siempre en escenas de la organización juvenil. Y, en efecto, Parsons se
ponía shorts para cada excursión colectiva o cada vez que cualquier actividad
física de la comunidad le daba una disculpa para hacerlo. Saludó a ambos con un
alegre ¡Hola, hola!, y sentóse a la mesa esparciendo un intenso olor a sudor.
Su rojiza cara estaba perlada de gotitas de sudor. Tenía un enorme poder
sudorífico. En el Centro de la Comunidad se podía siempre asegurar si Parsons
había jugado al tenis de mesa por la humedad del mango de la raqueta. Syme sacó
una tira de papel en la que había una larga columna de palabras y se dedicó a
estudiarla con un lápiz tinta entre los dedos.
-Mira cómo trabaja
hasta en la hora de comer- dijo Parsons, guiñándole un ojo a Winston-. Eso es
lo que se llama aplicación. ¿Qué tienes ahí, chico? Seguro que es algo
demasiado intelectual para mí. Oye, Smith, te diré por qué te andaba buscando,
es para la sub. Olvidaste darme el dinero.
¿Qué sub es esa?-
dijo Winston buscándose el dinero automáticamente. Por lo menos una cuarta
parte del sueldo de cada uno iba a parar a las subscripciones voluntarias.
Éstas eran tan abundantes que resultaba muy difícil llevar la cuenta.
-Para la Semana del
Odio. Ya sabes que soy el tesorero de nuestra manzana. Estamos haciendo un gran
esfuerzo para que nuestro grupo de casas aporte más que nadie. No será culpa
mía si las Casas de la Victoria no presentan el mayor despliegue de banderas de
toda la calle. Me prometiste dos dólares.
Winston, después de
rebuscar en sus bolsillos, sacó dos billetes grasientos y muy arrugados que
Parsons metió en una carterita y anotó cuidadosamente.
-A propósito,
chico- dijo-, me he enterado de que mi crío te disparó ayer su tirachinas. Ya
le he arreglado las cuentas. Le dije que si lo volvía a hacer le quitaría el
tirachinas.
-Me parece que
estaba un poco fastidiado por no haber ido a la ejecución- dijo Winston.
-Hombre, no está
mal; eso demuestra que el muchacho es de fiar. Son muy traviesos, pero, eso sí,
no piensan más que en los espías; y en la guerra, naturalmente. ¿Sabes lo que
hizo mi chiquilla el sábado pasado cuando su tropa fue de excursión a Berkhamstead?
La acompañaban otras dos niñas. Las tres se separaron de la tropa, dejaron las
bicicletas a un lado del camino y se pasaron toda la tarde siguiendo a un
desconocido. No perdieron de vista al hombre durante dos horas, a campo
traviesa, por los bosques... En fin, que, en cuanto llegaron a Amersham, lo
entregaron a las patrullas.
-¿Por qué lo
hicieron? -preguntó Winston, sobresaltado a pesar suyo. Parsons prosiguió,
triunfante:
-Mi chica se
aseguró de que era un agente enemigo... Probablemente, lo dejaron caer con
paracaídas. Pero fíjate en el talento de la criatura: ¿en qué supones que le
conoció al hombre que era un enemigo? Pues notó que llevaba unos zapatos muy
raros. Sí, mi niña dijo que no había visto a nadie con unos zapatos así; de
modo que la cosa estaba clara. Era un extranjero. Para una niña de siete años,
no está mal, ¿verdad?
-¿Y qué le pasó a
ese hombre?- se interesó Winston.
-Eso no lo sé,
naturalmente. Pero no me sorprendería que... -Parsons hizo el ademán de
disparar un fusil y chasqueó la lengua imitando el disparo.
-Muy bien -dijo
Syme abstraído, sin levantar la vista de sus apuntes.
-Claro, no podemos
permitirnos correr el riesgo... -asintió Winston, nada convencido.
-Por supuesto, no
hay que olvidar que estamos en guerra.
Como para confirmar
esto, un trompetazo salió de la telepantalla vibrando sobre sus cabezas. Pero
esta vez no se trataba de la proclamación de una victoria militar, sino sólo de
un anuncio del Ministerio de la Abundancia.
-¡Camaradas!
exclamó una voz juvenil y resonante. ¡Atención, camaradas! ¡Tenemos gloriosas
noticias que comunicaros! Hemos ganado la batalla de la producción. Tenemos ya
todos los datos completos y el nivel de vida se ha elevado en un veinte por
ciento sobre el del año pasado. Esta mañana ha habido en toda Oceanía
incontables manifestaciones espontáneas; los trabajadores salieron de las
fábricas y de las oficinas y desfilaron, con banderas desplegadas, por las
calles de cada ciudad proclamando su gratitud al Gran Hermano por la nueva y
feliz vida que su sabia dirección nos permite disfrutar. He aquí las cifras
completas. Ramo de la Alimentación...
La expresión «por
la nueva y feliz vida» reaparecía varias veces. Éstas eran las palabras
favoritas del Ministerio de la Abundancia. Parsons, pendiente todo él de la
llamada de la trompeta, escuchaba, muy rígido, con la boca abierta y un aire
solemne, una especie de aburrimiento sublimado. No podía seguir las cifras,
pero se daba cuenta de que eran un motivo de satisfacción. Fumaba una enorme y
mugrienta pipa. Con la ración de tabaco de cien gramos a la semana era raras
veces posible llenar una pipa hasta el borde. Winston fumaba un cigarrillo de
la Victoria cuidando de mantenerlo horizontal para que no se cayera su escaso
tabaco. La nueva ración no la darían hasta mañana y le quedaban sólo cuatro
cigarrillos. Había dejado de prestar atención a todos los ruidos excepto a la
pesadez numérica de la pantalla. Por lo visto, había habido hasta
manifestaciones para agradecerle al Gran Hermano- el aumento de la ración de chocolate
a veinte gramos cada semana. Ayer mismo, pensó, se había anunciado que la
ración se reduciría a veinte gramos semanales. ¿Cómo era posible que pudieran
tragarse aquello, si no habían pasado más que veinticuatro horas? Sin embargo,
se lo tragaron. Parsons lo digería con toda facilidad, con la estupidez de un
animal. El individuo de las gafas con reflejos, en la otra mesa, lo aceptaba
fanática y apasionadamente con un furioso deseo de descubrir, denunciar y
vaporizar a todo aquel que insinuase que la semana pasada la ración fue de
treinta gramos. Syme también se lo había tragado aunque el proceso que seguía
para ello era algo más complicado, un proceso de doblepensar. ¿Es que sólo él,
Winston, seguía poseyendo memoria?
Las fabulosas
estadísticas continuaron brotando de la telepantalla. En comparación con el año
anterior, había más alimentos, más vestidos, más casas, más muebles, más ollas,
más comestibles, más barcos, más autogiros, más libros, más bebés, más de todo,
excepto enfermedades, crímenes y locura. Año tras año y minuto tras minuto,
todos y todo subía vertiginosamente. Winston meditaba, resentido, sobre la
vida. ¿Siempre había sido así; siempre había sido tan mala la comida? Miró en
torno suyo por la cantina; una habitación de techo bajo, con las paredes sucias
por el contacto de tantos trajes grasientos; mesas de metal abolladas y sillas
igualmente estropeadas y tan juntas que la gente se tocaba con los codos. Todo
resquebrajado, lleno de manchas y saturado de un insoportable olor a ginebra mala,
a mal café, a sustitutivo de asado, a trajes sucios. Constantemente se
rebelaban el estómago y la piel con la sensación de que se les habla hecho
trampa privándoles de algo a lo que tenían derecho. Desde luego, Winston no
recordaba nada que fuera muy diferente. En todo el tiempo a que alcanzaba su
memoria, nunca hubo bastante comida, nunca se podían llevar calcetines ni ropa
interior sin agujeros, los muebles habían estado siempre desvencijados, en las
habitaciones había faltado calefacción, los metros iban horriblemente
atestados, las casas se deshacían a pedazos, el pan era \pard plain negro, el
té imposible de encontrar, el café sabía a cualquier cosa, escaseaban los
cigarrillos y nada había barato y abundante a no ser la ginebra sintética. Y
aunque, desde luego, todo empeoraba a medida que uno envejecía, ello era sólo
señal de que éste no era el orden natural de las cosas. Si el corazón enfermaba
con las incomodidades, la suciedad y la escasez, los inviernos interminables,
la dureza de los calcetines, los ascensores que nunca funcionaban, el agua
fría, el rasposo jabón, los cigarrillos que se deshacían, los alimentos de
sabor repugnante... ¿cómo iba uno a considerar todo esto intolerable si no
fuera por una especie de recuerdo ancestral de que las cosas habían sido
diferentes alguna vez?
Winston volvió a
recorrer la cantina con la mirada. Casi todos los que allí estaban eran feos y
lo hubieran seguido siendo aunque no hubieran llevado los «monos» azules
uniformes. Al extremo de la habitación, solo en una mesa, se hallaba un
hombrecillo con aspecto de escarabajo. Bebía una taza de café y sus ojillos
lanzaban miradas suspicaces a un lado y a otro. Es muy fácil, pensó Winston,
siempre que no mire uno en torno suyo, creer que el tipo físico fijado por el
Partido como ideal -los jóvenes altos v musculosos y las muchachas de escaso
pecho y de cabello rubio, vitales, tostadas por el sol y despreocupadas-
existía e incluso predominaba. Pero en la realidad, la mayoría de los
habitantes de la Franja Aérea número 1 eran pequeños, cetrinos y de facciones
desagradables. Es curioso cuánto proliferaba el tipo de escarabajo entre los
funcionarios de los ministerios: hombrecillos que engordaban desde muy jóvenes,
con piernas cortas, movimientos toscos y rostros inescrutables, con ojos muy
pequeños. Era el tipo que parecía florecer bajo el dominio del Partido.
La comunicación del
Ministerio de la Abundancia terminó con otro trompetazo y fue seguida por
música ligera. Parsons, lleno de vago entusiasmo por el reciente bombardeo de
cifras, se sacó la pipa de la boca:
-El Ministerio de
la Abundancia ha hecho una buena labor este año- dijo moviendo la cabeza como
persona bien enterada-. A propósito, Smith, ¿no podrás dejarme alguna hoja de
afeitar?
-¡Ni una! -le
respondió Winston-. Llevo seis semanas usando la misma hoja.
-Entonces, nada...
Es que se me ocurrió, por si tenías.
-Lo siento- dijo
Winston.
El cuac-cuac de la
próxima mesa, que había permanecido en silencio mientras duró el comunicado del
Ministerio de la Abundancia, comenzó otra vez mucho más fuerte. Por alguna
razón, Winston pensó de pronto en la señora Parsons con su cabello revuelto y
el polvo de sus arrugas. Dentro de dos años aquellos niños la denunciarían a la
Policía del Pensamiento. La señora Parsons sería vaporizada. Syme sería
vaporizado. A Winston lo vaporizarían también. O'Brien sería vaporizado. A
Parsons, en cambio, nunca lo vaporizarían. Tampoco el individuo de las gafas y
del cuac-cuac sería vaporizado nunca, Ni tampoco la joven del cabello negro, la
del Departamento de Novela. Le parecía a Winston conocer por intuición quién
perecería, aunque no era fácil determinar lo que permitía sobrevivir a una
persona.
En aquel momento le
sacó de su ensoñación una violenta sacudida. La muchacha de la mesa vecina se
había vuelto y lo estaba mirando. ¡Era la muchacha morena del Departamento de
Novela! Miraba a Winston a hurtadillas, pero con una curiosa intensidad. En
cuanto sus ojos tropezaron con los de Winston, volvió la cabeza.
Winston empezó a
sudar. Le invadió una horrible sensación de terror. Se le pasó casi en seguida,
pero le dejó intranquilo. ¿Por qué lo miraba aquella mujer? ¿Por qué se la
encontraba tantas veces? Desgraciadamente, no podía recordar si la joven estaba
ya en aquella mesa cuando él llegó o si había llegado después. Pero el día
anterior, durante los Dos Minutos de Odio, se había sentado inmediatamente
detrás de él sin haber necesidad de ello. Seguramente, se proponía escuchar lo
que él dijera y ver si gritaba lo bastante fuerte.
Pensó que
probablemente la muchacha no era miembro de la Policía del Pensamiento, pero
precisamente las espías aficionadas constituían el mayor peligro. No sabía
Winston cuánto tiempo llevaba mirándolo la joven, pero quizás fueran cinco
minutos. Era muy posible que en este tiempo no hubiera podido controlar sus
gestos a la perfección. Constituía un terrible peligro pensar mientras se
estaba en un sitio público o al alcance de la telepantalla. El detalle más
pequeño podía traicionarle a uno. Un tic nervioso, una inconsciente mirada de
inquietud, la costumbre de hablar con uno mismo entre dientes, todo lo que
revelase la necesidad de ocultar algo. En todo caso, llevar en el rostro una
expresión impropia (por ejemplo, parecer incrédulo cuando se anunciaba una
victoria) constituía un acto punible. Incluso había una palabra para esto en
neolengua: caracrimen.
La muchacha
recuperó su posición anterior. Quizás no estuviese persiguiéndolo; quizás fuera
pura coincidencia que se hubiera sentado tan cerca de él dos días seguidos. Se
le había apagado el cigarrillo y lo puso cuidadosamente en el borde de la mesa.
Lo terminaría de fumar después del trabajo si es que el tabaco no se había
acabado de derramar para entonces. Seguramente, el individuo que estaba con la
joven sería un agente de la Policía del Pensamiento y era muy probable, pensó
Winston, que a él lo llevaran a los calabozos del Ministerio del Amor dentro de
tres días, pero no era esta una razón para desperdiciar una colilla. Syme dobló
su pedazo de papel y se lo guardó en el bolsillo. Parsons había empezado a
hablar otra vez.
-¿Te he contado,
chico, lo que hicieron mis críos en el mercado? ¿No? Pues un día le prendieron
fuego a la falda de una vieja vendedora porque la vieron envolver unas
salchichas en un cartel con el retrato del Gran Hermano. Se pusieron detrás de
ella y, sin que se diera cuenta, le prendieron fuego a la falda por abajo con
una caja de cerillas. Le causaron graves quemaduras. Son traviesos, ¿eh? Pero
eso sí, ¡más finos...! Esto se lo deben a la buena enseñanza que se da hoy a
los niños en los Espías, mucho mejor que en mi tiempo. Están muy bien
organizados. ¿Qué creen ustedes que les han dado a los chicos últimamente?
Pues, unas trompetillas especiales para escuchar por las cerraduras. Mi niña
trajo una a casa la otra noche. La probó en nuestra salita, y dijo que oía con
doble fuerza que si aplicaba el oído al agujero. Claro que sólo es un juguete;
sin embargo, así se acostumbran los niños desde pequeños.
En aquel momento,
la telepantalla dio un penetrante silbido. Era la señal para volver al trabajo.
Los tres hombres se pusieron automáticamente en pie y se unieron a la multitud
en la lucha por entrar en los ascensores, lo que hizo que el cigarrillo de
Winston se vaciara por completo.
CAPITULO VI
Winston escribía en
su Diario:
Fue hace tres años
Era una tarde oscura, en una estrecha callejuela cerca de una de las estaciones
del ferrocarril. Ella, de píe, apoyada en la pared cerca de una puerta, recibía
la luz mortecina de un farol. Tenía una carajoven muy pintada. Lo que me atrajo
fue la pintura, la blancura de aquella cara que parecía una máscara y los
labios rojos y brillantes. Las mujeres del Partido nunca se pintan la cara. No
había nadie más en la calle, ni telepantallas. Me dijo que dos dólares. Yo...
Le era dificil
seguir. Cerró los ojos y apretó las palmas de las manos contra ellos tratando
de borrar la visión interior. Sentía una casi invencible tentación de gritar
una sarta de palabras. O de golpearse la cabeza contra la pared, de arrojar el
tintero por la ventana, de hacer, en fin, cualquier acto violento, ruidoso, o
doloroso, que le borrara el recuerdo que le atormentaba.
Nuestro peor
enemigo, reflexionó Winston, es nuestro sistema nervioso. En cualquier momento,
la tensión interior puede traducirse en cualquier síntoma visible. Pensó en un
hombre con quien se había cruzado en la calle semanas atrás: un hombre de
aspecto muy corriente, un miembro del Partido de treinta y cinco a cuarenta
años, alto y delgado, que llevaba una cartera de mano. Estaban separados por
unos cuantos metros cuando el lado izquierdo de la cara de aquel hombre se
contrajo de pronto en una especie de espasmo. Esto volvió a ocurrir en el
momento en que se cruzaban; fue sólo un temblor rapidísimo como el disparo de
un objetivo de cámara fotográfica, pero sin duda se trataba de un tic habitual.
Winston recordaba haber pensado entonces: el pobre hombre está perdido. Y lo
aterrador era que el movimiento de los músculos era inconsciente. El peligro
mortal por excelencia era hablar en sueños. Contra eso no había remedio.
Contuvo la
respiración y siguió escribiendo:
Entré con ella en
el portal y cruzamos un patio para bajar luego a una cocina que estaba en los
sótanos. Había una cama contra la pared, y una lámpara en la mesilla con muy
poca luz. Ella...
Le rechinaban los
dientes. Le hubiera gustado escupir. A la vez que en la mujer del sótano, pensó
Winston en Katharine, su esposa. Winston estaba casado; es decir, había estado
casado. Probablemente seguía estándolo, pues no sabía que su mujer hubiera
muerto. Le pareció volver a aspirar el insoportable olor de la cocina del
sótano, un olor a insectos, ropa sucia y perfume baratísimo; pero, sin embargo,
atraía, ya que ninguna mujer del Partido usaba perfume ni podía uno
imaginársela perfumándose. Solamente los proles se perfumaban, y ese olor
evocaba en la mente, de un modo inevitable, la fornicación.
Cuando estuvo con
aquella mujer, fue la primera vez que había caído Winston en dos años
aproximadamente. Por supuesto, toda relación con prostitutas estaba prohibida,
pero se admitía que alguna vez, mediante un acto de gran valentía, se
permitiera uno infringir la ley. Era peligroso pero no un asunto de vida o
muerte, porque ser sorprendido con una prostituta sólo significaba cinco años
de trabajos forzados. Nunca más de cinco años con tal de que no se hubiera
cometido otro delito a la vez. Lo cual resultaba estupendo ya que había la
posibilidad de que no le descubrieran a uno. Los barrios pobres abundaban en
mujeres dispuestas a venderse. El precio de algunas era una botella de ginebra,
bebida que se suministraba a los proles. Tácitamente, el Partido se inclinaba a
estimular la prostitución como salida de los instintos que no podían
suprimirse. Esas juergas no importaban políticamente ya que eran furtivas y
tristes y sólo implicaban a mujeres de una clase sumergida y despreciada. El
crimen imperdonable era la promiscuidad entre miembros del Partido.
Pero -aunque éste
era uno de los crímenes que los acusados confesaban siempre en las purgas- era
casi imposible imaginar que tal desafuero pudiera suceder.
La finalidad del
Partido en este asunto no era sólo evitar que hombres y mujeres establecieran
vínculos imposibles de controlar. Su objetivo verdadero y no declarado era
quitarle todo, placer al acto sexual. El enemigo no era tanto el amor como el
erotismo, dentro del matrimonio y fuera de él. Todos los casamientos entre
miembros del Partido tenían que ser aprobados por un Comité nombrado con este
fin Y -aunque al principio nunca fue establecido de un modo explícito- siempre
se negaba el permiso si la pareja daba la impresión de hallarse físicamente
enamorada. La única finalidad admitida en el matrimonio era engendrar hijos en
beneficio del Partido. La relación sexual se consideraba como una pequeña
operación algo molesta, algo así como soportar un enema. Tampoco esto se decía
claramente, pero de un modo indirecto se grababa desde la infancia en los
miembros del Partido. Había incluso organizaciones como la Liga juvenil
Anti-Sex, que defendía la soltería absoluta para ambos sexos. Los nietos debían
ser engendrados por inseminación artificial (semart, como se le llamaba en
neolengua) y educados en instituciones públicas. Winston sabía que esta
exageración no se defendía en serio, pero que estaba de acuerdo con la
ideología general del Partido. Éste trataba de matar el instinto sexual o, si
no podía suprimirlo del todo, por lo menos deformarlo y mancharlo. No sabía
Winston por qué se seguía esta táctica, pero parecía natural que fuera así. Y
en cuanto a las mujeres, los esfuerzos del Partido lograban pleno éxito.
Volvió a pensar en
Katharine. Debía de hacer nueve o diez años, casi once, que se habían separado.
Era curioso que se acordara tan poco de ella. Olvidaba durante días enteros que
habían estado casados. Sólo permanecieron juntos unos quince meses. El Partido
no permitía el divorcio, pero fomentaba las separaciones cuando no había hijos.
Katharine era una
rubia alta, muy derecha y de movimientos majestuosos. Tenía una cara audaz,
aquilina, que podría haber pasado por noble antes de descubrir que no había
nada tras aquellas facciones. Al principio de su vida de casados -aunque quizá
fuera sólo que Winston la conocía más íntimamente que a las demás personas-
llegó a la conclusión de que su mujer era la persona más estúpida, vulgar y
vacía que había conocido hasta entonces. No latía en su cabeza ni un solo
pensamiento que no fuera un slogan. Se tragaba cualquier imbecilidad que el
Partido le ofreciera. Winston la llamaba en su interior «la banda sonora
humana». Sin embargo, podía haberla soportado de no haber sido por una cosa: el
sexo.
Tan pronto como la
rozaba parecía tocada por un resorte y se endurecía. Abrazarla era como abrazar
una imagen con juntas de nudera. Y lo que era todavía más extraño: incluso
cuando ella lo apretaba contra sí misma, él tenía la sensación de que al mismo
tiempo lo rechazaba con toda su fuerza. La rigidez de sus músculos ayudaba a
dar esta impresión. Se quedaba allí echada con los ojos cerrados sin resistir
ni cooperar, pero como sometible. Era de lo más vergonzoso y, a la larga,
horrible. Pero incluso así habría podido soportar vivir con ella si hubieran
decidido quedarse célibes. Pero curiosamente fue Katharine quien rehusó.
«Debían -dijo- producir un niño si podían.». Así que la comedia seguía
representándose una vez por semana regularmente, mientras no fuese imposible.
Ella incluso se lo recordaba por la mañana como algo que había que hacer esa
noche y que no debía olvidarse. Tenía dos expresiones para ello. Una era «hacer
un bebé», y la otra «nuestro deber al Partido» (sí, había utilizado esta
frase). Pronto empezó a tener una sensación de positivo temor cuando llegaba el
día. Pero por suerte no apareció ningún niño y finalmente ella estuvo de
acuerdo en dejar de probar. Y poco después se separaron.
Winston suspiró
inaudiblemente. Volvió a coger la pluma y escribió:
Se arregló su la
cama y, en seguida, sin preliminar alguno, delmodo más grosero y terrible que
se puede imaginar, se levantó la falda. Yo...
Se vio a sí mismo
de pie en la mortecina luz con el olor a cucarachas y a perfume barato, y en su
corazón brotó un resentimiento que incluso en aquel instante se mezclaba con el
recuerdo del blanco cuerpo de Katharine, frígido para siempre por el hipnótico
poder del Partido. ¿Por qué tenía que ser siempre así? ¿No podía él disponer de
una mujer propia en vez de estas furcias a intervalos de varios años? Pero un
asunto amoroso de verdad era una fantasía irrealizable. Las mujeres del Partido
eran todas iguales. La castidad estaba tan arraigada en ellas como la lealtad
al Partido. Por la educación que habían recibido en su infancia, por los juegos
y las duchas de agua fría, por todas las estupideces que les metían en la
cabeza, las conferencias, los desfiles, canciones, consignas v música marcial,
les arrancaban todo sentimiento natural. La razón le decía que forzosamente
habría excepciones, pero su corazón no lo creía. Todas ellas eran
inalcanzables, como deseaba el Partido. Y lo que él quería, aún más que ser
amado, era derruir aquel muro de estupidez aunque fuera una sola vez en su
vida. El acto sexual, bien realizado, era una rebeldía. El deseo era un
crimental. Si hubiera conseguido despertar los sentidos de Katharine, esto
habría equivalido a una seducción aunque se trataba de su mujer. Pero tenía que
contar el resto de la historia. Escribió:
Encendí la luz. Cuando
la vi claramente...
Después de la casi
inexistente luz de la lamparilla de aceite, la luz eléctrica parecía cegadora.
Por primera vez pudo ver a la mujer tal como era. Avanzó un paso hacia ella y
se detuvo horrorizado. Comprendía el riesgo a que se había expuesto. Era muy
posible que las patrullas lo sorprendieran a la salida. Más aún: quizá lo
estuvieran esperando ya a la puerta. Nada iba a ganar con marcharse sin hacer
lo que se había propuesto.
Todo aquello tenía
que escribirlo, confesarlo. Vio de pronto a la luz de la bombilla que la mujer
era vieja. La pintura se apegotaba en su cara tanto que parecía ir a
resquebrajarse como una careta de cartón. Tenía mechones de cabellos blancos;
pero el detalle más horroroso era que la boca, entreabierta, parecía a oscura
caverna. No tenía ningún diente.
Winston escribió a
toda prisa:
Cuando la vi a
plena luz resultó una verdadera vieja. Por lomenos tenía cincuenta años.
Pero, de todos
modos, lo hice
Volvió a apoyar las
palmas de las manos sobre los ojos. Ya lo había escrito, pero de nada servía.
Seguía con la misma necesidad de gritar palabrotas con toda la fuerza de sus
pulmones.
CAPITULO VII
Si hay alguna
espera, escribió Winston, está en los proles.
Si había esperanza,
tenía que estar en los proles porque sólo en aquellas masas abandonadas, que
constituían el ochenta y cinco por ciento de la población de Oceanía, podría
encontrarse la fuerza suficiente para destruir al Partido. Éste no podía
descomponerse desde dentro. Sus enemigos, si los tenía en su interior, no
podían de ningún modo unirse, ni siquiera identificarse mutuamente. Incluso si
existía la legendaria Hermandad -y era muy posible que existiese resultaba
inconcebible que sus miembros se pudieran reunir en grupos mayores de dos o
tres. La rebeldía no podía pasar de un destello en la mirada o determinada
inflexión en la voz; a lo más, alguna palabra murmurada. Pero los proles, si
pudieran darse cuenta de su propia fuerza, no necesitarían conspirar. Les
bastaría con encabritarse como un caballo que se sacude las moscas. Si
quisieran podrían destrozar el Partido mañana por la mañana. Desde luego, antes
o después se les ocurrirá. Y, sin embargo...
Recordó Winston una
vez que había dado un paseo por una calle de mucho tráfico cuando oyó un
tremendo grito múltiple. Centenares de voces, voces de mujeres, salían de una
calle lateral. Era un formidable grito de ira y desesperación, un tremendo
¡O-o-o-o-oh! Winston se sobresaltó terriblemente. ¡Ya empezó! ¡Un motín!,
pensó. Por fin, los proles se sacudían el yugo; pero cuando llegó al sitio de
la aglomeración vio que una multitud de doscientas o trescientas mujeres se
agolpaban sobre los puestos de un mercado callejero con expresiones tan
trágicas como si fueran las pasajeras de un barco en trance de hundirse. En aquel
momento, la desesperación general se quebró en innumerables peleas
individuales. Por lo visto, en uno de los puestos habían estado vendiendo
sartenes de lata. Eran utensilios muy malos, pero los cacharros de cocina eran
siempre de casi imposible adquisición. Por fin, había llegado una provisión
inesperadamente. Las mujeres que lograron adquirir alguna sartén fueron
atacadas por las demás y trataban de escaparse con sus trofeos mientras que las
otras las rodeaban y acusaban de favoritismo a la vendedora. Aseguraban que
tenía más en reserva. Aumentaron los chillidos. Dos mujeres, una de ellas con
el pelo suelto, se habían apoderado de la misma sartén y cada una intentaba
quitársela a la otra. Tiraron cada una por su lado hasta que se rompió el
mango. Winston las miró con asco. Sin embargo, ¡qué energías tan aterradoras
había percibido él bajo aquella gritería! Y, en total, no eran más que dos o
tres centenares de gargantas. ¿Por qué no protestarían así por cada cosa de
verdadera importancia?
Escribió:
Hasta que no tengan
conciencia de su fuerza, no se revelarán, y hasta después de haberse rebelado,
no seránconscientes. Éste es el problema.
Winston pensó que
sus palabras parecían sacadas de uno de los libros de texto del Partido. El
Partido pretendía, desde luego, haber liberado a los proles de la esclavitud.
Antes de la Revolución, eran explotados y oprimidos ignominiosamente por los
capitalistas. Pasaban hambre. Las mujeres tenían que trabajar a la viva fuerza
en las minas de carbón (por supuesto, las mujeres seguían trabajando en las
minas de carbón), los niños eran vendidos a las fábricas a la edad de seis
años. Pero, simultáneamente, fiel a los principios del doblepensar, el Partido
enseñaba que los proles eran inferiores por naturaleza y debían ser mantenidos
bien sujetos, como animales, mediante la aplicación de unas cuantas reglas muy
sencillas. En realidad, se sabía muy poco de los proles. Y no era necesario
saber mucho de ellos. Mientras continuaran trabajando y teniendo hijos, sus
demás actividades carecían de importancia. Dejándoles en libertad como ganado
suelto en la pampa de la Argentina, tenían un estilo de vida que parecía serles
natural. Se regían por normas ancestrales. Nacían, crecían en el arroyo,
empezaban a trabajar a los doce años, pasaban por un breve período de belleza y
deseo sexual, se casaban a los veinte años, empezaban a envejecer a los treinta
y se morían casi todos ellos hacia los sesenta años. El duro trabajo físico, el
cuidado del hogar y de los hijos, las mezquinas peleas entre vecinos, el cine,
el fútbol, la cerveza y sobre todo, el juego, llenaban su horizonte mental. No
era dificil mantenerlos a raya. Unos cuantos agentes de la Policía del
Pensamiento circulaban entre ellos, esparciendo rumores falsos y eliminando a
los pocos considerados capaces de convertirse en peligrosos; pero no se
intentaba adoctrinarlos con la ideología del Partido. No era deseable que los
proles tuvieran sentimientos políticos intensos. Todo lo que se les pedía era
un patriotismo primitivo al que se recurría en caso de necesidad para que
trabajaran horas extraordinarias o aceptaran raciones más pequeñas. E incluso
cuando cundía entre ellos el descontento, como ocurría a veces, era un
descontento que no servía para nada porque, por carecer de ideas generales,
concentraban su instinto de rebeldía en quejas sobre minucias de la vida
corriente. Los grandes males, ni los olían. La mayoría de los proles ni
siquiera era vigilada con telepantallas. La policía los molestaba muy poco. En
Londres había mucha criminalidad, un mundo revuelto de ladrones, bandidos,
prostitutas, traficantes en drogas y maleantes de toda clase; pero como sus
actividades tenían lugar entre los mismos proles, daba igual que existieran o
no. En todas las cuestiones de moral se les permitía a los proles que siguieran
su código ancestral. No se les imponía el puritanismo sexual del Partido. No se
castigaba su promiscuidad y se permitía el divorcio. Incluso el culto religioso
se les habría permitido si los proles hubieran manifestado la menor inclinación
a él. Como decía el Partido: «los proles y los animales son libres».
Winston se rascó
con precaución sus varices. Habían empezado a picarle otra vez. Siempre volvía
a preocuparle saber qué habría sido la vida anterior a la Revolución. Sacó del
cajón un ejemplar del libro de historia infantil que le había prestado la
señora Parsons y empezó a copiar un trozo en su diario:
En los antiguos
tiempos (decía el libro de texto) antes de la gloriosa Revolución, no era
Londres la hermosa ciudad que hoy conocemos. Era un lugar tenebroso, sucio y
miserable donde casi nadie tenía nada que comer y donde centenares y millares
de desgraciados no tenían zapatos que ponerse ni siquiera un techo bajo el cual
dormir. Niños de la misma edad que vosotros debían trabajar doce horas al día a
las órdenes de crueles amos que los castigaban con látigos si trabajaban con
demasiada lentitud y solamente los alimentaban con pan duro y agua. Pero entre
toda esta horrible miseria, había unas cuantas casas grandes y hermosas donde
vivían los ricos, cada uno de los cuales tenía por lo menos treinta criados a
su disposición. Estos ricos se llamaban capitalistas. Eran individuos gordos y
feos con caras de malvados como el que puede apreciarse en la ilustración de la
página siguiente. Podréis ver, niños, que va vestido con una chaqueta negra
larga a la que llamaban «frac» y un sombrero muy raro y brillante que parece el
tubo de una estufa, al que llamaban «sombrero de copa». Este era el uniforme de
los capitalistas, y nadie más podía llevarlo, los capitalistas eran dueños de
todo que había en el mundo y todos los que no eran capitalistas pasaban a ser
sus esclavos. Poseían toda la tierra, todas las casas, todas las fábricas y el
dinero todo. Si alguien les desobedecía, era encarcelado inmediatamente y
podían dejarlo sin trabajo y hacerlo morir de hambre. Cuando una persona
corriente hablaba con un capitalista tenía que descubrirse, inclinarse
profundamente ante él y llamarlo señor. El jefe supremo de todos los
capitalistas era llamado el Reyy...
Winston se sabía
toda la continuación. Se hablaba allí de los obispos y de sus vestimentas, de
los jueces con sus trajes de armiño, de la horca, del gato de nueve colas, del
banquete anual que daba el alcalde y de la costumbre de besar el anillo del
Papa. También había una referencia al jus
primae noctis que
no convenía mencionar en un libro de texto para niños. Era la ley según la cual
todo capitalista tenía el derecho de dormir con cualquiera de las mujeres que
trabajaban en sus fábricas.
¿Cómo saber qué era
verdad y qué era mentira en aquello? Después de todo, podía ser verdad que la
Humanidad estuviera mejor entonces que antes de la Revolución. La única prueba
en contrario era la protesta muda de la carne y los huesos, la instintiva
sensación de que las condiciones de vida eran intolerables y que en otro tiempo
tenían que haber sido diferentes. A Winston le sorprendía que lo más
característico de la vida moderna no fuera su crueldad ni su inseguridad, sino
sencillamente su vaciedad, su absoluta falta de contenido. La vida no se
parecía, no sólo a las mentiras lanzadas por las telepantallas, sino ni
siquiera a los ideales que el Partido trataba de lograr. Grandes zonas vitales,
incluso para un miembro del Partido, nada tenían que ver con la política: se
trataba sólo de pasar el tiempo en inmundas tareas, luchar para poder meterse
en el Metro, remendarse un calcetín como un colador, disolver con resignación
una pastilla de sacarina y emplear toda la habilidad posible para conservar una
colilla. El ideal del Partido era inmenso, terrible y deslumbrante; un mundo de
acero y de hormigón armado, de máquinas monstruosas y espantosas armas, una
nación de guerreros y fanáticos que marchaba en bloque siempre hacia adelante
en unidad perfecta, pensando todos los mismos pensamientos y repitiendo a grito
unánime la misma consigna, trabajando perpetuamente, luchando, triunfantes,
persiguiendo a los traidores... trescientos millones de personas todas ellas
con las misma cara. La realidad era, en cambio: lúgubres ciudades donde la
gente, apenas alimentada, arrastraba de un lado a otro sus pies calzados con
agujereados zapatos y vivía en ruinosas casas del siglo XIX en las que
predominaba el olor a verduras cocidas y retretes en malas condiciones. Winston
creyó ver un Londres inmenso y en ruinas, una ciudad de un millón de cubos de
la basura y, mezclada con esta visión, la imagen de la señora Parsons con sus
arrugas y su pelo enmarañado tratando de arreglar infructuosamente una cañería
atascada.
Volvió a rascarse
el tobillo. Día y noche las telepantallas le herían a uno el tímpano con
estadísticas según las cuales todos tenían más alimento, más trajes, mejores
casas, entretenimientos más divertidos, todos vivían más tiempo, trabajaban
menos horas, eran más sanos, fuertes, felices, inteligentes y educados que los
que habían vivido hacía cincuenta años. Ni una palabra de todo ello podía ser
probada ni refutada. Por ejemplo, el Partido sostenía que el cuarenta por
ciento de los proles adultos sabía leer y escribir y que antes de la Revolución
todos ellos, menos un quince por ciento, eran analfabetos. También aseguraba el
Partido que la mortalidad infantil era ya sólo del ciento sesenta por mil
mientras que antes de la Revolución había sido del trescientos por mil... y así
sucesivamente. Era como una ecuación con dos incógnitas. Bien podía ocurrir que
todos los libros de historia fueran una pura fantasía. Winston sospechaba que
nunca había existido una ley sobre el
jus primae noctis
ni persona alguna como el tipo de capitalista que pintaban, ni siquiera un
sombrero como aquel que parecía un tubo de estufa.
Todo se desvanecía
en la niebla. El pasado estaba borrado. Se había olvidado el acto mismo de
borrar, y la mentira se convertía en verdad. Sólo una vez en su vida había tenido
Winston en la mano -después del hecho y eso es lo que importaba- una prueba
concreta y evidente de un acto de falsificación. La había tenido entre sus
dedos nada menos que treinta segundos. Fue en 1973, aproximadamente, pero desde
luego por la época en que Katharine y él se habían separado. La fecha a que se
refería el documento era de siete u ocho años antes.
La historia empezó
en el sesenta y tantos, en el período de las grandes purgas, en el cual los
primitivos jefes de la Revolución fueron suprimidos de una sola vez. Hacia 1970
no quedaba ninguno de ellos, excepto el Gran Hermano. Todos los demás habían
sido acusados de traidores y contrarrevolucionarios. Goldstein huyó y se
escondió nadie sabía dónde. De los demás, unos cuantos habían desaparecido mientras
que la mayoría fue ejecutada después de unos procesos públicos de gran
espectacularidad en los que confesaron sus crímenes. Entre los últimos
supervivientes había tres individuos llamados Jones, Aaronson y Rutherford.
Hacia 1965 -la fecha no era segura- los tres fueron detenidos. Como ocurría con
frecuencia, desaparecieron durante uno o más años de modo que nadie sabía si
estaban vivos o muertos y luego aparecieron de pronto para acusarse ellos
mismos de haber cometido terribles crímenes. Reconocieron haber estado en
relación con el enemigo (por entonces el enemigo era Eurasia, que había de
volver a serlo), malversación de fondos públicos, asesinato de varios miembros
del Partido dignos de toda confianza, intrigas contra el mando del Gran Hermano
que ya habían empezado mucho antes de estallar la Revolución y actos de
sabotaje que habían costado la vida a centenares de miles de personas. Después
de confesar todo esto, los perdonaron, les devolvieron sus cargos en el
Partido, puestos que eran en realidad inútiles, pero que tenían nombres sonoros
e importantes. Los tres escribieron largos y abyectos artículos en el Times
analizando las razones que habían tenido para desertar y prometiendo
enmendarse.
Poco tiempo después
de ser puestos en libertad esos tres hombres, Winston los había visto en el
Café del Nogal. Recordaba con qué aterrada fascinación los había observado con
el rabillo del ojo. Eran mucho más viejos que él, reliquias del mundo antiguo,
casi las últimas grandes figuras que habían quedado de los primeros y heroicos
días del Partido. Todavía llevaban como una aureola el brillo de su
participación clandestina en las primeras luchas y en la guerra civil. Winston
creyó haber oído los nombres de estos tres personajes mucho antes de saber que
existía el Gran Hermano, aunque con el tiempo se le confundían en la mente las
fechas y los hechos. Sin embargo, estaban ya fuera de la ley, eran enemigos
intocables, se cernía sobre ellos la absoluta certeza de un próximo
aniquilamiento. Cuestión de uno o dos años. Nadie que hubiera caído una vez en
manos de la Policía del Pensamiento, podía escaparse para siempre. Eran
cadáveres que esperaban la hora de ser enviados otra vez a la tumba.
No había nadie en
ninguna de las mesas próximas a ellos. No era prudente que le vieran a uno
cerca de semejantes personas. Los tres, silenciosos, bebían ginebra con clavo;
una especialidad de la casa. De los tres, era Rutherford el que más había
impresionado a Winston. En tiempos, Rutherford fue un famoso caricaturista
cuyas brutales sátiras habían ayudado a inflamar la opinión popular antes y
durante la Revolución. Incluso ahora, a largos intervalos, aparecían sus
caricaturas y satíricas historietas en el Times. Eran una imitación de su
antiguo estilo y ya no tenían vida ni convencían. Era volver a cocinar los
antiguos temas: niños que morían de hambre, luchas callejeras, capitalistas con
sombrero de copa (hasta en las barricadas seguían los capitalistas con su
sombrero de copa), es decir, un esfuerzo desesperado por volver a lo de antes.
Era un hombre monstruoso con una crencha de cabellos gris grasienta, bolsones
en la cara y unos labios negroides muy gruesos. De joven debió de ser muy
fuerte; ahora su voluminoso cuerpo se inclinaba y parecía derrumbarse en todas
las direcciones. Daba la impresión de una montaña que se iba a desmoronar de un
momento a otro.
Era la solitaria
hora de las quince. Winston no podía recordar ya por qué había entrado en el
café a esa hora. No había casi nadie allí. Una musiquilla brotaba de las
telepantallas. Los tres hombres, sentados en un rincón, casi inmóviles, no
hablaban ni una palabra. El camarero, sin que le pidieran nada, volvía a llenar
los vasos de ginebra. Había un tablero de ajedrez sobre la mesa, con todas las
piezas colocadas, pero no habían empezado a jugar. Entonces, quizá sólo durante
medio minuto, ocurrió algo en la telepantalla. Cambió la música que tocaba. Era
dificil describir el tono de la nueva música: una nota burlona, cascada, que a
veces parecía un rebuzno. Winston, mentalmente, la llamó «la nota amarilla».
Y la voz de la
telepantalla cantaba: Bajo el Nogal de las ramas extendidas yo te vendí y tú me
vendiste.
Allí yacen ellos y
aquí yacemos nosotros.
Bajo el Nogal de
las ramas extendidas.
Los tres personajes
no se movieron, pero cuando Winston volvió a mirar la desvencijada cara de
Rutherford, vio que estaba llorando. Por vez primera observó, con sobresalto,
pero sin saber por qué se impresionaba, que tanto Aaronson como Rutherford
tenían partidas las narices.
Un poco después,
los tres fueron detenidos de nuevo. Por lo visto, se habían comprometido en
nuevas conspiraciones en el mismo momento de ser puestos en libertad. En el
segundo proceso confesaron otra vez sus antiguos crímenes, con una sarta de
nuevos delitos. Fueron ejecutados y su historia fue registrada en los libros de
historia publicados por el Partido como ejemplo para la posteridad. Cinco años
después de esto, en 1973, Winston desenrollaba un día unos documentos que le
enviaban por el tubo automático cuando descubrió un pedazo de papel que,
evidentemente, se había deslizado entre otros y había sido olvidado. En seguida
vio su importancia. Era media página de un Times de diez años antes -la mitad
superior de una página, de manera que incluía la fecha- y contenía una fotografía
de los delegados en una solemnidad del Partido en Nueva York. Sobresalían en el
centro del grupo Jones, Aaronson y Rutherford. Se les veía muy claramente, pero
además sus nombres figuraban al pie.
Lo cierto es que en
ambos procesos los tres personajes confesaron que en aquella fecha se hallaban
en suelo eurasiático, que habían ido en avión desde un aeródromo secreto en el
Canadá hasta Siberia, donde tenían una misteriosa cita. Allí se habían puesto
en relación con miembros del Estado Mayor eurasiático al que habían entregado
importantes secretos militares. La fecha se le había grabado a Winston en la
memoria porque coincidía con el primer día de estío, pero toda aquella historia
estaba ya registrada oficialmente en innumerables sitios. Sólo había una conclusión
posible: las confesiones eran mentira.
Desde luego, esto
no constituía en sí mismo un descubrimiento. Incluso por aquella época no creía
Winston que las víctimas de las purgas hubieran cometido los crímenes de que
eran acusados. Pero ese pedazo de papel era ya una prueba concreta; un
fragmento del pasado abolido como un hueso fósil que reaparece en un estrato
donde no se le esperaba y destruye una teoría geológica. Bastaba con ello para
pulverizar al Partido si pudiera publicarse en el extranjero. Y explicarse bien
su significado.
Winston había
seguido trabajando después de su descubrimiento. En cuanto vio lo que era la
fotografía y lo que significaba, la cubrió con otra hoja de papel.
Afortunadamente, cuando la desenrolló había quedado de tal modo que la
telepantalla no podía verla.
Se puso la carpeta
sobre su rodilla y echó hacia atrás la silla para alejarse de la telepantalla
lo más posible. No era difícil mantener inexpresivo la cara e incluso
controlar, con un poco de esfuerzo, la respiración; pero lo que no podía
controlarse eran los latidos del corazón y la telepantalla los recogía con toda
exactitud. Winston dejó pasar diez minutos atormentado por el miedo de que
algún accidente -por ejemplo, una súbita corriente de aire lo traicionara.
Luego, sin exponerla a la vista de la pantalla, tiró la fotografía en el
«agujero de la memoria» mezclándola con otros papeles inservibles. Al cabo de
un minuto, el documento sería un poco de ceniza.
Aquello había
pasado hacía diez u once años. «De ocurrir ahora, pensó Winston, me habría
guardado la foto.» Era curioso que el hecho de haber tenido ese documento entre
sus dedos le pareciera constituir una gran diferencia incluso ahora en que la
fotografía misma, y no sólo el hecho registrado en ella, era sólo recuerdo. ¿Se
aflojaba el dominio del Partido sobre el pasado se preguntó Winston- porque una
prueba documental que ya no existía hubiera existido una vez?
Pero hoy,
suponiendo que pudiera resucitar de sus cenizas, la foto no podía servir de
prueba. Ya en el tiempo en que él había hecho el descubrimiento, no estaba en
guerra Oceanía con Eurasia y los tres personajes suprimidos tenían que haber
traicionado su país con los agentes de Asia oriental y no con los de Eurasia.
Desde entonces hubo otros cambios, dos o tres, ya no podía recordarlo. Probablemente,
las confesiones habían sido nuevamente escritas varias veces hasta que los
hechos y las fechas originales perdieran todo significado. No es sólo que el
pasado cambiara, es que cambiaba continuamente. Lo que más le producía a
Winston la sensación de una pesadilla es que nunca había llegado a comprender
claramente por qué se emprendía la inmensa impostura. Desde luego, eran
evidentes las ventajas inmediatas de falsificar el pasado, pero la última razón
era misteriosa. Volvi6 a coger la pluma y escribió:
Comprendo CÓMO: no
comprado POR QUÉ.
Se preguntó, como
ya lo había hecho muchas veces, si no estaría él loco. Quizás un loco era sólo
una «minoría de uno». Hubo una época en que fue señal de locura creer que la
tierra giraba en torno al sol: ahora, era locura creer que el pasado es
inalterable. Quizá fuera él el único que sostenía esa creencia, y, siendo el
único, estaba loco. Pero la idea de ser un loco no le afectaba mucho. Lo que le
horrorizaba era la posibilidad de estar equivocado.
Cogió el libro de
texto infantil y miró el retrato del Gran Hermano que llenaba la portada. Los
ojos hipnóticos se clavaron en los suyos. Era como si una inmensa fuerza
empezara a aplastarle a uno, algo que iba penetrando en el cráneo, golpeaba el
cerebro por dentro, le aterrorizaba a uno y llegaba casi a persuadirle que era
de noche cuando era de día. Al final, el Partido anunciaría que dos y dos son
cinco y habría que creerlo. Era inevitable que llegara algún día al dos y dos
son cinco. La lógica de su posición lo exigía. Su filosofía negaba no sólo la
validez de la experiencia, sino que existiera la realidad externa. La mayor de
las herejías era el sentido común. Y lo más terrible no era que le mataran a
uno por pensar de otro modo, sino que pudieran tener razón. Porque, después de
todo, ¿cómo sabemos que dos y dos son efectivamente cuatro? O que la fuerza de
la gravedad existe. O que, el pasado no puede ser alterado. ¿Y si el pasado y
el mundo exterior sólo existen en nuestra mente y, siendo la mente controlable,
también puede controlarse el pasado y lo que llamamos la realidad?
¡No, no!; a Winston
le volvía el valor. El rostro de O'Brien, sin saber por qué, empezó a flotarle
en la memoria; sabía, con más certeza que antes, que O'Brien estaba de su
parte. Escribía este Diario para O'Brien; era como una carta interminable que
nadie leería nunca, pero que se dirigía a una persona determinada y que
dependía de este hecho en su forma y en su tono.
El Partido os decía
que negaseis la evidencia de vuestros ojos y oídos. Ésta era su orden esencial.
El corazón de Winston se encogió al pensar en el enorme poder que tenía
enfrente, la facilidad con que cualquier intelectual del Partido lo vencería
con su dialéctica, los sutiles argumentos que él nunca podría entender y menos
contestar. Y, sin embargo, era él, Winston, quien tenía razón. Los otros
estaban equivocados y él no. Había que defender lo evidente. El mundo sólido
existe y sus leyes no cambian. Las piedras son duras, el agua moja, los objetos
faltos de apoyo caen en dirección al centro de la Tierra...
Con la sensación de
que hablaba con O'Brien, y también de que anotaba un importante axioma,
escribió:
La libertad es
poder decir libremente que dos y dos son cuatro. Si se concede esto, todo lo
demás vendrá por sus pasos contados.
CAPITULO VIII
Del fondo del
pasillo llegaba un aroma a café tostado -café de verdad, no café de la
Victoria-, un aroma penetrante. Winston se detuvo involuntariamente. Durante
unos segundos volvió al mundo medio olvidado de su infancia. Entonces se oyó un
portazo y el delicioso olor quedó cortado tan de repente como un sonido.
Winston había
andado varios kilómetros por las calles y se le habían irritado sus varices.
Era la segunda vez en tres semanas que no había llegado a tiempo a una reunión
del Centro Comunal, lo cual era muy peligroso ya que el número de asistencias
al Centro era anotado cuidadosamente. En principio, un miembro del Partido no
tenía tiempo libre y nunca estaba solo a no ser en la cama. Se suponía que, de
no hallarse trabajando, comiendo, o durmiendo, estaría participando en algún
recreo colectivo. Hacer algo que implicara una inclinación a la soledad, aunque
sólo fuera dar un paseo, era siempre un poco peligroso. Había una palabra para
ello en neolengua: vidapropia, es decir, individualismo y excentricidad. Pero
esa tarde, al salir del Ministerio, el aromático aire abrileño le había
tentado. El cielo tenía un azul más intenso que en todo el año y de pronto le
había resultado intolerable a Winston la perspectiva del aburrimiento, de los
juegos anotadores, de las conferencias, de la falsa camaradería lubricada por
la ginebra... Sintió el impulso de marcharse de la parada del autobús y
callejear por el laberinto de Londres, primero hacia el Sur, luego hacia el
Este y otra vez hacia el Norte, perdiéndose por calles desconocidas y sin
preocuparse apenas por la dirección que tomaba.
«Si hay esperanza
-habría escrito en el Diario-, está en los proles.» Estas palabras le volvían
como afirmación de una verdad mística y de un absurdo palpable. Penetró por los
suburbios del Norte y del Este alrededor de lo que en tiempos había sido la
estación de San Pancracio. Marchaba por una calle empedrada, cuyas viejas casas
sólo tenían dos pisos y cuyas puertas abiertas descubrían los sórdidos interiores.
De trecho en trecho había charcos de agua sucia por entre las piedras. Entraban
y salían en las casuchas y llenaban las callejuelas infinidad de personas:
muchachas en la flor de la edad con bocas violentamente pintadas, muchachos que
perseguían a las jóvenes, y mujeres de cuerpos obesos y bamboleantes, vivas
pruebas de lo que serían las muchachas cuando tuvieran diez años más, ancianos
que se movían dificultosamente y niños descalzos que jugaban en los charcos y
salían corriendo al oír los irritados chillidos de sus madres. La cuarta parte
de las ventanas de la calle estaban rotas y tapadas con cartones. La mayoría de
la gente no prestaba atención a Winston. Algunos lo miraban con cauta
curiosidad. Dos monstruosas mujeres de brazos rojizos cruzados sobre los
delantales, hablaban en una de las puertas. Winston oyó algunos retazos de la
conversación.
-Pues, sí, fui y le
dije: «Todo eso está muy bien, pero si hubieras estado en mi lugar hubieras
hecho lo mismo que yo. Es muy sencillo eso de criticar -le dije , pero tú no
tienes los mismos problemas que yo».
-Claro -dijo la
otra-, ahí está la cosa. Cada uno sabe lo suyo.
Estas voces
estridentes se callaron de pronto. Las mujeres observaron a Winston con hostil
silencio cuando pasó ante ellas. Pero no era exactamente hostilidad sino una
especie de alerta momentánea como cuando nos cruzamos con un animal
desconocido. El «mono» azul del Partido no se veía con frecuencia en una calle
como ésta. Desde luego, era muy poco prudente que lo vieran a uno en semejantes
sitios a no ser que se tuviera algo muy concreto que hacer allí: Las patrullas
le detenían a uno en cuanto lo sorprendían en una calle de proles y le
preguntaban: «¿Quieres enseñarme la documentación camarada? ¿Qué haces por
aquí? ¿A qué hora saliste del trabajo? ¿Tienes la costumbre de tomar este
camino para ir a tu casa?, y así sucesivamente. No es que hubiera una
disposición especial prohibiendo regresar a casa por un camino insólito, mas
era lo suficiente para hacerse notar si la Policía del Pensamiento lo
descubría.
De pronto, toda la
calle empezó a agitarse. Hubo gritos de aviso por todas partes. Hombres,
mujeres y niños se metían veloces en sus casas como conejos. Una joven salió
como una flecha por una puerta cerca de donde estaba Winston, cogió a un niño
que jugaba en un charco, lo envolvió con el delantal y entró de nuevo en su
casa; todo ello realizado con increíble rapidez. En el mismo instante, un
hombre vestido de negro, que había salido de una callejuela lateral, corrió
hacia Winston señalándole nervioso el cielo.
-¡El vapor!
-gritó-. Mire, maestro. ¡Échese pronto en el suelo!
«El vapor» era el
apodo que, no se sabía por qué, le habían puesto los proles a las bombas
cohetes.
Winston se tiró al
suelo rápidamente. Los proles llevaban casi siempre razón cuando daban una
alarma de esta clase. Parecían poseer una especie de instinto que les prevenía
con varios segundos de anticipación de la llegada de un cohete, aunque se
suponía que los cohetes volaban con más rapidez que el sonido. Winston se protegió
la cabeza con los brazos. Se oyó un rugido que hizo temblar el pavimento, una
lluvia de pequeños objetos le cayó sobre la espalda. Cuando se levantó, se
encontró cubierto con pedazos de cristal de la ventana más próxima. Siguió
andando. La bomba había destruido un grupo de casas de aquella calle doscientos
metros más arriba. En el cielo flotaba una negra nube de humo y debajo otra
nube, ésta de polvo, envolvía las ruinas en torno a las cuales se agolpaba ya
una multitud. Había un pequeño montón de yeso en el pavimento delante de él y
en medio se podía ver una brillante raya roja. Cuando se levantó y se acercó a
ver qué era vio que se trataba de una mano humana cortada por la muñeca. Aparte
del sangriento muñón, la mano era tan blanca que parecía un molde de yeso. Le
dio una patada y la echó a la cloaca, y para evitar la multitud, torció por una
calle lateral a la derecha. A los tres o cuatro minutos estaba fuera de la zona
afectada por la bomba y la sórdida vida del suburbio se había reanudado como si
nada hubiera ocurrido. Eran casi las veinte y los establecimientos de bebida
frecuentados por los proles (les llamaban, con una palabra antiquísima,
«tabernas») estaban llenas de clientes. De sus puertas oscilantes, que se
abrían y cerraban sin cesar, salía un olor mezclado de orines, serrín y
cerveza.
En un ángulo
formado por una casa de fachada saliente estaban reunidos tres hombres. El de
en medio tenía en la mano un periódico doblado que los otros dos miraban por
encima de sus hombros. Antes ya de acercarse lo suficiente para ver la
expresión de sus caras, pudo deducir Winston, por la inmovilidad de sus
cuerpos, que estaban absortos. Lo que leían era seguramente algo de mucha
importancia. Estaba a pocos pasos de ellos cuando de pronto se deshizo el grupo
y dos de los hombres empezaron a discutir violentamente. Parecía que estaban a
punto de pegarse.
-¿No puedes
escuchar lo que te digo? Te aseguro que ningún número terminado en siete ha
ganado en estos catorce meses.
-Te digo que sí.
-No, no ha salido
ninguno terminado en siete. En casa los tengo apuntados todos en un papel desde
hace dos años. Nunca dejo de copiar el número. Y te digo que ningún número ha
terminado en siete...
-Sí; un siete ganó.
Además, sé que terminaba en cuatro, cero, siete. Fue en febrero... En la
segunda semana de febrero.
-Ni en febrero ni
nada. Te digo que lo tengo apuntado. -Bueno, a ver si lo dejáis -dijo el tercer
hombre.
Estaban hablando de
la lotería. Winston volvió la cabeza cuando ya estaba a treinta metros de
distancia. Todavía seguían discutiendo apasionadamente. La lotería, que pagaba
cada semana enormes premios, era el único acontecimiento público al que los
proles concedían una seria atención. Probablemente, había millones de proles
para quienes la lotería era la principal razón de su existencia. Era toda su
delicia, su locura, su estimulante intelectual. En todo lo referente a la
lotería, hasta la gente que apenas sabía leer y escribir parecía capaz de
intrincados cálculos matemáticos y de asombrosas proezas memorísticas. Toda una
tribu de proles se ganaba la vida vendiendo predicciones, amuletos, sistemas
para dominar el azar y otras cosas que servían a los maniáticos. Winston nada
tenía que ver con la organización de la lotería, dependiente del Ministerio de
la Abundancia. Pero sabía perfectamente (como cualquier miembro del Partido)
que los premios eran en su mayoría imaginarios. Sólo se pagaban pequeñas sumas
y los ganadores de los grandes premios eran personas inexistentes. Como no
había verdadera comunicación entre una y otra parte de Oceanía, esto resultaba
muy fácil.
Si había
esperanzas, estaba en los proles. Ésta era la idea esencial. Decirlo, sonaba a
cosa razonable, pero al mirar aquellos pobres seres humanos, se convertía en un
acto de fe. La calle por la que descendía Winston, le despertó la sensación de
que ya antes había estado por allí y que no hacía mucho tiempo fue una calle
importante. Al final de ella había una escalinata por donde se bajaba a otra
calle en la que estaba un mercadillo de legumbres. Entonces recordó Winston
dónde estaba: en la primera esquina, a unos cinco minutos de marcha, estaba la
tienda de compraventa donde él había adquirido el libro en blanco donde ahora
llevaba su Diario. Y en otra tienda no muy distante, había comprado la pluma y
el frasco de tinta.
Se detuvo un
momento en lo alto de la escalinata. Al otro lado de la calle había una sórdida
taberna cuyas ventanas parecían cubiertas de escarcha; pero sólo era polvo. Un
hombre muy viejo con bigotes blancos, encorvado, pero bastante activo, empujó
la puerta oscilante y entró. Mientras observaba desde allí, se le ocurrió a
Winston que aquel viejo, que por lo menos debía de tener ochenta años, habría
sido ya un hombre maduro cuando ocurrió la Revolución. Él y unos cuantos como
él eran los últimos eslabones que unían al mundo actual con el mundo
desaparecido del capitalismo. En el Partido no había mucha gente cuyas ideas se
hubieran formado antes de la Revolución. La generación más vieja había sido
barrida casi por completo en las grandes purgas de los años cincuenta y sesenta
y los pocos que sobrevivieron vivían aterrorizados y en una entrega intelectual
absoluta. Si vivía aún alguien que pudiera contar con veracidad las condiciones
de vida en la primera mitad del siglo, tenía que ser un prole. De pronto
recordó Winston el trozo del libro de historia que había copiado en su Diario y
le asaltó un impulso loco. Entraría en la taberna, trabaría conocimiento con
aquel viejo y le interrogaría. Le diría: «Cuénteme su vida cuando era usted un
muchacho, ¿se vivía entonces mejor que ahora o peor?. Precipitadamente, para no
tener tiempo de asustarse, bajó la escalinata y cruzó la calle. Desde luego,
era una locura. Como de costumbre, no había ninguna prohibición concreta de
hablar con los proles y frecuentar sus tabernas, pero no podía pasar
inadvertido ya que era rarísimo que alguien lo hiciera. Si aparecía alguna
patrulla, Winston podría decir que se había sentido mal, pero no lo iban a
creer. Empujó la puerta y le dio en la cara un repugnante olor a queso y a
cerveza agria. Al entrar él, las voces casi se apagaron. Todos los presentes le
miraban su «mono» azul. Unos individuos que jugaban al blanco con unos dardos
se interrumpieron durante medio minuto. El viejo al que él había seguido estaba
acodado en el bar discutiendo con el barman, un joven corpulento de nariz
ganchuda y enormes antebrazos. Otros clientes, con vasos en la mano,
contemplaban la escena.
¿Vas a decirme que
no puedes servirme una pinta de cerveza? -decía el viejo.
-¿Y qué demonios de
nombre es ese de «pinta»? -preguntó el tabernero inclinándose sobre el
mostrador con los dedos apoyados en él.
-Escuchad, presume
de tabernero y no sabe lo que es una pinta. A éste hay que mandarle a la
escuela.
-Nunca he oído
hablar de pintas para beber. Aquí se sirve por litros, medios litros... Ahí
enfrente tiene usted los vasos en ese estante para cada cantidad de líquido.
-Cuando yo era
joven -insistió el viejo- no bebíamos por litros ni por medios litros.
-Cuando usted era
joven nosotros vivíamos en las copas de los árboles -dijo el tabernero
guiñándoles el ojo a los otros clientes.
Hubo una carcajada
general y la intranquilidad causada por la llegada de Winston parecía haber
desaparecido. El viejo enrojeció, se volvió para marcharse, refunfuñando, y
tropezó con Winston. Winston lo cogió deferentemente por el brazo.
-¿Me permite
invitarle a beber algo? -dijo.
-Usted es un
caballero -dijo el otro, que parecía no haberse fijado en el «mono» azul de
Winston-. ¡Una pinta, quiera usted o no quiera! -añadió agresivo dirigiéndose
al tabernero.
Éste llenó dos
vasos de medio litro con cerveza negra. La cerveza era la única bebida que se
podía conseguir en los establecimientos de bebidas de los proles. Estos no
estaban autorizados a beber cerveza aunque en la práctica se la proporcionaban
con mucha facilidad. El tiro al blanco con dardos estaba otra vez en plena
actividad y los hombres que bebían en el mostrador discutían sobre billetes de
lotería. Todos olvidaron durante unos momentos la presencia de Winston. Había
una mesa debajo de una ventana donde el viejo y él podrían hablar sin miedo a
ser oídos. Era terriblemente peligroso, pero no había telepantalla en la
habitación. De esto se había asegurado Winston en cuanto entró.
-Debe usted de
haber visto grandes cambios desde que era usted un muchacho empezó a explorar
Winston.
La pálida mirada
azul del viejo recorrió el local como si fuera allí donde los cambios habían
ocurrido.
-La cerveza era
mejor -dijo por último-; y más barata. Cuando yo era un jovencito, la cerveza
costaba cuatro peniques los tres cuartos. Eso era antes de la guerra,
naturalmente.
-¿Qué guerra era
ésa? -preguntó Winston.
-Siempre hay alguna
guerra -dijo el anciano con vaguedad. Levantó el vaso y brindó. ¡A su salud,
caballero!
En su delgada
garganta la nuez puntiaguda hizo un movimiento de sorprendente rapidez arriba y
abajo y la cerveza desapareció. Winston se acercó al mostrador y volvió con
otros dos medios litros.
-Usted es mucho
mayor que yo -dijo Winston-. Cuando yo nací sería usted ya un hombre hecho y
derecho.
Usted puede
recordar lo que pasaba en los tiempos anteriores a la Revolución; en cambio, la
gente de mi edad no sabe nada de esa época. Sólo podemos leerlo en los libros,
y lo que dicen los libros puede no ser verdad. Me gustaría saber su opinión
sobre esto. Los libros de historia dicen que la vida anterior a la Revolución
era por completo distinta de la de ahora. Había una opresión terrible,
injusticias, pobreza... en fin, que no puede uno imaginar siquiera lo malo que
era aquello. Aquí, en Londres, la gran masa de gente no tenía qué comer desde
que nacían hasta que morían. La mitad de aquellos desgraciados no tenían
zapatos que ponerse. Trabajaban doce horas al día, dejaban de estudiar a los
nueve años y en cada habitación dormían diez personas. Y a la vez había algunos
individuos, muy pocos, sólo unos cuantos miles en todo el mundo, los
capitalistas, que eran ricos y poderosos. Eran dueños de todo. Vivían en casas
enormes y suntuosas con treinta criados, sólo se movían en autos y coches de
cuatro caballos, bebían champán y llevaban sombrero de copa.
El viejo se animó
de pronto.
-¡Sombreros de
copa! exclamó. Es curioso que los nombre usted. Ayer mismo pensé en ellos no sé
por qué. Me acordé de cuánto tiempo hace que no se ve un sombrero de copa. Han
desaparecido por completo. La última vez que llevé uno fue en el entierro de mi
cuñada. Y aquello fue... pues por lo menos hace cincuenta años, aunque la fecha
exacta no puedo saberla. Claro, ya comprenderá usted que lo alquilé para
aquella ocasión...
-Lo de los
sombreros de copa no tiene gran importancia -dijo Winston con paciencia-. Pero
estos capitalistas -ellos, unos cuantos abogados y sacerdotes y los demás
auxiliares que vivían de ellos- eran los dueños de la tierra. Todo lo que
existía era para ellos. Ustedes, la gente corriente, los trabajadores, eran sus
esclavos. Los capitalistas podían hacer con ustedes lo que quisieran. Por
ejemplo, mandarlos al Canadá como ganado. Si se les antojaba, se podían acostar
con las hijas de ustedes. Y cuando se enfadaban, los azotaban a ustedes con un
látigo llamado el gato de nueve colas. Si se encontraban ustedes a un
capitalista por la calle, tenían que quitarse la gorra. Cada capitalista salía
acompañado por una pandilla de lacayos que...
-¡Lacayos! Ahí
tiene usted una palabra que no he oído desde hace muchísimos años. ¡Lacayos!
Eso me recuerda muchas cosas pasadas. Hará medio siglo aproximadamente, solía
pasear yo a veces por Hyde Park los domingos por la tarde para escuchar a unos tipos
que pronunciaban discursos: Ejército de salvación, católicos, judíos, indios...
En fin, allí había de todo. Y uno de ellos..., no puedo recordar el nombre,
pero era un orador de primera, no hacía más que gritar: «¡Lacayos, lacayos de
la burguesía! ¡Esclavos de las clases dirigentes!». Y también le gustaba mucho
llamarlos parásitos y a los otros les llamaba hienas. Sí, una palabra algo así
como hiena. Claro que se refería al Partido Laborista, ya se hará usted cargo.
Winston tenía la
sensación de que cada uno de ellos estaba hablando por su cuenta. Debía
orientar un poco la conversación:
-Lo que yo quiero
saber es si le parece a usted que hoy día tenemos más libertad que en la época
de usted. ¿Le tratan a usted más como un ser humano? En el pasado, los ricos,
los que estaban en lo alto...
-La Cámara de los
Lores -evocó el viejo.
-Bueno, la Cámara
de los Lores. Le pregunto a usted si esa gente le trataba como a un inferior
por el simple hecho de que ellos eran ricos y usted pobre. Por ejemplo, ¿es
cierto que tenía usted que quitarse la gorra y llamarles «señor» cuando se los
cruzaba usted por la calle?
El hombre
reflexionó profundamente. Antes de contestar se bebió un cuarto de litro de
cerveza.
-Sí -dijo por fin-.
Les gustaba que uno se llevara la mano a la gorra. Era una señal de respeto. Yo
no estaba conforme con eso, pero lo hacía muchas veces. No tenía más remedio.
-¿Y era habitual?
-tenga usted en cuenta que estoy repitiendo lo que he leído en nuestros libros
de texto para las escuelas-, era habitual en aquella gente, en los
capitalistas, empujarles a ustedes de la acera para tener libre el paso?
-Uno me empujó una
vez -dijo el anciano-. Lo recuerdo como si fuera ayer. Era un día de regatas
nocturnas y en esas noches había mucha gente grosera, y me tropecé con un tipo
joven y jactancioso en la avenida Shaftesbury. Era un caballero, iba vestido de
etiqueta y con sombrero de copa. Venía haciendo zigzags por la acera y tropezó
conmigo. Me dijo: «¿Por qué no mira usted por dónde va?». Yo le dije: «¡A ver
si se ha creído usted que ha comprado la acera!». Y va y me contesta: «Le voy a
dar a usted para el pelo si se descara así conmigo». Entonces yo le solté:
«Usted está borracho y, si quiero, acabo con usted en medio minuto». Sí señor,
eso le dije y no sé si me creerá usted, pero fue y me dio un empujón que casi
me manda debajo de las ruedas de un autobús. Pero yo por entonces era joven y
me dispuse a darle su merecido; sin embargo...
Winston perdía la
esperanza de que el viejo le dijera algo interesante. La memoria de aquel
hombre no era más que un montón de detalles. Aunque se pasara el día
interrogándole, nada sacaría en claro. Según sus «declaraciones», los libros de
Historia publicados por el Partido podían seguir siendo verdad, después de
todo; podían ser incluso completamente verídicos. Hizo un último intento.
-Quizás no me he
explicado bien. Lo que trato de decir es esto: usted ha vivido mucho tiempo; la
mitad de su vida ha transcurrido antes de la Revolución. En 1925, por ejemplo,
era usted ya un hombre. ¿Podría usted decir, por lo que recuerda de entonces,
que la vida era en 1925 mejor que ahora o peor? Si tuviera usted que escoger,
¿preferiría usted vivir entonces o ahora?
El anciano
contempló meditabundo a los que tiraban al blanco. Terminó su cerveza con más
lentitud que la vez anterior y por último habló con un tono filosófico y
tolerante como si la cerveza lo hubiera dulcificado.
-Ya sé lo que
espera usted que le diga. Usted querría que le dijera que prefiero volver a ser
joven. Muchos lo dicen porque en la juventud se tiene salud y fuerza. En
cambio, a mis años nunca se está bien del todo. Tengo muchos achaques. He de
levantarme seis y siete veces por la noche cuando me da el dolor. Por otra
parte, esto de ser viejo tiene muchas ventajas. Por ejemplo, las mujeres no le
preocupan a uno y eso es una gran ventaja. Yo hace treinta años que no he estado
con una mujer, no sé si me creerá usted. Pero lo más grande es que no he tenido
ganas.
Winston se apoyó en
el alféizar de la ventana. Era inútil proseguir. Iba a pedir más cerveza cuando
el viejo se levantó de pronto y se dirigió renqueando hacia el urinario
apestoso que estaba al fondo del local. Winston siguió unos minutos sentado
contemplando su vaso vacío y, casi sin darse cuenta, se encontró otra vez en la
calle. Dentro de veinte años, a lo más -pensó-, la inmensa y sencilla pregunta
«¿Era la vida antes de la Revolución mejor que ahora?» dejaría de tener sentido
por completo. Pero ya ahora era imposible contestarla, puesto que los escasos
supervivientes del mundo antiguo eran incapaces de comparar una época con otra.
Recordaban un millón de cosas insignificantes, una pelea con un, compañero de
trabajo, la búsqueda de una bomba de bicicleta que habían perdido, la expresión
habitual de una hermana fallecida hacía muchos años, los torbellinos de polvo
que se formaron en una mañana tormentosa hace setenta años... pero todos los
hechos trascendentales quedaban fuera del radio de su atención. Eran como las
hormigas, que pueden ver los objetos pequeños, pero no los grandes. Y cuando la
memoria fallaba y los testimonios escritos eran falsificados, la: pretensiones
del Partido de haber mejorado las condiciones de la vida humana tenían que ser
aceptadas necesariamente porque no existía ni volvería nunca a existir un nivel
de vida con el cual pudieran ser comparadas.
En aquel momento el
fluir de sus pensamientos se interrumpió de repente. Se detuvo y levantó la
vista. Se halle ha en una calle estrecha con unas cuantas tiendecitas oscura
salpicadas entre casas de vecinos. Exactamente encima de su cabeza pendían unas
bolas de metal descoloridas que habían sido doradas. Conocía este sitio. Era la
tienda donde había comprado el Diario. Sintió miedo. Ya había sido bastante,
arriesgado comprar el libro y se había jurado a sí mismo no aparecer nunca más
por allí. Sin embargo, en cuanto permitió a sus pensamientos que corrieran en
libertad, le habían traído sus pies a aquel mismo sitio. Precisamente, había
iniciado su Diario para librarse de impulsos suicidas como aquél. Al mismo
tiempo, notó que aunque eran las veintiuna seguía abierta la tienda. Creyendo
que sería más prudente estar oculto dentro de la tienda que a la vista de todos
en medio de la calle, entró. Si le preguntaban podía decir que andaba buscando
hojas de afeitar.
El dueño acababa de
encender una lámpara de aceite que echaba un olor molesto, pero tranquilizador.
Era un hombre de unos sesenta años, de aspecto frágil, y un poco encorvado, con
una nariz larga y simpática y ojos de suave mirar a pesar de las gafas de
gruesos cristales. Su cabello era casi blanco, pero las cejas, muy pobladas, se
conservaban negras. Sus gafas, sus movimientos acompañados y el hecho de que
llevaba una vieja chaqueta de terciopelo negro le daban un cierto aire
intelectual como si hubiera sido un hombre de letras o quizás un músico. De voz
suave, algo apagada, tenía un acento menos marcado que la mayoría de los
proles.
-Le reconocí a
usted cuando estaba ahí fuera parado -dijo inmediatamente. Usted es el
caballero que me compró aquel álbum para regalárselo, seguramente, a alguna
señorita. Era de muy buen papel. «Papel crema» solían llamarle. Por lo menos
hace cincuenta años que no se ha vuelto a fabricar un papel como ése -miró a
Winston por encima de sus gafas. ¿Puedo servirle en algo especial? ¿O sólo
quería usted echar un vistazo?
-Pasaba por aquí
-dijo Winston vagamente. He entrado a mirar estas cosas. No deseo nada
concreto.
-Me alegro -dijo el
otro- porque no creo que pudiera haberle servido. -Hizo un gesto de disculpa
con su fina mano derecha-. Ya ve usted; la tienda está casi vacía. Entre
nosotros, le diré que el negocio de antigüedades está casi agotado. Ni hay
clientes ni disponemos de género. Los muebles, los objetos de porcelana y de
cristal... todo eso ha ido desapareciendo poco a poco, y los hierros artísticos
y demás metales han sido fundidos casi en su totalidad. No he vuelto a ver un
candelabro de bronce desde hace muchos años.
En efecto, el
interior de la pequeña tienda estaba atestado de objetos, pero casi ninguno de
ellos tenía el más pequeño valor. Había muchos cuadros que cubrían por completo
las paredes. En el escaparate se exhibían portaplumas rotos, cinceles mellados,
relojes mohosos que no pretendían funcionar y otras baratijas. Sólo en una
mesita de un rincón había algunas cosas de interés: cajitas de rapé, broches de
ágata, etc. Al acercarse Winston a esta mesa le sorprendió un objeto redondo y
brillante que cogió para examinarlo.
Era un trozo de
cristal en forma de hemisferio. Tenía una suavidad muy especial, tanto por su
color como por la calidad del cristal. En su centro, aumentado por la
superficie curvada, se veía un objeto extraño que recordaba a una rosa o una
anémona.
-¿Qué es esto?
-dijo Winston, fascinado.
-Eso es coral -dijo
el hombre-. Creo que procede del Océano Indico. Solían engarzarlo dentro de una
cubierta de cristal. Por lo menos hace un siglo que lo hicieron. Seguramente
más, a juzgar por su aspecto.
-Es de una gran
belleza -dijo Winston.
-De una gran
belleza, sí, señor -repitió el otro con tono de entendido-. Pero hoy día no hay
muchas personas que lo sepan reconocer -carraspeó-. Si usted quisiera comprarlo,
le costaría cuatro dólares. Recuerdo el tiempo en que una cosa como ésta
costaba ocho libras, y ocho libras representaban... en fin, no sé exactamente
cuánto; desde luego, muchísimo dinero. Pero ¿quién se preocupa hoy por las
antigüedades auténticas, por las pocas que han quedado?
Winston pagó
inmediatamente los cuatro dólares y se guardó el codiciado objeto en el
bolsillo. Lo que le atraía de él no era tanto su belleza como el aire que tenía
de pertenecer a una época completamente distinta de la actual. Aquel cristal no
se parecía a ninguno de los que él había visto. Era de una suavidad
extraordinaria, con reflejos acuosos. Era el coral doblemente atractivo por su
aparente inutilidad, aunque Winston pensó que en tiempos lo habían utilizado
como pisapapeles. Pesaba mucho, pero afortunadamente, no le abultaba demasiado
en el bolsillo. Para un miembro del Partido era comprometedor llevar una cosa
como aquélla. Todo lo antiguo, y mucho más lo que tuviera alguna belleza,
resultaba vagamente sospechoso. El dueño de la tienda pareció alegrarse mucho
de cobrar los cuatro dólares. Winston comprendió que se habría contentado con
tres e incluso con dos.
-Arriba tengo otra
habitación que quizás le interesara a usted ver -le propuso-. No hay gran cosa
en ella, pero tengo dos o tres piezas... Llevaremos una luz.
Encendió otra
lámpara y agachándose subió lentamente por la empinada escalera, de peldaños
medio rotos. Luego entraron por un pasillo estrecho siguiendo hasta una
habitación que no daba a la calle, sino a un patio y a un bosque de chimeneas.
Winston notó que los muebles estaban dispuestos como si fuera a vivir alguien
en el cuarto. Había una alfombra en el suelo, un cuadro o dos en las paredes, y
un sillón junto a la chimenea. Un antiguo reloj de cristal, en cuya esfera
figuraban las doce horas, estilo antiguo, emitía su tic-tac desde la repisa de
la chimenea. Bajo la ventana y ocupando casi la cuarta parte de la estancia
había una enorme cama con el colchón descubierto.
-Aquí vivíamos
hasta que murió mi mujer -dijo el vendedor disculpándose. Voy vendiendo los
muebles poco a poco. Ésa es una preciosa cama de caoba. Lo malo son las
chinches. Si hubiera manera de acabar con ellas...
Sostenía la lámpara
lo más alto posible para iluminar toda la habitación y a su débil luz resultaba
aquel sitio muy acogedor. A Winston se le ocurrió pensar que sería muy fácil
alquilar este cuarto por unos cuantos dólares a la semana si se decidiera a
correr el riesgo. Era una idea descabellada, desde luego, pero el dormitorio
había despertado en él una especie de nostalgia, un recuerdo ancestral. Le
parecía saber exactamente lo que se experimentaba al reposar en una habitación
como aquélla, hundido en un butacón junto al fuego de la chimenea mientras se
calentaba la tetera en las brasas. Allí solo, completamente seguro, sin nadie
más que le vigilara a uno, sin voces que le persiguieran ni más sonido que el
murmullo de la tetera y el amable tic-tac del reloj.
-¡No hay
telepantalla! -se le escapó en voz baja.
-Ah -dijo el
hombre. Nunca he tenido esas cosas. Son demasiado caras. Además no veo la
necesidad... Fíjese en esa mesita de aquella esquina. Aunque, naturalmente,
tendría usted que poner nuevos goznes si quisiera utilizar las alas.
En otro rincón
había una pequeña librería. Winston se apresuró a examinarla. No había ningún
libro interesante en ella. La caza y destrucción de libros se había realizado
de un modo tan completo en los barrios proles como en las casas del Partido y
en todas partes. Era casi imposible que existiera en toda Oceanía un ejemplar
de un libro impreso antes de 1960. El vendedor, sin dejar la lámpara, se había
detenido ante un cuadrito enmarcado en palo rosa, colgado al otro lado de la
chimenea, frente a la cama.
-Si le interesan a
usted los grabados antiguos... -propuso delicadamente.
Winston se acercó
para examinar el cuadro. Era un grabado en acero de un edificio ovalado con
ventanas rectangulares y una pequeña torre en la fachada. En torno al edificio
corría una verja y al fondo se veía una estatua. Winston la contempló unos
momentos. Le parecía algo familiar, pero no podía recordar la estatua.
-El marco está
clavado en la pared -dijo el otro-, pero podría destornillarlo si usted lo
quiere.
-Conozco ese
edificio -dijo Winston por fin-. Está ahora en ruinas, cerca del Palacio de
Justicia.
-Exactamente. Fue
bombardeado hace muchos años. En tiempos fue una iglesia. Creo que la llamaban
San Clemente. -Sonrió como disculpándose por haber dicho algo ridículo y
añadió-.
«Naranjas y
limones, dicen las campanas de San Clemente».
-¿Cómo? -dijo
Winston.
-Es de unos versos
que yo sabía de pequeño. Empezaban: «Naranjas y limones, dicen las campanas de
San Clemente». Ya no recuerdo cómo sigue. Pero sí me acuerdo de la terminación:
«Aquí tienes una vela para alumbrarte cuando te vayas a acostar. Aquí tienes un
hacha para cortarte la cabeza». Era una especie de danza. Unos tendían los
brazos y otros pasaban por dentro y cuando llegaban a aquello de
«He aquí el hacha
para cortarte la cabeza», bajaban los brazos y le cogían a uno. La canción
estaba formada por los nombres de varias iglesias, de todas las principales que
había en Londres.
Winston se preguntó
a qué siglo pertenecerían las iglesias. Siempre era dificil determinar la edad
de un edificio de Londres. Cualquier construcción de gran tamaño e
impresionante aspecto, con tal de que no se estuviera derrumbando de puro
vieja, se decía automáticamente que había sido construida después de la
Revolución, mientras que todo lo anterior se adscribía a un oscuro período
llamado la Edad Media. Los siglos de capitalismo no habían producido nada de
valor. Era imposible aprender historia a través de los monumentos y de la
arquitectura. Las estatuas, inscripciones, lápidas, los nombres de las calles,
todo lo que pudiera arrojar alguna luz sobre el pasado, había sido alterado
sistemáticamente.
-No sabía que había
sido una iglesia -dijo Winston.
-En realidad, hay
todavía muchas de ellas aunque se han dedicado a otros fines -le aclaró el
dueño de la tienda-. Ahora recuerdo otro verso:
Naranjas y limones,
dicen las campanas de San Clemente, me debes tres peniques, dicen las campanas
de San Martín.
No puedo recordar
más versos.
-¿Dónde estaba San
Martín? -dijo Winston.
-¿San Martín? Está
todavía en pie. Sí, en la Plaza de la Victoria, junto al Museo de Pinturas. Es
una especie de porche triangular con columnas y grandes escalinatas.
Winston conocía
bien aquel lugar. El edificio se usaba para propaganda de varias clases:
exposiciones de
maquetas de bombas cohete y de fortalezas volantes, grupos de figuras de cera
que ilustraban las atrocidades del enemigo y cosas por el estilo.
-San Martín de los
Campos, como le llamaban -aclaró el otro-, aunque no recuerdo que hubiera
campos por esa parte.
Winston no compró
el cuadro. Hubiera sido una posesión aún más incongruente que el pisapapeles de
cristal e imposible de llevar a casa a no ser que le hubiera quitado el marco.
Pero se quedó unos minutos más hablando con el dueño, cuyo nombre no era Weeks
-como él había supuesto por el rótulo de la tienda-, sino Charrington. El señor
Charrington era viudo, tenía sesenta y tres años y había habitado en la tienda
desde hacía treinta. En todo este tiempo había pensado cambiar el nombre que
figuraba en el rótulo, pero nunca había llegado a convencerse de la necesidad
de hacerlo. Durante toda su conversación, la canción medio recordada le zumbaba
a Winston en la cabeza. Naranjas y límones, dicen las campanas de San Clemente,
me debestres peniques, dicen las campanas de San Martín. Era curioso que al
repetirse esos versos tuviera la sensación de estar oyendo campanas, las
campanas de un Londres desaparecido o que existía en alguna parte. Winston, sin
embargo, no recordaba haber oído campanas en su vida.
Salió de la tienda
del señor Charrington. Se había adelantado a él desde el piso de arriba. No
quería que lo acompañase hasta la puerta para que no se diera cuenta de que
reconocía la calle por si había alguien. En efecto, había decidido volver a
visitar la tienda cuando pasara un tiempo prudencial; por ejemplo, un mes.
Después de todo, esto no era más peligroso que faltar una tarde al Centro. Lo
más arriesgado había sido volver después de comprar el Diario sin saber si el
dueño de la tienda era de fiar. Sin embargo...
Sí, pensó otra vez,
volvería. Compraría más objetos antiguos y bellos. Compraría el grabado de San
Clemente y se lo llevaría a casa sin el marco escondiéndolo debajo del «mono».
Le haría recordar al señor Charrington el resto de aquel poema. Incluso el
desatinado proyecto de alquilar la habitación del primer piso, le tentó de
nuevo. Durante unos cinco segundos, su exaltación le hizo imprudente y salió a
la calle sin asegurarse antes por el escaparate de que no pasaba nadie. Incluso
empezó a tararear con música improvisada.
Naranjas y límones,
dicen las campanas de San Clemente, me debestres peniques, dicen las
...
De pronto pareció
helársele el corazón y derretírsele las entrañas. Una figura en «mono» azul
avanzaba hacia él a unos diez metros de distancia. Era la muchacha del
Departamento de Novela, la joven del cabello negro. Anochecía, pero podía
reconocerla fácilmente. Ella lo miró directamente a la cara y luego apresuró el
paso y pasó junto a él como si no lo hubiera visto.
Durante unos
cuantos segundos, Winston quedó paralizado. Luego torció a la derecha y anduvo
sin notar que iba en dirección equivocada. De todos modos, era evidente que la
joven lo espiaba. Tenía que haberío seguido hasta allí, pues no podía creerse
que por pura casualidad hubiera estado paseando en la misma tarde por la misma
callejuela oscura a varios kilómetros de distancia de todos los barrios
habitados por los miembros del Partido. Era una coincidencia demasiado grande.
Que fuera una agente de la Policía del Pensamiento o sólo una espía aficionada
que actuase por oficiosidad, poco importaba. Bastaba con que estuviera viéndolo.
Probablemente, lo había visto también en la taberna.
Le costaba gran
trabajo andar. El pisapapeles de cristal que llevaba en el bolsillo le golpeaba
el muslo a cada paso y estuvo tentado de arrojarlo muy lejos. Lo peor era que
le dolía el vientre. Por unos instantes tuvo la seguridad de que se moriría si
no encontraba en seguida un retrete público, Pero en un barrio como aquél no
había tales comodidades. Afortunadamente, se le pasaron esas angustias
quedándole sólo un sordo dolor.
La calle no tenía
salida. Winston se detuvo, preguntándose qué haría. Mas hizo lo único que le
era posible, volver a recorrería hasta la salida. Sólo hacía tres minutos que
la joven se había cruzado con él, y si corría, podría alcanzarla. Podría
seguirla hasta algún sitio solitario y romperle allí el cráneo con una piedra.
Le bastaría con el pisapapeles. Pero abandonó en seguida esta idea, ya que le
era intolerable realizar un esfuerzo físico. No podía correr ni dar el golpe.
Además, la muchacha era joven y vigorosa y se defendería bien. Se le ocurrió
también acudir al Centro Comunal y estarse allí hasta que cerraran para tener
una coartada de su empleo del tiempo durante la tarde. Pero aparte de que sería
sólo una coartada parcial, el proyecto era imposible de realizar. Le invadió
una mortal laxitud. Sólo quería llegar a casa pronto y descansar.
Eran más de las
veintidós cuando regresó al piso. Apagarían las luces a las veintitrés treinta.
Entró en su cocina y se tragó casi una taza de ginebra de la Victoria. Luego se
dirigió a la mesita, sentóse y sacó el Diario del cajón. Pero no lo abrió en
seguida. En la telepantalla una violenta voz femenina cantaba una canción
patriótica a grito pelado. Observó la tapa del libro intentando inútilmente no
prestar atención a la voz.
Las detenciones no
eran siempre de noche. Lo mejor era matarse antes de que lo cogieran a uno.
Algunos lo hacían. Muchas de las llamadas desapariciones no eran más que
suicidios. Pero hacía falta un valor desesperado para matarse en un mundo donde
las armas de fuego y cualquier veneno rápido y seguro eran imposibles de
encontrar. Pensó con asombro en la inutilidad biológica del dolor y del miedo,
en la traición del cuerpo humano, que siempre se inmoviliza en el momento
exacto en que es necesario realizar algún esfuerzo especial. Podía haber
eliminado a la muchacha morena sólo con haber actuado rápida y eficazmente;
pero precisamente por lo extremo del peligro en que se hallaba había perdido la
facultad de actuar. Le sorprendió que en los momentos de crisis no estemos
luchando nunca contra un enemigo externo, sino siempre contra nuestro propio
cuerpo. Incluso ahora, a pesar de la ginebra, la sorda molestia de su vientre
le impedía pensar ordenadamente. Y lo mismo ocurre en todas las situaciones
aparentemente heroicas o trágicas. En el campo de batalla, en la cámara de las
torturas, en un barco que naufraga, se olvida siempre por qué se debate uno ya
que el cuerpo acaba llenando el universo, e incluso cuando no estamos
paralizados por el miedo o chillando de dolor, la vida es una lucha de cada
momento contra el hambre, el frío o el insomnio, contra un estómago dolorido o
un dolor de muelas.
Abrió el Diario.
Era importante escribir algo. La mujer de la telepantalla había empezado una
nueva canción. Su voz se le clavaba a Winston en el cerebro como pedacitos de
vidrio. Procuró pensar en O'Brien, a quien dirigía su Diario, pero en vez de
ello, empezó a pensar en las cosas que le sucederían cuando lo detuviera la
Policía del Pensamiento. No importaba que lo matasen a uno en seguida. Esa
muerte era la esperada. Pero antes de morir (nadie hablaba de estas cosas
aunque nadie las ignoraba) había que pasar por la rutina de la confesión:
arrastrarse por el suelo, gritar pidiendo misericordia, el chasquido de los
huesos rotos, los dientes partidos y los mechones ensangrentados de pelo. ¿Para
qué sufrir todo esto si el fin era el mismo? ¿Por qué no ahorrarse todo esto?
Nadie escapaba a la vigilancia ni dejaba de confesar. El culpable de crimental
estaba completamente seguro de que lo matarían antes o después. ¿Para qué,
pues, todo ese horror que nada alteraba?
Por fin, consiguió
evocar la imagen de O'Brien. «Nos encontraremos en el sitio donde no hay
oscuridad», le había dicho O'Brien en el sueño. Winston sabía lo que esto significaba,
o se figuraba saberlo. El lugar donde no hay oscuridad era el futuro imaginado,
que nunca se vería; pero, por adivinación, podría uno participar en él
místicamente. Con la voz de la telepantalla zumbándole en los oídos no podía
pensar con ilación. Se puso un cigarrillo en la boca. La mitad del tabaco se le
cayó en la lengua, un polvillo amargo que luego no se podía escupir. El rostro
del Gran Hermano flotaba en su mente desplazando al de O'Brien. Lo mismo que
había hecho unos días antes, se sacó una moneda del bolsillo y la contempló. El
rostro le miraba pesado, tranquilo, protector. Pero, ¿qué clase de sonrisa se
escondía bajo el oscuro bigote? Las palabras de las consignas martilleaban el
cerebro de Winston:
LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIIBERTAD ES LA
ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA
FUERZA
PARTE 2
CAPITULO I
A media mañana,
Winston salió de su cabina para ir a los lavabos.
Una figura
solitaria avanzaba hacia él desde el otro extremo del largo pasillo
brillantemente iluminado. Era la muchacha morena. Habían pasado cuatro días
desde la tarde en que se la había encontrado cerca de la tienda. Al acercarse,
vio Winston que la joven llevaba en cabestrillo el brazo derecho. De lejos no
se había fijado en ello porque las vendas tenían el mismo color que el «mono».
Probablemente, se habría aplastado la mano para hacer girar uno de los grandes
calidoscopios donde se fabricaban los argumentos de las novelas. Era un
accidente que ocurría con frecuencia en el Departamento de Novela.
Estaban separados
todavía por cuatro metros cuando la joven dio un traspié y se cayó de cara al
suelo exhalando un grito de dolor. Por lo visto, había caído sobre el brazo
herido. Winston se paró en seco. La muchacha logró ponerse de rodillas. Tenía
la cara muy pálida y los labios, por contraste, más rojos que nunca. Clavó los
ojos en Winston con una expresión desolada que más parecía de miedo que de
dolor.
Una curiosa emoción
conmovió a Winston. Frente a él tenía a la enemiga que procuraba su muerte.
Frente a él, también, había una criatura humana que sufría y que quizás se
hubiera partido el hueso de la nariz. Se acercó a ella instintivamente, para
ayudarla. Winston había sentido el dolor de ella en su propio cuerpo al verla
caer con el brazo vendado.
-¿Estás herida? -le
dijo.
-No es nada. El
brazo. Estaré bien en seguida.
Hablaba como si le
saltara el corazón. Estaba temblando y palidísima.
-¿No te has roto
nada?
-No, estoy bien. Me
dolió un momento nada más.
Le tendió a Winston
su mano libre y él la ayudó a levantarse. Le había vuelto algo de color y
parecía hallarse mucho mejor.
-No ha sido nada
-repitió poco después-. Lo que me dolió fue la muñeca. ¡Gracias, camarada?
Y sin más, continuó
en la dirección que traía con paso tan vivo como si realmente no le hubiera
sucedido nada. El incidente no había durado más de medio minuto. Era un hábito
adquirido por instinto ocultar los sentimientos, y además cuando ocurrió
aquello se hallaban exactamente delante de una telepantalla. Sin embargo, a
Winston le había sido muy difícil no traicionarse y manifestar una sorpresa
momentánea, pues en los dos o tres segundos en que ayudó a la joven a
levantarse, ésta le había deslizado algo en la mano. Evidentemente, lo había
hecho a propósito. Era un pequeño papel doblado. Al pasar por la puerta de los
lavabos, se lo metió en el bolsillo.
Mientras estuvo en
el urinario, se las arregló para desdoblarlo dentro del bolsillo. Desde luego,
tenía que haber algún mensaje en ese papel. Estuvo tentado de entrar en uno de
los waters y leerlo allí. Pero eso habría sido una locura. En ningún sitio
vigilaban las telepantallas con más interés que en los retretes.
Volvió a su
cabina-, sentóse, arrojó el pedazo de papel entre los demás de encima de la
mesa, se puso las gafas y se acercó al hablescribe. «¡Todavía cinco minutos! se
dijo a sí mismo-, ¡por lo menos cinco minutos». Le galopaba el corazón en el
pecho con aterradora velocidad. Afortunadamente, el trabajo que estaba
realizando era de simple rutina -la rectificación de una larga lista de
números- y no necesitaba fijar la atención.
Las palabras
contenidas en el papel tendrían con toda seguridad un significado político.
Había dos posibilidades, calculaba Winston. Una, la más probable, era que la
chica fuera un agente de la Policía del Pensamiento, como él temía. No sabía
por qué empleaba la Policía del Pensamiento ese procedimiento para entregar sus
mensajes, pero podía tener sus razones para ello. Lo escrito en el papel podía
ser una amenaza, una orden de suicidarse, una trampa... Pero había otra
posibilidad, aunque Winston trataba de convencerse de que era una locura: que
este mensaje no viniera de la Policía del Pensamiento, sino de alguna
organización clandestina. ¡Quizás existiera una Hermandad! ¡Quizás fuera
aquella muchacha uno de sus miembros! La idea era absurda, pero se le había
ocurrido en el mismo instante en que sintió el roce del papel en su mano. Hasta
unos minutos después no pensó en la otra posibilidad, mucho más sensata. E incluso
ahora, aunque su cabeza le decía que el mensaje significaría probablemente la
muerte, no acababa de creerlo y persistía en él la disparatada esperanza. Le
latía el corazón y le costaba un gran esfuerzo conseguir que no le temblara la
voz mientras murmuraba las cantidades en el hablescribe.
Cuando terminó,
hizo un rollo con sus papeles y los introdujo en el tubo neumático. Habían
pasado ocho minutos. Se ajustó las gafas sobre la nariz, suspiró y se acercó el
otro montón de hojas que había de examinar. Encima estaba el papelito doblado.
Lo desdobló; en él había escritas estas palabras con letra impersonal:
Te quiero.
Winston se quedó
tan estupefacto que ni siquiera tiró aquella prueba delictiva en el «agujero de
la memoria». Cuando por fin, reaccionando, se dispuso a hacerlo, aunque sabía
muy bien cuánto peligro había en manifestar demasiado interés por algún papel
escrito, volvió a leerlo antes para convencerse de que no había soñado.
Durante el resto de
la mañana, le fue muy difícil trabajar. Peor aún que fijar su mente sobre las
tareas habituales, era la necesidad de ocultarle a la telepantalla su agitación
interior. Sintió como si le quemara un fuego en el estómago. La comida en la
atestada y ruidosa cantina le resultó un tormento. Había esperado hallarse un
rato solo durante el almuerzo, pero tuvo la mala suerte de que el imbécil de
Parsons se le colocara a su lado y le soltara una interminable sarta de
tonterías sobre los preparativos para la Semana del Odio. Lo que más le
entusiasmaba a aquel simple era un modelo en cartón de la cabeza del Gran
Hermano, de dos metros de anchura, que estaban preparando en el grupo de espías
al que pertenecía la niña de Parsons. Lo más irritante era que Winston apenas
podía oír lo que decía Parsons y tenía que rogarle constantemente que repitiera
las estupideces que acababa de decir. Por un momento, divisó a la chica morena,
que estaba en una mesa con otras dos compañeras al otro extremo de la estancia.
Pareció no verle y él no volvió a mirar en aquella dirección.
La tarde fue más
soportable. Después de comer recibió un delicado y dificil trabajo que le había
de ocupar varias horas y acaparar su atención. Consistía en falsificar una
serie de informes de producción de dos años antes con objeto de desacreditar a
un prominente miembro del Partido Interior que empezaba a estar mal -visto.
Winston servía para estas cosas y durante más de dos horas logró apartar a la
joven de su mente. Entonces le volvió el recuerdo de su cara y sintió un
rabioso e intolerable deseo de estar solo. Porque necesitaba la soledad para
pensar a fondo en sus nuevas circunstancias. Aquella noche era una de las
elegidas por el Centro Comunal para sus reuniones. Tomó una cena temprana -otra
insípida comida- en la cantina, se marchó al Centro a toda prisa, participó en
las solemnes tonterías de un «grupo de polemistas», jugó dos veces al tenis de
mesa, se tragó varios vasos de ginebra y soportó durante una hora la
conferencia titulada «Los principios de Ingsoc en el juego de ajedrez». Su alma
se retorcía de puro aburrimiento, pero por primera vez no sintió el menor
impulso de evitarse una tarde en el Centro. A la vista de las palabras Te
quiero, el deseo de seguir viviendo le dominaba y parecía tonto exponerse a
correr unos riesgos que podían evitarse tan fácilmente. Hasta las veintitrés,
cuando ya estaba acostado en la oscuridad, donde estaba uno libre hasta de la
telepantalla con tal de no hacer ningún ruido- no pudo dejar fluir libremente
sus pensamientos.
Se trataba de un
problema físico que había de ser resuelto cómo ponerse en relación con la
muchacha y preparar una cita. No creía ya posible que la joven le estuviera
tendiendo una trampa. Estaba seguro de que no era así por la inconfundible
agitación que ella no había podido ocultar al entregarle el papelito. Era
evidente que estaba asustadísima, y con motivo sobrado. A Winston no le pasó
siquiera por la cabeza la idea de rechazar a la muchacha. Sólo hacía cinco
noches que se había propuesto romperle el cráneo con una piedra. Pero lo mismo
daba. Ahora se la imaginaba desnuda como la había visto en su ensueño. Se la
había figurado idiota como las demás, con la cabeza llena de mentiras y de
odios y el vientre helado. Una angustia febril se apoderó de él al pensar que
pudiera perderla, que aquel cuerpo blanco y juvenil se le escapara. Lo que más
temía era que la muchacha cambiase de idea si no se ponía en relación con ella
rápidamente. Pero la dificultad física de esta aproximación era enorme.
Resultaba tan difícil como intentar un movimiento en el juego de ajedrez cuando
ya le han dado a uno el mate. Adondequiera que fuera uno, allí estaba la
telepantalla. Todos los medios posibles para comunicarse con la joven se le
ocurrieron a Winston a los cinco minutos de leer la nota; pero una vez acostado
y con tiempo para pensar bien, los fue analizando uno a uno como si tuviera
esparcidas en una mesa una fila de herramientas para probarlas.
Desde luego, la
clase de encuentro de aquella mañana no podía repetirse. Si ella hubiera
trabajado en el Departamento de Registro, habría sido muy sencillo, pero
Winston tenía una idea muy remota de dónde estaba el Departamento de Novela en
el edificio del Ministerio y no tenía pretexto alguno para ir allí. Si hubiera
sabido dónde vivía y a qué hora salía del trabajo, se las habría arreglado para
hacerse el encontradizo; pero no era prudente seguirla a casa ya que esto
suponía esperarla delante del Ministerio a la salida, lo cual llamaría la
atención indefectiblemente. En cuanto a mandar una carta por correo, sería una
locura. Ni siquiera se ocultaba que todas las cartas se abrían, por lo cual
casi nadie escribía ya cartas. Para los mensajes que se necesitaba mandar,
había tarjetas impresas con largas listas de frases y se escogía la más
adecuada borrando las demás. En todo caso, no sólo ignoraba la dirección de la
muchacha, sino incluso su nombre. Finalmente, decidió que el sitio más seguro
era la cantina. Si pudiera ocupar una mesa junto a la de ella hacia la mitad
del local, no demasiado cerca de la telepantalla y con el zumbido de las
conversaciones alrededor, le bastaba con treinta segundos para ponerse de
acuerdo con ella.
Durante una semana
después, la vida fue para Winston como una pesadilla. Al día siguiente, la
joven no apareció por la cantina hasta el momento en que él se marchaba cuando
ya había sonado la sirena. Seguramente, la habían cambiado a otro turno. Se
cruzaron sin mirarse. Al día siguiente, estuvo ella en la cantina a la hora de
costumbre, pero con otras tres chicas y debajo de una telepantalla. Pasaron
tres días insoportables para Winston, en que no la vio en la cantina. Tanto su
espíritu como su cuerpo habían adquirido una hipersensibilidad que casi le
imposibilitaba para hablar y moverse. Incluso en sueños no podía librarse por
completo de aquella imagen. Durante aquellos días no abrió su Diario. El único
alivio lo encontraba en el trabajo; entonces conseguía olvidarla durante diez
minutos seguidos. No tenía ni la menor idea de lo que pudiera haberle ocurrido
y no había que pensar en hacer una investigación. Quizá. la hubieran
vaporizado, quizá se hubiera suicidado o, a lo mejor, la habían trasladado al
otro extremo de Oceanía.
La posibilidad a la
vez mejor y peor de todas era que la joven, sencillamente, hubiera cambiado de
idea y le rehuyera.
Pero al día siguiente
reapareció. Ya no traía el brazo en cabestrillo; sólo una protección de yeso
alrededor de la muñeca. El alivio que sintió al verla de nuevo fue tan grande
que no pudo evitar mirarla directamente durante varios segundos. Al día
siguiente, casi logró hablar con ella. Cuando Winston llegó a la cantina, la
encontró sentada a una mesa muy alejada de la pared. Estaba completamente sola.
Era temprano y había poca gente. La cola avanzó hasta que Winston se encontró
casi junto al mostrador, pero se detuvo allí unos dos minutos a causa de que
alguien se quejaba de no haber recibido su pastilla de sacarina. Pero la
muchacha seguía sola cuando Winston tuvo ya servida su bandeja y avanzaba hacia
ella. Lo hizo como por casualidad fingiendo que buscaba un sitio más allá de
donde se encontraba la joven. Estaban separados todavía unos tres metros.
Bastaban dos segundos para reunirse, pero entonces sonó una voz detrás de él:
«¡Smith!». Winston hizo como que no oía. Entonces la voz repitió más alto:
«¡Smith!». Era inútil hacerse el tonto. Se volvió. Un muchacho llamado Wilsher,
a quien apenas conocía Winston, le invitaba sonriente a sentarse en un sitio
vacío junto a él. No era prudente rechazar esta invitación. Después de haber
sido reconocido, no podía ir a sentarse junto a una muchacha sola. Quedaría
demasiado en evidencia. Haciendo de tripas corazón, le sonrió amablemente al
muchacho, que le miraba con un rostro beatífico. Winston, como en una
alucinación, se veía a sí mismo partiéndole la cara a aquel estúpido con un hacha.
La mesa donde estaba ella se llenó a los pocos minutos.
Por lo menos, la
joven tenía que haberlo visto ir hacia ella y se habría dado cuenta de su
intención. Al día siguiente, tuvo buen cuidado de llegar temprano. Allí estaba
ella, exactamente, en la misma mesa y otra vez sola. La persona que precedía a
Winston en la cola era un hombrecillo nervioso con una cara aplastada y ojos
suspicaces. Al alejarse Winston del mostrador, vio que aquel hombre se dirigía
hacia la mesa de ella. Sus esperanzas se vinieron abajo. Había un sitio vacío
una mesa más allá, pero algo en el aspecto de aquel tipejo le convenció a
Winston de que éste no se instalaría en la mesa donde no había nadie para
evitarse la molestia de verse obligado a soportar a los desconocidos que luego
se quisieran sentar allí. Con verdadera angustia, lo siguió Winston. De nada le
serviría sentarse con ella si alguien más los acompañaba. En aquel momento,
hubo un ruido tremendo. El hombrecillo se había caído de bruces y la bandeja
salió volando derramándose la sopa y el café. Se puso en pie y miró ferozmente
a Winston. Evidentemente, sospechaba que éste le había puesto la zancadilla.
Pero daba lo mismo porque poco después, con el corazón galopándole, se
instalaba Winston junto a la muchacha.
No la miró. Colocó
en la mesa el contenido de su bandeja y empezó a comer. Era importantísimo
hablar en seguida antes de que alguna otra persona se uniera a ellos. Pero le
invadía un miedo terrible. Había pasado una semana desde que la joven se había
acercado a él. Podía haber cambiado de idea, es decir, tenía que haber cambiado
de idea. Era imposible que este asunto terminara felizmente; estas cosas no
suceden en la vida real, y probablemente no habría llegado a hablarle si en
aquel momento no hubiera visto a Ampleforth, el poeta de orejas velludas, que
andaba de un lado a otro buscando sitio. Era seguro que Ampleforth, que conocía
bastante a Winston, se sentaría en su mesa en cuanto lo viera. Tenía, pues, un
minuto para actuar. Tanto él como la muchacha comían rápidamente. Era una
especie de guiso muy caldoso de habas. En voz muy baja, empezó Winston a
hablar. No se miraban. Se llevaban a la boca la comida y entre cucharada y
cucharada se decían las palabras indispensables en voz baja e inexpresivo.
-¿A qué hora sales
del trabajo? -Dieciocho treinta.
-¿Dónde podemos
vernos?
-En la Plaza de la
Victoria, cerca del Monumento.
-Hay muchas
telepantallas allí.
-No importa, porque
hay mucha circulación.
-¿Alguna señal?
-No. No te acerques
hasta que no me veas entre mucha gente. Y no me mires. Sigue andando cerca de
mí.
-¿A qué hora?
-A las diecinueve.
-Muy bien.
Ampleforth no vio a
Winston y se sentó en otra mesa. No volvieron a hablar y, en lo humanamente
posible entre dos personas sentadas una frente a otra y en la misma mesa, no se
miraban. La joven acabó de comer a toda velocidad y se marchó. Winston se quedó
fumando un cigarrillo.
Antes de la hora
convenida estaba Winston en la Plaza de la Victoria. Dio vueltas en torno a la
enorme columna en lo alto de la cual la estatua del Gran Hermano miraba hacia
el Sur, hacia los cielos donde había vencido a los aviones eurasiáticos (pocos
años antes, los vencidos fueron los aviones de Asia Oriental), en la batalla de
la Primera Franja Aérea. En la calle de enfrente había una estatua ecuestre
cuyo jinete representaba, según decían, a Oliver Cromwell. Cinco minutos
después de la hora que fijaron, aún no se había presentado la muchacha. Otra
vez le entró a Winston un gran pánico. ¡No venía! ¡Había cambiado de idea! Se
dirigió lentamente hacia el norte de la plaza y tuvo el placer de identificar
la iglesia de San Martín, cuyas campanas -cuando existían- habían cantado
aquello de «me debes tres peniques». Entonces vio a la chica parada al pie del
monumento, leyendo o fingiendo que leía un cartel arrollado a la columna en
espiral. No era prudente acercarse a ella hasta que se hubiera acumulado más
gente. Había telepantallas en todo el contorno del monumento. Pero en aquel
mismo momento se produjo una gran gritería y el ruido de unos vehículos pesados
que venían por la izquierda. De pronto, todos cruzaron corriendo la plaza. La
joven dio la vuelta ágilmente junto a los leones que formaban la base del
monumento y se unió a la desbandada. Winston la siguió. Al correr, le oyó decir
a alguien que un convoy de prisioneros eurasiáticos pasaba por allí cerca.
Una densa masa de
gente, bloqueaba el lado sur de la plaza. Winston, que normalmente era de esas
personas que rehuyen todas las aglomeraciones, se esforzaba esta vez, a codazos
y empujones, en abrirse paso hasta el centro de la multitud. Pronto estuvo a un
paso de la joven, pero entre los dos había un corpulento prole y una mujer casi
tan enorme como él, seguramente su esposa. Entre los dos parecían formar un
impenetrable muro de carne. Winston se fue metiendo de lado y, con un violento
empujón, logró meter entre la pareja su hombro. Por un instante creyó que se le
deshacían las entrañas aplastadas entre las dos caderas forzudas. Pero, con un
esfuerzo supremo, sudoroso, consiguió hallarse por fin junto a la chica.
Estaban hombro con hombro y ambos miraban fijamente frente a ellos.
Una caravana de
camiones, con soldados de cara pétrea armados con fusiles ametralladoras,
pasaban calle abajo. En los camiones, unos hombres pequeños de tez amarilla y
harapientos uniformes verdosos formaban una masa compacta tan apretados como
iban. Sus tristes caras mongólicas miraban a la gente sin la menor curiosidad.
De vez en cuando se oían ruidos metálicos al dar un brinco alguno de los
camiones. Este ruido lo producían los grilletes que llevaban los prisioneros en
los pies. Pasaron muchos camiones con la misma carga y los mismos rostros
indiferentes. Winston conocía de sobra el contenido, pero sólo podía verlos
intermitentemente. La muchacha apoyaba el hombro y el brazo derecho, hasta el
codo, contra el costado de Winston. Sus mejillas estaban tan próximas que casi
se tocaban. Ella se había puesto inmediatamente a tono con la situación lo
mismo que lo había hecho en la cantina. Empezó a hablar con la misma voz inexpresivo,
moviendo apenas los labios. Era un leve murmullo apagado por las voces y el
estruendo del desfile.
-¿Me oyes?
-Sí.
-¿Puedes salir el
domingo?
-Sí.
-Entonces escucha
bien. No lo olvides. Irás a la estación de Paddington...
Con una precisión
casi militar que asombró a Winston, la chica le fue describiendo la ruta que
había de seguir: un viaje de media hora en tren; torcer luego a la izquierda al
salir de la estación; después de dos kilómetros por carretera y, al llegar a un
portillo al que le faltaba una barra, entrar por él y seguir por aquel sendero
cruzando hasta una extensión de césped; de allí partía una vereda entre
arbustos; por fin, un árbol derribado y cubierto de musgo. Era como si tuviese
un mapa dentro de la cabeza.
-¿Te acordarás?
-murmuró al terminar sus indicaciones.
-Sí.
-Tuerces a la
izquierda, luego a la derecha y otra vez a la izquierda. Y al portillo le falta
una barra.
-Sí. ¿A qué hora?
-Hacia las quince.
A lo mejor tienes que esperar. Yo llegaré por otro camino. ¿Te acordarás bien
de todo?
-Sí.
-Entonces, márchate
de mi lado lo más pronto que puedas.
No necesitaba
habérselo dicho. Pero, por lo pronto, no se podía mover. Los camiones no
dejaban de pasar y la gente no se cansaba de expresar su entusiasmo. Aunque es
verdad que solamente lo expresaban abriendo la boca en señal de estupefacción.
Al Principio había habido algunos abucheos y silbidos, pero procedían sólo de
los miembros del Partido y pronto cesaron. La emoción dominante era sólo la
curiosidad. Los extranjeros, ya fueran de Eurasia o de Asia Oriental, eran como
animales raros. No había manera de verlos, sino como prisioneros; e incluso
como prisioneros no era posible verlos más que unos segundos. Tampoco se sabía
qué hacían con ellos aparte de los ejecutados públicamente como criminales de
guerra. Los demás se esfumaban, seguramente en los campos de trabajos forzados.
Los redondos rostros mongólicos habían dejado paso a los de tipo más europeo,
sucios, barbudos y exhaustos. Por encima de los salientes pómulos, los ojos de
algunos miraban a los de Winston con una extraña intensidad y pasaban al instante.
El convoy se estaba terminando. En el último camión vio Winston a un anciano
con la cara casi oculta por una masa de cabello, muy erguido y con los puños
cruzados sobre el pecho. Daba la sensación de estar acostumbrado a que lo
ataran. Era imprescindible que Winston y la chica se separaran ya. Pero en el
último momento, mientras que la multitud los seguía apretando el uno contra el
otro, ella le cogió la mano y se la estrechó.
No habría durado
aquello más de diez segundos y, sin embargo, parecía que sus manos habían
estado unidas durante una eternidad. Por lo menos, tuvo Winston tiempo sobrado
para aprenderse de memoria todos los detalles de aquella mano de mujer. Exploró
sus largos dedos, sus uñas bien formadas, la palma endurecida por el trabajo con
varios callos y la suavidad de la carne junto a la muñeca. Sólo con verla la
habría reconocido, entre todas las manos. En ese instante se le ocurrió que no
sabía de qué color tenía ella los ojos. Probablemente, castaños, pero también
es verdad que mucha gente de cabello negro tienen ojos azules. Volver la cabeza
y mirarla hubiera sido una imperdonable locura. Mientras había durado aquel
apretón de manos invisible entre la presión de tanta gente, miraban ambos
impasibles adelante y Winston, en vez de los ojos de ella, contempló los del
anciano prisionero que lo miraban con tristeza por entre sus greñas de pelo.
CAPITULO II
Winston emprendió
la marcha por el campo. El aire parecía besar la piel. Era el segundo día de
mayo. Del corazón del bosque venía el arrullo de las palomas. Era un poco
pronto. El viaje no le había presentado dificultades y la muchacha era tan
experimentada que le infundía a Winston una gran seguridad. Confiaba en que
ella sabría escoger un sitio seguro. En general, no podía decirse que se
estuviera más seguro en el campo que en Londres. Desde luego, no había
telepantallas, pero siempre quedaba el peligro de los micrófonos ocultos que
recogían vuestra voz y la reconocían. Además, no era fácil viajar
individualmente sin llamar la atención. Para distancias de menos de cien
kilómetros no se exigía visar los pasaportes, pero a veces vigilaban patrullas
alrededor de la estaciones de ferrocarril y examinaban los documentos de todo
miembro del Partido al que encontraran y le hacían difíciles preguntas. Sin
embargo, Winston tuvo la suerte de no encontrar patrullas y desde que salió de
la estación se aseguró, mirando de vez en cuando cautamente hacia atrás, de que
no lo seguían. El tren iba lleno de proles con aire de vacaciones, quizá porque
el tiempo parecía de verano. El vagón en que viajaba Winston llevaba asientos
de madera y su compartimiento estaba ocupado casi por completo con una única
familia, desde la abuela, muy vieja y sin dientes, hasta un niño de un mes.
Iban a pasar la tarde con unos parientes en el campo y, como le explicaron con
toda libertad a Winston, para adquirir un poco de mantequilla en el mercado
negro.
Por fin, llegó a la
vereda que le había dicho ella y siguió por allí entre los arbustos. No tenía
reloj, pero no podían ser todavía las quince. Había tantas flores silvestres,
que le era imposible no pisarlas. Se arrodilló y empezó a coger algunas, en
parte por echar algún tiempo fuera y también con la vaga idea de reunir un
ramillete para ofrecérselo a la muchacha. Pronto formó un gran ramo y estaba
oliendo su enfermizo aroma cuando se quedó helado al oír el inconfundible
crujido de unos pasos tras él sobre las ramas secas. Siguió cogiendo
florecillas. Era lo mejor que podía hacer. Quizá fuese la chica, pero también
pudieran haberío seguido. Mirar para atrás era mostrarse culpable. Todavía le
dio tiempo de coger dos flores más. Una mano se le posó levemente sobre el
hombro.
Levantó la cabeza.
Era la muchacha. Ésta volvió la cabeza para prevenirle de que siguiera callado,
luego apartó las ramas de los arbustos para abrir paso hacia el bosque. Era
evidente que había estado allí antes, pues sus movimientos eran los de una
persona que tiene la costumbre de ir siempre por el mismo sitio. Winston la
siguió sin soltar su ramo de flores. Su primera sensación fue de alivio, pero
mientras contemplaba el cuerpo femenino, esbelto y fuerte a la vez, que se
movía ante él, y se fijaba en el ancho cinturón rojo, lo bastante apretado para
hacer resaltar la curva de sus caderas, empezó a sentir su propia inferioridad.
Incluso ahora le parecía muy probable que cuando ella se volviera y lo mirara,
lo abandonaría. La dulzura del aire y el verdor de las hojas lo hechizaban. Ya
cuando venía de la estación, el sol de mayo le había hecho sentirse sucio y gastado,
una criatura de puertas adentro que llevaba pegado a la piel el polvo de
Londres. Se le ocurrió pensar que hasta ahora no lo había visto ella de cara a
plena luz. Llegaron al árbol derribado del que la joven había hablado. Esta
saltó por encima del tronco y, separando las grandes matas que lo rodeaban,
pasó a un pequeño claro. Winston, al seguirla, vio que el pequeño espacio
estaba rodeado todo por arbustos y oculto por ellos. La muchacha se detuvo y,
volviéndose hacia él, le dijo:
-Ya hemos llegado.
Winston se hallaba
a varios pasos de ella. Aún no se atrevía a acercársela más.
-No quise hablar en
la vereda -prosiguió ella- por si acaso había algún micrófono escondido. No
creo que lo haya, pero no es imposible. Siempre cabe la posibilidad de que uno
de esos cerdos te reconozcan la voz. Aquí estamos bien.
Todavía le faltaba
valor a Winston para acercarse a ella. Por eso, se limitó a repetir tontamente:
-Estamos bien aquí.
-Sí. Mira los
árboles eran unos arbolillos de ramas finísimas-. No hay nada lo bastante
grande para ocultar un micro. Además, ya he estado aquí antes.
Sólo hablaban. Él
se había decidido ya a acercarse más a ella. Sonriente, con cierta ironía en la
expresión, la joven estaba muy derecha ante él como preguntándose por qué
tardaba tanto en empezar. El ramo de flores silvestre se había caído al suelo.
Winston le cogió la mano.
-¿Quieres creer
-dijo- que hasta este momento no sabía de qué color tienes los ojos? - Eran
castaños, bastante claros, con pestañas negras-. Ahora que me has visto a plena
luz y cara a cara, ¿puedes soportar mi presencia?
-Sí, bastante bien.
-Tengo treinta y
nueve años. Estoy casado y no me puedo librar de mi mujer. Tengo varices y
cinco dientes postizos.
-Todo eso no me
importa en absoluto -dijo la muchacha.
Un instante
después, sin saber cómo, se la encontró Winston en sus brazos. Al principio, su
única sensación era de incredulidad. El juvenil cuerpo se apretaba contra el
suyo y la masa de cabello negro le daba en la cara y, aunque le pareciera
increíble, le acercaba su boca y él la besaba. Sí, estaba besando aquella boca
grande y roja. Ella le echó los brazos al cuello y empezó a llamarle «querido,
amor mío, precioso ... ». Winston la tendió en el suelo. Ella no se resistió;
podía hacer con ella lo que quisiera. Pero la verdad era que no sentía ningún
impulso físico, ninguna sensación aparte de la del abrazo. Le dominaban la
incredulidad y el orgullo. Se alegraba de que esto ocurriera, pero no tenía
deseo físico alguno. Era demasiado pronto. La juventud y la belleza de aquel
cuerpo le habían asustado; estaba demasiado acostumbrado a vivir sin mujeres.
Quizá fuera por alguna de estas razones o quizá por alguna otra desconocida. La
joven se levantó y se sacudió del cabello una florecilla que se le había
quedado prendida en él. Sentóse junto a él y le rodeó la cintura con su brazo.
-No te preocupes,
querido, no hay prisa. Tenemos toda la tarde. ¿Verdad que es un escondite
magnífico? Me perdí una vez en una excursión colectiva y descubrí este lugar.
Si viniera alguien, lo oiríamos a cien metros.
-¿Cómo te llamas?
-dijo Winston.
-Julia. Tu nombre
ya lo conozco. Winston... Winston Smith.
-¿Cómo te
enteraste?
-Creo que tengo más
habilidad que tú para descubrir cosas, querido. Dime, ¿qué pensaste de mí antes
de darte aquel papelito?
Winston no tuvo ni
la menor tentación de mentirle. Era una especie de ofrenda amorosa empezar
confesando lo peor.
-Te odiaba. Quería
abusar de ti y luego asesinarle. Hace dos semanas pensé seriamente romperte la
cabeza con una piedra- Si quieres saberlo, te diré que te creía en relación con
la Policía del Pensamiento.
La muchacha se reía
encantada, tomando aquello como un piropo por lo bien que se había disfrazado.
-¡La Policía del
Pensamiento!, qué ocurrencias No es posible que lo creyeras.
-Bueno, quizá no
fuera exactamente eso. Pero, por tu aspecto... quizá por tu juventud y por lo
saludable que eres; en fin, ya comprendes, creí que probablemente...
-Pensaste que era
una excelente afiliada. Pura en palabras y en hechos. Estandartes, desfiles,
consignas, excursiones colectivas y todo eso. Y creíste que a las primeras de
cambio te denunciaría como criminal mental y haría que te mataran.
-Sí, algo así... Ya
sabes que muchas chicas son de ese modo.
-La culpa la tiene
esa porquería -dijo Julia quitándose el cinturón rojo de la liga Anti-Sex y
tirándolo a una rama, donde quedó colgado. Luego, como si el tocarse la cintura
le hubiera recordado algo, sacó del bolsillo de su «mono» una tableta de
chocolate. La partió por la mitad y le dio a Winston uno de los pedazos. Antes
de probarlo, ya sabía él por el olor que era un chocolate muy poco frecuente.
Era oscuro y brillante, envuelto en papel de plata. El chocolate,
corrientemente, era de un color castaño claro y desmigajaba con gran facilidad;
y en cuanto a su sabor, era algo así como el del humo de la goma quemada. Pero
alguna vez había probado chocolate como el que ella le daba ahora. Su aroma le
había despertado recuerdos que no podía localizar, pero que lo turbaban
intensamente.
-¿Dónde encontraste
esto? -dijo.
-En el mercado
negro -dijo ella con indiferencia. Yo me las arreglo bastante bien. Fui jefe de
sección en los Espías. Trabajo voluntariamente tres tardes a la semana en la
Liga juvenil Anti- Sex. Me he pasado horas y horas desfilando por Londres.
Siempre soy yo la que lleva uno de los estandartes. Pongo muy buena cara y
nunca intento librarme de una lata. Mi lema es «grita siempre con los demás».
Es el único modo de estar seguros.
El primer trocito
de chocolate se le había derretido a Winston en la lengua. Su sabor era
delicioso. Pero le seguía rondando aquel recuerdo que no podía fijar, algo así
como un objeto visto por el rabillo del ojo. Hizo por librarse de él quedándole
la sensación de que se trataba de algo que él había hecho en tiempos y que
hubiera preferido no haber hecho.
-Eres muy joven
-dijo-. Debes de ser unos diez o quince años más joven que yo. ¿Qué has podido
ver en un hombre como yo que te haya atraído?
-Algo en tu cara.
Me decidí a arriesgarme. Conozco en seguida a la gente de la acera de enfrente.
En cuanto te vi supe que estabas contra ellos.
Ellos, por lo
visto, quería decir el Partido, y sobre todo el Partido Interior, sobre el cual
hablaba Julia con un odio manifiesto que intranquilizaba a Winston, aunque
sabía que aquel sitio en que se hallaban era uno de los poquísimos lugares
donde nada tenían que temer. Le asombraba la rudeza con que hablaba Julia. Se
suponía que los miembros del Partido no decían palabrotas, y el propio Winston
apenas las decía como no fuera entre dientes. Sin embargo, Julia no podía
nombrar al Partido, especialmente al Partido Interior, sin usar palabras de
esas que solían aparecer escritas con tiza en los callejones solitarios. A él
no le disgustaba eso, puesto que era un síntoma de la rebelión de la joven
contra el Partido y sus métodos. Y semejante actitud resultaba natural y
saludable, como el estornudo de un caballo que huele mala avena. Habían salido
del claro y paseaban por entre los arbustos. Iban cogidos de la cintura siempre
que tenían sitio suficiente para pasar los dos juntos. Notó que la cintura de
Julia resultaba mucho más suave ahora que se había quitado el cinturón. Seguían
hablando en voz muy baja. Fuera del claro, dijo Julia, era mejor ir con
prudencia. Llegaron hasta la linde del bosquecillo. Ella lo detuvo.
-No salgas a campo
abierto. Podría haber alguien que nos viera. Estaremos mejor detrás de las
ramas.
Y permanecieron a
la sombra de los arbustos. La luz del sol, filtrándose por las innumerables
hojas, les seguía caldeando el rostro. Winston observó el campo que los rodeaba
y experimentó, poco a poco, la curiosa sensación de reconocer aquel lugar. Era
tierra de pastos, con un sendero que la cruzaba y alguna pequeña elevación de
cuando en cuando. En la valla, medio rota, que se veía al otro lado, se
divisaban las ramas de unos olmos que se balanceaban con la brisa, y sus hojas
se movían en densas masas como cabelleras femeninas. Seguramente por allí
cerca, pero fuera de su vista, habría un arroyuelo.
-¿No hay por aquí
cerca un arroyo? -murmuró.
-Sí lo hay. Está al
borde del terreno colindante con éste. Hay peces, muy grandes por cierto. Se
puede verlos en las charcas que se forman bajo los sauces.
-Es el País
Dorado... casi -murmuró.
-¿El País Dorado?
-No tiene
importancia. Es un paisaje que he visto algunas veces en sueños.
-¡Mira! -susurró
Julia.
Un pájaro se había
movido en una rama a unos cinco metros de ellos y casi al nivel de sus caras.
Quizá no los hubiera visto. Estaba en el sol y ellos a la sombra. Extendió las
alas, volvió a colocárselas cuidadosamente en su sitio, inclinó la cabecita un
momento, como si saludara respetuosamente al sol y empezó a cantar
torrencialmente. En el silencio de la tarde, sobrecogía el volumen de aquel
sonido. Winston y Julia se abrazaron fascinados. La música del ave continuó,
minuto tras minuto, con asombrosas variaciones y sin repetirse nunca, casi como
si estuviera demostrando a propósito su virtuosismo. A veces se detenía unos
segundos, extendía y recogía sus alas, luego hinchaba su pecho moteado y
empezaba de nuevo su concierto. Winston lo contemplaba con un vago respeto.
¿Para quién, para qué cantaba aquel pájaro? No tenía pareja ni rival que lo
contemplaran. ¿Qué le impulsaba a estarse allí, al borde del bosque solitario,
regalándole su música al vacío? Se preguntó si no habría algún micrófono
escondido allí cerca. Julia y él habían hablado sólo en murmullo, y ningún
aparato podría registrar lo que ellos habían dicho, pero sí el canto del
pájaro. Quizás al otro extremo del instrumento algún hombrecillo mecanizado
estuviera escuchando con toda atención; sí, escuchando aquello. Gradualmente la
música del ave fue despertando en él sus pensamientos. Era como un líquido que
saliera de se mezclara con la luz del sol, que se filtraba por entre hojas.
Dejó de pensar y se limitó a sentir. La cintura de la muchacha bajo su brazo
era suave y cálida. Le dio la vuelta hasta quedar abrazados cara a cara. El
cuerpo de Julia parecía fundirse con el suyo. Donde quiera que tocaran sus
manos, cedía todo como si fuera agua. Sus bocas se unieron con besos muy
distintos de los duros besos que se habían dado antes. Cuando volvieron a
apartar sus rostros, suspiraron ambos profundamente.
El pájaro se asustó
y salió volando con un aleteo alarmado.
Rápidamente, sin
poder evitar el crujido de las ramas bajo sus pies, regresaron al claro. Cuando
estuvieron ya en su refugio, se volvió Julia hacia él y lo miró fijamente. Los
dos respiraban pesadamente, pero la sonrisa había desaparecido en las comisuras
de sus labios. Estaban de pie y ella lo miró por un instante y luego tanteó la
cremallera de su mono con las manos. ¡Sí! ¡Fue casi como en un sueño! Casi tan
velozmente como él se lo había imaginado, ella se arrancó la ropa y cuando la
tiró a un lado fue con el mismo magnífico gesto con el cual toda una
civilización parecía anihilarse. Su blanco cuerpo brillaba al sol. Por un
momento él no miró su cuerpo. Sus ojos habían buscado ancoraje en el pecoso
rostro con su débil y franca sonrisa. Se arrodilló ante ella y tomó sus manos
entre las suyas.
-¿Has hecho esto
antes?
-Claro. Cientos de
veces. Bueno, muchas veces. -¿Con miembros del Partido?
-Sí, siempre con
miembros del Partido.
-¿Con miembros del
Partido del Interior?
-No, con esos
cerdos no. Pero muchos lo harían si pudieran. No son tan sagrados como
pretenden. Su corazón dio un salto. Lo había hecho muchas veces. Todo lo que
oliera a corrupción le llenaba de una esperanza salvaje. Quién sabe, tal vez el
Partido estaba podrido bajo la superficie, su culto de fuerza y autocontrol no
era más que una trampa tapando la iniquidad. Si hubiera podido contagiarlos a
todos con la lepra o la sífilis, ¡con qué alegría lo hubiera hecho! Cualquier
cosa con tal de podrir, de debilitar, de minar.
La atrajo hacia sí,
de modo que quedaron de rodillas frente a frente.
-Oye, cuantos más
hombres hayas tenido más te quiero yo. ¿Lo comprendes?
-Sí, perfectamente.
-Odio la pureza,
odio la bondad. No quiero que exista ninguna virtud en ninguna parte. Quiero
que todo el mundo esté corrompido hasta los huesos.
-Pues bien, debo
irte bien, cariño. Estoy corrompida hasta los huesos.
-¿Te gusta hacer
esto? No quiero decir simplemente yo, me refiero a la cosa en si.
-Lo adoro.
Esto era sobre
todas las cosas lo que quería oír. No simplemente el amor por una persona sino
el instinto animal, el simple indiferenciado deseo. Ésta era la fuerza que
destruiría al Partido. La empujó contra la hierba entre las campanillas azules.
Esta vez no hubo dificultad. El movimiento de sus pechos fue bajando hasta la
velocidad normal y con un movimiento de desamparo se fueron separando. El sol
parecía haber intensificado su calor. Los dos estaban adormilados. Él alcanzó
su desechado mono y la cubrió parcialmente.
Al poco tiempo se
durmieron profundamente. Al cabo de media hora se despertó Winston. Se
incorporó y contempló a Julia, que seguía durmiendo tranquilamente con su cara
pecosa en la palma de la mano. Aparte de la boca, sus facciones no eran hermosas.
Si se miraba con atención, se descubrían unas pequeñas arrugas en torno a los
ojos. El cabello negro y corto era extraordinariamente abundante y suave. Pensó
entonces que todavía ignoraba el apellido y el domicilio de ella.
Este cuerpo joven y
vigoroso, desamparado ahora en el sueño, despertó en él un compasivo y
protector sentimiento. Pero la ternura que había sentido mientras escuchaba el
canto del pájaro había desaparecido ya. Le apartó el mono a un lado y estudió
su cadera. En los viejos tiempos, pensó, un hombre miraba el cuerpo de una
muchacha y veía que era deseable y aquí se acababa la historia. Pero ahora no
se podía sentir amor puro o deseo puro. Ninguna emoción era pura porque todo
estaba mezclado con el miedo y el odio. Su abrazo había sido una batalla, el
clímax una victoria. Era un golpe contra el Partido. Era un acto político.
CAPITULO III
Podemos volver a
este sitio -propuso Julia-. En general, puede emplearse dos veces el mismo
escondite con tal de que se deje pasar uno o dos meses.
En cuanto se
despertó, la conducta de Julia había cambiado. Tenía ya un aire prevenido y
frío. Se vistió, se puso el cinturón rojo y empezó a planear el viaje de
regreso. A Winston le parecía natural que ella se encargara de esto.
Evidentemente poseía una habilidad para todo lo práctico que Winston carecía y
también parecía tener un conocimiento completo del campo que rodeaba a Londres.
Lo había aprendido a fuerza de tomar parte en excursiones colectivas. La ruta
que le señaló era por completo distinta de la que él había seguido al venir, y
le conducía a otra estación. «Nunca hay que regresar por el mismo camino de
ida», sentenció ella, como si expresara un importante principio general. Ella
partiría antes y Winston esperaría media hora para emprender la marcha a su
vez.
Había nombrado
Julia un sitio donde podían encontrarse, después de trabajar, cuatro días más
tarde. Era una calle en uno de los barrios más pobres donde había un mercado
con mucha gente y ruido. Estaría por allí, entre los puestos, como si buscara
cordones para los zapatos o hilo de coser. Si le parecía que no había peligro
se llevaría el pañuelo a la nariz cuando se acercara Winston. En caso
contrario, sacaría el pañuelo. Él pasaría a su lado sin mirarla. Pero con un
poco de suerte, en medio de aquel gentío podrían hablar tranquilos durante un
cuarto de hora y ponerse de acuerdo para otra cita.
- Ahora tengo que
irme -dijo la muchacha en cuanto vio que él se había enterado bien de sus
instrucciones-. Debo estar de vuelta a las diecinueve treinta. Tengo que
dedicarme dos horas a la Liga Anti-Sex repartiendo folletos o algo por el
estilo. ¿Verdad que es un asco? Sacúdeme con las manos. ¿Estás seguro de que no
tengo briznas en el cabello? ¡Bueno, adiós, amor mío; adiós!
Se arrojó en sus
brazos, lo besó casi violentamente, poco después desaparecía por el bosque sin
hacer apenas ruido. Incluso ahora seguía sin saber cómo se llamaba de apellido
ni dónde vivía. Sin embargo, era igual, pues resultaba inconcebible que
pudieran citarse en lugar cerrado ni escribirse. Nunca volvieron al
bosquecillo. Durante el mes de marzo sólo tuvieron una ocasión de estar juntos
de aquella manera. Fue en otro escondite que conocía Julia, el campanario de
una ruinosa iglesia en una zona casi desierta donde una bomba atómica había
caído treinta años antes. Era un buen escondite una vez que se llegaba allí,
pero era muy peligroso, el viaie. Aparte de eso, se vieron por las calles en un
sitio diferente cada tarde v nunca más de media hora cada vez. En la calle era
posible hablarse de cierra manera mezclados con la multitud, juntos, pero dando
la impresión de que era el movimiento de la masa lo que les hacía estar tan
cerca y teniendo buen cuidado de no mirarse nunca, podían sostener una curiosa
e intermitente conversación que se encendía y apagaba como los rayos de luz de
un faro. En cuanto se aproximaba un uniforme del Partido o caían cerca de una
telepantalla, se callaban inmediatamente. Y reanudaban conversación minutos
después, empezando a la mitad de una frase que habían dejado sin terminar, y
luego volvían a cortar en seco cuando les llegaba el momento de separarse. Y al
día, guiente seguían hablando sin más preliminares. Julia parecía estar muy
acostumbrada a esta clase de conversación, que ella llamaba «hablar por
folletones». Tenía además una sorprenden habilidad para hablar sin mover los
labios, Una sola vez en un mes de encuentros nocturnos consiguieron darse un
beso. Pasaban en silencio por una calle. Julia nunca hablaba cuando estaban
lejos de las calles principales y en ese momento oyeron un ruido ensordecedor,
la tierra tembló y se oscureció la atmósfera. Winston se encontró tendido al
lado de Julia -magullado - con un terrible pánico. Una bomba cohete había
estallado muy cerca. De pronto se dio cuenta de que tenía junto a la suya cara
de Julia. Estaba palidísima, hasta los labios los tenía blancos. No era
palidez, sino una blancura de sal.
Winston creyó que
estaba muerta. La abrazo en el suelo y se sorprendió de estar besando un rostro
vivo y cálido. Es que se le había llenado la cara del yeso pulverizado por la
explosión. Tenía la cara completamente blanca.
Algunas tardes, a
última hora, llegaban al sitio convenido y tenían que andar a cierta distancia
uno del otro sin dar la menor señal de reconocerse porque había aparecido una
patrulla por una esquina o volaba sobre ellos un autogiro. Aunque hubiera sido
menos peligroso verse, siempre habrían tenido la dificultad del tiempo. Winston
trabajaba sesenta horas a la semana y Julia todavía más. Los días libres de
ambos variaban según las necesidades del trabajo y no solían coincidir. Desde
luego, Julia tenía muy pocas veces una tarde Ubre por completo. Pasaba
muchísimo tiempo asistiendo a conferencias y manifestaciones, distribuyendo
propaganda para la Liga juvenil Anti- Sex, preparando banderas y estandartes
para la Semana del Odio, recogiendo dinero para la Campaña del Ahorro y en
actividades semejantes. Aseguraba que merecía la pena darse ese trabajo
suplementario; era un camuflaje. Si se observaban las pequeñas reglas se podían
infringir las grandes. Julia indujo a Winston a que dedicara otra de sus tardes
como voluntario en la fabricación de municiones como solían hacer los más
entusiastas miembros del Partido. De manera que una tarde cada semana se pasaba
Winston cuatro horas de aburrimiento insoportable atornillando dos pedacitos de
metal que probablemente formaban parte de una bomba. Este trabajo en serie lo
realizaban en un taller donde los martillazos se mezclaban espantosamente con
la música de la telepantalla. El taller estaba lleno de corrientes de aire y
muy mal iluminado.
Cuando se reunieron
en las ruinas del campanario llenaron todos los huecos de sus conversaciones
anteriores. Era una tarde achicharrante. El aire del pequeño espacio sobre las
campanas era ardiente e irrespirable y olía de un modo insoportable a palomar.
Allí permanecieron varias horas, sentados en el polvoriento suelo, levantándose
de cuando en cuando uno de ellos para asomarse cautelosamente y asegurarse de
que no se acercaba nadie.
Julia tenía veintiséis
años. Vivía en una especie de hotel con otras treinta muchachas («¡Siempre el
hedor de las mujeres! ¡Cómo las odio!», comentó; y trabajaba, como él había
adivinado, en las máquinas que fabricaban novelas en el departamento dedicado a
ello. Le distraía su trabajo, que consistía principalmente en manejar un motor
eléctrico poderoso, pero lleno de resabios. No era una mujer muy lista -según
su propio juicio-, pero manejaba hábilmente las máquinas. Sabía todo el
procedimiento para fabricar una novela, desde las directrices generales del
Comité Inventor hasta los toques finales que daba la Brigada de Repaso. Pero no
le interesaba el producto terminado. No le interesaba leer. Consideraba los
libros como una mercancía, algo así como la mermelada o los cordones para los
zapatos.
Julia no recordaba
nada anterior a los años sesenta y tantos y la única persona que había conocido
que le hablase de los tiempos anteriores a la Revolución era un abuelo que
había desaparecido cuando ella tenía ocho años. En la escuela había sido
capitana del equipo de hockey y había ganado durante dos años seguidos el
trofeo de gimnasia. Fue jefe de sección en los Espías y secretaria de una rama
de la Liga de la juventud antes de afiliarse a la Liga juvenil Anti-Sex.
Siempre había sido considerada como persona de absoluta confianza. Incluso (y
esto era señal infalible de buena reputación) la habían elegido para trabajar
en Pornosec, la subsección del Departamento de Novela encargada de fabricar
pornografía barata para los proles. Allí había trabajado un año entero ayudando
a la producción de libritos que se enviaban en paquetes sellados y que llevaban
títulos como Historias deliciosas, o Una noche en un colegio de chicas, que
compraban furtivamente los jóvenes proletarios, con lo cual se les daba la
impresión de que adquirían una mercancía ilegal.
-¿Cómo son esos
libros? -le preguntó Winston por curiosidad.
Pues una porquería.
Son de lo más aburrido. Hay sólo seis argumentos. Yo trabajaba únicamente en
los calidoscopios. Nunca llegué a formar parte de la Brigada de Repaso. No
tengo disposiciones para la literatura. Sí, querido, ni siquiera sirvo para
eso.
Winston se enteró
con asombro de que en la Pornosec, excepto el jefe, no había más que chicas.
Dominaba la teoría de que los hombres, por ser menos capaces que las mujeres de
dominar su instinto sexual, se hallaban en mayor peligro de ser corrompidos por
las suciedades que pasaban por sus manos.
-Ni siquiera
permiten trabajar allí a las mujeres casadas -añadió-. Se supone que las chicas
solteras son siempre muy puras. Aquí tienes por lo pronto una que no lo es.
Julia había tenido
su primer asunto amoroso a los dieciséis años con un miembro del Partido de
sesenta años, que después se suicidó para evitar que lo detuvieran. «Fue una
gran cosa -dijo Julia-, porque, si no, mi nombre se habría descubierto al
confesar él.» Desde entonces se habían sucedido varios otros. Para ella la vida
era muy sencilla. Una lo quería pasar bien; ellos es decir, el Partido-
trataban de evitarlo por todos los medios; y una procuraba burlar las
prohibiciones de la mejor manera posible. A Julia le parecía muy natural que
ellos le quisieran evitar el placer y que ella por su parte quisiera librarse
de que la detuvieran. Odiaba al Partido y lo decía con las más terribles
palabrotas, pero no era capaz de hacer una crítica seria de lo que el Partido
representaba. No atacaba más que la parte de la doctrina del Partido que rozaba
con su vida. Winston notó que Julia no usaba nunca palabras de neolengua
excepto las que habían pasado al habla corriente. Nunca había oído hablar de la
Hermandad y se negó a creer en su existencia. Creía estúpido pensar en una
sublevación contra el Partido. Cualquier intento en este sentido tenía que
fracasar. Lo inteligente le parecía burlar las normas y seguir viviendo a pesar
de ello. Se preguntaba cuántas habría como ella en la generación más joven,
mujeres educadas en el mundo de la revolución, que no habían oído hablar de
nada más, aceptando al Partido como algo de imposible modificación -algo así
como el cielo- y que sin rebelarse contra la autoridad estatal la eludían lo
mismo que un conejo puede escapar de un perro.
Entre Winston y
Julia no se planteó la posibilidad de casarse. Había demasiadas dificultades
para ello. No merecía la pena perder tiempo pensando en esto. Ningún comité de
Oceanía autorizaría este casamiento, incluso si Winston hubiera podido librarse
de su esposa Katharine.
-¿Cómo era tu
mujer?
-Era..., ¿conoces
la palabra piensabien, es decir, ortodoxa por naturaleza, incapaz de un mal
pensamiento?
-No, no conozco esa
palabra, pero sí la clase de persona a que te refieres.
Winston empezó a
contarle la historia de su vida conyugal, pero Julia parecía, saber ya todo lo
esencial de este asunto. Con Julia no le importaba hablar de esas cosas.
Katharine había dejado de ser para él un penoso recuerdo, convirtiéndose en un
recuerdo molesto.
-Lo habría
soportado si no hubiera sido por una cosa -añadió-. Y le contó la pequeña
ceremonia frígida que Katharine le había obligado a celebrar la misma noche
cada semana. Le repugnaba, pero por nada del mundo lo habría dejado de hacer.
No te puedes figurar cómo le llamaba a aquello.
-«Nuestro deber
para con el Partido» -dijo Julia inmediatamente.
¿Cómo lo sabías?
-Querido, también
yo he estado en la escuela. A las mayores de dieciséis años les dan
conferencias sobre tema, sexuales una vez al mes. Y luego, en el Movimiento
juvenil, no dejan de grabarle a una esas estupideces en la cabeza. En
muchísimos casos da resultado. Claro que nunca se tiene la seguridad porque la
gente es tan hipócrita...
Y Julia se extendió
sobre este asunto. Ella lo refería todo a su propia sexualidad. A diferencia de
Winston, entendía perfectamente lo que el Partido se proponía con su
puritanismo sexual. Lo más importante era que la represión sexual conducía a la
histeria, lo cual era deseable ya que se podía transformar en una fiebre
guerrera y en adoración del líder. Ella lo explicaba así: «Cuando haces el amor
gastas energías y después te sientes feliz y no te importa nada. No pueden
soportarlo que te sientas así. Quieren que estés a punto de estallar de energía
todo el tiempo. Todas estas marchas arriba y abajo vitoreando y agitando banderas
no es más que sexo agriado. Si eres feliz dentro de ti mismo, ¿por qué te ibas
a excitar por el Gran Hermano y el Plan Trienal y los Dos Minutos de Odio y
todo el resto de su porquerías.
Esto era cierto,
pensó él. Había una conexión directa entre la castidad y la ortodoxia política.
¿Cómo iban a mantenerse vivos el miedo, y el odio y la insensata incredulidad
que el Partido necesitaba si no se embotellaba algún instinto poderoso para
usarlo después como combustible? El instinto sexual era peligroso para el
Partido y éste lo había utilizado en provecho propio. Habían hecho algo
parecido con el instinto familiar. La familia no podía ser abolida; es más, se
animaba a la gente a que amase a sus hijos casi al estilo antiguo. Pero, por
otra parte, los hijos eran enfrentados sistemáticamente contra sus padres y se
les enseñaba a espiarles y a denunciar sus Desviaciones. La familia se había
convertido en una ampliación de la Policía del Pensamiento. Era un recurso por
medio del cual todos se hallaban rodeados noche y día por delatores que les
conocían íntimamente.
De pronto se puso a
pensar otra vez en Katharine. Ésta lo habría denunciado a la P. del P. con toda
seguridad si no hubiera sido demasiado tonta para descubrir lo herético de sus
opiniones. Pero lo que se la hacía recordar en este momento era el agobiante
calor de la tarde, que le hacía sudar. Empezó a contarle a Julia algo que había
ocurrido, o mejor dicho, que había dejado de ocurrir en otra tarde tan calurosa
como aquélla, once años antes. Katharine y Winston se habían extraviado durante
una de aquellas excursiones colectivas que organizaba el Partido. Iban
retrasados y por equivocación doblaron por un camino que los condujo
rápidamente a un lugar solitario. Estaban al borde de un precipicio. Nadie había
allí para preguntarle. En cuanto se dieron cuenta de que se habían perdido,
Katharine empezó a ponerse nerviosa. Hallarse alejada de la ruidosa multitud de
excursionistas, aunque sólo fuese durante un momento, le producía un fuerte
sentido de culpabilidad. Quería volver inmediatamente por el camino que habían
tomado por error y empezar a buscar en la dirección contraria. Pero en aquel
momento Winston descubrió unas plantas que le llamaron la atención. Nunca había
visto nada parecido Y llamó a Katharine para que las viera.
-¡Mira, Katharine;
mira esas flores! Allí, al fondo; ¿ves que son de dos colores diferentes?
Ella había empezado
ya a alejarse, pero se acercó un momento, a cada instante más intranquila.
Incluso se inclinó sobre el precipicio para ver donde señalaba Winston. Él
estaba un poco más atrás y le puso la mano en la cintura para sostenerla. No
había nadie en toda la extensión que se abarcaba con la vista, no se movía ni
una hoja y ningún pájaro daba señales de presencia. Entonces pensó Winston que
estaban completamente solos y que en un sitio como aquél había muy pocas
probabilidades de que tuvieran escondido un micrófono, e incluso si lo había,
sólo podría captar sonidos. Era la hora más cálida y soñolienta de la tarde. El
sol deslumbraba y el sudor perlaba la cara de Winston. Entonces se le ocurrió
que...
¿Por qué no le
diste un buen empujón? -dijo Julia-. Yo lo habría hecho.
-Sí, querida; yo
también lo habría hecho si hubiera sido la misma persona que ahora soy. Bueno,
no estoy seguro...
-¿Lamentas ahora
haber desperdiciado la ocasión?
-Sí. En realidad me
arrepiento de ello.
Estaban sentados
muy juntos en el suelo. El la apretó más contra sí. La cabeza de ella
descansaba en el hombro de él y el agradable olor de su cabello dominaba el
desagradable hedor a palomar. Pensó Winston que Julia era muy joven, que
esperaba todavía bastante de la vida y por tanto no podía comprender que
empujar a una persona molesta por un precipicio no resuelve nada.
-Habría sido lo
mismo -dijo.
-Entonces, ¿por qué
dices que sientes no haberío hecho?
-Sólo porque
prefiero lo positivo a lo negativo. Pero en este juego que estamos jugando no
podemos ganar. Unas clases de fracaso son quizá mejores que otras, eso es todo.
Notó que los
hombros de ella se movían disconformes. Julia siempre lo contradecía cuando él
opinaba en este sentido. No estaba dispuesta a aceptar como ley natural que el
individuo está siempre vencido. En cierto modo comprendía que también ella
estaba condenada de antemano y que más pronto o más tarde la Policía del
Pensamiento la detendría y la mataría; pero por otra parte de su cerebro creía
firmemente que cabía la posibilidad de construirse un mundo secreto donde vivir
a gusto. Sólo se necesitaba suerte, astucia y audacia. No comprendía que la
felicidad era un mito, que la única victoria posible estaba en un lejano futuro
mucho después de la muerte, y que desde el momento en que mentalmente le
declaraba una persona la guerra al Partido, le convenía considerarse como un
cadáver ambulante.
-Los muertos somos
nosotros -dijo Winston.
-Todavía no hemos
muerto -replicó Julia prosaicamente.
-Físicamente,
todavía no. Pero es cuestión de seis meses, un año o quizá cinco. Le temo a la
muerte. Tú eres joven y por eso mismo quizá le temas a la muerte más que yo.
Naturalmente, haremos todo lo posible por evitarla lo más que podamos. Pero la
diferencia es insignificante. Mientras que los seres humanos sigan siendo
humanos, la muerte y la vida vienen a ser lo mismo.
-Oh, tonterías.
¿Qué preferirlas: dormir conmigo o con un esqueleto? ¿No disfrutas de estar
vivo? ¿No te gusta sentir: esto soy yo, ésta es mi mano, esto mi pierna, soy
real, sólida, estoy viva?... ¿No te gusta?
Ella se dio la
vuelta y apretó su pecho contra él. Podía sentir sus senos, maduros pero
firmes, a través de su mono. Su cuerpo parecía traspasar su juventud y vigor
hacia él.
-Sí, me gusta -dijo
Winston.
-No hablemos más de
la muerte. Y ahora escucha, querido; tenemos que fijar la próxima cita. Si te
parece bien, podemos volver a aquel sitio del bosque. Ya hace mucho tiempo que
fuimos.
Basta con que vayas
por un camino distinto. Lo tengo todo preparado. Tomas el tren... Pero lo mejor
será que te lo dibuje aquí.
Y tan práctica como
siempre amasó primero un cuadrito de polvo y con una ramita de un nido de
palomas empezó a dibujar un mapa sobre el suelo.
CAPITULO IV
Winston examinó la
pequeña habitación en la tienda del señor Charrington, junto a la ventana, la
enorme cama estaba preparada con viejas mantas y una colcha raquítica. El
antiguo reloj, en cuya esfera se marcaban las doce horas, seguía con su tic-tac
sobre la repisa de la chimenea. En un rincón, sobre la mesita, el pisapapeles
de cristal que había comprado en su visita anterior brillaba suavemente en la
semioscuridad.
En el hogar de la
chimenea había una desvencijada estufa de petróleo, una sartén y dos copas,
todo ello proporcionado por el señor Charrington. Winston puso un poco de agua
a hervir. Había traído un sobre lleno de café de la Victoria y algunas
pastillas de sacarina. Las manecillas del reloj marcaban las siete y veinte;
pero en realidad eran las diecinueve veinte.
Julia llegaría a
las diecinueve treinta.
El corazón le decía
a Winston que todo esto era una locura; sí, una locura consciente y suicida. De
todos los crímenes que un miembro del Partido podía cometer, éste era el de más
imposible ocultación. La idea había flotado en su cabeza en forma de una visión
del pisapapeles de cristal reflejado en la brillante superficie de la mesita.
Como él lo había previsto, el señor Charrington no opuso ninguna dificultad
para alquilarle la habitación. Se alegraba, por lo visto, de los dólares que
aquello le proporcionaría. Tampoco parecía ofenderse, ni inclinado a hacer
preguntas indiscretas al quedar bien claro que Winston deseaba la habitación
para un asunto amoroso. Al contrario, se mantenía siempre a una discreta
distancia y con un aire tan delicado que daba la impresión de haberse hecho
invisible en parte. Decía que la intimidad era una cosa de valor inapreciable.
Que todo el mundo necesitaba un sitio donde poder estar solo de vez en cuando.
Y una vez que lo hubiera logrado, era de elemental cortesía, en cualquier otra
persona que conociera este refugio, no contárselo a nadie. Y para subrayar en
la práctica su teoría, casi desaparecía, añadiendo que la casa tenía dos
entradas, una de las cuales daba al patio trasero que tenía una salida a un
callejón.
Alguien cantaba
bajo la ventana. Winston se asomó por detrás de los visillos. El sol de junio
estaba aún muy alto y en el patio central una monstruosa mujer sólida como una
columna normanda, con antebrazos de un color moreno rojizo, y un delantal atado
a la cintura, iba y venía continuamente desde el barreño donde tenía la ropa
lavada hasta el fregadero, colgando cada vez unos pañitos cuadrados que Winston
reconoció como pañales. Cuando la boca de la mujer no estaba impedida por
pinzas para tender, cantaba con poderosa voz de contralto: Era sólo una
ilusiónsin esperanza que pasó como un día de abril; pero aquella mirada, aquella
palabra y los ensueños que despertaron me robaron el corazón.
Esta canción
obsesionaba a Londres desde hacía muchas semanas. Era una de las producciones
de una subsección del Departamento de Música con destino a los proles. La letra
de estas canciones se componía sin intervención humana en absoluto, valiéndose
de un instrumento llamado «versificador». Pero la mujer la cantaba con tan buen
oído que el horrible sonsonete se había convertido en unos sonidos casi
agradables. Winston oía la voz de la mujer, el ruido de sus zapatos sobre el
empedrado del patio, los gritos de los niños en la calle, y a cierta distancia,
muy débilmente, el zumbido del tráfico, y sin embargo su habitación parecía
impresionantemente silenciosa gracias a la ausencia de telepantalla.
«¡Qué locura! ¡Qué
locura!», pensó Winston. Era inconcebible que Julia y él pudieran frecuentar
este sitio más de unas semanas sin que los cazaran. Pero la tentación de
disponer de un escondite verdaderamente suyo bajo techo y en un sitio bastante
cercano al lugar de trabajo, había sido demasiado fuerte para él. Durante algún
tiempo después de su visita al campanario les había sido por completo imposible
arreglar ninguna cita. Las horas de trabajo habían aumentado implacablemente en
preparación de la Semana del Odio. Faltaba todavía más de un mes, pero los
enormes y complejos preparativos cargaban de trabajo a todos los miembros del
Partido. Por fin, ambos pudieron tener la misma tarde libre. Estaban ya de
acuerdo en volver a verse en el claro del bosque. La tarde anterior se cruzaron
en la calle. Como de costumbre, Winston no miró directamente a Julia y ambos se
sumaron a una masa de gente que empujaba en determinada dirección. Winston se
fue acercando a ella. Mirándola con el rabillo del ojo notó en seguida que
estaba más pálida que de costumbre.
-Lo de mañana es
imposible -murmuró Julia en cuanto creyó prudente poder hablar.
-¿Qué?
-Que mañana no
podré ir.
La primera reacción
de Winston fue de violenta irritación. Durante el mes que la había conocido la
naturaleza de su deseo por ella había cambiado. Al principio había habido muy
poca sensualidad real. Su primer encuentro amoroso había sido un acto de voluntad.
Pero después de la segunda vez había sido distinto. El olor de su pelo, el
sabor de su boca, el tacto de su piel parecían habérsele metido dentro o estar
en el aire que lo rodeaba. Se había convertido en una necesidad física, algo
que no solamente quería sino sobre lo que a la vez tenía derecho. Cuando ella
dijo que no podía venir, había sentido como si lo estafaran. Pero en aquel
momento la multitud los aplastó el uno contra el otro y sus manos se unieron y
ella le acarició los dedos de un modo que no despertaba su deseo, sino su
afecto. Una honda ternura, que no había sentido hasta entonces por ella, se
apoderó súbitamente de él. Le hubiera gustado en aquel momento llevar ya diez
años casado con Julia. Deseaba intensamente poderse pasear con ella por las
calles, pero no como ahora lo hacía, sino abiertamente, sin miedo alguno,
hablando trivialidades y comprando los pequeños objetos necesarios para la
casa. Deseaba sobre todo vivir con ella en un sitio tranquilo sin sentirse
obligado a acostarse cada vez que conseguían reunirse. No fue en aquella
ocasión precisamente, sino al día siguiente, cuando se le ocurrió la idea de
alquilar la habitación del señor Charrington. Cuando se lo propuso a Julia,
ésta aceptó inmediatamente. Ambos sabían que era una locura. Era como si
avanzaran a propósito hacia sus tumbas. Mientras la esperaba sentado al borde
de la cama volvió a pensar en los sótanos del Ministerio del Amor. Era notable
cómo entraba y salía en la conciencia de todos aquel predestinado horror. Allí
estaba, clavado en el futuro, precediendo a la muerte con tanta inevitabilidad
como el 99 precede al 100. No se podía evitar, pero quizá se pudiera aplazar. Y
sin embargo, de cuando en cuando, por un consciente acto de voluntad se decidía
uno a acortar el intervalo, a precipitar la llegada de la tragedia.
En este momento
sintió Winston unos pasos rápidos en la escalera. Julia irrumpió en la
habitación. Llevaba una bolsa de lona oscura y basta como la que solía llevar
al Ministerio. Winston le tendió los brazos, pero ella apartóse nerviosa, en
parte porque le estorbaba la bolsa llena de herramientas.
-Un momento -dijo-.
Deja que te enseñe lo que traigo. ¿Trajiste ese asqueroso café de la Victoria?
Ya me lo figuré. Puedes tirarlo porque no lo necesitaremos. Mira.
Se arrodilló, tiró
al suelo la bolsa abierta y de ella salieron varias herramientas, entre ellas
un destornillador, pero debajo venían varios paquetes de papel. El primero que
cogió Winston le produjo una sensación familiar y a la vez extraña. Estaba lleno
de algo arenoso, pesado, que cedía donde quiera que se le tocaba.
-No será azúcar,
¿verdad? -dijo, asombrado.
-Azúcar de verdad.
No sacarina, sino verdadero azúcar. Y aquí tienes un magnífico pan blanco, no
esas porquerías que nos dan, y un bote de mermelada. Y aquí tienes un bote de
leche condensada. Pero fíjate en esto; estoy orgullosísima de haberlo
conseguido. Tuve que envolverlo con tela de saco para que no se conociera,
porque...
Pero no necesitaba
explicarle por qué lo había envuelto con tanto cuidado. El aroma que despedía
aquello llenaba la habitación, un olor exquisito que parecía emanado de su
primera infancia, el olor que sólo se percibía ya de vez en cuando al pasar por
un corredor y antes de que le cerraran a uno la puerta violentamente, ese olor
que se difundía misteriosamente por una calle llena de gente y que desaparecía
al instante.
-Es café -murmuró
Winston-; café de verdad. -Es café del Partido Interior. ¡Un kilo! - dijo
Julia.
-¿Cómo te las
arreglaste para conseguir todo esto?
-Son provisiones
del Partido Interior. Esos cerdos no se privan de nada. Pero, claro está, los
camareros, las criadas y la gente que los rodea cogen cosas de vez en cuando.
Y... mira: también te traigo un paquetito de té.
Winston se había
sentado junto a ella en el suelo. Abrió un pico del paquete y lo olió.
-Es té auténtico.
-Últimamente ha
habido mucho té. Han conquistado la India o algo así -dijo Julia vagamente.
Pero escucha, querido: quiero que te vuelvas de espalda unos minutos. Siéntate
en el lado de allá de la cama. No te acerques demasiado a la ventana. Y no te
vuelvas hasta que te lo diga.
Winston la obedeció
y se puso a mirar abstraído por los visillos de muselina. Abajo en el patio la
mujer de los rojos antebrazos seguía yendo y viniendo entre el lavadero y el
tendedero. Se quitó dos pinzas más de la boca y cantó con mucho sentimiento:
Dicen que el tiempo lo cura todo, dicen que siempre se olvida, pero las
sonrisas y lágrimas a lo largo de los años , me retuercen el corazón.
Por lo visto se
sabía la canción de memoria. Su voz subía a la habitación en el cálido aire
estival, bastante armoniosa y cargada de una especie de feliz melancolía. Se
tenía la sensación de que esa mujer habría sido perfectamente feliz si la tarde
de junio no hubiera terminado nunca y la ropa lavada para tender no se hubiera
agotado; le habría gustado estarse allí mil años tendiendo pañales y cantando
tonterías. Le parecía muy curioso a Winston no haber oído nunca a un miembro
del Partido cantando espontáneamente y en soledad. Habría parecido una herejía
política, una excentricidad peligrosa, algo así como hablar consigo mismo.
Quizá la gente sólo cantara cuando estuviera a punto de morirse de hambre.
-Ya puedes volverte
-dijo Julia.
Se dio la vuelta y
por un segundo casi no la reconoció. Había esperado verla desnuda. Pero no lo
estaba. La transformación había sido mucho mayor. Se había pintado la cara.
Debía de haber comprado el maquillaje en alguna tienda de los barrios
proletarios. Tenía los labios de un rojo intenso, las mejillas rosadas y la
nariz con polvos. Incluso se había dado un toquecito debajo de los ojos para
hacer resaltar su brillantez. No se había pintado muy bien, pero Winston
entendía poco de esto. Nunca había visto ni se había atrevido a imaginar a una
mujer del Partido con cosméticos en la cara. Era sorprendente el cambio tan
favorable que había experimentado el rostro de Julia. Con unos cuantos toques
de color en los sitios adecuados, no sólo estaba mucho más bonita, sino, lo que
era más importante, infinitamente más femenina. Su cabello corto y su «mono»
juvenil de chico realzaban aún más este efecto. Al abrazarla sintió Winston un
perfume a violetas sintéticas. Recordó entonces la semioscuridad de una cocina
en un sótano y la boca negra cavernosa de una mujer. Era el mismísimo perfume
que aquélla había usado, pero a Winston no le importaba esto por lo pronto.
-¡También perfume!
-dijo.
-Sí, querido;
también me he puesto perfume. ¿Y sabes lo que voy a hacer ahora? Voy a buscarme
en donde sea un verdadero vestido de mujer y me lo pondré en vez de estos
asquerosos pantalones. ¡Llevaré medias de seda y zapatos de tacón alto! Estoy
dispuesta a ser en esta habitación una mujer y no una camarada del Partido.
Se sacaron las
ropas y se subieron a la gran cama de caoba. Era la primera vez que él se
desnudaba por completo en su presencia. Hasta ahora había tenido demasiada
vergüenza de su pálido y delgado cuerpo, con las varices saliéndose en las
pantorrillas y el trozo descolorido justo encima de su tobillo. No había
sábanas pero la manta sobre la que estaban echados estaba gastada y era suave,
y el tamaño y lo blando de la cama los tenía asombrados.
-Seguro que está
llena de chinches, pero ¿qué importa? -dijo Julia.
No se veían camas
dobles en aquellos tiempos, excepto en las casas de los proles. Winston había
dormido en una ocasionalmente en su niñez. Julia no recordaba haber dormido
nunca en una.
Durmieron después
un ratito. Cuando Winston se despertó, el reloj marcaba cerca de las nueve de
la noche. No se movieron porque Julia dormía con la cabeza apoyada en el hueco
de su brazo. Casi toda su pintura había pasado a la cara de Winston o a la
almohada, pero todavía le quedaba un poco de colorete en las mejillas. Un rayo
de sol poniente caía sobre el pie de la cama y daba sobre la chimenea donde el
agua hervía a borbotones. Ya no cantaba la mujer en el patio, pero seguían
oyéndose los gritos de los niños en la calle. Julia se despertó, frotándose los
ojos, y se incorporó apoyándose en un codo para mirar a la estufa de petróleo.
-La mitad del agua
se ha evaporado -dijo-. Voy a levantarme y a preparar más agua en un momento.
Tenemos una hora. ¿Cuándo cortan las luces en tu casa?
-A las veintitrés
treinta.
-Donde yo vivo
apagan a las veintitrés un punto. Pero hay que entrar antes porque... ¡Fuera de
aquí, asquerosa!
Julia empezó a
retorcerse en la cama, logró coger un zapato del suelo y lo tiró a un rincón,
igual que Winston la había visto arrojar su diccionario a la cara de Goldstein
aquella mañana durante los Dos Minutos de Odio.
-¿Qué era eso? -le
preguntó Winston, sorprendido. -Una rata. La vi asomarse por ahí. Se metió por
un boquete que hay en aquella pared. De todos modos le he dado un buen susto.
-¡Ratas! -murmuró
Winston-. ¿Hay ratas en esta habitación?
-Todo está lleno de
ratas -dijo ella en tono indiferente mientras volvía a tumbarse- . Las tenemos
hasta en la cocina de nuestro hotel. Hay partes de Londres en que se encuentran
por todos lados. ¿Sabes que atacan a los niños? Sí; en algunas calles de los
proles las mujeres no se atreven a dejar a sus hijos solos ni dos minutos. Las
más peligrosas son las grandes y oscuras. Y lo más horrible es que siempre...
-¡No sigas, por
favor! -dijo Winston, cerrando los ojos con fuerza.
-¡Querido, te has
puesto palidísimo! ¿Qué te pasa? ¿Te dan asco?
-¡Una rata! ¡Lo más
horrible del mundo!
Ella lo tranquilizó
con el calor de su cuerpo. Winston no abrió los ojos durante un buen rato.
Le había parecido
volver a hallarse de lleno en una pesadilla que se le presentaba con
frecuencia. Siempre era poco más o menos igual. Se hallaba frente a un muro
tenebroso y del otro lado de este muro había algo capaz de enloquecer al más
valiente. Algo infinitamente espantoso. En el sueño sentíase siempre
decepcionado porque sabía perfectamente lo que ocurría detrás del muro de
tinieblas. Con un esfuerzo mortal, como si se arrancara un trozo de su cerebro,
conseguía siempre despertarse sin llegar a descubrir de qué se trataba
concretamente, pero él sabía que era algo relacionado con lo que Julia había
estado diciendo y sobre todo con lo que iba a decirle cuando la interrumpió.
-Lo siento -dijo-,
no es nada. Lo que ocurre es que no puedo soportar las ratas.
-No te preocupes,
querido. Aquí no entrarán porque voy a tapar ese agujero con tela de saco antes
de que nos vayamos. Y la próxima vez que vengamos traeré un poco de yeso y lo
taparemos definitivamente.
Ya había olvidado
Winston aquellos instantes de pánico.
Un poco avergonzado
de sí mismo sentóse a la cabecera de la cama. Julia se levantó, se puso el
«mono» e hizo el café. El aroma resultaba tan delicioso y fuerte que tuvieron
que cerrar la ventana para no alarmar a la vecindad. Pero mejor aún que el
sabor del café era la calidad que le daba el azúcar, una finura sedosa que
Winston casi había olvidado después de tantos años de sacarina. Con una mano en
un bolsillo y un pedazo de pan con mermelada en la otra se paseaba Julia por la
habitación mirando con indiferencia la estantería de libros, pensando en la
mejor manera de arreglar la mesa, dejándose caer en el viejo sillón para ver si
era cómodo y examinando el absurdo reloj de las doce horas con aire divertido y
tolerante. Cogió el pisapapeles de cristal y se lo llevó a la cama, donde se
sentó para examinarlo con tranquilidad. Winston se lo quitó de las manos,
fascinado, como siempre, por el aspecto suave, resbaloso, de agua de lluvia que
tenía aquel cristal.
-¿Qué crees tú que
será esto? -dijo Julia.
-No creo que sea
nada particular... Es decir, no creo que haya servido nunca para nada concreto.
Eso es lo que me gusta precisamente de este objeto. Es un pedacito de historia
que se han olvidado de cambiar; un mensaje que nos llega de hace un siglo y que
nos diría muchas cosas si supiéramos leerlo.
-Y aquel cuadro
-señaló Julia- también tendrá cien años?
-Más, seguramente
doscientos. Es imposible saberlo con seguridad. En realidad hoy no se sabe la
edad de nada.
Julia se acercó a
la pared de enfrente para examinar con detenimiento el grabado. Dijo:
-¿Qué sitio es
éste? Estoy segura de haber estado aquí alguna vez.
-Es una iglesia o,
por lo menos, solía serio. Se llamaba San Clemente.
-La incompleta
canción que el señor Charrington le había enseñado volvió a sonar en la cabeza
de Winston, que murmuró con nostalgia: Naranjas y limones, dicen las campanas
de San Clemente.
Y se quedó
estupefacto al oír a Julia continuar:
-Me debes tres
peníques, dícen las campanas de San Martín. ¿Cuándo me pagarás?, dicen las
campanas de Old Baily...
-No puedo recordar
cómo sigue. Pero sé que termina así: Aquí tienes una vela para alumbrarte
cuando te acuestes. Aquí tienes un hacha para cortarte la cabeza.
Era como las dos
mitades de una contraseña. Pero tenía que haber otro verso después de «las
campanas de Old Bailey». Quizá el señor Charrington acabaría acordándose de
este final.
-¿Quién te lo
enseñó? -dijo Winston.
-Mi abuelo. Solía
cantármelo cuando yo era niña. Lo vaporizaron teniendo yo unos ocho años... No
estoy segura, pero lo cierto es que desapareció. Lo que no sé, y me lo he
preguntado muchas veces, es qué sería un limón -añadió-. He visto naranjas. Es
una especie de fruta redonda y amarillenta con una cáscara muy fina.
-Yo recuerdo los
limones -dijo Winston-. Eran muy frecuentes en los años cincuenta y tantos.
Eran unas frutas tan agrias que rechinaban los dientes sólo de olerlas.
-Estoy segura de
que detrás de ese cuadro hay chinches -dijo Julia-. Lo descolgaré cualquier día
para limpiarlo bien. Creo que ya es hora de que nos vayamos. ¡Qué fastidio,
ahora tengo que quitarme esta pintura! Empezaré por mí y luego te limpiaré a ti
la cara.
Winston permaneció
unos minutos más en la cama. Oscurecía en la habitación. Volvióse hacia la
ventana y fijó la vista en el pisapapeles de cristal. Lo que le interesaba
inagotablemente no era el pedacito de coral, sino el interior del cristal
mismo. Tenía tanta profundidad, y sin embargo era transparente, como hecho con
aire. Como si la superficie cristalina hubiera sido la cubierta del cielo que
encerrase un diminuto mundo con toda su atmósfera.
Tenía Winston la
sensación de que podría penetrar en ese mundo cerrado, que ya estaba dentro de
él con la cama de caoba y la mesa rota y el reloj y el grabado e incluso con el
mismo pisapapeles. Sí, el pisapapeles era la habitación en que se hallaba
Winston, y el coral era la vida de Julia y la suya clavadas eternamente en el
corazón del cristal.
CAPITULO V
Syme había
desaparecido. Una mañana no acudió al trabajo: unos cuantos indiferentes
comentaron su ausencia, pero al día siguiente nadie habló de él. Al tercer día
entró Winston en el vestíbulo del Departamento de Registro para mirar el tablón
de anuncios. Uno de éstos era una lista impresa con los miembros del Comité de
Ajedrez, al que Syme había pertenecido. La lista era idéntica a la de antes
-nada había sido tachado en ella-, pero contenía un nombre menos. Bastaba con
eso. Syme había dejado de existir. Es más, nunca había existido.
Hacía un calor
horrible. En el laberíntico Ministerio las habitaciones sin ventanas y con
buena refrigeración mantenían una temperatura normal, pero en la calle el
pavimento echaba humo y el ambiente del metro a las horas de aglomeración era
espantoso. Seguían en pleno hervor los preparativos para la Semana del Odio y
los funcionarios de todos los Ministerios dedicaban a esta tarea horas
extraordinarias. Había que organizar los desfiles, manifestaciones,
conferencias, exposiciones de figuras de cera, programas cinematográficos y de
telepantalla, erigir tribunas, construir efigies, inventar consignas, escribir
canciones, extender rumores, falsificar fotografías... La sección de Julia en
el Departamento de Novela había interrumpido su tarea habitual y confeccionaba
una serie de panfletos de atrocidades. Winston, aparte de su trabajo corriente,
pasaba mucho tiempo cada día revisando colecciones del Times y alterando o
embelleciendo noticias que iban a ser citadas en los discursos. Hasta última
hora de la noche, cuando las multitudes de los incultos proles paseaban por las
calles, la ciudad presentaba un aspecto febril. Las bombas cohete caían con más
frecuencia que nunca y a veces se percibían allá muy lejos enormes explosiones
que nadie podía explicar y sobre las cuales se esparcían insensatos rumores.
La nueva canción
que había de ser el tema de la Semana del Odio (se llamaba la Canción del Odio)
había sido ya compuesta y era repetida incansablemente por las telepantallas.
Tenía un ritmo salvaje, de ladridos y no podía llamarse con exactitud música.
Más bien era como el redoble de un tambor. Centenares de voces rugían con
aquellos sones que se mezclaban con el chas-chas de sus renqueantes pies. Era
aterrador. Los proles se habían aficionado a la canción, y por las calles, a
media noche, competía con la que seguía siendo popular: «Era una ilusión sin
esperanza». Los niños de Parsons la tocaban a todas horas, de un modo
alucinante, en su peine cubierto de papel higiénico. Winston tenía las tardes
más ocupadas que nunca. Brigadas de voluntarios organizadas por Parsons
preparaban la calle para la Semana del Odio cosiendo banderas y estandartes,
pintando carteles, clavando palos en los tejados para que sirvieran de astas y
tendiendo peligrosamente alambres a través de la calle para colgar pancartas.
Parsons se jactaba de que las casas de la Victoria era el único grupo que
desplegaría cuatrocientos metros de propaganda. Se hallaba en su elemento y era
más feliz que una alondra. El calor y el trabajo manual le habían dado pretexto
para ponerse otra vez los shorts y la camisa abierta. Estaba en todas partes a
la vez, empujaba, tiraba, aserraba, daba tremendos martillazos, improvisaba,
aconsejaba a todos y expulsaba pródigamente una inagotable cantidad de sudor.
En todo Londres
había aparecido de pronto un nuevo cartel que se repetía infinitamente. No
tenía palabras. Se limitaba a representar, en una altura de tres o cuatro
metros, la monstruosa figura de un soldado eurasiático que parecía avanzar hacia
el que lo miraba, una cara mogólica inexpresiva, unas botas enormes y, apoyado
en la cadera, un fusil ametralladora a punto de disparar. Desde cualquier parte
que mirase uno el cartel, la boca del arma, ampliada por la perspectiva, por el
escorzo, parecía apuntarle a uno sin remisión. No había quedado ni un solo
hueco en la ciudad sin aprovechar para colocar aquel monstruo. Y lo curioso era
que había más retratos de este enemigo simbólico que del propio Gran Hermano.
Los proles, que normalmente se mostraban apáticos respecto a la guerra,
recibían así un trallazo para que entraran en uno de sus periódicos frenesíes
de patriotismo. Como para armonizar con el estado de ánimo general, las bombas
cohetes habían matado a más gente que de costumbre. Una cayó en un local de
cine de Stepney, enterrando en las ruinas a varios centenares de víctimas.
Todos los habitantes del barrio asistieron a un imponente entierro que duró
muchas horas y que en realidad constituyó un mitin patriótico. Otra bomba cayó
en un solar inmenso que utilizaban los niños para jugar y varias docenas de
éstos fueron despedazados. Hubo muchas más manifestaciones indignadas,
Goldstein fue quemado en efigie, centenares de carteles representando al
soldado eurasiático fueron rasgados y arrojados a las llamas y muchas tiendas
fueron asaltadas. Luego se esparció el rumor de que unos espías dirigían los
cohetes mortíferos por medio de la radio y un anciano matrimonio acusado de
extranjería pereció abrasado cuando las turbas incendiaron su casa.
En la habitación
encima de la tienda del señor Charrington, cuando podían ir allí, Julia y
Winston se quedaban echados uno junto al otro en la desnuda cama bajo la
ventana abierta, desnudos para estar más frescos. La rata no volvió, pero las
chinches se multiplicaban odiosamente con ese calor. No importaba. Sucia o
limpia, la habitación era un paraíso. Al llegar echaban pimienta comprada en el
mercado negro sobre todos los objetos, se sacaban la ropa y hacían el amor con
los cuerpos sudorosos, luego se dormían y al despertar se encontraban con que
las chinches se estaban formando para el contraataque. Cuatro, cinco, seis,
hasta siete veces se encontraron allí durante el mes de junio. Winston había
dejado de beber ginebra a todas horas. Le parecía que ya no lo necesitaba.
Había engordado. Sus varices ya no le molestaban; en realidad casi habían
desaparecido y por las mañanas ya no tosía al despertarse. La vida había dejado
de serie intolerable, no sentía la necesidad de hacerle muecas a la
telepantalla ni el sufrimiento de no poder gritar palabrotas cada vez que oía
un discurso. Ahora que casi tenían un hogar, no les parecía mortificante
reunirse tan pocas veces y sólo un par de horas cada vez. Lo importante es que
existiese aquella habitación; saber que estaba allí era casi lo mismo que
hallarse en ella. Aquel dormitorio era un mundo completo, una bolsa del pasado
donde animales de especies extinguidas podían circular. También el señor
Charrington, pensó Winston, pertenecía a una especie extinguida. Solía hablar con
él un rato antes de subir. El viejo salía poco, por lo visto, y apenas tenía
clientes. Llevaba una existencia fantasmal entre la minúscula tienda y la
cocina, todavía más pequeña, donde él mismo se guisaba y donde tenía, entre
otras cosas raras, un gramófono increíblemente viejo con una enorme bocina.
Parecía alegrarse de poder charlar. Entre sus inútiles mercancías, con su larga
nariz y gruesos lentes, encorvado bajo su chaqueta de terciopelo, tenía más
aire de coleccionista que de mercader. De vez en cuando, con un entusiasmo muy
moderado, cogía alguno de los objetos que tenía a la venta, sin preguntarle
nunca a Winston si lo quería comprar, sino enseñándoselo sólo para que lo
admirase. Hablar con él era como escuchar el tintineo de una desvencijada cajita
de música. Algunas veces, se sacaba de los desvanes de su memoria algunos
polvorientos retazos de canciones olvidadas. Había una sobre veinticuatro
pájaros negros y otra sobre una vaca con un cuerno torcido y otra que relataba
la muerte del pobre gallo Robin. «He pensado que podría gustarle a usted» -
decía con una risita tímida cuando repetía algunos versos sueltos de aquellas
canciones. Pero nunca recordaba ninguna canción completa.
Julia y Winston
sabían perfectamente -en verdad, ni un solo momento dejaban de tenerlo
presente- que aquello no podía durar. A veces la sensación de que la muerte se
cernía sobre ellos les resultaba tan sólida como el lecho donde estaban echados
y se abrazaban con una desesperada sensualidad, como un alma condenada aferrándose
a su último rato de placer cuando faltan cinco minutos para que suene el reloj.
Pero también había veces en que no sólo se sentían seguros, sino que tenían una
sensación de permanencia. Creían entonces que nada podría ocurrirles mientras
estuvieran en su habitación. Llegar hasta allí era dificil y peligroso, pero el
refugio era invulnerable. Igualmente, Winston, mirando el corazón del
pisapapeles, había sentido como si fuera posible penetrar en aquel mundo de
cristal y que una vez dentro el tiempo se podría detener. Con frecuencia se
entregaban ambos a ensueños de fuga. Se imaginaban que tendrían una suerte
magnífica por tiempo indefinido y que podrían continuar llevando aquella vida
clandestina durante toda su vida natural. O bien Katharine moriría, lo cual les
permitiría a Winston y Julia, mediante sutiles maniobras, llegar a casarse. O
se suicidarían juntos. O desaparecerían, disfrazándose de tal modo que nadie
los reconocería, aprendiendo a hablar con acento proletario, logrando trabajo
en una fábrica y viviendo siempre, sin ser descubiertos, en una callejuela como
aquélla. Los dos sabían que todo esto eran tonterías. En realidad no había
escapatoria. E incluso el único plan posible, el suicidio, no estaban
dispuestos a llevarlo a efecto. Dejar pasar los días y las semanas, devanando
un presente sin futuro, era lo instintivo, lo mismo que nuestros pulmones
ejecutan el movimiento respiratorio siguiente mientras tienen aire disponible.
Además, a veces
hablaban de rebelarse contra el Partido de un modo activo, pero no tenían idea
de cómo dar el primer paso. Incluso si la fabulosa Hermandad existía, quedaba
la dificultad de entrar en ella. Winston le contó a Julia la extraña intimidad
que había, o parecía haber, entre él y O'Brien, y del impulso que sentía a veces
de salirle al encuentro a O'Brien y decirle que era enemigo del Partido y
pedirle ayuda. Era muy curioso que a Julia no le pareciera una locura semejante
proyecto. Estaba acostumbrada a juzgar a las gentes por su cara y le parecía
natural que Winston confiase en O'Brien basándose solamente en un destello de
sus ojos. Además, Julia daba por cierto que todos, o casi todos, odiaban
secretamente al Partido e infringirían sus normas si creían poderlo hacer con
impunidad. Pero se negaba a admitir que existiera ni pudiera existir jamás una
oposición amplia y organizada. Los cuentos sobre Goldstein y su ejército
subterráneo, decía, eran sólo un montón de estupideces que el Partido se había
inventado para sus propios fines y en los que todos fingían creer. Innumerables
veces, en manifestaciones espontáneas y asambleas del Partido, había gritado
Julia con todas sus fuerzas pidiendo la ejecución de personas cuyos nombres
nunca había oído y en cuyos supuestos crímenes no creía ni mucho menos. Cuando
tenían efecto los procesos públicos, Julia acudía entre las jóvenes de la Liga
juvenil que rodeaban el edificio de los tribunales noche y día y gritaba con
ellas: «¡Muerte a los traidores!». Durante los Dos Minutos de Odio siempre
insultaba a Goldstein con más energía que los demás. Sin embargo, no tenía la
menor idea de quién era Goldstein ni de las doctrinas que pudiera representar.
Había crecido dentro de la Revolución y era demasiado joven para recordar las
batallas ideológicas de los años cincuenta y sesenta y tantos. No podía
imaginar un movimiento político independiente; y en todo caso el Partido era
invencible. Siempre existiría. Y nunca iba a cambiar ni en lo más mínimo. Lo
más que podía hacerse era rebelarse secretamente o, en ciertos casos, por actos
aislados de violencia como matar a alguien o poner una bomba en cualquier
sitio.
En cierto modo,
Julia era menos susceptible que Winston a la propaganda del Partido. Una vez se
refirió él a la guerra contra Eurasia y se quedó asombrado cuando ella, sin
concederle importancia a la cosa, dio por cierto que no había tal guerra. Casi
con toda seguridad, las bombas cohete que caían diariamente sobre Londres eran
lanzadas por el mismo Gobierno de Oceanía sólo para que la gente estuviera
siempre asustada. A Winston nunca se le había ocurrido esto. También despertó
en él Julia una especie de envidia al confesarle que durante los dos Minutos de
Odio lo peor para ella era contenerse y no romper a reír a carcajadas, pero
Julia nunca discutía las enseñanzas del Partido a no ser que afectaran a su
propia vida. Estaba dispuesta a aceptar la mitología oficial, porque no le
parecía importante la diferencia entre verdad y falsedad. Creía por ejemplo
-porque lo había aprendido en la escuela- que el Partido había inventado los
aeroplanos. (En cuanto a Winston, recordaba que en su época escolar, en los
años cincuenta y tantos, el Partido no pretendía haber inventado, en el campo
de la aviación, más que el autogiro; una docena de años después, cuando Julia
iba a la escuela, se trataba ya del aeroplano en general; al cabo de otra
generación, asegurarían haber descubierto la máquina de vapor.) Y cuando
Winston le dijo que los aeroplanos existían ya antes de nacer él y mucho antes
de la Revolución, esto le pareció a la joven carecer de todo interés. ¿Qué
importaba, después de todo, quién hubiese inventado los aeroplanos? Mucho más
le llamó la atención a Winston que Julia no recordaba que Oceanía había estado
en guerra, hacía cuatro años, con Asia Oriental y en paz con Eurasia. Desde
luego, para ella la guerra era una filfa, pero por lo visto no se había dado
cuenta de que el nombre del enemigo había cambiado. «Yo creía que siempre
habíamos estado en guerra con Eurasia», dijo en tono vago. Esto le impresionó
mucho a Winston. El invento de los aeroplanos era muy anterior a cuando ella
nació, pero el cambiazo en la guerra sólo había sucedido cuatro años antes,
cuando ya Julia era una muchacha mayor. Estuvo discutiendo con ella sobre esto
durante un cuarto de hora. Al final, logró hacerle recordar confusamente que
hubo una época en que el enemigo había sido Asia Oriental y no Eurasia. Pero
ella seguía sin comprender que esto tuviera importancia. «¿Qué más da?», dijo
con impaciencia. «Siempre ha sido una puñetera guerra tras otra y de sobras
sabemos que las noticias de guerra son todas una pura mentira.»
A veces le hablaba
Winston del Departamento de Registro y de las descaradas falsificaciones que él
perpetraba allí por encargo del Partido. Todo esto no la escandalizaba. Él le
contó la historia de Jones, Aaronson y Rutherford, así como el trascendental
papelito que había tenido en su mano casualmente. Nada de esto la impresionaba.
Incluso le costaba trabajo comprender el sentido de lo que Winston decía.
-¿Es que eran
amigos tuyos? -le preguntó.
-No, no los conocía
personalmente. Eran miembros del Partido Interior. Además, eran mucho mayores
que yo. Conocieron la época anterior a la Revolución. Yo sólo los conocía de
vista.
-Entonces ¿por qué
te preocupas? Todos los días matan gente; es lo corriente.
Intentó hacerse
comprender:
-Ése era un caso
excepcional. No se trataba sólo de que mataran a alguien. ¿No te das cuenta de
que el pasado, incluso el de ayer mismo, ha sido suprimido? Si sobrevive, es
únicamente en unos cuantos objetos sólidos, y sin etiquetas que los distingan,
como este pedazo de cristal. Y ya apenas conocemos nada de la Revolución y
mucho menos de los años anteriores a ella. Todos los documentos han sido
destruidos o falsificados, todos los libros han sido otra vez escritos, los
cuadros vueltos a pintar, las estatuas, las calles y los edificios tienen
nuevos nombres y todas las fechas han sido alteradas. Ese proceso continúa día
tras día y minuto tras minuto. La Historia se ha parado en seco. No existe más
que un interminable presente en el cual el Partido lleva siempre razón.
Naturalmente, yo sé que el pasado está falsificado, pero nunca podría probarlo
aunque se trate de falsificaciones realizadas por mí. Una vez que he cometido
el hecho, no quedan pruebas. La única evidencia se halla en mi propia mente y
no puedo asegurar con certeza que exista otro ser humano con la misma
convicción que yo. Solamente en ese ejemplo que te he citado llegué a tener en
mis manos una prueba irrefutable de la falsificación del pasado después de
haber ocurrido; años después.
-Y total, ¿qué
interés puede tener eso? ¿De qué te sirve saberlo?
-De nada, porque
inmediatamente destruí la prueba. Pero si hoy volviera a tener una ocasión
semejante guardaría el papel.
-¡Pues yo no! -dijo
Julia-. Estoy dispuesta a arriesgarme, pero sólo por algo que merezca la pena,
no por unos trozos de papel viejo. ¿Qué habrías hecho con esa fotografía si la
hubieras guardado?
-Quizás nada de
particular. Pero al fin y al cabo, se trataba de una prueba y habría sembrado
algunas dudas aquí y allá, suponiendo que me hubiese atrevido a enseñársela a
alguien. No creo que podamos cambiar el curso de los acontecimientos mientras
vivamos. Pero es posible que se creen algunos centros de resistencia, grupos de
descontentos que vayan aumentando e incluso dejando testimonios tras ellos de
modo que la generación siguiente pueda recoger la antorcha y continuar nuestra
obra.
-No me interesa la
próxima generación, cariño. Me interesa nosotros.
-No eres una
rebelde más que de cintura para abajo -dijo él.
Ella encontró esto
muy divertido y le echó los brazos al cuello, complacida.
Julia no se
interesaba en absoluto por las ramificaciones de la doctrina del partido.
Cuando Winston hablaba de los principios de Ingsoc, el doblepensar, la
mutabilidad del pasado y la degeneración de la realidad objetiva y se ponía a
emplear palabras de neolengua, la joven se aburría espantosamente, además de
hacerse un lío, y se disculpaba diciendo que nunca se había fijado en esas
cosas. Si se sabía que todo ello era un absoluto camelo, ¿para qué preocuparse?
Lo único que a ella le interesaba era saber cuándo tenía que vitorear y cuándo
le correspondía abuchear. Si Winston persistía en hablar de tales temas, Julia
se quedaba dormida del modo más desconcertante. Era una de esas personas que
pueden dormirse en cualquier momento y en las posturas más increíbles.
Hablándole, comprendía Winston qué fácil era presentar toda la apariencia de la
ortodoxia sin tener idea de qué significaba realmente lo ortodoxo. En cierto
modo la visión del mundo inventada por el Partido se imponía con excelente
éxito a la gente incapaz de comprenderla. Hacía aceptar las violaciones más
flagrantes de la realidad porque nadie comprendía del todo la enormidad de lo
que se les exigía ni se interesaba lo suficiente por los acontecimientos
públicos para darse cuenta de lo que ocurría. Por falta de comprensión, todos
eran políticamente sanos y fieles. Sencillamente, se lo tragaban todo y lo que
se tragaban no les sentaba mal porque no les dejaba residuos lo mismo que un
grano de trigo puede pasar, sin ser digerido y sin hacerle daño, por el
cuerpecito de un pájaro.
CAPITULO VI
Por fin, había
ocurrido. Había llegado el esperado mensaje. Le parecía a Winston que toda su
vida había estado esperando que esto sucediera.
Iba por el largo
pasillo del Ministerio y casi había llegado al sitio donde Julia le deslizó
aquel día en la mano su declaración. La persona, quien quiera que fuese, tosió
ligeramente sin duda como preludio para hablar. Winston se detuvo en seco y
volvió la cara. Era O'Brien.
Por fin, se
hallaban cara a cara y el único impulso que sentía Winston era emprender la
huida. El corazón le latía a toda velocidad.
No habría podido
hablar en ese momento. Sin embargo, O'Brien, poniéndole amistosamente una mano
en el hombro, siguió andando junto a él. Empezó a hablar con su característica
cortesía, seria y suave, que le diferenciaba de la mayor parte de los miembros
del Partido Interior.
-He estado
esperando una oportunidad de hablar contigo -le dijo-; estuve leyendo uno de
tus artículos en neolengua publicados en el Times. Tengo entendido que te
interesa, desde un punto de vista erudito, la neolengua.
Winston había
recobrado ánimos, aunque sólo en parte.
-No muy erudito
-dijo-. Soy sólo un aficionado. No es mi especialidad. Nunca he tenido que
ocuparme de la estructura interna del idioma.
-Pero lo escribes
con mucha elegancia -dijo O'Brien-. Y ésta no es sólo una opinión mia. Estuve
hablando recientemente con un amigo tuyo que es un especia lista en cuestiones
idiomáticas. He olvidado su nombre ahora mismo; que lo tenía en la punta de la
lengua.
Winston sintió un
escalofrío. O'Brien no podía referirse más que a Syme. Pero Syme no sólo estaba
muerto, sino que había sido abolido. Era una nopersona. Cualquier referencia
identificable a aquel vaporizado habría resultado mortalmente peligrosa. De
manera que la alusión que acababa de hacer O'Brien debía de significar una
señal secreta. Al compartir con él este pequeño acto de crimental, se habían
convertido los dos en cómplices. Continuaron recorriendo lentamente el corredor
hasta que O'Brien se detuvo. Con la tranquilizadora amabilidad que él infundía
siempre a sus gestos, aseguró bien sus gafas sobre la nariz y prosiguió:
-Lo que quise decir
fue que noté en tu artículo que habías empleado dos palabras ya anticuadas. En
realidad, hace muy poco tiempo que se han quedado anticuadas. ¿Has visto la
décima edición del Diccionario de Neolengua?
-No -dijo Winston-.
No creía que estuviese ya publicado. Nosotros seguimos usando la novena edición
en el Departamento de Registro.
-Bueno, la décima
edición tardará varios meses en aparecer, pero ya han circulado algunos
ejemplares en pruebas. Yo tengo uno. Quizás te interese verlo, ¿no?
-Muchísimo -dijo
Winston, comprendiendo inmediatamente la intención del otro.
-Algunas de las
modificaciones introducidas son muy ingeniosas. Creo que te sorprenderá la
reducción del número de verbos. Vamos a ver. ¿Será mejor que te mande un
mensajero con el diccionario? Pero temo no acordarme; siempre me pasa igual.
Quizás puedas recogerlo en mi piso a una hora que te convenga. Espera. Voy a
darte mi dirección.
Se hallaban frente
a una telepantalla. Como distraído, O'Brien se buscó maquinalmente en los
bolsillos y por fin sacó una pequeña agenda forrada en cuero y un lápiz tinta
morado. Colocándose respecto a la telepantalla de manera que el observador
pudiera leer bien lo que escribía, apuntó la dirección. Arrancó la hoja y se la
dio a Winston.
-Suelo estar en
casa por las tardes -dijo-. Si no, mi criado te dará el diccionario.
Ya se había
marchado dejando a Winston con el papel en la mano. Esta vez no había necesidad
de ocultar nada. Sin embargo, grabó en la memoria las palabras escritas, y
horas después tiró el papel en el «agujero de la memoria» junto con otros.
No habían hablado
más de dos minutos. Aquel breve episodio sólo podía tener un significado. Era
una manera de que Winston pudiera saber la dirección de O'Brien. Aquel recurso
era necesario porque a no ser directamente, nadie podía saber dónde vivía otra
persona. No había guías de direcciones. «Si quieres verme, ya sabes dónde
estoy», era en resumen lo que O'Brien le había estado diciendo. Quizás se
encontrara en el diccionario algún mensaje. De todos modos lo cierto era que la
conspiración con que él soñaba existía efectivamente y que había entrado ya en
contacto con ella.
Winston sabía que
más pronto o más tarde obedecería la indicación de O'Brien. Quizás al día siguiente,
quizás al cabo de mucho tiempo, no estaba seguro. Lo que sucedía era sólo la
puesta en marcha de un proceso que había empezado a incubarse varios años
antes. El primer paso consistió en un pensamiento involuntario y secreto; el
segundo fue el acto de abrir el Diario. Aquello había pasado de los
pensamientos a las palabras, y ahora, de las palabras a la acción. El último
paso tendría lugar en el Ministerio del Amor. Pero Winston ya lo había
aceptado. El final de aquel asunto estaba implícito en su comienzo. De todos
modos, asustaba un poco; o, con más exactitud, era un pregusto de la muerte,
como estar ya menos vivo. Incluso mientras hablaba O'Brien y penetraba en él el
sentido de sus palabras, le había recorrido un escalofrío. Fue como si avanzara
hacia la humedad de una tumba y la impresión no disminuía por el hecho de que
él hubiera sabido siempre que la tumba estaba allí esperándole.
CAPITULO VII
Winston se despertó
muy emocionado. Le dijo a Julia:
«He soñado que...
», y se detuvo porque no podía explicarlo. Era excesivamente complicado. No
sólo se trataba del sueño, sino de unos recuerdos relacionados con él que
habían surgido en su mente segundos después de despertarse.
Siguió tendido, con
los ojos cerrados y envuelto aún en la atmósfera del sueño. Era un amplio y
luminoso ensueño en el que su vida entera parecía extenderse ante él como un
paisaje en una tarde de verano después de la lluvia. Todo había ocurrido dentro
del pisapapeles de cristal, pero la superficie de éste era la cúpula del cielo y
dentro de la cúpula todo estaba inundado por una luz clara y suave gracias a la
cual podían verse interminables distancias. El ensueño había partido de un
gesto hecho por su madre con el brazo y vuelto a hacer, treinta años más tarde,
por la mujer judía del noticiario cinematográfico cuando trataba de proteger a
su niño de las balas antes de que los autogiros los destrozaran a ambos.
-¿Sabes? -dijo
Winston-, hasta ahora mismo he creído que había asesinado a mi madre.
-¿Por qué la
asesinaste? -le preguntó Julia medio dormida.
-No, no la asesiné.
Físicamente, no.
En el ensueño había
recordado su última visión de la madre y, pocos instantes después de despertar,
le había vuelto el racimo de pequeños acontecimientos que rodearon aquel hecho.
Sin duda, había estado reprimiendo deliberadamente aquel recuerdo durante
muchos años. No estaba seguro de la fecha, pero debió de ser hacía menos de
diez años o, a lo más, doce.
Su padre había
desaparecido poco antes. No podía recordar cuánto tiempo antes, pero sí las
revueltas circunstancias de aquella época, el pánico periódico causado por las
incursiones aéreas y las carreras para refugiarse en las estaciones del Metro,
los montones de escombros, las consignas que aparecían por las esquinas en
llamativos carteles, las pandillas de jóvenes con camisas del mismo color, las
enormes colas en las panaderías, el intermitente crepitar de las ametralladoras
a lo lejos... y, sobre todo, el hecho de que nunca había bastante comida.
Recordaba las largas tardes pasadas con otros chicos rebuscando en las latas de
la basura y en los montones de desperdicios, encontrando a veces hojas de
verdura, mondaduras de patata e incluso, con mucha suerte, mendrugos de pan,
duros como piedra, que los niños sacaban cuidadosamente de entre la ceniza; y
también, la paciente espera de los camiones que llevaban pienso para el ganado
y que a veces dejaban caer, al saltar en un bache, bellotas o avena.
Cuando su padre
desapareció, su madre no se mostró sorprendida ni demasiado apenada, pero se
operó en ella un, súbito cambio. Parecía haber perdido por completo los ánimos.
Era evidente - incluso para un niño como Winston- que la mujer esperaba algo
que ella sabía con toda seguridad que ocurriría. Hacía todo lo necesario
-guisaba, lavaba la ropa y la remendaba, arreglaba las camas, barría el suelo,
limpiaba el polvo-, todo ello muy despacio y evitándose todos los movimientos
inútiles. Su majestuoso cuerpo tenía una tendencia natural a la inmovilidad. Se
quedaba las horas muertas casi inmóvil en la cama, con su niñita en los brazos,
una criatura muy silenciosa de dos o tres años con un rostro tan delgado que
parecía simiesco. De vez en cuando, la madre cogía en brazos a Winston y le
estrechaba contra ella, sin decir nada. A pesar de su escasa edad y de su natural
egoísmo, Winston sabía que todo esto se relacionaba con lo que había de
ocurrir: aquel acontecimiento implícito en todo y del que nadie hablaba.
Recordaba la
habitación donde vivían, una estancia oscura y siempre cerrada casi totalmente
ocupada por la cama. Había un hornillo de gas y un estante donde ponía los
alimentos. Recordaba el cuerpo estatuario de su madre inclinado sobre el
hornillo de gas moviendo algo en la sartén. Sobre todo recordaba su continua
hambre y las sórdidas y feroces batallas a las horas de comer. Winston le
preguntaba a su madre, con reproche una y otra vez, por qué no había más
comida. Gritaba y la fastidiaba, descompuesto en su afán de lograr una parte
mayor. Daba por descontado que él, el varón, debía tener la ración mayor. Pero
por mucho que la pobre mujer le diera, él pedía invariablemente más. En cada
comida la madre le suplicaba que no fuera tan egoísta y recordase que su
hermanita estaba enferma y necesitaba alimentarse; pero era inútil. Winston
cogía pedazos de comida del plato de su hermanita y trataba de apoderarse de la
fuente. Sabía que con su conducta condenaba al hambre a su madre y a su
hermana, pero no podía evitarlo. Incluso creía tener derecho a ello. El hambre
que le torturaba parecía justificarlo. Entre comidas, si su madre no tenía
mucho cuidado, se apoderaba de la escasa cantidad de alimento guardado en la
alacena.
Un día dieron una
ración de chocolate. Hacía mucho tiempo -meses enteros- que no daban chocolate.
Winston recordaba con toda claridad aquel cuadrito oscuro y preciadísimo. Era
una tableta de dos onzas (por entonces se hablaba todavía de onzas) que les correspondía
para los tres. Parecía lógico que la tableta fuera dividida en tres partes
iguales. De pronto -en el ensueño-, como si estuviera escuchando a otra
persona, Winston se oyó gritar exigiendo que le dieran todo el chocolate. Su
madre le dijo que no fuese ansioso. Discutieron mucho; hubo llantos, lloros,
reprimendas, regateos... su hermanita agarrándose a la madre con las dos manos
-exactamente como una monita- miraba a Winston con ojos muy abiertos y llenos
de tristeza. Al final, la madre le dio al niño las tres cuartas partes de la
tableta y a la hermanita la otra cuarta parte. La pequeña la cogió y se puso a
mirarla con indiferencia, sin saber quizás lo que era. Winston se la quedó
mirando un momento. Luego, con un súbito movimiento, le arrancó a la nena el
trocito de chocolate y salió huyendo.
-¡Winston!
¡Winston! -le gritó su madre. Ven aquí, devuélvele a tu hermana el chocolate.
El niño se detuvo
pero no regresó a su sitio. Su madre lo miraba preocupadísima. Incluso en ese
momento, pensaba en aquello, en lo que había de suceder de un momento a otro y
que Winston ignoraba. La hermanita, consciente de que le habían robado algo,
rompió a llorar. Su madre la abrazó con fuerza. Algo había en aquel gesto que
le hizo comprender a Winston que su hermana se moría. Salió corriendo escaleras
abajo con el chocolate derritiéndosele entre los dedos.
Nunca volvió a ver
a su madre. Después de comerse el chocolate, se sintió algo avergonzado y
corrió por las calles mucho tiempo hasta que el hambre le hizo volver. Pero su
madre ya no estaba allí. En aquella época, estas desapariciones eran normales.
Todo seguía igual en la habitación. Sólo faltaban la madre y la hermanita. Ni
siquiera se había llevado el abrigo. Ni siquiera ahora estaba seguro Winston de
que su madre hubiera muerto. Era muy posible que la hubieran mandado a un campo
de trabajos forzados. En cuanto a su hermana, quizás se la hubieran llevado
-como hicieron con el mismo Winston- a una de las colonias de niños huérfanos
(les llamaban Centros de Reclamación) que fueron una de las consecuencias de la
guerra civil; o quizás la hubieran enviado con la madre al campo de trabajos
forzados o sencillamente la habrían dejado morir en cualquier rincón.
El ensueño seguía
vivo en su mente, sobre todo el gesto protector de la madre, que parecía
contener un profundo significado. Entonces recordó otro ensueño que había
tenido dos meses antes, cuando se le había aparecido hundiéndose sin cesar en
aquel barco, pero sin dejar de mirarlo a él a través del agua que se oscurecía por
momentos.
Le contó a Julia la
historia de la desaparición de su madre. Sin abrir los ojos, la joven dio una
vuelta en la cama y se colocó en una posición más cómoda.
-Ya me figuro que
serías un cerdito en aquel tiempo -dijo indiferente- . Todos los niños son unos
cerdos.
-Sí, pero el
sentido de esa historia...
Winston comprendió,
por la respiración de Julia, que estaba a punto de volverse a dormir. Le habría
gustado seguirle contando cosas de su madre. No suponía, basándose en lo que
podía recordar de ella, que hubiera sido una mujer extraordinaria, ni siquiera
inteligente. Sin embargo, estaba seguro de que su madre poseía una especie de
nobleza, de pureza, sólo por el hecho de regirse por normas privadas. Los
sentimientos de ella eran realmente suyos y no los que el Estado le mandaba
tener. No se le habría ocurrido pensar que una acción ineficaz, sin
consecuencias prácticas, careciera por ello de sentido. Cuando se amaba a
alguien, se le amaba por él mismo, y si no había nada más que darle, siempre se
le podía dar amor. Cuando él se había apoderado de todo el chocolate, su madre
abrazó a la niña con inmensa ternura. Aquel acto no cambiaba nada, no servía
para producir más chocolate, no podía evitar la muerte de la niña ni la de
ella, pero a la madre le parecía natural realizarlo. La mujer refugiada en
aquel barco (en el noticiario) también había protegido al niño con sus brazos,
con lo cual podía salvarlo de las balas con la misma eficacia que si lo hubiera
cubierto con un papel. Lo terrible era que el Partido había persuadido a la
gente de que los simples impulsos y sentimientos de nada servían. Cuando se
estaba bajo las garras del Partido, nada importaba lo que se sintiera o se
dejara de sentir, lo que se hiciera o se dejara de hacer. Cuanto le sucedía a uno
se desvanecía y ni usted ni sus acciones volvían a figurar para nada. Le
apartaban a usted, con toda limpieza, del curso de la historia. Sin embargo,
hacía sólo dos generaciones, se dejaban gobernar por sentimientos privados que
nadie ponía en duda. Lo que importaba eran las relaciones humanas, y un gesto
completamente inútil, un abrazo, una lágrima, una palabra cariñosa dirigida a
un moribundo, poseían un valor en sí. De pronto pensó Winston que los proles
seguían con sus sentimientos y emociones. No eran leales a un Partido, a un
país ni a un ideal, sino que se guardaban mutua lealtad unos a otros. Por
primera vez en su vida, Winston no despreció a los proles ni los creyó sólo una
fuerza inerte. Algún día muy remoto recobrarían sus fuerzas y se lanzarían a la
regeneración del mundo. Los proles continuaban siendo humanos. No se habían
endurecido por dentro. Se habían atenido a las emociones primitivas que él,
Winston, tenía que aprender de nuevo por un esfuerzo consciente. Y al pensar
esto, recordó que unas semanas antes hahía visto sobre el pavimento una mano
arrancada en un bombardeo y que la había apartado con el pie tirándola a la
alcantarilla como si fuera un inservible troncho de lechuga.
-Los proles son
seres humanos -dijo en voz alta-. Nosotros, en cambio, no somos humanos.
-¿Por qué? -dijo
Julia, que había vuelto a despertarse.
Winston reflexionó
un momento.
-¿No se te ha
ocurrido pensar -dijo- que lo mejor que haríamos sería marchamos de aquí antes
de que sea demasiado tarde y no volver a vernos jamás?
-Sí, querido, se me
ha ocurrido varias veces, pero no estoy dispuesta a hacerlo.
-Hemos tenido
suerte -dijo Winston-; pero esto no puede durar mucho tiempo. Somos jóvenes. Tú
pareces normal e inocente. Si te alejas de la gente como yo, puedes vivir todavía
cincuenta años más.
-¡No!. Ya he
pensado en todo eso. Lo que tú hagas, eso haré yo. Y no te desanimes tanto. Yo
sé arreglármelas para seguir viviendo.
-Quizás podamos
seguir juntos otros seis meses, un año... no se sabe. Pero al final es seguro
que tendremos que separarnos. ¿Te das cuenta de lo solos que nos encontraremos?
Cuando nos hayan cogido, no habrá nada, lo que se dice nada, que podamos hacer
el uno por el otro. Si confieso, te fusilarán, y si me niego a confesar, te
fusilarán también. Nada de lo que yo pueda hacer o decir, o dejar de decir y
hacer, serviría para aplazar tu muerte ni cinco minutos. Ninguno de nosotros
dos sabrá siquiera si el otro vive o ha muerto. Sería inútil intentar nada. Lo
único importante es que no nos traicionemos, aunque por ello no iban a variar
las cosas.
-Si quieren que
confesemos -replicó Julia- lo haremos. Todos confiesan siempre. Es imposible
evitarlo. Te torturan.
-No me refiero a la
confesión. Confesar no es traicionar. No importa lo que digas o hagas, sino los
sentimientos. Si pueden obligarme a dejarte de amar... esa sería la verdadera
traición.
Julia reflexionó
sobre ello.
-A eso no pueden
obligarte -dijo al cabo de un rato-. Es lo único que no pueden hacer. Pueden
forzarte a decir cualquier cosa, pero no hay manera de que te lo hagan creer.
Dentro de ti no pueden entrar nunca.
-Eso es verdad
-dijo Winston con un poco más de esperanza-. No pueden penetrar en nuestra
alma. Si podemos sentir que merece la pena seguir siendo humanos, aunque esto
no tenga ningún resultado positivo, los habremos derrotado.
Y pensó en la
telepantalla, que nunca dormía, que nunca se distraía ni dejaba de oír. Podían
espiarle a uno día y noche, pero no perdiendo la cabeza era posible burlarlos.
Con toda su habilidad, nunca habían logrado encontrar el procedimiento de saber
lo que pensaba otro ser humano. Quizás esto fuera menos cierto cuando le tenían
a uno en sus manos. No se sabía lo que pasaba dentro del Ministerio del Amor,
pero era fácil figurárselo: torturas, drogas, delicados instrumentos que
registraban las reacciones nerviosas, agotamiento progresivo por la falta de
sueño, por la soledad y los interrogatorios implacables y persistentes. Los
hechos no podían ser ocultados, se los exprimían a uno con la tortura o les
seguían la pista con los interrogatorios. Pero si la finalidad que uno se
proponía no era salvar la vida sino haber sido humanos hasta el final, ¿qué
importaba todo aquello? Los sentimientos no podían cambiarlos; es más, ni uno
mismo podría suprimirlos. Sin duda, podrían saber hasta el más pequeño detalle
de todo lo que uno hubiera hecho, dicho o pensado; pero el fondo del corazón,
cuyo contenido era un misterio incluso para su dueño, se mantendría siempre
inexpugnable.
CAPITULO VIII
Lo habían hecho,
por fin lo habían hecho.
La habitación donde
estaban era alargada y de suave iluminación. La telepantalla había sido
amortiguada hasta producir sólo un leve murmullo. La riqueza de la alfombra
azul oscuro daba la impresión de andar sobre el terciopelo. En un extremo de la
habitación estaba sentado O'Brien ante una mesa, bajo una lámpara de pantalla
verde, con un montón de papeles a cada lado. No se molestó en levantar la cabeza
cuando el criado hizo pasar a Julia y Winston.
El corazón de
Winston latía tan fuerte que dudaba de poder hablar. Lo habían hecho; por fin
lo habían hecho... Esto era lo único que Winston podía pensar. Había sido un
acto de inmensa audacia entrar en este despacho, y una locura inconcebible
venir juntos; aunque realmente habían llegado por caminos diferentes y sólo se
reunieron a la puerta de O'Brien. Pero sólo el hecho de traspasar aquel umbral
requería un gran esfuerzo nervioso. En muy raras ocasiones se podía penetrar en
las residencias del Partido Interior, ni siquiera en el barrio donde tenían sus
domicilios. La atmósfera del inmenso bloque de casas, la riqueza de amplitud de
todo lo que allí había, los olores -tan poco familiares- a buena comida y a excelente
tabaco, los ascensores silenciosos e increíblemente rápidos, los criados con
chaqueta blanca apresurándose de un lado a otro... todo ello era intimidante.
Aunque tenía un buen pretexto para ir allí, temblaba a cada paso por miedo a
que surgiera de algún rincón un guardia uniformado de negro, le pidiera sus
documentos y le mandara salir. Sin embargo, el criado de O'Brien los había
hecho entrar a los dos sin demora. Era un hombre sencillo, de pelo negro y
chaqueta blanca con un rostro inexpresivo y achinado. El corredor por el que
los había conducido, estaba muy bien alfombrado y las paredes cubiertas con
papel crema de absoluta limpieza. Winston no recordaba haber visto ningún
pasillo cuyas paredes no estuvieran manchadas por el contacto de cuerpos humanos.
O'Brien tenía un
pedazo de papel entre los dedos y parecía estarlo estudiando atentamente. Su
pesado rostro inclinado tenía un aspecto formidable e inteligente a la vez. Se
estuvo unos veinte segundos inmóvil. Luego se acercó el hablescribe y dictó un
mensaje en la híbrida jerga de los ministerios.
«Ref 1 coma 5 coma
7 aprobado excelente. Sugerencia contenida doc 6 doblemás ridículo rozando
crimental destruir. No conviene construir antes conseguir completa información
maquinaria puntofinal mensaje.»
Se levantó de la
silla y se acercó a ellos cruzando parte de la silenciosa alfombra. Algo del
ambiente oficial parecía haberse desprendido de él al terminar con las palabras
de neolengua, pero su expresión era más severa que de costumbre, como si no le
agradara ser interrumpido. El terror que ya sentía Winston se vio aumentado por
el azoramiento corriente que se experimenta al serle molesto a alguien. Creía
haber cometido una estúpida equivocación. Pues ¿qué prueba tenía él de que
O'Brien fuera un conspirador político? Sólo un destello de sus ojos y una
observación equívoca. Aparte de eso, todo eran figuraciones suyas fundadas en
un ensueño. Ni siquiera podía fingir que habían venido solamente a recoger el
diccionario porque en tal caso no podría explicar la presencia de Julia. Al
pasar O'Brien frente a la telepantalla, pareció acordarse de algo. Se detuvo,
volvióse y giró una llave que había en la pared. Se oyó un chasquido. La voz se
había callado de golpe.
Julia lanzó una
pequeña exclamación, un apagado grito de sorpresa. En medio de su pánico, a
Winston le causó aquello una impresión tan fuerte que no pudo evitar estas
palabras:
-¿Puedes cerrarlo?
-Sí -dijo O'Brien-,
podemos cerrarlos. Tenemos ese privilegio.
Estaba sentado
frente a ellos. Su maciza figura los dominaba y la expresión de su cara
continuaba indescifrable. Esperaba a que Winston hablase; pero ¿sobre qué?
Incluso ahora podía concebirse perfectamente que no fuese más que un hombre
ocupado preguntándose con irritación por qué lo habían interrumpido. Nadie
hablaba. Después de cerrar la telepantalla, la habitación parecía mortalmente
silenciosa. Los segundos transcurrían enormes. Winston dificultosamente
conseguía mantener su mirada fija en los ojos de O'Brien. Luego, de pronto, el
sombrío rostro se iluminó con el inicio de una sonrisa. Con su gesto
característico, O'Brien se aseguró las gafas sobre la nariz.
-¿Lo digo yo o lo
dices tú? -preguntó O'Brien.
-Lo diré yo
-respondió Winston al instante-. ¿Está eso completamente cerrado?
-Sí-, no funciona
ningún aparato en esta habitación. Estamos solos.
-Pues vinimos aquí
porque...
Se interrumpió
dándose cuenta por primera vez de la vaguedad de sus propósitos. No sabía
exactamente qué clase de ayuda esperaba de O'Brien. Prosiguió, consciente de
que sus palabras sonaban vacilantes y presuntuosas:
Creemos que existe
un movimiento clandestino, una especie de organización secreta que actúa contra
el Partido y que tú estás metido en esto. Queremos formar parte de esta
organización y trabajar en lo que podamos. Somos enemigos del Partido. No
creemos en los principios de Ingsoc. Somos criminales del pensamiento. Además,
somos adúlteros. Te digo todo esto porque deseamos ponernos a tu merced. Si
quieres que nos acusemos de cualquier otra cosa, estamos dispuestos a hacerlo.
Winston dejó de
hablar al darse cuenta de que la puerta se había abierto. Miró por encima de su
hombro. Era el criado de cara amarillenta, que había entrado sin llamar. Traía
una bandeja con una botella y vasos.
-Martín es uno de
los nuestros -dijo O'Brien impasible. Pon aquí las bebidas, Martín. Sí, en la
mesa redonda. ¿Tenemos bastantes sillas? Sentémonos para hablar cómodamente.
Siéntate tú también, Martín. Ahora puedes dejar de ser criado durante diez
minutos.
El hombrecillo se
sentó a sus anchas, pero sin abandonar el aire servil. Parecía un lacayo al que
le han concedido el privilegio de sentarse con sus amos. Winston lo miraba con
el rabillo del ojo. Le admiraba que aquel hombre se pasara la vida
representando un papel y que le pareciera peligroso prescindir de su fingida
personalidad aunque fuera por unos momentos. O'Brien tomó la botella por el
cuello y llenó los vasos de un líquido rojo oscuro. A Winston le recordó algo
que desde hacía muchos años no bebía, un anuncio luminoso que representaba una botella
que se movía sola y llenaba un vaso incontables veces. Visto desde arriba, el
líquido parecía casi negro, pero la botella, de buen cristal, tenía un color
rubí. Su sabor era agridulce. Vio que Julia cogía su vaso y lo olía con gran
curiosidad.
-Se llama vino
-dijo O'Brien con una débil sonrisa-. Seguramente, ustedes lo habrán oído citar
en los libros. Creo que a los miembros del Partido Exterior no les llega. -Su
cara volvió a ensombrecerse y levantó el vaso-. Creo que debemos empezar
brindando por nuestro jefe: por Emmanuel Goldstein.
Winston cogió su
vaso titubeando. Había leído referencias del vino y había soñado con él. Como
el pisapapeles de cristal o las canciones del señor Charrington, pertenecía al
romántico y desaparecido pasado, la época en que él se recreaba en sus secretas
meditaciones. No sabía por qué, siempre había creído que el vino tenía un sabor
intensamente dulce, como de mermelada y un efecto intoxicante inmediato. Pero
al beberlo ahora por primera vez, le decepcionó. La verdad era que después de
tantos años de beber ginebra aquello le parecía insípido. Volvió a dejar el
vaso vacío sobre la mesa.
-Entonces, ¿existe
de verdad ese Goldstein? -preguntó.
-Sí, esa persona no
es ninguna fantasía, y vive. Dónde, no lo sé.
-Y la conspiración...,
la organización, ¿es auténtica?, ¿no es sólo un invento de la Policía del
Pensamiento?
-No, es una
realidad. La llamamos la Hermandad. Nunca se sabe de la Hermandad, sino que
existe y que uno pertenece a ella. En seguida volveré a hablarte de eso. -Miró
el reloj de pulsera- . Ni siquiera los miembros del Partido Interior deben
mantener cerrada la telepantalla más de media hora. No debíais haber venido
aquí juntos; tendréis que marcharos por separado. Tú, camarada -le dijo a
Julia-, te marcharás primero. Disponemos de unos veinte minutos. Comprenderéis
que debo empezar por haceros algunas preguntas. En términos generales, ¿qué
estáis dispuestos a hacer?
-Todo aquello de
que seamos capaces -dijo Winston.
O'Brien había
ladeado un poco su silla hacia Winston de manera que casi le volvía la espalda
a Julia, dando por cierto que, Winston podía hablar a la vez por sí y por ella.
Empezó pestañeando un momento y luego inició sus preguntas con voz baja e
inexpresivo, como si se tratara de una rutina, una especie de catecismo, la
mayoría de cuyas respuestas le fueran ya conocidas.
-¿Estáis dispuestos
a dar vuestras vidas?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos
a cometer asesinatos?
-Sí.
-¿A cometer actos
de sabotaje que pueden causar la muerte de centenares de personas inocentes?
-Sí.
-¿Vender a vuestro
país a las potencias extranjeras?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos
a hacer trampas, a falsificar, a hacer chantaje, a corromper a los niños, a distribuir
drogas, a fomentar la prostitución, a extender enfermedades venéreas... a hacer
todo lo que pueda causar desmoralización y debilitar el poder del Partido?
-Sí.
-Si, por ejemplo,
sirviera de algún modo a nuestros intereses arrojar ácido sulfúrico a la cara
de un niño, ¿estaríais dispuestos a hacerlo?
-Sí.
-¿Estáis dispuestos
a perder vuestra identidad y a vivir el resto de vuestras vidas como camareros,
cargadores de puerto, etc.?
-Sí
-¿Estáis dispuestos
a suicidaros si os lo ordenamos y en el momento en que lo ordenásemos?
-Sí.
-¿Estáis
dispuestos, los dos, a separaros y no volveros a ver nunca?
-No
-interrumpió Julia.
A Winston le
pareció que había pasado muchísimo tiempo antes de contestar. Durante algunos
momentos creyó haber perdido el habla. Se le movía la lengua sin emitir
sonidos, formando las primeras sílabas de una palabra y luego de otra. Hasta
que lo dijo, no sabía qué palabra iba a decir:
-No -dijo por fin.
-Hacéis bien en
decírmelo -repuso O'Brien-. Es necesario que lo conozcamos todo.
Se volvió hacia
Julia y añadió con una voz algo más animada:
-¿Te das cuenta de
que, aunque él sobreviviera, sería una persona diferente? Podríamos vernos
obligados a darle una nueva identidad. Le cambiaríamos la cara, los
movimientos, la forma de sus manos, el color del pelo... hasta la voz, y tú
también podrías convertirte en una persona distinta. Nuestros cirujanos
transforman a las personas de manera que es imposible reconocerlas. A veces, es
necesario. En ciertos casos, amputamos algún miembro.
Winston no pudo
evitar otra mirada de soslayo a la cara mongólica de Martín. No se le notaban
cicatrices. Julia estaba algo más pálida y le resaltaban las pecas, pero miró a
O'Brien con valentía. Murmuró algo que parecía conformidad.
-Bueno. Entonces ya
está todo arreglado -dijo O'Brien.
Sobre la mesa había
una caja de plata con cigarrillos. Con aire distraído, O'Brien la fue acercando
a los otros. Tomó él un cigarrillo, se levantó y empezó a pasear por la
habitación como si de este modo pudiera pensar mejor. Eran cigarrillos muy
buenos; no se les caía el tabaco y el papel era sedoso. O'Brien volvió a mirar
su reloj de pulsera.
-Vuelve a tu
servicio, Martín -dijo-. Volveré a poner en marcha la telepantalla dentro de un
cuarto de hora. Fíjate bien en las caras de estos camaradas antes de salir. Es
posible que los vuelvas a ver. Yo quizá no.
Exactamente como
habían hecho al entrar, los ojos oscuros del hombrecillo recorrieron rápidos
los rostros de Julia y Winston. No había en su actitud la menor afabilidad.
Estaba registrando unas facciones, grabándoselas, pero no sentía el menor
interés por ellos o parecía no sentirlo. Se le ocurrió a Winston que quizás un
rostro transformado no fuera capaz de variar de expresión. Sin hablar ni una
palabra ni hacer el menor gesto de despedida, salió Martín, cerrando
silenciosamente la puerta tras él. O'Brien seguía paseando por la estancia con
una mano en el bolsillo de su «mono» negro y en la otra el cigarrillo.
-Ya comprenderéis
-dijo- que tendréis que luchar a oscuras. Siempre a oscuras. Recibiréis órdenes
y las obedeceréis sin saber por qué. Más adelante os mandaré un libro que os
aclarará la verdadera naturaleza de la sociedad en que vivimos y la estrategia
que hemos de emplear para destruirla. Cuando hayáis leído el libro, seréis
plenamente miembros de la Hermandad. Pero entre los fines generales por los que
luchamos y las tareas inmediatas de cada momento habrá un vacío para vosotros
sobre el que nada sabréis. Os digo que la Hermandad existe, pero no puedo
deciros si la constituyen un centenar de miembros o diez millones. Por vosotros
mismos no llegaréis a saber nunca si hay una docena de afiliados. Tendréis sólo
tres o cuatro personas en contacto con vosotros que se renovarán de vez en
cuando a medida que vayan desapareciendo. Como yo he sido el primero en entrar
en contacto con vosotros, seguiremos manteniendo la comunicación. Cuando
recibáis órdenes, procederán de mí. Si creemos necesario comunicaras algo, lo
haremos por medio de Martín. Cuando, finalmente, os cojan, confesaréis. Esto es
inevitable. Pero tendréis muy poco que confesar aparte de vuestra propia
actuación. No podéis traicionar más que a unas cuantas personas sin
importancia. Quizá ni siquiera os sea posible delatarme. Por entonces, quizá yo
haya muerto o seré ya una persona diferente con una cara distinta.
Siguió paseando
sobre la suave alfombra. A pesar de su corpulencia, tenía una notable gracia de
movimientos. Gracia que aparecía incluso en el gesto de meterse la mano en el
bolsillo o de manejar el cigarrillo. Más que de fuerza daba una impresión de
confianza y de comprensión irónica. Aunque hablara en serio, nada tenía de la
rigidez del fanático. Cuando hablaba de asesinatos, suicidio, enfermedades
venéreas, miembros amputados o caras cambiadas, lo hacía en tono de broma.
«Esto es inevitable» -parecía decir su voz-; «esto es lo que hemos de hacer
queramos o no. Pero ya no tendremos que hacerlo cuando la vida vuelva a ser
digna de ser vivida.» Una oleada de admiración, casi de adoración, iba de
Winston a O'Brien. Casi había olvidado la sombría figura de Goldstein.
Contemplando las vigorosas espaldas de O'Brien y su rostro enérgicamente
tallado, tan feo y a la vez tan civilizado, era imposible creer-en la derrota,
en que él fuera vencido. No se concebía una estratagema, un peligro a que él no
pudiera hacer frente. Hasta Julia parecía impresionada. Había dejado quemarse
solo su cigarrillo y escuchaba con intensa atención. O'Brien prosiguió:
-Habréis oído
rumores sobre la existencia de la Hermandad. Supongo que la habréis imaginado a
vuestra manera. Seguramente creeréis que se trata de un mundo subterráneo de
conspiradores que se reúnen en sótanos, que escriben mensajes sobre los muros y
se reconocen unos a otros por señales secretas, palabras misteriosas o
movimientos especiales de las manos. Nada de eso. Los miembros de la Hermandad
no tienen modo alguno de reconocerse entre ellos y es imposible que ninguno de
los miembros llegue a individualizar sino a muy contados de sus afiliados. El
propio Goldstein, si cayera en manos de la Policía del Pensamiento, no podría
dar una lista completa de los afiliados ni información alguna que les sirviera
para hacer el servicio. En realidad, no hay tal lista. La Hermandad no puede
ser barrida porque no es una organización en el sentido corriente de la
palabra. Nada mantiene su cohesión a no ser la idea de que es indestructible.
No tendréis nada en que apoyaros aparte de esa idea. No encontraréis
camaradería ni estímulo. Cuando finalmente seáis detenidos por la Policía,
nadie os ayudará. Nunca ayudamos a nuestros afiliados. Todo lo más, cuando es
absolutamente necesario que alguien calle, introducimos clandestinamente una
hoja de afeitar en la celda del compañero detenido. Es la única ayuda que a
veces prestamos. Debéis acostumbraras a la idea de vivir sin esperanza.
Trabajaréis algún tiempo, os detendrán, confesaréis y luego os matarán. Esos
serán los únicos resultados que podréis ver. No hay posibilidad de que se
produzca ningún cambio perceptible durante vuestras vidas. Nosotros somos los
muertos. Nuestra única vida verdadera está en el futuro. Tomaremos parte en él
como puñados de polvo y astillas de hueso. Pero no se sabe si este futuro está
más o menos lejos. Quizá tarde mil años. Por ahora lo único posible es ir
extendiendo el área de la cordura poco a poco. No podemos actuar
colectivamente. Sólo podemos difundir nuestro conocimiento de individuo en
individuo, de generación en generación. Ante la Policía del Pensamiento no hay
otro medio.
Se detuvo y miró
por tercera vez su reloj.
-Ya es casi la hora
de que te vayas, camarada -le dijo a Julia-. Espera. La botella está todavía
por la mitad.
Llenó los vasos y
levantó el suyo.
-¿Por qué
brindaremos esta vez? -dijo, sin perder su tono irónico-. ¿Por el despiste de
la Policía del Pensamiento? ¿Por la muerte del Gran Hermano? ¿Por la humanidad?
¿Por el futuro?
-Por el pasado
-dijo Winston.
-Sí, el pasado es
más importante -concedió O'Brien seriamente.
Vaciaron los vasos
y un momento después se levantó Julia para marcharse. O'Brien cogió una cajita
que estaba sobre un pequeño armario y le dio a la joven una tableta delgada y
blanca para que se la colocara en la lengua. Era muy importante no salir
oliendo a vino; los encargados del ascensor eran muy observadores. En cuanto
Julia cerró la puerta, O'Brien pareció olvidarse de su existencia. Dio unos
cuantos pasos más y se paró.
-Hay que arreglar
todavía unos cuantos detalles -dijo-. Supongo que tendrás algún escondite.
Winston le explicó
lo de la habitación sobre la tienda del señor Charrington.
-Por ahora, basta
con eso. Más tarde te buscaremos otra cosa. Hay que cambiar de escondite con
frecuencia. Mientras tanto, te enviaré una copia del libro. -Winston observó
que hasta O'Brien parecía pronunciar esa palabra en cursiva-. Ya supondrás que
me refiero al libro de Goldstein. Te lo mandaré lo más pronto posible. Quizá
tarde algunos días en lograr el ejemplar. Comprenderás que circulan muy pocos.
La Policía del Pensamiento los descubre y destruye casi con la misma rapidez
que los imprimimos nosotros. Pero da lo mismo. Ese libro es indestructible. Si
el último ejemplar desapareciera, podríamos reproducirlo de memoria. ¿Sueles
llevar una cartera a la oficina? Añadió.
-Sí. Casi siempre.
-¿Cómo es?
-Negra, muy usada.
Con dos correas.
-Negra, dos
correas, muy usada... Bien. Algún día de éstos, no puedo darte una fecha
exacta, uno de los mensajes que te lleguen en tu trabajo de la mañana contendrá
una errata y tendrás que pedir que te lo repitan. Al día siguiente irás al
trabajo sin la cartera. A cierta hora del día, en la calle, se te acercará un
hombre y te tocará en el brazo, diciéndote: «Creo que se te ha caído esta
cartera». La que te dé contendrá un ejemplar del libro de Goldstein. Tienes que
devolverlo a los catorce días o antes por el mismo procedimiento.
Estuvieron callados
un momento.
-Falta un par de
minutos para que tengas que irte -dijo O'Brien-. Quizá volvamos a encontrarnos,
aunque es muy poco probable, y entonces nos veremos en...
Winston lo miró
fijamente.
... En el sitio
donde no hay oscuridad? -dijo vacilando.
O'Brien asintió con
la cabeza, sin dar señales de extrañeza:
-En el sitio donde
no hay oscuridad -repitió como si hubiera recogido la alusión-. Y mientras
tanto, ¿hay algo que quieras decirme antes de salir de aquí ¿Alguna pregunta?
Winston pensó unos
instantes. No creía tener nada más que preguntar. En vez de cosas relacionadas
con O'Brien o la Hermandad, le -acudía a la mente una imagen superpuesta de la
oscura habitación donde su madre había pasado los últimos días y el dormitorio
en casa del seríor Charrington, el pisapapeles de cristal y el grabado con su
marco de palo rosa. Entonces dijo:
Oíste alguna vez
una vieja canción que empieza: Naranjas y limones, dicen las campanas de San
Clemente.
O'Brien, muy serio,
continuó la canción:
Me debes tres
peniques, dicen las campanas de San Martín.
¿Cuándo me
pagarás?, dicen las campanas de Old Bailey.
Cuando me haga
rico, dicen las campanas de Shoreditch
-¡¡Sabías el último
verso!! -dijo Winston.
-Sí, lo sé, y ahora
creo que es hora de que te vayas. Pero, espera, toma antes una de estas
tabletas. O'Brien, después de darle la tableta, le estrechó la mano con tanta
fuerza que los huesos de Winston casi crujieron. Winston se volvió al llegar a
la puerta, pero ya O'Brien empezaba a eliminarlo de sus pensamientos. Esperaba
con la mano puesta en la llave que controlaba la telepantalla. Más allá veía
Winston la mesa despacho con su lámpara de pantalla verde, el hablescribe y las
bandejas de alambre cargadas de papeles. El incidente había terminado. Dentro
de treinta segundos -pensó Winston- reanudaría O'Brien su interrumpido e
importante trabajo al servicio del Partido.
CAPITULO IX
Winston se
encontraba cansadísimo, tan cansado que le parecía estarse convirtiendo en
gelatina. Pensó que su cuerpo no sólo tenía la flojedad de la gelatina, sino su
transparencia. Era como si al levantar la mano fuera a ver la luz a través de
ella. Trabajaba tanto que sólo le quedaba una frágil estructura de nervios,
huesos y piel. Todas las sensaciones le parecían ampliadas. Su «mono» le estaba
ancho, el suelo le hacía cosquillas en los pies y hasta el simple movimiento de
abrir y cerrar la mano constituía para él un esfuerzo que le hacía sonar los
huesos.
Había trabajado más
de noventa horas en cinco días, lo mismo que todos los funcionarios del
Ministerio. Ahora había terminado todo y nada tenía que hacer hasta el día
siguiente por la mañana. Podía pasar seis horas en su refugio y otras nueve en
su cama. Bajo el tibio sol de la tarde se dirigió despacio en dirección a la
tienda del señor Charrington, sin perder de vista las patrullas, pero
convencido, irracionalmente, de que aquella tarde no se cernía sobre él ningún
peligro. La pesada cartera que llevaba le golpeaba la rodilla a cada paso.
Dentro llevaba el libro, que tenía ya desde seis días antes pero que aún no
había abierto. Ni siquiera lo había mirado.
En el sexto día de
la Semana del Odio, después de los desfiles, discursos, gritos, cánticos,
banderas, películas, figuras de cera, estruendo de trompetas y tambores,
arrastrar de pies cansados, rechinar de tanques, zumbido de las escuadrillas
aéreas, salvas de cañonazos..., después de seis días de todo esto, cuando el
gran orgasmo político llegaba a su punto culminante y el odio general contra
Eurasia era ya un delirio tan exacerbado que si la multitud hubiera podido
apoderarse de los dos mil prisioneros de guerra eurasiáticos que habían sido
ahorcados públicamente el último día de los festejos, los habría
despedazado..., en ese momento precisamente se había anunciado que Oceanía no
estaba en guerra con Eurasia. Oceanía luchaba ahora contra Asia Oriental.
Eurasia era aliada.
Desde luego, no se
reconoció que se hubiera producido ningún engaño. Sencillamente, se hizo saber
del modo más repentino y en todas partes al mismo tiempo que el enemigo no era
Eurasia, sino Asia Oriental. Winston tomaba parte en una manifestación que se
celebraba en una de las plazas centrales de Londres en el momento del cambiazo.
Era de noche y todo estaba cegadoramente iluminado con focos. En la plaza había
varios millares de personas, incluyendo mil niños de las escuelas con el
uniforme de los Espías. En una plataforma forrada de trapos rojos, un orador
del Partido Interior, un hombre delgaducho y bajito con unos brazos
desproporcionadamente largos y un cráneo grande y calvo con unos cuantos
mechones sueltos atravesados sobre él, arengaba a la multitud. La pequeña
figura, retorcida de odio, se agarraba al micrófono con una mano mientras que
con la otra, enorme, al final de un brazo huesudo, daba zarpazos amenazadores
por encima de su cabeza. Su voz, que los altavoces hacían metálica, soltaba una
interminable sarta de atrocidades, matanzas en masa, deportaciones, saqueos,
violaciones, torturas de prisioneros, bombardeos de poblaciones civiles,
agresiones injustas, propaganda mentirosa y tratados incumplidos. Era casi
imposible escucharle sin convencerse primero y luego volverse loco. A cada
momento, la furia de la multitud hervía inconteniblemente y la voz del orador
era ahogada por una salvaje y bestial gritería que brotaba incontrolablemente
de millares de gargantas. Los chillidos más salvajes eran los de los niños de
las escuelas. El discurso duraba ya unos veinte minutos cuando un mensajero
subió apresuradamente a la plataforma y le entregó a aquel hombre un papelito.
Él lo desenrolló y lo leyó sin dejar de hablar. Nada se alteró en su voz ni en
su gesto, ni siquiera en el contenido de lo que decía. Pero, de pronto, los
nombres eran diferentes. Sin necesidad de comunicárselo por palabras, una
oleada de comprensión agitó a la multitud. ¡Oceanía estaba en guerra con Asia
Oriental! Pero, inmediatamente, se produjo una tremenda conmoción. Las
banderas, los carteles que decoraban la plaza estaban todos equivocados.
Aquellos no eran los rostros del enemigo. ¡Sabotaje! ¡Los agentes de Goldstein
eran los culpables! Hubo una fenomenal algarabía mientras todos se dedicaban a
arrancar carteles y a romper banderas, pisoteando luego los trozos de papel y
cartón roto. Los Espías realizaron prodigios de actividad subiéndose a los
tejados para cortar las bandas de tela pintada que cruzaban la calle. Pero a
los dos o tres minutos se había terminado todo. El orador, que no había soltado
el micrófono, seguía vociferando y dando zarpazos al aire. Al minuto siguiente,
la masa volvía a gritar su odio exactamente come antes. Sólo que el objetivo
había cambiado.
Lo que más le
impresionó a Winston fue que el orador dio el cambiazo exactamente a la mitad
de una frase, no sólo sin detenerse, sino sin cambiar siquiera la construcción
de la frase. Pero en aquellos momentos tenía Winston otras cosas de qué
preocuparse. Fue entonces, en medio de la gran algarabía, cuando se le acercó
un desconocido y, dándole un golpecito en un hombro, le dijo: «Perdone, creo
que se le ha caído a usted esta cartera». Winston tomó la cartera sin hablar,
como abstraído. Sabía que iban a pasar varios días sin que pudiera abrirla. En
cuanto terminó la manifestación, se fue directamente al Ministerio de la
Verdad, aunque eran va las veintitrés. Lo mismo hizo todo el personal del
Ministerio. En verdad, las órdenes que repetían continuamente las telepantallas
ordenándoles reintegrarse a sus puestos apenas eran necesarias. Todos sabían lo
que les tocaba hacer en tales casos.
Oceanía estaba en
guerra con Asia Oriental; Oceanía había estado siempre en guerra con Asia
Oriental. Una gran parte de la literatura política de aquellos cinco años
quedaba anticuada, absolutamente inservible. Documentos e informes de todas
clases, periódicos, libros, folletos de propaganda, películas, bandas sonoras,
fotografías... todo ello tenía que ser rectificado a la velocidad del rayo.
Aunque nunca se daban órdenes en estos casos, se sabía que los jefes de
departamento deseaban que dentro de una semana no quedara en toda Oceanía ni
una sola referencia a la guerra con Eurasia ni a la afianza con Asia Oriental.
El trabajo que esto suponía era aplastante. Sobre todo porque las operaciones
necesarias para realizarlo no se llamaban por sus nombres verdaderos. En el
Departamento de Registro todos trabajaban dieciocho horas de las veinticuatro
con dos turnos de tres horas cada uno para dormir. Bajaron colchones y los
pusieron por los pasillos. Las comidas se componían de sandwiches y café de la
Victoria traído en carritos por los camareros de la cantina-. Cada vez que
Winston interrumpía el trabajo para uno de sus dos descansos diarios, procuraba
dejarlo todo terminado y que en su mesa no quedaran papeles. Pero cuando volvía
al cabo de tres horas, con el cuerpo dolorido y los ojos hinchados, se
encontraba con que otra lluvia de cilindros de papel le había cubierto la mesa
como una nevada, casi enterrando el hablescribe y esparciéndose por el suelo,
de modo que su primer trabajo consistía en ordenar todo aquello para tener
sitio donde moverse. Lo peor de todo era que no se trataba de un trabajo
mecánico. A veces bastaba con sustituir un nombre por otro, pero los informes
detallados de acontecimientos exigían mucho cuidado e imaginación.
Incluso los conocimientos
geográficos necesarios para trasladar la guerra de una parte del mundo a otra
eran considerables.
Al tercer día le
dolían los ojos insoportablemente y tenía que limpiarse las gafas cada cinco
minutos. Era como luchar contra alguna tarea física aplastante, algo que uno
tenía derecho a negarse a realizar y que sin embargo se hacía por una
impaciencia neurótica de verlo terminado. Es curioso que no le preocupara el
hecho de que todas las palabras que iba murmurando en el hablescribe, así como
cada línea escrita con su lápiz-pluma, era una mentira deliberada. Lo único que
le angustiaba era el temor de que la falsificación no fuera perfecta, y esto
mismo les ocurría a todos sus compañeros. En la mañana del sexto día el aluvión
de cilindros de papel fue disminuyendo. Pasó media hora sin que saliera ninguno
por el tubo; luego salió otro rollo y después nada absolutamente. Por todas
partes ocurría igual. Un hondo y secreto suspiro recorrió el Ministerio. Se
acababa de realizar una hazaña que nadie podría mencionar nunca. Era imposible
ya que ningún ser humano pudiera probar documentalmente que la guerra con
Eurasia había sucedido. Inesperadamente, se anunció que todos los trabajadores
del Ministerio estaban libres hasta el día siguiente por la mañana. Era mediodía.
Winston, que llevaba todavía la cartera con el libro, la cual había permanecido
entre sus pies -mientras trabajaba- y debajo de su cuerpo mientras dormía. Se
fue a casa, se afeitó y casi se quedó dormido en el baño, aunque el agua estaba
casi fría.
Luego, con una
sensación voluptuosa, subió las escaleras de la tienda del señor Charrington.
Por supuesto, estaba cansadísimo, pero se la había pasado el sueño. Abrió la
ventana, encendió la pequeña y sucia estufa y puso a calentar un cazo con agua.
Julia llegaría en seguida. Mientras la esperaba, tenía el libro. Sentóse en la
desvencijada butaca y desprendió las correas de la cartera.
Era un pesado
volumen negro, encuadernado por algún aficionado y en cuya cubierta no había
nombre ni título alguno. La impresión también era algo irregular. Las páginas
estaban muy gastadas por los bordes y el libro se abría con mucha facilidad,
como si hubiera pasado por muchas manos. La inscripción de la portada decía:
TEORÍA Y PRÁCTICA
DEL COLECTIVISMO OLIGARQUICO
por
EMMANUEL GOLDSTEIN
Winston empezó a
leer:
CAPITULO PRIMERO
La ignorancia es la
fuerza
Durante todo el
tiempo de que se tiene noticia -probablemente desde fines del periodo
neolítico- ha habido en el mundo tres clases de personas: los Altos, los
Medianos y los Bajos. Se han subdividido de muchos modos, han llevado muy
diversos nombres y su número relativo, así como la actitud que han guardado
unos hacia otros, ha variado de época en época; pero la estructura esencial de
la sociedad nunca ha cambiado. Incluso después de enormes conmociones y de
cambios que parecían irrevocables, la misma estructura ha vuelto a imponerse,
igual que un giroscopio vuelve siempre a la posición de equilibrio por mucho
que lo empujemos en un sentido o en otro.
Los objetivos de
estos tres grupos son por completo inconciliables.
Winston interrumpid
la lectura, sobre todo para poder disfrutar bien del hecho asombroso de
hallarse leyendo tranquilo y seguro. Estaba solo, sin telepantalla, sin nadie
que escuchara por la cerradura, sin sentir el impulso nervioso de mirar por
encima del hombro o de cubrir la página con la mano. Un airecillo suave le
acariciaba la mejilla. De lejos venían los gritos de los niños que jugaban. En
la habitación misma no había más sonido que el débil tic-tac del reloj, un
ruido como de insecto. Se arrellanó más cómodamente en la butaca y puso los
pies en los hierros de la chimenea. Aquello era una bendición, era la
eternidad. De pronto, como suele hacerse cuando sabemos que un libro será leído
y releído por nosotros, sintió el deseo de «calarlo» primero. Así, lo abrió por
un sitio distinto y se encontró en el capítulo III. Siguió leyendo:
CAPITULO III
La guerra es la paz
La desintegración
del mundo en tres grandes superestados fue un acontecimiento que pudo haber
sido previsto -y que en realidad lo fue antes de mediar el siglo XX. Al ser
absorbida Europa por Rusia y el Imperio Británico por los Estados Unidos,
habían nacido ya en esencia dos de los tres poderes ahora existentes, Eurasia y
Oceanía. El tercero, Asia Oriental, sólo surgió como unidad aparte después de
otra década de confusa lucha. Las fronteras entre los tres superestados son
arbitrarias en algunas zonas y en otras fluctúan según los altibajos de la
guerra, pero en general se atienen a líneas geográficas. Eurasia comprende toda
la parte norte de la masa terrestre europea y asiática, desde Portugal hasta el
Estrecho de Bering. Oceanía comprende las Américas, las islas del Atlántico,
incluyendo a las Islas Británicas, Australasia y África meridional. Asia Oriental,
potencia más pequeña que las otras y con una frontera occidental menos
definida, abarca China y los países que se hallan al sur de ella, las islas del
Japón y una amplia y fluctuante porción de Manchuria, Mongolia y el Tibet.
Estos tres
superestados, en una combinación o en otra, están en guerra permanente y llevan
así veinticinco años. Sin embargo, ya no es la guerra aquella lucha desesperada
y aniquiladora que era en las primeras décadas del siglo XX. Es una lucha por
objetivos limitados entre combatientes incapaces de destruirse unos a otros,
sin una causa material para luchar y que no se hallan divididos por diferencias
ideológicas claras. Esto no quiere decir que la conducta en la guerra ni la
actitud hacia ella sean menos sangrientas ni más caballerosas. Por el
contrario, el histerismo bélico es continuo v universal, y las violaciones, los
saqueos, la matanza de niños, la esclavización de poblaciones enteras y
represalias contra los prisioneros hasta el punto de quemarlos y enterrarlos
vivos, se consideran normales, y cuando esto no lo comete el enemigo sino el
bando propio, se estima meritorio. Pero en un sentido físico, la guerra afecta
a muy pocas personas, la mayoría especialistas muy bien preparados, y causa
pocas bajas relativamente. Cuando hay lucha, tiene lugar en confusas fronteras
que el hombre medio apenas puede situar en un mapa o en torno a las fortalezas
flotantes que guardan los lugares estratégicos en el mar. En los centros de
civilización la guerra no significa más que una continua escasez de víveres y
alguna que otra bomba cohete que puede causar unas veintenas de víctimas. En
realidad, la guerra ha cambiado de carácter. Con más exactitud, puede decirse
que ha variado el orden de importancia de las razones que determinaban una
guerra. Se han convertido en dominantes y son reconocidos conscientemente
motivos que ya estaban latentes en las grandes guerras de la primera mitad del
siglo XX.
Para comprender la
naturaleza de la guerra actual -pues, a pesar del reagrupamiento que ocurre
cada pocos años, siempre es la misma guerra- hay que darse cuenta en primer
lugar de que esta guerra no puede ser decisiva. Ninguno de los tres
superestados podría ser conquistado definitivamente ni siquiera por los otros
dos en combinación. Sus fuerzas están demasiado bien equilibradas. Y sus
defensas son demasiado poderosas. Eurasia está protegida por sus grandes
espacios terrestres, Oceanía por la anchura del Atlántico y del Pacífico, Asia
Oriental por la fecundidad y laboriosidad de sus habitantes. Además, ya no hay
nada por qué luchar. Con las economías autárquicas, la lucha por los mercados,
que era una de las causas principales de las guerras anteriores, ha dejado de
tener sentido, y la competencia por las materias primas ya no es una cuestión
de vida o muerte. Cada uno de los tres superestados es tan inmenso que puede
obtener casi todas las materias que necesita dentro de sus propias fronteras.
Si acaso, se propone la guerra el dominio del trabajo. Entre las fronteras de
los superestados, y sin pertenecer de un modo permanente a ninguno de ellos, se
extiende un cuadrilátero, con sus ángulos en Tánger, Brazzaville, Darwin y
Hong-Kong, que contiene casi una quinta parte de la población de la Tierra. Las
tres potencias luchan constantemente por la posesión de estas regiones
densamente pobladas, así como por las zonas polares. En la práctica, ningún
poder controla totalmente esa área disputada. Porciones de ella están cambiando
a cada momento de manos, y lo que en realidad determina los súbitos y múltiples
cambios de afianzas es la posibilidad de apoderarse de uno u otro pedazo de
tierra mediante una inesperada traición.
Todos esos
territorios disputados contienen valiosos minerales y algunos de ellos producen
ciertas cosas, como la goma, que en los climas fríos es preciso sintetizar por
métodos relativamente caros. Pero, sobre todo, proporcionan una inagotable
reserva de mano de obra muy barata. La potencia que controle el África
Ecuatorial, los países del Oriente Medio, la India Meridional o el Archipiélago
Indonesio, dispone también de centenares de millones de trabajadores mal
pagados y muy resistentes. Los habitantes de esas regiones, reducidos más o
menos abiertamente a la condición de esclavos, pasan continuamente de un
conquistador a otro y son empleados como carbón o aceite en la carrera de
armamento, armas que sirven para capturar más territorios y ganar así más mano
de obra, con lo cual se pueden tener más armas que servirán para conquistar más
territorios, y así indefinidamente. Es interesante observar que la lucha nunca
sobrepasa los límites de las zonas disputadas. Las fronteras de Eurasia avanzan
y retroceden entre la cuenca del Congo y la orilla septentrional del
Mediterráneo; las islas del Océano Indico y del Pacífico son conquistadas y
reconquistadas constantemente por Oceanía y por Asia Oriental; en Mongolia, la
línea divisoria entre Eurasia y Asia Oriental nunca es estable; en torno al
Polo Norte, las tres potencias reclaman inmensos territorios en su mayor parte
inhabitados e inexplorados; pero el equilibrio de poder no se altera apenas con
todo ello y el territorio que constituye el suelo patrio de cada uno de los
tres superestados nunca pierde su independencia. Además, la mano de obra de los
pueblos explotados alrededor del Ecuador no es verdaderamente necesaria para la
economía mundial. Nada atañe a la riqueza del mundo, ya que todo lo que produce
se dedica a fines de guerra, y el objeto de prepararse para una guerra no es
más que ponerse en situación de emprender otra guerra. Las poblaciones
esclavizadas permiten, con su trabajo, que se acelere el ritmo de la guerra.
Pero si no existiera ese refuerzo de trabajo, la estructura de la sociedad y el
proceso por el cual ésta se mantiene no variarían en lo esencial.
La finalidad
principal de la guerra moderna (de acuerdo con los principios del doblepensar)
la reconocen y, a la vez, no la reconocen, los cerebros dirigentes del Partido
Interior. Consiste en usar los productos de las máquinas sin elevar por eso el
nivel general de la vida. Hasta fines del siglo XIX había sido un problema
latente de la sociedad industrial qué había de hacerse con el sobrante de los
artículos de consumo. Ahora, aunque son pocos los seres humanos que pueden
comer lo suficiente, este problema no es urgente y nunca podría tener
caracteres graves aunque no se emplearan procedimientos artificiales para
destruir esos productos. El mundo de hoy, si lo comparamos con el anterior a
1914, está desnudo, hambriento y lleno de desolación; y aún más si lo
comparamos con el futuro que las gentes de aquella época esperaba. A principios
del siglo XX la visión de una sociedad futura increíblemente rica, ordenada,
eficaz y con tiempo para todo -un reluciente mundo antiséptico de cristal,
acero y cemento, un mundo de nívea blancura- era el ideal de casi todas las
personas cultas. La ciencia y la tecnología se desarrollaban a una velocidad
prodigiosa y parecía natural que este desarrollo no se interrumpiera jamás. Sin
embargo, no continuó el perfeccionamiento, en parte por el empobrecimiento
causado por una larga serie de guerras y revoluciones, y en parte porque el
progreso científico y técnico se basaba en un hábito empírico de pensamiento
que no podía existir en una sociedad estrictamente reglamentada. En conjunto,
el mundo es hoy más primitivo que hace cincuenta años. Algunas zonas
secundarias han progresado y se han realizado algunos perfeccionamientos,
ligados siempre a la guerra y al espionaje policiaco, pero los experimentos
científicos y los inventos no han seguido su curso y los destrozos causados por
la guerra atómica de los años cincuenta y tantos nunca llegaron a ser
reparados. No obstante, perduran los peligros del maquinismo. Cuando aparecieron
las grandes máquinas, se pensó, lógicamente, que cada vez haría menos falta la
servidumbre del trabajo y que esto contribuiría en gran medida a suprimir las
desigualdades en la condición humana. Si las máquinas eran empleadas
deliberadamente con esa finalidad, entonces el hambre, la suciedad, el
analfabetismo, las enfermedades y el cansancio serían necesariamente eliminados
al cabo de unas cuantas generaciones. Y, en realidad, sin ser empleada con esa
finalidad, sino sólo por un proceso automático -produciendo riqueza que no
había más remedio que distribuir-, elevó efectivamente la máquina el nivel de
vida de las gentes que vivían a mediados de siglo. Estas gentes vivían
muchísimo mejor que las de fines del siglo XIX.
Pero también
resultó claro que un aumento de bienestar tan extraordinario amenazaba con la
destrucción -era ya, en sí mismo, la destrucción- de una sociedad jerárquica.
En un mundo en que todos trabajaran pocas horas, tuvieran bastante que comer,
vivieran en casas cómodas e higiénicas, con cuarto de baño, calefacción y
refrigeración, y poseyera cada uno un auto o quizás un aeroplano, habría
desaparecido la forma más obvia e hiriente de desigualdad. Si la riqueza
llegaba a generalizarse, no serviría para distinguir a nadie. Sin duda, era posible
imaginarse una sociedad en que la riqueza, en el sentido de posesiones y lujos
personales, fuera equitativamente distribuida mientras que el poder siguiera en
manos de una minoría, de una pequeña casta privilegiada. Pero, en la práctica,
semejante sociedad no podría conservarse estable, porque si todos disfrutasen
por igual del lujo y del ocio, la gran masa de seres humanos, a quienes la
pobreza suele imbecilizar, aprenderían muchas cosas y empezarían a pensar por
sí mismos; y si empezaran a reflexionar, se darían cuenta más pronto o más
tarde que la minoría privilegiada no tenía derecho alguno a imponerse a los
demás y acabarían barriéndoles. A la larga, una sociedad jerárquica sólo sería
posible basándose en la pobreza y en la ignorancia. Regresar al pasado agrícola
-como querían algunos pensadores de principios de este siglo- no era una
solución práctica, puesto que estaría en contra de la tendencia a la
mecanización, que se había hecho casi instintiva en el mundo entero, y, además,
cualquier país que permaneciera atrasado industrialmente sería inútil en un
sentido militar y caería antes o después bajo el dominio de un enemigo bien
armado.
Tampoco era una
buena solución mantener la pobreza de las masas restringiendo la producción.
Esto se practicó en gran medida entre 1920 y 1940. Muchos países dejaron que su
economía se anquilosara. No se renovaba el material indispensable para la buena
marcha de las industrias, quedaban sin cultivar las tierras, y grandes masas de
población, sin tener en qué trabajar, vivían de la caridad del Estado. Pero
también esto implicaba una debilidad militar, y como las privaciones que
infligía eran innecesarias, despertaba inevitablemente una gran oposición. El
problema era mantener en marcha las ruedas de la industria sin aumentar la
riqueza real del mundo. Los bienes habían de ser producidos, pero no
distribuidos. Y, en la práctica, la única manera de lograr esto era la guerra
continua.
El acto esencial de
la guerra es la destrucción, no forzosamente de vidas humanas, sino de los
productos del trabajo. La guerra es una manera de pulverizar o de hundir en el
fondo del mar los materiales que en la paz constante podrían emplearse para que
las masas gozaran de excesiva comodidad y, con ello, se hicieran a la larga
demasiado inteligentes. Aunque las armas no se destruyeran, su fabricación no
deja de ser un método conveniente de gastar trabajo sin producir nada que pueda
ser consumido. En una fortaleza flotante, por ejemplo, se emplea el trabajo que
hubieran dado varios centenares de barcos de carga. Cuando se queda anticuada,
y sin haber producido ningún beneficio material para nadie, se construye una
nueva fortaleza flotante mediante un enorme acopio de mano de obra. En
principio, el esfuerzo de guerra se planea para consumir todo lo que sobre
después de haber cubierto unas mínimas necesidades de la población. Este mínimo
se calcula siempre en mucho menos de lo necesario, de manera que hay una
escasez crónica de casi todos los artículos necesarios para la vida, lo cual se
considera como una ventaja. Constituye una táctica deliberada mantener incluso
a los grupos favorecidos al borde de la escasez, porque un estado general de
escasez aumenta la importancia de los pequeños privilegios y hace que la
distinción entre un grupo y otro resulte más evidente. En comparación con el
nivel de vida de principios del siglo XX, incluso los miembros del Partido
Interior llevan una vida austera y laboriosa. Sin embargo, los pocos lujos que
disfrutan -un buen piso, mejores telas, buena calidad del alimento, bebidas y
tabaco, dos o tres criados, un auto o un autogiro privado- los colocan en un
mundo diferente del de los miembros del Partido Exterior, y estos últimos
poseen una ventaja similar en comparación con las masas sumergidas, a las que
llamamos «los proles». La atmósfera social es la de una ciudad sitiada, donde
la posesión de un trozo de carne de caballo establece la diferencia entre la
riqueza y la pobreza. Y, al mismo tiempo, la idea de que se está en guerra, y
por tanto en peligro, hace que la entrega de todo el poder a una reducida casta
parezca la condición natural e inevitable para sobrevivir.
Se verá que la
guerra no sólo realiza la necesaria distinción, sino que la efectúa de un modo
aceptable psicológicamente. En principio, sería muy sencillo derrochar el
trabajo sobrante construyendo templos y pirámides, abriendo zanjas y
volviéndolas a llenar o incluso produciendo inmensas cantidades de bienes y
prendiéndoles fuego. Pero esto sólo daría la base económica y no la emotiva
para una sociedad jerarquizada. Lo que interesa no es la moral de las masas,
cuya actitud no importa mientras se hallen absorbidas por su trabajo, sino la
moral del Partido mismo. Se espera que hasta el más humilde de los miembros del
Partido sea competente, laborioso e incluso inteligente -siempre dentro de
límites reducidos, claro está-, pero siempre es preciso que sea un fanático
ignorante y crédulo en el que prevalezca el miedo, el odio, la adulación y una
continua sensación orgiástico de triunfo. En otras palabras, es necesario que
ese hombre posea la mentalidad típica de la guerra. No importa que haya o no
haya guerra y, ya que no es posible una victoria decisiva, tampoco importa si
la guerra va bien o mal. Lo único preciso es que exista un estado de guerra. La
desintegración de la inteligencia especial que el Partido necesita de sus
miembros, y que se logra mucho mejor en una atmósfera de guerra, es ya casi
universal, pero se nota con más relieve a medida que subimos en la escala
jerárquica. Precisamente es en el Partido Interior donde la histeria bélica y
el odio al enemigo son más intensos. Para ejercer bien sus funciones
administrativas, se ve obligado con frecuencia el miembro del Partido Interior
a saber que esta o aquella noticia de guerra es falsa y puede saber muchas
veces que una pretendida guerra o no existe o se está realizando con fines
completamente distintos a los declarados. Pero ese conocimiento queda
neutralizado fácilmente mediante la técnica del doblepensar. De modo que ningún
miembro del Partido Interior vacila ni un solo instante en su creencia mística
de que la guerra es una realidad y que terminará victoriosamente con el dominio
indiscutible de Oceanía sobre el mundo entero.
Todos los miembros
del Partido Interior creen en esta futura victoria total como en un artículo de
fe. Se conseguirá, o bien paulatinamente mediante la adquisición de más
territorios sobre los que se basará una aplastante preponderancia, o bien por
el descubrimiento de algún arma secreta. Continúa sin cesar la búsqueda de
nuevas armas, y ésta es una de las poquísimas actividades en que todavía pueden
encontrar salida la inventiva y las investigaciones científicas. En la Oceanía
de hoy la ciencia en su antiguo sentido ha dejado casi de existir. En neolengua
no hay palabra para ciencia. El método empírico de pensamiento, en el cual se
basaron todos los adelantos científicos del pasado, es opuesto a los principios
fundamentales de Ingsoc. E incluso el progreso técnico sólo existe cuando sus
productos pueden ser empleados para disminuir la libertad humana.
Las dos finalidades
del Partido son conquistar toda la superficie de la Tierra y extinguir de una
vez para siempre la posibilidad de toda libertad del pensamiento. Hay, por
tanto, dos grandes problemas que ha de resolver el Partido. Uno es el de
descubrir, contra la voluntad del interesado, lo que está pensando determinado
ser humano, y el otro es cómo suprimir, en pocos segundos y sin previo aviso, a
varios centenares de millones de personas. Éste es el principal objetivo de las
investigaciones científicas. El hombre de ciencia actual es una mezcla de
psicólogo y policía que estudia con extraordinaria minuciosidad el significado
de las expresiones faciales, gestos y tonos de voz, los efectos de las drogas
que obligan a decir la verdad, la terapéutica del shock, del hipnotismo y de la
tortura física; y si es un químico, un físico o un biólogo, sólo se preocupará
por aquellas ramas que dentro de su especialidad sirvan para matar. En los
grandes laboratorios del Ministerio de la Paz, en las estaciones experimentales
ocultas en las selvas brasileñas, en el desierto australiano o en las islas
perdidas del Atlántico, trabajan incansablemente los equipos técnicos. Unos se
dedican sólo a planear la logística de las guerras futuras; otros, a idear bombas
cohete cada vez mayores, explosivos cada vez más poderosos y corazas cada vez
más impenetrables; otros buscan gases más mortíferos o venenos que puedan ser
producidos en cantidades tan inmensas que destruyan la vegetación de todo un
continente, o cultivan gérmenes inmunizados contra todos los posibles
antibióticos; otros se esfuerzan por producir un vehículo que se abra paso por
la tierra como un submarino bajo el agua, o un aeroplano tan independiente de
su base como un barco en el mar, otros exploran posibilidades aún más remotas,
como la de concentrar los rayos del sol mediante gigantescas lentes suspendidas
en el espacio a miles de kilómetros, o producir terremotos artificiales
utilizando el calor del centro de la Tierra.
Pero ninguno de
estos proyectos se aproxima nunca a su realización, y ninguno de los tres
superestados adelanta a los otros dos de un modo definitivo. Lo más notable es
que las tres potencias tienen ya, con la bomba atómica, un arma mucho más
poderosa que cualquiera de las que ahora tratan de convertir en realidad.
Aunque el Partido, según su costumbre, quiere atribuirse el invento, las bombas
atómicas aparecieron por primera vez a principios de los años cuarenta y tantos
de este siglo y fueron usadas en gran escala unos diez años después. En aquella
época cayeron unos centenares de bombas en los centros industriales,
principalmente de la Rusia Europea, Europa Occidental y Norteamérica. El objeto
perseguido era convencer a los gobernantes de todos los países que unas cuantas
bombas más terminarían con la sociedad organizada y por tanto con su poder. A
partir de entonces, y aunque no se llegó a ningún acuerdo formal, no se
arrojaron más bombas atómicas. Las potencias actuales siguen produciendo bombas
atómicas y almacenándolas en espera de la oportunidad decisiva que todos creen
llegará algún día. Mientras tanto, el arte de la guerra ha permanecido
estacionado durante treinta o cuarenta años. Los autogiros se usan más que
antes, los aviones de bombardeo han sido sustituidos en gran parte por los
proyectiles autoimpulsados y el frágil tipo de barco de guerra fue reemplazado
por las fortalezas flotantes, casi imposibles de hundir. Pero, aparte de ello,
apenas ha habido adelantos bélicos. Se siguen usando el tanque, el submarino,
el torpedo, la ametralladora e incluso el rifle y la granada de mano. Y, a
pesar de las interminables matanzas comunicadas por la Prensa y las
telepantallas, las desesperadas batallas de las guerras anteriores en las
cuales morían en pocas semanas centenares de miles e incluso millones de
hombres- no han vuelto a repetirse.
Ninguno de los tres
superestados intenta nunca una maniobra que suponga el riesgo de una seria
derrota. Cuando se lleva a cabo una operación de grandes proporciones, suele
tratarse de un ataque por sorpresa contra un aliado. La estrategia que siguen
los tres superestados -o que pretenden seguir es la misma. Su plan es adquirir,
mediante una combinación, un anillo de bases que rodee completamente a uno de
los estados rivales para firmar luego un pacto de amistad con ese rival y
seguir en relaciones pacíficas con él durante el tiempo que sea preciso para
que se confíen. En este tiempo, se almacenan bombas atómicas en los sitios
estratégicos. Esas bombas, cargadas en los cohetes, serán disparadas algún día
simultáneamente, con efectos tan devastadores que no habrá posibilidad de
respuesta. Entonces se firmará un pacto de amistad con la otra potencia, en
preparación de un nuevo ataque. No es preciso advertir que este plan es un
ensueño de imposible realización. Nunca hay verdadera lucha a no ser en las
zonas disputadas en el Ecuador y en los Polos: no hay invasiones del territorio
enemigo. Lo cual explica que en algunos sitios sean arbitrarias las fronteras
entre los superestados. Por ejemplo, Eurasia podría conquistar fácilmente las
Islas Británicas, que forman parte, geográficamente, de Europa, y también sería
posible para Oceanía avanzar sus fronteras hasta el Rin e incluso hasta el
Vístula. Pero esto violaría el principio -seguido por todos los bandos, aunque
nunca formulado- de la integridad cultural. Así, si Oceanía conquistara las
áreas que antes se conocían con los nombres de Francia y Alemania, sería
necesario exterminar a todos sus habitantes -tarea de gran dificultad física o
asimilarse una población de un centenar de millones de personas que, en lo
técnico, están a la misma altura que los oceánicos. El problema es el mismo
para todos los superestados, siendo absolutamente imprescindible aue su
estructura no entre en contacto con extranjeros, excepto en reducidas
proporciones con prisioneros de guerra y esclavos de color. Incluso el aliado
oficial del momento es considerado con mucha suspicacia. El ciudadano medio de
Oceanía nunca ve a un ciudadano de Eurasia ni de Asia Oriental -aparte de los prisioneros-
y se le prohibe que aprenda lenguas extranjeras. Si se le permitiera entrar en
relación con extranjeros, descubriría que son criaturas iguales a él en lo
esencial y que casi todo lo que se le ha dicho sobre ellos es una sarta de
mentiras. Se rompería así el mundo cerrado y en que vive y quizá desaparecieran
el miedo, el odio y la rigidez fanática en que se basa su moral. Se admite, por
tanto, en los tres Estados que por mucho que cambien de manos Persia, Egipto,
Java o Ceilán, las fronteras principales nunca podrán ser cruzadas más que por
las bombas.
Bajo todo esto
hallamos un hecho al que nunca se alude, pero admitido tácitamente y sobre el
que se basa toda conducta oficial, a saber: que las condiciones de vida de los
tres superestados son casi las mismas. En Oceanía prevalece la ideología
llamada Ingsoc, en Eurasia el neobolchevismo y en Asia Oriental lo que se
conoce por un nombre chino que suele traducirse por «adoración de la muerte»,
pero que quizá quedaría mejor expresado como «desaparición del yo». Al
ciudadano de Oceanía no se le permite saber nada de las otras dos ideologías,
pero se le enseña a condenarlas como bárbaros insultos contra la moralidad y el
sentido común. La verdad es que apenas pueden distinguirse las tres ideologías,
y los sistemas sociales que ellas soportan son los mismos. En los tres existe
la misma estructura piramidal, idéntica adoración a un jefe semidivino, la
misma economía orientada hacia una guerra continua. De ahí que no sólo no
puedan conquistarse mutuamente los tres superestados, sino que no tendrían
ventaja alguna si lo consiguieran. Por el contrario, se ayudan mutuamente
manteniéndose en pugna. Y los grupos dirigentes de las tres Potencias saben y
no saben, a la vez, lo que están haciendo. Dedican sus vidas a la conquista del
mundo, pero están convencidos al mismo tiempo de que es absolutamente necesario
que la guerra continúe eternamente sin ninguna victoria definitiva. Mientras
tanto, el hecho de que no hay peligro de conquista hace posible la denegación
sistemática de la realidad, que es la característica principal del Ingsoc y de
sus sistemas rivales. Y aquí hemos de repetir que, al hacerse continua, la
guerra ha cambiado fundamentalmente de carácter.
En tiempos pasados,
una guerra, casi por definición, era algo que más pronto o más tarde tenía un
final; generalmente, una clara victoria o una derrota indiscutible. Además, en
el pasado, la guerra era uno de los principales instrumentos con que se
mantenían las sociedades humanas en contacto con la realidad física. Todos los
gobernantes de todas las épocas intentaron imponer un falso concepto del mundo
a sus súbditos, pero no podían fomentar ilusiones que perjudicasen la eficacia
militar. Como quiera que la derrota significaba la pérdida de la independencia
o cualquier otro resultado indeseable, habían de tomar serias precauciones para
evitar la derrota. Estos hechos no podían ser ignorados. Aun admitiendo que en
filosofía, en ciencia, en ética o en política dos y dos pudieran ser cinco,
cuando se fabricaba un cañón o un aeroplano tenían que ser cuatro. Las naciones
mal preparadas acababan siempre siendo conquistadas, y la lucha por una mayor
eficacia no admitía ilusiones. Además, para ser eficaces había que aprender del
pasado, lo cual suponía estar bien enterado de lo ocurrido en épocas
anteriores. Los periódicos y los libros de historia eran parciales,
naturalmente, pero habría sido imposible una falsificación como la que hoy se
realiza. La guerra era una garantía de cordura. Y respecto a las clases
gobernantes, era el freno más seguro. Nadie podía ser, desde el poder,
absolutamente irresponsable desde el momento en que una guerra cualquiera podía
ser ganada o perdida.
Pero cuando una
guerra se hace continua, deja de ser peligrosa porque desaparece toda necesidad
militar. El progreso técnico puede cesar y los hechos más palpables pueden ser
negados o descartados como cosas sin importancia. Lo único eficaz en Oceanía es
la Policía del Pensamiento. Como cada uno de los tres superestados es
inconquistable, cada uno de ellos es, por tanto, un mundo separado dentro del
cual puede ser practicada con toda tranquilidad cualquier perversión mental. La
realidad sólo ejerce su presión sobre las necesidades de la vida cotidiana: la
necesidad de comer y de beber, de vestirse y tener un techo, de no beber
venenos ni caerse de las ventanas, etc... Entre la vida y la muerte, y entre el
placer físico y el dolor físico, sigue habiendo una distinción, pero eso es
todo. Cortados todos los contactos con el mundo exterior y con el pasado, el
ciudadano de Oceanía es como un hombre en el espacio interestelar, que no tiene
manera de saber por dónde se va hacia arriba y por dónde hacia abajo. Los
gobernantes de un Estado como éste son absolutos como pudieran serlo los
faraones o los césares. Se ven obligados a evitar que sus gentes se mueran de
hambre en cantidades excesivas, y han de mantenerse al mismo nivel de baja
técnica militar que sus rivales. Pero, una vez conseguido ese mínimo, pueden
retorcer y deformar la realidad dándole la forma que se les antoje.
Por tanto, la
guerra de ahora, comparada con las antiguas, es una impostura. Se podría
comparar esto a las luchas entre ciertos rumiantes cuyos cuernos están
colocados de tal manera que no pueden herirse. Pero aunque es una impostura, no
deja de tener sentido. Sirve para consumir el sobrante de bienes y ayuda a
conservar la atmósfera mental imprescindible para una sociedad jerarquizado.
Como se ve, la guerra es ya sólo un asunto de política interna. En el pasado,
los grupos dirigentes de todos los países, aunque reconocieran sus propios
intereses e incluso los de sus enemigos y gritaran en lo posible la
destructividad de la guerra, en definitiva luchaban unos contra otros y el
vencedor aplastaba al vencido. En nuestros días no luchan unos contra otros,
sino cada grupo dirigente contra sus propios súbditos, y el objeto de la guerra
no es conquistar territorio ni defenderlo, sino mantener intacta la estructura
de la sociedad. Por lo tanto, la palabra guerra se ha hecho equívoca. Quizá
sería acertado decir que la guerra, al hacerse continua, ha dejado de existir.
La presión que ejercía sobre los seres humanos entre la Edad neolítica y
principios del siglo XX ha desaparecido, siendo sustituida por algo
completamente distinto. El efecto sería muy parecido si los tres superestados,
en vez de pelear cada uno con los otros, llegaran al acuerdo -respetándole- de
vivir en paz perpetua sin traspasar cada uno las fronteras del otro. En ese
caso, cada uno de ellos seguiría siendo un mundo cerrado libre de la angustiosa
influencia del peligro externo. Una paz que fuera de verdad permanente sería lo
mismo que una guerra permanente. Éste es el sentido verdadero (aunque la
mayoría de los miembros del Partido lo entienden sólo de un modo superficial)
de la consigna del Partido: la guerra es la paz.
Winston dejó de
leer un momento. A una gran distancia había estallado una bomba. La inefable
sensación de estar leyendo el libro prohibido, en una habitación sin
telepantalla, seguía llenándolo de satisfacción. La soledad y la seguridad eran
sensaciones físicas, mezcladas por el cansancio de su cuerpo, la suavidad de la
alfombra, la caricia de la débil brisa que entraba por la ventana... El libro
le fascinaba o, más exactamente, lo tranquilizaba. En cierto sentido, no le
enseñaba nada nuevo, pero esto era una parte de su encanto. Decía lo que el
propio Winston podía haber dicho, si le hubiera sido posible ordenar sus
propios pensamientos y darles una clara expresión. Este libro era el producto
de una mente semejante a la suya, pero mucho más poderosa, más sistemática y
libre de temores. Pensó Winston que los mejores libros son los que nos dicen lo
que ya sabemos. Había vuelto al capítulo I cuando oyó los pasos de Julia en la
escalera. Se levantó del sillón para salirle al encuentro. Julia entró en ese
momento, tiró su bolsa al suelo y se lanzó a los brazos de él. Hacía más de una
semana que no se habían visto.
-Tengo el libro
-dijo Winston en cuanto se apartaron. -¿Ah, sí?. Muy bien -dijo ella sin gran
interés y casi inmediatamente se arrodilló junto a la estufa para hacer café.
No volvieron a
hablar del libro hasta después de media hora de estar en la cama. La tarde era
bastante fresca para que mereciera la pena cerrar la ventana. De abajo llegaban
las habituales canciones y el ruido de botas sobre el empedrado. La mujer de
los brazos rojizos parecía no moverse del patio. A todas horas del día estaba
lavando y tendiendo ropa. Julia tenía sueño, Winston volvió a coger el libro,
que estaba en el suelo, y se sentó apoyando la espalda en la cabecera de la
cama.
-Tenemos que leerlo
-dijo-. Y tú también. Todos los miembros de la Hermandad deben leerlo.
-Léelo tú -dijo
Julia con los ojos cerrados-. Léelo en voz alta. Así es mejor. Y me puedes
explicar los puntos difíciles.
El viejo reloj
marcaba las seis, o sea, las dieciocho. Disponían de tres o cuatro horas más.
Winston se puso el libro abierto sobre las rodillas en ángulo y empezó a leer:
CAPÍTULO PRIMERO
La ignorancia es la
fuerza
»Durante todo el
tiempo de que se tiene noticia, probablemente desde fines del período
neolítico, ha habido en el mundo tres clases de personas: los Altos, los
Medianos y los Bajos. Se han subdividido de muchos modos, han llevado muy
diversos nombres y su número relativo, así como la actitud que han guardado
unos hacia otros, han variado de época en época; pero la estructura esencial de
la sociedad nunca ha cambiado. Incluso después de enormes con mociones y de
cambios que parecían irrevocables, la misma estructura ha vuelto a imponerse,
igual que un giroscopio vuelve siempre a la posición de equilibrio por mucho
que lo empujemos en un sentido o en otro.
-Julia, ¿estás
despierta? -dijo Winston.
-Sí, amor mío, te
escucho. Sigue. Es maravilloso.
Winston continuó
leyendo:
Los fines de estos
tres grupos son inconcebibles. Los Altos quieren quedarse donde están. Los
Medianos tratan de arrebatarles sus puestos a los Altos. La finalidad de los
Bajos, cuando la tienen -porque su principal característica es hallarse
aplastados por las exigencias de la vida cotidiana-, consiste en abolir todas
las distinciones y crear una sociedad en que todos los hombres sean iguales.
Así, vuelve a presentarse continuamente la misma lucha social. Durante largos
períodos, parece que los Altos se encuentran muy seguros en su poder, pero
siempre llega un momento en que pierden la confianza en sí mismos o se debilita
su capacidad para gobernar, o ambas cosas a la vez. Entonces son derrotados por
los Medianos, que llevan junto a ellos a los Bajos porque les han asegurado que
ellos representan la libertad y la justicia. En cuanto logran sus objetivos,
los Medianos abandonan a los Bajos y los relegan a su antigua posición de
servidumbre, convirtiéndose ellos en los Altos. Entonces, un grupo de los
Medianos se separa de los demás y empiezan a luchar entre ellos. De los tres
grupos, solamente los Bajos no logran sus objetivos ni siquiera
transitoriamente. Sería exagerado afirmar que en toda la Historia no ha habido
progreso material. Aun hoy, en un período de decadencia, el ser humano se
encuentra mejor que hace unos cuantos siglos. Pero ninguna reforma ni
revolución alguna han conseguido acercarse ni un milímetro a la igualdad
humana. Desde el punto de vista de los Bajos, ningún cambio histórico ha
significado mucho más que un cambio en el nombre de sus amos.
A fines del siglo
XIX eran muchos los que habían visto claro este juego. De ahí que surgieran
escuelas del pensamiento que interpretaban la Historia como un proceso cíclico
y aseguraban que la desigualdad era la ley inalterable de la vida humana. Desde
luego, esta doctrina ha tenido siempre sus partidarios, pero se había
introducido un cambio significativo. En el pasado, la necesidad de una forma
jerárquica de la sociedad había sido la doctrina privativa de los Altos. Fue
defendida por reyes, aristócratas, jurisconsultos, etc. Los Medianos, mientras
luchaban por el poder, utilizaban términos como «libertad», «justicia» y
«fraternidad». Sin embargo, el concepto de la fraternidad humana empezó a ser
atacado por individuos que todavía no estaban en el Poder, pero que esperaban
estarlo pronto. En el pasado, los Medianos hicieron revoluciones bajo la
bandera de la igualdad, pero se limitaron a imponer una nueva tiranía apenas
desaparecida la anterior. En cambio, los nuevos grupos de Medianos proclamaron
de antemano su tiranía. El socialismo, teoría que apareció a principios del
siglo XIX y que fue el último eslabón de una cadena que se extendía hasta las
rebeliones de esclavos en la Antigüedad, seguía profundamente infestado por las
viejas utopías. Pero a cada variante de socialismo aparecida a partir de 1900
se abandonaba más abiertamente la pretensión de establecer la libertad y la
igualdad. Los nuevos movimientos que surgieron a mediados del siglo, Ingsoc en
Oceanía, neobolchevismo en Eurasia y adoración de la muerte en Asia oriental,
tenían como finalidad consciente la perpetuación de la falta de libertad y de
la desigualdad social. Estos nuevos movimientos, claro está, nacieron de los
antiguos y tendieron a conservar sus nombres y aparentaron respetar sus
ideologías. Pero el propósito de todos ellos era sólo detener el progreso e
inmovilizar a la Historia en un momento dado. El movimiento de péndulo iba a
ocurrir una vez más y luego a detenerse. Como de costumbre, los Altos serían
desplazados por los Medianos, que entonces se convertirían a su vez en Altos,
pero esta vez, por una estrategia consciente, estos últimos Altos conservarían
su posición permanentemente.
Las nuevas
doctrinas surgieron en parte a causa de la acumulación de conocimientos
históricos y del aumento del sentido histórico, que apenas había existido antes
del siglo XIX. Se entendía ya el movimiento cíclico de la Historia, o parecía
entenderse; y al ser comprendido podía ser también alterado. Pero la causa
principal y subyacente era que ya a principios del siglo XX era técnicamente
posible la igualdad humana. Seguía siendo cierto que los hombres no eran
iguales en sus facultades innatas y que las funciones habían de especializarse
de modo que favorecían inevitablemente a unos individuos sobre otros; pero ya
no eran precisas las diferencias de clase ni las grandes diferencias de
riqueza. Antiguamente, las diferencias de clase no sólo habían sido
inevitables, sino deseables. La desigualdad era el precio de la civilización.
Sin embargo, el desarrollo del maquinismo iba a cambiar esto. Aunque fuera aún
necesario que los seres humanos realizaran diferentes clases de trabajo, ya no
era preciso que vivieran en diferentes niveles sociales o económicos. Por tanto,
desde el punto de vista de los nuevos grupos que estaban a punto de apoderarse
del mando, no era ya la igualdad humana un ideal por el que convenía luchar,
sino un peligro que había de ser evitado. En épocas más antiguas, cuando una
sociedad justa y pacífica no era posible, resultaba muv fácil creer en ella. La
idea de un paraíso terrenal en el que los hombres vivirían como hermanos, sin
leyes y sin trabajo agotador, estuvo obsesionando a muchas imaginaciones
durante miles de años. Y esta visión tuvo una cierta importancia incluso entre
los grupos que de hecho se aprovecharon de cada cambio histórico. Los herederos
de la Revolución francesa, inglesa y americana habían creído parcialmente en
sus frases sobre los derechos humanos, libertad de expresión, igualdad ante la
ley y demás, e incluso se dejaron influir en su conducta por algunas de ellas
hasta cierto punto. Pero hacia la década cuarta del siglo XX todas las
corrientes de pensamiento político eran autoritarias. Pero ese paraíso terrenal
quedó desacreditado precisamente cuando podía haber sido realizado, y en el
segundo cuarto del siglo XX volvieron a ponerse en práctica procedimientos que
ya no se usaban desde hacía siglos: encarcelamiento sin proceso, empleo de los
prisioneros de guerra como esclavos, ejecuciones públicas, tortura para extraer
confesiones, uso de rehenes y deportación de poblaciones en masa. Todo esto se
hizo habitual y fue defendido por individuos considerados como inteligentes y
avanzados. Los nuevos sistemas políticos se basaban en la jerarquía v la
regimentación.
Después de una
década de guerras nacionales, guerras civiles, revoluciones v
contrarrevoluciones en todas partes del mundo, surgieron el Ingsoc v sus
rivales como teorías políticas inconmovibles. Pero ya las habían anunciado los
varios sistemas, generalmente llamados totalitarios, que aparecieron durante el
segundo cuarto de siglo y se veía claramente el perfil que había de tener el
mundo futuro. La nueva aristocracia estaba formada en su mayoría por
burócratas, hombres de ciencia, técnicos, organizadores sindicales,
especialistas en propaganda, sociólogos, educadores, Periodistas y políticos
profesionales. Esta gente, cuyo origen estaba en la clase media asalariada y en
la capa superior de la clase obrera, había sido formada y agrupada por el mundo
inhóspito de la industria monopolizada y el gobierno centralizado. Comparados
con los miembros de las clases dirigentes en el pasado, esos hombres eran menos
avariciosos, les tentaba menos el lujo y más el placer de mandar, y, sobre
todo, tenían más consciencia de lo que estaban haciendo y se dedicaban con
mayor intensidad a aplastar a la oposición. Esta última diferencia era
esencial. Comparadas con la que hoy existe, todas las tiranías del pasado
fueron débiles e ineficaces. Los grupos gobernantes se hallaban contagiados
siempre en cierta medida por las ideas liberales y no les importaba dejar cabos
sueltos por todas partes. Sólo se preocupaban por los actos realizados y no se
interesaban por lo que los súbditos pudieran pensar. En parte, esto se debe a
que en el pasado ningún Estado tenía el poder necesario para someter a todos
sus ciudadanos a una vigilancia constante. Sin embargo, el invento de la
imprenta facilitó mucho el manejo de la opinión pública, y el cine y la radio contribuyeron
en gran escala a acentuar este proceso. Con el desarrollo de la televisión y el
adelanto técnico que hizo posible recibir y transmitir simultáneamente en el
mismo aparato, terminó la vida privada. Todos los ciudadanos, o por lo menos
todos aquellos ciudadanos que poseían la suficiente importancia para que
mereciese la pena vigilarlos, podían ser tenidos durante las veinticuatro horas
del día bajo la constante observación de la policía y rodeados sin cesar por la
propaganda oficial, mientras que se les cortaba toda comunicación con el mundo
exterior.
Por primera vez en
la Historia existía la posibilidad de forzar a los gobernados, no sólo a una
completa obediencia a la voluntad del Estado, sino a la completa uniformidad de
opinión.
Después del período
revolucionario entre los años cincuenta y tantos y setenta, la sociedad volvió
a agruparse como siempre, en Altos, Medios y Bajos. Pero el nuevo grupo de
Altos, a diferencia de sus predecesores, no actuaba ya por instinto, sino que
sabía lo que necesitaba hacer para salvaguardar su posición. Los privilegiados
se habían dado cuenta desde hacía bastante tiempo de que la base más segura
para la oligarquía es el colectivismo. La riqueza y los privilegios se
defienden más fácilmente cuando se poseen conjuntamente. La llamada «abolición
de la propiedad privada», que ocurrió a mediados de este siglo, quería decir
que la propiedad iba a concentrarse en un número mucho menor de manos que
anteriormente, pero con esta diferencia: que los nuevos dueños constituirían un
grupo en vez de una masa de individuos. Individualmente, ningún miembro del
Partido posee nada, excepto insignificantes objetos de uso personal.
Colectivamente, el Partido es el dueño de todo lo que hay en Oceanía, porque lo
controla todo y dispone de los productos como mejor se le antoja. En los años
que siguieron, la Revolución pudo ese grupo tomar el mando sin encontrar apenas
oposición porque todo el proceso fue presentado como un acto de
colectivización. Siempre se había dado por cierto que si la clase capitalista
era expropiada, el socialismo se impondría, y era un hecho que los capitalistas
habían sido expropiados. Las fábricas, las minas, las tierras, las casas, los
medios de transporte, todo se les había quitado, y como todo ello dejaba de ser
propiedad privada, era evidente que pasaba a ser propiedad pública. El Ingsoc,
procedente del antiguo socialismo y que había heredado su fraseología, realizó,
los principios fundamentales de ese socialismo, con el resultado previsto y
deseado, de que la desigualdad económica se hizo permanente.
Pero los problemas
que plantea la perpetuación de una sociedad jerarquizada son mucho más
complicados. Sólo hay cuatro medios de que un grupo dirigente sea derribado del
Poder. O es vencido desde fuera, o gobierna tan ineficazmente que las masas se
le rebelan, o permite la formación de un grupo medio que lo pueda desplazar, o
pierde la confianza en sí mismo y la voluntad de mando. Estas causas no operan
sueltas, y por lo general se presentan las cuatro combinadas en cierta medida.
El factor que decide en última instancia es la actitud mental de la propia
clase gobernante.
Después de mediados
del siglo XX, el primer peligro había desaparecido. No había posibilidad de una
derrota infligida por una Potencia enemiga. Cada uno de los tres superestados
en que ahora se divide el mundo es inconquistable, y sólo podría llegar a ser
conquistado por lentos cambios demográficos, que un Gobierno con amplios
poderes puede evitar muy fácilmente. El segundo peligro es sólo teórico. Las
masas nunca se levantan por su propio impulso y nunca lo harán por la sola
razón de que están oprimidas. Las crisis económicas del pasado fueron
absolutamente innecesarias y ahora no se tolera que ocurran, pero de todos
modos ninguna razón de descontento podrá tener ahora resultados políticos, ya
que no hay modo de que el descontento se articule. En cuanto al problema de la
superproducción, que ha estado latente en nuestra socielad desde el desarrollo
del maquinismo, queda resuelto por el recurso de la guerra continua (véase el
capítulo III), que es también necesaria para mantener la moral pública a un
elevado nivel. Por tanto, desde el punto de vista de nuestros actuales
gobernantes, los únicos peligros auténticos son la aparición de un nuevo grupo
de personas muy capacitadas y ávidas de poder o el crecimiento del espíritu
liberal y del escepticismo en las propias filas gubernamentales. O sea, todo se
reduce a un problema de educación, a moldear continuamente la mentalidad del
grupo dirigente y del que se halla inmediatamente debajo de él. En cambio, la
consciencia de las masas sólo ha de ser influida de un modo negativo.
Con este fondo se
puede deducir la estructura general de la sociedad de Oceanía. En el vértice de
la pirámide está el Gran Hermano. Éste es infalible v todopoderoso. Todo
triunfo, todo descubrimiento científico, toda sabiduría, toda felicidad, toda
virtud, se considera que procede directamente de su inspiración y de su poder.
Nadie ha visto nunca al Gran Hermano. Es una cara en los carteles, una voz en
la telepantalla. Podemos estar seguros de que nunca morirá y no hay manera de
saber cuándo nació. El Gran Hermano es la concreción con que el Partido se
presenta al mundo. Su función es actuar como punto de mira para todo amor,
miedo o respeto, emociones que se sienten con mucha mayor facilidad hacia un
individuo que hacia una organización. Detrás del Gran Hermano se halla el
Partido Interior, del cual sólo forman parte seis millones de personas, o sea,
menos del seis por ciento de la población de Oceanía. Después del Partido
Interior, tenernos el Partido Exterior; y si el primero puede ser descrito como
«el cerebro del Estado», el segundo pudiera ser comparado a las manos. Más
abajo se encuentra la masa amorfa de los proles, que constituyen quizá el 85
por ciento de la población. En los términos de nuestra anterior clasificación,
los proles son los Bajos. Y las masas de esclavos procedentes de las tierras
ecuatoriales, que pasan constantemente de vencedor a vencedor (no olvidemos que
«vencedor» sólo debe ser tomado de un modo relativo) y no forman parte de la
población propiamente dicha.
En principio, la
pertenencia a estos tres grupos no es hereditaria. No se considera que un niño
nazca dentro del Partido Interior porque sus padres pertenezcan a él. La
entrada en cada una de las ramas del Partido se realiza mediante examen a la
edad de dieciséis años. Tampoco hay prejuicios raciales ni dominio de una
provincia sobre otra. En los más elevados puestos del Partido encontramos
judíos, negros, sudamericanos de pura sangre india, y los dirigentes de
cualquier - zona proceden siempre de los habitantes de ese área. En ninguna
parte de Oceanía tienen sus habitantes la sensación de ser una población
colonial regida desde una capital remota. Oceanía no tiene capital y su jefe
titular es una persona cuya residencia nadie conoce. No está centralizada en
modo alguno, aparte de que el inglés es su principal lingua franca y que la
neolengua es su idioma oficial. Sus gobernantes no se hallan ligados por lazos
de sangre, sino por la adherencia a una doctrina común. Es verdad que nuestra
sociedad se compone de estratos -una división muy rígida en estratos-
ateniéndose a lo que a primera vista parecen normas hereditarias. Hay mucho
menos intercambio entre los diferentes grupos de lo que había en la época
capitalista o en las épocas preindustriales. Entre las dos ramas del Partido se
verifica algún intercambio, pero solamente lo necesario para que los débiles
sean excluidos del Partido Interior y que los miembros ambiciosos del Partido
Exterior pasen a ser inofensivos al subir de categoría. En la práctica, los
proletarios no pueden entrar en el Partido. Los más dotados de ellos, que
podían quizá constituir un núcleo de descontentos, son fichados por la Policía
del Pensamiento y eliminados. Pero semejante estado de cosas no es permanente
ni de ello se hace cuestión de principio. El Partido no es una clase en el
antiguo sentido de la palabra. No se propone transmitir el poder a sus hijos
como tales descendientes directos, y si no hubiera otra manera de mantener en
los puestos de mando a los individuos más capaces, estaría dispuesto el Partido
a reclutar una generación completamente nueva de entre las filas del
proletariado. En los años cruciales, el hecho de que el Partido no fuera un
cuerpo hereditario contribuyó muchísimo a neutralizar la oposición. El
socialista de la vieja escuela, acostumbrado a luchar contra algo que se
llamaba «privilegios de clase», daba por cierto que todo lo que no es
hereditario no puede ser permanente. No comprendía que la continuidad de una
oligarquía no necesita ser física ni se paraba a pensar que las aristocracias
hereditarias han sido siempre de corta vida, mientras que organizaciones
basadas en la adopción han durado centenares y miles de años. Lo esencial de la
regla oligárquica no es la herencia de padre a hijo, sino la persistencia de
una cierta manera de ver el mundo y de un cierto modo de vida impuesto por los
muertos a los vivos. Un grupo dirigente es tal grupo dirigente en tanto pueda nombrarla
sus sucesores. El Partido no se preocupa de perpetuar su sangre, sino de
perpetuarse a sí mismo. No importa quién detenta el Poder con tal de que la
estructura jerárquica sea siempre la misma.
Todas las
creencias, costumbres, aficiones, emociones y actitudes mentales que
caracterizan a nuestro tiempo sirven para sostener la mística del Partido y
evitar que la naturaleza de la sociedad actual sea percibido por la masa. La
rebelión física o cualquier movimiento preliminar hacia la rebelión no es posible
en nuestros días. Nada hay que temer de los proletarios. Dejados aparte,
continuarán, de generación en generación y de siglo en siglo, trabajando,
procreando y muriendo, no sólo sin sentir impulsos de rebelarse, sino sin la
facultad de comprender que el mundo podría ser diferente de lo que es. Sólo
podrían convertirse en peligrosos si el progreso de la técnica industrial
hiciera necesario educarles mejor; pero como la rivalidad militar y comercial
ha perdido toda importancia, el nivel de la educación popular declina
continuamente. Las opiniones que tenga o no tenga la masa se consideran con
absoluta indiferencia. A los proletarios se les puede conceder la libertad
intelectual por la sencilla razón de que no tienen intelecto alguno. En cambio,
a un miembro del Partido no se le puede tolerar ni siquiera la más pequeña
desviación ideológica.
Todo miembro del
Partido vive, desde su nacimiento hasta su muerte, vigilado por la Policía del
Pensamiento. Incluso cuando está solo no puede tener la seguridad de hallarse
efectivamente solo. Dondequiera que esté, dormido o despierto, trabajando o
descansando, en el baño o en la cama, puede ser inspeccionado sin previo aviso
y sin que él sepa que lo inspeccionan. Nada de lo que hace es indiferente para
la Policía del Pensamiento. Sus amistades, sus distracciones, su conducta con
su mujer y sus hijos, la expresión de su rostro cuando se encuentra solo, las
palabras que murmura durmiendo, incluso los movimientos característicos de su
cuerpo, son analizados escrupulosamente. No sólo una falta efectiva en su
conducta, sino cualquier pequeña excentricidad, cualquier cambio de costumbres,
cualquier gesto nervioso que pueda ser el síntoma de una lucha interna, será
estudiado con todo interés. El miembro del Partido carece de toda libertad para
decidirse por una dirección determinada; no puede elegir en modo alguno. Por
otra parte, sus actos no están regulados por ninguna ley ni por un código de
conducta claramente formulado. En Oceanía no existen leyes. Los pensamientos y
actos que, una vez descubiertos, acarrean la muerte segura, no están prohibidos
expresamente y las interminables purgas, torturas, detenciones y vaporizaciones
no se le aplican al individuo como castigo por crímenes que haya cometido, sino
que son sencillamente el barrido de personas que quizás algún día pudieran
cometer un crimen político. No sólo se le exige al miembro del Partido que
tenga las opiniones que se consideran buenas, sino también los instintos
ortodoxos. Muchas de las creencias y actitudes que se le piden no llegan a
fijarse nunca en normas estrictas y no podrían ser proclamadas sin incurrir en
flagrantes contradicciones con los principios mismos del Ingsoc. Si una persona
es ortodoxa por naturaleza (en neolengua se le llama piensabien) sabrá en cualquier
circunstancia, sin detenerse a pensarlo, cuál es la creencia acertada o la
emoción deseable. Pero en todo caso, un enfrentamiento mental complicado, que
comienza en la infancia y se concentra en torno a las palabras neolingüísticas
paracrimen, negroblanco y dobíepensar, le convierte en un ser incapaz de pensar
demasiado sobre cualquier tema.
Se espera que todo
miembro del Partido carezca de emociones privadas y que su entusiasmo no se
enfríe en ningún momento. Se supone que vive en un continuo frenesí de odio
contra los enemigos extranjeros y los traidores de su propio país, en una
exaltación triunfal de las victorias y en absoluta humildad y entrega ante el
Poder y la sabiduría del Partido. Los descontentos producidos por esta vida tan
seca y poco satisfactoria son suprimidos de raíz mediante la vibración
emocional de los Dos Minutos de Odio, y las especulaciones que podrían quizá
llevar a una actitud escéptica o rebelde son aplastadas en sus comienzos o,
mejor dicho, antes de asomar a la consciencia, mediante la disciplina interna
adquirida desde la niñez. La primera etapa de esta disciplina, que puede ser
enseñada incluso a los niños, se llama en neolengua paracrimen. Paracrimen
significa la facultad de parar, de cortar en seco, de un modo casi instintivo,
todo pensamiento peligroso que pretenda salir a la superficie. Incluye esta
facultad la de no percibir las analogías, de no darse cuenta de los errores de
lógica, de no comprender los razonamientos más sencillos si son contrarios a
los principios del Ingsoc de sentirse fastidiado e incluso asqueado por todo
pensamiento orientado en una dirección herética. Paracrimen equivale, pues, a
estupidez protectora. Pero no basta con la estupidez. Por el contrario, la
ortodoxia en su más completo sentido exige un control sobre nuestros procesos
mentales, un autodominio tan completo como el de una contorsionista sobre su
cuerpo. La sociedad oceánica se apoya en definitiva sobre la creencia de que el
Gran Hermano es omnipotente y que el Partido es infalible. Pero como en
realidad el Gran Hermano no es omnipotente y el Partido no es infalible, se
requiere una incesante flexibilidad para enfrentarse con los hechos. La palabra
clave en esto es negroblanco. Como tantas palabras neolingüísticas, ésta tiene
dos significados contradictorios. Aplicada a un contrario, significa la
costumbre de asegurar descaradamente que lo negro es blanco en contradicción
con la realidad de los hechos. Aplicada a un miembro del Partido significa la
buena y leal voluntad de afirmar que lo negro es blanco cuando la disciplina
del Partido lo exija. Pero también se designa con esa palabra la facultad de
creer que lo negro es blanco, más aún, de saber que lo negro es blanco y
olvidar que alguna vez se creyó lo contrario. Esto exige una continua alteración
del pasado, posible gracias al sistema de pensamiento que abarca a todo lo
demás y que se conoce con el nombre de doblepensar.
La alteración del
pasado es necesaria por dos razones, una de las cuales es subsidiaria y, por
decirlo así, de precaución. La razón subsidiaria es que el miembro del Partido,
lo mismo que el proletario, tolera las condiciones de vida actuales, en gran
parte porque no tiene con qué compararlas. Hay que cortarle radicalmente toda
relación con el pasado, así como hay que aislarlo de los países extranjeros,
porque es necesario que se crea en mejores condiciones que sus antepasados y
que se haga la ilusión de que el nivel de comodidades materiales crece sin
cesar. Pero la razón más importante para «reformar» el pasado es la necesidad
de salvaguardar la infalibilidad del Partido. No solamente es preciso poner al
día los discursos, estadísticas y datos de toda clase para demostrar que las
predicciones del Partido nunca fallan, sino que no puede admitirse en ningún
caso que la doctrina política del Partido haya cambiado lo más mínimo porque
cualquier variación de táctica política es una confesión de debilidad. Si, por
ejemplo, Eurasia o Asia Orienta¡ es la enemiga de hoy, es necesario que ese
país (el que sea de los dos, según las circunstancias) figure como el enemigo
de siempre. Y si los hechos demuestran otra cosa, habrá que cambiar los hechos.
Así, la Historia ha de ser escrita continuamente. Esta falsificación diaria del
pasado, realizada por el Ministerio de la Verdad, es tan imprescindible para la
estabilidad del régimen como la represión y el espionaje efectuados por el
Ministerio del Amor.
La mutabilidad del
pasado es el eje del Ingsoc. Los acontecimientos pretéritos no tienen
existencia objetiva, sostiene el Partido, sino que sobreviven sólo en los
documentos y en las memorias de los hombres. El pasado es únicamente lo que
digan los testimonios escritos y la memoria humana. Pero como quiera que el
Partido controla por completo todos los documentos y también la mente de todos
sus miembros, resulta que el pasado será lo que el Partido quiera que sea.
También resulta que aunque el pasado puede ser cambiado, nunca lo ha sido en
ningún caso concreto. En efecto, cada vez que ha habido que darle nueva forma
por las exigencias del momento, esta nueva versión es ya el pasado y no ha
existido ningún pasado diferente. Esto sigue siendo así incluso cuando -como
ocurre a menudo- el mismo acontecimiento tenga que ser alterado, hasta hacerse
irreconocible, varias veces en el transcurso de un año. En cualquier momento se
halla el Partido en posesión de la verdad absoluta y, naturalmente, lo absoluto
no puede haber sido diferente de lo que es ahora. Se verá, pues, que el control
del pasado depende por completo del entrenamiento de la memoria. La seguridad
de que todos los escritos están de acuerdo con el punto de vista ortodoxo que
exigen las circunstancias, no es más que una labor mecánica. Pero también es
preciso
recordar que los
acontecimientos ocurrieron de la manera deseada. Y si es necesario adaptar de
nuevo nuestros recuerdos o falsificar los documentos, también es necesario
olvidar que se ha hecho esto. Este truco puede aprenderse como cualquier otra
técnica mental. La mayoría de los miembros del Partido lo aprenden y desde
luego lo consiguen muy bien todos aquellos que son inteligentes además de
ortodoxos. En el antiguo idioma se conoce esta operación con toda franqueza
como «control de la realidad». En neolengua se le llama doblepensar, aunque
también es verdad que doblepensar comprende muchas cosas.
Doblepensar
significa el poder, la facultad de sostener dos opiniones contradictorias
simultáneamente, dos creencias contrarias albergadas a la vez en la mente. El
intelectual del Partido sabe en qué dirección han de ser alterados sus
recuerdos; por tanto, sabe que está trucando la realidad; pero al mismo tiempo
se satisface a sí mismo por medio del ejercicio del doblepensar en el sentido
de que la realidad no queda violada. Este proceso ha de ser consciente, pues,
si no, no se verificaría con la suficiente precisión, pero también tiene que
ser inconsciente para que no deje un sentimiento de falsedad y, por tanto, de
culpabilidad. El doblepensar está arraigando en el corazón mismo del Ingsoc, ya
que el acto esencial del Partido es el empleo del engaño consciente,
conservando a la vez la firmeza de propósito que caracteriza a la auténtica
honradez. Decir mentiras a la vez que se cree sinceramente en ellas, olvidar
todo hecho que no convenga recordar, y luego, cuando vuelva a ser necesario,
sacarlo del olvido sólo por el tiempo que convenga, negar la existencia de la
realidad objetiva sin dejar ni por un momento de saber que existe esa realidad
que se niega.... todo esto es indispensable. Incluso para usar la palabra
doblepensar es preciso emplear el doblepensar. Porque para usar la palabra se
admite que se están haciendo trampas con la realidad. Mediante un nuevo acto de
doblepensar se borra este conocimiento; y así indefinidamente, manteniéndose la
mentira siempre unos pasos delante de la verdad. En definitiva, gracias al
doblepensar ha sido capaz el Partido -y seguirá siéndolo durante miles de años-
de parar el curso de la Historia.
Todas las
oligarquías del pasado han perdido el poder porque se anquilosaron o por
haberse reblandecido excesivamente. O bien se hacían estúpidas y arrogantes,
incapaces de adaptarse a las nuevas circunstancias, y eran vencidas, o bien se
volvían liberales y cobardes, haciendo concesiones cuando debieron usar la
fuerza, y también fueron derrotadas. Es decir, cayeron por exceso de
consciencia o por pura inconsciencia. El gran éxito del Partido es haber
logrado un sistema de pensamiento en que tanto la consciencia como la
inconsciencia pueden existir simultáneamente. Y ninguna otra base intelectual
podría servirle al Partido para asegurar su permanencia. Si uno ha de gobernar,
y de seguir gobernando siempre, es imprescindible que desquicie el sentido de
la realidad. Porque el secreto del gobierno infalible consiste en combinar la
creencia en la propia infalibilidad con la facultad de aprender de los pasados
errores.
No es preciso decir
que los más sutiles cultivadores del doblepensar son aquellos que lo inventaron
y que saben perfectamente que este sistema es la mejor organización del engaño
mental. En nuestra sociedad, aquellos que saben mejor lo que está ocurriendo
son a la vez los que están más lejos de ver al mundo como realmente es. En
general, a mayor comprensión, mayor autoengaño: los más inteligentes son en
esto los menos cuerdos. Un claro ejemplo de ello es que la histeria de guerra
aumenta en intensidad a medida que subimos en la escala social. Aquellos cuya
actitud hacia la guerra es más racional son los súbditos de los territorios
disputados. Para estas gentes, la guerra es sencillamente una calamidad
continua que pasa por encima de ellos con movimiento de marca. Para ellos es
completamente indiferente cuál de los bandos va a ganar. Saben que un cambio de
dueño significa sólo que seguirán haciendo el mismo trabajo que antes, pero
sometidos a nuevos amos que los tratarán lo mismo que los anteriores. Los
trabajadores algo más favorecidos, a los que llamamos proles, sólo se dan
cuenta de un modo intermitente de que hay guerra. Cuando es necesario se les
inculca el frenesí de odio y miedo, pero si se les deja tranquilos son capaces
de olvidar durante largos períodos que existe una guerra. Y en las filas del
Partido sobre todo en las del Partido Interior hallarnos el verdadero
entusiasmo bélico. Sólo creen en la conquista del mundo los que saben que es
imposible. Esta peculiar trabazón de elementos opuestos -conocimiento con
ignorancia, cinismo con fanatismo- es una de las características distintivas de
la sociedad oceánica. La ideología oficial abunda en contradicciones incluso
cuando no hay razón alguna que las justifique. Así, el Partido rechaza y
vilifica todos los principios que defendió en un principio el movimiento
socialista, y pronuncia esa condenación precisamente en nombre del socialismo.
Predica el desprecio de las clases trabajadoras. Un desprecio al que nunca se había
llegado, y a la vez viste a sus miembros con un uniforme que fue en tiempos el
distintivo de los obreros manuales y que fue adoptado por esa misma razón.
Sistemáticamente socava la solidaridad de la familia y al mismo tiempo llama a
su jefe supremo con un nombre que es una evocación de la lealtad familiar.
Incluso los nombres de los cuatro ministerios que los gobiernan revelan un gran
descaro al tergiversar deliberadamente los hechos. El Ministerio de la Paz se
ocupa de la guerra; El Ministerio de la Verdad, de las mentiras; el Ministerio
del Amor, de Ia tortura, y el Ministerio de la Abundancia, del hambre. Estas
contradicciones no son accidentales, no resultan de la hipocresía corriente.
Son ejercicios de doblepensar. Porque sólo mediante la reconciliación de las
contradicciones es posible retener el mando indefinidamente. Si no, se volvería
al antiguo ciclo. Si la igualdad humana ha de ser evitada para siempre, si los
Altos, como los hemos llamado, han de conservar sus puestos de un modo
permanente, será imprescindible que el estado mental predominante sea la locura
controlada.
Pero hay una
cuestión que hasta ahora hemos dejado a un lado. A saber: ¿por qué debe ser
evitada la igualdad humana? Suponiendo que la mecánica de este proceso haya
quedado aquí claramente descrita, debemos preguntamos ¿cuál es el motivo de
este enorme y minucioso esfuerzo planeado para congelar la historia de un
determinado momento?
Llegamos con esto
al secreto central. Como hemos visto, la mística del Partido, y sobre todo la
del Partido Interior, depende del doblepensar. Pero a más profundidad aún, se
halla el motivo central, el instinto nunca puesto en duda, el instinto que los
llevó por primera vez a apoderarse de los mandos y que produjo el doblepensar,
la Policía del Pensamiento, la guerra continua y todos los demás elementos que
se han hecho necesarios para el sostenimiento del Poder. Este motivo consiste
realmente en...
Winston se dio
cuenta del silencio, lo mismo que se da uno cuenta de un nuevo ruido. Le
parecía que Julia había estado completamente inmóvil desde hacia un rato.
Estaba echada de lado, desnuda de la cintura para arriba, con su mejilla
apoyada en la mano y una sombra oscura atravesándole los ojos. Su seno subía y
bajaba poco a poco y con regularidad.
-Julia.
No hubo respuesta.
-Julia, ¿estás
despierta?
Silencio. Estaba
dormida. Cerró el libro y lo depositó cuidadosamente en el suelo, se echó y
estiró la colcha sobre los dos.
Todavía, pensó, no
se había enterado de cuál era el último secreto. Entendía el cómo; no entendía
el porqué. El capítulo I, como el capítulo III, no le habían enseñado nada que
él no supiera. Solamente le habían servido para sistematizar los conocimientos
que ya poseía. Pero después de leer aquellas páginas tenía una mayor seguridad
de no estar loco. Encontrarse en minoría, incluso en minoría de uno solo, no
significaba estar loco. Había la verdad y lo que no era verdad, y si uno se
aferraba a la verdad incluso contra el mundo entero, no estaba uno loco. Un
rayo amarillento del sol poniente entraba por la ventana y se aplastaba sobre
la almohada. Winston cerró los ojos. El sol en sus ojos y el suave cuerpo de la
muchacha tocando al suyo le daba una sensación de sueño, fuerza y confianza.
Todo estaba bien y él se hallaba completamente seguro allí. Se durmió con el
pensamiento «la cordura no depende de las estadísticas», convencido de que esta
observación contenía una sabiduría profunda.
CAPITULO X
Se despertó con la
sensación de haber dormido mucho tiempo, pero una mirada al antiguo reloj le
dijo que eran sólo las veinte y treinta. Siguió adormilado un rato; le despertó
otra vez la habitual canción del patio:
Era sólo una
ilusión sin espera que pasó como un día de abril; pero aquella mirada, aquella
palabra y los ensueños que despertaron me robaron el corazón.
Esta canción
conservaba su popularidad. Se oía por todas partes. Había sobrevivido a la
Canción del Odio. Julia se despertó al oírla, se estiró con lujuria y se
levantó.
-Tengo hambre
-dijo-. Vamos a hacer un poco de café. ¡Caramba! La estufa se ha apagado y el
agua está fría. -Cogió la estufa y la sacudió-. No tiene ya gasolina.
-Supongo que el
viejo Charrington podrá dejarnos alguna -dijo Winston.
-Lo curioso es que
me había asegurado de que estuviera llena -añadió ella-. Parece que se ha
enfriado.
Él también se
levantó y se vistió. La incansable voz proseguía: Dicen que el tiempo lo cura
todo, dicen que siempre se olvida, pero las sonrisas y lágrimas a lo largo de
los años me retuercen el corazón
Mientras se
apretaba el cinturón del «mono», Winston se asomó a la ventana. El sol debía de
haberse ocultado detrás de las casas porque ya no daba en el patio. El cielo
estaba tan azul, entre las chimeneas, que parecía recién lavado.
Incansablemente, la lavandera seguía yendo del lavadero a las cuerdas, cantando
y callándose y no dejaba de colgar pañales. Se preguntó Winston si aquella mujer
lavaría ropa como medio de vida, o si era la esclava de veinte o treinta
nietos. Julia se acercó a él; juntos contemplaron fascinados el ir y venir de
la mujerona. Al mirarla en su actitud característica, alcanzando el tendedero
con sus fuertes brazos, o al agacharse sacando sus poderosas ancas, pensó
Winston, sorprendido, que era una hermosa mujer. Nunca se le había ocurrido que
el cuerpo de una mujer de cincuenta años, deformado hasta adquirir dimensiones
monstruosas a causa de los partos y endurecido, embastecido por el trabajo,
pudiera ser un hermoso cuerpo. Pero así era, y después de todo, ¿por qué no? El
sólido y deformado cuerpo, como un bloque de granito, y la basta piel
enrojecida guardaba la misma relación con el cuerpo de una muchacha que un fruto
con la flor de su árbol. ¿Y por qué va a ser inferior el fruto a la flor?
-Es hermosa
-murmuró.
-Por lo menos tiene
un metro de caderas -dijo Julia.
-Es su estilo de
belleza.
Winston abarcó con
su brazo derecho el fino talle de Julia, que se apoyó sobre su costado. Nunca
podrían permitírselo. La mujer de abajo no se preocupaba con sutilezas
mentales; tenía fuertes brazos, un corazón cálido y un vientre fértil. Se
preguntó Winston cuántos hijos habría tenido. Seguramente unos quince. Habría
florecido momentáneamente -quizá durante un año- y luego se había hinchado como
una fruta fertilizada y se había hecho dura y basta, y a partir de entonces su
vida se había reducido a lavar, fregar, remendar, guisar, barrer, sacar brillo,
primero para sus hijos y luego para sus nietos durante una continuidad de
treinta años. Y al final todavía cantaba. La reverencia mística que Winston
sentía hacia ella tenía cierta relación con el aspecto del pálido y limpio
cielo que se extendía por entre las chimeneas y los tejados en una distancia
infinita. Era curioso pensar que el cielo era el mismo para todo el mundo, lo
mismo para los habitantes de Eurasia y de Asia Oriental, que para los de
Oceanía. Y en realidad las gentes que vivían bajo ese mismo cielo eran muy
parecidas en todas partes, centenares o millares de millones de personas como
aquélla, personas que ignoraban mutuamente sus existencias, separadas por muros
de odio y mentiras, y sin embargo casi exactamente iguales; gentes que nunca
habían aprendido a pensar, pero que almacenaban en sus corazones, en sus
vientres y en sus músculos la energía que en el futuro habría de cambiar al
mundo. ¡Si había alguna esperanza, radicaba en los proles! .Sin haber leído el
final del libro, sabía Winston que ese tenía que ser el mensaje final de
Goldstein. El futuro pertenecía a los proles. Y, ¿podía él estar seguro de que
cuando llegara el tiempo de los proles, el mundo que éstos construyeran no le
resultaría tan extraño a él, a Winston Smith, como le era ahora el mundo del
Partido? Sí, porque por lo menos sería un mundo de cordura. Donde hay igualdad
puede haber sensatez. Antes o después ocurriría esto, la fuerza almacenada se
transmutaría en consciencia. Los proles eran inmortales, no cabía dudarlo
cuando se miraba aquella heroica figura del patio. Al final se despertarían. Y
hasta que ello ocurriera, aunque tardasen mil años, sobrevivirían a pesar de
todos los obstáculos como los pájaros, pasándose de cuerpo a cuerpo la
vitalidad que el Partido no poseía y que éste nunca podría aniquilar.
-Te acuerdas -le
dijo a Julia- de aquel pájaro que cantó para nosotros, el primer día en que
estuvimos juntos en el lindero del bosque?
-No cantaba para
nosotros -respondió ella-. Cantaba para distraerse, porque le gustaba. Tampoco;
sencillamente, estaba cantando.
Los pájaros
cantaban; los proles cantaban también, pero el Partido no cantaba. Por todo el
mundo, en Londres y en Nueva York, en África y en el Brasil, así como en las
tierras prohibidas más allá de las fronteras, en las calles de París o Berlín,
en las aldeas de la interminable llanura rusa, en los bazares de China y del
Japón, por todas partes existía la misma figura inconquistable, el mismo cuerpo
deformado por el trabajo y por los partos, en lucha permanente desde el nacer
al morir, y que sin embargo cantaba. De esas poderosas entrañas nacería antes o
después una raza de seres conscientes. «Nosotros somos los muertos; el futuro
es de ellos», pensó Winston pero era posible participar de ese futuro si se
mantenía alerta la mente como ellos, los proles, mantenían vivos sus cuerpos.
Todo el secreto estaba en pasarse de unos a otros la doctrina secreta de que
dos y dos son cuatro.
-Nosotros somos los
muertos -dijo Winston.
-Nosotros somos los
muertos -repitió Julia con obediencia escolar.
-Vosotros sois los
muertos -dijo una voz de hierro tras ellos.
Winston y Julia se
separaron con un violento sobresalto. A Winston parecían habérsele helado las
entrañas y, mirando a Julia, observó que se le habían abierto los ojos
desmesuradamente y que había empalidecido hasta adquirir su cara un color
amarillo lechoso. La mancha del colorete en las mejillas se destacaba
violentamente como si fueran parches sobre la piel.
-Vosotros sois los
muertos -repitió la voz de hierro.
-Ha sido detrás del
cuadro -murmuró Julia.
-Ha sido detrás del
cuadro -repitió la voz-. Quedaos exactamente donde estáis. No hagáis ningún
movimiento hasta que se os ordene.
¡Por fin, aquello
había empezado! Nada podían hacer sino mirarse fijamente. Ni siquiera se les
ocurrió escaparse, salir de la casa antes de que fuera demasiado tarde. Sabían
que era inútil. Era absurdo pensar que la voz de hierro procedente del muro
pudiera ser desobedecida. Se oyó un chasquido como si hubiese girado un
resorte, y un ruido de cristal roto. El cuadro había caído al suelo
descubriendo la telepantalla que ocultaba.
-Ahora pueden
vernos -dijo Julia.
-Ahora podemos
veros -dijo la voz-. Permaneced en el centro de la habitación. Espalda contra
espalda. Poneos las manos enlazadas detrás de la cabeza. No os toquéis el uno
al otro.
Por supuesto, no se
tocaban, pero a Winston le parecía sentir el temblor del cuerpo de Julia. 0
quizá no fuera más que su propio temblor. Podía evitar que los dientes le
castañetearan, pero no podía controlar las rodillas. Se oyeron unos pasos de
pesadas botas en el piso bajo dentro y fuera de la casa. El patio parecía estar
lleno de hombres; arrastraban algo sobre las piedras. La mujer dejó de cantar
súbitamente. Se produjo un resonante ruido, como si algo rodara por el patio.
Seguramente, era el barreño de lavar la ropa. Luego, varios gritos de ira que
terminaron con un alarido de dolor.
-La casa está
rodeada -dijo Winston.
-La casa está
rodeada -dijo la voz.
Winston oyó que
Julia le decía:
-Supongo que
podremos decirnos adiós.
-Podéis deciros
adiós -dijo la voz. Y luego, otra voz por completo distinta, una voz fina y
culta que Winston creía haber oído alguna vez, dijo:
-Y ya que estamos
en esto, aquí tenéis una vela para alumbraros mientras os aostáis; aquí tenéis
mi hacha para cortaros la cabeza.
Algo cayó con
estrépito sobre la cama a espaldas de Winston. Era el marco de la ventana, que
había sido derribado por la escalera de mano que habían apoyado allí desde
abajo. Por la escalera de la casa subía gente. Pronto se llenó la habitación de
hombres corpulentos con uniformes negros, botas fuertes y altas porras en las
manos.
Ya Winston no
temblaba. Ni siquiera movía los ojos. Sólo le importaba una cosa: estarse
inmóvil y no darles motivo para que le golpearan. Un individuo con aspecto de
campeón de lucha libre, cuya boca era sólo una raya, se detuvo frente a él,
balanceando la porra entre los dedos pulgar e índice mientras parecía meditar.
Winston lo miró a los ojos. Era casi intolerable la sensación de hallarse
desnudo, con las manos detrás de la cabeza. El hombre sacó un poco la lengua,
una lengua blanquecina, y se lamió el sitio donde debía haber tenido los
labios. Dejó de prestarle atención a Winston. Hubo otro ruido violento. Alguien
había cogido el pisapapeles de cristal y lo había arrojado contra el hogar de
la chimenea, donde se había hecho trizas.
El fragmento de
coral, un pedacito de materia roja como un capullito de los que adornan algunas
tartas, rodó por la estera. «¡Qué pequeño es!», pensó Winston. Detrás de él se
produjo un ruido sordo y una exclamación contenida, a la vez que recibía un
violento golpe en el tobillo que casi le hizo caer al suelo. Uno de los hombres
le había dado a Julia un puñetazo en la boca del estómago, haciéndola doblarse
como un metro de bolsillo. La joven se retorcía en el suelo esforzándose por
respirar. Winston no se atrevió a volver la cabeza ni un milímetro, pero a
veces entraba en su radio de visión la lívida y angustiada cara de Julia. A
pesar del terror que sentía, era como si el dolor que hacía retorcerse a la
joven lo tuviera él dentro de su cuerpo, aquel dolor espantoso que sin embargo
era menos importante que la lucha por volver a respirar. Winston sabía de qué
se trataba: conocía el terrible dolor que ni siquiera puede ser sentido porque
antes que nada es necesario volver a respirar. Entonces, dos de los hombres la
levantaron por las rodillas y los hombros y se la llevaron de la habitación
como un saco. Winston pudo verle la cara amarilla. y contorsionada, con los
ojos cerrados y sin haber perdido todavía el colorete de las mejillas.
Siguió inmóvil como
una estatua. Aún no le habían pegado. Le acudían a la mente pensamientos de muy
poco interés en aquel momento, pero que no podía evitar. Se preguntó qué habría
sido del señor Charrington y qué le habrían hecho a la mujer del patio. Sintió
urgentes deseos de orinar y se sorprendió de ello porque lo había hecho dos
horas antes. Notó que el reloj de la repisa de la chimenea marcaba las nueve,
es decir, las veintiuna, pero por la luz parecía ser más temprano. ¿No debía
estar oscureciendo a las veintiuna de una tarde de agosto? Pensó que quizás
Julia y él se hubieran equivocado de hora. Quizás habían creído que eran las
veinte y treinta cuando fueran en realidad las cero treinta de la mañana
siguiente, pero no siguió pensando en ello. Aquello no tenía interés. Se
sintieron otros pasos, más leves éstos, en el pasillo. El señor Charrington
entró en la habitación. Los hombres de los uniformes negros adoptaron en seguida
una actitud más sumisa. También habían cambiado la actitud y el aspecto del
señor Charrington. Se fijó en los fragmentos del pisapapeles de cristal.
-Recoged esos
pedazos -dijo con tono severo.
Un hombre se agachó
para recogerlos.
Charrington no hablaba
ya con acento cokney. Winston comprendió en seguida que aquélla era la voz que
él había oído poco antes en la telepantalla. Charrington llevaba todavía su
chaqueta de terciopelo, pero el cabello, que antes tenía casi blanco, se le
había vuelto completamente negro. No llevaba ya gafas. Miró a Winston de un
modo breve y cortante, como si sólo le interesase comprobar su identidad y no
le prestó más atención. Se le reconocía fácilmente, pero ya no era la misma
persona. Se le había enderezado el cuerpo y parecía haber crecido. En el rostro
sólo se le notaban cambios muy pequeños, pero que sin embargo lo transformaban
por completo. Las cejas negras eran menos peludas, no tenía arrugas, e incluso
las facciones le habían cambiado algo. Parecía tener ahora la nariz más corta.
Era el rostro alerta y frío de un hombre de unos treinta y cinco años. Pensó
Winston que por primera vez en su vida contemplaba, sabiendo que era uno de
ellos, a un miembro de la Policía del Pensamiento.
PARTE 3
CAPITULO I
No sabía dónde estaba.
Seguramente en el Ministerio del Amor; pero no había manera de comprobarlo.
Se encontraba en
una celda de alto techo, sin ventanas y con paredes de reluciente porcelana
blanca. Lámparas ocultas inundaban el recinto de fría luz y había un sonido
bajo y constante, un zumbido que Winston suponía relacionado con la ventilación
mecánica. Un banco, o mejor dicho, una especie de estante a lo largo de la
pared, le daba la vuelta a la celda, interrumpido sólo por la puerta y, en el
extremo opuesto, por un retrete sin asiento de madera. Había cuatro
telepantallas, une en cada pared.
Winston sentía un
sordo dolor en el vientre. Le venía doliendo desde que lo encerraron en el
camión para llevarlo allí. Pero también tenía hambre, un hambre roedora,
anormal. Aunque estaba justificada, porque por lo menos hacía veinticuatro
horas que no había comido; quizá treinta y seis. No sabía, quizá nunca lo
sabría, si lo habían detenido de día o de noche. Desde que lo detuvieron no le
habían dado nada de comer.
Se estuvo lo más
quieto que pudo en el estrecho banco, con las manos cruzadas sobre las
rodillas. Había aprendido ya a estarse quieto. Si se hacían movimientos
inesperados, le chillaban a uno desde la telepantalla, pero la necesidad de
comer algo le atenazaba de un modo espantoso. Lo que más le apetecía era un
pedazo de pan. Tenía una vaga idea de que en el bolsillo de su «mono» tenía
unas cuantas migas de pan. Incluso era posible -lo pensó porque de cuando en
cuando algo le hacía cosquillas en la pierna- que tuviera allí guardado un buen
mendrugo. Finalmente, pudo más la tentación que el miedo; se metió una mano en
el bolsillo.
-¡Smith! -gritó una
voz desde la telepantalla-. ¡6O79! ¡Smith W! ¡En las celdas, las manos fuera de
los bolsillos!
Volvió a inmovilizarse
v a cruzar las manos sobre las rodillas. Antes de llevarlo allí lo habían
dejado algunas horas en otro sitio que debía de ser una cárcel corriente o un
calabozo temporal usado por las patrullas. No sabía exactamente cuánto tiempo
le habían tenido allí; desde luego varias horas; pero no había relojes ni luz
natural y resultaba casi imposible calcular el tiempo. Era un sitio ruidoso y
maloliente. Lo habían dejado en una celda parecida a esta en que ahora se
hallaba, pero horriblemente sucia y continuamente llena de gente. Por lo menos
había a la vez diez o quince personas, la mayoría de las cuales eran criminales
comunes, pero también se hallaban entre ellos unos cuantos prisioneros
políticos. Winston se había sentado silencioso, apoyado contra la pared,
encajado entre unos cuerpos sucios y demasiado preocupado por el miedo y por el
dolor que sentía en el vientre para interesarse por lo que le rodeaba. Sin
embargo, notó la asombrosa diferencia de conducta entre los prisioneros del
Partido y los otros. Los prisioneros del Partido estaban siempre callados y
llenos de terror, pero los criminales corrientes parecían no temer a nadie.
Insultaban a los guardias, se resistían a que les quitaran los objetos que
llevaban, escribían palabras obscenas en el suelo, comían descaradamente
alimentos robados que sacaban de misteriosos escondrijos de entre sus ropas e
incluso le respondían a gritos a la telepantalla cuando ésta intentaba
restablecer el orden. Por otra parte, algunos de ellos parecían hallarse en
buenas relaciones con los guardias, los llamaban con apodos y trataban de
sacarles cigarrillos. También los guardias trataban a los criminales ordinarios
con cierta tolerancia, aunque, naturalmente, tenían que manejarlos con rudeza.
Se hablaba mucho allí de los campos de trabajos forzados adonde los presos
esperaban ser enviados. Por lo visto, se estaba bien en los campos siempre que
se tuvieran ciertos apoyos y se conociera el tejemaneje. Había allí soborno,
favoritismo e inmoralidades de toda clase, abundaba la homosexualidad y la
prostitución e incluso se fabricaba clandestinamente alcohol destilándolo de
las patatas. Los cargos de confianza sólo se los daban a los criminales
propiamente dichos, sobre todo a los gansters y a los asesinos de toda clase,
que constituían una especie de aristocracia. En los campos de trabajos
forzados, todas las tareas sucias y viles eran realizadas por los presos
políticos.
En aquella celda
había presenciado Winston un constante entrar y salir de presos de la más
variada condición: traficantes de drogas, ladrones, bandidos, gente del mercado
negro, borrachos y prostitutas. Algunos de los borrachos eran tan violentos que
los demás presos tenían que ponerse de acuerdo para sujetarlos. Una horrible
mujer de unos sesenta años, con grandes pechos caídos y greñas de cabello
blanco sobre la cara, entró empujada por los guardias. Cuatro de éstos la
sujetaban mientras ella daba patadas y chillaba. Tuvieron que quitarle las
botas con las que la vieja les castigaba las espinillas y la empujaron haciéndola
caer sentada sobre las piernas de Winston. El golpe fue tan violento que
Winston creyó que se le habían partido los huesos de los muslos. La mujer les
gritó a los guardias, que ya se marchaban: «¡Hijos de perra!». Luego, notando
que estaba sentada en las piernas de Winston, se dejó resbalar hasta la madera.
-Perdona, querido
-le dijo-. No me hubiera sentado encima de ti, pero esos matones me empujaron.
No saben tratar a una dama. -Se calló unos momentos y, después de darse unos
golpecitos en el pecho, eructó ruidosamente Perdona, chico -dijo-. Yo ya no soy
yo.
Se inclinó hacia
delante y vomitó copiosamente sobre el suelo.
Esto va mejor
-dijo, volviendo a apoyar la espalda en la pared y cerrando los ojos-. Es lo
que yo digo: lo mejor es echarlo fuera mientras esté reciente en el estómago.
Reanimada, volvió a
fijarse en Winston y pareció tomarle un súbito cariño. Le pasó uno de sus
flácidos brazos por los hombros y lo atrajo hacia ella, echándole encima un
pestilente vaho a cerveza y porquería.
-¿Cómo te llamas,
cariño? -le dijo.
-Smith.
-¿Smith? -repetía
la mujer-. Tiene gracia. Yo también me llamo Smith. Es que -añadió
sentimentalmente-yo podía ser tu madre.
En efecto, podía
ser mi madre, pensó Winston. Tenía aproximadamente la misma edad y el mismo
aspecto físico y era probable que la gente cambiara algo después de pasar
veinte años en un campo de trabajos forzados.
Nadie más le había
hablado. Era sorprendente hasta qué punto despreciaban los criminales
ordinarios a los presos del Partido. Los llamaban, despectivamente, los polits,
y no sentían ningún interés por lo que hubieran hecho o dejado de hacer. Los
presos del Partido parecían tener un miedo atroz a hablar con nadie y, sobre
todo, a hablar unos con otros. Sólo una vez, cuando dos miembros del Partido,
ambos mujeres, fueron sentadas juntas en el banco, oyó Winston entre la
algarabía de voces, unas cuantas palabras murmuradas precipitadamente y, sobre
todo, la referencia a algo que llamaban la «habitación uno-cero-uno». No sabía
a qué se podían referir.
Quizá llevara dos o
tres horas en este nuevo sitio. El dolor de vientre no se le pasaba, pero se le
aliviaba algo a ratos y entonces sus pensamientos eran un poco menos tétricos.
En cambio, cuando aumentaba el dolor, sólo pensaba en el dolor mismo y en su
hambre. Al aliviarse, se apoderaba el pánico de él. Había momentos en que se
figuraba de modo tan gráfico las cosas que iban a hacerle que el corazón le
galopaba y se le cortaba la respiración. Sentía los porrazos que iban a darle
en los codos y las patadas que le darían las pesadas botas claveteadas de
hierro. Se veía a sí mismo retorciéndose en el suelo, pidiendo a gritos
misericordia por entre los dientes partidos. Apenas recordaba a Julia. No podía
concentrar en ella su mente. La amaba y no la traicionaría; pero eso era sólo
un hecho, conocido por él como conocía las reglas de aritmética. No sentía amor
por ella y ni siquiera se preocupaba por lo que pudiera estarle sucediendo a
Julia en ese momento. En cambio pensaba con más frecuencia en O'Brien con
cierta esperanza. O'Brien tenía que saber que lo habían detenido. Había dicho
que la Hermandad nunca intentaba salvar a sus miembros. Pero la cuchilla de
afeitar se la proporcionarían si podían. Quizá pasaran cinco segundos antes de
que los guardias pudieran entrar en la celda. La hoja penetraría en su carne
con quemadora frialdad e incluso los dedos que la sostuvieran quedarían
cortados hasta el hueso. Todo esto se le representaba a él, que en aquellos
momentos se encogía ante el más pequeño dolor. No estaba seguro de utilizar la
hoja de afeitar incluso si se la llegaban a dar. Lo más natural era seguir
existiendo momentáneamente, aceptando otros diez minutos de vida aunque al
final de aquellos largos minutos no hubiera más que una tortura insoportable.
A veces procuraba
calcular el número de mosaicos de porcelana que cubrían las paredes de la
celda. No debía de ser difícil, pero siempre perdía la cuenta. Se preguntaba a
cada momento dónde estaría y qué hora sería. Llegó a estar seguro de que afuera
hacía sol y poco después estaba igualmente convencido de que era noche cerrada.
Sabía instintivamente que en aquel lugar nunca se apagaban las luces. Era el
sitio donde no había oscuridad: y ahora sabía por qué O'Brien había reconocido
la alusión. En el Ministerio del Amor no había ventanas. Su celda podía
hallarse en el centro del edificio o contra la pared trasera, podía estar diez
pisos bajo tierra o treinta sobre el nivel del suelo. Winston se fue
trasladando mentalmente de sitio y trataba de comprender, por la sensación vaga
de su cuerpo, si estaba colgado a gran altura o enterrado a gran profundidad.
Afuera se oía ruido
de pesados pasos. La puerta de acero se abrió con estrépito. Entró un joven
oficial, con impecable uniforme negro, una figura que parecía brillar por todas
partes con reluciente cuero y cuyo pálido y severo rostro era como una máscara
de cera. Avanzó unos pasos dentro de la celda y volvió a salir para ordenar a
los guardias que esperaban afuera que hiciesen entrar al preso que traían. El
poeta Ampleforth entró dando tumbos en la celda. La puerta volvió a cerrarse de
golpe.
Ampleforth hizo dos
o tres movimientos inseguros como buscando una salida y luego empezó a pasear
arriba y abajo por la celda. Todavía no se había dado cuenta de la presencia de
Winston. Sus turbados ojos miraban la pared un metro por encima del nivel de la
cabeza de Winston. No llevaba zapatos; por los agujeros de los calcetines le
salían los dedos gordos. Llevaba varios días sin afeitarse y la incipiente
barba le daba un aire rufianesco que no le iba bien a su aspecto larguirucho y
débil ni a sus movimientos nerviosos.
Winston salió un
poco de su letargo. Tenía que hablarle a Ampleforth aunque se expusiera al
chillido de la telepantalla. Probablemente, Ampleforth era el que le traía la
hoja de afeitar.
-Ampleforth.
La telepantalla no
dijo nada. Ampleforth se detuvo, sobresaltado. Su mirada se concentró unos
momentos sobre Winston.
-¡Ah, Smith!
-dijo-. ¡También tú!
-¿De qué te acusan?
-Para decirte la
verdad... -sentóse embarazosamente- en el banco de enfrente a Winston-. Sólo
hay un delito, ¿verdad?
-¿Y tú lo has
cometido?
-Por lo visto.
Se llevó una mano a
la frente y luego las dos apretándose las sienes en un esfuerzo por recordar
algo.
-Estas cosas suelen
ocurrir empezó vagamente . A fuerza de pensar en ello, se me ha ocurrido que
pudiera ser... fue desde luego una indiscreción, lo reconozco. Estábamos
preparando una edición definitiva de los poemas de Kipling. Dejé la palabra
Dios al final de un verso. ¡No pude evitarlo! -añadió casi con indignación,
levantando la cara para mirar a Winston-. Era imposible cambiar ese verso. God
(Dios) tenía que rimar con rod. ¿Te das cuenta de que sólo hay doce rimas para
rod en nuestro idioma? Durante muchos días me he estado arañando el cerebro.
Inútil, no había ninguna otra rima posible.
Cambió la expresión
de su cara. Desapareció de ella la angustia y por unos momentos pareció
satisfecho. Era una especie de calor intelectual que lo animaba, la alegría del
pedante que ha descubierto algún dato inútil.
-¿Has pensado
alguna vez -dijo- que toda la historia de la poesía inglesa ha sido determinada
por el hecho de que en el idioma inglés escasean las rimas?
No, aquello no se
le había ocurrido nunca a Winston ni le parecía que en aqullas circunstancias
fuera un asunto muy interesante.
-¿Sabes si es ahora
de día o de noche? -le preguntó.
Ampleforth se
sobresaltó de nuevo:
-No había pensado
en ello. Me detuvieron hace dos días, quizá tres. -Su mirada recorrió las
paredes como si esperase encontrar una ventana-. Aquí no hay diferencia entre
el día y la noche. No es posible calcular la hora.
Hablaron sin mucho
sentido durante unos minutos hasta que, sin razón aparente, un alarido de la
telepantalla los mandó callar. Winston se inmovilizó como ya sabía hacerlo. En
cambio, Ampleforth, demasiado grande para acomodarse en el estrecho banco, no
sabía cómo ponerse y se movía nervioso. Unos ladridos de la telepantalla le
ordenaron que se estuviera quieto. Pasó el tiempo. Veinte minutos, quizás una
hora... Era imposible saberlo. Una vez más se acercaban pasos de botas. A
Winston se le contrajo el vientre. Pronto, muy pronto, quizá dentro de cinco
minutos, quizás ahora mismo, el ruido de pasos significaría que le había
llegado su turno.
Se abrió la puerta.
El joven oficial de antes entró en la celda. Con un rápido movimiento de la
mano señaló a Ampleforth.
-Habitación
uno-cero-uno -dijo.
Ampleforth salió
conducido por los guardias con las facciones alteradas, pero sin comprender.
A Winston le
pareció que pasaba mucho tiempo. Había vuelto a dolerle atrozmente el estómago.
Su mente daba vueltas por el mismo camino. Tenía sólo seis pensamientos: el
dolor de vientre; un pedazo de pan; la sangre y los gritos; O'Brien; Julia; la
hoja de afeitar. Sintió otra contracción en las entrañas; se acercaban las
pesadas botas. Al abrirse la puerta, la oleada de aire trajo un intenso olor a
sudor frío.
Parsons entró en la
celda. Vestía sus shorts caquis y una camisa de sport.
Esta vez, el
asombro de Winston le hizo olvidarse de sus preocupaciones.
-¡Tú aquí!
-exclamó.
Parsons dirigió a
Winston una mirada que no era de interés ni de sorpresa, sino sólo de pena.
Empezó a andar de un lado a otro con movimientos mecánicos. Luego empezó a
temblar, pero se dominaba apretando los puños. Tenía los ojos muy abiertos.
-¿De qué te acusan?
-le preguntó Winston.
-Crimental -dijo
Parsons dando a entender con el tono de su voz que reconocía plenamente su
culpa y, a la vez, un horror incrédulo de que esa palabra pudiera aplicarse a
un hombre como él. Se detuvo frente a Winston y le preguntó con angustia. ¿No
me matarán, verdad, amigo? No le matan a uno cuando no ha hecho nada concreto y
sólo es culpable de haber tenido pensamientos que no pudo evitar. Sé que le
juzgan a uno con todas las garantías. Tengo gran confianza en ellos. Saben
perfectamente mi hoja de servicios. También tú sabes cómo he sido yo siempre.
No he sido inteligente, pero siempre he tenido la mejor voluntad. He procurado
servir lo mejor posible al Partido, ¿no crees? Me castigarán a cinco años,
¿verdad? O quizá diez. Un tipo como yo puede resultar muy útil en un campo de
trabajos forzados. Creo que no me fusilarán por una pequeña y única
equivocación.
-¿Eres culpable de
algo? -dijo Winston.
-¡Claro que soy
culpable! -exclamó Parsons mirando servilmente a la telepantalla-. ¿No creerás
que el Partido puede detener a un hombre inocente? -Se le calmó su rostro de
rana e incluso tomó una actitud beatífica-. El crimen del pensamiento es una
cosa horrible -dijo sentenciosamente- . Es una insidia que se apodera de uno
sin que se dé cuenta. ¿Sabes cómo me ocurrió a mí? ¡Mientras dormía! Sí, así
fue. Me he pasado la vida trabajando tan contento, cumpliendo con mi deber lo
mejor que podía y, ya ves, resulta que tenía un mal pensamiento oculto en la
cabeza. ¡Y yo sin saberlo! Una noche, empecé a hablar dormido, y ¿sabes lo que
me oyeron decir?
Bajó la voz, como
alguien que por razones médicas tiene que pronunciar unas palabras obscenas.
-¡Abajo el Gran Hermano!
Sí, eso dije. Y parece ser que lo repetí varias veces. Entre nosotros, chico,
te confesaré que me alegró que me detuvieran antes de que la cosa pasara a
mayores. ¿Sabes lo que voy a decirles cuando me lleven ante el tribunal?
«Gracias -les diré-, «gracias por haberme salvado antes de que fuera demasiado
tarde».
-¿Quién te
denunció? -dijo Winston.
-Fue mi niña -dijo
Parsons con cierto orgullo dolido-. Estaba escuchando por el agujero de la
cerradura. Me oyó decir aquello y llamó a la patrulla al día siguiente. No se
le puede pedir más lealtad política a una niña de siete años, ¿no te parece? No
le guardo ningún rencor. La verdad es que estoy orgulloso de ella, pues lo que
hizo demuestra que la he educado muy bien.
Anduvo un poco más
por la celda mirando varias veces, con deseo contenido, a la taza del retrete.
Luego, se bajó a toda prisa los pantalones.
-Perdona, chico
-dijo-. No puedo evitarlo. Es por la espera; ¿sabes?
Asentó su amplio
trasero sobre la taza. Winston se cubrió la cara con las manos.
-¡Smith! -chilló la
voz de la telepantalla-. ¡6O79 Smith W! Descúbrete la cara. En las celdas, nada
de taparse la cara.
Winston se
descubrió el rostro. Parsons usó el retrete ruidosa y abundantemente. Luego
resultó que no funcionaba el agua y la celda estuvo oliendo espantosamente
durante varias horas.
Se llevaron a
Parsons. Entraron y salieron más presos, misteriosamente. Una mujer fue enviada
a la «habitación 101» y Winston observó que esas palabras la hicieron cambiar
de color. Llegó el momento en que, si hubiera sido de día cuando le llevaron
allí, sería ya la última hora de la tarde; y de haber entrado por la tarde,
sería ya media noche. Había seis presos en la celda entre hombres y mujeres.
Todos estaban sentados muy quietos. Frente a Winston se hallaba un hombre con
cara de roedor; apenas tenía barbilla y sus dientes eran afilados y salientes.
Los carrillos le formaban bolsones de tal modo que podía pensarse que
almacenaba allí comida. Sus ojos gris pálido se movían temerosamente de un lado
a otro y se desviaba su mirada en cuanto tropezaba con la de otra persona.
Se abrió la puerta
de nuevo y entró otro preso cuyo aspecto le causó un escalofrío a Winston. Era
un hombre de aspecto vulgar, quizás un ingeniero o un técnico. Pero lo
sorprendente en él era su figura esquelético. Su delgadez era tan exagerada que
la boca y los ojos parecían de un tamaño desproporcionado y en sus ojos se
almacenaba un intenso y criminal odio contra algo o contra alguien.
El individuo se
sentó en el banco a poca distancia de Winston. Éste no volvió a mirarle, pero
la cara de calavera se le había quedado tan grabada como si la tuviera
continuamente frente a sus ojos. De pronto comprendió de qué se trataba. Aquel
hombre se moría de hambre. Lo mismo pareció ocurrírseles casi a la vez a
cuantos allí se hallaban. Se produjo un leve movimiento por todo el banco. El
hombre de la cara de ratón miraba de cuando en cuando al esquelético y desviaba
en seguida la mirada con aire culpable para volverse a fijarse en él
irresistiblemente atraído. Por fin se levantó, cruzó pesadamente la celda, se
rebuscó en el bolsillo del «mono» y con aire tímido sacó un mugriento mendrugo
de pan y se lo tendió al hambriento.
La telepantalla
rugió furiosa. El de la cara de ratón volvió a su sitio de un brinco. El esquelético
se había llevado inmediatamente las manos detrás de la espalda como para
demostrarle a todo el mundo que se había negado a aceptar el ofrecimiento.
-¡Bumstead! -gritó
la voz de un modo ensordecedor-. ¡2713 Bumstead! Tira ese pedazo de pan.
El individuo tiró
el mendrugo al suelo.
-Ponte de pie de
cara a la puerta y sin hacer ningún movimiento.
El hombre obedeció
mientras le temblaban los bolsones de sus mejillas. Se abrió la puerta de golpe
y entró el joven oficial, que se apartó para dejar pasar a un guardia
achaparrado con enormes brazos y hombros. Se colocó frente al hombre del
mendrugo y, a una orden muda del oficial, le lanzó un terrible puñetazo a la
boca apoyándolo con todo el peso de su cuerpo. La fuerza del golpe empujó al
individuo hasta la otra pared de la celda. Se cayó junto al retrete. Le brotaba
una sangre negruzca de la boca y de la nariz. Después, gimiendo débilmente,
consiguió ponerse en pie. Entre un chorro de sangre y saliva, se le cayeron de
la boca las dos mitades de una dentadura postiza.
Los presos estaban
muy quietos, todos ellos con las manos cruzadas sobre las rodillas. El hombre
ratonil volvió a su sitio. Se le oscurecía la carne en uno de los lados de la
cara. Se le hinchó la boca hasta formar una masa informe con un agujero negro en
medio. Sus ojos grises seguían moviéndose, sintiéndose más culpable que nunca y
como tratando de averiguar cuánto lo despreciaban los otros por aquella
humillación.
Se abrió la puerta.
Con un pequeño gesto, el oficial señaló al hombre esquelético.
-Habitación 101
-dijo.
Winston oyó a su
lado una ahogada exclamación de pánico. El hombre se dejó caer al suelo de
rodillas y rogaba con las manos juntas:
-¡Camarada!
¡Oficial! No tienes que llevarme a ese sitio; ¿no te lo he dicho ya todo? ¿Qué
más quieres saber? ¡Todo lo confesaría, todo! Dime de qué se trata y lo
confesaré. ¡Escribe lo que quieras y lo firmaré! Pero no me lleves a la
habitación 101.
-Habitación 101
-dijo el oficial.
La cara del hombre,
ya palidísima, se volvió de un color increíble. Era -no había lugar a dudas- de
un tono verde.
-¡Haz algo por mi
-chilló-. Me has estado matando de hambre durante varias semanas. Acaba conmigo
de una vez. Dispara contra mí. Ahórcame. Condéname a veinticinco años. ¿Queréis
que denuncie a alguien más? Decidme de quién se trata y yo diré todo lo que os
convenga. No me importa quién sea ni lo que vayáis a hacerle. Tengo mujer y
tres hijos. El mayor de ellos no tiene todavía seis años. Podéis coger a los
cuatro y cortarles el cuerpo delante de mí y yo lo contemplaré sin rechistar.
Pero no me llevéis a la habitación 101.
-Habitación 101
-dijo el oficial.
El hombre del
rostro de calavera miró frenéticamente a los demás presos como si esperara
encontrar alguno que pudiera poner en su lugar. Sus ojos se detuvieron en la
aporreada cara del que le había ofrecido el mendrugo. Lo señaló con su mano
huesuda y temblorosa.
-A ése es al que
debíais llevar, no a mí -gritó-. ¿No habéis oído lo que dijo cuando le pegaron?
Os lo contaré si queréis oírme. El sí que está contra el Partido y no yo.- Los
guardias avanzaron dos pasos. La voz del hombre se elevó histéricarnente . ¡No
lo habéis oído! -repitió-. La telepantalla no funcionaba bien. Ése es al que
debéis llevaros. ¡Sí, él, él; yo no!
Los dos guardias lo
sujetaron por el brazo, pero en ese momento el preso se tiró al suelo y se
agarró a una de las patas de hierro que sujetaban el banco. Lanzaba un aullido
que parecía de algún animal. Los guardias tiraban de él. Pero se aferraba con
asombrosa fuerza. Estuvieron forcejeando así quizá unos veinte segundos. Los
presos seguían inmóviles con las manos cruzadas sobre las rodillas mirando
fijamente frente a ellos. El aullido se cortó; el hombre sólo tenía ya alientos
para sujetarse. Entonces se oyó un grito diferente. Un guardia le había roto de
una patada los dedos de una mano. Lo pusieron de pie alzándolo como un pelele.
-Habitación 101
-dijo el oficial.
Y se lo llevaron al
hombre, que apenas podía apoyarse en el suelo y que se sujetaba con la otra la
mano partida. Había perdido por completo los ánimos.
Pasó mucho tiempo.
Si había sido media noche cuando se llevaron al hombre de la cara de calavera,
era ya por la mañana; si había sido por la mañana, ahora sería por la tarde.
Winston estaba solo desde hacía varias horas. Le producía tal dolor estarse
sentado en el estrecho banco que se atrevió a levantarse de cuando en cuando y
dar unos pasos por la celda sin que la telepantalla se lo prohibiera. El
mendrugo de pan seguía en el suelo, en el mismo sitio donde lo había tirado el
individuo de cara ratonil. Al principio, necesitó Winston esforzarse mucho para
no mirarlo, pero ya no tenía hambre, sino sed. Se le había puesto la boca
pegajosa y de un sabor malísimo. El constante zumbido y la invariable luz
blanca le causaban una sensación de mareo y de tener vacía la cabeza. Cuando no
podía resistir más el dolor de los huesos, se levantaba, pero volvía a sentarse
en seguida porque estaba demasiado mareado para permanecer en pie. En cuanto
conseguía dominar sus sensaciones físicas, le volvía el terror. A veces pensaba
con leve esperanza en O'Brien y en la hoja de afeitar. Bien pudiera llegar la
hoja escondida en el alimento que le dieran, si es que llegaban a darle alguno.
En Julia pensaba menos. Estaría sufriendo, quizás más que él. Probablemente
estaría chillando de dolor en este mismo instante. Pensó: «Si pudiera salvar a
Julia duplicando mi dolor, ¿lo haría? Sí, lo haría». Esto era sólo una decisión
intelectual, tomada porque sabía que su deber era ese; pero, en verdad, no lo
sentía. En aquel sitio no se podía sentir nada excepto el dolor físico y la
anticipación de venideros dolores. Además, ¿era posible, mientras se estaba
sufriendo realmente, desear que por una u otra razón le aumentara a uno el
dolor? Pero a esa pregunta no estaba él todavía en condiciones de responder.
Las botas volvieron a acercarse. Se abrió la puerta. Entró O'Brien.
Winston se puso en
pie. El choque emocional de ver a aquel hombre le hizo abandonar toda
preocupación. Por primera vez en muchos años, olvidó la presencia de la telepantalla.
-¡También a ti te
han cogido! -exclamó.
-Hace mucho tiempo
que me han cogido -repuso O'Brien con una ironía suave y como si lo lamentara.
Se apartó un poco
para que pasara un corpulento guardia que tenía una larga porra negra en la
mano.
-Ya sabías que
ocurriría esto, Winston -dijo O'Brien-. No te engañes a ti mismo. Lo sabías...
Siempre lo has sabido.
Sí, ahora
comprendía que siempre lo había sabido. Pero no había tiempo de pensar en ello.
Sólo tenía ojos para la porra que se balanceaba en la mano del guardia. El
golpe podía caer en cualquier parte de su cuerpo: en la coronilla, encima de la
oreja, en el antebrazo, en el codo...
¡En el codo! Dio un
brinco y se quedó casi paralizado sujetándose con la otra mano el codo
golpeado. Había visto luces amarillas. ¡Era inconcebible que un solo golpe
pudiera causar tanto dolor! Cayó al suelo. Volvió a ver claro. Los otros dos lo
miraban desde arriba. El guardia se reía de sus contorsiones. Por lo menos, ya
sabía una cosa, jamás, por ninguna razón del mundo, puede uno desear un aumento
de dolor. Del dolor físico sólo se puede desear una cosa: que cese. Nada en el
mundo es tan malo como el dolor físico. Ante eso no hay héroes. No hay héroes,
pensó una y otra vez mientras se retorcía en el suelo, sujetándose inútilmente
su inutilizado brazo izquierdo.
CAPITULO II
Winston yacía sobre
algo que parecía una cama de campaña aunque más elevada sobre el suelo y que
estaba sujeta para que no pudiera moverse. Sobre su rostro caía una luz más
fuerte que la normal. O'Brien estaba de pie a su lado, mirándole fijamente. Al
otro lado se hallaba un hombre con chaqueta blanca en una de cuyas manos tenía
preparada una jeringuilla hipodérmico.
Aunque ya hacía un
rato que había abierto los ojos, no acababa de darse plena cuenta de lo que le
rodeaba. Tenía la impresión de haber venido nadando hasta esta habitación desde
un mundo muy distinto, una especie de mundo submarino. No sabía cuánto tiempo
había estado en aquellas profundidades. Desde el momento en que lo detuvieron
no había visto oscuridad ni luz diurna. Además sus recuerdos no eran continuos.
A veces la conciencia, incluso esa especie de conciencia que tenemos en los
sueños, se le había parado en seco y sólo había vuelto a funcionar después de
un rato de absoluto vacío. Pero si esos ratos eran segundos, horas, días, o
semanas, no había manera de saberlo.
La pesadilla
comenzó con aquel primer golpe en el codo. Más tarde se daría cuenta de que
todo lo ocurrido entonces había sido sólo una ligera introducción, un
interrogatorio rutinario al que eran sometidos casi todos los presos. Todos
tenían que confesar, como cuestión de mero trámite, una larga serie de delitos:
espionaje, sabotaje y cosas por el estilo. Aunque la tortura era real, la
confesión era sólo cuestión de trámite. Winston no podía recordar cuántas veces
le habían pegado ni cuánto tiempo habían durado los castigos. Recordaba, en
cambio, que en todo momento había en torno suyo cinco o seis individuos con
uniformes negros. A veces emplearon los puños, otras las porras, también varas
de acero y, por supuesto, las botas. Sabía que había rodado varias veces por el
suelo con el impudor de un animal retorciéndose en un inútil esfuerzo por
evitar los golpes, pero con aquellos movimientos sólo conseguía que le
propinaran más patadas en las costillas, en el vientre, en los codos, en las
espinillas, en los testículos y en la base de la columna vertebral. A veces
gritaba pidiendo misericordia incluso antes de que empezaran a pegarle y
bastaba con que un puño hiciera el movimiento de retroceso precursor del golpe
para que confesara todos los delitos, verdaderos o imaginarios, de que le
acusaban. Otras veces, cuando se decidía a no contestar nada, tenían que
sacarle las palabras entre alaridos de dolor y en otras ocasiones se decía a sí
mismo, dispuesto a transigir: «Confesaré, pero todavía no. Tengo que resistir
hasta que el dolor sea insoportable. Tres golpes más, dos golpes más y les diré
lo que quieran». Cuando te golpeaban hasta dejarlo tirado como un saco de
patatas en el suelo de piedra para que recobrara alguna energía, al cabo de
varias horas volvían a buscarlo y le pegaban otra vez. También había períodos
más largos de descanso. Los recordaba confusamente porque los pasaba adormilado
o con el conocimiento casi perdido. Se acordaba de que un barbero había ido a
afeitarle la barba al rape y algunos hombres de actitud profesional, con batas
blancas, le tomaban el pulso, le observaban sus movimientos reflejos, le
levantaban los párpados y le recorrían el cuerpo con dedos rudos en busca de
huesos rotos o le ponían inyecciones en el brazo para hacerle dormir.
Las palizas se
hicieron menos frecuentes y quedaron reducidas casi únicamente a amenazas, a
anunciarle un horror al que le enviarían en cuanto sus respuestas no fueran
satisfactorias. Los que le interrogaban no eran ya rufianes con uniformes
negros, sino intelectuales del Partido, hombrecillos regordetes con movimientos
rápidos y gafas brillantes que se relevaban para «trabajarlo» en turnos que
duraban -no estaba seguro- diez o doce horas. Estos otros interrogadores
procuraban que se hallase sometido a un dolor leve, pero constante, aunque
ellos no se basaban en el dolor para hacerle confesar. Le daban bofetadas, le
retorcían las orejas, le tiraban del pelo, le hacían sostenerse en una sola
pierna, le negaban el permiso para orinar, le enfocaban la cara con
insoportables reflectores hasta que le hacían llorar a lágrima viva... Pero la
finalidad de esto era sólo humillarlo y destruir en él la facultad de razonar,
de encontrar argumentos. La verdadera arma de aquellos hombres era el
despiadado interrogatorio que proseguía hora tras hora, lleno de trampas,
deformando todo lo que él había dicho, haciéndole confesar a cada paso mentiras
y contradicciones, hasta que empezaba a llorar no sólo de vergüenza sino de
cansancio nervioso. A veces lloraba media docena de veces en una sola sesión.
Casi todo el tiempo lo estaban insultando y lo amenazaban, a cada vacilación,
con volverlo a entregar a los guardias. Pero de pronto cambiaban de tono, lo llamaban
camarada, trataban de despertar sus sentimientos en nombre del Ingsoc y del
Gran Hermano, y le preguntaban compungidos si no le quedaba la suficiente
lealtad hacia el Partido para desear no haber hecho todo el mal que había
hecho. Con los nervios destrozados después de tantas horas de interrogatorio,
estos amistosos reproches le hacían llorar con más fuerza. Al final se había
convertido en un muñeco: una boca que afirmaba lo que le pedían y una mano que
fimaba todo lo que le ponían delante. Su única preocupación consistía en
descubrir qué deseaban hacerle declarar para confesarlo inmediatamente antes de
que empezaran a insultarlo y a amenazarle. Confesó haber asesinado a
distinguidos miembros del Partido, haber distribuido propaganda sediciosa, robo
de fondos públicos, venta de secretos militares al extranjero, sabotajes de
toda clase... Confesó que había sido espía a sueldo de Asia Oriental ya en
1968. Confesó que tenía creencias religiosas, que admiraba el capitalismo y que
era un pervertido sexual. Confesó haber asesinado a su esposa, aunque sabía
perfectamente -y tenían que saberlo también sus verdugos- que su mujer vivía
aún. Confesó que durante muchos años había estado en relación con Goldstein y
había sido miembro de una organización clandestina a la que habían pertenecido
casi todas las personas que él había conocido en su vida. Lo más fácil era
confesarlo todo -fuera verdad o mentira- y comprometer a todo el mundo. Además,
en cierto sentido, todo ello era verdad. Era cierto que había sido un enemigo
del Partido y a los ojos del Partido no había distinción alguna entre los
pensamientos y los actos.
También recordaba
otras cosas que surgían en su mente de un modo inconexo, como cuadros aislados
rodeados de oscuridad. Estaba en una celda que podía haber estado oscura o con
luz, no lo sabía, porque lo único que él veía era un par de ojos. Allí cerca se
oía el tic-tac, lento y regular, de un instrumento. Los ojos aumentaron de
tamaño y se hicieron más luminosos. De pronto, Winston salió flotando de su
asiento y sumergiéndose en los ojos, fue tragado por ellos.
Estaba atado a una
silla rodeada de esferas graduadas, bajo cegadores focos. Un hombre con bata
blanca leía los discos. Fuera se oía que se acercaban pasos. La puerta se abrió
de golpe. El oficial de cara de cera entró seguido por dos guardias.
-Habitación 101
-dijo el oficial.
El hombre de la
bata blanca no se volvió. Ni siquiera miró a Winston; se limitaba a observar
los discos.
Winston rodaba por
un interminable corredor de un kilómetro de anchura inundado por una luz dorada
y deslumbrante. Se reía a carcajadas y gritaba confesiones sin cesar. Lo confesaba
todo, hasta lo que había logrado callar bajo las torturas. Le contaba toda la
historia de su vida a un público que ya la conocía. Lo rodeaban los guardias,
sus otros verdugos de lentes, los hombres de las batas blancas, O'Brien, Julia,
el señor Charrington, y todos rodaban alegremente por el pasillo riéndose a
carcajadas. Winston se había escapado de algo terrorífico con que le amenazaban
y que no había llegado a suceder. Todo estaba muy bien, no había más dolor y
hasta los más mínimos detalles de su vida quedaban al descubierto, comprendidos
y perdonados.
Intentó levantarse,
incorporarse en la cama donde lo habían tendido, pues casi tenía la seguridad
de haber oído la voz de O'Brien. Durante todos los interrogatorios anteriores,
a pesar de no haberío llegado a ver, había tenido la constante sensación de que
O'Brien estaba allí cerca, detrás de él. Era O'Brien quien lo había dirigido
todo. Él había lanzado a los guardias contra Winston y también él había evitado
que lo mataran. Fue él quién decidió cuándo tenía Winston que gritar de dolor,
cuándo podía descansar, cuándo lo tenían que alimentar, cuándo habían de
dejarlo dormir y cuándo tenían que reanimarlo con inyecciones. Era él quien
sugería las preguntas y las respuestas. Era su atormentador, su protector, su
inquisidor y su amigo. Y una vez -Winston no podía recordar si esto ocurría
mientras dormía bajo el efecto de la droga, o durante el sueño normal o en un
momento en que estaba despierto- una voz le había murmurado al oído: «No te
preocupes, Winston; estás bajo mi custodia. Te he vigilado durante siete años.
Ahora ha llegado el momento decisivo. Te salvaré; te haré perfecto». No estaba
seguro si era la voz de O'Brien; pero desde luego era la misma voz que le había
dicho en aquel otro sueño, siete años antes: «Nos encontraremos en el sitio
donde no hay oscuridad».
Ahora no podía
moverse. Le habían sujetado bien el cuerpo boca arriba. Incluso la cabeza
estaba sujeta por detrás al lecho. O'Brien lo miraba serio, casi triste. Su
rostro, visto desde abajo, parecía basto y gastado, y con bolsas bajo los ojos
y arrugas de cansancio de la nariz a la barbilla. Era mayor de lo que Winston
creía. Quizás tuviera cuarenta y ocho o cincuenta años. Apoyaba la mano en una
palanca que hacía mover la aguja de la esfera, en la que se veían unos números.
-Te dije -murmuró
O'Brien- que, si nos encontrábamos de nuevo, sería aquí.
-Sí -dijo Winston.
Sin advertencia
previa excepto un leve movimiento de la mano de O'Brien- le inundó una oleada
dolorosa. Era un dolor espantoso porque no sabía de dónde venía y tenía la
sensación de que le habían causado un daño mortal. No sabía si era un dolor
interno o el efecto de algún recurso eléctrico, pero sentía como si todo el
cuerpo se le descoyuntara. Aunque el dolor le hacía sudar por la frente, lo
único que le preocupaba es que se le rompiera la columna vertebral. Apretó los
dientes y respiró por la nariz tratando de estarse callado lo más posible.
-Tienes miedo -dijo
O'Brien observando su cara- de que de un momento a otro se te rompa algo. Sobre
todo, temes que se te parta la espina dorsal. Te imaginas ahora mismo las
vértebras saltándose y el líquido raquídeo saliéndose. ¿Verdad que lo estás
pensando, Winston?
Winston no
contestó. O'Brien presionó sobre la palanca. La ola de dolor se retiró con
tanta rapidez como había llegado.
-Eso era cuarenta
-dijo O'Brien--. Ya ves que los números llegan hasta el ciento. Recuerda, por
favor, durante nuestra conversación, que está en mi mano infligirle dolor en el
momento y en el grado que yo desee. Si me dices mentiras o si intentas
engañarme de alguna manera, o te dejas caer por debajo de tu nivel normal de
inteligencia, te haré dar un alarido inmediatamente. ¿Entendido?
-Sí -dijo Winston.
O'Brien adoptó una
actitud menos severa. Se ajustó pensativo las gafas y anduvo unos pasos por la
habitación. Cuando volvió a hablar, su voz era suave y paciente. Parecía un
médico, un maestro, incluso un sacerdote, deseoso de explicar y de persuadir
antes que de castigar.
-Me estoy tomando
tantas molestias contigo, Winston, porque tú lo mereces. Sabes perfectamente lo
que te ocurre. Lo has sabido desde hace muchos años aunque te has esforzado en
convencerte de que no lo sabías. Estás trastornado mentalmente. Padeces de una
memoria defectuosa. Eres incapaz de recordar los acontecimientos reales y te
convences a ti mismo porque estabas decidido a no curarte. No estabas dispuesto
a hacer el pequerio esfuerzo de voluntad necesario. Incluso ahora, estoy seguro
de ello, te aferras a tu enfermedad por creer que es una virtud. Ahora te
pondré un ejemplo y te convencerás de lo que digo. Vamos a ver, en este
momento, ¿con qué potencia está en guerra Oceanía?
-Cuando me
detuvieron, Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental.
-Con Asia Oriental.
Muy bien. Y Oceanía ha estado siempre en guerra con Asia Oriental, ¿verdad?
Winston contuvo la
respiración. Abrió la boca para hablar, pero no pudo. Era incapaz de apartar
los ojos del disco numerado.
-La verdad, por
favor, Winston. Tu verdad. Dime lo que creas recordar.
-Recuerdo que hasta
una semana antes de haber sido yo detenido, no estábamos en guerra con Asia
Oriental en absoluto. Éramos aliados de ella. La guerra era contra Eurasia. Una
guerra que había durado cuatro años. Y antes de eso...
O'Brien lo hizo
callar con un movimiento de la mano.
-Otro ejemplo. Hace
algunos años sufriste una obcecación muy seria. Creíste que tres hombres que
habían sido miembros del Partido, llamados Jones, Aaronson y Rutherford -unos
individuos que fueron ejecutados por traición y sabotaje después de haber
confesado todos sus delito-. creíste, repito, que no eran culpables de los
delitos de que sé les acusaba. Creíste que habías visto una prueba documental
innegable que demostraba que sus confesiones habían sido forzadas y falsas.
Sufriste una alucinación que te hizo ver cierta fotografía. Llegaste a creer
que la habías tenido en tus manos. Era una foto como ésta.
Entre los dedos de
O'Brien había aparecido un recorte de periódico que pasó ante la vista de
Winston durante unos cinco segundos. Era una foto de periódico y no podía
dudarse cuál. Sí, era la fotografía; otro ejemplar del retrato de Jones,
Aaronson y Rutherford en el acto del Partido celebrado en Nueva York, aquella
foto que Winston había descubierto por casualidad once años antes y había destruido
en seguida. Y ahora había vuelto a verla. Sólo unos instantes, pero estaba
seguro de haberla visto otra vez. Hizo un desesperado esfuerzo por
incorporarse. Pero era imposible moverse ni siquiera un centímetro. Había
olvidado hasta la existencia de la amenazadora palanca. Sólo quería volver a
coger la fotografía, o por lo menos verla más tiempo.
-¡Existe! -gritó.
-No -dijo O'Brien.
Cruzó la estancia.
En la pared de enfrente había un «agujero de la memoria». O'Brien levantó la
rejilla. El pedazo de papel salió dando vueltas en el torbellino de aire
caliente y se deshizo en una fugaz llama. O'Brien volvió junto a Winston.
-Cenizas -dijo-. Ni
siquiera cenizas identificables. Polvo. Nunca ha existido.
-¡Pero existió!
¡Existe! Sí, existe en la memoria. Lo recuerdo. Y tú también lo recuerdas.
-Yo no lo recuerdo
-dijo O'Brien.
Winston se
desanimó. Aquello era doblepensar. Sintió un mortal desamparo. Si hubiera
estado seguro de que O'Brien mentía, se habría quedado tranquilo. Pero era muy
posible que O'Brien hubiera olvidado de verdad la fotografía. Y en ese caso
habría olvidado ya su negativa de haberla recordado y también habría olvidado
el acto de olvidarlo. ¿Cómo podía uno estar seguro de que todo esto no era más
que un truco? Quizás aquella demencial dislocación de los pensamientos pudiera
tener una realidad efectiva. Eso era lo que más desanimaba a Winston.
O'Brien lo miraba pensativo.
Más que nunca, tenía el aire de un profesor esforzándose por llevar por buen
camino a un chico descarriado, pero prometedor.
-Hay una consigna
del Partido sobre el control del pasado. Repítela, Winston, por favor.
-El que controla el
pasado controla el futuro; y el que controla el presente controla el pasado
-repitió Winston, obediente.
-El que controla el
presente controla el pasado -dijo O'Brien moviendo la cabeza con lenta
aprobación-. ¿Y crees tú, Winston, que el pasado existe verdaderamente?
Otra vez invadió a
Winston el desamparo. Sus ojos se volvieron hacia el disco. No sólo no sabía si
la respuesta que le evitaría el dolor sería sí o no, sino que ni siquiera sabía
cuál de estas respuestas era la que él tenía por cierta.
O'Brien sonrió débilmente:
-No eres
metafísico, Winston. Hasta este momento nunca habías pensado en lo que se
conoce por existencia. Te lo explicaré con más precisión. ¿Existe el pasado
concretamente, en el espacio? ¿Hay algún sitio en alguna parte, hay un mundo de
objetos sólidos donde el pasado siga acaeciendo?
-No.
-Entonces, ¿dónde
existe el pasado?
-En los documentos.
Está escrito.
-En los
documentos... Y, ¿dónde más?
-En la mente. En la
memoria de los hombres.
-En la memoria. Muy
bien. Pues nosotros, el Partido, controlamos todos los documentos y controlamos
todas las memorias. De manera que controlamos el pasado, ¿no es así?.
-Pero, ¿cómo van
ustedes a evitar que la gente recuerde lo que ha pasado? -exclamó Winston
olvidando del nuevo el martirizador eléctrico-. Es un acto involuntario. No
puede uno evitarlo. ¿Cómo vais a controlar la memoria? ¡La mía no la habéis
controlado!
O'Brien volvió a
ponerse serio. Tocó la palanca con la mano.
-Al contrario -dijo
por fin-, eres tú el que no la ha controlado y por eso estás aquí. Te han
traído porque te han faltado humildad y autodisciplina. No has querido realizar
el acto de sumisión que es el precio de la cordura. Has preferido ser un loco,
una minoría de uno solo. Convéncete, Winston; solamente el espíritu
disciplinado puede ver la realidad. Crees que la realidad es algo objetivo,
externo, que existe por derecho propio. Crees también que la naturaleza de la
realidad se demuestra por sí misma. Cuando te engañas a ti mismo pensando que
ves algo, das por cierto que todos los demás están viendo lo mismo que tú. Pero
te aseguro, Winston, que la realidad no es externa. La realidad existe en la
mente humana y en ningún otro sitio. No en la mente individual, que puede
cometer errores y que, en todo caso, perece pronto. Sólo la mente del Partido,
que es colectiva e inmortal, puede captar la realidad. Lo que el Partido
sostiene que es verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la realidad
sino a través de los ojos del Partido. Éste es el hecho que tienes que volver a
aprender, Winston. Para ello se necesita un acto de autodestrucción, un
esfuerzo de la voluntad. Tienes que humillarte si quieres volverte cuerdo.
Después de una
pausa de unos momentos, prosiguió: ¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «la
libertad es poder decir que dos más dos son cuatro?».
-Sí -dijo Winston.
O'Brien levantó la
mano izquierda, con el reverso hacia Winston, y escondiendo el dedo pulgar
extendió los otros cuatro.
-¿Cuántos dedos hay
aquí, Winston? -Cuatro.
-¿Y si el Partido
dice que no son cuatro sino cinco? Entonces, ¿cuántos hay?
-Cuatro.
La palabra terminó
con un espasmo de dolor. La aguja de la esfera había subido a cincuenta y
cinco. A Winston le sudaba todo el cuerpo. Aunque apretaba los dientes, no
podía evitar los roncos gemidos. O'Brien lo contemplaba, con los cuatro dedos
todavía extendidos. Soltó la palanca y el dolor, aunque no desapareció del
todo, se alivió bastante.
-¿Cuántos dedos,
Winston?
-Cuatro.
La aguja subió a
sesenta.
-¿Cuántos dedos,
Winston?
-¡¡Cuatro!!
¡¡Cuatro!! ¿Qué voy a decirte? ¡Cuatro!
La aguja debía de
marcar más, pero Winston no la miró. El rostro severo y pesado y los cuatro
dedos ocupaban por completo su visión. Los dedos, ante sus ojos, parecían
columnas, enormes, borrosos y vibrantes, pero seguían siendo cuatro, sin duda
alguna.
-¿Cuántos dedos,
Winston? -¡¡Cuatro!! ¡Para eso, para eso! ¡No sigas, es inútil!
-¿Cuántos dedos,
Winston?
-¡Cinco! ¡Cinco!
¡Cinco!
-No, Winston; así
no vale. Estás mintiendo. Sigues creyendo que son cuatro. Por favor, ¿cuántos
dedos?
-¡¡Cuatro!!
¡¡Cinco!! ¡¡Cuatro!! Lo que quieras, pero termina de una vez. Para este dolor.
Ahora estaba
sentado en el lecho con el brazo de O'Brien rodeándole los hombros. Quizá
hubiera perdido el conocimiento durante unos segundos. Se habían aflojado las
ligaduras que sujetaban su cuerpo. Sentía mucho frío, temblaba como un azogado,
le castañeteaban los dientes y le corrían lágrimas por las mejillas. Durante
unos instantes se apretó contra O'Brien como un niño, confortado por el fuerte
brazo que le rodeaba los hombros. Tenía la sensación de que O'Brien era su
protector, que el dolor venía de fuera, de otra fuente, y que O'Brien le
evitaría sufrir.
-Tardas mucho en
aprender, Winston -dijo O'Brien con suavidad.
-No puedo evitarlo
-balbuceó Winston-. ¿Cómo puedo evitar ver lo que tengo ante los ojos si no los
cierro? Dos y dos son cuatro.
-Algunas veces sí,
Winston; pero otras veces son cinco. Y otras, tres. Y en ocasiones son cuatro,
cinco y tres a la vez. Tienes que esforzarte más. No es fácil recobrar la
razón.
Volvió a tender a
Winston en el lecho. Las ligaduras volvieron a inmovilizarlo, pero ya no sentía
dolor y le había desaparecido el temblor. Estaba débil y frío. O'Brien le hizo
una señal con la cabeza al hombre de la bata blanca, que había permanecido
inmóvil durante la escena anterior y ahora, inclinándose sobre Winston, le
examinaba los ojos de cerca, le tomaba el pulso, le acercaba el oído al pecho y
le daba golpecitos de reconocimiento. Luego, mirando a O'Brien, movió la cabeza
afirmativamente.
-Otra vez -dijo
O'Brien.
El dolor invadió de
nuevo el cuerpo de Winston. La aguja debía de marcar ya setenta o setenta y
cinco. Esta vez, había cerrado los ojos. Sabía que los dedos continuaban allí y
que seguían siendo cuatro. Lo único importante era conservar la vida hasta que
pasaran las sacudidas dolorosas. Ya no tenía idea de si lloraba o no. El dolor
disminuyó otra vez. Abrió los ojos. O'Brien había vuelto a bajar la palanca.
-¿Cuántos dedos,
Winston?
-¡¡Cuatro!! Supongo
que son cuatro. Quisiera ver cinco. Estoy tratando de ver cinco.
-¿Qué deseas?
¿Persuadirme de que ves cinco o verlos de verdad?
-Verlos de verdad.
-Otra vez -dijo
O'Brien.
Es probable que la
aguja marcase de ochenta a noventa. Sólo de un modo intermitente podía recordar
Winston a qué se debía su martirio. Detrás de sus párpados cerrados, un bosque
de dedos se movía en una extraña danza, entretejiéndose, desapareciendo unos tras
otros y volviendo a aparecer. Quería contarlos, pero no recordaba por qué. Sólo
sabía que era imposible contarlos y que esto se debía a la misteriosa identidad
entre cuatro y cinco. El dolor desapareció de nuevo. Cuando abrió los ojos,
halló que seguía viendo lo mismo; es decir, innumerables dedos que se movían
como árboles locos en todas direcciones cruzándose y volviéndose a cruzar.
Cerró otra vez los ojos.
-¿Cuántos dedos te
estoy enseñando, Winston?
-No sé, no sé. Me
matarás si aumentas el dolor. Cuatro, cinco, seis... Te aseguro que no lo sé.
-Esto va mejor
-dijo O'Brien.
Le pusieron una
inyección en el brazo. Casi instantáneamente se le esparció por todo el cuerpo
una cálida y beatífica sensación. Casi no se acordaba de haber sufrido. Abrió
los ojos y miró agradecido a O'Brien. Le conmovió ver a aquel rostro pesado,
lleno de arrugas, tan feo y tan inteligente. Si se hubiera podido mover, le
habría tendido una mano. Nunca lo había querido tanto como en este momento y no
sólo por haberle suprimido el dolor. Aquel antiguo sentimiento, aquella idea de
que no importaba que O'Brien fuera un amigo o un enemigo, había vuelto a
apoderarse de él. O'Brien era una persona con quien se podía hablar. Quizá no
deseara uno tanto ser amado como ser comprendido. O'Brien lo había torturado
casi hasta enloquecerle y era seguro que dentro de un rato le haría matar. Pero
no importaba. En cierto sentido, más allá de la amistad, eran íntimos. De uno u
otro modo y aunque las palabras que lo explicarían todo no pudieran ser
pronunciadas nunca, había desde luego un lugar donde podrían reunirse y charlar.
O'Brien lo miraba con una expresión reveladora de que el mismo pensamiento se
le estaba ocurriendo. Empezó a hablar en un tono de conversación corriente.
-¿Sabes dónde
estás, Winston? -dijo.
-No sé. Me lo
figuro. En el Ministerio del Amor. -¿Sabes cuánto tiempo has estado aquí? -No
sé. Días, semanas, meses... creo que meses. -¿Y por qué te imaginas que traemos
aquí a la gente?
-Para hacerles
confesar.
-No, no es ésa la
razón. Di otra cosa.
-Para castigarlos.
-¡No! exclamó
O'Brien. Su voz había cambiado extraordinariamente y su rostro se había puesto
de pronto serio y animado a la vez-. ¡No! No te traemos sólo para hacerte
confesar y para castigarte. ¿Quieres que te diga para qué te hemos traído?
¡¡Para curarte!! ¡¡Para volverte cuerdo!! Debes saber, Winston, que ninguno de
los que traemos aquí sale de nuestras manos sin haberse curado. No nos
interesan esos estúpidos delitos que has cometido. Al Partido no le interesan
los actos realizados; nos importa sólo el pensamiento. No sólo destruimos a
nuestros enemigos, sino que los cambiamos. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Estaba inclinado
sobre Winston. Su cara parecía enorme por su proximidad y horriblemente fea
vista desde abajo. Además, sus facciones se alteraban por aquella exaltación,
aquella intensidad de loco. Otra vez se le encogió el corazón a Winston. Si le
hubiera sido posible, habría retrocedido. Estaba seguro de que O'Brien iba a
mover la palanca por puro capricho. Sin embargo, en ese momento se apartó de él
y paseó un poco por la habitación. Luego prosiguió con menos vehemencia:
-Lo primero que
debes comprender es que éste no es un lugar de martirio. Has leído cosas sobre
las persecuciones religiosas en el pasado. En la Edad Media había la
Inquisición. No funcionó. Pretendían erradicar la herejía y terminaron por
perpetuarla. En las persecuciones antiguas por cada hereje quemado han surgido
otros miles de ellos. ¿Por qué? Porque se mataba a los enemigos abiertamente y
mientras aún no se habían arrepentido. Se moría por no abandonar las creencias
heréticas. Naturalmente, así toda la gloria pertenecía a la víctima y la
vergüenza al inquisidor que la quemaba. Más tarde, en el siglo XX, han existido
los totalitarios, como los llamaban: los nazis alemanes y los comunistas rusos.
Los rusos persiguieron a los herejes con mucha más crueldad que ninguna otra
inquisición. Y se imaginaron que habían aprendido de los errores del pasado.
Por lo menos sabían que no se deben hacer mártires. Antes de llevar a sus
víctimas a un juicio público, se dedicaban a destruirles la dignidad. Los
deshacían moralmente y físicamente por medio de la tortura y el aislamiento
hasta convertirlos en seres despreciables, verdaderos peleles capaces de
confesarlo todo, que se insultaban a sí mismos acusándose unos a otros y pedían
sollozando un poco de misericordia. Sin embargo, después de unos cuantos años,
ha vuelto a ocurrir lo mismo. Los muertos se han convertido en mártires y se ha
olvidado su degradación. ¿Por qué había vuelto a suceder esto? En primer lugar,
porque las confesiones que habían hecho eran forzadas v falsas. Nosotros no
cometemos esta clase de errores. Todas las confesiones que salen de aquí son
verdaderas. Nosotros hacemos que sean verdaderas. Y, sobre todo, no permitimos
que los muertos se levanten contra nosotros. Por tanto, debes perder toda
esperanza de que la posteridad te reivindique, Winston. La posteridad no sabrá
nada de ti. Desaparecerás por completo de la corriente histórica. Te
disolveremos en la estratosfera, por decirlo así. De ti no quedará nada: ni un
nombre en un papel, ni tu recuerdo en un ser vivo. Quedarás aniquilado tanto en
el pretérito como en el futuro. No habrás existido.
«Entonces, ¿para
qué me torturan?», pensó Winston con una amargura momentánea. O'Brien se detuvo
en seco como si hubiera oído el pensamiento de Winston. Su ancho y feo rostro
se le acercó con los ojos un poco entornados y le dijo:
-Estás pensando que
si nos proponemos destruirte por completo, ¿para qué nos tomamos todas estas
molestias?; que si nada va a quedar de ti, ¿qué importancia puede tener lo que
tú digas o pienses? ¿Verdad que lo estás pensando?
-Sí -dijo Winston.
O'Brien sonrió
levemente y prosiguió:
-Te explicaré por
qué nos molestamos en curarte. Tú, Winston, eres una mancha en el tejido; una
mancha que debemos borrar. ¿No te dije hace poco que somos diferentes de los
martirizadores del pasado? No nos contentamos con una obediencia negativa, ni
siquiera con la sumisión más abyecta. Cuando por fin te rindas a nosotros,
tendrá que impulsarle a ello tu libre voluntad. No destruimos a los herejes
porque se nos resisten; mientras nos resisten no los destruimos. Los
convertirnos, captamos su mente, los reformamos. Al hereje político le quitamos
todo el mal y todas las ilusiones engañosas que lleva dentro; lo traemos a
nuestro lado, no en apariencia, sino verdaderamente, en cuerpo y alma. Lo
hacemos uno de nosotros antes de matarlo. Nos resulta intolerable que un
pensamiento erróneo exista en alguna parte del mundo, por muy secreto e inocuo
que pueda ser. Ni siquiera en el instante de la muerte podemos permitir alguna
desviación. Antiguamente, el hereje subía a la hoguera siendo aún un hereje,
proclamando su herejía y hasta disfrutando con ella. Incluso la víctima de las
purgas rusas se llevaba su rebelión encerrada en el cráneo cuando avanzaba por
un pasillo de la prisión en espera del tiro en la nuca. Nosotros, en cambio,
hacemos perfecto el cerebro que vamos a destruir. La consigna de todos los
despotismos era: «No harás esto o lo otro». La voz de mando de los totalitarios
era: «Harás esto o aquello». Nuestra orden es: «Eres». Ninguno de los que
traemos aquí puede volverse contra nosotros. Les lavamos el cerebro. Incluso
aquellos miserables traidores en cuya inocencia creíste un día -Jones, Aaronson
y Rutherford- los conquistamos al final. Yo mismo participé en su
interrogatorio. Los vi ceder paulatinamente, sollozando, llorando a lágrima
viva, y al final no los dominaba el miedo ni el dolor, sino sólo un sentimiento
de culpabilidad, un afán de penitencia. Cuando acabamos con ellos no eran más
que cáscaras de hombre. Nada quedaba en ellos sino el arrepentimiento por lo
que habían hecho y amor por el Gran Hermano. Era conmovedor ver cómo lo amaban.
Pedían que se les matase en seguida para poder morir con la mente limpia.
Temían que pudiera volver a ensuciárseles.
La voz de O'Brien
se había vuelto soñadora y en su rostro permanecía el entusiasmo del loco y la
exaltación del fanático. «No está mintiendo -pensó Winston-; no es un
hipócrita; cree todo lo que dice.» A Winston le oprimía el convencimiento de su
propia inferioridad intelectual. Contemplaba aquella figura pesada y de
movimientos sin embargo agradables que paseaba de un lado a otro entrando y
saliendo en su radio de visión. O'Brien era, en todos sentidos, un ser de
mayores proporciones que él. Cualquier idea que Winston pudiera haber tenido o
pudiese tener en lo sucesivo, ya se le había ocurrido a O'Brien, examinándola y
rechazándola. La mente de aquel hombre contenía a la de Winston. Pero, en ese
caso, ¿cómo iba a estar loco O'Brien? El loco tenía que ser él, Winston.
O'Brien se detuvo y lo miró fijamente. Su voz había vuelto a ser dura:
-No te figures que
vas a salvarte, Winston, aunque te rindas a nosotros por completo. jamás se
salva nadie que se haya desviado alguna vez. Y aunque decidiéramos dejarte
vivir el resto de tu vida natural, nunca te escaparás de nosotros. Lo que está
ocurriendo aquí es para siempre. Es preciso que se te grabe de una vez para
siempre. Te aplastaremos hasta tal punto que no podrás recobrar tu antigua
forma. Te sucederán cosas de las que no te recobrarás aunque vivas mil años.
Nunca podrás experimentar de nuevo un sentimiento humano. Todo habrá muerto en
tu interior. Nunca más serás capaz de amar, de amistad, de disfrutar de la
vida, de reírte, de sentir curiosidad por algo, de tener valor, de ser un
hombre íntegro... Estarás hueco. Te vaciaremos y te rellenaremos de... nosotros.
Se detuvo y le hizo
una señal al hombre de la bata blanca. Winston tuvo la vaga sensación de que
por detrás de él le acercaban un aparato grande. O'Brien se había sentado junto
a la cama de modo que su rostro quedaba casi al mismo nivel del de Winston.
-Tres mil -le dijo,
por encima de la cabeza de Winston, al hombre de la bata blanca.
Dos compresas algo
húmedas fueron aplicadas a las sienes de Winston. Éste sintió una nueva clase
de dolor. Era algo distinto. Quizá no fuese dolor. O'Brien le puso una mano
sobre la suya para tranquilizarlo, casi con amabilidad.
-Esta vez no te
dolerá -le dijo-. No apartes tus ojos de los míos.
En aquel momento
sintió Winston una explosión devastadora o lo que parecía una explosión, aunque
no era seguro que hubiese habido ningún ruido. Lo que si se produjo fue un
cegador fogonazo. Winston no estaba herido; sólo postrado. Aunque estaba
tendido de espaldas cuando aquello ocurrió, tuvo la curiosa sensación de que le
habían empujado hasta quedar en aquella posición. El terrible e indoloro golpe
le había dejado aplastado. Y en el interior de su cabeza también había ocurrido
algo. Al recobrar la visión, recordó quién era y dónde estaba y reconoció el
rostro que lo contemplaba; pero tenía la sensación de un gran vacío interior.
Era como si le faltase un pedazo del cerebro.
-Esto no durará
mucho -dijo O'Brien-. Mírame a los ojos. ¿Con qué país está en guerra Oceanía?
Winston pensó.
Sabía lo que significaba Oceanía y que él era un ciudadano de este país.
También recordaba que existían Eurasia y Asia Oriental; pero no sabía cuál
estaba en guerra con cuál. En realidad, no tenía idea de que hubiera guerra
ninguna.
-No recuerdo.
-Oceanía está en
guerra con Asia Oriental. ¿Lo recuerdas ahora?
-Sí.
-Oceanía ha estado
siempre en guerra con Asia Oriental. Desde el principio de tu vida, desde el
principio del Partido, desde el principio de la Historia, la guerra ha
continuado sin interrupción, siempre la misma guerra. ¿Lo recuerdas?
-Sí.
-Hace once años
inventaste una leyenda sobre tres hombres que habían sido condenados a muerte
por traición. Pretendías que habías visto un pedazo de lo que probaba su
inocencia. Ese recorte de papel nunca existió. Lo inventaste y acabaste
creyendo en él. Ahora recuerdas el momento en que lo inventaste, ¿te acuerdas?
-Sí.
-Hace poco te puse
ante los ojos los dedos de mi mano. Vieste cinco dedos. ¿Recuerdas?
-Sí.
O'Brien le enseñó
los dedos de la mano izquierda con el pulgar oculto.
-Aquí hay cinco
dedos. ¿Ves cinco dedos?
-Sí.
Y los vio durante
un fugaz momento. Llegó a ver cinco dedos, pero pronto volvió a ser todo normal
y sintió de nuevo el antiguo miedo, el odio y el desconcierto. Pero durante
unos instantes - quizá no más de treinta segundos- había tenido una luminosa
certidumbre y todas las sugerencias de O'Brien habían venido a llenar un hueco
de su cerebro convirtiéndose en verdad absoluta. En esos instantes dos y dos
podían haber sido lo mismo tres que cinco, según se hubiera necesitado. Pero
antes de que O'Brien hubiera dejado caer la mano, ya se había desvanecido la
ilusión. Sin embargo, aunque no podía volver a experimentarla, recordaba
aquello como se recuerda una viva experiencia en algún período remoto de
nuestra vida en que hemos sido una persona distinta.
-Ya has visto que
es posible -le dijo O'Brien. -Sí -dijo Winston.
O'Brien se levantó
con aire satisfecho. A su izquierda vio Winston que el hombre de la bata blanca
preparaba una inyección. O'Brien miró a Winston sonriente. Se ajustó las gafas como
en los buenos tiempos.
-¿Recuerdas haber
escrito en tu diario que no importaba que yo fuera amigo o enemigo, puesto que
yo era por lo menos una persona que te comprendía y con quien podías hablar?
Tenías razón. Me gusta hablar contigo. Tu mentalidad atrae a la mía. Se parece
a la mía excepto en que está enferma. Antes de que acabemos esta sesión puedes
hacerme algunas preguntas si quieres.
-¿La pregunta que
quiera?
-Sí. Cualquiera.
-Vio que los ojos de Winston se fijaban en la esfera graduada--. Ahora no
funciona. ¿Cuál es tu primera pregunta?
-¿Qué habéis hecho
con Julia? -dijo Winston.
O'Brien volvió a
sonreír.
-Te traicionó,
Winston. Inmediatamente y sin reservas. Pocas veces he visto a alguien que se
nos haya entregado tan pronto. Apenas la reconocerías si la vieras. Toda su
rebeldía, sus engaños, sus locuras, su suciedad mental... Todo eso ha
desaparecido de ella como si lo hubiera quemado. Fue una conversión perfecta,
un caso para ponerlo en los libros de texto.
-¿La habéis
torturado?
O'Brien no contestó.
-A ver, la pregunta
siguiente.
-¿Existe el Gran
Hermano?
-Claro que existe.
El Partido existe. El Gran Hermano es la encarnación del Partido.
-¿Existe en el
mismo sentido en que yo existo?
-Tú no existes
-dijo O'Brien.
A Winston volvió a
asaltarle una terrible sensación de desamparo. Comprendía por qué le decían a
él que no existía; pero era un juego de palabras estúpido. ¿No era un gran
absurdo la afirmación «tú no existes»? Pero, ¿de qué servía rechazar esos
argumentos disparatados?
-Yo creo que existo
-dijo con cansancio-. Tengo plena conciencia de mi propia identidad. He nacido
y he de morir. Tengo brazos y piernas. Ocupo un lugar concreto en el espacio.
Ningún otro objeto sólido puede ocupar a la vez el mismo punto. En este
sentido, ¿existe el Gran Hermano?
-Eso no tiene
importancia. Existe.
-¿Morirá el Gran
Hermano?
-Claro que no.
¿Cómo va a morir? A ver, la pregunta siguiente.
-¿Existe la
Hermandad?
-Eso no lo sabrás
nunca, Winston. Si decidimos libertarte cuando acabemos contigo y si llegas a
vivir noventa años, seguirás sin saber si la respuesta a esa pregunta es sí o
no. Mientras vivas, será eso para ti un enigma.
Winston yacía
silencioso. Respiraba un poco más rápidamente. Todavía no había hecho la
pregunta que le preocupaba desde un principio. Tenía que preguntarlo, pero su
lengua se resistía a pronunciar las palabras. O'Brien parecía divertido. Hasta
sus gafas parecían brillar irónicamente. Winston pensó de pronto: «Sabe
perfectamente lo que le voy a preguntar». Y entonces le fue fácil decir:
-¿Qué hay en la
habitación 101?
La expresión del
rostro de O'Brien no cambió. Respondió:
-Sabes muy bien lo
que hay en la habitación 101, Winston. Todo el mundo sabe lo que hay en la
habitación 101. -Levantó un dedo hacia el hombre de la bata blanca
Evidentemente, la sesión había terminado. Winston sintió en el brazo el
pinchazo de una inyección. Casi inmediata mente, se hundió en un profundo
sueño.
CAPITULO III
-Hay tres etapas en
tu reintegración -dijo O'Brien-; primero aprender, luego comprender y, por
último, aceptar. Ahora tienes que entrar en la segunda etapa.
Como siempre,
Winston estaba tendido de espaldas, pero ya no lo ataban tan fuerte. Aunque
seguía sujeto al lecho, podía mover las rodillas un poco y volver la cabeza de
uno a otro lado y levantar los antebrazos. Además, ya no le causaba tanta
tortura la palanca. Podía evitarse el dolor con un poco de habilidad, porque
ahora sólo lo castigaba O'Brien por faltas de inteligencia. A veces pasaba una
sesión entera sin que se moviera la aguja del disco. No recordaba cuántas
sesiones habían sido. Todo el proceso se extendía por un tiempo largo,
indefinido -quizás varias semanas- y los intervalos entre las sesiones quizá
fueran de varios días y otras veces sólo de una o dos horas.
-Mientras te hallas
ahí tumbado -le dijo O'Brien-, te has preguntado con frecuencia, e incluso me
lo has preguntado a mí, por qué el Ministerio del Amor emplea tanto tiempo y
trabajo en tu persona. Y cuando estabas en libertad te preocupabas por lo
mismo. Podías comprender el mecanismo de la sociedad en que vivías, pero no los
motivos subterráneos. ¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «Comprendo el
cómo; no comprendo el porqué»? Cuando pensabas en el porqué es cuando dudabas
de tu propia cordura. Has leído el libro de Goldstein, o partes de él por lo
menos. ¿Te enseñó algo que ya no supieras?
-¿Lo has leído tú?
-dijo Winston.
-Lo escribí. Es
decir, colaboré en su redacción. Ya sabes que ningún libro se escribe
individualmente.
-¿Es cierto lo que
dice?
-Como descripción,
sí. Pero el programa que presenta es una tontería. La acumulación secreta de
conocimientos, la extensión paulatina de ilustración y, por último, la rebelión
proletaria y el aniquilamiento del Partido. Ya te figurabas que esto es lo que
encontrarías en el libro. Pura tontería. Los proletarios no se sublevarán ni
dentro de mil años ni de mil millones de años. No pueden. Es inútil que te
explique la razón por la que no pueden rebelarse; ya la conoces. Si alguna vez
te has permitido soñar en violentas sublevaciones, debes renunciar a ello. El
Partido no puede ser derribado por ningún procedimiento. Las normas del
Partido, su dominio es para siempre. Debes partir de ese punto en todos tus
pensamientos.
O'Brien se acercó
más al lecho.
-¡Para siempre!
-repitió-. Y ahora volvamos a la cuestión del cómo y el porqué. Entiendes
perfectamente cómo se mantiene en el poder el Partido. Ahora dime, ¿por qué nos
aferrarnos al poder? ¿Cuál es nuestro motivo? ¿Por qué deseamos el poder? Habla
-añadió al ver que Winston no le respondía.
Sin embargo,
Winston siguió callado unos instantes. Sentíase aplanado por una enorme
sensación de cansancio. El rostro de O'Brien había vuelto a animarse con su
fanático entusiasmo. Sabía Winston de antemano lo que iba a decirle O'Brien:
que el Partido no buscaba el poder por el poder mismo, sino sólo para el
bienestar de la mayoría. Que le interesaba tener en las manos las riendas
porque los hombres de la masa eran criaturas débiles y cobardes que no podían
soportar la libertad ni encararse con la verdad y debían ser dominados y
engañados sistemáticamente por otros hombres más fuertes que ellos. Que la
Humanidad sólo podía escoger entre la libertad y la felicidad, y para la gran
masa de la Humanidad era preferible la felicidad. Que el Partido era el eterno
guardián de los débiles, una secta dedicada a hacer el mal para lograr el bien
sacrificando su propia felicidad a la de los demás. Lo terrible, pensó Winston,
lo verdaderamente terrible era que cuando O'Brien le dijera esto, se lo estaría
creyendo. No había más que verle la cara. O'Brien lo sabía todo. Sabía mil
veces mejor que Winston cómo era en realidad el mundo, en qué degradación vivía
la masa humana y por medio de qué mentiras y atrocidades la dominaba el
Partido. Lo había entendido y pesado todo y, sin embargo, no importaba: todo lo
justificaba él por los fines. ¿Qué va uno a hacer, pensó Winston, contra un
loco que es más inteligente que uno, que le oye a uno pacientemente y que sin
embargo persiste en su locura?
-Nos gobernáis por
nuestro propio bien -dijo débilmente-. Creéis que los seres humanos no están
capacitados para gobernarse, y en vista de ello...
Estuvo a punto de
gritar. Una punzada de dolor se le había clavado en el cuerpo. O'Brien había
presionado la palanca y la aguja de la esfera marcaba treinta y cinco.
-Eso fue una
estupidez, Winston; has dicho una tontería. Debías tener un poco más de
sensatez.
Volvió a soltar la
palanca y prosiguió:
-Ahora te diré la
respuesta a mi pregunta. Se trata de esto: el Partido quiere tener el poder por
amor al poder mismo. No nos interesa el bienestar de los demás; sólo nos
interesa el poder. No la riqueza ni el lujo, ni la longevidad ni la felicidad;
sólo el poder, el poder puro. Ahora comprenderás lo que significa el poder
puro. Somos diferentes de todas las oligarquías del pasado porque sabemos lo
que estamos haciendo. Todos los demás, incluso los que se parecían a nosotros,
eran cobardes o hipócritas. Los nazis alemanes y los comunistas rusos se
acercaban mucho a nosotros por sus métodos, pero nunca tuvieron el valor de
reconocer sus propios motivos. Pretendían, y quizá lo creían sinceramente, que
se habían apoderado de los mandos contra su voluntad y para un tiempo limitado
y que a la vuelta de la esquina, como quien dice, había un paraíso donde todos
los seres humanos serían libres e iguales. Nosotros no somos así. Sabemos que
nadie se apodera del mando con la intención de dejarlo. El poder no es un medio,
sino un fin en sí mismo. No se establece una dictadura para salvaguardar una
revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura. El objeto de
la persecución no es más que la persecución misma. La tortura sólo tiene como
finalidad la misma tortura. Y el objeto del poder no es más que el poder.
¿Empiezas a entenderme?
A Winston le
asombraba el cansancio del rostro de O'Brien. Era fuerte, carnoso y brutal,
lleno de inteligencia y de una especie de pasión controlada ante la cual
sentíase uno desarmado; pero, desde luego, estaba cansado. Tenía bolsones bajo
los ojos y la piel floja en las mejillas. O'Brien se inclinó sobre él para
acercarle más la cara, para que pudiera verla mejor.
-Estás pensando -le
dijo- que tengo la cara avejentada y cansada. Piensas que estoy hablando del
poder y que ni siquiera puedo evitar la decrepitud de mi propio cuerpo. ¿No
comprendes, Winston, que el individuo es sólo una célula? El cansancio de la
célula supone el vigor del organismo. ¿Acaso te mueres al cortarte las uñas?
Se apartó del lecho
y empezó a pasear con una mano en el bolsillo.
-Somos los
sacerdotes del poder -dijo-. El poder es Dios. Pero ahora el poder es sólo una
palabra en lo que a ti respecta. Y ya es hora de que tengas una idea de lo que
el poder significa. Primero debes darte cuenta de que el poder es colectivo. El
individuo sólo detenta poder en tanto deja de ser un individuo. Ya conoces la
consigna del Partido: «La libertad es la esclavitud». ¿Se te ha ocurrido pensar
que esta frase es reversible? Sí, la esclavitud es la libertad. El ser humano
es derrotado siempre que está solo, siempre que es libre. Ha de ser así porque
todo ser humano está condenado a morir irremisiblemente y la muerte es el mayor
de todos los fracasos; pero si el hombre logra someterse plenamente, si puede
escapar de su propia identidad, si es capaz de fundirse con el Partido de modo
que él es el Partido, entonces será todopoderoso e inmortal. Lo segundo de que
tienes que darte cuenta es que el poder es poder sobre seres humanos. Sobre el
cuerpo, pero especialmente sobre el espíritu. El poder sobre la materia..., la
realidad externa, como tú la llamarías..., carece de importancia. Nuestro
control sobre la materia es, desde luego, absoluto.
Durante unos
momentos olvidó Winston la palanca. Hizo un violento esfuerzo para incorporarse
y sólo consiguió causarse dolor.
-Pero, ¿cómo vais a
controlar la materia? -exclamó sin poderse contener-. Ni siquiera conseguís
controlar el clima y la ley de la gravedad. Además, existen la enfermedad, el
dolor, la muerte...
O'Brien le hizo
callar con un movimiento de la mano:
-Controlarnos la
materia porque controlamos la mente. La realidad está dentro del cráneo. Irás
aprendiéndolo poco a poco, Winston. No hay nada que no podamos conseguir: la
invisibilidad, la levitación... absolutamente todo. Si quisiera, podría flotar
ahora sobre el suelo como una pompa de jabón. No lo deseo porque el Partido no
lo desea. Debes librarte de esas ideas decimonónicas sobre las leyes de la
Naturaleza. Somos nosotros quienes dictamos las leyes de la Naturaleza.
-¡No las dictáis!
Ni siquiera sois los dueños de este planeta. ¿Qué me dices de Eurasia y Asia
Oriental? Todavía no las habéis conquistado.
-Eso no tiene
importancia. Las conquistaremos cuando nos convenga. Y si no las conquistásemos
nunca, ¿en qué puede influir eso? Podemos borrarlas de la existencia. Oceanía
es el mundo entero.
-Es que el mismo
mundo no es más que una pizca de polvo. Y el hombre es sólo una
insignificancia. ¿Cuánto tiempo lleva existiendo? La Tierra estuvo deshabitado
durante millones de años.
-¡Qué tontería! La
Tierra tiene sólo nuestra edad. ¿Cómo va a ser más vieja? No existe sino lo que
admite la conciencia humana.
-Pero las rocas
están llenas de huesos de animales desaparecidos, mastodontes y enormes
reptiles que vivieron en la Tierra muchísimo antes de que apareciera el primer
hombre.
-¿Has visto alguna
vez esos huesos, Winston? Claro que no. Los inventaron los biólogos del siglo
XIX. Nada hubo antes del hombre. Y después del hombre, si éste desapareciera
definitivamente de la Tierra, nada habría tampoco. Fuera del hombre no hay
nada.
-Es que el universo
entero está fuera de nosotros. ¡Piensa en las estrellas! Puedes verlas cuando
quieras. Algunas de ellas están a un millón de años-luz de distancia. jamás
podremos alcanzarlas.
-¿Qué son las
estrellas? -dijo O'Brien con indiferencia-. Solamente unas bolas de fuego a
unos kilómetros de distancia. Podríamos llegar a ellas si quisiéramos o
hacerlas desaparecer, borrarlas de nuestra conciencia. La Tierra es el centro
del universo. El sol y las estrellas giran en torno a ella.
Winston hizo otro
movimiento convulsivo. Esta vez no dijo nada. O'Brien prosiguió, como si
contestara a una objeción que le hubiera hecho Winston:
-Desde luego, para
ciertos fines es eso verdad. Cuando navegamos por el océano o cuando predecimos
un eclipse, nos puede resultar conveniente dar por cierto que la Tierra gira
alrededor del sol y que las estrellas se encuentran a millones y millones de kilómetros
de nosotros. Pero, ¿qué importa eso? ¿Crees que está fuera de nuestros medios
un sistema dual de astronomía? Las estrellas pueden estar cerca o lejos según
las necesitemos. ¿Crees que ésa es tarea difícil para nuestros matemáticos?
¿Has olvidado el doblepensar?
Winston se encogió
en el lecho. Dijera lo que dijese, le venía encima la veloz respuesta como un
porrazo, y, sin embargo, sabía -sabía-que llevaba razón. Seguramente había
alguna manera de demostrar que la creencia de que nada existe fuera de nuestra
mente es una absoluta falsedad. ¿No se había demostrado hace ya mucho tiempo
que era una teoría indefendible? Incluso había un nombre para eso, aunque él lo
había olvidado. Una fina sonrisa recorrió los labios de O'Brien, que lo estaba
mirando.
-Te digo, Winston,
que la metafísica no es tu fuerte. La palabra que tratas de encontrar es
solipsismo. Pero estás equivocado. En este caso no hay solipsismo. En todo
caso, habrá solipsismo colectivo, pero eso es muy diferente; es precisamente lo
contrario. En fin, todo esto es una digresión -añadió con tono distinto-. El
verdadero poder, el poder por el que tenemos que luchar día y noche, no es
poder sobre las cosas, sino sobre los hombres. -Después de una pausa, asumió de
nuevo su aire de maestro de escuela examinando a un discípulo prometedor-:
Vamos a ver, Winston, ¿cómo afirma un hombre su poder sobre otro?
Winston pensó un
poco y respondió: -Haciéndole sufrir.
-Exactamente.
Haciéndole sufrir. No basta con la obediencia. Si no sufre, ¿cómo vas a estar
seguro de que obedece tu voluntad y no la suya propia? El poder radica en
infligir dolor y humillación. El poder está en la facultad de hacer pedazos los
espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas formas elegidas por ti.
¿Empiezas a ver qué clase de mundo estamos creando? Es lo contrario,
exactamente lo contrario de esas estúpidas utopías hedonistas que imaginaron
los antiguos reformadores. Un mundo de miedo, de ración y de tormento, un mundo
de pisotear y ser pisoteado, un mundo que se hará cada día más despiadado. El
progreso de nuestro mundo será la consecución de más dolor. Las antiguas
civilizaciones sostenían basarse en el amor o en la justicia. La nuestra se
funda en el odio. En nuestro mundo no habrá más emociones que el miedo, la
rabia, el triunfo y el autorebajamiento. Todo lo demás lo destruiremos, todo.
Ya estamos suprimiendo los hábitos mentales que han sobrevivido de antes de la
Revolución. Hemos cortado los vínculos que unían al hijo con el padre, un
hombre con otro y al hombre con la mujer. Nadie se fía ya de su esposa, de su
hijo ni de un amigo. Pero en el futuro no habrá ya esposas ni amigos. Los niños
se les quitarán a las madres al nacer, como se les quitan los huevos a la
gallina cuando los pone. El instinto sexual será arrancado donde persista. La
procreación consistirá en una formalidad anual como la renovación de la
cartilla de racionamiento. Suprimiremos el orgasmo. Nuestros neurólogos
trabajan en ello. No habrá lealtad; no existirá más fidelidad que la que se
debe al Partido, ni más amor que el amor al Gran Hermano. No habrá risa,
excepto la risa triunfal cuando se derrota a un enemigo. No habrá arte, ni
literatura, ni ciencia. No habrá ya distinción entre la belleza y la fealdad.
Todos los placeres serán destruidos. Pero siempre, no lo olvides, Winston,
siempre habrá el afán de poder, la sed de dominio, que aumentará constantemente
y se hará cada vez más sutil. Siempre existirá la emoción de la victoria, la
sensación de pisotear a un enemigo indefenso. Si quieres hacerte una idea de
cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando un rostro humano...
incesantemente.
Se calló, como si
esperase a que Winston le hablara. Pero éste se encogía más aún. No se le
ocurría nada. Parecía helársele el corazón. O'Brien prosiguió:
-Recuerda que es
para siempre. Siempre estará ahí la cara que ha de ser pisoteada. El hereje, el
enemigo de la sociedad, estarán siempre a mano para que puedan ser derrotados y
humillados una y otra vez. Todo lo que tú has sufrido desde que estás en
nuestras manos, todo eso continuará sin cesar. El espionaje, las traiciones,
las detenciones, las torturas, las ejecuciones y las desapariciones se
producirán continuamente. Será un mundo de terror a la vez que un mundo
triunfal. Mientras más poderoso sea el Partido, menos tolerante será. A una
oposición más débil corresponderá un despotismo más implacable. Goldstein y sus
herejías vivirán siempre. Cada día, a cada momento, serán derrotados,
desacreditados, ridiculizados, les escupiremos encima, y, sin embargo,
sobrevivirán siempre. Este drama que yo he representado contigo durante siete
años volverá a ponerse en escena una y otra vez, generación tras generación,
cada vez en forma más sutil. Siempre tendremos al hereje a nuestro albedrío,
chillando de dolor, destrozado, despreciable y, al final, totalmente
arrepentido, salvado de sus errores y arrastrándose a nuestros pies por su
propia voluntad. Ése es el mundo que estamos preparando, Winston. Un mundo de
victoria tras victoria, de triunfos sin fin, una presión constante sobre el
nervio del poder. Ya veo que empiezas a darte cuenta de cómo será ese mundo.
Pero acabarás haciendo más que comprenderlo. Lo aceptarás, lo acogerás
encantado, te convertirás en parte de él.
Winston había
recobrado suficiente energía para hablar: -¡No podréis conseguirlo! -dijo
débilmente.
-¿Qué has querido
decir con esas palabras, Winston?
-No podréis crear
un mundo como el que has descrito. Eso es un sueño, un imposible.
-¿Por qué?
-Es imposible
fundar una civilización sobre el miedo, el odio y la crueldad. No perduraría.
-¿Por qué no?
-No tendría
vitalidad. Se desintegraría, se suicidaría.
-No seas tonto.
Estás bajo la impresión de que el odio es más agotador que el amor. ¿Por qué va
a serio? Y si lo fuera, ¿qué diferencia habría? Supón que preferimos gastarnos
más pronto. Supón que aceleramos el tempo de la vida humana de modo que los hombres
sean seniles a los treinta años. ¿Qué importaría? ¿No comprendes que la muerte
del individuo no es la muerte? El Partido es inmortal.
Como de costumbre,
la voz había vencido a Winston. Además, temía éste que si persistía su
desacuerdo con O'Brien, se moviera de nuevo la aguja. Sin embargo, no podía
estarse callado. Apagadamente, sin argumentos, sin nada en que apoyarse excepto
el inarticulado horror que le producía lo que había dicho O'Brien, volvió al
ataque.
-No sé, no me
importa. De un modo o de otro, fracasaréis. Algo os derrotará. La vida os
derrotará.
-Nosotros, Winston,
controlamos la vida en todos sus niveles. Te figuras que existe algo llamado la
naturaleza humana, que se irritará por lo que hacemos y se volverá contra
nosotros. Pero no olvides que nosotros creamos la naturaleza humana. Los
hombres son infinitamente maleables. O quizás hayas vuelto a tu antigua idea de
que los proletarios o los esclavos se levantarán contra nosotros y nos
derribarán. Desecha esa idea. Están indefensos, como animales. La Humanidad es
el Partido. Los otros están fuera, son insignificantes.
-No me importa. Al
final, os vencerán. Antes o después os verán como sois, y entonces os
despedazarán.
-¿Tienes alguna
prueba de que eso esté ocurriendo? ¿O quizás alguna razón de que pudiera
ocurrir?
-No. Es lo que
creo. Sé que fracasaréis. Hay algo en el universo -no sé lo que es: algún
espíritu, algún principio contra lo que no podréis.
-¿Acaso crees en
Dios, Winston?
-No.
-Entonces, ¿qué
principio es ese que ha de vencernos? -No sé. El espíritu del Hombre.
-¿Y te consideras
tú un hombre?
-Sí.
-Si tú eres un
hombre, Winston, es que eres el último. Tu especie se ha extinguido; nosotros
somos los herederos. ¿Te das cuenta de que estás solo, absolutamente solo? Te
encuentras fuera de la historia, no existes. -Cambió de tono y de actitud y
dijo con dureza- ¿Te consideras moralmente superior a nosotros por nuestras
mentiras y nuestra crueldad?
-Sí, me considero
superior.
O'Brien guardó
silencio. Pero en seguida empezaron a hablar otras dos voces. Después de un
momento, Winston reconoció que una de ellas era la suya propia. Era una cinta
magnetofónica de la conversación que había sostenido con O'Brien la noche en
que se había alistado en la Hermandad. Se oyó a sí mismo prometiendo solemnemente
mentir, robar, falsificar, asesinar, fomentar el hábito de las drogas y la
prostitución, propagar las enfermedades venéreas y arrojar vitriolo a la cara
de un niño. O'Brien hizo un pequeño gesto de impaciencia, como dando a entender
que la demostración casi no merecía la pena. Luego hizo funcionar un resorte y
las voces se detuvieron.
-Levántate de ahí
-dijo O'Brien.
Las ataduras se
habían soltado por sí mismas. Winston se puso en pie con gran dificultad.
-Eres el último
hombre -dijo O'Brien-. Eres el guardián del espíritu humano. Ahora te verás
como realmente eres. Desnúdate.
Winston se soltó el
pedazo de cuerda que le sostenía el «mono». Había perdido hacía tiempo la
cremallera. No podía recordar si había llegado a desnudarse del todo desde que
le detuvieron. Debajo del «mono» tenía unos andrajos amarillentos que apenas
podían reconocerse como restos de ropa interior. Al caérsele todo aquello al
suelo, vio que había un espejo de tres lunas en la pared del fondo. Se acercó a
él y se detuvo en seco. Se le había escapado un grito involuntario.
-Anda -dijo
O'Brien-. Colócate entre las tres lunas. Así te verás también de lado.
Winston estaba
aterrado. Una especie de esqueleto muy encorvado y de un color grisáceo andaba
hacia él. La imagen era horrible. Se acercó más al espejo. La cabeza de aquella
criatura tan extraña aparecía deformada, ya que avanzaba con el cuerpo casi
doblado. Era una cabeza de presidiario con una frente abultada y un cráneo
totalmente calvo, una nariz retorcida y los pómulos magullados, con unos ojos
feroces y alertas. Las mejillas tenían varios costurones. Desde luego, era la
cara de Winston, pero a éste le pareció que había cambiado aún más por fuera
que por dentro. Se había vuelto casi calvo y en un principio creyó que tenía el
pelo cano, pero era que el color de su cuero cabelludo estaba gris. El cuerpo
entero, excepto las manos y la cara, se había vuelto gris como si lo cubriera
una vieja capa de polvo. Aquí y allá, bajo la suciedad, aparecían las
cicatrices rojas de las heridas, y cerca del tobillo sus varices formaban una
masa inflamada de la que se desprendían escamas de piel. Pero lo verdaderamente
espantoso era su delgadez. La cavidad de sus costillas era tan estrecha como la
de un esqueleto. Las Piernas se le habían encogido de tal manera que las
rodillas eran más gruesas que los muslos. Esto le hizo comprender por qué
O'Brien le había dicho que se viera de lado. La curvatura de la espina dorsal
era asombrosa. Los delgados hombros avanzaban formando un gran hueco en el
pecho y el cuello se doblaba bajo el peso del cráneo. De no haber sabido que
era su propio cuerpo, habría dicho Winston que se trataba de un hombre de más
de sesenta años aquejado de alguna terrible enfermedad.
-Has pensado a
veces -dijo O'Brien- que mi cara, la cara de un miembro del Partido Interior,
está avejentado y revela un gran cansancio. ¿Qué piensas contemplando la tuya?
Cogió a Winston por
los hombros y le hizo dar la vuelta hasta tenerlo de frente.
-¡Fíjate en qué
estado te encuentras! -dijo-. Mira la suciedad que cubre tu cuerpo. ¿Sabes que
hueles como un macho cabrío? Es probable que ya no lo notes. Fíjate en tu
horrible delgadez. ¿Ves? Te rodeo el brazo con el pulgar y el índice. Y podría
doblarte el cuello como una remolacha. ¿Sabes que has perdido veinticinco kilos
desde que estás en nuestras manos? Hasta el pelo se te cae a puñados. ¡Mira!
-le arrancó un mechón de pelo-. Abre la boca. Te quedan nueve, diez, once
dientes. ¿Cuántos tenías cuando te detuvimos? Y los pocos que te quedan se te
están cayendo. ¡¡Mira!!
Agarró uno de los
dientes de abajo que le quedaban Winston. Éste sintió un dolor agudísimo que le
corrió por toda la mandíbula. O'Brien se lo había arrancado de cuajo, tirándolo
luego al suelo.
-Te estás
pudriendo, Winston. Te estás desmoronando. ¿Qué eres ahora?. Una bolsa llena de
porquería. Mírate otra vez en el espejo. ¿Ves eso que tienes enfrente? Es el
último hombre. Si eres humano, ésa es la Humanidad. Anda, vístete otra vez.
Winston empezó a
vestirse con movimientos lentos y rígidos. Hasta ahora no había notado lo débil
que estaba. Sólo un pensamiento le ocupaba la mente: que debía de llevar en
aquel sitio más tiempo de lo que se figuraba. Entonces, al mirar los miserables
andrajos que se habían caído en torno suyo, sintió una enorme piedad por su
pobre cuerpo. Antes de saber lo que estaba haciendo, se había sentado en un ta
burete junto al lecho y había roto a llorar. Se daba plena cuenta de su
terrible fealdad, de su inutilidad, de que era un montón de huesos envueltos en
trapos sucios que lloraba iluminado por una deslumbrante luz blanca. Pero no
podía contenerse. O'Brien le puso una mano en el hombro casi con amabilidad.
-Esto no durará
siempre -le dijo-. Puedes evitarte todo esto en cuanto quieras. Todo depende de
ti.
-¡Tú tienes la
culpa! -sollozó Winston-. Tú me convertiste en este guiñapo.
-No, Winston, has
sido tú mismo. Lo aceptaste cuando te pusiste contra el Partido. Todo ello
estaba ya contenido en aquel primer acto de rebeldía. Nada ha ocurrido que tú
no hubieras previsto.
Después de una
pausa, prosiguió:
-Te hemos pegado,
Winston; te hemos destrozado. Ya has visto cómo está tu cuerpo. Pues bien, tu
espíritu está en el mismo estado. Has sido golpeado e insultado, has gritado de
dolor, te has arrastrado por el suelo en tu propia sangre, y en tus vómitos has
gemido pidiendo misericordia, has traicionado a todos. ¿Crees que hay alguna
degradación en que no hayas caído?
-Winston dejó de
llorar, aunque seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas. Miró a O'Brien.
-No he traicionado
a Julia -dijo.
O'Brien lo miró pensativo.
-No, no. Eso es
cierto. No has traicionado a Julia.
El corazón de
Winston volvió a llenarse de aquella adoración por O'Brien que nada parecía
capaz de destruir. «¡Qué inteligente -pensó-, qué inteligente es este hombre!»
Nunca dejaba O'Brien de comprender lo que se le decía. Cualquiera otra persona
habría contestado que había traicionado a Julia. ¿No se lo habían sacado todo
bajo tortura? Les había contado absolutamente todo lo que sabía de ella: su
carácter, sus costumbres, su vida pasada; había confesado, dando los más
pequeños detalles, todo lo que había ocurrido entre ellos, todo lo que él había
dicho a ella y ella a él, sus comidas, alimentos comprados en el mercado negro,
sus relaciones sexuales, sus vagas conspiraciones contra el Partido... y, sin
embargo, en el sentido que él le daba a la palabra traicionar, no la había
traicionado. Es decir, no había dejado de amarla. Sus sentimientos hacia ella
seguían siendo los mismos. O'Brien había entendido lo que él quería decir sin
necesidad de explicárselo.
-Dime -murmuró
Winston-, ¿cuándo me matarán?
-A lo mejor, tardan
aún mucho tiempo -respondió O'Brien-. Eres un caso dificil. Pero no pierdas la
esperanza. Todos se curan antes o después. Al final, te mataremos.
CAPITULO IV
Sentíase mucho
mejor. Había engordado y cada día estaba más fuerte. Aunque hablar de días no
era muy exacto.
La luz blanca y el
zumbido seguían como siempre, pero la nueva celda era un poco más confortable
que las demás en que había estado. La cama tenía una almohada y un colchón y
había también un taburete. Lo habían bañado, permitiéndole lavarse con bastante
frecuencia en un barrerlo de hojalata. Incluso le proporcionaron agua caliente.
Tenía ropa interior nueva y un nuevo «mono». Le curaron las varices
vendándoselas adecuadamente. Le arrancaron el resto de los dientes y le
pusieron una dentadura postiza.
Debían de haber
pasado varias semanas e incluso meses. Ahora le habría sido posible medir el
tiempo si le hubiera interesado, pues lo alimentaban a intervalos regulares.
Calculó que le llevaban tres comidas cada veinticuatro horas, aunque no estaba
seguro si se las llevaban de día o de noche. El alimento era muy bueno, con
carne cada tres comidas. Una vez le dieron también un paquete de cigarrillos.
No tenía cerillas, pero el guardia que le llevaba la comida, y que nunca le
hablaba, le daba fuego. La primera vez que intentó fumar, se mareé, pero
perseveró, alargando el paquete mucho tiempo. Fumaba medio cigarrillo después
de cada comida.
Le dejaron una
pizarra con un pizarrín atado a un pico. Al principio no lo usó. Se hallaba en
un continuo estado de atontamiento. Con frecuencia se tendía desde una comida
hasta la siguiente sin moverse, durmiendo a ratos y a ratos pensando
confusamente. Se había acostumbrado a dormir con una luz muy fuerte sobre el
rostro. La única diferencie que notaba con ello era que sus sueños tenían así
más coherencia. Soñaba mucho y a veces tenía ensueños felices. Se veía en el
País Dorado o sentado entre enormes, soleadas gloriosas ruinas con su madre,
con Julia o con O'Brien, sir hacer nada, sólo tomando el sol y hablando de
temas pacíficos. Al despertarse, pensaba mucho tiempo sobre lo que había
soñado. Había perdido la facultad de esforzarse intelectualmente al desaparecer
el estímulo del dolor. No se sentía aburrido ni deseaba conversar ni distraerse
por otro medio. Sólo quería estar aislado, que no le pegaran ni lo
interrogaran, tener bastante comida y estar limpio.
Gradualmente empezó
a dormir menos, pero seguía sin desear levantarse de la cama. Su mayor afán era
yacer en calma y sentir cómo se concentraba más energía en su cuerpo. Se tocaba
continuamente el cuerpo para asegurarse de que no era una ilusión suya el que
sus músculos se iban redondeando y su piel fortaleciendo. Por último, vio con
alegría que sus muslos eran mucho más gruesos que sus rodillas. Después de
esto, aunque sin muchas ganas al principio, empezó a hacer algún ejercicio con
regularidad. Andaba hasta tres kilómetros seguidos; los medía por los pasos que
daba en torno a la celda. La espalda se le iba enderezando. Intentó realizar
ejercicios más complicados, y se asombró, humillado, de la cantidad asombrosa
de cosas que no podía hacer. No podía coger el taburete estirando el brazo ni
sostenerse en una sola pierna sin caerse. Intentó ponerse en cuclillas, pero
sintió unos dolores terribles en los muslos y en las pantorrillas. Se tendió de
cara al suelo e intentó levantar el peso del cuerpo con las manos. Fue inútil;
no podía elevarse ni un centímetro. Pero después de unos días más -otras cuantas
comidas- incluso eso llegó a realizarlo. Lo hizo hasta seis veces seguidas.
Empezó a enorgullecerse de su cuerpo y a albergar la intermitente ilusión de
que también su cara se le iba normalizando. Pero cuando casualmente se llevaba
la mano a su cráneo calvo, recordaba el rostro cruzado de cicatrices y
deformado que había visto aquel día en el espejo. Se le fue activando el
espíritu. Sentado en la cama, con la espalda apoyada en la pared y la pizarra
sobre las rodillas, se dedicó con aplicación a la tarea de reeducarse.
Había capitulado,
eso era ya seguro. En realidad -lo comprendía ahora- había estado expuesto a
capitular mucho antes de tomar esa decisión. Desde que le llevaron al
Ministerio del Amor e incluso durante aquellos minutos en que Julia y él se
habían encontrado indefensos espalda contra espalda mientras la voz de hierro
de la telepantalla les ordenaba lo que tenían que hacer- se dio plena cuenta de
la superficialidad y frivolidad de su intento de enfrentarse con el Partido.
Sabía ahora que durante siete años lo había vigilado la Policía del Pensamiento
como si fuera un insecto cuyos movimientos se estudian bajo una lupa. Todos sus
actos físicos, todas sus palabras e incluso sus actitudes mentales habían sido
registradas o deducidas por el Partido. Incluso la motita de polvo blanquecino
que Winston había dejado sobre la tapa de su diario la habían vuelto a colocar
cuidadosamente en su sitio. Durante los interrogatorios le hicieron oír cintas
magnetofónicas y le mostraron fotografías. Algunas de éstas recogían momentos
en que Julia y él habían estado juntos. Sí, incluso... Ya no podía seguir
luchando contra el Partido. Además, el Partido tenía razón. ¿Cómo iba a
equivocarse el cerebro inmortal y colectivo? ¿Con qué normas externas podían
comprobarse sus juicios? La cordura era cuestión de estadística. Sólo había que
aprender a pensar como ellos pensaban. ¡Claro que…!
El pizarrín se le
hacía extraño entre sus dedos entorpecidos. Empezó a escribir los pensamientos
que le acudían. Primero escribió con grandes mayúsculas:
LA LIIBERTAD ES LA
ESCLAVITUD
Luego, casi sin
detenerse, escribió debajo:
DOS Y DOS SON CINCO
Pero luego sintió
cierta dificultad para concentrarse. No recordaba lo que venía después, aunque
estaba seguro de saberlo. Cuando por fin se acordó de ello, fue sólo por un
razonamiento. No fue espontáneo. Escribió:
EL PODER ES DIOS
Lo aceptaba todo.
El pasado podía ser alterado. El pasado nunca había sido alterado. Oceanía
estaba en guerra con Asia Oriental. Oceanía había estado siempre en guerra con
Asia Oriental. Jones, Aaronson y Rutherford eran culpables de los crímenes de
que se les acusó. Nunca había visto la fotografía que probaba su inocencia.
Esta foto no había existido nunca, la había inventado él. Recordó haber pensado
lo contrario, pero estos eran falsos recuerdos, productos de un autoengaño.
¡Qué fácil era todo! Rendirse, y lo demás venía por sí solo. Era como andar
contra una corriente que le echaba a uno hacia atrás por mucho que luchara
contra ella, y luego, de pronto, se decidiera uno a volverse y nadar a favor de
la corriente. Nada habría cambiado sino la propia actitud. Apenas sabía Winston
por qué se había revelado. ¡Todo era tan fácil, excepto... !
Todo podía ser
verdad. Las llamadas leyes de la Naturaleza eran tonterías. La ley de la
gravedad era una imbecilidad. «Si yo quisiera -había dicho O'Brien-, podría
flotar sobre este suelo como una pompa de jabón.» Winston desarrolló esta idea:
«Si él cree que está flotando sobre el suelo y yo simultáneamente creo que
estoy viéndolo flotar, ocurre efectivamente». De repente, como un madero de un
naufragio que se suelta y emerge en la superficie, le acudió este pensamiento:
«No ocurre en realidad. Lo imaginamos. Es una alucinación». Aplastó en el acto
este pensamiento levantisco. Su error era evidente porque presuponía que en
algún sitio existía un mundo real donde ocurrían cosas reales. ¿Cómo podía
existir un mundo semejante? ¿Qué conocimiento tenemos de nada si no es a través
de nuestro propio espíritu? Todo ocurre en la mente y sólo lo que allí sucede
tiene una realidad.
No tuvo dificultad
para eliminar estos engañosos pensamientos; no se vio en verdadero peligro de
sucumbir a ellos. Sin embargo, pensó que nunca debían habérsele ocurrido. Su
cerebro debía lanzar una mancha que tapara cualquier pensamiento peligroso al
menor intento de asomarse a la conciencia. Este proceso había de ser
automático, instintivo. En neolengua se le llamaba
paracrimen. Era el
freno de cualquier acto delictivo.
Se entrenó en el
paracrimen. Se planteaba proposiciones como éstas: «El Partido dice que la
tierra no es redonda», y se ejercitaba en no entender los argumentos que
contradecían a esta proposición. No era fácil. Había que tener una gran
facultad para improvisar y razonar. Por ejemplo, los problemas aritméticos
derivados de la afirmación dos y dos son cinco requerían una preparación
intelectual de la que él carecía. Además para ello se necesitaba una mentalidad
atlética, por decirlo así. La habilidad de emplear la lógica en un determinado
momento y en el siguiente desconocer los más burdos errores lógicos. Era tan
precisa la estupidez como la inteligencia y tan diflcil de conseguir.
Durante todo este
tiempo, no dejaba de preguntarse con un rincón de su cerebro cuánto tardarían
en matarlo. «Todo depende de ti», le había dicho O'Brien, pero Winston sabía
muy bien que no podía abreviar ese plazo con ningún acto consciente. Podría
tardar diez minutos o diez años. Podían tenerlo muchos años aislado, mandarlo a
un campo de trabajos forzados o soltarlo durante algún tiempo, como solían
hacer. Era perfectamente posible que antes de matarlo le hicieran representar
de nuevo todo el drama de su detención, interrogatorios, etc. Lo cierto era que
la muerte nunca llegaba en un momento esperado. La tradición -no la tradición
oral, sino un conocimiento difuso que le hacía a uno estar seguro de ello
aunque no lo hubiera oído nunca era que le mataban a uno por detrás de un tiro
en la nuca. Un tiro que llegaba sin aviso cuando le llevaban a uno de celda en
celda por un pasillo.
Un día cayó en una
ensoñación extraña. Se veía a sí mismo andando por un corredor en espera del
disparo. Sabía que dispararían de un momento a otro. Todo estaba ya arreglado,
se había reconciliado plenamente con el Partido. No más dudas ni más
discusiones; no más dolor ni miedo. Tenía el cuerpo saludable y fuerte. Andaba
con gusto, contento de moverse él solo. Ya no iba por los estrechos y largos
pasillos del Ministerio del Amor, sino por un pasadizo de enorme anchura
iluminado por el sol, un corredor de un kilómetro de anchura por el cual había
transitado ya en aquel delirio que le produjeron las drogas. Se hallaba en el
País Dorado siguiendo unas huellas en los pastos roídos por los conejos. Sentía
el muelle césped bajo sus pies y la dulce tibieza del sol. Al borde del campo
había unos olmos cuyas hojas se movían levemente y algo más allá corría el
arroyo bajo los sauces.
De pronto se
despertó horrorizado. Le sudaba todo el cuerpo. Se había oído a sí mismo
gritando:
-¡Julia! ¡Julia!
¡Julia! ¡Amor mío! Julia.
Durante un momento
había tenido una impresionante alucinación de su presencia. No sólo parecía que
Julia estaba con él, sino dentro de él. Era como si la joven tuviera su misma
piel. En aquel momento la había querido más que nunca. Además, sabía que se
encontraba viva y necesitaba de su ayuda.
Se tumbó en la cama
y trató de tranquilizarse. ¿Qué había hecho? ¿Cuántos años de servidumbre se
había echado encima por aquel momento de debilidad?
Al cabo de unos
instantes oiría los pasos de las botas. Era imposible que dejaran sin castigar
aquel estallido. Ahora sabrían, si no lo sabían ya antes, que él había roto el
convenio tácito que tenía con ellos. Obedecía al Partido, pero seguía
odiándolo. Antes ocultaba un espíritu herético bajo una apariencia conformista.
Ahora había retrocedido otro paso: en su espíritu se había rendido, pero con la
esperanza de mantener inviolable lo esencial de su corazón, Winston sabía que
estaba equivocado, pero prefería que su error hubiera salido a la superficie de
un modo tan evidente. O'Brien lo comprendería. Aquellas estúpidas exclamaciones
habían sido una excelente confesión.
Tendría que empezar
de nuevo. Aquello iba a durar años y años. Se pasó una mano por la cara
procurando familiarizarse con su nueva forma. Tenía profundas arrugas en las
mejillas, los pómulos angulosos y la nariz aplastada. Además, desde la última
vez en que se vio en el espejo tenía una dentadura postiza completa. No era
fácil conservar la inescrutabilidad cuando no se sabía la cara que tenía uno.
En todo caso no bastaba el control de las facciones. Por primera vez se dio
cuenta de que la mejor manera de ocultar un secreto es ante todo ocultárselo a
uno mismo. De entonces en adelante no sólo debía pensar rectamente, sino sentir
y hasta soñar con rectitud, y todo el tiempo debería encerrar su odio en su
interior como una especie de pelota que formaba parte de sí mismo y que sin
embargo estuviera desconectada del resto de su persona; algo así como un
quiste.
Algún día
decidirían matarlo. Era imposible saber cuándo ocurriría, pero unos segundos
antes podría adivinarse. Siempre lo mataban a uno por la espalda mientras
andaba por un pasillo. Pero le bastarían diez segundos. Y entonces, de repente,
sin decir una palabra, sin que se notara en los pasos que aún diera, sin
alterar el gesto... podría tirar el camuflaje, y ¡bang!, soltar las baterías de
su odio. Sí, en esos segundos anteriores a su muerte, todo su ser se
convertiría en una enorme llamarada de odio. Y casi en el mismo instante
¡bang!, llegaría la bala, demasiado tarde, o quizá demasiado pronto. Le habrían
destrozado el cerebro antes de que pudieran considerarlo de ellos. El
pensamiento herético quedaría impune. No se habría arrepentido, quedaría para
siempre fuera del alcance de esa gente. Con el tiro habrían abierto un agujero
en esa perfección de que se vanagloriaban. Morir odiándolos, ésa era la
libertad.
Cerró los ojos. Su
nueva tarea era más difícil que cualquier disciplina intelectual. Tenía primero
que degradarse, que mutilarse. Tenía que hundirse en lo más sucio. ¿Qué era lo
más horrible, lo que a él le causaba más repugnancia del Partido? Pensó en el
Gran Hermano. Su enorme rostro (por verlo constantemente en los carteles de
propaganda se lo imaginaba siempre de un metro de anchura), con sus enormes
bigotes negros y los ojos que le seguían a uno a todas partes, era la imagen
que primero se presentaba a su mente. ¿Cuáles eran sus verdaderos sentimientos
hacia el Gran Hermano?
En el pasillo
sonaron las pesadas botas. La puerta de acero se abrió con estrépito. O'Brien
entró en la celda. Detrás de él venían el oficial de cara de cera y los
guardias de negros uniformes.
-Levántate -dijo
O'Brien--. Ven aquí.
Winston se acercó a
él. O'Brien lo cogió por los hombros con sus enormes manazas y lo miró
fijamente:
-Has pensado
engañarme -le dijo-. Ha sido una tontería por tu parte. Ponte más derecho y
mírame a la cara.
Después de unos
minutos de silencio, prosiguió en tono más suave:
-Estás mejorando.
Intelectualmente estás ya casi bien del todo. Sólo fallas en lo emocional.
Dime, Winston, y recuerda que no puedes mentirme; sabes muy bien que descubro
todas tus mentiras. Dime: ¿cuáles son los verdaderos sentimientos que te
inspira el Gran Hermano?
-Lo odio.
-¿Lo odias? Bien.
Entonces ha llegado el momento de aplicarte el último medio. Tienes que amar al
Gran Hermano. No basta que le obedezcas; tienes que amarlo.
Empujó
delicadamente a Winston hacia los guardias.
-Habitación 101
-dijo.
CAPITULO V
En cada etapa de su
encarcelamiento había sabido Winston -o creyó saber- hacia dónde se hallaba,
aproximadamente, en el enorme edificio sin ventanas. Probablemente había
pequeñas diferencias en la presión del aire. Las celdas donde los guardias lo
habían golpeado estaban bajo el nivel del suelo. La habitación donde O'Brien lo
había interrogado estaba cerca del techo. Este lugar de ahora estaba a muchos
metros bajo tierra. Lo más profundo a que se podía llegar.
Era mayor que casi
todas las celdas donde había estado. Pero Winston no se fijó más que en dos
mesitas ante él, cada una de ellas cubierta con gamuza verde. Una de ellas
estaba sólo a un metro o dos de él y la otra más lejos, cerca de la puerta.
Winston había sido atado a una silla tan fuerte que no se podía mover en
absoluto, ni siquiera podía mover la cabeza que le tenía sujeta por detrás una
especie de almohadilla obligándole a mirar de frente.
Se quedó sólo un
momento. Luego se abrió la puerta entró O'Brien.
-Me preguntaste una
vez qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo sabías. Todos lo saben.
Lo que hay en la habitación 101 es lo peor del mundo.
La puerta volvió a
abrirse. Entró un guardia que llevaba algo, un objeto hecho de alambres, algo
así como una caja o una cesta. La colocó sobre la mesa próxima a la puerta: a
causa de la posición de O'Brien, no podía Winston ver lo que era aquello.
-Lo peor del mundo
-continuó O'Brien- varía de individuo a individuo. Puede ser que le entierren
vivo o morir quemado, o ahogado o de muchas otras maneras. A veces se trata de
una cosa sin importancia, que ni siquiera es mortal, pero que para el individuo
es lo peor del mundo.
Se había apartado
un poco de modo que Winston pudo ver mejor lo que había en la mesa. Era una
jaula alargada con un asa arriba para llevarla. En la parte delantera había
algo que parecía una careta de esgrima con la parte cóncava hacia afuera.
Aunque estaba a tres o cuatro metros de él pudo ver que la jaula se dividía a
lo largo en dos departamentos y que algo se movía dentro de cada uno de ellos.
Eran ratas.
-En tu caso -dijo
O'Brien-, lo peor del mundo son las ratas.
Winston, en cuanto
entrevió al principio la jaula, sintió un temblor premonitorio, un miedo a no
sabía qué. Pero ahora, al comprender para qué -servía aquella careta de
alambre, parecían deshacérsela los intestinos.
-¡No puedes hacer
eso! -gritó con voz descompuesta-. ¡Es imposible! ¡No puedes hacerme eso!
-¿Recuerdas -dijo
O'Brien- el momento de pánico que surgía repetidas veces en tus sueños? Había
frente a ti un muro de negrura y en los oídos te vibraba un fuerte zumbido. Al
otro lado del muro había algo terrible. Sabías que sabías lo que era, pero no
te atrevías a sacarlo a tu consciencia. Pues bien, lo que había al otro lado
del muro eran ratas.
-¡O'Brien! -dijo
Winston, haciendo un esfuerzo para controlar su voz . Sabes muy bien que esto
no es necesario. ¿Qué quieres que diga?
O'Brien no contestó
directamente. Había hablado con su característico estilo de maestro de escuela.
Miró pensativo al vacío, como si estuviera dirigiéndose a un público que se
encontraba detrás de Winston.
-El dolor no basta
siempre. Hay ocasiones en que un ser humano es capaz de resistir el dolor
incluso hasta bordear la muerte. Pero para todos hay algo que no puede
soportarse, algo tan inaguantable que ni siquiera se puede pensar en ello. No
se trata de valor ni de cobardía. Si te estás cayendo desde una gran altura, no
es cobardía que te agarres a una cuerda que encuentres a tu caída. Si subes a
la superficie desde el fondo de un río, no es cobardía llenar de aire los
pulmones. Es sólo un instinto que no puede ser desobedecido. Lo mismo te ocurre
ahora con las ratas. Para ti son lo más intolerable del mundo, constituyen una
presión que no puedes resistir aunque te esfuerces en ello. Por eso las ratas
te harán hacer lo que se te pide.
-Pero, ¿de qué se
trata? ¿Cómo puedo hacerlo si no sé lo que es?
O'Brien levantó la
jaula y la puso en la mesa más próxima a Winston, colocándola cuidadosamente
sobre la gamuza. Winston podía oírse la sangre zumbándole en los oídos.
Sentíase más abandonado que nunca. Estaba en medio de una gran llanura
solitaria, un inmenso desierto quemado por el sol y le llegaban todos los
sonidos desde distancias inconmensurables. Sin embargo, la jaula de las ratas
estaba sólo a dos metros de él. Eran ratas enormes. Tenían esa edad en que el
hocico de las ratas se vuelve hiriente y feroz y su piel es parda en vez de
gris.
-La rata -dijo
O'Brien, que seguía dirigiéndose a su público invisible, a pesar de ser un
roedor, es carnívora. Tú lo sabes. Habrás oído lo que suele ocurrir en los
barrios pobres de nuestra ciudad. En algunas calles, las mujeres no se atreven
a dejar a sus niños solos en las casas ni siquiera cinco minutos. Las ratas los
atacan, y bastaría muy peco tiempo para que sólo quedaran de ellos los huesos.
También atacan a los enfermos y a los moribundos. Demuestran poseer una
asombrosa inteligencia para conocer cuándo esta indefenso un ser humano.
Las ratas chillaban
en su jaula. Winston las oía como desde una gran distancia. Las ratas luchaban
entre ellas; querían alcanzarse a través de la división de alambre. Oyó también
un profundo y desesperado gemido. Ese gemido era suyo.
O'Brien levantó la
jaula y, al hacerlo, apretó algo sobre ella. Era un resorte. Winston hizo un
frenético esfuerzo por desligarse de la silla. Era inútil: todas las partes de
su cuerpo, incluso su cabeza, estaban inmovilizadas perfectamente. O'Brien le
acercó más la jaula. La tenía Winston a menos de un metro de su cara.
-He apretado el
primer resorte -dijo O'Brien-. Supongo que comprenderás cómo está construida
esta jaula. La careta se adaptará a tu cabeza, sin dejar salida alguna. Cuando
yo apriete el otro resorte, se levantará el cierre de la jaula. Estos bichos,
locos de hambre, se lanzarán contra ti como balas. ¿Has visto alguna vez cómo
se lanza una rata por el aire? Así te saltarán a la cara. A veces atacan
primero a los ojos. Otras veces se abren paso a través de las mejillas y
devoran la lengua.
La jaula se
acercaba; estaba ya junto a él. Winston oyó una serie de chillidos que parecían
venir de encima de su cabeza. Luchó curiosamente contra su propio pánico.
Pensar, pensar, aunque sólo fuera medio segundo..., pensar era la única
esperanza. De pronto, el asqueroso olor de las ratas le dio en el olfato como
si hubiera recibido un tremendo golpe. Sintió violentas náuseas y casi perdió
el conocimiento. Todo lo veía negro. Durante unos instantes se convirtió en un
loco, en un animal que chillaba desesperadamente. Sin embargo, de esas
tinieblas fue naciendo una idea. Sólo había una manera de salvarse. Debía
interponer a otro ser humano, el cuerpo de otro ser humano entre las ratas y
él.
El círculo que
ajustaba la careta era lo bastante ancho para taparle la visión de todo lo que
no fuera la puertecita de alambre situada a dos palmos de su cara. Las ratas
sabían lo que iba a pasar ahora. Una de ellas saltaba alocada, mientras que la
otra, mucho más vieja, se apoyaba con sus patas rosadas y husmeaba con
ferocidad. Winston veía sus patillas y sus dientes amarillos. Otra vez se
apoderó de él un negro pánico. Estaba ciego, desesperado, con el cerebro vacío.
-Era un castigo muy
corriente en la China imperial -dijo O'Brien, tan didáctico como siempre.
La careta le
apretaba la cara. El alambre le arañaba las mejillas. Luego..., no, no fue
alivio, sino sólo esperanza, un diminuto fragmento de esperanza. Demasiado
tarde, quizás fuese ya demasiado tarde. Pero había comprendido de pronto que en
todo el mundo sólo había una persona a la que pudiese transferir su castigo, un
cuerpo que podía arrojar entre las ratas y él. Y empezó a gritar una y otra
vez, frenéticamente:
-¡Házselo a Julia!
¡Házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A Julia! No me importa lo que le hagas a ella.
Desgárrale la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí, no! ¡A Julia! ¡A mí,
no!
Caía hacia atrás
hundiéndose en enormes abismos, alejándose de las ratas a vertiginosa
velocidad. Estaba todavía atado a la silla, pero había pasado a través del
suelo, de los muros del edificio, de la tierra, de los océanos, e iba lanzado
por la atmósfera en los espacios interestelares, alejándose sin cesar de las
ratas... Se encontraba ya a muchos años-luz de distancia, pero O'Brien estaba
aún a su lado. Todavía le apretaba el alambre, en las mejillas. Pero en la
oscuridad que lo envolvía oyó otro chasquido metálico y sabía que el primer
resorte había vuelto a funcionar y la jaula no había llegado a abrirse.
CAPITULO VI
El Nogal estaba
casi vacío. Un rayo de sol entraba por una ventana y caía, amarillento, sobre
las polvorientas mesas. Era la solitaria hora de las quince. Las telepantallas
emitían una musiquilla ligera.
Winston, sentado en
su rincón de costumbre, contemplaba un vaso vacío. De vez en cuando levantaba
la mirada a la cara que le miraba fijamente desde la pared de enfrente. EL GRAN
HERMANO TE VIGILA, decía el letrero. Sin que se lo pidiera, un camarero se
acercó a llenarle el vaso con ginebra de la Victoria, echándole también unas
cuantas gotas de otra botella que tenía un tubito atravesándole el tapón. Era
sacarina aromatizado con clavo, la especialidad de la casa.
Winston escuchaba
la telepantalla. Sólo emitía música, pero había la posibilidad de que de un
momento a otro diera su comunicado el Ministerio de la Paz. Las noticias del
frente africano eran muy intranquilizadoras. Winston había estado muy
preocupado todo el día por esto. Un ejército eurasiático (Oceanía estaba en
guerra con Eurasia; Oceanía había estado siempre en guerra con Eurasia)
avanzaba hacia el sur con aterradora velocidad. El comunicado de mediodía no se
había referido a ninguna zona concreta, pero probablemente a aquellas horas se
lucharía ya en la desembocadura del Congo. Brazzaville y Leopoldville estaban
en peligro. No había que mirar ningún mapa para saber lo que esto significaba.
No era sólo cuestión de perder el África central. Por primera vez en la guerra,
el territorio de Oceanía se veía amenazado.
Una violenta
emoción, no exactamente miedo, sino una especie de excitación indiferenciado,
se apoderó de él, para luego desaparecer. Dejó de pensar en la guerra. En
aquellos días no podía fijar el pensamiento en ningún tema más que unos
momentos. Se bebió el vaso de un golpe. Como siempre, le hizo estremecerse e
incluso sentir algunas arcadas.
El líquido era
horrible. El clavo y la sacarina, ya de por sí repugnantes, no podían suprimir
el aceitoso sabor de la ginebra, y lo peor de todo era que el olor de la
ginebra, que le acompañaba día y noche, iba inseparablemente unido en su mente
con el olor de aquellas.. .
Nunca las nombraba,
ni siquiera en sus más recónditos pensamientos. Era algo de que Winston tenía
una confusa conciencia, un olor que llevaba siempre pegado a la nariz. La
ginebra le hizo eructar. Había engordado desde que lo soltaron, recobrando su
antiguo buen color, que incluso se le había intensificado. Tenía las facciones
más bastas, la piel de la nariz y de los pómulos era rojiza y rasposa, e
incluso su calva tenía un tono demasiado colorado. Un camarero, también sin que
él se lo hubiera pedido, le trajo el tablero de ajedrez y el número del Times
correspondiente a aquel día, doblado de manera que estuviese a la vista el
problema de ajedrez. Luego, viendo que el vaso de Winston estaba vacío, le
trajo la botella de ginebra y lo llenó. No había que pedir nada. Los camareros
conocían las costumbres de Winston. El tablero de ajedrez le esperaba siempre,
y siempre le reservaban la mesa del rincón. Aunque el café estuviera lleno,
tenía aquella mesa libre, pues nadie quería que lo vieran sentado demasiado
cerca de él. Nunca se preocupaba de contar sus bebidas. A intervalos
irregulares le presentaban un papel sucio que le decían era la cuenta, pero
Winston tenía la impresión de que siempre le cobraban más de lo debido. No le
importaba. Ahora siempre le sobraba dinero. Le habían dado un cargo, una ganga
donde cobraba mucho más que en su antigua colocación.
La música de la
telepantalla se interrumpió y sonó una voz. Winston levantó la cabeza para
escuchar. Pero no era un comunicado del frente; sólo un breve anuncio del
Ministerio de la Abundancia. En el trimestre pasado, ya en el décimo Plan
Trienal, la cantidad de cordones para lo zapatos que se pensó producir había
sido sobrepasada en un noventa y ocho por ciento.
Estudió el problema
de ajedrez y colocó las piezas. Era un final ingenioso. «Juegan las blancas y
mate en dos jugadas.» Winston miró el retrato del Gran Hermano. Las blancas
siempre ganan, pensó con un confuso misticismo. Siempre, sin excepción; está
dispuesto así. En ningún problema de ajedrez, desde el principio del mundo, han
ganado las negras ninguna vez. ¿Acaso no simbolizan las blancas el invariable
triunfo del Bien sobre el Mal? El enorme rostro miraba a Winston con su
poderosa calma. Las blancas siempre ganan.
La voz de la
telepantalla se interrumpió y añadió en un tono diferente y mucho más grave:
«Estad preparados
para escuchar un importante comunicado a las quince treinta. ¡Quince treintal
Son noticias de la mayor importancia. Cuidado con no perdérselas. ¡Quince
treinta!». La musiquilla volvió a sonar.
A Winston le latió
el corazón con más rapidez. Seria el comunicado del frente; su instinto le dijo
que habría malas noticias. Durante todo el día había pensado con excitación en
la posible derrota aplastante en África. Le parecía estar viendo al ejército
eurasiático cruzando la frontera que nunca había sido violada y derramándose por
aquellos territorios de Oceanía como una columna de hormigas. ¿Cómo no había
sido posible atacarlos por el flanco de algún modo? Recordaba con toda
exactitud el dibujo de la costa occidental africana. Cogió una pieza y la movió
en el ajedrez. Aquél era el sitio adecuado. Pero a la vez que veía la horda
negra avanzando hacia el Sur, vio también otra fuerza, misteriosamente reunida,
que de repente había cortado por la retaguardia todas las comunicaciones
terrestres y marítimas del enemigo. Sentía Winston como si por la fuerza de su
voluntad estuviera dando vida a esos ejércitos salvadores. Pero había que
actuar con rapidez. Si el enemigo dominaba toda el África, si lograban tener
aeródromos y bases de submarinos en El Cabo, cortarían a Oceanía en dos. Esto podía
significarlo todo: la derrota, una nueva división del mundo, la destrucción del
Partido. Winston respiró hondamente. Sentía una extraordinaria mezcla de
sentimientos, pero en realidad no era una mezcla sino una sucesión de capas o
estratos de sentimientos en que no se sabía cuál era la capa predominante.
Le pasó aquel
sobresalto. Volvió a poner la pieza en su sitio, pero por un instante no pudo
concentrarse en el problema de ajedrez. Sus pensamientos volvieron a vagar.
Casi conscientemente trazó con su dedo en el polvo de la mesa:
2 + 2 =
«Dentro de ti no
pueden entrar nunca», le había dicho Julia. Pues, sí, podían penetrar en uno.
«Lo que te ocurre aquí es para siempre», le había dicho O'Brien. Eso era
verdad. Había cosas, los actos propios, de las que no era posible rehacerse.
Algo moría en el interior de la persona; algo se quemaba, se cauterizaba.
Winston la había visto, incluso había hablado con ella. Ningún peligro había en
esto. Winston sabía instintivamente que ahora casi no se interesaban por lo que
él hacía. Podía haberse citado con ella si lo hubiera deseado. Esa única vez se
habían encontrado por casualidad. Fue en el Parque, un día muy desagradable de
marzo en que la tierra parecía hierro y toda la hierba había muerto. Winston
andaba rápidamente contra el viento, con las manos heladas y los ojos acuosos,
cuando la vio a menos de diez metros de distancia. En seguida le sorprendió que
había cambiado de un modo indefinible. Se cruzaron sin hacerse la menor señal.
Él se volvió y la siguió, pero sin un interés desmedido. Sabía que ya no había
peligro, que nadie se interesaba por ellos. Julia no le hablaba. Siguió andando
en dirección oblicua sobre el césped, como si tratara de librarse de él, y
luego pareció resignarse a llevarlo a su lado. Por fin, llegaron bajo unos
arbustos pelados que no podían servir ni para esconderse ni para protegerse del
viento. Allí se detuvieron. Hacía un frío molestísimo. El viento silbaba entre
las ramas. Winston le rodeó la cintura con un brazo.
No había
telepantallas, pero debía de haber micrófonos ocultos. Además, podían verlos
desde cualquier parte. No importaba; nada importaba. Podrían haberse echado
sobre el suelo y hacer eso si hubieran querido. Su carne se estremeció de
horror tan sólo al pensarlo. Ella no respondió cuando la agarró del brazo, ni
siquiera intentó desasirse. Ya sabía Winston lo que había cambiado en ella.
Tenía el rostro más demacrado y una larga cicatriz, oculta en parte por el
cabello, le cruzaba la frente y la sien; pero el verdadero cambio no radicaba
en eso. Era que la cintura se le había ensanchado mucho y toda ella estaba
rígida. Recordó Winston como una vez después de la explosión de una bomba
cohete había ayudado a sacar un cadáver de entre unas ruinas y le había
asombrado no sólo su increíble peso, sino su rigidez y lo dificil que resultaba
manejarlo, de modo que más parecía piedra que carne. El cuerpo de Julia le
producía ahora la misma sensación. Se le ocurrió pensar que la piel de esta
mujer sería ahora de una contextura diferente.
No intentó besarla
ni hablaron. Cuando marchaban juntos por el césped, lo miró Julia a la cara por
primera vez. Fue sólo una mirada fugaz, llena de desprecio y de repugnancia. Se
preguntó Winston si esta aversión procedía sólo de sus relaciones pasadas, o si
se la inspiraba también su desfigurado rostro y el agüilla que le salía de los
ojos. Sentáronse en dos sillas de hierro uno al lado del otro, pero no
demasiado juntos. Winston notó que Julia estaba a punto de hablar. Movió unos
cuantos centímetros el basto zapato y aplastó con él una rama. Su pie parecía
ahora más grande, pensó Winston. Julia, por fin, dijo sólo esto:
-Te traicioné.
-Yo también te
traicioné -dijo él.
Julia lo miró otra
vez con disgusto. Y dijo:
-A veces te
amenazan con algo..., algo que no puedes soportar, que ni siquiera puedes imaginarte
sin temblar. Y entonces dices: «No me lo hagas a mí, házselo a otra persona, a
Fulano de Tal». Y quizá pretendas, más adelante, que fue sólo un truco y que lo
dijiste únicamente para que dejaran de martirizarte y que no lo pensabas de
verdad. Pero, no. Cuando ocurre eso se desea de verdad y se desea que a la otra
persona se lo hicieran. Crees entonces que no hay otra manera de salvarte y
estás dispuesto a salvarte así. Deseas de todo corazón que eso tan terrible le
ocurra a la otra persona y no a ti. No te importa en absoluto lo que pueda
sufrir. Sólo te importas entonces tú mismo.
-Sólo te importas
entonces tú mismo -repitió Winston como un eco.
-Y después de eso
no puedes ya sentir por la otra persona lo mismo que antes.
-No -dijo él-, no
se siente lo mismo.
No parecían tener
más que decirse. El viento les pegaba a los cuerpos sus ligeros «monos». A los
pocos instantes les producía una sensación embarazoso seguir allí callados.
Además, hacía demasiado frío para estarse quietos. Julia dijo algo sobre que
debía coger el Metro y se levantó para marcharse.
-Tenemos que vernos
otro día -dijo Winston.
-Sí, tenemos que
vemos -dijo ella.
Winston,
irresoluto, la siguió un poco. Iba a unos pasos detrás de ella. No volvieron a
hablar. Aunque Julia no le dijo que se apartara, andaba muy rápida para evitar
que fuese junto a ella.
Winston se había
decidido a acompañarla a la estación del Metro, pero de repente se le hizo un
mundo tener que andar con tanto frío. Le parecía que aquello no tenía sentido.
No era tanto el deseo de apartarse de Julia como el de regresar al café lo que
le impulsaba, pues nunca le había atraído tanto El Nogal como en este momento.
Tenía una visión nostálgica de su mesa del rincón, con el periódico, el ajedrez
y la ginebra que fluía sin cesar. Sobre todo, allí haría calor. Por eso, poco
después y no sólo accidentalmente, se dejó separar de ella por una pequeña
aglomeración de gente. Hizo un desganado intento de volver a seguirla, pero
disminuyó el paso y se volvió, marchando en dirección opuesta. Cinco metros más
allá se volvió a mirar. No había demasiada circulación, pero ya no podía
distinguirla. Julia podría haber sido cualquiera de doce figuras borrosas que
se apresuraban en dirección al Metro. Es posible que no pudiera reconocer ya su
cuerpo tan deformado.
«Cuando ocurre eso,
se desea de verdad», y él lo había pensado en serio. No solamente lo había
dicho, sino que lo había deseado. Había deseado que fuera ella y no él quien
tuviera que soportar a las...
Se produjo un sutil
cambio en la música que brotaba de la telepantalla. Apareció una nota
humorística, «la nota amarilla». Una voz quizá no estuviera sucediendo de
verdad, sino que fuera sólo un recuerdo que tomase forma de sonido cantaba:
Bajo el Nogal delas ramas extendidas yo tevendí y tu mevendiste.
Winston tenía los
ojos más lacrimosos que de costumbre. Un camarero que pasaba junto a él vio que
tenía vacío el vaso y volvió a llenárselo de la botella de ginebra.
Winston olió el
líquido. Aquello estaba más repugnante cuanto más lo bebía, pero era el
elemento en que él nadaba. Era su vida, su muerte y su resurrección. La ginebra
lo hundía cada noche en un sopor animal, y también era la ginebra lo que le
hacía revivir todas las mañanas. Al despertarse -rara vez antes de las once con
los párpados pegajosos, una boca pastosa y la espalda que parecía habérsele
partido- le habría sido imposible echarse abajo de la cama si no hubiera tenido
siempre en la mesa de noche la botella de ginebra y una taza. Durante la mañana
se quedaba escuchando la telepantalla con una expresión pétrea y la botella
siempre a mano. Desde las quince hasta la hora de cerrar, se pasaba todo el
tiempo en El Nogal. Nadie se preocupaba de lo que hiciera, no le despertaba
ningún silbato ni le dirigía advertencias la telepantalla. Dos veces a la
semana iba a un despacho polvoriento, que parecía un rincón olvidado, en el
Ministerio de la Verdad, y trabajaba un poco, si a aquello podía llamársele
trabajo. Había sido nombrado miembro de un subcomité de otro subcomité que
dependía de uno de los innumerables subcomités que se ocupaban de las
dificultades de menos importancia planteadas por la preparación de la onceava
edición del Diccionario de Neolengua. En aquel despacho se dedicaban a redactar
algo que llamaban el informe provisional, pero Winston nunca había llegado a
enterarse de qué tenían que informar. Tenía alguna relación con la cuestión de
si las comas deben ser colocadas dentro o fuera de las comillas. Había otros
cuatro en el subcomité, todos en situación semejante a la de Winston. Algunos
días se marchaban apenas se habían reunido después de reconocer sinceramente
que no había nada que hacer. Pero otros días se ponían a trabajar casi con
encarnizamiento haciendo grandes alardes de aprovechamiento del tiempo
redactando largos informes que nunca terminaban. En esas ocasiones discutían
sobre cual era el asunto sobre cuya discusión se les había encargado y esto les
llevaba a complicadas argumentaciones y sutiles distingos con interminables digresiones,
peleas, amenazas e incluso recurrían a las autoridades superiores. Pero de
pronto parecía retirárselas la vida y se quedaban inmóviles en torno a la mesa
mirándose unos a otros con ojos apagados como fantasmas que se esfuman con el
canto del gallo.
La telepantalla
estuvo un momento silenciosa. Winston levantó la cabeza otra vez. ¡El
comunicado! Pero no, sólo era un cambio de música. Tenía el mapa de África
detrás de los párpados, el movimiento de los ejércitos que él imaginaba era
este diagrama; una flecha negra dirigiéndose verticalmente hacia el Sur y una
flecha blanca en dirección horizontal, hacia el Este, cortando la cola de la
primera. Como para darse ánimos, miró el imperturbable rostro del retrato.
¿Podía concebirse que la segunda flecha no existiera?
Volvió a
aflojársela el interés. Bebió más ginebra, cogió la pieza blanca e hizo un
intento de jugada. Pero no era aquélla la jugada acertada, porque...
Sin quererlo, le
flotó en la memoria un recuerdo. Vio una habitación iluminada por la luz de una
vela con una gran cama de madera clara y él, un chico de nueve o diez años que
estaba sentado en el suelo agitando un cubilete de dados y riéndose excitado.
Su madre estaba sentada frente a él y también se reía. Aquello debió de ocurrir
un mes antes de desaparecer ella. Fueron unos momentos de reconciliación en que
Winston no sentía aquel hambre imperiosa y le había vuelto temporalmente el
cariño por su madre. Recordaba bien aquel día, un día húmedo de lluvia
continua. El agua chorreaba monótona por los cristales de las ventanas y la luz
del interior era demasiado débil para leer. El aburrimiento de los dos niños en
la triste habitación era insoportable. Winston gimoteaba, pedía inútilmente que
le dieran de comer, recorría la habitación revolviéndolo todo y dando patadas
hasta que los vecinos tuvieron que protestar. Mientras, su hermanita lloraba
sin parar. Al final le dijo su madre: «Sé bueno y te compraré un juguete. Sí,
un juguete precioso que te gustará mucho». Y había salido a pesar de la lluvia
para ir a unos almacenes que estaban abiertos a esa hora y volvió con una caja
de cartón conteniendo el juego llamado «De las serpientes y las escaleras». Era
muy modesto. El cartón estaba rasgado y los pequeños dados de madera, tan mal
cortados que apenas se sostenían. Winston recordaba el olor a humedad del
cartón. Había mirado el juego de mal humor. No le interesaba gran cosa. Pero
entonces su madre encendió una vela y se sentaron en el suelo a jugar. Jugaron
ocho veces ganando cuatro cada uno. La hermanita, demasiado pequeña para
comprender de qué trataba el juego, miraba y se reía porque los veía reír a
ellos dos. Habían pasado la tarde muy contentos, como cuando él era más
pequeño.
Apartó de su mente
estas imágenes. Era un falso recuerdo. De vez en cuando le asaltaban falsos
recuerdos. Esto no importaba mientras que se supiera lo que era. Winston volvió
a fijar la atención en el tablero de ajedrez, pero casi en el mismo instante
dio un salto como si lo hubieran pinchado con un alfiler.
Un agudo trompetazo
perforó el aire. Era el comunicado, ¡victoria!; siempre significaba victoria la
llamada de la trompeta antes de las noticias. Una especie de corriente
eléctrica recorrió a todos los que se hallaban en el café. Hasta los camareros
se sobresaltaron y aguzaron el oído.
La trompeta había
dado paso a un enorme volumen de ruido. Una voz excitada gritaba en la
telepantalla, pero apenas había empezado fue ahogada por una espantosa
algarabía en las calles. La noticia se había difundido como por arte de magia.
Winston había oído lo bastante para saber que todo había sucedido como él lo
había previsto: una inmensa armada, reunida secretamente, un golpe repentino a
la retaguardia del enemigo, la flecha blanca destrozando la cola de la flecha
negra. Entre el estruendo se destacaban trozos de frases triunfales: «Amplia
maniobra estratégica... perfecta coordinación... tremenda derrota medio millón
de prisioneros... completa desmoralización... controlamos el África entera. La
guerra se acerca a su final... victoria... la mayor victoria en la historia de
la Humanidad. ¡Victoria, victoria, victoria!».
Bajo la mesa, los
pies de Winston hacían movimientos convulsivos. No se había movido de su
asiento, pero mentalmente estaba corriendo, corriendo a vertiginosa velocidad,
se mezclaba con la multitud, gritaba hasta ensordecer. Volvió a mirar el
retrato del Gran Hermano. ¡Aquél era el coloso que dominaba el mundo! ¡La roca
contra la cual se estrellaban en vano las hordas asiáticas! Recordó que sólo
hacía diez minutos. -sí, diez minutos tan sólo- todavía se equivocaba su
corazón al dudar si las noticias del frente serían de victoria o de derrota.
¡Ah, era más que un ejército eurasiático lo que había perecido! Mucho había
cambiado en él desde aquel primer día en el Ministerio del Amor, pero hasta
ahora no se había producido la cicatrización final e indispensable, el cambio
salvador. La voz de la telepantalla seguía enumerando el botín, la matanza, los
prisioneros, pero la gritería callejera había amainado un poco. Los camareros
volvían a su trabajo. Uno de ellos acercó la botella de ginebra. Winston,
sumergido en su feliz ensueño, no prestó atención mientras le llenaban el vaso.
Ya no se veía corriendo ni gritando, sino de regreso al Ministerio del Amor,
con todo olvidado, con el alma blanca como la nieve. Estaba confesándolo todo
en un proceso público, comprometiendo a todos. Marchaba por un claro pasillo
con la sensación de andar al sol y un guardia armado lo seguía. La bala tan
esperada penetraba por fin en su cerebro.
Contempló el enorme
rostro. Le había costado cuarenta años saber qué clase de sonrisa era aquella
oculta bajo el bigote negro. ¡Qué cruel e inútil incomprensión! ¡Qué tozudez la
suya exilándose a sí mismo de aquel corazón amante! Dos lágrimas, perfumadas de
ginebra, le resbalaron por las mejillas. Pero ya todo estaba arreglado, todo
alcanzaba la perfección, la lucha había terminado. Se había vencido a sí mismo
definitivamente. Amaba al Gran Hermano.
APENDICE
Los principios de
neolengua
Neolengua era la
lengua oficial de Oceanía y fue creada para solucionar las necesidades
ideológicas del Ingsoc o Socialismo Inglés. En el año 1984 aún no había nadie
que utilizara la neolengua como elemento único de comunicación, ni hablado ni
escrito. Los editoriales del Times estaban escritos en neolengua, pero era un
tour de force que solamente un especialista podía llevar a cabo. Se esperaba
que la neolengua reemplazara a la vieja lengua (o inglés corriente, diríamos
nosotros) hacia el año 2050. Entretanto iba ganando terreno de una manera segura
y todos los miembros del Partido tendían, cada vez más, a usar palabras y
construcciones gramaticales de neolengua en el lenguaje ordinario. La versión
utilizada en 1984, comprendida en las ediciones novena y décima del Diccionario
de Neolengua, era provisional, y contenía muchas palabras superfluas y
formaciones arcaicas que más tarde se suprimirían. Aquí nos referiremos a la
última versión, la más perfeccionada, tal como aparece en la onceava edición
del Diccionario.
La intención de la
neolengua no era solamente proveer un medio de expresión a la cosmovisión y
hábitos mentales propios de los devotos del Ingsoc, sino también imposibilitar
otras formas de pensamiento. Lo que se pretendía era que una vez la neolengua
fuera adoptada de una vez por todas y la vieja lengua olvidada, cualquier
pensamiento herético, es decir, un pensamiento divergente de los principios del
Ingsoc, fuera literalmente impensable, o por lo menos en tanto que el
pensamiento depende de las palabras. Su vocabulario estaba construido de tal
modo que diera la expresión exacta y a menudo de un modo muy sutil a cada
significado que un miembro del Partido quisiera expresar, excluyendo todos los
demás sentidos, así como la posibilidad de llegar a otros sentidos por métodos
indirectos. Esto se conseguía inventando nuevas palabras y desvistiendo a las
palabras restantes de cualquier significado heterodoxo, y a ser posible de
cualquier significado secundario. Por ejemplo: la palabra libre aún existía en
neolengua, pero sólo se podía utilizar en afirmaciones como «este perro está
libre de piojos», o «este prado está libre de malas hierbas». No se podía usar
en su viejo sentido de «políticamente libre» o «intelectualmente libre», ya que
la libertad política e intelectual ya no existían como conceptos y por lo tanto
necesariamente no tenían nombre. Aparte de la supresión de palabras
definitivamente heréticas, la reducción del vocabulario por sí sola se
consideraba como un objetivo deseable, y no sobrevivía ninguna palabra de la
que se pudiera prescindir. La finalidad de la neolengua no era aumentar, sino
disminuir el área del pensamiento, objetivo que podía conseguirse reduciendo el
número de palabras al mínimo indispensable.
La neolengua se
basaba en la lengua inglesa tal como ahora la conocemos, aunque muchas frases
de neolengua, incluso sin contener nuevas palabras, serían apenas inteligibles
para el que hablara el inglés actual. Las palabras de neolengua se dividían en
tres clases distintas, conocidas por los nombres de vocabulario A, vocabulario
B (también llamado de palabras compuestas) y vocabulario C. Lo más simple sería
discutir cada clase separadamente, pero las peculiaridades gramaticales de la
lengua pueden ser tratadas en la sección dedicada al vocabulario A, ya que las
mismas reglas se aplicaban a las tres categorías.
El vocabulario A.
El vocabulario A consistía en las palabras de uso cotidiano: cosas como comer,
beber, trabajar, vestirse, subir y bajar escaleras, conducir vehículos, cuidar
el jardín, cocinar y cosas por el estilo. Se componía prácticamente de palabras
que ya poseemos -palabras como golpear, correr, perro, árbol, azúcar, casa,
campo--; pero en comparación con el vocabulario inglés de hoy en día, su número
era extremadamente pequeño, al mismo tiempo que sus significados eran más
rigurosamente restringidos. Todas las ambigüedades y distintas variaciones de
significado habían sido purgadas. En tanto que fuera posible, una palabra de
neolengua de este tipo quedaba reducida simplemente a un sonido preciso que
expresaba un concepto claramente entendido. Hubiera sido totalmente
inconcebible utilizar el vocabulario A para propósitos literarios o para
discusiones políticas o filosóficas. Su intención era la de expresar
pensamientos simples y objetivos, casi siempre relacionados con objetos
concretos o acciones físicas.
La gramática de la
neolengua tenía dos grandes peculiaridades. La primera era una
intercambiabilidad casi total entre las distintas partes de la oración.
Cualquier palabra de la lengua (en principio esto era aplicable incluso a
palabras abstractas como si o cuando) se podía usar como verbo, nombre,
adjetivo o adverbio. Entre la forma del verbo y la del nombre, cuando eran de
la misma raíz, no había nunca ninguna variación y así esta regla por sí misma
suponía la destrucción de muchas de las formas arcaicas. La palabra
pensamiento, por ejemplo, no existía en neolengua. En su lugar existía pensar,
que hacía la función de verbo y de nombre. Aquí no se seguía ningún principio
etimológico. En otros casos se conservaba el sustantivo original y en otros
casos el verbo. Incluso cuando un nombre y un verbo de significado parecido no
tenían una relación etimológica, con frecuencia se suprimía el uno o el otro.
No existía, por ejemplo, una palabra como cortar, ya que su significado quedaba
lo suficientemente cubierto por el nombre-verbo cuchillo. Los adjetivos se
formaban añadiendo el sufijo lleno al nombre-verbo, y los adverbios añadiendo
demodo. Así, por
ejemplo, rapidolleno quería decir rapidez, y rapidodemodo significaba rápidamente.
Se conservaron algunos adjetivos de hoy en día como bueno, fuerte, grande,
negro, blando, pero en un número muy reducido. Por otra parte, su necesidad era
mínima, ya que se llegaba a cualquier significado adjetival añadiendo lleno a
un sustantivo-verbo. No se conservaron ninguno de los adverbios hoy existentes
exceptuando algunos que acababan en demodo; la terminación demodo era
invariable. La palabra bien, por ejemplo, se sustituyó por buenmodo. Además, a
cualquier palabra -y esto, como principio, se aplicaba a todas las palabras del
idioma- , se le daba sentido de negación añadiendo el prefijo in o se le daba
fuerza con el sufijo plus, o para aumentar el énfasis, dobleplus. Así por
ejemplo, infrio, significaba «caliente», mientras que plusfrio y doblepulsfrio
significaban respectivamente «muy frío» y «extraordinariamente frío». También
era posible, como en el inglés de hoy en día, modificar el significado de casi
todas las palabras con preposiciones afijas como, ante, post, sobre, sub, etc.
A base de este método fue posible disminuir enormemente el vocabulario.
Poniendo por caso la palabra bueno, ya no habría necesidad de la palabra malo
ya que el significado requerido se expresaba tan bien o incluso mejor por
inbueno. Lo único necesario, en el caso de que dos palabras formaran una pareja
de significación opuesta, era decidir cuál suprimir. Oscuridad, por ejemplo,
podía ser reemplazada por inluz o luz por inoscuro,
según lo que se
prefiera. La segunda característica de la gramática de la neolengua era su
regularidad. Aparte de algunas excepciones abajo mencionadas, todas las
inflexiones seguían las mismas reglas. Así, en todos los verbos el pretérito y
el participio pasado eran el mismo y terminaban en ed (En Inglés. En español
acabarían con la misma letra o seguirían como los verbos regulares, ejemplo:
robé, hace, pensé, comer, comí. Los ejemplos ingleses robar, pensar en español
ya son verbos y no justifican el ejemplo). El pretérito de pensar, pensé, de
robar, robé, y así en toda la lengua; todas las otras formas: mandó, dio,
habló, trajo, cogido, etc. fueron abolidas. Los plurales de hombre, buey, vida
eran hombres, bueys, vidas.
La única clase de
palabras a las que todavía se les permitía inflexiones irregulares eran los
pronombres, los relativos, los adjetivos demostrativos y los verbos auxiliares.
Todos estos seguían su uso antiguo excepto que «quien» había sido suprimido por
innecesario y los tiempos condicionales de deber, debería, habían caído en
desuso ya que habían sido cubiertos por «haría, habría hecho». Había también
ciertas irregularidades en la formación de palabras creadas por la necesidad
del habla fácil y rápida.
Una palabra que
fuese difícil de pronunciar o que podía entenderse incorrectamente, se estimaba
ipsofacto una mala palabra; así que ocasionalmente, por la eufonía, se
insertaban letras en una palabra o se conservaba una forma arcaica. Pero esta
necesidad tenía más relación sobre todo con el vocabulario B. La razón de la
importancia concedida a la facilidad de la pronunciación, se aclarará más tarde
en este ensayo.
El vocabulario B:
El vocabulario B consistía en palabras que habían sido construidas
deliberadamente con propósitos políticos. Es decir, palabras que no solamente
tenían en todos los casos implicaciones políticas sino que además poseían la
intención de imponer una deseable actitud mental en la persona que las
utilizaba. Sin una compresión total de los principios del Ingsoc era difícil
usar estas palabras correctamente. En algunos casos se podían traducir a la
vieja lengua o incluso a palabras tomadas del vocabulario A, pero ello exigía
una larga parrafada y siempre se perdían ciertos énfasis. Las palabras del
vocabulario B eran una especie de taquigrafía verbal que a menudo englobaban
toda una serie de ideas expresadas en unas pocas sílabas y a la vez con un
sentido más exacto y más fuerte que en el lenguaje ordinario. Las palabras B
eran en todos los casos palabras compuestas. (Palabras compuestas como
«hablarsubir» también se encontraban, claro está, en el vocabulario A, pero no
eran más que abreviaciones de conveniencia y no tenían ideología de ningún
color en especial). Consistían en dos o más palabras juntadas de un modo
fácilmente pronunciable. El resultado era siempre un verbo-nombre y se
utilizaba según las reglas normales. Pongamos un único ejemplo: la palabra
bienpensar, que significa de un modo general «ortodoxia», o si uno quiere
tomarla como verbo, «pensar de un modo ortodoxo». Su declinación era la
siguiente: nombre-verbo, bienpensar; pretérito y participio pasado,
bienpensado; participio presente, bienpensante; adjetivo, bienpensadolleno;
adverbio, bienpensadamente; nombre verbal, bienpensado.
Las palabras B no
se construían de acuerdo con ningún plan etimológico. Las palabras podían ser
de cualquier parte de la lengua, se podían poner en un orden cualquiera y ser
mutiladas de modo que las hiciera de fácil pronunciación a la vez que indicaban
su derivación. En la palabra
crimenpensar
(pensamientocrimen), por ejemplo, el pensar iba detrás mientras que en
pensarpol (Policía del Pensamiento) iba primero y en la última palabra, policía
había perdido las tres sílabas finales. Dada la dificultad de asegurar la
eufonía, las formaciones irregulares eran más comunes en el vocabulario B que
en el vocabulario A. Por ejemplo, las formas adjetivadas de Miniver, Minipax
y Minimor eran,
respectivamente, Miniverlleno, Minipaxlleno y Minimorlleno, simplemente porque
verdadlleno, pazlleno y amorlleno eran algo difíciles de pronunciar. En
principio, de todos modos, todas las palabras B se modulaban del mismo modo.
Algunas de las
palabras B tenían significados muy sutiles, apenas inteligibles para quien no
dominara la lengua en su totalidad. Consideremos, por ejemplo, una frase típica
del editorial del Times como ésta: «Viejos pensadores incorazonsentir Ingsoc».
El modo más sencillo de entender esto en la Vieja lengua sería: «Como que se
formaron con las ideas de antes de la Revolución, no pueden tener una
comprensión emocional de los principios del socialismo Inglés». Pero ésta no es
una traducción adecuada. En primer lugar, para lograr captar el significado de
la frase arriba mencionada, habría que tener una idea clara de lo que se
entiende por Ingsoc. Y además, sólo una persona totalmente educada en el Ingsoc
podía apreciar toda la fuerza de la palabra corazonsentir, que implicaba una
ciega y entusiasta aceptación difícil de imaginar hoy; de la palabra
viejopensar, que estaba inextricablemente mezclada con la idea de maldad y
decadencia. Pero la función especial de ciertas palabras de neolengua, de las
que viejopensar era una, no era tanto expresar su significado como destruirlos.
Estas palabras, pocas en número, por supuesto, habían extendido su significado
hasta el punto de contener, dentro de ellas mismas, toda una serie de palabras
que como quedaban englobadas por un solo término comprensivo, ahora podían ser
relegadas y olvidadas. La mayor dificultad con la que se encontraban los
compiladores del Diccionario de Neolengua no era inventar nuevas palabras, sino
la de precisar, una vez inventadas aquéllas, cuál era su significado. Es decir,
precisar qué series de palabras quedaban invalidadas con su existencia. Tal
como ya hemos visto con la palabra libre, las palabras que en su día hubieran
tenido un significado herético, a veces se conservaban por conveniencia pero
limpias de los significados indeseables. Innombrables palabras como honor,
justicia, moralidad, internacionalismo, democracia, ciencia y religión
simplemente habían dejado de existir. Unas cuantas palabras hacían de tapadera
y, al encubrirlas, las abolían. Todas las palabras agrupadas bajo los conceptos
de libertad e igualdad, por ejemplo, se contenían en una sola, bienpensar,
mientras que todas las palabras reunidas bajo los conceptos de objetividad y
racionalismo quedaban comprendidas en la única palabra viejopensar. Mayor
precisión hubiera sido peligrosa. Lo que se requería de un miembro del Partido
era un punto de vista similar al de los antiguos hebreos que sabían, sin saber
mucho más, que todas las naciones aparte de la suya adoraban a «dioses falsos».
No necesitaban saber que estos dioses se llamaban Baal, Osiris, Moloch,
Ashtaroth, etc. Probablemente cuanto menos supiesen sobre ellos, mejor para su
ortodoxia. Conocían a Jehová y sus mandamientos; sabían, por lo tanto, que
todos los dioses con otros nombres y atributos eran dioses falsos. De manera
parecida, el miembro del Partido sabía lo que constituía la correcta norma de
conducta, y de un modo increíblemente vago y general lo que podía apartarle de
ella. Su vida sexual, por ejemplo, estaba totalmente regulada por las dos
palabras de neolengua sexocrimen (inmoralidad sexual) y buensexo (castidad). El
sexocrimen cubría infracciones de todo tipo: fornicación, adulterio,
homosexualidad y otras perversiones y, además, el coito normal practicado por
placer. No había necesidad de nombrarlos separadamente, ya que todos eran
igualmente culpables y merecían la muerte. En el vocabulario C, que consistía
en palabras técnicas y científicas, existía la necesidad de dar nombres
especializados a ciertas aberraciones sexuales, pero el ciudadano normal no las
necesitaba. Éste sabía lo que se quería decir buensexo, es decir, el coito
normal entre marido y mujer con el solo propósito de engendrar hijos y sin
placer físico por parte de la mujer; todo lo demás era sexocrimen. En neolengua
era casi imposible seguir un pensamiento herético más allá de la percepción de
su carácter herético; a partir de este punto faltaban las palabras necesarias.
Ninguna palabra en el vocabulario B era ideológicamente neutral. Muchas eran
eufemismos. Palabras como, por ejemplo, gozocampo (campo de trabajos forzados)
o Minipax (Ministerio de la Paz, es decir, Ministerio de la Guerra)
significaban exactamente lo opuesto de lo que parecían indicar. Algunas
palabras, por otro lado, traducían una franca y despreciativa comprensión por
la naturaleza real de la sociedad de Oceanía. Por ejemplo, prolealimento
significaba la porquería de entretenimiento y falsas noticias que el Partido
daba a las masas. Otras palabras además eran ambivalentes, teniendo la
connotación de «bueno» cuando eran aplicadas al Partido y de «malo» cuando eran
aplicadas al enemigo. Pero además había gran cantidad de palabras que a primera
vista parecían meras abreviaciones y que extraían su color ideológico no de su
significado sino de su estructura. Hasta donde fuera posible todo lo que
pudiera tener un significado político de cualquier tipo entraba en el vocabulario
B. Los nombres de organizaciones, grupos de personas, doctrinas, países o
instituciones o edificios públicos, habían quedado recortados de forma muy
sencilla, es decir, una sola palabra fácilmente pronunciable con el menor
número de sílabas y que conservaba la derivación original. En el Ministerio de
la Verdad, por ejemplo, el Departamento de Registro donde trabajaba Winston
Smith se llamaba Regdep, el Departamento de Ficción se llamaba Ficdep, el
Departamento de Teleprogramas se llamaba Teledep, etc. La finalidad no era sólo
ganar tiempo. Incluso en las primeras décadas del siglo veinte, las palabras y
frases abreviadas habían sido uno de los rasgos característicos del lenguaje
político y era notorio que la tendencia a usar abreviaturas de este tipo era
más marcada en países y organizaciones totalitarias. Ejemplos de ello son
palabras tales como Nazi, Gestapo, Comintern, Imprecorr y Agitrop. Al principio
esta práctica se había adoptado instintivamente, pero en neolengua se utilizaba
con un propósito consciente. Habían observado que abreviando un nombre se
estrechaba y alteraba sutilmente su significado, perdiendo la mayoría de
asociaciones de ideas que de otra manera habría mantenido. Las palabras
Internacional Comunista, por ejemplo, evocan la imagen polifacético de
solidaridad humana, banderas rojas, barricadas, Karl Marx y la Comuna de París.
La palabra Comintern, por otro lado, sólo sugiere una organización tupida y
cerrada, con una doctrina concreta. Se refiere a algo tan fácilmente
reconocible y limitado en su propósito como una silla o una mesa. Comintern es
una palabra que se puede pronunciar casi sin pensar, mientras que Internacional
Comunista, es una frase en la que uno tiene que detenerse por lo menos unos
momentos. Del mismo modo, las asociaciones ideológicas que la palabra Miniver
evoca son menores y más controlables que las sugeridas por Ministerio de la
Verdad. Ésta era la razón del hábito de abreviar siempre que fuera posible, así
como también el casi exagerado cuidado que dedicaban a facilitar la
pronunciación de las palabras. En neolengua, la obsesión de la euforia pesaba
más que cualquier otra consideración, salvo la exactitud del significado. Si
era necesario, siempre se sacrificaba la regularidad de la gramática en aras de
la euforia. Y con razón, ya que lo que se requería, sobre todo por razones
políticas, eran palabras cortas y de significado inequívoco que pudieran
pronunciarse rápidamente y que despertaran el mínimo de sugerencias en la mente
del parlante. Las palabras del vocabulario B incluso ganaban en fuerza por el
hecho de ser tan parecidas. Casi invariablemente estas palabras bienpensar,
Minipax, prolealimento sexocrimem,
gozocampo,Ingsoc,
corazonsentir, pensarpol y muchas otras eran palabras de dos o tres sílabas con
el acento tónico igualmente distribuido entre la primera sílaba y la última. Su
uso fomentaba una especie de conversación similar a un cotorreo, a la vez roto
y monótono; era esto precisamente lo que pretendían. La intención era formar un
lenguaje, sobre todo el que versaba sobre materias no neutrales
ideológicamente, tan independiente como fuera posible de la conciencia. En
asuntos, de la vida cotidiana, sin duda era necesario, o algunas veces
necesario, reflexionar antes de hablar, pero un miembro del Partido, llamado a
emitir un juicio político o ético, debía ser capaz de disparar las opiniones
correctas tan automáticamente corno una ametralladora las balas. Su
entrenamiento lo preparaba para ello, el lenguaje le daba un instrumento casi
infalible y la textura de las palabras, con su sonido duro y una especie de
fealdad salvaje de acuerdo con el espíritu del Ingsoc, acababan de completar el
proceso. Además contribuía el hecho de tener pocas palabras donde escoger. En
relación con el nuestro, el vocabulario de la neolengua era mínimo, y
continuamente inventaban nuevos modos de reducirlo. Desde luego, la neolengua
difería de la mayoría de otros lenguajes en que su vocabulario se empequeñecía
en vez de agrandarse. Cada reducción era una ganancia, ya que cuanto menor era
el área para escoger, más pequeña era la tentación de pensar. En definitiva, se
esperaba construir un lenguaje articulado que surgiera de la laringe sin
involucrar en absoluto a los centros del cerebro. Este objetivo se explicita
francamente en la palabra de neolengua hablapato,
que significa
«cuacuar como un pato»; como otras palabras de neolengua, hablapato era de
significado ambivalente. Si las opiniones cuacuadas eran ortodoxas, sólo
implicaban alabanza y cuando el Times se refería a uno de los oradores del
Partido como a un dobleplusbueno cuacuador estaba emitiendo un caluroso y
valioso cumplido.
El vocabulario C.
El vocabulario C era complementario de los otros dos y contenía totalmente
términos científicos y técnicos. Éstos se parecían a los términos científicos
en uso hoy en día y procedían de las mismas raíces, pero se tomó el cuidado
habitual para definirlos rápidamente, y despojarlos de los significados
indeseables. Se atenían a las mismas reglas gramaticales que las palabras de
los otros dos vocabularios. Muy pocas palabras C tenían uso en las
conversaciones cotidianas o en el lenguaje político. Cualquier científico o
técnico podía encontrar todas las palabras necesarias en la lista dedicada a su
especialidad, pero sólo tenía una mínima idea de las palabras de las otras
listas. Solamente unas cuantas palabras eran comunes a todas las listas y no
existía un vocabulario que expresase la función de la ciencia como actitud
mental o como método intelectual independiente de sus ramas particulares. No
había, de hecho, palabra para designar la «Ciencia», quedando cualquier
significado que pudiera tener suficientemente cubierto por la palabra Ingsoc.
Por lo que se ha
explicado, podrá verse que en neolengua la expresión de opiniones heterodoxas
de bajo nivel era casi imposible. Era factible, claro está, emitir herejías de
un tono muy crudo y elemental, como una especie de blasfemia. Hubiera sido
posible, por ejemplo, decir el «Gran Hermano inbueno». Pero esta aseveración,
que a un oído, ortodoxo le sonaba como una manifiesta absurdidad, no podría
haber sido sostenida con argumentos racionales, ya que faltaban las palabras
necesarias. Sólo podían sostenerse ideas contrarias al Ingsoc de una manera
vaga y sin palabras, y formularlas en unos términos muy genéricos que mezclaban
y condenaban todo tipo de herejías, sin definirlas particularmente. De hecho,
sólo podía utilizarse la neolengua para fines heterodoxos traduciendo de un
modo ilegítimo algunas de las palabras a la Viejalengua. Por ejemplo, «Todos
los hombres son iguales» era una afirmación posible en neolengua, pero en el
mismo sentido en que «Todos los hombres tienen el pelo rojo» pudiera serlo en Viejalengua.
No contiene ningún error gramatical, pero expresa una no-verdad palpable como
que todos los hombres son de la misma estatura, peso o fuerza. El concepto de
igualdad política ya no existía y por lo tanto esta significación secundaria
había sido limpiada de la palabra igual. En 1984, cuando Viejalengua era
todavía el medio normal de comunicación, teóricamente existía el peligro de que
al usar palabras de neolengua uno recordara sus significados originales. En la
práctica no era dificil, para alguien bien versado en el doblepensar, evitar
que esto ocurriera, pero dentro de dos generaciones se evitaría incluso la
posibilidad de este peligro. Una persona creciendo con neolengua como único
lenguaje, no sabría nunca que había tenido antes la acepción de «igualdad
política», o que «libre» había significado anteriormente «intelectualmente
libre», del mismo modo que, por ejemplo, una persona que no hubiera oído hablar
nunca de ajedrez, podría saber los segundos significados aplicables a la reina
y a la torre. Por lo tanto, quedaría descartada la posibilidad de cometer
muchos crímenes y errores simplemente porque no tenían nombre y, en
consecuencia, son inimaginables. Y era de esperar que con el paso del tiempo
las características que distinguían a la neolengua, se volverían más y más
acusadas: sus palabras irían disminuyendo, sus significados cada vez más
restringidos y más remoto el peligro de utilizarlos impropiamente. Al
desaparecer la Viejalengua se habría roto el último lazo con el pasado. La
historia ya se había reescrito, pero algunos fragmentos de la vieja literatura
sobrevivían aquí y allá, imperfectamente censurados, y mientras persistiera el
conocimiento de la Viejalengua era posible leerlos. En el futuro tales
fragmentos, incluso si sobrevivieran, serían inteligibles e intraducibles. Era
imposible traducir un pasaje de Viejalengua a Neolengua, salvo que se refiriera
a algún proceso técnico, a hechos de la vida cotidiana o bien fuese ya de
tendencia ortodoxa (bienpensante sería la expresión en neolengua). En la
práctica, esto suponía que ningún libro escrito antes de 1960 podía traducirse
por completo. La literatura anterior a la Revolución sólo podía estar sujeta a
una traducción ideológica, o sea, a una alteración tanto de las palabras como
del sentido. Tomemos por ejemplo el tan conocido pasaje de la Declaración de la
Independencia:
Entendemos que son
verdades evidentes el que todos los hombres han sido creados iguales, que han
sido dotados por su Creador con ciertos derechos: inalienables, entre los que
se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Y que, para
asegurar estos derechos, se han instituido entre los hombres los gobiernos,
cuyo poder depende del consentimiento de los Gobernados. Y que cuando cualquier
forma de gobierno perjudica estos fines, el pueblo tiene derecho a alterarla o
abolirla e instituir una nueva...
Hubiera sido
imposible traducir este párrafo a neolengua conservando el sentido del
original. La traducción más aproximada consistiría en tragarse todo el pasaje
como crimental. Una traducción completa sólo podía ser ideológica, con lo que
las palabras de Jefferson se habrían convertido en un panegírico sobre el
gobierno absoluto.
Buena parte de la
literatura del pasado ya se había transformado en esto. Consideraciones de
prestigio aconsejaban conservar el recuerdo de algunas figuras históricas,
poniendo al mismo tiempo algunas de sus grandes acciones en relación con la
filosofía del Ingsoc. Varios escritores como Shakespeare, Milton, Swift, Byron,
Dickens y otros estaban en proceso de traducción. Una vez terminado este
trabajo, sus escritos originales, junto con el resto que hubiera sobrevivido de
la literatura del pasado, sería destruido. Estas traducciones eran un proceso
lento y difícil y no se esperaba que fueran terminadas antes de la primera o
segunda década del siglo veintiuno. Había también gran cantidad de literatura
meramente utilitaria -manuales técnicos indispensables y cosas por el estilo-
que debían ser tratados del mismo modo. Para dar tiempo a este trabajo
preliminar, se fijó una fecha tan lejana como el año 2050 para la adopción
definitiva de la neolengua.
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