viernes, junio 10, 2022

El nombre de la rosa

 



Naturalmente, un manuscrito

 

El 16 de agosto de 1968 fue a parar a mis manos un libro escrito por un tal abate Vallet  […]. El libro, que incluía una serie de indicaciones históricas en realidad bastante pobres, afirmaba ser copia fiel de un manuscrito del siglo XIV, encontrado a su vez en el monasterio de Melk por aquel gran estudioso del XVII al que tanto deben los historiadores de la orden benedictina. La erudita me deparó muchos momentos de placer mientras me encontraba en Praga esperando a una persona querida. Seis días después las tropas soviéticas invadían la infortunada ciudad.

Azarosamente logré cruzar la frontera austriaca en Linz; de allí me dirigí a Viena donde me reuní con la persona esperada, y juntos remontamos el curso del Danubio.

En un clima mental de gran excitación leí, fascinado, la terrible historia de Adso de Melk, y tanto me atrapó que casi de un tirón la traduje en varios cuadernos de gran formato.

[…]

Unos meses más tarde, en París, decidí investigar a fondo. Entre las pocas referencias que había extraído del libro francés estaba la relativa a la fuente, por azar muy minuciosa y precisa.

Empecé a pensar que me había topado con un texto apócrifo. Ahora ya no podía ni siquiera recuperar el libro de Vallet (o, al menos, no me atrevía a pedírselo a la persona que se lo había llevado). Sólo me quedaban mis notas, de las que ya comenzaba a dudar.

Hay momentos mágicos, de gran fatiga física e intensa excitación motriz, en los que tenemos visiones de personas que hemos conocido en el. También podemos tener visiones de libros aún no escritos.

Si nada nuevo hubiese sucedido, todavía seguiría preguntándome por el origen de la historia de Adso de Melk; pero en 1970, en Buenos Aires, curioseando en las mesas de una pequeña librería de viejo de Corrientes, cerca del más famoso Patio del Tango de esa gran arteria, tropecé con la versión castellana de un librito de Milo Temesvar. Del uso de los espejos en el juego del ajedrez, que ya había tenido ocasión de citar (de segunda mano) en mi Apocalípticos e integrados, al referirme a otra obra suya posterior, Los vendedores de Apocalipsis.

Se trataba de la traducción del original, hoy perdido, en lengua georgiana (Tiflis 1934); allí encontré, con gran sorpresa, abundantes citas del manuscrito de Adso; sin embargo, la fuente no era Vallet ni Mabillon, sino el padre Athanasius Kircher (pero, ¿cuál de sus obras?).

Más tarde, un erudito –que no considero oportuno nombrar– me aseguró (y era capaz de citar los índices de memoria) que el gran jesuita nunca habló de Adso de Melk. Sin embargo, las páginas de Temesvar estaban ante mis ojos, y los episodios a los que se referían eran absolutamente análogos a los del manuscrito traducido del libro de Vallet (en particular, la descripción del laberinto disipaba toda sombra de duda). A pesar de lo que más tarde escribiría Beniamino Placido el abate Vallet había existido y, sin duda, también Adso de Melk.

Todas esas circunstancias me llevaron a pensar que las memorias de Adso parecían participar precisamente de la misma naturaleza de los hechos que narran: envueltas en muchos, y vagos, misterios, empezando por el autor y terminando por la localización de la abadía, sobre la que Adso evita cualquier referencia concreta, de modo que sólo puede conjeturarse que se encontraba en una zona imprecisa entre Pomposa y Conques, con una razonable probabilidad de que estuviese situada en algún punto de la cresta de los Apeninos, entre Piamonte, Liguria y Francia. En cuanto a la época en que se desarrollan los acontecimientos descritos, estamos a finales de noviembre de 1327; en cambio, no sabemos con certeza cuando escribe el autor. Si tenemos en cuenta que dice haber sido novicio en 1327 y que cuando redacta sus memorias, afirma que no tardará en morir, podemos conjeturar que el manuscrito fue compuesto hacia los últimos diez o veinte años del siglo XIV.

Pensándolo bien, no eran muchas las razones que podían persuadirme de entregar a la imprenta mi versión italiana de una oscura versión neogótica francesa de una edición latina del siglo XVII de una obra escrita en latín por un monje alemán de finales del XIV.

Ante todo, ¿qué estilo adoptar? Rechacé, por considerarla totalmente injustificada, la tentación de guiarme por los modelos italianos de la época: no sólo porque Adso escribe en latín, sino también porque, como se deduce del desarrollo mismo del texto, su cultura (o la cultura de la abadía, que ejerce sobre él una influencia tan evidente) pertenece a un periodo muy anterior; se trata a todas luces de una suma plurisecular de conocimientos y de hábitos estilísticos vinculados con la tradición de la baja edad media latina. Adso piensa y escribe como un monje que ha permanecido impermeable a la revolución de la lengua vulgar, ligado a los libros de la biblioteca que describe, formado en el estudio de los textos patrísticos y escolásticos; y su historia (salvo por las referencias a acontecimientos del siglo XIV, que, sin embargo, Adso registra con mil vacilaciones, y siempre de oídas) habría podido escribirse, por la lengua y por las citas eruditas que contiene, en el siglo XII o en el XIII.

Por otra parte, es indudable que al traducir el latín de Adso a su francés neogótico, Vallet se tomó algunas libertades, no siempre limitadas al aspecto estilístico. Por ejemplo: en cierto momento los personajes hablan sobre las virtudes de las hierbas, apoyándose claramente en aquel libro de los secretos atribuido a Alberto Magno, que tantas refundiciones sufriera a lo largo de los siglos. Sin duda, Adso lo conoció, pero cuando lo cita percibimos, a veces, coincidencias demasiado literales con ciertas recetas de Paracelso, y, también, claras interpolaciones de una edición de la obra de Alberto que con toda seguridad data de la época tudor. Por otra parte, después averigüé que cuando Vallet transcribió el manuscrito de Adso, circulaba en París una edición dieciochesca del Grand y del Petit Albert ya irremediablemente corrupta. Sin embargo, subsiste la posibilidad de que el texto utilizado por Adso, o por los monjes cuyas palabras registró, contuviese, mezcladas con las glosas, los escolios y los diferentes apéndices, ciertas anotaciones capaces de influir sobre la cultura de épocas posteriores.

Por último, me preguntaba si, para conservar el espíritu de la época, no sería conveniente dejar en latín aquellos pasajes que el propio abate Vallet no juzgó oportuno traducir. La única justificación para proceder así podía ser el deseo, quizás errado, de guardar fidelidad a mi fuente... He eliminado lo superfluo pero algo he dejado.

En conclusión: estoy lleno de dudas. No sé, en realidad, por qué me he decidido a tomar el toro por las astas y presentar el manuscrito de Adso de Melk como si fuese auténtico.

Quizá se trate de un gesto de enamoramiento. O, si se prefiere, de una manera de liberarme de múltiples obsesiones.

Transcribo sin preocuparme por los problemas de la actualidad. En los años en que descubrí el texto del abate Vallet existía el convencimiento de que sólo debía escribirse comprometiéndose con el presente, o para cambiar el mundo. Ahora, a más de diez años de distancia, el hombre de letra (restituido a su altísima dignidad) puede consolarse considerando que también es posible escribir por el puro deleite de escribir. Así pues, me siento libre de contar, por el mero placer de fabular, la historia de Adso de Melk, y me reconforta y me consuela el verla tan inconmensurablemente lejana en el tiempo (ahora que la vigilia de la razón ha ahuyentado todos los monstruos que su sueño había engendrado), tan gloriosamente desvinculada de nuestra época, intemporalmente ajena a nuestras esperanzas y a nuestras certezas.

[…]

5 de enero de 1980

  

Nota

E1 manuscrito de Adso está dividido en seis días, y cada uno de éstos en períodos correspondientes a las horas litúrgicas. Los subtítulos, en tercera persona, son probablemente añadidos de Vallet. Sin embargo, como pueden servir para orientar al lector, y como su uso era corriente en muchas obras de la época escritas en lengua vulgar, no me ha parecido conveniente eliminarlos.

Las referencias de Adso a las horas canónicas me han hecho dudar un poco; no sólo porque su reconocimiento depende de la localización y de la época del año, sino también porque lo más probable es que en el siglo XIV no se respetasen con absoluta precisión las indicaciones que San Benito había establecido en la regla.

Sin embargo, para que el lector pueda guiarse, y basándome tanto en lo que puede deducirse del texto como en la comparación de la regla ordinaria con el desarrollo de la vida monástica según la describe Edouard Schneider en Les heures bénédictines (París, Grasset, 1925), creo que podemos atenernos a la siguiente estimación:

 

Maitines

(que a veces Adso llama también Vigiliae, como se usaba antiguamente). Entre las 2.30 y las 3 de la noche.

Laudes

(que en la tradición más antigua se llamaban Matutini). Entre las 5 y las 6 de la mañana, concluyendo al rayar el alba.

Prima

Hacia las 7.30, poco antes de la aurora.

Tercia

Hacia las 9.

Sexta

Mediodía (en un monasterio en el que los monjes no trabajaban en el campo, ésta era, en invierno, también la hora de la comida).

Nona

Entre las 2 y las 3 de la tarde.

Vísperas

Hacia las 4.30, al ponerse el sol (la regla prescribe cenar antes de que

oscurezca del todo).

Completas Hacia las 6 (los monjes se acuestan antes de las 7).

Este cálculo se basa en el hecho de que en el norte de Italia, a finales de noviembre, el sol sale alrededor de las 7.30 y se pone alrededor de las 4.40 de la tarde.

Prólogo

En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible. Pero «vemos ahora a través de un espejo y en enigma», y la verdad, antes de manifestarse a cara descubierta, se muestra en fragmentos (¡ay, cuán ilegibles!), mezclada con el error de este mundo, de modo que debemos deletrear sus fieles signáculos incluso allí donde nos parecen oscuros y casi forjados por una voluntad totalmente orientada hacia el mal.

Ya al final de mi vida de pecador, mientras, canoso y decrépito como el mundo, espero el momento de perderme en el abismo sin fondo de la divinidad desierta y silenciosa, participando así de la luz inefable de las inteligencias angélicas, en esta celda del querido monasterio de Melk, donde aún me retiene mi cuerpo pesado y enfermo, me dispongo a dejar constancia sobre este pergamino de los hechos asombrosos y terribles que me fue dado presenciar en mi juventud, repitiendo verbatim cuanto vi y oí, y sin aventurar interpretación alguna, para dejar, en cierto modo, a los que vengan después (si es que antes no llega el Anticristo) signos de signos, sobre los que pueda ejercerse la plegaria del desciframiento.

El señor me concede la gracia de dar fiel testimonio de los acontecimientos que se produjeron en la abadía cuyo nombre incluso conviene ahora cubrir con un piadoso manto de silencio, hacia finales del año 1327, cuando el emperador Ludovico entró en Italia para restaurar la dignidad del sacro imperio romano, según los designios del Altísimo y para confusión del infame usurpador simoniaco y heresiarca que en Aviñón deshonró el santo nombre del apóstol (me refiero al alma pecadora de Jacques de Cahors, al que los impíos veneran como Juan XXII).

Para comprender mejor los acontecimientos en que me vi implicado, quizá convenga recordar lo que estaba sucediendo en aquellas décadas, tal como entonces lo comprendí, viviéndolo, y tal como ahora lo recuerdo, enriquecido con lo que más tarde he oído contar sobre ello, siempre y cuando mi memoria sea capaz de atar los cabos de tantos y tan confusos acontecimientos.

Ya en los primeros años de aquel siglo, el papa Clemente V había trasladado la sede apostólica a Aviñón, dejando Roma a merced de las ambiciones de los señores locales, y poco a poco la ciudad santísima de la cristiandad se había ido transformando en un circo, o en un lupanar. Desgarrada por las luchas entre los poderosos, presa de las bandas armadas, y expuesta a la violencia y al saqueo, de república sólo tenía el nombre. Clérigos inmunes al brazo secular mandaban grupos de facinerosos que, espada en mano, cometían todo tipo de rapiñas, y, además, prevaricaban y organizaban tráficos deshonestos. ¿Cómo evitar que el Caput Mundi volviese a ser, con toda justicia, la meta del pretendiente a la corona del sacro imperio romano, empeñado en restaurar la dignidad de aquel dominio temporal que antes había pertenecido a los césares?

Pues bien, en 1314 cinco príncipes alemanes habían elegido en Frankfurt a Ludovico de Baviera como supremo gobernante del imperio. Pero el mismo día, en la orilla opuesta del Main, el conde palatino del Rin y el arzobispo de Colonia habían elegido para la misma dignidad a Federico de Austria. Dos emperadores para una sola sede y un solo papa para dos: situación que, sin duda, engendraría grandes desórdenes...

Dos años más tarde era elegido en Aviñón el nuevo papa, Jacques de Cahors, de setenta y dos años, con el nombre de Juan XXII, y quiera el cielo que nunca otro pontífice adopte un nombre ahora tan aborrecido por los hombres de bien. Francés y devoto del rey de Francia (los hombres de esa tierra corrupta siempre tienden a favorecer los intereses de sus compatriotas, y son incapaces de reconocer que su patria espiritual es el mundo entero), había apoyado a Felipe el Hermoso contra los caballeros templarios, a los que éste había acusado (injustamente, creo) de delitos ignominiosos, para poder apoderarse de sus bienes, con la complicidad de aquel clérigo renegado. Mientras tanto se había introducido en esa compleja trama Roberto de Nápoles, quien, para mantener su dominio sobre la península itálica, había convencido al papa de que no reconociese a ninguno de los dos emperadores alemanes, conservando así el título de capitán general del estado de la iglesia.

En 1322 Ludovico el Bávaro derrotaba a su rival Federico. Si se había sentido amenazado por dos emperadores, Juan juzgó aún más peligroso a uno solo, de modo que decidió excomulgarlo; Ludovico, por su parte, declaró herético al papa. Es preciso decir que aquel mismo año, en Perusa, se había reunido el capítulo de los frailes franciscanos, y su general, Michele da Cesena, a instancias de los «espirituales» (sobre los que ya volveré a hablar), había proclamado como verdad de la fe la pobreza de Cristo, quien, si algo había poseído con sus apóstoles, sólo lo había tenido como «uso de hecho». Justa resolución, destinada a preservar la virtud y la pureza de la orden, pero que disgustó bastante al papa, porque quizá le pareció que encerraba un principio capaz de poner en peligro las pretensiones que, como jefe de la iglesia, tenía de negar al imperio el derecho a elegir los obispos, a cambio del derecho del santo solio a coronar al emperador. Movido por éstas o por otras razones, Juan condenó en 1323 las proposiciones de los franciscanos.

Supongo que fue entonces cuando Ludovico pensó que los franciscanos, ya enemigos del papa, podían ser poderosos aliados suyos. Al afirmar la pobreza de Cristo, reforzaban, de alguna manera, las ideas de los teólogos imperiales, Marsilio de Padua y Juan de Gianduno. Por último, no muchos meses antes de los acontecimientos que estoy relatando, Ludovico, que había llegado a un acuerdo con el derrotado Federico, entraba en Italia, era coronado en Milán, se enfrentaba con los Visconti –que, sin embargo, lo habían acogido favorablemente–, ponía sitio a Pisa, nombraba vicario imperial a Castruccio, duque de Luca y Pistoia (y creo que cometió un error porque, salvo Uguccione della Faggiola, nunca conocí un hombre más cruel), y ya se disponía a marchar hacia Roma, llamado por Sciarra Colonna, señor del lugar.

Esta era la situación en el momento en que mi padre, que combatía junto a Ludovico, entre cuyos barones ocupaba un puesto de no poca importancia, consideró conveniente sacarme del monasterio benedictino de Melk -donde yo ya era novicio- para llevarme consigo y que pudiera conocer las maravillas de Italia y presenciar la coronación del emperador en Roma. Sin embargo, el sitio de Pisa lo retuvo en las tareas militares. Yo aproveché esta circunstancia para recorrer, en parte por ocio y en parte por el deseo de aprender, las ciudades de la Toscana, entregándome a una vida libre y desordenada que mis padres no consideraron propia de un adolescente consagrado a la vida contemplativa. De modo que, por sugerencia de Marsilio, que me había tomado cariño, decidieron que acompañase a fray Guillermo de Baskerville, sabio franciscano que estaba a punto de iniciar una misión en el desempeño de la cual tocaría muchas ciudades famosas y abadías antiquísimas.

Así fue como me convertí al mismo tiempo en su amanuense y discípulo; y no tuve que arrepentirme, porque con él fui testigo de acontecimientos dignos de ser registrados, como ahora lo estoy haciendo, para memoria de los que vengan después.

Entonces no sabía qué buscaba fray Guillermo y, a decir verdad, aún ahora lo ignoro y supongo que ni siquiera él lo sabía, movido como estaba sólo por el deseo de la verdad, y por la sospecha –que siempre percibí en él– de que la verdad no era la que creía descubrir en el momento presente. Es probable que en aquellos años las preocupaciones del siglo lo distrajeran de sus estudios predilectos. A lo largo de todo el viaje nada supe de la misión que le habían encomendado; al menos, Guillermo no me habló de ella. Fueron más bien ciertos retazos de las conversaciones que mantuvo con los abades de los monasterios en que nos íbamos deteniendo los que me permitieron conjeturar la índole de su tarea. Sin embargo, como diré más adelante, sólo comprendí de qué se trataba exactamente cuando llegamos a la meta de nuestro viaje. Nos habíamos dirigido hacia el norte, pero no seguíamos una línea recta sino que nos íbamos deteniendo en diferentes abadías.

Así fue como doblamos hacia occidente cuando, en realidad, nuestra meta estaba hacia oriente, siguiendo casi la línea de montañas que une Pisa con los caminos de Santiago, hasta detenernos en una comarca que los terribles acontecimientos que luego se produjeron en ella me sugieren la conveniencia de no localizar con mayor precisión, pero cuyos señores eran fieles al imperio y en la que todos los abades de nuestra orden coincidían en oponerse al papa herético y corrupto. El viaje, no exento de vicisitudes, duró dos semanas, en el transcurso de las cuales pude conocer (aunque cada vez me convenzo más de que no lo bastante) a mi nuevo maestro.

En las páginas que siguen no me permitiré trazar descripciones de personas -salvo cuando la expresión de un rostro, o un gesto, aparezcan como signos de un lenguaje mudo pero elocuente-, porque, como dice Boecio, nada hay más fugaz que la forma exterior, que se marchita y se altera como las flores del campo cuando llega el otoño. Por tanto, ¿qué sentido tendría hoy decir que el abad Abbone tuvo una mirada severa y mejillas pálidas, cuando él y quienes lo rodeaban son ya polvo y del polvo ya sus cuerpos tienen el tinte gris y mortuorio (sólo sus almas, Dios lo quiera, resplandecen con una luz que jamás se extinguirá)? Sin embargo, de Guillermo hablaré, una única vez, porque me impresionaron incluso sus singulares facciones, y porque es propio de los jóvenes sentirse atraídos por un hombre más anciano y más sabio, no sólo debido a su elocuencia y a la agudeza de su mente, sino también por la forma superficial de su cuerpo, al que, como sucede con la figura de un padre, miran con entrañable afecto, observando los gestos, y las muecas de disgusto, y espiando las sonrisas, sin que la menor sombra de lujuria contamine este tipo (quizás el único verdaderamente puro) de amor corporal.

Los hombres de antes eran grandes y hermosos (ahora son niños y enanos), pero ésta es sólo una de las muchas pruebas del estado lamentable en que se encuentra este mundo caduco. La juventud ya no quiere aprender nada, la ciencia está en decadencia, el mundo marcha patas arriba, los ciegos guían a otros ciegos y los despeñan en los abismos, los pájaros se arrojan antes de haber echado a volar, el asno toca la lira, los bueyes bailan, María ya no ama la vida contemplativa y Marta ya no ama la vida activa, Lea es estéril, Raquel está llena de lascivia, Catón frecuenta los lupanares, Lucrecio se convierte en mujer. Todo está descarriado. Demos gracias a Dios de que en aquella época mi maestro supiera infundirme el deseo de aprender y el sentido de la recta vía, que no se pierde por tortuoso que sea el sendero.

Así, pues, la apariencia física de fray Guillermo era capaz de atraer la atención del observador menos curioso. Su altura era superior a la de un hombre normal y, como era muy enjuto, parecía aún más alto. Su mirada era aguda y penetrante; la nariz afilada y un poco aguileña infundía a su rostro una expresión vigilante, salvo en los momentos de letargo a los que luego me referiré. También la barbilla delataba una firme voluntad, aunque la cara alargada y cubierta de pecas –como a menudo observé en la gente nacida entre Hibernia y Northumbria– parecía expresar a veces incertidumbre y perplejidad. Con el tiempo me di cuenta de que no era incertidumbre sino pura curiosidad, pero al principio lo ignoraba casi todo acerca de esta virtud, a la que consideraba, más bien, una pasión del alma concupiscente y, por tanto, un alimento inadecuado para el alma racional, cuyo único sustento debía ser la verdad, que (pensaba yo) se reconoce en forma inmediata.

Lo primero que habían advertido con asombro mis ojos de muchacho eran unos mechones de pelo amarillento que le salían de las orejas, y las cejas tupidas y rubias. Podía contar unas cincuenta primaveras y por tanto era ya muy viejo, pero movía su cuerpo infatigable con una agilidad que a mí muchas veces me faltaba. Cuando tenía un acceso de actividad, su energía parecía inagotable. Pero de vez en cuando, como si su espíritu vital tuviese algo del cangrejo, se retraía en estados de inercia, y lo vi a veces en su celda, tendido sobre el jergón, pronunciando con dificultad unos monosílabos, sin contraer un solo músculo del rostro. En aquellas ocasiones aparecía en sus ojos una expresión vacía y ausente, y, si la evidente sobriedad que regía sus costumbres no me hubiese obligado a desechar la idea, habría sospechado que se encontraba bajo el influjo de alguna sustancia vegetal capaz de provocar visiones. Sin embargo, debo decir que durante el viaje se había detenido a veces al borde de un prado, en los límites de un bosque, para recoger alguna hierba (creo que siempre la misma), que se ponía a masticar con la mirada perdida. Guardaba un poco de ella, y la comía en los momentos de mayor tensión (¡que no nos faltaron mientras estuvimos en la abadía!). Una vez le pregunté qué era, y respondió sonriendo que un buen cristiano puede aprender a veces incluso de los infieles. Cuando le pedí que me dejara probar, me respondió que, como en el caso de los discursos, también en el de los simples hay «infantiles, juveniles, mujeriles», y demás, de modo que las hierbas que son buenas para un viejo franciscano no lo son para un joven benedictino.

Durante el tiempo que estuvimos juntos no pudimos llevar una vida muy regular: incluso en la abadía, pasábamos noches sin dormir y caíamos agotados durante el día, y no participábamos regularmente en los oficios sagrados. Sin embargo, durante el viaje, no solía permanecer despierto después de completas, y sus hábitos eran sobrios. A veces, como sucedió en la abadía, pasaba todo el día moviéndose por el huerto, examinando las plantas como si fuesen crisopacios o esmeraldas, y también lo vi recorrer la cripta del tesoro y observar un cofre cuajado de esmeraldas y crisopacios como si fuese una mata de estramonio. En otras ocasiones se pasaba el día entero en la gran sala de la biblioteca hojeando manuscritos, aparentemente sólo por placer (mientras a nuestro alrededor se multiplicaban los cadáveres de monjes horriblemente asesinados). Un día lo encontré paseando por el jardín sin ningún propósito aparente, como si no debiese dar cuenta a Dios de sus obras. En la orden me habían enseñado a hacer un uso muy distinto de mi tiempo, y se lo dije. Respondió que la belleza del cosmos no procede sólo de la unidad en la variedad, sino también de la variedad en la unidad. La respuesta me pareció inspirada en un empirismo grosero, pero luego supe que, cuando definen las cosas, los hombres de su tierra no parecen reservar un papel demasiado grande a la fuerza iluminadora de la razón.

Durante el período que pasamos en la abadía, siempre vi sus manos cubiertas por el polvo de los libros, por el oro de las miniaturas todavía frescas, por las sustancias amarillentas que había tocado en el hospital de Severino. Parecía que sólo podía pensar con las manos, cosa que entonces me parecía más propia de un mecánico (pues me habían enseñado que el mecánico es «adúltero», y comete adulterio en detrimento de la vida intelectual con la que debiera estar unido en castísimas nupcias). Pero incluso cuando sus manos tocaban cosas fragilísimas, como ciertos códices cuyas miniaturas aún estaban frescas, o páginas corroídas por el tiempo y quebradizas como pan ácimo, poseía, me parece, una extraordinaria delicadeza de tacto, la misma que empleaba al manipular sus máquinas. Pues he de decir que este hombre singular llevaba en su saco de viaje unos instrumentos que hasta entonces yo nunca había visto y que él definía como sus máquinas maravillosas. Las máquinas, decía, son producto del arte, que imita a la naturaleza, capaces de reproducir, no ya las meras formas de esta última, sino su modo mismo de actuar. Así me explicó los prodigios del reloj, del astrolabio y del imán. Sin embargo, al comienzo temí que se tratase de brujerías, y fingí dormir en ciertas noches serenas mientras él (valiéndose de un extraño triángulo) se dedicaba a observar las estrellas. Los franciscanos que yo había conocido en Italia y en mi tierra eran hombres simples, a menudo iletrados, y la sabiduría de Guillermo me sorprendió. Pero él me explicó sonriendo que los franciscanos de sus islas eran de otro cuño: «Roger Bacon, a quien venero como maestro, nos ha enseñado que algún día el plan divino pasará por la ciencia de las máquinas, que es magia natural y santa. Y un día por la fuerza de la naturaleza se podrán fabricar instrumentos de navegación mediante los cuales los barcos navegarán con un solo hombre al mando».

Cuando le pregunté dónde existían esas máquinas, me dijo que ya se habían fabricado en la antigüedad, y que algunas también se habían podido construir en nuestro tiempo: «Salvo el instrumento para volar, que nunca he visto ni sé de nadie que lo haya visto, aunque conozco a un sabio que lo ha ideado. También pueden construirse puentes capaces de atravesar ríos sin apoyarse en columnas ni en ningún otro basamento, y otras máquinas increíbles. No debes inquietarte porque aún no existan, pues eso no significa que no existirán. Y yo te digo que Dios quiere que existan, y existen ya sin duda en su mente, aunque mi amigo de Occam niegue que las ideas existan de ese modo, y no porque podamos decidir acerca de la naturaleza divina, sino, precisamente, porque no podemos fijarle límite alguno.» Esta no fue la única proposición contradictoria que escuché de sus labios: sin embargo, todavía hoy, ya viejo y más sabio que entonces, no acabo de entender cómo podía tener tanta confianza en su amigo de Occam y jurar al mismo tiempo por las palabras de Bacon, como hizo en muchas ocasiones. Pero también es verdad que aquellos eran tiempos oscuros en los que un hombre sabio debía pensar cosas que se contradecían entre sí.

Pues bien, es probable que haya dicho cosas incoherentes sobre fray Guillermo, como para registrar desde el principio la incongruencia de las impresiones que entonces me produjo. Quizá tú, buen lector, puedas descubrir mejor quién fue y qué hizo, reflexionando sobre su comportamiento durante los días que pasamos en la abadía. Tampoco te he prometido una descripción satisfactoria de lo que allí sucedió, sino sólo un registro de hechos (eso sí) asombrosos y terribles.

Así, mientras con los días iba conociendo mejor a mi maestro, tras largas horas de viaje que empleamos en larguísimas conversaciones de cuyo contenido ya iré hablando cuando sea oportuno, llegamos a las faldas del monte en lo alto del cual se levantaba la abadía. Y ya es hora de que, como nosotros entonces, a ella se acerque mi relato, y ojalá mi mano no tiemble cuando me dispongo a narrar lo que sucedió después.

 

PRIMER DÍA

PRIMA

Donde se llega al pie de la abadía y Guillermo da pruebas de gran agudeza.

Era una hermosa mañana de finales de noviembre. Durante la noche había nevado un poco, pero la fresca capa que cubría el suelo no superaba los tres dedos de espesor. A oscuras, en seguida después de laudes, habíamos oído misa en una aldea del valle. Luego, al despuntar el sol, nos habíamos puesto en camino hacia las montañas.

Mientras trepábamos por la abrupta vereda que serpenteaba alrededor del monte, vi la abadía. No me impresionó la muralla que la rodeaba, similar a otras que había visto en todo el mundo cristiano, sino la mole de lo que después supe que era el Edificio. Se trataba de una construcción octogonal que de lejos parecía un tetrágono (figura perfectísima que expresa la solidez e invulnerabilidad de la Ciudad de Dios), cuyos lados meridionales se erguían sobre la meseta de la abadía, mientras que los septentrionales parecían surgir de las mismas faldas de la montaña, arraigando en ellas y alzándose como un despeñadero. Quiero decir que en algunas partes, mirando desde abajo, la roca parecía prolongarse hacia el cielo, sin cambio de color ni de materia, y convertirse, a cierta altura, en burche y torreón (obra de gigantes habituados a tratar tanto con la tierra como con el cielo). Tres órdenes de ventanas expresaban el ritmo ternario de la elevación, de modo que lo que era físicamente cuadrado en la tierra era espiritualmente triangular en el cielo. Al acercarse más se advertía que, en cada ángulo, la forma cuadrangular engendraba un torreón heptagonal, cinco de cuyos lados asomaban hacia afuera; o sea que cuatro de los ocho lados del octágono mayor engendraban cuatro heptágonos menores, que hacia afuera se manifestaban como pentágonos. Evidente, y admirable, armonía de tantos números sagrados, cada uno revestido de un sutilísimo sentido espiritual. Ocho es el número de la perfección de todo tetrágono; cuatro, el número de los evangelios; cinco, el número de las partes del mundo; siete, el número de los dones del Espíritu Santo. Por la mole, y por la forma, el Edificio era similar a Castel Urbino o a Castel dal Monte, que luego vería en el sur de la península italiana, pero por su posición inaccesible era más tremendo que ellos, y capaz de infundir temor al viajero que se fuese acercando poco a poco. Por suerte era una diáfana mañana de invierno y no vi la construcción con el aspecto que presenta en los días de tormenta.

Sin embargo, no diré que me produjo sentimientos de júbilo. Me sentí amedrentado, presa de una vaga inquietud. Dios sabe que no eran fantasmas de mi ánimo inexperto, y que interpreté correctamente inequívocos presagios inscritos en la piedra el día en que los gigantes la modelaran, antes de que la ilusa voluntad de los monjes se atreviese a consagrarla a la custodia de la palabra divina.

Mientras nuestros mulos subían trabajosamente por los últimos repliegues de la montaña, allí donde el camino principal se ramificaba formando un trivio, con dos senderos laterales, mi maestro se detuvo un momento, y miró hacia un lado y hacia otro del camino, miró el camino y, por encima de éste, los pinos de hojas perennes que, en aquel corto tramo, formaban un techo natural, blanqueado por la nieve.

-Rica abadía –dijo–. Al Abad le gusta tener buen aspecto en las ocasiones públicas.

Acostumbrado a oírle decir las cosas más extrañas, nada le pregunté. También porque, poco después, escuchamos ruidos y, en un recodo, surgió un grupo agitado de monjes y servidores. Al vernos, uno de ellos vino a nuestro encuentro diciendo con gran cortesía:

—Bienvenido, señor. No os asombréis si imagino quién sois, porque nos han avisado de vuestra visita. Yo soy Remigio de Varagina, el cillerero (en algunas órdenes monacales, mayordomo del monasterio). Si sois, como creo, fray Guillermo de Baskerville, habrá que avisar al Abad. ¡Tú –ordenó a uno del grupo–, sube a avisar que nuestro visitante está por entrar en el recinto!

—Os lo agradezco, señor cillerero –respondió cordialmente mi maestro–, y aprecio aún más vuestra cortesía porque para saludarme habéis interrumpido la persecución. Pero no temáis, el caballo ha pasado por aquí y ha tomado el sendero de la derecha. No podrá ir muy lejos, porque al llegar al estercolero tendrá que detenerse. Es demasiado inteligente para arrojarse por la pendiente...

—¿Cuándo lo habéis visto? –preguntó el cillerero.

—¿Verlo? No lo hemos visto, ¿verdad, Adso? –dijo Guillermo volviéndose hacia mí con expresión divertida–. Pero si buscáis a Brunello, el animal sólo puede estar donde yo os he dicho.

El cillerero vaciló. Miró a Guillermo, después al sendero, y, por último, preguntó:

—¿Brunello? ¿Cómo sabéis...?

—¡Vamos! –dijo Guillermo–. Es evidente que estáis buscando a Brunello, el caballo preferido del Abad, el mejor corcel de vuestra cuadra, pelo negro, cinco pies de alzada, cola elegante, cascos pequeños y redondos pero de galope bastante regular, cabeza pequeña, orejas finas, ojos grandes. Se ha ido por la derecha, os digo, y, en cualquier caso, apresuraos.

El cillerero, tras un momento de vacilación, hizo un signo a los suyos y se lanzó por el sendero de la derecha, mientras nuestros mulos reiniciaban la ascensión. Cuando, mordido por la curiosidad, estaba por interrogar a Guillermo, él me indicó que esperara. En efecto: pocos minutos más tarde escuchamos gritos de júbilo, y en el recodo del sendero reaparecieron monjes y servidores, trayendo al caballo por el freno. Pasaron junto a nosotros, sin dejar de mirarnos un poco estupefactos, y se dirigieron con paso acelerado hacia la abadía. Creo, incluso, que Guillermo retuvo un poco la marcha de su montura para que pudieran contar lo que había sucedido. Yo ya había descubierto que mi maestro, hombre de elevada virtud en todo y para todo, se concedía el vicio de la vanidad cuando se trataba de demostrar su agudeza y, habiendo tenido ocasión de apreciar sus sutiles dotes de diplomático, comprendí que deseaba llegar a la meta precedido por una sólida fama de sabio.

—Y ahora decidme –pregunté sin poderme contener–. ¿Cómo habéis podido saber?

—Mi querido Adso –dijo el maestro–, durante todo el viaje he estado enseñándote a reconocer las huellas por las que el mundo nos habla como por medio de un gran libro. Alain de l’Ille decía que  «toda la creación del mundo, /como un libro y una pintura, / es como un espejo para nosotros», pensando en la inagotable reserva de símbolos por los que Dios, a través de sus criaturas, nos habla de la vida eterna. Pero el universo es aún más locuaz de lo que creía Alain, y no sólo habla de las cosas últimas (en cuyo caso siempre lo hace de un modo oscuro), sino también de las cercanas, y en esto es clarísimo. Me da casi vergüenza tener que repetirte lo que deberías saber. En la encrucijada, sobre la nieve aún fresca, estaban marcadas con mucha claridad las improntas de los cascos de un caballo, que apuntaban hacia el sendero situado a nuestra izquierda. Esos signos, separados por distancias bastante grandes y regulares, decían que los cascos eran pequeños y redondos, y el galope muy regular. De ahí deduje que se trataba de un caballo, y que su carrera no era desordenada como la de un animal desbocado. Allí donde los pinos formaban una especie de cobertizo natural, algunas ramas acababan de ser rotas, justo a cinco pies del suelo. Una de las matas de zarzamora, situada donde el animal debe de haber girado, meneando altivamente la hermosa cola, para tomar el sendero de su derecha, aún conservaba entre las espinas algunas crines largas y muy negras... Por último, no me dirás que no sabes que esa senda lleva al estercolero, porque al subir por la curva inferior hemos visto el chorro de detritos que caía a pico justo debajo del torreón oriental, ensuciando la nieve, y dada la disposición de la encrucijada, la senda sólo podía ir en aquella dirección.

—Sí –dije–, pero la cabeza pequeña, las orejas finas, los ojos grandes...

—No sé si los tiene, pero, sin duda, los monjes están persuadidos de que sí. Decía Isidoro de Sevilla que la belleza de un caballo exige «que la cabeza [del caballo] sea pequeña y seca, con la piel casi adherida a los huesos, las orejas cortas y delgadas, los ojos grandes, la nariz chata, la cerviz levantada, la crin y la cola espesas, la redondez de los cascos unida a la solidez». Si el caballo cuyo paso he adivinado no hubiese sido realmente el mejor de la cuadra, no podrías explicar por qué no sólo han corrido los mozos tras él, sino también el propio cillerero. Y un monje que considera excelente a un caballo sólo puede verlo, al margen de las formas naturales, tal como se lo han descrito las auctoritates, sobre todo si –y aquí me dirigió una sonrisa maliciosa–, se trata de un docto benedictino...

—Bueno –dije–, pero, ¿por qué Brunello?

—¡Que el Espíritu Santo ponga un poco más de sal en tu cabezota, hijo mío! –exclamó el maestro–. ¿Qué otro nombre le habrías puesto si hasta el gran Buridán, que está a punto de ser rector en París, no encontró nombre más natural para referirse a un caballo hermoso?

Así era mi maestro. No sólo sabía leer en el gran libro de la naturaleza, sino también en el modo en que los monjes leían los libros de la escritura, y pensaban a través de ellos. Dotes éstas que, como veremos, habrían de serle bastante útiles en los días que siguieron. Además, su explicación me pareció al final tan obvia que la humillación por no haberla descubierto yo mismo quedó borrada por el orgullo de compartirla ahora con él, hasta el punto de que casi me felicité por mi agudeza. Tal es la fuerza de la verdad, que, como la bondad, se difunde por sí misma. Alabado sea el santo nombre de nuestro señor Jesucristo por esa hermosa revelación que entonces tuve.

Pero no pierdas el hilo, oh relato, pues este monje ya viejo se detiene demasiado en los márgenes. Di, más bien, que llegamos al gran portalón de la abadía, y en el umbral estaba el Abad, acompañado de dos novicios que sostenían un bacín de oro lleno de agua. Una vez que hubimos descendido de nuestras monturas, lavó las manos de Guillermo, y después lo abrazó besándolo en la boca y dándole su santa bienvenida, mientras el cillerero se ocupaba de mí.

—Gracias, Abbone –dijo Guillermo–, es para mí una alegría, excelencia, pisar vuestro monasterio, cuya fama ha traspasado estas montañas. Yo vengo como peregrino en el nombre de Nuestro Señor, y como tal me habéis rendido honores. Pero vengo también en nombre de nuestro señor en esta tierra, como os dirá la carta que os entrego, y también en su nombre os agradezco vuestra acogida.

El Abad cogió la carta con los sellos imperiales y dijo que, de todas maneras, la llegada de Guillermo había sido precedida por otras misivas de los hermanos de su orden (mira, me dije para mis adentros no sin cierto orgullo, es difícil pillar por sorpresa a un abad benedictino), después rogó al cillerero que nos condujera a nuestros alojamientos, mientras los mozos se hacían cargo de las monturas. El Abad prometió visitarnos más tarde, cuando hubiésemos comido algo, y entramos en el gran recinto donde estaban los edificios de la abadía, repartidos por la meseta, especie de suave depresión –o llano elevado– que truncaba la cima de la montaña.

A la disposición de la abadía tendré ocasión de referirme más de una vez, y con más lujo de detalles. Después del portalón (que era el único paso en toda la muralla) se abría una avenida arbolada que llevaba a la iglesia abacial. A la izquierda de la avenida se extendía una amplia zona de huertos y, como supe más tarde, el jardín botánico, en torno a los dos edificios –los baños, y el hospital y herboristería– dispuestos según la curva de la muralla. En el fondo, a la izquierda de la iglesia, se erguía el Edificio, separado de la iglesia por una explanada cubierta de tumbas. El portalón norte de la iglesia daba hacia el torreón sur del Edificio, que ofrecía frontalmente a los ojos del visitante el torreón occidental, que continuaba después por la izquierda hasta tocar la muralla, para proyectarse luego con sus torres en el abismo, sobre el que se alzaba el torreón septentrional, visible sólo de sesgo. A la derecha de la iglesia se extendían algunas construcciones a las que ésta servía de reparo; estaban dispuestas alrededor del claustro, y, sin duda, se trataba del dormitorio, la casa del Abad y la casa de los peregrinos, hacia la que nos habíamos dirigido, y a la que llegamos después de atravesar un bonito jardín. Por la derecha, al otro lado de una vasta explanada, a lo largo de la parte meridional de la muralla y continuando hacia oriente por detrás de la iglesia, había una serie de viviendas para la servidumbre, establos, molinos, trapiches, graneros, bodegas y lo que me pareció que era la casa de los novicios. La regularidad del terreno, apenas ondulado, había permitido que los antiguos constructores de aquel recinto sagrado respetaran los preceptos de la orientación con una exactitud que hubiera sorprendido a un Honorio Augustoduniense o a un Guillermo Durando.

Por la posición del sol en aquel momento, comprendí que la portada daba justo a occidente, de forma que el coro y el altar estuviesen dirigidos hacia oriente y, por la mañana temprano, el sol despuntaba despertando directamente a los monjes en el dormitorio y a los animales en los establos. Nunca vi abadía más bella y con una orientación tan perfecta, aunque más tarde he tenido ocasión de conocer San Gall, Cluny, Fontenay y otras, quizá más grandes pero no tan armoniosas. Sin embargo, ésta se distinguía de cualquier otra por la inmensa mole del Edificio. Aunque no era yo experto en el arte de la construcción, comprendí en seguida que era mucho más antiguo que los edificios situados a su alrededor. Quizás había sido erigido con otros fines y posteriormente se había agregado el conjunto abacial, cuidando, sin embargo, de que su orientación se adecuase a la de la iglesia, o viceversa. Porque la arquitectura es el arte que más se esfuerza por reproducir en su ritmo el orden del universo, que los antiguos llamaban kosmos, es decir, adorno, pues es como un gran animal en el que resplandece la perfección y proporción de todos sus miembros. Alabado sea Nuestro Creador, que, como dice Agustín, ha establecido el número, el peso y la medida de todas las cosas.

  

PRIMER DÍA

TERCIA

 

Donde Guillermo mantiene una instructiva conversación con el Abad.

El cillerero era un hombre grueso y de aspecto vulgar pero jovial, canoso pero todavía robusto, pequeño pero ágil. Nos condujo a nuestras celdas en la casa de los peregrinos. Mejor dicho, nos condujo a la celda asignada a mi maestro, y me prometió que para el día siguiente desocuparían otra para mí, pues, aunque novicio, también era yo huésped de la abadía, y, por tanto, debía tratárseme con todos los honores. Aquella noche podía dormir en un nicho largo y ancho, situado en la pared de la celda, donde había dispuesto que colocaran buena paja fresca. Así se hacía a veces, añadió, cuando algún señor deseaba que su criado velara mientras él dormía. 

Después los monjes nos trajeron vino, queso, aceitunas y buena uva, y se retiraron para que pudiéramos comer y beber. Lo hicimos con gran deleite. Mi maestro no tenía los hábitos austeros de los benedictinos, y no le gustaba comer en silencio. Por lo demás, siempre hablaba de cosas tan buenas y sabias que era como si un monje leyese la vida de los santos.

Aquel día no pude contenerme y volví a preguntarle sobre la historia del caballo.

—Sin embargo –dije–, cuando leísteis las huellas en la nieve y en las ramas aún no conocíais a Brunello. En cierto modo esas huellas nos hablaban de todos los caballos, o al menos de todos los caballos de aquella especie. ¿No deberíamos decir, entonces, que el libro de la naturaleza nos habla sólo por esencias, como enseñan muchos teólogos insignes?

—No exactamente, querido Adso –respondió el maestro–. Sin duda, aquel tipo de impronta me hablaba, si quieres, del caballo y me hubiese hablado de él en cualquier sitio donde la encontrara. Pero la impronta en aquel lugar y en aquel momento del día me decía que al menos uno de todos los caballos posibles había pasado por allí. De modo que me encontraba a mitad de camino entre la aprehensión del concepto de caballo y el conocimiento de un caballo individual. Y, de todas maneras, lo que conocía del caballo universal procedía de la huella, que era singular. Podría decir que en aquel momento estaba preso entre la singularidad de la huella y mi ignorancia, que adoptaba la forma bastante diáfana de una idea universal. Si ves algo de lejos, sin comprender de qué se trata, te contentarás con definirlo como un cuerpo extenso. Cuando estés un poco más cerca, lo definirás como un animal, aunque todavía no sepas si se trata de un caballo o de un asno. Si te sigues acercando, podrás decir que es un caballo, aunque aún no sepas si se trata de Brunello o de Favello. Por último, sólo cuando estés a la distancia adecuada verás que es Brunello (o bien, ese caballo y no otro, cualquiera que sea el nombre que quieras darle). Este será el conocimiento pleno, la intuición de lo singular. Así, hace una hora, yo estaba dispuesto a pensar en todos los caballos, pero no por la vastedad de mi intelecto, sino por la estrechez de mi intuición. Y el hambre de mi intelecto sólo pudo saciarse cuando vi al caballo individual que los monjes llevaban por el freno. Sólo entonces supe realmente que mi razonamiento previo me había llevado cerca de la verdad. De modo que las ideas, que antes había utilizado para imaginar un caballo que aún no había visto, eran puros signos, como eran signos de la idea de caballo las huellas sobre la nieve: cuando no poseemos las cosas, usamos signos y signos de signos.

Ya otras veces le había escuchado hablar con mucho escepticismo de las ideas universales y con gran respeto de las cosas individuales, e incluso, más tarde, llegué a pensar que aquella inclinación podía deberse tanto al hecho de que era británico como al de que era franciscano. Pero aquel día no me sentía con fuerzas para afrontar disputas teológicas. De modo que me acurruqué en el espacio que me habían concedido, me envolví en una manta y caí en un sueño profundo.

Cualquiera que entrase hubiera podido confundirme con un bulto. Sin duda, así lo hizo el Abad cuando, hacia la hora tercia, vino a visitar a Guillermo. De esa forma pude escuchar sin ser observado su primera conversación. Y sin malicia, porque presentarme de golpe al visitante hubiese sido más descortés que ocultarme, como hice, con humildad.

Así pues, llegó Abbone. Pidió disculpas por la intrusión, renovó su bienvenida y dijo que debía hablar a Guillermo, en privado, de cosas bastante graves.

Empezó felicitándole por la habilidad con que se había conducido en la historia del caballo, y le preguntó cómo había podido hablar con tanta seguridad de un animal que no había visto jamás. Guillermo le explicó someramente y con cierta indiferencia el razonamiento que había seguido, y el Abad celebró mucho su agudeza. Dijo que no hubiera esperado menos en un hombre de cuya gran sagacidad ya había oído hablar. Le dijo que había recibido una carta del Abad de Farfa, donde éste no sólo mencionaba la misión que el emperador había confiado a Guillermo (de la que ya hablarían en los próximos días), sino también la circunstancia de que mi maestro había sido inquisidor en Inglaterra y en Italia, destacándose en varios procesos por su perspicacia, no reñida con una gran humanidad.

—Ha sido un gran placer –añadió el Abad– enterarme de que en muchos casos habéis considerado que el acusado era inocente. Creo, y nunca tanto como en estos días tristísimos, en la presencia constante del maligno en las cosas humanas –y miró alrededor, con un gesto casi imperceptible, como si el enemigo estuviese entre aquellas paredes–, pero también creo que muchas veces el maligno obra a través de causas segundas. Y sé que puede impulsar a sus víctimas a hacer el mal de manera tal que la culpa recaiga sobre un justo, gozándose de que el justo sea quemado en lugar de su súcubo. A menudo los inquisidores, para demostrar su esmero, arrancan a cualquier precio una confesión al acusado, porque piensan que sólo es buen inquisidor el que concluye el proceso encontrando un chivo expiatorio...

—También un inquisidor puede obrar instigado por el diablo – dijo Guillermo.

—Es posible –admitió el Abad con mucha cautela–, porque los designios del Altísimo son inescrutables, pero no seré yo quien arroje sombras de sospecha sobre tantos hombres beneméritos. Al contrario, hoy recurro a vos en vuestro carácter de tal. En esta abadía ha sucedido algo que requiere la atención y el consejo de un hombre agudo y prudente como vos. Agudo para descubrir y prudente para (llegado el caso) cubrir. En efecto, a menudo es indispensable probar la culpa de hombres a quienes cabría atribuir una gran santidad, pero conviene hacerlo de modo que pueda eliminarse la causa del mal sin que el culpable quede expuesto al desprecio de los demás. Si un pastor falla, hay que separarlo de los otros pastores, pero, ¡ay si las ovejas empezaran a desconfiar de los pastores!

—Comprendo –dijo Guillermo. Yo ya había tenido ocasión de observar que, cuando se expresaba con tanta solicitud y cortesía, muchas veces estaba ocultando, en forma honesta, su desacuerdo o su perplejidad.

—Por eso –prosiguió el Abad–, considero que los casos que involucran el fallo de un pastor pueden confiarse únicamente a hombres como vos, que no sólo saben distinguir entre el bien y el mal, sino también entre lo que es oportuno y lo que no lo es. Me agrada saber que sólo habéis condenado cuando... 

—...los acusados eran culpables de actos delictivos, de envenenamientos, de corrupción de niños inocentes y de otras abominaciones que mi boca no se atreve a nombrar...

—...que sólo habéis condenado cuando –prosiguió el Abad sin tomar en cuenta la interrupción– la presencia del demonio era tan evidente para todos que era imposible obrar de otro modo sin que la indulgencia resultase más escandalosa que el propio delito.

—Cuando declaré culpable a alguien –aclaró Guillermo– era porque éste había cometido realmente crímenes tan graves que podía entregarlo al brazo secular sin remordimientos.

El Abad tuvo un momento de duda: —¿Por qué –preguntó– insistís en hablar de actos delictivos sin pronunciaros sobre su causa diabólica?

—Porque razonar sobre las causas y los efectos es algo bastante difícil, y creo que sólo Dios puede hacer juicios de ese tipo. A nosotros nos cuesta ya tanto establecer una relación entre un efecto tan evidente como un árbol quemado y el rayo que lo ha incendiado, que remontar unas cadenas a veces larguísimas de causas y efectos me parece tan insensato como tratar de construir una torre que llegue hasta el cielo.

—El doctor de Aquino –sugirió el Abad– no ha temido demostrar mediante la fuerza de su sola razón la existencia del Altísimo, remontándose de causa en causa hasta la causa primera, no causada.

—¿Quién soy yo –dijo Guillermo con humildad– para oponerme al doctor de Aquino? Además su prueba de la existencia de Dios cuenta con el apoyo de muchos otros testimonios que refuerzan la validez de sus vías. Dios habla en el interior de nuestra alma, como ya sabía Agustín, y vos, Abbone, habríais cantado alabanzas al Señor y a su presencia evidente aunque Tomás no hubiera... –se detuvo, y añadió–: Supongo.

—¡Oh, sin duda! –se apresuró a confirmar el Abad, y de este modo tan elegante cortó mi maestro una discusión escolástica que, evidentemente, no le agradaba demasiado.

—Volvamos a los procesos –prosiguió mi maestro–. Supongamos que un hombre ha muerto envenenado. Esto es un dato empírico. Dados ciertos signos inequívocos, puedo imaginar que el autor del envenenamiento ha sido otro hombre. Pero, ¿cómo puedo complicar la cadena imaginando que ese acto malvado tiene otra causa, ya no humana sino diabólica? No afirmo que sea imposible, pues también el diablo deja signos de su paso, como vuestro caballo Brunello. Pero, ¿por qué debo buscar esas pruebas? ¿Acaso no basta con que sepa que el culpable es ese hombre y lo entregue al brazo secular? De todos modos, su pena sería la muerte, que Dios lo perdone.

—Sin embargo, en un proceso celebrado en Kilkenny hace tres años, donde algunas personas fueron acusadas de cometer delitos infames, vos no negasteis la intervención diabólica, una vez descubiertos los culpables.

—Pero tampoco lo afirmé en forma clara. De todos modos, es cierto que no lo negué. ¿Quién soy yo para emitir juicios sobre las maquinaciones del maligno? Sobre todo –añadió, y parecía interesado en dejar claro ese punto– cuando los que habían iniciado el proceso, el obispo, los magistrados de la ciudad, el pueblo todo, y quizá incluso los acusados, deseaban realmente descubrir la presencia del demonio. Tal vez la única prueba verdadera de la presencia del diablo fuese la intensidad con que en aquel momento deseaban todos descubrir su presencia...

—Por tanto –dijo el Abad con tono preocupado–, ¿me estáis diciendo que en muchos procesos el diablo no sólo actúa en el culpable sino quizá también en los jueces?

—¿Acaso podría afirmar algo semejante? –preguntó Guillermo, y comprendí que había formulado la pregunta de modo que el Abad no pudiese afirmar que sí podía, y aprovechó el silencio de Abbone para desviar el curso de la conversación–. Pero en el fondo se trata de cosas lejanas... He abandonado aquella noble actividad y si lo he hecho así es porque el Señor así ha querido...

—Sin duda –admitió el Abad.

—...Y ahora –prosiguió Guillermo–, me ocupo de otras cuestiones delicadas. Y me gustaría ocuparme de la que os aflige, si me la quisierais exponer.

Me pareció que el Abad se alegraba de poder acabar aquella conversación y volver a su problema. Inició pues, escogiendo con mucha prudencia las palabras y recurriendo a largas perífrasis, el relato de un acontecimiento singular que se había producido pocos días atrás, y que había turbado sobremanera a los monjes. Dijo que se lo contaba a Guillermo porque, sabiendo que era un gran conocedor tanto del alma humana como de las maquinaciones del maligno, esperaba que pudiese dedicar una parte de su preciosísimo tiempo al esclarecimiento de tan doloroso enigma. El hecho era que Adelmo da Otranto, monje aún joven pero ya famoso maestro en el arte de la miniatura, que estaba adornando los manuscritos de la biblioteca con imágenes bellísimas, había sido hallado una mañana por un cabrero en el fondo del barranco situado al pie del torreón este del Edificio. Los otros monjes lo habían visto en el coro durante completas, pero no había asistido a maitines, de modo que su caída se había producido, probablemente, durante las horas más oscuras de la noche. Una noche de recia ventisca en la que los copos de nieve, cortantes como cuchillos y casi tan duros como granizo, caían impelidos por un austro de soplo impetuoso. Ablandado por esa nieve que primero se había fundido y después se había congelado formando duras láminas de hielo, el cuerpo había sido descubierto al pie del despeñadero, desgarrado por las rocas contra las que se había golpeado. Pobre y frágil cosa mortal, que Dios se apiadara de él. Como en su caída había rebotado muchas veces, no era fácil decir desde donde exactamente se había precipitado. Aunque, sin duda, debía de haber sido por una de las ventanas de los tres órdenes existentes en los tres lados del torreón que daban al abismo.

—¿Dónde habéis enterrado el pobre cuerpo? –preguntó Guillermo.

—En el cementerio, naturalmente –respondió el Abad–. Quizá lo hayáis observado por vos mismo; se extiende entre el costado septentrional de la iglesia, el Edificio y el huerto.

—Ya veo –dijo Guillermo–, y veo que vuestro problema es el siguiente. Si el infeliz se hubiese, Dios no lo quiera, suicidado (porque no cabía pensar en una caída accidental), al día siguiente hubierais encontrado abierta una de aquellas ventanas, pero las encontrasteis todas cerradas y tampoco hallasteis rastros de agua al pie de ninguna de ellas.

Ya he dicho que el Abad era un hombre muy circunspecto y diplomático, pero en aquella ocasión no pudo contener un gesto de sorpresa, que borró toda huella del decoro que, según Aristóteles, conviene a la persona grave y magnánima:

—¿Quién os lo ha dicho?

—Vos me lo habéis dicho. Si la ventana hubiera estado abierta, en seguida hubieseis pensado que se había arrojado por ella. Por lo que he podido apreciar desde fuera, se trata de grandes ventanas de vidrieras opacas, y ese tipo de ventanas, en edificios de estas dimensiones, no suelen estar situadas a la altura de una persona. Por tanto, si hubiese estado abierta, como hay que descartar la posibilidad de que el infeliz se asomara a ella y perdiese el equilibrio, sólo quedaba la hipótesis del suicidio. En cuyo caso, no lo habríais dejado enterrar en tierra consagrada. Pero, como lo habéis enterrado cristianamente, las ventanas debían de estar cerradas. Y si estaban cerradas, y como ni siquiera en los procesos por brujería me he topado con un muerto impenitente a quien Dios o el diablo hayan permitido remontar el abismo para borrar las huellas de su crimen, es evidente que el supuesto suicida fue empujado, ya por una mano humana, ya por una fuerza diabólica. Y vos os preguntáis quién puede haberlo, no digo empujado hacia el abismo, sino alzado sin querer hasta el alfeizar, y os perturba la idea de que una fuerza maléfica, natural o sobrenatural, ronde en estos momentos por la abadía.

—Así es... –dijo el Abad, y no estaba claro si con ello confirmaba las palabras de Guillermo o descubría la justeza del razonamiento que este último acababa de exponer con tanta perfección–. Pero, ¿cómo sabéis que no había agua al pie de ninguna ventana?

—Porque me habéis dicho que soplaba el austro, y el agua no podía caer contra unas ventanas que dan a oriente.

—Lo que me habían dicho de vuestras virtudes no era suficiente –dijo el Abad–. Tenéis razón, no había agua, y ahora sé por qué. Las cosas sucedieron como vos decís. Comprended ahora mi angustia. Ya habría sido grave que uno de mis monjes se hubiera manchado con el abominable pecado del suicidio. Pero tengo razones para pensar que otro se ha manchado con un pecado no menos terrible. Y si sólo fuera eso...

—Ante todo, ¿por qué uno de los monjes? En la abadía hay muchas otras personas, mozos de cuadra, cabreros, servidores...

—Sí, la abadía es pequeña pero rica –admitió con cierto orgullo el Abad– . Ciento cincuenta servidores para sesenta monjes. Sin embargo, todo sucedió en el Edificio. Quizá ya sepáis que, si bien la planta baja alberga las cocinas y el refectorio, los dos pisos superiores están reservados al scriptorium y a la biblioteca. Después de la cena, el Edificio se cierra y una regla muy estricta prohíbe la entrada de toda persona –y en seguida, adivinando la pregunta de Guillermo, añadió, aunque, como podía advertirse, de mal grado–, incluidos los monjes, claro, pero...

—¿Pero?

—Pero descarto totalmente, sí, totalmente, que un servidor haya tenido el valor de penetrar allí durante la noche. –Por sus ojos pasó una especie de sonrisa desafiante, rápida como el relámpago o como una estrella fugaz–. Digamos que les daría miedo, porque, ya sabéis... a veces las órdenes que se imparten a los simples llevan el refuerzo de alguna amenaza, por ejemplo, el presagio de que algo terrible, y de origen sobrenatural, castigaría cualquier desobediencia. Un monje, en cambio...

—Comprendo.

—Además un monje podría tener otras razones para aventurarse en un sitio prohibido, quiero decir razones... ¿cómo diría?, razonables, si bien contrarias a la regla...

Guillermo advirtió la turbación del Abad, e hizo una pregunta con el propósito, quizá, de desviarse del tema, pero el efecto fue una turbación no menos intensa.

—Cuando hablasteis de un posible homicidio, dijisteis «y si sólo fuera eso». ¿En qué estabais pensando?

—¿Dije eso? Bueno, no se mata sin alguna razón, aunque ésta sea perversa. Me estremece pensar en la perversidad de las razones que pueden haber impulsado a un monje a matar a un compañero. Eso quería decir.

—¿Nada más?

—Nada más que pueda deciros.

—¿Queréis decir que no hay nada más que vos estéis autorizado a decirme?

—Por favor, fray Guillermo, hermano Guillermo –y el Abad recalcó tanto lo de fray como lo de hermano.

Guillermo se cubrió de rubor y comentó: — «serás sacerdote para siempre» (Salmo 110,4).

—Gracias –dijo el Abad.

¡Oh, Dios mío, qué misterio terrible rozaron entonces mis imprudentes superiores, movido uno por la angustia y el otro por la curiosidad! Porque, como novicio que se iniciaba en los misterios del santo sacerdocio de Dios, también yo, humilde muchacho, comprendí que el Abad sabía algo, pero que se trataba de un secreto de confesión. Alguien debía de haberle mencionado algún detalle pecaminoso que podía estar en relación con el trágico fin de Adelmo. Quizá por eso pedía a Guillermo que descubriera un secreto que por su parte ya creía conocer, pero que no podía comunicar a nadie, con la esperanza de que mi maestro esclareciese con las fuerzas del intelecto lo que él debía rodear de sombra movido por la sublime fuerza de la caridad.

—Bueno –dijo entonces Guillermo–, ¿podré hacer preguntas a los monjes?

—Podréis.

—¿Podré moverme libremente por la abadía?

—Os autorizo a hacerlo.

—¿Me encomendaréis «en presencia de los monjes» esta misión?

—Esta misma noche.

—Sin embargo, empezaré hoy, antes de que los monjes sepan que me habéis confiado esta investigación. Además, una de las razones de peso que yo tenía para venir aquí era el gran deseo de conocer vuestra biblioteca, famosa en todas las abadías de la cristiandad.

El Abad casi dio un respingo y su rostro se puso repentinamente tenso.

—He dicho que podréis moveros por toda la abadía. Aunque, sin duda, no por el último piso del Edificio, la biblioteca.

—¿Por qué?

—Debería habéroslo explicado antes. Creí que ya lo sabíais. Vos sabéis que nuestra biblioteca no es igual a las otras...

—Sé que posee más libros que cualquier otra biblioteca cristiana. Sé que, comparados con los vuestros, los armaria de Bobbio o de Pomposa, de Cluny o de Fleury parecen la habitación de un niño que estuviera iniciándose en el manejo del ábaco. Sé que los seis mil códices de los que se enorgullecía Novalesa hace más de cien años son pocos comparados con los vuestros, y que, quizá, muchos de ellos se encuentran ahora aquí. Sé que vuestra abadía es la única luz que la cristiandad puede oponer a las treinta y seis bibliotecas de Bagdad, a los diez mil códices del visir Ibn al-Alkami, y que el número de vuestras biblias iguala a los dos mil cuatrocientos coranes de que se enorgullece El Cairo, y que la realidad de vuestros armaria es una luminosa evidencia contra la arrogante leyenda de los infieles que hace años afirmaban (ellos, que tanta intimidad tienen con el príncipe de la mentira) que la biblioteca de Trípoli contenía seis millones de volúmenes y albergaba ochenta mil comentadores y doscientos escribientes.

—Así es, alabado sea el cielo.

—Sé que muchos de los monjes que aquí viven proceden de abadías situadas en diferentes partes del mundo. Unos vienen por poco tiempo, el que necesitan para copiar manuscritos que sólo se encuentran en vuestra biblioteca, y regresan a sus lugares de origen llevando consigo esas copias, no sin haberos traído a cambio algún otro manuscrito raro para que lo copiéis y lo añadáis a vuestro tesoro. Otros permanecen muchísimo tiempo, a veces hasta su muerte, porque sólo aquí pueden encontrar las obras capaces de iluminar sus estudios. Así pues, entre vosotros hay germanos, dacios, hispanos, franceses y griegos. Sé que, hace muchísimos años, el emperador Federico os pidió que le compilarais un libro sobre las profecías de Merlín, y que luego lo tradujerais al árabe, para regalárselo al sultán de Egipto. Sé, por último, que, en estos tiempos tristísimos, una abadía gloriosa como Murbach no tiene ni un solo escribiente, que en San Gall han quedado pocos monjes que sepan escribir, que ahora es en las ciudades donde surgen corporaciones y gremios formados por seglares que trabajan para las universidades, y que sólo vuestra abadía reaviva día a día, ¿qué digo?, enaltece sin cesar las glorias de vuestra orden....

— «Un monasterio sin libros es como una ciudad sin recursos, un castillo sin dotación, una cocina sin ajuar, una mesa sin alimentos, un jardín sin plantas, un prado sin flores, un árbol sin hojas». Y nuestra orden, que creció obedeciendo al doble mandato del trabajo y la oración, fue luz para todo el mundo conocido, reserva de saber, salvación de una antigua doctrina expuesta al riesgo de desaparecer en incendios, saqueos y terremotos, fragua de nuevos escritos y fomento de los antiguos... Oh, bien sabéis que vivimos tiempos muy oscuros, y vergüenza me da deciros que hace no muchos años el concilio de Vienne tuvo que recordar que todo monje está obligado a ordenarse... Cuántas de nuestras abadías, que hace doscientos años eran centros resplandecientes de grandeza y santidad, son ahora refugio de holgazanes. La orden aún es poderosa, pero hasta nuestros lugares sagrados llega el hedor de las ciudades, el pueblo de Dios se inclina ahora hacia el comercio y las guerras entre facciones, allá, en los grandes centros poblados, donde el espíritu de santidad no encuentra albergue, donde ya no sólo se habla (¿qué más podría exigirse de los legos?) sino también se escribe en lengua vulgar, ¡y ojalá ninguno de esos libros cruce jamás nuestra muralla, porque fatalmente se convierten en pábulo de la herejía! Por los pecados de los hombres, el mundo pende al borde del abismo, un abismo que invoca al abismo que ya se abre en su interior. Y mañana, como sostenía Honorio, los cuerpos de los hombres serán más pequeños que los nuestros, así como los nuestros ya son más pequeños que los de los antiguos.  

«El mundo envejece». Pues bien, si alguna misión ha confiado Dios a nuestra orden, es la de oponerse a esa carrera hacia el abismo, conservando, repitiendo y defendiendo el tesoro de sabiduría que nuestros padres nos han confiado. La divina providencia ha dispuesto que el gobierno universal, que al comienzo del mundo estaba en oriente, se desplace, a medida que el tiempo se aproxima, hacia occidente, para avisarnos de que se acerca el fin del mundo, porque el curso de los acontecimientos ya ha llegado al límite del universo. Pero hasta que no advenga definitivamente el milenio, hasta que no triunfe, si bien por poco tiempo, la bestia inmunda, el Anticristo, nuestro deber es custodiar el tesoro del mundo cristiano, y la palabra misma de Dios, tal como la comunicó a los profetas y a los apóstoles, tal como la repitieron los padres sin cambiar ni un solo verbo, tal como intentaron glosarla las escuelas, aunque en las propias escuelas anide hoy la serpiente del orgullo, de la envidia y de la estulticia. En este ocaso somos aún antorchas, luz que sobresale en el horizonte. Y, mientras esta muralla resista, seremos custodios de la Palabra divina.

—Así sea –dijo Guillermo con tono devoto–. Pero, ¿qué tiene que ver eso con la prohibición de visitar la biblioteca?

—Mirad, fray Guillermo –dijo el Abad–, para poder realizar la inmensa y santa obra que atesoran aquellos muros –y señaló hacia la mole del Edificio, que en parte se divisaba por la ventana de la celda, más alta incluso que la iglesia abacial– hombres devotos han trabajado durante siglos, observando unas reglas de hierro. La biblioteca se construyó según un plano que ha permanecido oculto durante siglos, y que ninguno de los monjes está llamado a conocer. Sólo posee ese secreto el bibliotecario, que lo ha recibido del bibliotecario anterior, y que, a su vez, lo transmitirá a su ayudante, con suficiente antelación como para que la muerte no lo sorprenda y la comunidad no se vea privada de ese saber. Y los labios de ambos están sellados por el juramento de no divulgarlo. Sólo el bibliotecario, además de saber, está autorizado a moverse por el laberinto de los libros, sólo él sabe dónde encontrarlos y dónde guardarlos, sólo él es responsable de su conservación. Los otros monjes trabajan en el scriptorium y pueden conocer la lista de los volúmenes que contiene la biblioteca. Pero una lista de títulos no suele decir demasiado: sólo el bibliotecario sabe, por la colocación del volumen, por su grado de inaccesibilidad, qué tipo de secretos, de verdades o de mentiras encierra cada libro. Sólo él decide cómo, cuándo, y si conviene, suministrarlo al monje que lo solicita, a veces no sin antes haber consultado conmigo. Porque no todas las verdades son para todos los oídos, ni todas las mentiras pueden ser reconocidas como tales por cualquier alma piadosa, y, por último, los monjes están en el scriptorium para realizar una tarea determinada, que requiere la lectura de ciertos libros y no de otros, y no para satisfacer la necia curiosidad que puedan sentir, ya sea por flaqueza de sus mentes, por soberbia o por sugestión diabólica.

—De modo que en la biblioteca también hay libros que contienen mentiras...

—Los monstruos existen porque forman parte del plan divino, y hasta en las horribles facciones de los monstruos se revela el poder del Creador. Del mismo modo, el plan divino contempla la existencia de los libros de los magos, las cábalas de los judíos, las fábulas de los poetas paganos y las mentiras de los infieles. Quienes, durante siglos, han querido y sostenido esta abadía estaban firme y santamente persuadidos de que incluso en los libros que contienen mentiras el lector sagaz puede percibir un pálido resplandor de la sabiduría divina. Por eso, también hay esa clase de obras en la biblioteca. Pero, como comprenderéis, precisamente por eso cualquiera no puede penetrar en ella. Además –añadió el Abad casi excusándose por la debilidad de este último argumento–, el libro es una criatura frágil, se desgasta con el tiempo, teme a los roedores, resiste mal la intemperie y sufre cuando cae en manos inexpertas. Si a lo largo de los siglos cualquiera hubiese podido tocar libremente nuestros códices, la mayoría de éstos ya no existirían. Por tanto, el bibliotecario los defiende no sólo de los hombres sino también de la naturaleza, y consagra su vida a esa guerra contra las fuerzas del olvido, que es enemigo de la verdad.

—De modo que, salvo dos personas, nadie entra en el último piso del 

Edificio...

El Abad sonrió:

—Nadie debe hacerlo. Nadie puede hacerlo. Y, aunque alguien quisiera hacerlo, no lo conseguiría. La biblioteca se defiende sola, insondable como la verdad que en ella habita, engañosa como la mentira que custodia. Laberinto espiritual, y también laberinto terrenal. Si lograseis entrar, podríais no hallar la salida. Aclarado esto, desearía que respetaseis las reglas de la abadía. 

—Sin embargo, no habéis excluido la posibilidad de que Adelmo se haya precipitado desde una de las ventanas de la biblioteca. ¿Cómo puedo razonar sobre su muerte sin ver el lugar en que pudo haber empezado la historia de su muerte?

—Fray Guillermo –dijo el Abad con tono conciliador–, un hombre que ha descrito a mi caballo Brunello sin verlo, y la muerte de Adelmo sin saber casi nada, no tendrá dificultades en razonar sobre lugares a los que no tiene acceso.

Guillermo hizo una reverencia:

—Sois sabio, aunque os mostréis severo. Se hará como queráis.

—Si fuera sabio, sería porque sé mostrarme severo –respondió el Abad.

—Una última cosa –preguntó Guillermo–. ¿Ubertino?

—Está aquí. Os espera. Lo encontraréis en la iglesia.

—¿Cuándo?

—Siempre –sonrió el Abad–. Sabed que, aunque sea muy docto, no siente gran aprecio por la biblioteca. Considera que es una tentación del siglo... Pasa la mayoría de su tiempo rezando y meditando en la iglesia.

—¿Está muy viejo? –preguntó Guillermo vacilando.

—¿Cuánto hace que no lo veis?

—Hace muchos años.

—Está cansado. Se interesa muy poco por las cosas de este mundo. Tiene sesenta y ocho años. Pero creo que aún conserva el entusiasmo de su juventud. —Iré a verlo en seguida. Gracias.

El Abad le preguntó si no quería unirse a la comunidad para la comida, después de sexta. Guillermo dijo que acababa de comer, y muy a su gusto, y que prefería ver enseguida a Ubertino. El Abad se despidió.

Estaba saliendo de la celda cuando, desde el patio, se elevó un grito desgarrador, como de una persona herida de muerte, al que siguieron otros lamentos no menos atroces.

—¿Qué pasa? –preguntó Guillermo sobresaltado.

—Nada –respondió sonriendo el Abad–. Es época de matanza. Trabajo para los porquerizos. No es éste el tipo de sangre que debe preocuparos.

Salió, y no hizo honor a su fama de persona sagaz. Porque a la mañana siguiente... Pero, refrena tu impaciencia, insolente lengua mía. Porque el día del que estoy hablando, y antes de que fuera de noche, sucedieron aún muchas cosas que convendrá mencionar.

 

 Primer día

SEXTA

 Donde Adso admira la portada de la iglesia y Guillermo reencuentra a Ubertino da Casale.

 

La iglesia no era majestuosa como otras que vi después en Estrasburgo, Chartres, Bamberg y París. Se parecía más bien a las que ya había visto en Italia, poco propensas a elevarse vertiginosamente hacia el cielo, sólidas y bien plantadas en la tierra, a menudo más anchas que altas, con la diferencia, en este caso, de que, como una fortaleza, la iglesia presentaba un primer piso de almenas cuadradas, por encima del cual se erguía una segunda construcción, que más que una torre era una segunda iglesia, igualmente sólida, calada por una serie de ventanas de línea severa, y cuyo techo terminaba en punta. Robusta iglesia abacial, como las que construían nuestros antiguos en Provenza y Languedoc, ajena a las audacias y al exceso de filigranas del estilo moderno, y a la que sólo en tiempos más recientes, creo, habían enriquecido, por encima del coro, con una aguja, audazmente dirigida hacia la cúpula celeste.

Ante la entrada, que, a primera vista, parecía un solo gran arco, destacaban dos columnas rectas y pulidas de las que nacían dos alféizares, por encima de los cuales, a través de una multitud de arcos, la mirada penetraba, como en el corazón de un abismo, en la portada propiamente dicha, que se vislumbraba entre la sombra, dominada por un gran tímpano, flanqueado, a su vez, por dos pies rectos, y, en el centro, una pilastra esculpida que dividía la entrada en dos aberturas, defendidas por puertas de roble con refuerzos metálicos. En aquel momento del día el sol caía casi a pico sobre el techo, y la luz daba de sesgo en la fachada, sin iluminar el tímpano. De modo que, después de pasar entre las dos columnas, nos encontramos de golpe bajo la cúpula casi selvática de los arcos que nacían de la secuencia de columnas menores que reforzaban en forma escalonada los alféizares. Cuando por fin los ojos se habituaron a la penumbra, el mudo discurso de la piedra historiada, accesible, como tal, de forma inmediata a la vista y a la fantasía de cualquiera (porque pictura est laicorum literatura[1]), me deslumbró de golpe sumergiéndome en una visión que aún hoy mi lengua apenas logra expresar.

Vi un trono colocado en medio del cielo, y sobre el trono uno sentado. El rostro del Sentado era severo e impasible, los ojos, muy abiertos, lanzaban rayos sobre una humanidad cuya vida terrenal ya había concluido, el cabello y la barba caían majestuosos sobre el rostro y el pecho, como las aguas de un río, formando regueros todos del mismo caudal y divididos en dos partes simétricas. En la cabeza llevaba una corona cubierta de esmaltes y piedras preciosas, la túnica imperial, de color púrpura y ornada con encajes y bordados que formaban una rica filigrana de oro y plata, descendía en amplias volutas hasta las rodillas. Allí se apoyaba la mano izquierda, que sostenía un libro sellado, mientras que la derecha se elevaba en ademán no sé si de bendición o de amenaza. Iluminaba el rostro la tremenda belleza de un nimbo cruciforme y florido, y alrededor del trono y sobre la cabeza del Sentado vi brillar un arco iris de esmeralda. Delante del trono, a los pies del Sentado, fluía un mar de cristal, y alrededor del Sentado, en torno al trono y por encima del trono vi cuatro animales terribles... terribles para mí que los miraba en éxtasis, pero dóciles y agradables para el Sentado, cuya alabanza cantaban sin descanso.

En realidad, no digo que todos fueran terribles, porque el hombre que a mi izquierda (a la derecha del Sentado) sostenía un libro me pareció lleno de gracia y belleza. En cambio, me pareció horrenda el águila que, por el lado opuesto, abría su pico, plumas erizadas dispuestas en forma de loriga,[2] garras poderosas y grandes alas desplegadas. Y a los pies del Sentado, debajo de aquellas figuras, otras dos, un toro y un león, aferrando entre sus cascos y zarpas sendos libros, los cuerpos vueltos hacia afuera y las cabezas hacia el trono, lomos y cuellos retorcidos en una especie de ímpetu feroz, flancos palpitantes, tiesas las patas como de bestia que agoniza, fauces muy abiertas, colas enroscadas, retorcidas como sierpes, que terminaban en lenguas de fuego. Los dos alados, los dos coronados con nimbos, a pesar de su apariencia espantosa no eran criaturas del infierno, sino del cielo, y si parecían tremendos era porque rugían en adoración del Venidero que juzgaría a muertos y vivos.

En torno al trono, a ambos lados de los cuatro animales y a los pies del Sentado, como vistos en transparencia bajo las aguas del mar de cristal, llenando casi todo el espacio visible, dispuestos según la estructura triangular del tímpano, primero siete más siete, después tres más tres y luego dos más dos, había veinticuatro ancianos junto al trono, sentados en veinticuatro tronos menores, vestidos con blancas túnicas y coronados de oro. Unos sostenían laúdes; otros, copas con perfumes; pero sólo uno tocaba, mientras los demás, en éxtasis, dirigían los rostros hacia el Sentado, cuya alabanza cantaban, los brazos y el torso vueltos también como en los animales, para poder ver todos al Sentado, aunque no en actitud animalesca, sino detenidos en movimientos de danza extática –como la que debió de bailar David alrededor del arca–, de forma que, fuese cual fuese su posición, las pupilas, sin respetar la ley que imponía la postura de los cuerpos, convergiesen en el mismo punto de esplendente fulgor. ¡Oh, qué armonía de entrega y de ímpetu, de posiciones forzadas y sin embargo llenas de gracia, en ese místico lenguaje de miembros milagrosamente liberados del peso de la materia corpórea, signada cantidad infundida de nueva forma sustancial, como si la santa muchedumbre se estremeciese arrastrada por un viento vigoroso, soplo de vida, frenesí de gozo, jubiloso aleluya prodigiosamente enmudecido para transformarse en imagen!

Cuerpos y brazos habitados por el Espíritu, iluminados por la revelación, sobrecogidos y cogidos por el estupor, miradas exaltadas por el entusiasmo, mejillas encendidas por el amor, pupilas dilatadas por la beatitud, uno fulminado por el asombro hecho goce y otro traspasado por el goce hecho asombro, transfigurado uno por la admiración y rejuvenecido otro por el deleite, y todos entonando, con la expresión de los rostros, con los pliegues de las túnicas, con el ademán y la tensión de los brazos, un cántico desconocido, entreabiertos los labios en una sonrisa de alabanza imperecedera. Y a los pies de los ancianos, curvados por encima de ellos, del trono y del grupo tetramorfo, dispuestos en bandas simétricas, apenas distinguibles entre sí, porque con tal sabiduría el arte los había combinado en armónica conjunción, iguales en la variedad y variados en la unidad, únicos en la diversidad y diversos en su perfecto ensamblaje, ajustadas sus partes con prodigiosa precisión y coloreadas con tonos delicados y agradables, milagro de concordia y consonancia de voces distintas entre sí, trama equilibrada que evocaba la disposición de las cuerdas en la cítara, continuo parentesco y confabulación de formas que, por su profunda fuerza interior, permitían expresar siempre lo mismo a través, precisamente, del juego alternante de las diferencias, ornamento, reiteración y cotejo de criaturas irreductibles entre sí y sin cesar reducidas unas a otras, amorosa composición, efecto de una ley celeste y mundana al mismo tiempo (vínculo y nexo constante de paz, amor, virtud, gobierno, poder, orden, origen, vida, luz, esplendor, figura y manifestación), identidad que en lo múltiple brillaba con la luminosa presencia de la forma por encima de la materia, convocada por el armonioso conjunto de sus partes... Allí, de este modo, se entrelazaban todas las flores, hojas, macollas, zarcillos y corimbos de todas las hierbas que adornan los jardines de la tierra y del cielo, viola, cítiso, serpol, lirio, alheña, narciso, colocasia, acanto, malobatro, mirra y opobálsamos.

Pero cuando ya mi alma, arrobada por aquel concierto de bellezas terrestres y de majestuosos signos de lo sobrenatural, estaba por estallar en un cántico de júbilo, el ojo, siguiendo el ritmo armonioso de los floridos rosetones situados a los pies de los ancianos, reparó en las figuras que, entrelazadas, formaban una unidad con la pilastra central donde se apoyaba el tímpano. ¿Qué representaban y qué mensaje simbólico comunicaban aquellas tres parejas de leones entrelazados en forma de cruz dispuesta transversalmente, rampantes y arqueados, las zarpas posteriores afirmadas en el suelo y las anteriores apoyadas en el lomo del compañero, las melenas enmarañadas, los mechones que se retorcían como sierpes, las bocas abiertas, amenazadoras, rugientes, unidos al cuerpo mismo de la pilastra por una masa, o entrelazamiento denso, de zarcillos? Para calmar mi ánimo, como, quizá también, para domesticar la naturaleza diabólica de aquellos leones y para transformarla en simbólica alusión a las cosas superiores, había, en los lados de la pilastra, dos figuras humanas, de una altura antinatural, correspondiente a la de la columna, que formaban pareja con otras dos, situadas simétricamente frente a cada una de ellas, en los pies rectos historiados por sus caras externas, donde estaban las jambas de las dos puertas de roble: cuatro figuras, por tanto, de ancianos venerables, cuya parafernalia me permitió reconocer que se trataba de Pedro y Pablo, de Jeremías e Isaías, también ellos vueltos como en un paso de danza, alzadas las largas manos huesudas con los dedos desplegados como alas, y como alas las barbas y cabelleras arrastradas por un viento profético, agitados los pliegues de sus larguísimas túnicas por unas piernas larguísimas que infundían vida a ondas y volutas, opuestos a los leones pero de la misma pétrea materia. Y al retirar la vista, fascinada por aquella enigmática polifonía de miembros sagrados y abortos infernales, percibí, en los lados de la portada, y bajo los arcos que se escalonaban en profundidad, historiadas a veces sobre los contrafuertes, en el espacio situado entre las delgadas columnas que los sostenían y adornaban, y también sobre la densa vegetación de los capiteles de cada columna, ramificándose desde allí hacia la cúpula selvática de innumerables arcos, otras visiones horribles de contemplar, y sólo justificadas en aquel sitio por su fuerza parabólica y alegórica, o por la enseñanza moral que contenían: vi una hembra lujuriosa, desnuda y descarnada, roída por sapos inmundos, chupada por serpientes, que copulaba con un sátiro de vientre hinchado y piernas de grifo cubiertas de pelos erizados y una garganta obscena que vociferaba su propia condenación, y vi un avaro, rígido con la rigidez de la muerte, tendido en un lecho suntuosamente ornado de columnas, ya presa impotente de una cohorte de demonios, uno de los cuales le arrancaba de la boca agonizante el alma en forma de niñito (que, ¡ay!, ya nunca nacería a la vida eterna), y vi a un orgulloso con un demonio trepado sobre sus hombros y hundiéndole las garras en los ojos, mientras dos golosos se desgarraban mutuamente en un repugnante cuerpo a cuerpo, y vi también otras criaturas, con cabeza de macho cabrío, melenas de león, fauces de pantera, presas en una selva de llamas cuyo ardiente soplo casi me quemaba. Y alrededor de esas figuras, mezclados con ellas, por encima de ellas y a sus pies, otros rostros y otros miembros, un hombre y una mujer que se cogían de los cabellos, dos serpientes que chupaban los ojos de un condenado, un hombre que sonreía con malignidad mientras sus manos arqueadas mantenían abiertas las fauces de una hidra, y todos los animales del bestiario de Satanás, reunidos en consistorio[3] y rodeando, guardando, coronando el trono que se alzaba ante ellos, glorificándolo con su derrota: faunos, seres de doble sexo, animales con manos de seis dedos, sirenas, hipocentauros, gorgonas, arpías, íncubos, dracontópodos, minotauros, linces, leopardos, quimeras, cinóperos con morro de perro, que arrojaban llamas por la nariz, dentotiranos, policaudados, serpientes peludas, salamandras, cerastas, quelonios, culebras, bicéfalos con el lomo dentado, hienas, nutrias, cornejas, cocodrilos, hidropos con los cuernos recortados como sierras, ranas, grifos, monos, cinocéfalos, leucrocotas, mantícoras, buitres, parandrios, comadrejas, dragones, upupas, lechuzas, basiliscos, hipnales, présteros, espectáficos, escorpiones, saurios, cetáceos, esquítalas, anfisbenas, jáculos, dípsados, lagartos, rémoras, pólipos, morenas y tortugas. Portal, selva oscura, páramo de la exclusión sin esperanzas, donde todos los habitantes del infierno parecían haberse dado cita para anunciar la aparición, en medio del tímpano, del Sentado, cuyo rostro expresaba al mismo tiempo promesa y amenaza, ellos, los derrotados del Harmagedón, frente al que vendrá a separar para siempre a los vivos de los muertos. Desfalleciendo (casi) por aquella visión, sin saber ya si me hallaba en un sitio tranquilo o en el valle del juicio final, fui presa del terror y apenas pude contener el llanto, y creí oír (¿o acaso oí?) la voz, y vi las visiones que habían acompañado mi niñez de novicio, mis primeras lecturas de los libros sagrados y las noches de meditación en el coro de Melk, y en el delirio de mis sentidos debilísimos y debilitados oí una voz poderosa como de trompeta que decía «lo que vieres, escríbelo en un libro» (y es lo que ahora estoy haciendo), y vi siete lámparas de oro, y en medio de las lámparas Uno semejante a hijo de hombre, con el pecho ceñido por una faja de oro, cándida la cabeza y la cabellera como de cándida lana, los ojos como llamas ardientes, los pies como bronce fundido en la fragua, la voz como estruendo de aguas tumultuosas, y con siete estrellas en la mano derecha y una espada de doble filo que le salía de la boca. Y vi una puerta abierta en el cielo y El que en ella estaba sentado me pareció como de jaspe y sardónica, y un arco iris rodeaba el trono y del trono surgían relámpagos y truenos. Y el Sentado cogió una hoz afilada y gritó: «Arroja la hoz y siega, ha llegado la hora de la siega, porque está seca la mies de la tierra.» Y El que estaba sentado arrojó su hoz sobre la tierra y la tierra quedó segada. 

Entonces comprendí que la visión hablaba precisamente de lo que estaba sucediendo en la abadía y de lo que nos habíamos enterado por las palabras reticentes del Abad... Y cuántas veces en los días que siguieron volví a contemplar la portada, seguro de estar viviendo los hechos que allí precisamente se narraban. Y comprendí que habíamos subido hasta allí para ser testigos de una inmensa y celestial carnicería.

Temblé, como bañado por la gélida lluvia invernal. Y oí otra voz, pero en esta ocasión procedía de un punto a mis espaldas y no era como la otra voz, porque no partía del centro deslumbrante de mi visión, sino de la tierra, e, incluso, rompía la visión, porque también Guillermo (entonces volví a advertir su presencia), hasta ese momento perdido también él en la contemplación, se volvió como yo.

El ser situado a nuestras espaldas parecía un monje, aunque la túnica sucia y desgarrada le daba más bien el aspecto de un vagabundo, y su rostro no se distinguía de los que acababa de ver en los capiteles. A diferencia de muchos de mis hermanos, nunca he recibido la visita del diablo, pero creo que si alguna vez éste se me apareciese, incapaz por decreto divino de ocultar completamente su naturaleza, aunque quisiera presentarse con rasgos humanos, no me mostraría otras facciones que las que vi aquella vez en nuestro interlocutor. La cabeza rapada, pero no por penitencia sino por efecto remoto de algún eczema viscoso, la frente tan exigua que, de haber tenido algún cabello en la cabeza, éste no se hubiese distinguido del pelo de las cejas (densas y enmarañadas), los ojos redondos, de pupilas pequeñas y muy inquietas, y la mirada no sé si inocente o maligna, o quizá alternando por momentos entre inocencia y malignidad. La nariz sólo podía calificarse de tal porque entre los ojos sobresalía un hueso, que tan pronto emergía del rostro como volvía a hundirse en él, transformándose en dos únicas cavernas oscuras, enormes ventanas llenas de pelos. La boca unida a aquellas aberturas por una cicatriz, era grande y grosera, más ancha por la derecha que por la izquierda, y, entre el labio superior, inexistente, y el inferior, prominente y carnoso, emergían, con ritmo irregular, unos dientes negros y aguzados, como de perro.

El hombre sonrió (o al menos eso creí) y, levantando el dedo como en una admonición, dijo:

—Penitenciágite! ¡Vide cuando draco venturus est a rodegarla el alma tuya! ¡La mortz est super nos! ¡Ruega que vinga lo papa santo a liberar nos a malo de tutte las peccata! ¡Ah, ah, vos pladse ista nigromancia de Domini Nostri Iesu Christi! Et mesmo jois m’es dols y placer m’es dolors... ¡Cave il diablo! Semper m’aguaita en algún canto para adentarme las tobillas. ¡Pero Salvatore non est insipiens! Bonum monasterium, et qui si magna et si ruega dominum nostum. Et il resto valet un figo secco. Et amen. ¿No?

En el curso de mi narración tendré que referirme, y mucho, a esta criatura, y transcribir sus palabras. Confieso la gran dificultad que encuentro para hacerlo, porque ni puedo explicar ahora ni fui capaz de comprender entonces el tipo de lengua que utilizaba. No era latín, lengua que empleaban para comunicarse los hombres cultos de la abadía, pero tampoco era la lengua vulgar de aquellas tierras, ni ninguna otra que jamás escucharan mis oídos. El fragmento anterior, donde recojo (tal como las recuerdo) las primeras palabras que le oí decir, dan, creo, una pálida idea de su modo de hablar. Cuando más tarde me enteré de su azarosa vida y de los diferentes sitios en que había vivido, sin echar raíces en ninguno, comprendí que Salvatore hablaba todas las lenguas, y ninguna. O sea que se había inventado una lengua propia utilizando jirones de las lenguas con las que había estado en contacto... Y en cierta ocasión pensé que la suya no era la lengua adámica que había hablado la humanidad feliz, unida por una sola lengua, desde los orígenes del mundo hasta la Torre de Babel, ni tampoco la lengua babélica del primer día, cuando acababa de producirse la funesta división, sino precisamente la lengua de la confusión primitiva. Por lo demás, tampoco puedo decir que el habla de Salvatore fuese una lengua, porque toda lengua humana tiene reglas y cada término significa ad placitum una cosa, según una ley que no varía, porque el hombre no puede llamar al perro una vez perro y otra gato, ni pronunciar sonidos a los que el acuerdo de las gentes no haya atribuido un sentido definido, como sucedería si alguien pronunciase la palabra «blitiri». Sin embargo, bien que mal, tanto yo como los otros comprendíamos lo que Salvatore quería decir. Signo de que no hablaba una lengua sino todas, y ninguna correctamente, escogiendo las palabras unas veces aquí y otras allí.

Advertí también, después, que podía nombrar una cosa a veces en latín y a veces en provenzal, y comprendí que no inventaba sus oraciones sino que utilizaba los disiecta membra[4] de otras oraciones que algún día había oído, según las situaciones y las cosas que quería expresar, como si sólo pudiese hablar de determinada comida valiéndose de las palabras que habían usado las personas con las que había comido eso, o expresar su alegría sólo con frases que había escuchado decir a personas alegres, estando él mismo en un momento de alegría. Era como si su habla correspondiese a su cara, compuesta con fragmentos de caras ajenas, o ciertos relicarios muy preciosos que observé en algunos sitios (si licet magnis componere parva,[5] o las cosas diabólicas con las divinas), fabricados con los restos de otros objetos sagrados. Cuando lo vi por vez primera, Salvatore no me pareció diferente, tanto por su rostro como por su modo de hablar, de los seres mestizos, llenos de pelos y uñas, que acababa de contemplar en la portada. Más tarde comprendí que el hombre no carecía quizá de buen corazón ni de ingenio. Y más tarde aun... Pero, vayamos por orden. Entre otras cosas, porque, cuando terminó de hablar, mi maestro se apresuró a interrogarlo con gran curiosidad.

—¿Por qué has dicho penitenciágite? –preguntó.

—Oh hermano más magnífico - la respuesta del Salvador a este único ejemplo de reverencia. Jesús viene y los hombres deben hacer penitencia. ¿No?

Guillermo lo miró fijamente:

—¿Antes de venir aquí estabas en un convento de frailes menores?

—No entiendo.

—Te pregunto si has vivido entre los frailes de San Francisco, te pregunto si has conocido a los llamados apóstoles. 

Salvatore se puso pálido, o, más bien, su rostro bronceado y animalesco se volvió gris. Hizo una profunda reverencia, pronunció un casi inaudible vade retro, se persignó devotamente y huyó mirando hacia atrás de cuando en cuando.

—¿Qué le habéis preguntado? –inquirí.

Guillermo permaneció pensativo un momento.

—No importa, después te lo diré. Ahora entremos. Quiero ver a Ubertino.

Era poco después de la hora sexta. El sol, pálido, penetraba desde occidente, o sea por unas pocas, y estrechas, ventanas. Un delgado haz de luz tocaba aún el altar mayor cuyo frontal parecía emitir un dorado resplandor. Las entradas laterales estaban sumergidas en la penumbra.

Junto a la última capilla, antes del altar, en la nave de la izquierda, se alzaba una grácil columna sobre la cual había una virgen de piedra, esculpida en el estilo de los modernos, la sonrisa inefable, el vientre prominente, el niño en brazos, graciosamente ataviada, el pecho ceñido por un fino corpiño. Al pie de la Virgen, orando, postrado casi, había un hombre que vestía los hábitos de la orden cluniacense.[6]

Nos acercamos. Al oír el ruido de nuestros pasos, el hombre alzó su rostro. Era un anciano venerable, de rostro lampiño, casi calvo, con grandes ojos celestes, labios finos y rojos, piel nívea, cráneo huesudo con la piel adherida como si fuese una momia conservada en leche. Las manos eran blancas, de dedos largos y finos. Parecía una muchacha marchitada por una muerte precoz. Posó sobre nosotros una mirada primero perdida, como si lo hubiésemos interrumpido en una visión extática, y luego el rostro se le iluminó de alegría.

—¡Guillermo! –exclamó–. ¡Queridísimo hermano! –Se incorporó con dificultad y fue al encuentro de mi maestro, lo abrazó y lo besó en la boca–. ¡Guillermo! –repitió, y las lágrimas humedecieron sus ojos–. ¡Cuánto tiempo! ¡Pero todavía te reconozco! ¡Cuánto tiempo, cuántas cosas han sucedido! ¡Cuántas pruebas nos ha impuesto el Señor!

Lloró. Guillermo le devolvió el abrazo, visiblemente conmovido. El hombre que teníamos delante era Ubertino da Casale.

Había oído hablar yo de él, y mucho, antes incluso de ir a Italia, y todavía más cuando frecuenté a los franciscanos de la corte imperial. Alguien me había dicho, además, que el mayor poeta de la época, Dante Alighieri, de Florencia, muerto hacía pocos años, había compuesto un poema (que yo no pude leer porque estaba escrito en la lengua vulgar de Toscana) con elementos tomados del cielo y de la tierra, y que muchos de sus versos no eran más que paráfrasis de ciertos fragmentos del Arbor vitae crucifixae de Ubertino. Y no era ése el único mérito que ostentaba aquel hombre famoso. Pero quizá el lector pueda apreciar mejor la importancia de aquel encuentro si intento recapitular lo que había sucedido en esos años, basándome en los recuerdos de mi breve estancia en Italia central, en lo que había comentado entonces ocasionalmente mi maestro, y en lo que le escuché decir durante las muchas conversaciones que mantuvo con los abades y los monjes a lo largo de nuestro viaje.

Intentaré exponer lo que entendí, aunque dudo de mi capacidad para hablar de esas cosas. Mis maestros de Melk me habían dicho a menudo que es muy difícil para un nórdico comprender con claridad los acontecimientos religiosos y políticos de Italia.

En la península, donde el poder del clero era más evidente que en cualquier otro lugar, y donde el clero ostentaba más poder y más riqueza que en cualquier otro país, habían surgido, durante no menos de dos siglos, movimientos de hombres que abogaban por una vida más pobre, polemizando con los curas corruptos, de quienes se negaban incluso a aceptar los sacramentos, y formando comunidades autónomas, mal vistas tanto por los señores, como por el imperio y por los magistrados de las ciudades.

Por último, había llegado San Francisco, y había predicado un amor a la pobreza que no contradecía los preceptos de la iglesia; por obra suya la iglesia había aceptado la exigencia de mayor severidad en las costumbres propugnada por anteriores movimientos, y los había purificado de los elementos de discordia que contenían. Debería haberse iniciado, pues, una época de sosiego y santidad, pero, como la orden franciscana crecía e iba atrayendo a los mejores hombres, se tornó demasiado poderosa y ligada a los asuntos terrenales, de modo que muchos franciscanos se plantearon la necesidad de volver a la pureza original. Cosa bastante difícil de conseguir, si se piensa que hacia la época en que me encontraba yo en la abadía la orden tenía más de treinta mil miembros, repartidos por todo el mundo. Pero así estaban las cosas, y muchos de esos frailes de San Francisco impugnaban la regla que había adoptado la orden, pues sostenían que esta última se conducía ya como las instituciones eclesiásticas que al principio se había propuesto reformar. Y sostenían que ya en vida de Francisco se había producido esa desviación, y que sus palabras y sus intenciones habían sido traicionadas. Fue entonces cuando muchos de ellos redescubrieron el libro de un monje cisterciense que había escrito a comienzos del siglo XII de nuestra era, llamado Joaquín, y a quien se atribuía espíritu de profecía. En efecto, aquel monje había previsto el advenimiento de una nueva era en la que el espíritu de Cristo, corrupto desde hacía mucho tiempo por la obra de los falsos apóstoles, volvería a realizarse en la tierra. Y los plazos que había anunciado parecían demostrar claramente que se estaba refiriendo, sin conocerla, a la orden franciscana. Y esto había alegrado mucho a no pocos franciscanos, incluso quizá demasiado, ya que a mediados del siglo, en París, los doctores de la Sorbona condenaron las proposiciones de aquel abad Joaquín, aunque parece que lo hicieron porque los franciscanos (y los dominicos) se estaban volviendo demasiado poderosos, y demasiado sabios, dentro de la universidad de Francia, y pretendían eliminarlos acusándolos de herejes. 

Pero no lo consiguieron, con gran bien para la iglesia, puesto que así pudieron divulgarse las obras de Tomás de Aquino y de Buenaventura de Bagnoregio, que nada tenían de herejes. Por lo que se ve que también en París las ideas estaban confundidas, o que alguien trataba de confundirlas en beneficio propio. Y éste es el daño que hace la herejía al pueblo cristiano: enturbiar las ideas e impulsar a todos a convertirse en inquisidores para beneficio de sí mismos. Porque lo que vi más tarde en la abadía (como diré en su momento) me ha llevado a pensar que a menudo son los propios inquisidores los que crean a los herejes. Y no sólo en el sentido de que los imaginan donde no existen, sino también porque reprimen con tal vehemencia la corrupción herética que al hacerlo impulsan a muchos a mezclarse en ella, por odio hacia quienes la fustigan. En verdad, un círculo imaginado por el demonio, ¡que Dios nos proteja!

Pero estaba hablando de la herejía (si acaso la hubo) joaquinista. Y hubo en la Toscana un franciscano, Gerardo da Borgo San Donnino, que fue repitiendo las predicciones de Joaquín, causando gran impresión entre los frailes menores. Así surgió entre estos últimos un grupo que apoyaba la regla antigua contra la reorganización intentada por el gran Buenaventura, que más tarde llegó a ser general de la orden. Cuando, en el último tercio del siglo pasado, el concilio de Lyon, salvando a la orden franciscana de los ataques de quienes querían disolverla, le concedió la propiedad de todos los bienes que tenía en uso, derecho que ya detentaban las órdenes más antiguas, sucedió que algunos frailes de las Marcas se rebelaron; porque consideraban que así se traicionaba definitivamente el espíritu de la regla, pues un franciscano no debe poseer nada, ni como persona ni como convento ni como orden. Aquellos rebeldes fueron encarcelados de por vida. A mí no me parece que predicaran nada contrario al evangelio, pero cuando entra en juego la posesión de los bienes terrenales es difícil que los hombres razonen con justicia. Según me han dicho, años después, el nuevo general de la orden, Raimondo Gaufredi, encontró a estos presos en Ancona, los puso en libertad y dijo: «Quisiera Dios que todos nosotros y toda la orden nos hubiéramos manchado con esta culpa». Signo de que no es cierto lo que dicen los herejes, y de que aún quedan en la iglesia hombres de gran virtud.

Entre esos presos liberados se encontraba Angelo Clareno, que luego se reunió con un fraile de la Provenza llamado Pietro di Giovanni Olivi que predicaba las profecías de Joaquín, y más tarde con Ubertino da Casale, y de ahí surgió el movimiento de los espirituales. Por aquellos años ascendió al solio pontificio un eremita santísimo, Pietro da Morrone, que reinó con el nombre de Celestino V, y los espirituales lo recibieron con gran alivio: «Aparecerá un santón, se había dicho, que observará las enseñanzas de Cristo; su vida será angélica, temblad, prelados corruptos.» Quizá la vida de Celestino fuese demasiado angélica o demasiado corruptos los prelados que lo rodeaban o demasiado larga para la guerra con el emperador y los otros reyes de Europa. El hecho es que Celestino renunció a su dignidad papal y se retiró para vivir como ermitaño. Sin embargo, durante su breve reinado, que no llegó al año, todas las esperanzas de los espirituales fueron satisfechas: a él acudieron y con ellos fundó la comunidad llamada de los fratres et pauperes heremitae domini Celestini.[7] Por otra parte, mientras el papa debía mediar entre los más poderosos cardenales de Roma, se dio el caso de que algunos de ellos, como un Colonna o un Orsini, apoyaran en secreto las nuevas tendencias favorables a la pobreza –actitud bastante sorprendente en hombres poderosísimos que vivían rodeados de comodidades y riquezas desmedidas–, y nunca he podido saber si se limitaban a utilizar a los espirituales para lograr sus propios fines políticos, o si consideraban que el apoyo a las tendencias espirituales justificaba de alguna manera los excesos de su vida carnal... Y tal vez hubiera un poco de cada cosa, hasta donde me es dado entender los asuntos italianos. Precisamente, Ubertino es un buen ejemplo: cuando, por haberse convertido en la figura más destacada entre los espirituales, se expuso a ser acusado de herejía, el cardenal Orsini lo nombró limosnero de su palacio. Y el mismo cardenal ya lo había protegido en Aviñón.

Sin embargo, como sucede en esos casos, por un lado Angelo y Ubertino predicaban con arreglo a la doctrina, y por el otro grandes masas de simples recibían esa predicación y la difundían por el país, al margen de todo control. Así Italia se vio invadida por los que llamaban fraticelli o frailes de la vida pobre, que muchos consideraron peligrosos. Era difícil distinguir entre los maestros espirituales, que mantenían relaciones con las autoridades eclesiásticas, y sus seguidores más simples, que simplemente vivían ya fuera de la orden, pidiendo limosna y viviendo de lo que cada día obtenían con el trabajo de sus manos, sin detentar propiedad alguna. Y a éstos la gente los llamaba fraticelli y eran como los begardos franceses, que se inspiraban en Pietro di Giovanni Olivi.

Celestino V fue sustituido por Bonifacio VIII, y este papa dio muy pronto muestras de extrema severidad con los espirituales y los fraticelli en general: precisamente cuando el siglo ya fenecía, firmó una bula, Firma cautela, por la que condenaba de un solo golpe a los terciarios y vagabundos pordioseros que se movían en la periferia de la orden franciscana, y a los propios espirituales, incluyendo a los que se apartaban de la vida en la orden para retirarse a vivir como ermitaños.

Más tarde, los espirituales intentaron obtener de otros pontífices, como Clemente V, el consentimiento para poder apartarse de la orden de modo no violento. Creo que lo hubiesen conseguido de no mediar el advenimiento de Juan XXII, que frustró todas sus esperanzas. Al ser elegido, en 1316, escribió al rey de Sicilia incitándolo a expulsar de sus tierras a aquellos frailes, que en gran número habían buscado allí refugio. También mandó apresar a Angelo Clareno y a los espirituales de Provenza.

No debió de ser empresa fácil y encontró resistencia en la misma curia. Lo cierto es que Ubertino y Clareno lograron que se les permitiera abandonar la orden, y fueron acogidos por los benedictinos el primero y por los celestinos el segundo. Pero Juan no mostró piedad alguna con aquellos que siguieron llevando una vida libre: los hizo perseguir por la inquisición y muchos acabaron en la hoguera.

Sin embargo, había comprendido que para destruir la mala hierba de los fraticelli, que socavaban la autoridad de la iglesia, era necesario condenar las proposiciones en que se basaba su fe. Ellos sostenían que Cristo y los apóstoles no habían tenido propiedad alguna ni individual ni común, y el papa condenó esta idea como herética. Lo que no deja de ser asombroso, porque, ¿cómo puede un papa considerar perversa la idea de que Cristo fue pobre? Pero un año antes se había reunido en Perusa el capítulo general de los franciscanos, y había sostenido, precisamente, dicha idea; por tanto, al condenar a los primeros, el papa condenaba también este último. Como ya he dicho, aquella decisión del capítulo le ocasionaba gran perjuicio en su lucha contra el emperador. Así fue como a partir de entonces muchos fraticelli, que nada sabían del imperio ni de Perusa, murieron quemados.  

Pensaba yo en todo esto mientras miraba a Ubertino, ese personaje legendario. Mi maestro me había presentado, y el anciano me había acariciado una mejilla, con una mano cálida, casi ardiente. El contacto de aquella mano me había hecho comprender muchas de las cosas que había oído decir sobre este santo varón, y otras que había leído en las páginas del Arbor vitae. Comprendí el fuego místico que lo había abrasado desde la juventud, cuando, siendo aún estudiante en París, se había retirado de las especulaciones teológicas y había imaginado que se transformaba en la Magdalena penitente; y las relaciones tan intensas que había mantenido con la santa Angela da Foligno, quien lo había iniciado en los tesoros de la vida mística y en la adoración de la cruz; y por qué un día sus superiores, preocupados por el ardor de su prédica, lo habían enviado de vuelta a la Verna.  

Escruté aquel rostro de rasgos delicadísimos, como los de la santa con la que había mantenido tan fraternal comercio de sentimientos exaltadamente espirituales. Intuí que debía de haber sabido adoptar una expresión muchísimo más dura cuando, en 1311, el concilio de Vienne había emitido la Exivi de paradiso, por la que eliminaba a los superiores franciscanos hostiles a los espirituales, pero imponía a estos últimos la obligación de vivir en paz dentro de la orden, y aquel campeón de la renuncia no había aceptado ese sensato compromiso y había luchado a favor de la constitución de una orden independiente, inspirada en las reglas más severas. En aquella ocasión ese gran luchador había perdido la batalla, porque era el momento en que Juan XXII llamaba a una cruzada contra los seguidores de Pietro di Giovanni Olivi (entre quienes se lo incluía) y condenaba a los frailes de Narbona y Béziers. Pero Ubertino no había vacilado en defender ante el papa el recuerdo del amigo, y el papa, subyugado por su santidad, no se había atrevido a condenarlo (aunque más tarde condenara a los otros). En aquella ocasión le había ofrecido una vía de escape aconsejándole, y después ordenándole, que ingresase en la orden cluniacense. Ubertino, que, a pesar de su apariencia frágil y desprotegida, debía de ser habilísimo para conquistar la protección y la complicidad de ciertos personajes de la corte pontificia, aceptó entrar en el monasterio de Gemblach, en Flandes, pero creo que nunca llegó a pisarlo, y permaneció en Aviñón, amparado en la figura del cardenal Orsini, para defender la causa de los franciscanos.

Sólo últimamente (según los comentarios confusos que llegaron a mis oídos) su situación en la corte se había vuelto precaria y había tenido que alejarse de Aviñón, donde el papa había dado orden de perseguir a aquel hombre indomable como hereje que per mundum discurit vagabundus. Se decía que habían perdido su rastro. Aquella tarde, al escuchar el diálogo entre Guillermo y el Abad, supe que estaba oculto en esta abadía. Y ahora lo tenía frente a mí.

—Guillermo –estaba diciendo–, tuve que huir en medio de la noche porque, como sabes, estaban a punto de matarme.

—¿Quién quería verte muerto? ¿Juan?

—No. Juan nunca me ha amado, pero siempre me ha respetado. En el fondo fue él quien, hace diez años, me ofreció la posibilidad de eludir el proceso obligándome a entrar en los benedictinos, y acallando así a mis enemigos. Hubo muchos rumores, muchas ironías a propósito del campeón de la pobreza que entraba en una orden opulenta, que vivía en la corte del cardenal Orsini... ¡Guillermo, sabes muy bien lo que me importaban las cosas de esta tierra! Pero así pude permanecer en Aviñón y defender a mis hermanos. El papa teme a Orsini; no se hubiese atrevido a tocarme un pelo.

Hace sólo tres años me encomendó una misión ante el rey de Aragón.

—¿Entonces quién quería eliminarte?

—Todos. La curia. Trataron de asesinarme dos veces. Trataron de cerrarme la boca. Ya sabes lo que sucedió hace cinco años. Dos años antes se había producido la condena de los begardos de Narbona, y Berengario Talloni, a pesar de formar parte del tribunal, había apelado ante el papa. Eran momentos difíciles. Juan ya había emitido dos bulas contra los espirituales, y el propio Michele da Cesena había cedido... Por cierto, ¿cuándo llegará?

—Estará aquí dentro de dos días.

—Michele... ¡Hace tanto tiempo que no lo veo! Ahora se ha arrepentido, comprende lo que queríamos, el capítulo de Perusa nos ha dado la razón. Pero entonces, en 1318, cedió ante el papa y le entregó a cinco espirituales de Provenza que se negaban a someterse. Quemados, Guillermo... ¡Oh, es horrible!

Ocultó la cabeza entre las manos.

—Pero, ¿qué sucedió exactamente una vez que Talloni hubo apelado? – preguntó Guillermo.

—Juan debía volver a abrir la discusión, ¿comprendes? Debía hacerlo, porque incluso en la curia había hombres que dudaban, hasta los franciscanos de la curia... fariseos, sepulcros blanqueados, dispuestos a venderse por una prebenda, pero dudaban. Fue entonces cuando Juan me pidió que redactara una memoria sobre la pobreza. Fue algo hermoso, Guillermo, Dios me perdone la soberbia...

—La he leído. Michele me la ha mostrado.

—Algunos titubeaban, incluso entre los nuestros, el provincial de Aquitania, el cardenal de San Vitale, el obispo de Caffa...

—Un imbécil –dijo Guillermo.

—En paz descanse, hace dos años que Dios lo llamó a su lado.

—Dios no fue tan misericordioso. Era una noticia falsa llegada de Constantinopla. Todavía está entre nosotros y, según dicen, formará parte de la legación. ¡Dios nos proteja!

—Pero es favorable al capítulo de Perusa –dijo Ubertino.

—Así es. Pertenece a esa clase de hombres que son siempre los más arduos defensores de sus adversarios.

—A decir verdad –reconoció Ubertino–, tampoco entonces fue demasiado útil para la causa. Además, todo quedó en nada, pero al menos no se dictaminó que la idea fuese herética, y eso fue importante. Pero los otros nunca me lo perdonaron. Han tratado de dañarme por todos los medios. Han dicho que estuve en Sachsenhausen cuando, hace tres años, Ludovico declaró herético a Juan. Sin embargo, todos sabían que en julio estaba en Aviñón con Orsini... Dijeron que parte de las declaraciones del emperador eran reflejo de mis ideas, ¡qué locura!

—No tanto –dijo Guillermo–. Las ideas se las había dado yo, basándome en lo que tú habías dicho en Aviñón y en ciertas páginas de Olivi.

—¿Tú? –exclamó, asombrado y contento, Ubertino–. ¡Pero entonces me das la razón!

Guillermo pareció confundido:

—Eran buenas ideas para el emperador, en aquel momento –dijo evasivo.

Ubertino lo miró con desconfianza:

—¡Ah!, entonces tú no crees que sean ciertas, ¿verdad?

—Sigue contándome –dijo Guillermo–, cuéntame cómo te salvaste de esos perros.

—¡Oh, sí, Guillermo, perros rabiosos! Tuve que luchar con el propio Bonagrazia, ¿sabes?

—¡Pero Bonagrazia da Bergamo está con nosotros!

—Ahora, después de las largas conversaciones que sostuvimos. Sólo entonces se convenció y protestó contra la Ad conditorem canonum. Y el papa lo condenó a un año de cárcel.

—He oído decir que ahora está en muy buenas relaciones con un amigo mío que se encuentra en la curia, Guillermo de Occam.

—Lo conocí poco. No me gusta. Un hombre sin fervor, todo cabeza, nada corazón.

—Pero es una hermosa cabeza.

—Quizá; seguro que lo llevará al infierno.

—Entonces lo encontraré allí abajo y podremos discutir sobre lógica.

—Calla, Guillermo –dijo Ubertino, sonriendo con expresión muy afectuosa–, eres mejor que tus filósofos. Si tú hubieses querido...

—¿Qué?

—¿Recuerdas la última vez que nos vimos, en Umbría? Yo acababa de curarme de mis males gracias a la intercesión de aquella mujer maravillosa... Chiara da Montefalco... –murmuró con el rostro iluminado–, Chiara... Cuando la naturaleza femenina, naturalmente tan perversa, se sublima en la santidad, entonces acierta a convertirse en el más elevado vehículo de la gracia. Tú sabes hasta qué punto mi vida ha estado inspirada por la más pura castidad, Guillermo –mientras, lo cogía convulsivamente de un brazo–, tú sabes con qué... feroz, sí, ésa es la palabra, con qué feroz sed de penitencia he tratado de mortificar en mí los latidos de la carne, para volverme totalmente transparente al amor de Jesús Crucificado... Sin embargo, ha habido en mi vida tres mujeres que han sido tres mensajeros celestes para mí, Angela da Foligno, Margherita da Citta di Castello (que me anticipó el final de mi libro cuando sólo tenía escrito un tercio) y, por último, Chiara da Montefalco. Fue un premio del cielo el que yo, precisamente yo, debiese investigar sus milagros y proclamar su santidad a las muchedumbres, antes de que la santa madre iglesia se moviese. Y tú estabas allí, Guillermo, y pudiste haberme ayudado en aquella santa empresa, y no quisiste...

—Pero la santa empresa a la que me invitaste era la de enviar a la hoguera a Bentivenga, a Jacomo y a Giovannuccio –dijo con tono pausado Guillermo.

—Con sus perversiones estaban empañando el recuerdo de Chiara. ¡Y tú eras inquisidor!

—Y fue precisamente entonces cuando pedí que me liberaran de esas funciones. El asunto no me gustaba. Te seré franco: tampoco me gustó el procedimiento de que te valiste para inducir a Bentivenga a confesar sus errores. Fingiste que querías entrar en su secta, suponiendo que la hubiera, le arrancaste sus secretos y lo hiciste arrestar.

—¡Pero así hay que actuar con los enemigos de Cristo! ¡Eran herejes, eran seudoapóstoles, hedían a azufre dulcinista!

—Eran los amigos de Chiara.

—¡No, Guillermo, no mancilles ni con una sombra el recuerdo de Chiara! —Pero se movían dentro de su grupo...

—Eran frailes menores, se decían espirituales pero eran frailes de la comunidad. Bien sabes que la investigación reveló claramente que Bentivenga da Gubbio se proclamaba apóstol, y que con Giovannuccio da Bevagna seducía a las monjas diciéndoles que el infierno no existe, que se pueden satisfacer los deseos carnales sin ofender a Dios, que se puede recibir el cuerpo de Cristo (¡perdóname Señor!) después de haber yacido con una monja, que el Señor estimó más a Magdalena que a la virgen Inés, que lo que el vulgo llama demonio es el propio Dios, porque el demonio es el saber y Dios es precisamente saber. ¡Y fue la beata Chiara quien, después de haberles oído decir estas cosas, tuvo aquella visión en la que el propio Dios le dijo que esos hombres eran malvados secuaces del Spiritus Libertatis!

—Eran frailes menores con la mente encendida por las mismas visiones de Chiara, y muchas veces hay un paso muy breve entre la visión extática y el desenfreno del pecado –dijo Guillermo.

Ubertino le oprimió las manos y sus ojos volvieron a velarse de lágrimas:

—No digas eso, Guillermo. ¿Cómo puedes confundir el momento del amor extático, que te quema las vísceras, con el perfume del incienso, y el desarreglo de los sentidos que sabe a azufre? Bentivenga incitaba a tocar los cuerpos desnudos, decía que sólo así podíamos liberarnos del imperio de los sentidos, homo nudus cum nuda iacebat...

—Et non commiscebantur ad invicem...[8]

—¡Mentiras! ¡Buscaban el placer! ¡Cuando el estímulo carnal se hacía sentir, no consideraban pecado que para aplacarlo el hombre y la mujer yaciesen juntos, y que se tocaran y besasen en todas partes, y que uno juntara su vientre desnudo al vientre desnudo de la otra!

Confieso que el modo en que Ubertino estigmatizaba el vicio ajeno no me inducía precisamente a pensamientos virtuosos. Mi maestro debió de advertir mi turbación, porque interrumpió al santo varón.

—Eres un espíritu ardoroso, Ubertino, tanto en el amor de Dios como en el odio contra el mal. Lo que yo quería decir es que hay poca diferencia entre el ardor de los Serafines y el ardor de Lucifer, porque ambos nacen de un encendimiento extremo de la voluntad.

—¡Oh, hay diferencia, y yo la conozco! –dijo inspirado Ubertino–. Lo que quieres decir es que hay un paso muy breve entre querer el mal y querer el bien, porque en ambos casos se trata de dirigir la misma voluntad. Eso es cierto. Pero la diferencia está en el objeto, y el objeto puede reconocerse con total claridad. De una parte, Dios; de la otra, el diablo.

—Me temo, Ubertino, que ya no sé distinguir. ¿No fue acaso tu Angela da Foligno la que contó que un día, en rapto espiritual, visitó el sepulcro de Cristo? ¿No contó que primero le besó el pecho y lo vio tendido con los ojos cerrados, y después le besó la boca y sintió un inefable aroma de suavidad que se exhalaba a través de aquellos labios, y luego, tras una breve pausa, posó su mejilla contra la mejilla de Cristo, y Cristo acercó su mano a la mejilla de ella y la apretó contra él, y así, dijo ella, su deleite fue entonces elevadísimo?

—¿Qué tiene que ver esto con el desenfreno de los sentidos? –preguntó Ubertino–. Fue una experiencia mística, y el cuerpo era el de Nuestro Señor.

—Quizá me haya acostumbrado demasiado a Oxford, donde hasta la experiencia mística era distinta. 

—Toda en la cabeza –dijo sonriendo Ubertino.

—O en los ojos. Dios sentido como luz, en los rayos del sol, en las imágenes de los espejos, en la difusión de los colores sobre las partes de la materia ordenada, en los reflejos de la luz sobre las hojas húmedas... ¿Acaso este amor no se parece más al de Francisco, cuando alaba a Dios en sus criaturas, flores, hierbas, agua, aire? No creo que este tipo de amor pueda encerrar amenaza alguna. En cambio, desconfío de un amor que traslada al diálogo con el Altísimo los estremecimientos que se sienten en los contactos de la carne...

—¡Blasfemas, Guillermo! No es lo mismo, hay un salto inmenso, hacia abajo, entre el éxtasis del corazón que ama a Jesús Crucificado y el éxtasis corrupto de los seudoapóstoles de Montefalco...

—No eran seudoapóstoles, eran hermanos del Libre Espíritu, tú mismo lo has dicho.

—¿Y qué diferencia existe? Hubo cosas de aquel proceso que tú nunca conociste. Yo mismo no me atreví a incluir en las actas ciertas confesiones, para no mancillar ni por un instante con la sombra del demonio la atmósfera de santidad que Chiara había creado en aquel lugar. ¡Pero me enteré de cada cosa, de cada cosa, Guillermo! Se reunían por la noche en un sótano, cogían un niño recién nacido y se lo arrojaban unos a otros hasta que moría, por los golpes... o por otras cosas... Y el último que lo recibía vivo, para morir en sus manos, se convertía en el jefe de la secta... ¡Y desgarraban el cuerpo del niño, y lo mezclaban con harina para fabricar hostias blasfemas!

—Ubertino –dijo sin rendirse Guillermo–, esas mismas cosas se dijeron, hace muchos siglos, de los obispos armenios, de la secta de los paulicianos. Y también de los bogomilos.

—¿Qué importa? El demonio es muy torpe, hay un ritmo en sus acechanzas y seducciones, repite sus ritos a través de los milenios, siempre es el mismo. ¡Precisamente por eso se sabe que es el enemigo! Te juro que encendían velas, la noche de Pascua, y llevaban muchachas al sótano. Después apagaban las velas y se arrojaban sobre ellas, aunque estuviesen ligados por vínculos de sangre.... ¡Y si de aquel abrazo nacía un niño, volvía a empezar el rito infernal, todos alrededor de una tinaja llena de vino, que llamaban barrilete, embriagándose, y cortando en trozos al niño vertiendo su sangre en una copa, y arrojando al fuego niños aún vivos, para mezclar luego las cenizas del niño con su sangre y bebérsela!

—¡Pero eso lo escribió, hace trescientos años, Michele Psello en el libro sobre las operaciones de los demonios! ¿Quién te ha contado esas cosas?

—¡Ellos, Bentivenga y los otros, cuando los torturaban!

—Hay una sola cosa que excita a los animales más que el placer: el dolor. Cuando te torturan sientes lo mismo que cuando estás bajo los efectos de las hierbas capaces de provocar visiones. Todo lo que has oído contar, todo lo que has leído, vuelve a tu cabeza, como si estuvieses arrobado, pero no en un rapto celeste, sino infernal. Cuando te torturan no dices sólo lo que quiere el inquisidor sino también lo que imaginas que puede producirle placer porque se establece un vínculo (éste sí verdaderamente diabólico) entre tú y él... Son cosas que conozco bien, Ubertino, pues yo mismo formé parte de esos grupos de hombres que creen que la verdad puede obtenerse mediante el hierro al rojo vivo. Pues bien, has de saber que la incandescencia de la verdad procede de una llama muy distinta. Cuando lo torturaban, Bentivenga puede haberte dicho las mentiras más absurdas, porque ya no era él quien hablaba, sino su lujuria, los demonios de su alma. 

—¿Lujuria?

—Sí, hay lujuria en el dolor, así como existe una lujuria de la adoración e, incluso, una lujuria de la humildad. Si los ángeles rebeldes necesitaron tan poco para transformar su ardor de adoración y humildad en ardor de soberbia y rebeldía, ¿qué habría que decir de un ser humano? Pues bien, ya lo sabes, eso fue lo que descubrí de pronto cuando era inquisidor. Y por eso renuncié a seguir siéndolo. Me faltó coraje para hurgar en las debilidades de los malvados, porque comprendí que son las mismas debilidades de los santos.

Ubertino había escuchado las últimas palabras de Guillermo como si no entendiese lo que éste le decía. Su rostro se había ido embargando de afectuosa conmiseración, y comprendí que, según Guillermo hablaba movido por sentimientos muy perversos, pero tanto le quería que se los perdonaba. Lo interrumpió y dijo con bastante amargura:

—No importa. Si eso es lo que sentías, hiciste bien en apartarte. Hay que luchar contra las tentaciones. Sin embargo, yo hubiese necesitado tu apoyo. Estaba a punto de acabar con aquella banda de malvados. Ya sabes lo que sucedió en cambio: yo mismo fui acusado de haber sido demasiado débil con ellos, y hubo quien me trató de hereje. También tú fuiste demasiado débil en la lucha contra el mal. El mal, Guillermo, ¿nunca acabará esta condena, esta sombra, este cieno que nos impide llegar hasta el manantial? –se acercó aún más a Guillermo, como si temiera que alguien lo escuchase–. También aquí, también entre estos muros consagrados a la oración ¿sabes?

—Lo sé. El Abad me ha hablado de ello, e incluso me ha pedido que le ayude a esclarecer los hechos.

—Entonces espía, hurga, mira con ojo de lince en dos direcciones, la lujuria y la soberbia...

—¿La lujuria?

—Sí, la lujuria. Había algo de... femenino, por tanto, de diabólico, en el joven que murió. Tenía ojos de muchacha que busca el comercio con un íncubo. Pero también te he hablado de soberbia, la soberbia de la mente, en este monasterio consagrado al orgullo de la palabra, a la ilusión del saber...

—Si algo sabes, ayúdame.

—Nada sé. Nada hay que yo sepa. Pero hay cosas que se sienten con el corazón. Deja que hable tu corazón, interroga los rostros, no escuches las lenguas... Pero, ¡vamos!, ¿por qué hablar de cosas tan dolorosas y amedrentar a nuestro joven amigo? –me miró con sus ojos celestes, rozó mi mejilla con sus dedos largos y blancos, y estuve a punto de echarme hacia atrás como movido por un instinto; pude contenerme, e hice bien, porque lo habría ofendido, y su intención era pura–. Mejor, háblame de ti –dijo, volviéndose de nuevo hacia Guillermo–. ¿Qué has estado haciendo desde entonces? Han pasado...

—Dieciocho años. Regresé a mi tierra. Retomé los estudios en Oxford.

Estudié la naturaleza.

—La naturaleza es buena porque es hija de Dios –dijo Ubertino.

—Y Dios debe de ser bueno, si ha engendrado la naturaleza –dijo sonriendo Guillermo–. He estudiado, he encontrado amigos muy sabios. Más tarde conocí a Marsilio, me atrajeron sus ideas sobre el imperio, sobre el pueblo, sobre una nueva ley para los reinos de la tierra, y así acabé formando parte del grupo de hermanos nuestros que están aconsejando al emperador. Pero esto ya lo sabes por mis cartas. Cuando en Bobbio me dijeron que estabas aquí me alegré muchísimo. Te creíamos perdido. Ahora que estás con nosotros, podrás sernos muy útil dentro de unos días, cuando llegue Michele. La confrontación será dura.

—No añadiré mucho a lo que ya dije hace cinco años en Aviñón. ¿Quién vendrá con Michele?

—Algunos de los que estuvieron en el capítulo de Perusa, Arnaldo de Aquitania, Hugo de Newcastle. 

—¿Quién?

—Hugo de Novocastro, perdóname, uso mi lengua incluso cuando estoy hablando en buen latín. Además vendrá Guillermo Alnwick. Por parte de los franciscanos de Aviñón podemos suponer que estará Girolamo, el cretino de Caffa, y quizá vengan Berengario Talloni y Bonagrazia da Bergamo.

—Esperemos en Dios –dijo Ubertino–. Estos últimos no querrán enemistarse demasiado con el papa. ¿Y quién defenderá las ideas de la curia entre los duros de corazón?

—Por las cartas que he recibido supongo que estará Lorenzo Decoalcone...

—Un hombre malvado.

—Jean d’Anneaux...

—Ese es muy sutil en teología. Cuídate.

—Nos cuidaremos. Por último, estará también Jean de Baune.

—Tendrá que vérselas con Berengario Talloni.

—Sí, así es, creo que nos divertiremos –dijo mi maestro muy animado.

Ubertino lo miró sonriendo, como si dudara:

—Nunca sé cuando habláis en serio vosotros los ingleses. ¿Qué diversión puede haber en algo tan grave? Está en juego la supervivencia de la orden, a la que perteneces y a la que, en el fondo del corazón, aún sigo perteneciendo. He de persuadir a Michele de que no vaya a Aviñón. Juan lo quiere, lo busca, lo invita con demasiada insistencia. Desconfiad de ese viejo francés. ¡Oh, Señor, en qué manos ha caído tu iglesia! –volvió la cabeza hacia el altar–. ¡Convertida en meretriz, enviciada por el lujo, se enrosca en la lujuria como una serpiente en celo! De la pura desnudez del establo de Bethlehem, madera como madera fue el lignum vitae de la cruz, a las bacanales de oro y piedra. ¡Mira, tampoco aquí, ya has visto la portada, se está a salvo del orgullo de las imágenes! ¡Por fin están próximos los tiempos del Anticristo, y tengo miedo, Guillermo! –miró alrededor y sus ojos, muy abiertos, se clavaron en las naves tenebrosas, como si el Anticristo fuese a aparecer de un momento a otro, y creí que lo veríamos surgir de la sombra–. ¡Sus lugartenientes ya están aquí, sus emisarios, como los apóstoles que Cristo envió por el mundo! Vilipendian la Ciudad de Dios, seducen valiéndose del engaño, la hipocresía y la violencia. Llegado el momento, Dios enviará a sus siervos Elías y Enoc, a quienes ha conservado vivientes en el paraíso terrenal para que un día vengan a confundir al Anticristo, y vendrán a profetizar vistiendo túnicas de saco, y predicarán la penitencia con el ejemplo y la palabra...

—Ya han llegado, Ubertino –dijo Guillermo mostrando su sayo de franciscano.

—Pero todavía no han vencido. Ahora es cuando el Anticristo, henchido de furia, mandará matar a Enoc y a Elías y a sus cuerpos para que todos puedan verlos y tengan miedo de imitarlos. Como querían matarme a mí...

Yo estaba aterrorizado, pensé que Ubertino era presa de una especie de locura divina, y temí por su razón. Eso pensé entonces. Ahora, después de tanto tiempo, sabiendo lo que sé, es decir, que unos años más tarde moriría misteriosamente en una ciudad alemana, y que nunca se supo quién lo había asesinado, mi terror es aún mayor, porque no cabe duda de que en aquella ocasión Ubertino estaba profetizando su propio futuro.

—Tú lo sabes –siguió diciendo–, el abad Joaquín dijo la verdad. Estamos ya en la sexta era de la historia humana, en la que aparecerán dos Anticristos, el Anticristo místico y el Anticristo propiamente dicho. Esto es lo que sucede en esta sexta época, después de que Francisco apareciera para encarnar en su propio cuerpo las cinco llagas de Jesús Crucificado. Bonifacio fue el Anticristo místico, y la abdicación de Celestino no fue válida. Bonifacio fue la bestia que sale del mar y cuyas siete cabezas representan las ofensas a los pecados capitales, y sus diez cuernos las ofensas a los mandamientos, y los cardenales que lo rodeaban eran las langostas, y su cuerpo es Appolyon. Pero, si lees su nombre en letras griegas, puedes ver que el número de la bestia es Benedicti! –clavó sus ojos en mí para ver si le había comprendido, y, alzando un dedo, me amonestó–. ¡Benedicto XI fue el Anticristo propiamente dicho, la bestia que sale de la tierra! ¡Dios ha permitido que semejante monstruo de vicio e iniquidad gobernase su iglesia para que las virtudes de su sucesor resplandecieran de gloria! 

—Pero padre santo –objeté con un hilo de voz, armándome de valor–, ¡su sucesor es Juan!

Ubertino se pasó la mano por la frente como si quisiera borrar un mal sueño. Respiraba con dificultad, estaba cansado.

—Sí. Los cálculos estaban equivocados, todavía seguimos esperando al papa angélico... Pero entre tanto han aparecido Francisco y Domingo –elevó los ojos al cielo y dijo como si orase, pero comprendí que estaba recitando una página de su gran libro sobre el árbol de la vida–. 

El primero de ellos, purificado de la piedra seráfica, e inflamado con un ardor celestial, pareció incendiar todo. La segunda palabra más prolífica de la predicación irradió más claramente sobre las tinieblas del mundo.

Sí, si éstas han sido las promesas, el papa angélico tendrá que llegar.

—Así sea, Ubertino –dijo Guillermo–. Mientras tanto estoy aquí para impedir que sea expulsado el emperador humano. También Dulcino hablaba de tu papa angélico...

—¡No vuelvas a pronunciar el nombre de esa víbora! –gritó Ubertino, y por primera vez lo vi transformarse, pasar de la aflicción a la ira–. ¡Este hombre manchó la palabra de Joaquín de Calabria y la convirtió en pábulo de muerte e inmundicia! Ese sí que fue un mensajero del Anticristo. Pero tú, Guillermo, hablas así porque en realidad no crees en el advenimiento del Anticristo, ¡y tus maestros de Oxford te han enseñado a idolatrar la razón extinguiendo las facultades proféticas de tu corazón!

—Te equivocas, Ubertino –respondió con mucha seriedad Guillermo–. Sabes que el maestro que más venero es Roger Bacon...

—Que deliraba acerca de unas máquinas voladoras 

–se burló amargamente Ubertino.

—Que habló con gran claridad y nitidez del Anticristo, mostrando sus signos en la corrupción del mundo y en el debilitamiento del saber. Pero enseñó que hay una sola manera de prepararse para su llegada: estudiar los secretos de la naturaleza, utilizar el saber para mejorar al género humano. Puedes prepararte para luchar contra el Anticristo estudiando las virtudes de las plantas, la naturaleza de las piedras e, incluso, proyectando esas máquinas voladoras que te hacen sonreír. 

—El Anticristo de tu Bacon era un pretexto para cultivar el orgullo de la razón.

—Santo pretexto.

—No hay pretextos santos. Guillermo, sabes que te quiero. Sabes que confío mucho en ti. Castiga tu inteligencia, aprende a llorar sobre las llagas del Señor, arroja tus libros.

—Me quedaré sólo con el tuyo –dijo sonriendo Guillermo.

También Ubertino sonrió, y lo amenazó con el dedo:

—Inglés tonto. No te rías demasiado de tus semejantes. A los que no puedes amar mejor sería que los temieras. Y ten cuidado con la abadía. Este sitio no me gusta.

—Precisamente, quiero conocerlo mejor 

–dijo Guillermo despidiéndose–. Vamos, Adso.

—¡Ay! Te digo que no es bueno y dices que quieres conocerlo 

–comentó Ubertino meneando la cabeza.

—Por cierto –dijo todavía Guillermo, ya en mitad de la nave– ¿quién es ese monje que parece un animal y habla la lengua de Babel?

—¿Salvatore? –preguntó Ubertino volviéndose hacia nosotros, pues ya estaba de nuevo arrodillado–. Creo que fui yo quien lo donó a esta abadía... Junto con el cillerero. Cuando dejé el sayo franciscano, regresé por algún tiempo a mi viejo convento de Casale, y allí encontré a otros frailes angustiados, porque la comunidad los acusaba de ser espirituales de mi secta... Así se expresaban. Traté de ayudarles y conseguí que los autorizaran a seguir mi ejemplo. Al llegar aquí, el año pasado, encontré a dos de ellos, Salvatore y Remigio. Salvatore... En verdad parece una bestia. Pero es servicial.

Guillermo vaciló un instante:

—Le oí decir penitenciágite.

Ubertino calló. Agitó una mano como para apartar un pensamiento molesto.

—No, no creo. Ya sabes cómo son estos hermanos laicos. Gentes del campo que quizá han escuchado a un predicador ambulante y no saben lo que dicen. No es eso lo que le reprocharía a Salvatore. Es una bestia glotona y lujuriosa. Pero nada, nada contrario a la ortodoxia. No, el mal de la abadía es otro, búscalo en quienes saben demasiado, no en quienes nada saben. No construyas un castillo de sospechas basándote en una palabra.

—Nunca lo haré –respondió Guillermo–. Dejé de ser inquisidor precisamente para no tener que hacerlo. Sin embargo, también me gusta escuchar las palabras, y reflexionar después sobre ellas.

—Piensas demasiado. Muchacho –dijo volviéndose hacia mí–, no tomes demasiados malos ejemplos de tu maestro. En lo único en que hay que pensar, ahora al final de mi vida lo comprendo, es en la muerte. Mors est quies viatoris, finis est omnis laboris.[10] Ahora dejadme con mis oraciones.

  

PRIMER DÍA

HACIA NONA

 

Donde Guillermo tiene un diálogo muy erudito con Severino el herbolario.

 Atravesamos la nave central y salimos por la portada que habíamos cruzado al entrar. Las palabras de Ubertino, todas, seguían zumbándome en la cabeza.

—Es un hombre extraño –me atreví a decir.

—Es, o ha sido, en muchos aspectos, un gran hombre –dijo Guillermo–. Pero precisamente por eso es extraño. Sólo los hombres pequeños parecen normales. Ubertino habría podido convertirse en uno de los herejes que contribuyó a llevar a la hoguera, o en un cardenal de la santa iglesia romana. Y estuvo muy cerca de ambas perversiones. Cuando hablo con Ubertino me da la impresión de que el infierno es el paraíso visto desde la otra parte.

No entendí lo que quería decir.

—¿Desde qué parte? –pregunté.

—Pues sí –admitió Guillermo–, se trata de saber si hay partes, y si hay un todo. Pero no escuches lo que digo. Y no mires más esa portada –dijo, dándome unos golpecitos en la nuca mientras mi mirada volvía a dirigirse hacia aquellas fascinantes esculturas–. Por hoy ya te han asustado bastante. Todos.

Cuando me volví de nuevo hacia la salida, vi ante mí otro monje. Podía tener la misma edad que Guillermo. Nos sonrió y nos saludó con cortesía. Dijo que era Severino da Sant’Emmerano, y que era el padre herbolario, que se cuidaba de los baños, del hospital y de los huertos, y que se ponía a nuestra disposición si deseábamos que nos guiase por el recinto de la abadía.

Guillermo le dio las gracias y dijo que al entrar ya había reparado en el bellísimo huerto, que, por lo que podía apreciarse a través de la nieve, no sólo parecía contener plantas comestibles sino también albergar hierbas medicinales.

—En verano o en primavera, con la variedad de sus hierbas, adornadas cada una con sus flores, este huerto canta mejor la gloria del Creador –dijo a modo de excusa Severino–. Pero incluso en esta estación el ojo del herbolario ve a través de las ramas secas las plantas que crecerán más tarde, y puedo decirte que este huerto es más rico que cualquier herbario, y más multicolor, por bellísimas que sean las miniaturas que este último contenga. Además, también en invierno crecen hierbas buenas, y en el laboratorio tengo otras que he recogido y guardado en frascos. Así, con las raíces de la acederilla se curan los catarros, y con una decocción de raíces de malvavisco se hacen compresas para las enfermedades de la piel, con el lampazo se cicatrizan los eczemas, triturando y macerando el rizoma de la bistorta se curan las diarreas y algunas enfermedades de las mujeres, la pimienta es un buen digestivo, la fárfara es buena para la tos, y tenemos buena genciana para la digestión, y orozuz, y enebro para preparar buenas infusiones, y saúco con cuya corteza se prepara una decocción para el hígado, y saponaria, cuyas raíces se maceran en agua fría y son buenas para el catarro, y valeriana, cuyas virtudes sin duda conocéis. —Tenéis hierbas muy distintas y que se dan en climas muy distintos. ¿Cómo puede ser?

—Lo debo, por un lado, a la misericordia del Señor, que ha situado nuestro altiplano entre una cadena meridional que mira al mar, cuyos vientos cálidos recibe, y la montaña septentrional, más alta, que le envía sus bálsamos silvestres. Y por otro lado lo debo al hábito del arte que indignamente he adquirido por voluntad de mis maestros. Ciertas plantas pueden crecer, aunque el clima sea adverso, si cuidas el suelo que las rodea, su alimento, y si vigilas su desarrollo.

—¿Pero también tenéis plantas que sólo sean buenas para comer? – pregunté.

—Has de saber, potrillo hambriento, que no hay plantas buenas para comer que no sean también buenas para curar, siempre y cuando se ingieran en la medida adecuada. Sólo el exceso las convierte en causa de enfermedad. Por ejemplo, la calabaza. Es de naturaleza fría y húmeda y calma la sed, pero cuando está pasada provoca diarrea y debes tomar una mezcla de mostaza y salmuera para astringir tus vísceras. ¿Y las cebollas? Calientes y húmedas, pocas, vigorizan el coito, naturalmente en aquellos que no han pronunciado nuestros votos. En exceso, te producen pesadez de cabeza y debes contrarrestar sus efectos tomando leche con vinagre. Razón de más –añadió con malicia– para que un joven monje guarde siempre moderación al comerlas. En cambio, puedes comer ajo. Cálido y seco, es bueno contra los venenos. Pero no exageres, expulsa demasiados humores del cerebro. En cambio, las judías producen orina y engordan, ambas cosas muy buenas. Pero provocan malos sueños. Aunque no tantos como otras hierbas, porque las hay incluso que provocan malas visiones.

—¿Cuáles? –pregunté.

—¡Vamos, vamos, nuestro novicio quiere saber demasiado! Son cosas que sólo el herbolario debe saber; si no, cualquier irresponsable podría ir por ahí suministrando visiones, o sea mintiendo con las hierbas.

—Pero basta un poco de ortiga –dijo entonces Guillermo–, o de roybra o de olieribus, para protegerte de las visiones. Confío en que estas buenas hierbas no falten en vuestro huerto.

Severino miró de reojo a mi maestro:

—¿Sabes de hierbas?

—No mucho –dijo Guillermo con modestia–. En cierta ocasión tuve entre mis manos el Theatrum Sanitatis de Ububchasym de Baldach...

—Abdul Asan al Muchtar ibn Botlan.

—O Ellucasim Elimittar, como prefieras. Me pregunto si existirá alguna copia aquí.

—Y de las más bellas, con exquisitas ilustraciones.

—Alabado sea el cielo. ¿Y el De virtutibus herbarum de Platearius?

—También está, y De plantis y De vegetalibus de Aristóteles, traducido por Alfredo de Sareshel.

—He oído decir que en realidad no es de Aristóteles –observó Guillermo–, como se descubrió que no lo es De causis.

—De todos modos es un gran libro –observó Severino, y mi maestro le aseguró que pensaba lo mismo, pero sin preguntarle si se refería a De plantis o a De causis, obras que yo desconocía, pero de cuya gran importancia había quedado convencido al escuchar aquella conversación.

—Me agradaría –concluyó Severino– conversar honestamente contigo sobre las hierbas.

—Y a mí más todavía –dijo Guillermo–, pero, ¿no violaremos la regla de silencio que impera, creo, en vuestra orden?

—La regla –dijo Severino– se ha ido adaptando con los siglos a las exigencias de las distintas comunidades. La regla preveía la lectio divina pero no el estudio. Sin embargo, ya sabes hasta qué punto nuestra orden ha desarrollado la investigación sobre las cosas divinas y las cosas humanas. La regla también prevé que el dormitorio sea común, pero a veces es justo que, como sucede aquí, los monjes puedan reflexionar también durante la noche, y por tanto cada uno dispone de su propia celda. La regla es muy severa en lo que se refiere al silencio, e incluso aquí está prohibido que converse con sus hermanos no sólo el monje que realiza trabajos manuales sino también el que escribe o lee. Pero la abadía es ante todo una comunidad de estudiosos, y a menudo es útil que los monjes intercambien los tesoros de doctrina que van acumulando. Toda conversación relativa a nuestros estudios se considera lícita y beneficiosa, siempre y cuando no se desarrolle en el refectorio o durante las horas de los oficios sagrados.

—¿Tuviste ocasión de hablar mucho con Adelmo da Otranto? –preguntó de pronto Guillermo.

Severino no pareció sorprenderse.

—Veo que el Abad ya te ha hablado –dijo–. No. Con él no solía conversar. Pasaba el tiempo pintando miniaturas. A veces lo oí discutir con otros monjes, Venancio de Salvemec, o Jorge de Burgos, sobre la índole de su trabajo. Además, yo no paso el día en el scriptorium sino en mi laboratorio –y señaló el edificio del hospital.

—Comprendo –dijo Guillermo–. Entonces no sabes si Adelmo tenía visiones.

—¿Visiones?

—Como las que provocan tus hierbas, por ejemplo.

Severino se puso rígido:

—Ya te he dicho que vigilo mucho las hierbas peligrosas.

—No me refería a eso –se apresuró a aclarar Guillermo–. Hablaba de las visiones en general.

—No entiendo –insistió Severino.

—Pensaba que un monje que se pasea de noche por el Edificio, donde según reconoció el Abad pueden sucederle cosas tremendas al que allí penetre durante las horas prohibidas, pues bien, pensaba que podía haber tenido visiones diabólicas capaces de empujarlo al abismo.

—Ya te he dicho que no frecuento el scriptorium, salvo cuando necesito algún libro, pero suelo tener mis propios herbarios, que guardo en el hospital. Como ya te he dicho, Adelmo estaba mucho con Jorge, con Venancio y desde luego con Berengario.

También yo advertí la leve vacilación en la voz de Severino.

A mi maestro no se le había escapado:

—¿Berengario? ¿Por qué desde luego?

—Berengario da Arundel, el ayudante del bibliotecario. Eran de la misma edad, hicieron juntos el noviciado, era normal que tuviesen cosas de que hablar. Eso quería decir.

—Entonces era eso lo que querías decir –comentó Guillermo, y me asombré de que no insistiese en el asunto. Lo que hizo fue cambiar bruscamente de tema–. Pero quizá sea hora de que entremos en el Edificio.

¿Quieres guiarnos?

—Con mucho gusto –dijo Severino con alivio más que evidente.

Nos condujo por el costado del huerto hasta la fachada occidental del Edificio.

—En la parte que da al huerto está la puerta de la cocina –dijo–, pero la cocina sólo ocupa la mitad occidental de la planta baja, en la otra mitad está el refectorio. En la parte meridional, a la que se llega pasando por detrás del coro de la iglesia, hay otras dos puertas que llevan a la cocina y al refectorio. Pero entremos por ésta, porque desde la cocina podremos pasar al interior del refectorio.

Al entrar en la amplia cocina advertí que, en el centro, el Edificio engendraba, en toda su altura, un patio octagonal. Como más tarde comprendí, era una especie de pozo muy grande, privado de accesos, al que daban, en cada piso, una serie de amplias ventanas similares a las que se abrían hacia el exterior. La cocina era un atrio inmenso lleno de humo, donde ya muchos sirvientes se ajetreaban en la preparación de los platos para la cena. En una gran mesa dos de ellos estaban haciendo un pastel de verdura, con cebada, avena y centeno, y un picadillo de nabos, berros, rabanitos y zanahorias. Al lado, otro cocinero acababa de cocer unos pescados en una mezcla de vino con agua, y los estaba cubriendo con una salsa de salvia, perejil, tomillo, ajo, pimienta y sal. En la pared que correspondía al torreón occidental se abría un enorme horno de pan, del que surgían rojizos resplandores. Al lado del torreón meridional, una inmensa chimenea en la que hervían unos calderos y giraban varios asadores. Por la puerta que daba a la era situada detrás de la iglesia entraban en aquel momento los porquerizos trayendo la carne de los cerdos que habían matado.

Por esa puerta salimos y pasamos a la era, en la parte más oriental de la meseta, donde, contra la muralla, había un conjunto de construcciones. Severino me explicó que la primera albergaba los chiqueros: primero estaban las caballerizas, después el establo donde se guardaban los bueyes, los gallineros y el corral techado para las ovejas. Delante de los chiqueros los porquerizos estaban removiendo en una gran tinaja la sangre de los cerdos que acababan de degollar, para que no se coagulara. Si se la removía bien y en seguida, podía durar varios días, gracias al clima frío, y utilizarse luego para fabricar morcillas.[11]

Volvimos a entrar en el Edificio, y sólo echamos una ojeada al refectorio, mientras lo atravesábamos para dirigirnos hacia el torreón oriental. El refectorio se extendía hacia dos de los torreones: el septentrional, donde había una chimenea, y el oriental, donde había una escalera de caracol que conducía al scriptorium, es decir, al segundo piso. Por allí iban los monjes todos los días a su trabajo; y también por dos escaleras, menos accesibles pero bien caldeadas, que ascendían en espiral detrás de la chimenea y del horno de la cocina.

Guillermo preguntó si, siendo domingo, encontraríamos a alguien en el scriptorium. Severino sonrió y dijo que, para el monje benedictino, el trabajo es oración. El domingo los oficios duraban más, pero los monjes adictos a los libros pasaban igualmente algunas horas arriba, que solían emplear en provechosos intercambios de observaciones eruditas, consejos y reflexiones sobre las sagradas escrituras.

 

PRIMER DÍA

DESPUÉS DE NONA

 Donde se visita el scriptorium y se conoce a muchos estudiosos, copistas y rubricantes así como a un anciano ciego que espera al Anticristo.

 Mientras subíamos, vi que mi maestro observaba las ventanas que iluminaban la escalera. Al parecer, me estaba volviendo tan sagaz como él, porque advertí de inmediato que, dada su disposición, era muy difícil que alguien pudiera llegar hasta ellas. De otra parte, tampoco las ventanas que había en el refectorio (las únicas del primer piso que daban al precipicio) parecían fáciles de alcanzar, porque debajo de ellas no había muebles de ninguna clase. 

Al llegar a la cima de la escalera entramos, por el torreón oriental, en el scriptorium, ante cuyo espectáculo no pude contener un grito de admiración. El primer piso no estaba dividido en dos como el de abajo, y, por tanto, se ofrecía a mi mirada en toda su espaciosa inmensidad. Las bóvedas, curvas y no demasiado altas (menos que las de una iglesia, pero, sin embargo, más que las de cualquiera de las salas capitulares que he conocido), apoyadas en recias pilastras, encerraban un espacio bañado por una luz bellísima, pues en cada una de las paredes más anchas había tres enormes ventanas, mientras que en cada una de las paredes externas de los torreones se abrían cinco ventanas más pequeñas, y, por último, también entraba luz desde el pozo octagonal interno, a través de ocho ventanas altas y estrechas.

Esa abundancia de ventanas permitía que una luz continua y pareja alegrara la gran sala, incluso en una tarde de invierno como aquella. Las vidrieras no eran coloreadas como las de las iglesias, y las tiras de plomo sujetaban recuadros de vidrio incoloro para que la luz pudiese penetrar lo más pura posible, no modulada por el arte humano, y desempeñara así su función específica, que era la de iluminar el trabajo de lectura y escritura. En otras ocasiones y en otros sitios vi muchos scriptoria, pero ninguno conocí que, en las coladas de luz física que alumbraban profusamente el recinto, ilustrase con tanto esplendor el principio espiritual que la luz encarna, la claritas, fuente de toda belleza y saber, atributo inseparable de la justa proporción que se observaba en aquella sala. Porque de tres cosas depende la belleza: en primer lugar, de la integridad o perfección, y por eso consideramos feo lo que está incompleto; luego, de la justa proporción, o sea de la consonancia; por último, de la claridad y la luz, y, en efecto, decimos que son bellas las cosas de colores nítidos. Y como la contemplación de la belleza entraña la paz, y para nuestro apetito lo mismo es sosegarse en la paz, en el bien o en la belleza, me sentí invadido por una sensación muy placentera y pensé en lo agradable que debería ser trabajar en aquel sitio.

Tal como apareció ante mis ojos, a aquella hora de la tarde, me pareció una alegre fábrica de saber. Posteriormente conocí, en San Gall, un scriptorium de proporciones similares, separado también de la biblioteca (en otros sitios los monjes trabajaban en el mismo lugar donde se guardaban los libros) pero con una disposición no tan bella como la de aquí. Los anticuarios, los copistas, los rubricantes y los estudiosos estaban sentados cada uno ante su propia mesa, y cada mesa estaba situada debajo de una ventana. Como las ventanas eran cuarenta (número verdaderamente perfecto, producto de la decuplicación del cuadrágono, como si los diez mandamientos hubiesen sido magnificados por las cuatro virtudes cardinales), cuarenta monjes hubiesen podido trabajar al mismo tiempo, aunque aquel día apenas había unos treinta. Severino nos explicó que los monjes que trabajaban en el scriptorium estaban dispensados de los oficios de tercia, sexta y nona, para que no tuviesen que interrumpir su trabajo durante las horas de luz, y que sólo suspendían sus actividades al anochecer, para el oficio de vísperas.

Los sitios mejor iluminados estaban reservados para los anticuarios, los miniaturistas más expertos, los rubricantes y los copistas. En cada mesa había todo lo necesario para ilustrar y copiar: cuernos con tinta, plumas finas, que algunos monjes estaban afinando con unos cuchillos muy delgados, piedra pómez para alisar el pergamino, reglas para trazar las líneas sobre las que luego se escribiría. Junto a cada escribiente, o bien en la parte más alta de las mesas, que tenían una inclinación, había un atril sobre el que estaba apoyado el códice que se estaba copiando, cubierta la página con mascarillas que encuadraban la línea que se estaba transcribiendo en aquel momento. Y algunos monjes tenían tintas de oro y de otros colores. Otros, en cambio, sólo leían libros y tomaban notas en sus cuadernos o tablillas personales.

Pero no tuve tiempo de observar su trabajo, porque nos salió al encuentro el bibliotecario, Malaquías de Hildesheim, del que ya habíamos oído hablar. Su rostro intentaba componer una expresión de bienvenida, pero no pude evitar un estremecimiento ante una fisonomía tan extraña. Era alto y, aunque muy enjuto, sus miembros eran grandes y sin gracia. Avanzaba a grandes pasos, envuelto en el negro hábito de la orden, y en su aspecto había algo inquietante. La capucha –como venía de afuera aún la llevaba levantada– arrojaba una sombra sobre la palidez de su rostro y confería un no sé qué de doloroso a sus grandes ojos melancólicos. Su fisonomía parecía marcada por muchas pasiones, y, aunque la voluntad las hubiese disciplinado, quedaban los rasgos a los que alguna vez habían dado vida. El rostro expresaba sobre todo gravedad y aflicción, y los ojos miraban con tal intensidad que una ojeada bastaba para llegar al alma del interlocutor, y para leer en ella sus pensamientos más ocultos. Y, como esa inspección resultaba casi intolerable, lo más común era que no se deseara volver a encontrar aquella mirada.

El bibliotecario nos presentó a muchos de los monjes que estaban trabajando en aquel momento. Malaquías nos fue diciendo también cuál era la tarea que cada uno tenía entre manos, y admiré la profunda devoción por el saber, y por el estudio de la palabra divina, que se percibía en todos ellos. Así, conocí a Venancio de Salvemec, traductor del griego y del árabe, devoto de aquel Aristóteles que, sin duda, fue el más sabio de los hombres. A Bencio de Upsala, joven monje escandinavo que se ocupaba de retórica. A Berengario da Arundel, el ayudante del bibliotecario. A Aymaro d’Alessandria, que estaba copiando unos libros que sólo permanecerían algunos meses, en préstamo, en la biblioteca. Y luego a un grupo de iluminadores de diferentes países: Patricio de Clonmacnois, Rabano de Toledo, Magnus de Iona, Waldo de Hereford.

Enumeración que, sin duda, podría continuar, y nada hay más maravilloso que la enumeración, instrumento privilegiado para componer las más perfectas hipotiposis.[12] Pero debo referirme a los temas que entonces se tocaron, no exentos de indicaciones muy útiles para comprender la sutil inquietud que aleteaba entre los monjes, y algo que, aunque inexpresado, estaba presente en todo lo que decían.

Mi maestro empezó a conversar con Malaquías alabando la belleza y el ambiente de trabajo que se respiraba en el scriptorium y pidiéndole informaciones sobre la marcha de las tareas que allí se realizaban, porque, dijo con mucha cautela, en todas partes había oído hablar de aquella biblioteca y tenía sumo interés en consultar muchos de sus libros. Malaquías le explicó lo que ya había dicho el Abad: que el monje pedía al bibliotecario la obra que deseaba consultar y éste iba a buscarla en la biblioteca situada en el piso de arriba, siempre y cuando se tratase de un pedido justo y pío. Guillermo le preguntó cómo podía conocer el nombre de los libros guardados en los armarios de arriba, y Malaquías le mostró un voluminoso códice con unas listas apretadísimas, que estaba sujeto a su mesa por una cadenita de oro.

Guillermo introdujo las manos en la bolsa que había en su sayo a la altura del pecho, y extrajo un objeto que ya durante el viaje le había visto coger y ponerse en el rostro. Era una horquilla, construida de tal modo que pudiera montarse en la nariz de un hombre (sobre todo en la suya, tan prominente y aguileña) como el jinete en el lomo de su caballo o como el pájaro en su repisa. Y, por ambos lados, la horquilla continuaba en dos anillas ovaladas de metal que, situadas delante de cada ojo, llevaban engastadas dos almendras de vidrio, gruesas como fondos de vaso. Con aquello delante de sus ojos, Guillermo solía leer, y decía que le permitía ver mejor que con los instrumentos que le había dado la naturaleza, o, en todo caso, mejor de lo que su avanzada edad, sobre todo al mermar la luz del día, era capaz de concederle. No los utilizaba para ver de lejos, pues su vista aún era muy buena, sino para ver de cerca. Con eso podía leer manuscritos redactados en letras pequeñísimas, que incluso a mí me costaba mucho descifrar. Me había explicado que, cuando el hombre supera la mitad de la vida, aunque hasta entonces haya tenido una vista excelente, su ojo se endurece y pierde la capacidad de adaptar la pupila; de modo que muchos sabios, después de haber cumplido las cincuenta primaveras, morían, por decirlo así, para la lectura y la escritura. Tremenda desgracia para unos hombres que habrían podido dar lo mejor de su inteligencia durante muchos años todavía. Por eso había que dar gracias al Señor de que alguien hubiese descubierto y fabricado aquel instrumento. Y al decírmelo pretendía ilustrar las ideas de su Roger Bacon, quien afirmaba que una de las metas de la ciencia era la de prolongar la vida humana.

Los otros monjes miraron a Guillermo con mucha curiosidad, pero no se atrevieron a hacerle preguntas. Comprendí que, incluso en un sitio tan celosa y orgullosamente dedicado a la lectura y escritura, aquel prodigioso instrumento no había penetrado todavía. Y me sentía orgulloso de estar junto a un hombre que poseía algo capaz de despertar el asombro de otros hombres famosos por su sabiduría.

Con aquel objeto en los ojos, Guillermo se inclinó sobre las listas inscriptas en el códice. También yo miré, y descubrimos títulos de libros desconocidos, y de otros celebérrimos, que poseía la biblioteca.

De pentagono Salomonis, Ars loquendi et intelligendi in lingua hebraica, De rebus metallicis de Roger de Hereford, Algebra de Al Kuwarizmi, vertido al latín por Roberto Anglico, las Púnicas de Silio Itálico, los Gesta francorum, De laudibus sanctae crucis de Rábano Mauro, y Flavii Claudi Giordani de aetate mundi et hominis reservatis singulis litteris per singulos libros ab A usque ad Z –leyó mi maestro–. Esplendidas obras. Pero, ¿en qué orden están registradas? –citó de un texto que yo no conocía pero que, sin duda, Malaquías tenía muy presente–. Habeat Librarius et registrum omnzum librorum ordinatum secundum facultates et auctores, reponeatque eos separatum et ordinate cum signaturis per scripturam applicatis.[13] ¿Cómo hacéis para saber dónde está cada libro?

Malaquías le mostró las anotaciones que había junto a cada título. Leí: iii, IV gradus, V in prima graecorum; ii, V gradus, VII in tertia anglorum, etc. Comprendí que el primer número indicaba la posición del libro en el anaquel o gradus, que a su vez estaba indicado por el segundo número, mientras que el tercero indicaba el armario, y también comprendí que las otras expresiones designaban una habitación o un pasillo de la biblioteca, y me atreví a pedir más detalles sobre esas últimas distinciones. Malaquías me miró severamente:

—Quizá no sepáis, o hayáis olvidado, que sólo el bibliotecario tiene acceso a la biblioteca. Por tanto, es justo y suficiente que sólo el bibliotecario sepa descifrar estas cosas.

—Pero, ¿en qué orden están registrados los libros en esta lista? –preguntó Guillermo–. No por temas, me parece.

No se refirió al orden correspondiente a la sucesión de las letras en el alfabeto porque es un recurso que sólo he visto utilizar en estos últimos años, y que en aquella época era muy raro.

—Los orígenes de la biblioteca se pierden en la oscuridad del pasado más remoto –dijo Malaquías–, y los libros están registrados según el orden de las adquisiciones, de las donaciones, de su entrada en este recinto.

—Difíciles de encontrar –observó Guillermo.

—Basta con que el bibliotecario los conozca de memoria y sepa en qué época llegó cada libro. En cuanto a los otros monjes, pueden confiar en la memoria de aquél.

Y parecía estar hablando de otra persona; comprendí que estaba hablando de la función que en aquel momento él desempeñaba indignamente, pero que habían desempeñado innumerables monjes, ya desaparecidos, cuyo saber había ido pasando de unos a otros.

—Comprendo –dijo Guillermo–. Si, por ejemplo, yo buscase algo, sin saber exactamente qué sobre el pentágono de Salomón, sabríais indicarme la existencia del libro cuyo título acabo de leer, y podríais localizarlo en el piso de arriba.

—Si realmente debierais aprender algo sobre el pentágono de Salomón – dijo Malaquías–. Pero ese es precisamente un libro que no podría proporcionaros sin antes consultar con el Abad.

—He sabido que uno de vuestros mejores miniaturistas –dijo entonces Guillermo– murió hace muy poco. El Abad me ha hablado de su arte. ¿Podría ver los códices que iluminaba?

—Adelmo da Otranto –dijo Malaquías, mirando a Guillermo con desconfianza–, dada su juventud, sólo trabajaba en los marginalia. Tenía una imaginación muy vivaz, y con cosas conocidas sabía componer cosas desconocidas y sorprendentes, combinando, por ejemplo, un cuerpo humano con la cerviz de un caballo. Pero allí están sus libros. Nadie ha tocado aún su mesa.

Nos acercamos al sitio donde había trabajado Adelmo, todavía ocupado por los folios de un salterio adornado con exquisitas miniaturas. Eran folia de finísimo vellum –el príncipe de los pergaminos–, y el último aún estaba fijado a la mesa. Una vez frotado con piedra pómez y ablandado con yeso, lo habían alisado con la plana y, entre los pequeñísimos agujeritos practicados en los bordes con un estilo muy fino, se habían trazado las líneas que servirían de guía para la mano del artista. La primera mitad ya estaba cubierta de escritura, y el monje había empezado a bosquejar las figuras de los márgenes. Los otros folios en cambio, estaban acabados, y, al mirarlos, tanto a mí como a Guillermo nos fue imposible contener un grito de admiración. Se trataba de un salterio en cuyos márgenes podía verse la imagen de un mundo invertido respecto al que estamos habituados a percibir. Como si en el umbral de un discurso que, por definición, es el discurso de la verdad se desplegase otro discurso profundamente ligado a aquel por sorprendentes alusiones in aenigmate, un discurso mentiroso que hablaba de un mundo patas arriba, donde los perros huían de las liebres y los ciervos cazaban leones. Cabecitas con garras de pájaro, animales con manos humanas que les salían del lomo, cabezas de cuya cabellera surgían pies, dragones cebrados, cuadrúpedos con cuellos de serpiente llenos de nudos inextricables, monos con cuernos de ciervo, sirenas con forma de ave y alas membranosas insertas en la espalda, hombres sin brazos y con otros cuerpos humanos naciéndoles por detrás como jorobas, y figuras con una boca dentada en el vientre, hombres con cabeza de caballo y caballos con piernas de hombre, peces con alas de pájaro y pájaros con cola de pez, monstruos de un solo cuerpo y dos cabezas o de una sola cabeza y dos cuerpos, vacas con cola de gallo y alas de mariposa, mujeres con la cabeza escamada como el lomo de un pez, quimeras bicéfalas entrelazadas con libélulas de morro de lagartija, centauros, dragones, elefantes, mantícoras, seres con pies enormes acostados en ramas de árbol, grifones de cuya cola surgía un arquero en posición de ataque, criaturas diabólicas de cuello interminable, series de animales antropomorfos y de enanos zoomorfos que se mezclaban, a veces en la misma página, en una escena campestre, donde se veía representada, con tanta vivacidad que las figuras daban la impresión de estar vivas, toda la vida del campo, labradores, recolectores de frutas, cosechadores, hilanderas, sembradores, junto a zorros y garduñas armadas con ballestas que trepaban por las murallas de una ciudad defendida por monos. Aquí una L inicial cuya rama inferior engendraba un dragón; allá una V de «verba», lanzaba como zarcillo natural de su tronco una serpiente de mil volutas, de las que surgían a su vez otras serpientes cual pámpanos y corimbos. 

Junto al salterio había un exquisito libro de horas, acabado evidentemente hacía poco, de dimensiones tan pequeñas que hubiera podido caber en la palma de la mano. Las letras eran reducidísimas y las miniaturas de los márgenes apenas podían percibirse a simple vista: el ojo debía acercarse a ellas para descubrir toda su belleza (uno se preguntaba con qué instrumento sobrehumano las había pintado el miniaturista para conseguir efectos de tal vivacidad en un espacio tan exiguo). Los márgenes del libro estaban totalmente invadidos por figuras diminutas que surgían, casi como desarrollos naturales, de las volutas en que acababa el espléndido dibujo de las letras: sirenas marinas, ciervos espantados, quimeras, torsos humanos sin brazos, que surgían como lombrices del cuerpo mismo de los versículos. En un sitio, como una especie de continuación de los tres «Sanctus, Sanctus, Sanctus», repetidos en tres líneas diferentes, se veían tres figuras animalescas con cabezas humanas, dos de las cuales aparecían torcidas hacia arriba y hacia abajo respectivamente para unirse en un beso que no habría dudado en calificar de inverecundo si no hubiese estado convencido de que, aunque no evidente, debía existir una profunda justificación espiritual para que aquella imagen figurara en ese sitio.

Examiné aquellas páginas dividido entre la admiración sin palabras y la risa, porque, aunque comentasen textos sagrados, las figuras movían necesariamente a la hilaridad. Por su parte, fray Guillermo las miraba sonriendo, y comentó:

—Babewyn, así los llaman en mis islas.

—Babouins, como los llaman en las Galias –dijo Malaquías–. Y, en efecto, Adelmo aprendió su arte en vuestro país, aunque después estudiase también en Francia. Babuinos, o sea monos africanos. Figuras de un mundo invertido, donde las casas están apoyadas en las puntas de las agujas y la tierra aparece por encima del cielo.

Recordé unos versos que había escuchado en la lengua vernácula de mi tierra, y no pude dejar de recitarlos

Y Malaquías continuó, citando el mismo texto:

—Sí, estimado Adso –continuó el bibliotecario–, estas imágenes nos hablan de aquella región a la que se llega cabalgado sobre una oca azul, donde se encuentran gavilanes pescando en un arroyo, osos que persiguen halcones por el cielo, cangrejos que vuelan con las palomas, y tres gigantes cogidos en una trampa, mientras un gallo los ataca a picotazos.

Una pálida sonrisa iluminó sus labios. Entonces, los otros monjes, que habían seguido la conversación en actitud más bien tímida, se echaron a reír libremente, como si hubiesen estado esperando la autorización del bibliotecario. Este volvió a ponerse sombrío, mientras los otros seguían riendo, alabando la habilidad del pobre Adelmo y mostrándose unos a otros las figuras más inverosímiles. Y fue entonces, mientras todos seguían riendo, cuando escuchamos a nuestras espaldas una voz, solemne y grave:

—«No pronunciar palabras vanas o que exciten la risa.»

Nos volvimos. El que acababa de hablar era un monje encorvado por el peso de los años, blanco como la nieve; no me refiero sólo al pelo sino también al rostro, y a las pupilas. Comprendí que era ciego. Aunque el cuerpo se encogía ya por el peso de la edad, la voz seguía siendo majestuosa, y los brazos y manos poderosos. Clavaba los ojos en nosotros como si nos estuviese viendo, y siempre, también en los días que siguieron, lo vi moverse y hablar como si aún poseyese el don de la vista. Pero el tono de la voz, en cambio, era el de alguien que sólo estuviese dotado del don de la profecía.

—El hombre que estáis viendo, venerable por su edad y por su saber – dijo Malaquías a Guillermo señalando al recién llegado–, es Jorge de Burgos. Salvo Alinardo da Grottaferrata, es la persona de más edad que vive en el monasterio, y son muchísimos los monjes que le confían la carga de sus pecados en el secreto de la confesión –se volvió hacia el anciano y dijo–. El que está ante vos es fray Guillermo de Baskerville, nuestro huésped.

—Espero que mis palabras no os hayan irritado –dijo el viejo en tono brusco–. He oído a unas personas que reían de cosas risibles y les he recordado uno de los principios de nuestra regla. Y, como dice el salmista, si el monje debe abstenerse de los buenos discursos por el voto de silencio, con mayor razón debe sustraerse a los malos discursos. Y así como existen malos discursos existen malas imágenes. Y son las que mienten acerca de la forma de la creación y muestran el mundo al revés de lo que debe ser, de lo que siempre ha sido y de lo que seguirá siendo por los siglos de los siglos hasta el fin de los tiempos. Pero vos venís de otra orden, donde me dicen que se ve con indulgencia incluso el alborozo más inoportuno.

Aludía a lo que comentaban los benedictinos de las extravagancias de San Francisco de Asís, y quizá también de las extravagancias atribuidas a los fraticelli y a los espirituales de toda laya que constituían los retoños más recientes y más incómodos de la orden franciscana. Pero fray Guillermo fingió no haber comprendido la insinuación.

—Las imágenes marginales suelen provocar sonrisas, pero tienen una finalidad edificante –respondió–. Así como en los sermones para estimular la imaginación de las muchedumbres piadosas es pertinente insertar ejemols, muchas veces divertidos, también el discurso de las imágenes debe permitirse estas «chanzas o chistes». Para cada virtud y para cada pecado puede hallarse un ejemplo en los bestiarios, y los animales permiten representar el mundo de los hombres.

—¡Oh, sí! –se burló el anciano, pero sin sonreír–, toda imagen es buena para estimular la virtud, para que la obra maestra de la creación, puesta patas arriba, se convierta en objeto de risa. ¡Así la palabra de Dios se manifiesta en el asno que toca la lira, en el cárabo que ara con el escudo, en los bueyes que se uncen solos al arado, en los ríos que remontan sus cursos, en el mar que se incendia, en el lobo que se vuelve eremita! ¡Salid a cazar liebres con los bueyes, que las lechuzas os enseñen la gramática, que los perros muerdan a las pulgas, que los ciegos miren a los mudos y que los mudos pidan pan, que la hormiga saque a pastar al ternero, que vuelen los pollos asados, que las hogazas crezcan en los techos, que los papagayos den clase de retórica, que las gallinas fecunden a los gallos, poned el carro delante de los bueyes, que el perro duerma en la cama y que todos caminen con las piernas en alto! ¿Qué quieren todas estas nugae? ¡Un mundo invertido y opuesto al que Dios ha establecido, so pretexto de enseñar los preceptos divinos!

—Pero el Areopagita enseña –dijo con humildad Guillermo– que Dios sólo puede ser nombrado a través de las cosas más deformes. Y Hugue de Saint Victor nos recordaba que cuanto más disímil es la comparación, mejor se revela la verdad bajo el velo de figuras horribles e indecorosas, y menos se place la imaginación en el goce carnal, viéndose así obligada a descubrir los misterios que se ocultan bajo la torpeza de las imágenes...

—¡Conozco ese argumento! Y admito con vergüenza que ha sido el argumento fundamental de nuestra orden en la época en que los abades cluniacenses luchaban con los cistercienses. Pero San Bernardo tenía razón: poco a poco el hombre que representa monstruos y portentos de la naturaleza para realzar las cosas de Dios «por medio de un espejo y en un enigma», se aficiona a la naturaleza misma de las monstruosidades que crea y se deleita en ellas y por ellas y acaba viendo sólo a través de ellas. Basta con que miréis, vosotros que aún tenéis vista, los capiteles de vuestro claustro –y señaló con la mano hacia fuera de las ventanas, en dirección a la iglesia–, ¿qué significan esas monstruosidades ridículas, esas hermosuras deformes y esas deformidades hermosas, desplegadas ante los ojos de los monjes consagrados a la meditación? Esos monos sórdidos. Esos leones, esos centauros, esos seres semihumanos con la boca en el vientre, con un solo pie, con orejas en punta. Esos tigres de piel jaspeada, esos guerreros luchando, esos cazadores que soplan el cuerno, y esos cuerpos múltiples con una sola cabeza y esas muchas cabezas con un solo cuerpo. Cuadrúpedos con cola de serpiente, y peces con cabeza de cuadrúpedo, y aquí un animal que por delante parece caballo y por detrás macho cabrío, y allá un equino con cuernos y ¡ea! al monje ya le agrada más leer los mármoles que los manuscritos, y admira las obras del hombre en lugar de meditar sobre las leyes de Dios. ¡Vergüenza deberíais sentir por el deseo de vuestros ojos y por vuestras sonrisas!

El anciano imponente se detuvo. Jadeaba. Admiré la vívida memoria con que, quizá después de tantos años de ceguera, recordaba las imágenes cuya deformidad estaba describiendo. Llegué a sospechar, incluso, que, si aún podía hablar de ellas con tanto apasionamiento, era porque en la época en que las había contemplado no era improbable que hubiese sucumbido a su seducción. Pues con frecuencia he encontrado las representaciones más seductoras del pecado precisamente en las páginas de los hombres más virtuosos, que condenaban su fascinación y sus efectos. Signo de que esos hombres son tan fogosos en el testimonio de la verdad, que por amor a Dios no vacilan en atribuir al mal todos los encantos con que éste se envuelve, para que los hombres conozcan mejor las artes que utiliza el maligno para seducirlos. Y, en efecto, las palabras de Jorge despertaron en mí un gran deseo de ver los tigres y los monos del claustro, que aún no había examinado. Pero Jorge interrumpió el curso de mis ideas porque, ya menos excitado, retomó la palabra.

—Nuestro Señor no necesitó tantas necedades para indicarnos el recto camino. En sus parábolas nada hay que mueva a risa o que provoque miedo. Adelmo, en cambio, cuya muerte ahora lloráis, gozaba tanto con las monstruosidades que pintaba, que había perdido de vista aquellas cosas últimas cuya imagen material debían representar. Y recorrió todos, digo todos –su voz se volvió solemne y amenazadora–, los senderos de la monstruosidad. O sea que Dios sabe castigar.

Sobre los presentes cayó un silencio embarazoso. Se atrevió a quebrarlo Venancio de Salvemec.

—Venerable Jorge –dijo–, vuestra virtud os hace ser injusto. Dos días antes de la muerte de Adelmo, presenciasteis una discusión erudita que se desarrolló precisamente en este scriptorium. Adelmo, que se permitía representar seres extravagantes y fantásticos, se preocupaba, sin embargo, de que su arte cantase la gloria de Dios, y fuese un instrumento para conocer las cosas celestes. Hace un momento fray Guillermo citaba al Areopagita a propósito del conocimiento a través de la deformidad. Y Adelmo citó en aquella ocasión a otra autoridad eminentísima, la del doctor de Aquino, cuando dijo que conviene que las cosas divinas se representen más en la figura de los cuerpos viles que en la figura de los cuerpos nobles. Primero, porque así el alma humana se libera más fácilmente del error. En efecto, resulta claro que ciertas propiedades no pueden atribuirse a las cosas divinas, mientras que, tratándose de representaciones a través de la figura de cuerpos nobles, esa imposibilidad ya no sería tan evidente. Segundo, porque este tipo de representación conviene más al conocimiento de Dios que tenemos en esta tierra: en efecto, se nos manifiesta más en lo que no es que en lo que es, y por eso las comparaciones con las cosas que más lejos están de Dios nos permiten llegar a una idea más exacta de él, porque de ese modo sabemos que está por encima de lo que decimos y pensamos. Y, en tercer lugar, porque así las cosas de Dios se esconden mejor de las personas indignas. En suma, lo que discutíamos era cómo se puede descubrir la verdad a través de expresiones sorprendentes, ingeniosas y enigmáticas. Y yo le recordé que en la obra del gran Aristóteles había encontrado palabras bastante claras en ese sentido...

—No recuerdo –lo interrumpió con sequedad Jorge–, soy muy viejo. No recuerdo. Tal vez he sido demasiado severo. Ahora es tarde, debo marcharme.

—Es raro que no recordéis –insistió Venancio–. Fue una discusión muy sabia y muy bella, en la que también intervinieron Bencio y Berengario. En efecto, se trataba de saber si las metáforas, los juegos de palabras y los enigmas, que los poetas parecen haber imaginado sólo para deleitarse, pueden incitar a una reflexión distinta y sorprendente sobre las cosas, y yo decía que el sabio también debe poseer esa virtud... Y también estaba Malaquías...

—Si el venerable Jorge no recuerda, respeta su edad y la fatiga de su mente... por lo demás, siempre tan viva –intervino uno de los monjes que asistían a la discusión.

La frase había sido pronunciada con tono agitado, al menos inicialmente, porque, queriendo justificar la respetabilidad de Jorge, su autor había puesto en evidencia una debilidad del anciano, por lo que refrenó el ímpetu de su intervención y acabó casi en un susurro que sonó como un pedido de excusas. El que había hablado era Berengario da Arundel, el ayudante del bibliotecario. Era un joven de rostro pálido, y al observarlo recordé lo que había dicho Ubertino de Adelmo: sus ojos parecían los de una mujer lasciva. Amedrentado por las miradas de todos; que entonces se posaron en él, se retorcía los dedos de las manos como si intentase sofrenar una tensión íntima.

La reacción de Venancio fue muy extraña. Miró de tal modo a Berengario que éste bajó los ojos:

—Muy bien, hermano –dijo–, si la memoria es un don de Dios, también la capacidad de olvido puede ser encomiable, y debe respetarse. Y yo la respeto en el anciano hermano con quien hablaba. De ti esperaba un recuerdo más vivo de lo que sucedió estando aquí reunidos con tu queridísimo amigo...

No sabría decir si Venancio pronunció con especial énfasis la palabra «queridísimo». El hecho es que advertí la sensación de incomodidad que se apoderó de los asistentes. Cada uno miraba hacia otro lado y nadie miraba a Berengario, que se cubrió de rubor. De pronto intervino Malaquías, y dijo con tono de autoridad:

—Venid, fray Guillermo, os mostraré otros libros interesantes.

El grupo se deshizo. Vi que Berengario echaba a Venancio una mirada cargada de rencor, y que Venancio se la devolvía, desafiándolo sin palabras. Al advertir que el anciano Jorge se alejaba, movido por un sentido de respetuosa reverencia, me incliné para besar su mano. El anciano recibió el beso, posó su mano sobre mi cabeza y preguntó quién era. Cuando le hube dicho mi nombre, se le iluminó el rostro.

—Llevas un nombre grande y muy bello –dijo–. Sabes quién fue Adso de Montier-en-Der? –preguntó. Confieso que no lo sabía. Y el mismo Jorge respondió–: Fue el autor de un libro grande y tremendo, el Libellus de Antichristo, donde profetizó lo que habría de suceder... pero no lo escucharon como merecía.

—El libro fue escrito antes del milenio –dijo Guillermo– y esos hechos no se produjeron...

—Para el que no tiene ojos para ver –dijo el ciego–. Las vías del Anticristo son lentas y tortuosas. Llega cuando no lo esperamos; no porque el cálculo del apóstol esté errado, sino porque no hemos aprendido el arte en que ese cálculo se basa –y gritó, en voz muy alta, volviendo el rostro hacia la sala, y con una sonoridad que retumbó en las bóvedas del scriptorium–. ¡Ya llega! ¡No perdáis los últimos días riéndoos de los monstruitos de piel jaspeada y cola retorcida! ¡No desperdiciéis los últimos siete días!

 

PRIMER DÍA

VÍSPERAS

 Donde se visita el resto de la abadía, Guillermo extrae algunas conclusiones sobre la muerte de Adelmo, y se habla con el hermano vidriero sobre los vidrios para leer y sobre los fantasmas para los que quieren leer demasiado.  

En aquel momento llamaron a vísperas y los monjes se dispusieron a abandonar sus mesas. Malaquías nos dio a entender que también nosotros debíamos marcharnos. Él y su ayudante, Berengario, se quedarían para poner todo en orden y (así se expresó) preparar la biblioteca para la noche. Guillermo le preguntó si después cerraría las puertas.

—No hay puertas que impidan el acceso al scriptorium desde la cocina y el refectorio, ni a la biblioteca desde el scriptorium. Más fuerte que cualquier puerta ha de ser la interdicción del Abad. Y los monjes deben utilizar la cocina y el refectorio hasta completas. Llegado ese momento, para impedir que algún extraño o algún animal, para quienes no vale la interdicción, pueda entrar en el Edificio, yo mismo cierro las puertas de abajo, que conducen a las cocinas y al refectorio, y a partir de esa hora el Edificio queda aislado.

Bajamos. Mientras los monjes se dirigían hacia el coro, mi maestro decidió que el Señor nos perdonaría que no asistiéramos al oficio divino (¡el Señor tuvo que perdonarnos muchas cosas en los días que siguieron!) y me propuso que recorriéramos la meseta para familiarizarnos con el sitio.

Salimos por la cocina y atravesamos el cementerio: había lápidas más recientes, y otras signadas por el paso del tiempo, que hablaban de las vidas de monjes desaparecidos hacía siglos. Las tumbas, con sus cruces de piedra, no llevaban nombres. 

El tiempo empezaba a ponerse feo. Se había levantado un viento frío y un velo de niebla cubrió el cielo. El ocaso se adivinaba detrás de los huertos y la oscuridad invadía ya la parte oriental, hacia la que nos dirigimos pasando junto al coro de la iglesia para llegar al fondo de la meseta. Allí, casi contra la muralla, donde ésta tocaba el torreón oriental del Edificio, se encontraban los chiqueros, y vimos a los porquerizos que estaban tapando la tinaja donde habían vertido la sangre de los cerdos. Advertimos que detrás de los chiqueros la muralla era más baja y permitía asomarse al exterior. Al pie de la muralla, el terreno, cuya pendiente era muy pronunciada, estaba cubierto por un terrado que la nieve no lograba disimular totalmente. Comprendí que se trataba del estercolero: desde donde estábamos se arrojaban los detritos, que llegaban hasta el recodo donde empezaba el sendero por el que se había venturado Brunello en su huida. Digo estiércol porque se trataba de un gran vertedero de materia hedionda, cuyo olor subía hasta el parapeto por el que me asomaba. Sin duda los campesinos accedían al estercolero por la parte inferior y utilizaban aquellos detritos en sus campos. Además de las deyecciones de los animales y de los hombres, había otros desperdicios sólidos, todo el flujo de materias muertas que la abadía expelía de su cuerpo para mantenerse pura y diáfana en su relación con la cima de la montaña y con el cielo.

En los establos de al lado los arrieros estaban llevando los animales hacia sus pesebres. Recorrimos el camino bordeado del lado de la muralla por los distintos establos, y, a la derecha, a espaldas del coro, por el dormitorio de los monjes y, después, por las letrinas. Donde la muralla doblaba hacia el sur, justo en el ángulo, estaba el edificio de la herrería. Los últimos herreros estaban acomodando sus herramientas y apagando las fraguas, para acudir al oficio divino. Guillermo mostró curiosidad por conocer una parte de los talleres, separada casi del resto, donde un monje estaba acomodando sus herramientas. En su mesa se veía una bellísima colección de vidrios multicolores. Eran de dimensiones pequeñas, pero contra la pared había hojas más grandes. Ante él había un relicario, todavía sin acabar, pero en cuya armazón de plata ya había empezado a engastar vidrios y otras piedras, valiéndose de sus instrumentos para reducirlos a las dimensiones de una gema.

Así fue como conocimos a Nicola da Morimondo, el maestro vidriero de la abadía. Nos explicó que en la parte de atrás de la herrería también se soplaba el vidrio, mientras que en la parte de delante, donde estaban los herreros, se unían los vidrios con tiras de plomo para hacer vidrieras. Pero, añadió, la gran obra de vidriería, que adornaba la iglesia y el Edificio, ya se había realizado hacía más de dos siglos. Ahora sólo se hacían trabajos menores, o reparaciones exigidas por el paso de los años.

—Y a duras penas –añadió–, porque ya no se consiguen los colores de antes, sobre todo el azul, que aún podéis admirar en el coro, cuya transparencia es tan perfecta que cuando el sol está alto derrama en la nave una luz paradisíaca. Los vidrios de la parte occidental de la nave, renovados hace poco, no tienen aquella calidad, y eso se ve en los días de verano. Es inútil, ya no tenemos la sabiduría de los antiguos, ¡se acabó la época de los gigantes!

—Somos enanos –admitió Guillermo–, pero enanos subidos sobre los hombros de aquellos gigantes, y, aunque pequeños, a veces logramos ver más allá de su horizonte.

—¡Dime en qué los superamos! –exclamó Nicola–. Cuando bajes a la cripta de la iglesia, donde se guarda el tesoro de la abadía, verás relicarios de tan exquisita factura que el adefesio que miserablemente estoy construyendo – y señaló su obra encima de la mesa– ¡te parecerá una burda imitación!

—No está escrito que los maestros vidrieros deban seguir haciendo ventanas y los orfebres relicarios, si los maestros del pasado han sabido producirlos tan bellos y destinados a durar muchos siglos. Si no, la tierra se llenaría de relicarios, en una época tan poco prolífica en santos de donde obtener reliquias –dijo bromeando Guillermo–. Y no se seguirá eternamente soldando vidrios para las ventanas. Pero he visto en varios países cosas nuevas que se hacen con vidrio, y me han sugerido la idea de un mundo futuro en que el vidrio no sólo está al servicio de los oficios divinos; sino que se use también para auxiliar las debilidades del hombre. Quiero que veas una obra de nuestra época, de la que me honro en poseer un utilísimo ejemplar.

Metió las manos en el sayo y extrajo sus lentes, que dejaron sorprendido a nuestro interlocutor.

Nicola cogió la horquilla que Guillermo le ofrecía. La observó con gran interés, y exclamó:

—«Ojos de vidrio con funda.» ¡Me habló de ellas cierto fray Giordano que conocí en Pisa! Decía que su invención aún no databa de dos décadas. Pero ya han transcurrido otras dos desde aquella conversación.

—Creo que se inventaron mucho antes –dijo Guillermo–, pero son difíciles de fabricar, y para ello se requieren maestros vidrieros muy expertos. Exigen mucho tiempo y mucho trabajo. Hace diez años un par de estos «vidrios [o lentes] de los ojos para leer», se vendieron en Bolonia por seis sueldos. Hace más de una década el gran maestro Salvirio degli Armati me regaló un par, y durante todos estos años los he conservado celosamente como si fuesen, como ya lo son, parte de mi propio cuerpo.

—Espero que uno de estos días me los dejéis examinar. No me disgustaría fabricar otros similares –dijo emocionado Nicola.

—Por supuesto –consintió Guillermo–, pero ten en cuenta que el espesor del vidrio debe cambiar según el ojo al que ha de adaptarse, y es necesario probar con muchas de estas lentes hasta escoger la que tenga el espesor adecuado al ojo del paciente.

—¡Qué maravilla! –seguía diciendo Nicola–. Sin embargo, muchos hablarían de brujería y de manipulación diabólica...

—Sin duda, puedes hablar de magia en estos casos –admitió Guillermo–. Pero hay dos clases de magia. Hay una magia que es obra del diablo y que se propone destruir al hombre mediante artificios que no es lícito mencionar. Pero hay otra magia que es obra divina, ciencia de Dios que se manifiesta a través de la ciencia del hombre, y que sirve para transformar la naturaleza, y uno de cuyos fines es el de prolongar la misma vida del hombre. Esta última magia es santa, y los sabios deberán dedicarse cada vez más a ella, no sólo para descubrir cosas nuevas, sino también para redescubrir muchos secretos de la naturaleza que el saber divino ya había revelado a los hebreos, a los griegos, a otros pueblos antiguos e, incluso hoy, a los infieles (¡no te digo cuántas cosas maravillosas de óptica y ciencia de la visión se encuentran en los libros de estos últimos!). Y la ciencia cristiana deberá recuperar todos estos conocimientos que poseían los paganos y poseen los infieles «como de injustos poseedores».

—Pero, ¿por qué los que poseen esa ciencia no la comunican a todo el pueblo de Dios?

—Porque no todo el pueblo de Dios está preparado para recibir tantos secretos, y a menudo ha sucedido que los depositarios de esta ciencia fueron confundidos con magos que habían pactado con el diablo, pagando con sus vidas el deseo que habían tenido de compartir con los demás su tesoro de conocimientos. Yo mismo, durante los procesos en que se acusaba a alguien de mantener comercio con el diablo, tuve que evitar el uso de estas lentes, y recurrí a secretarios dispuestos a leerme los textos que necesitaba conocer, porque, en caso contrario, como la presencia del demonio era tan ubicua que todos respiraban, por decirlo así, su olor azufrado, me habrían tomado por un amigo de los acusados. Además, como advertía el gran Roger Bacon, no siempre los secretos de la ciencia deben estar al alcance de todos, porque algunos podrían utilizarlos para cosas malas. A menudo el sabio debe hacer que pasen por mágicos libros que en absoluto lo son, que sólo contienen buena ciencia, para protegerlos de las miradas indiscretas.

—¿Temes, pues, que los simples puedan hacer mal uso de esos secretos? –preguntó Nicola.

—En lo que se refiere a los simples, sólo temo que se espanten, al confundirlos con aquellas obras del demonio que con excesiva frecuencia suelen pintarles los predicadores. Mira, he conocido médicos habilísimos que habían destilado medicinas capaces de curar en el acto una enfermedad. Pero suministraban su ungüento o infusión a los simples, pronunciando al mismo tiempo palabras sagradas, o salmodiando frases que parecían plegarias. No lo hacían porque estas últimas tuviesen virtudes curativas, sino para que los simples, creyendo que la curación procedía de la plegaria, tragasen la infusión o se pusiesen el ungüento, y se curasen sin prestar excesiva atención a su fuerza efectiva. Y además para que el ánimo, estimulado por la confianza en la fórmula devota, estuviese mejor dispuesto para acoger la acción corporal de la medicina. Pero a menudo los tesoros de la ciencia deben defenderse, no de los simples, sino de los sabios. En la actualidad se fabrican máquinas prodigiosas, de las que algún día te hablaré, mediante las cuales se puede dirigir verdaderamente el curso de la naturaleza. Pero, ¡ay! si cayesen en manos de hombres que las usaran para extender su poder terrenal y saciar su ansia de posesión. Me han dicho que en Catay un sabio ha mezclado un polvo que, en contacto con el fuego, puede producir un gran estruendo y una gran llama, destruyendo todo lo que está alrededor, a muchas brazas de distancia. Artificio prodigioso si fuese utilizado para desviar el curso de los ríos o para deshacer la roca cuando hay que roturar nuevas tierras. Pero, ¿y si alguien lo usase para hacer daño a sus enemigos?

—Quizá fuese bueno, si se tratara de enemigos del pueblo de Dios –dijo devotamente Nicola.

—Quizá –admitió Guillermo–. Pero, ¿cuál es hoy el enemigo del pueblo de Dios? ¿El emperador Ludovico o el papa Juan?

—¡Oh, Señor! –dijo asustado Nicola–, ¡no quisiera tener que decidir yo solo un asunto tan doloroso!

—¿Ves? A veces es bueno que los secretos sigan protegidos por discursos oscuros. Los secretos de la naturaleza no se transportan en pieles de cabra o de oveja. Dice Aristóteles en el libro de los secretos que cuando se comunican demasiados arcanos de la naturaleza y del arte se rompe un sello celeste, y que ello puede ser causa de no pocos males. Lo que no significa que no haya que revelar nunca los secretos, sino que son los sabios quienes han de decidir cuándo y cómo.

—Por eso es bueno que en sitios como éste –dijo Nicola–, no todos los libros estén al alcance de todos.

—Esa es otra historia –dijo Guillermo–. Se puede pecar por exceso de locuacidad y por exceso de reticencia. No quise decir que haya que esconder las fuentes del saber. Pienso, incluso, que está muy mal hacerlo. Lo que quise decir es que, tratándose de arcanos capaces de engendrar tanto el bien como el mal, el sabio tiene el derecho y el deber de utilizar un lenguaje oscuro, sólo comprensible para sus pares. El camino de la ciencia es difícil, y es difícil distinguir en él lo bueno de lo malo. Y muchas veces los sabios de estos nuevos tiempos sólo son enanos subidos sobre los hombros de otros enanos.

La amable conversación con mi maestro debía de haber predispuesto a Nicola para las confidencias, porque, haciéndole un guiño (como para decirle: yo y tú nos entendemos porque hablamos de las mismas cosas), dijo a modo de alusión:

—Sin embargo, allí –y señaló el Edificio–, los secretos de la ciencia están bien custodiados mediante artificios mágicos...

—¿Sí? –dijo Guillermo aparentando indiferencia–. Puertas atrancadas, severas prohibiciones, amenazas, supongo.

—¡Oh, no! Más que eso...

—¿Qué, por ejemplo?

—Bueno, no lo sé con exactitud, yo no me ocupo de libros sino de vidrios, pero en la abadía circulan historias extrañas...

—¿Qué tipo de historias?

—Extrañas. Por ejemplo, acerca de un monje que durante la noche quiso aventurarse en la biblioteca, para buscar un libro que Malaquías se había negado a darle, y vio serpientes, hombres sin cabeza, y otros con dos cabezas.

Por poco salió loco del laberinto... 

—¿Por qué hablas de magia y no de apariciones diabólicas?

—Porque aunque sólo sea un pobre maestro vidriero no soy tan ignorante. El diablo (¡Dios nos proteja!) no tienta a un monje con serpientes y hombres bicéfalos. En todo caso lo hace con visiones lascivas, como las que asaltaban a los padres del desierto. Además, si es malo acceder a ciertos libros, ¿por qué el diablo impediría que un monje obrase mal?

—Me parece un buen entimema –admitió mi maestro.

—Por último, cuando ajusté las vidrieras del hospital me entretuve hojeando algunos de los libros de Severino. Había un libro de secretos, escritos, creo, por Alberto Magno. Me atrajeron algunas miniaturas curiosas, y leí ciertas páginas donde se describía el modo de untar la mecha de una lámpara de aceite para que el humo que de ella se desprenda provoque visiones. Habrás advertido, o todavía no, porque este es tu primer día en el monasterio, que durante la noche el piso superior del Edificio está iluminado. En algunos sitios se percibe una luz muy tenue a través de las ventanas. Muchos se han preguntado qué puede ser, y se ha hablado de fuegos fatuos, o de las almas de los monjes bibliotecarios que después de muertos regresan para visitar su reino. Aquí hay muchos que aceptan esta explicación. Yo pienso que se trata de lámparas preparadas para provocar visiones. Sabes, si tomas grasa de la oreja de un perro y untas con ella la mecha, el que respira el humo de esa lámpara creerá que tiene cabeza de perro, y si alguien se encuentra a su lado lo verá con cabeza de perro. Y hay otro ungüento que hace sentir grandes como elefantes a los que están cerca de la lámpara. Y con los ojos de un murciélago y de dos peces cuyo nombre no recuerdo, y la hiel de un lobo, puedes hacer que la mecha al arder te provoque visiones de los animales que has utilizado. Y con la cola de la lagartija provocas visiones en las que todo parece de plata, y con la grasa de una serpiente negra y un trozo de mortaja la habitación parecerá llena de serpientes. Estoy seguro. En la biblioteca hay alguien muy astuto...

—Pero, ¿no podrían ser las almas de los bibliotecarios muertos las que hacen esas brujerías?

Nicola quedó perplejo e inquieto:

—En eso no había pensado. Quizá sea así. Dios nos proteja. Es tarde, ya ha empezado el oficio de vísperas. Adiós.

Y se dirigió hacia la iglesia.

Seguimos caminando hacia el sur: a la derecha el albergue de los peregrinos y la sala capitular con el jardín; a la izquierda los trapiches, el molino, los graneros, los almacenes, la casa de los novicios. Y todos a toda prisa hacia la iglesia.

—¿Qué pensáis de lo que ha dicho Nicola? –pregunté.

—No sé. En la biblioteca sucede algo, y no creo que sean las almas de los bibliotecarios muertos...

—¿Por qué?

—Porque supongo que han sido tan virtuosos que ahora están en el reino de los cielos contemplando el rostro de la divinidad, si esta respuesta te satisface. En cuanto a las lámparas, si las hay, ya las veremos. Y en cuanto a los ungüentos de que hablaba nuestro vidriero, existen maneras más fáciles de provocar visiones, y Severino las conoce muy bien, como pudiste comprobar esta misma tarde. Lo cierto es que en la abadía se desea que nadie entre por la noche en la biblioteca, y que, en cambio, muchos han intentado, o intentan, hacerlo.

—¿Y qué tiene que ver nuestro crimen con este asunto?

—¿Crimen? Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que Adelmo se suicidó.

—¿Por qué lo haría?

—¿Recuerdas esta mañana cuando reparé en el estercolero? Al subir por la vuelta del camino que pasa bajo el torreón oriental había observado signos de un derrumbamiento: o sea que una parte del terreno, más o menos en el sitio donde se acumula el estiércol, estaba derrumbada hasta el pie de dicho torreón. Por eso esta tarde, cuando miramos desde arriba, vimos el estiércol poco cubierto de nieve, o apenas cubierto por la última de ayer, y no por la de los días anteriores. En cuanto al cadáver de Adelmo, el Abad nos ha dicho que estaba destrozado por las rocas, y al pie del torreón oriental los pinos empiezan justo donde acaba la construcción. En cambio, sí hay rocas en el sitio donde acaba la muralla: forman una especie de escalón desde el que cae el estiércol.

—¿Entonces?

—Entonces piensa si acaso no sería más... ¿cómo decirlo?... menos oneroso para nuestra mente pensar que Adelmo, por razones que aún debemos averiguar, se arrojó sponte sua por el parapeto de la muralla, rebotó en las rocas y ya muerto o herido, se precipitó hacia el montón de estiércol. Después, el huracán de aquella noche provocó un derrumbamiento que arrastró el estiércol, parte del terreno y también el cuerpo del pobrecillo hasta el pie del torreón oriental.

—¿Por qué decís que ésta es una solución menos onerosa para nuestra mente?

—Querido Adso, no conviene multiplicar las explicaciones y las causas mientras no haya estricta necesidad de hacerlo. Si Adelmo cayó desde el torreón oriental es preciso que haya penetrado en la biblioteca, que alguien lo haya golpeado primero para que no opusiese resistencia, que éste haya encontrado la manera de subir con su cuerpo a cuestas hasta la ventana, que la haya abierto y haya arrojado por ella al infeliz. Con mi hipótesis, en cambio, nos basta Adelmo, su voluntad y un derrumbamiento del terreno. Todo se explica utilizando menor número de causas.

—Pero, ¿por qué se habría matado?

—Pero, ¿por qué lo habrían matado?

En cualquiera de los dos casos, hay que buscar las razones. Y no me cabe la menor duda de que existen. En el Edificio se respira un aire de reticencia, todos nos ocultan algo. Por de pronto ya hemos recogido algunas insinuaciones, en realidad bastante vagas, acerca de cierta relación extraña que existía entre Adelmo y Berengario. O sea que hemos de vigilar al ayudante del bibliotecario.

Mientras hablábamos, acabó el oficio de vísperas. Los sirvientes regresaban a sus viviendas antes de retirarse a cenar; los monjes se dirigían al refectorio. El cielo ya estaba oscuro y empezaba a nevar. Una nieve ligera, de pequeños copos blandos, que continuaría, creo, durante gran parte de la noche, porque a la mañana siguiente toda la meseta, como diré, apareció cubierta por un manto de blancura.

Tenía hambre y acogí con alivio la propuesta de ir al comedor.

 

PRIMER DÍA

COMPLETAS

 Donde Guillermo y Adso disfrutan de la amable hospitalidad del Abad y de la airada conversación de Jorge.

Grandes antorchas iluminaban el refectorio. Los monjes ocupaban una fila de mesas, dominada por la del Abad que estaba dispuesta perpendicularmente sobre un amplio estrado. En el lado opuesto había un púlpito, donde ya estaba instalado el monje que haría la lectura durante la cena. El Abad nos esperaba junto a una fuentecilla con un paño blanco para secarse las manos después del lavado, de acuerdo con los antiquísimos consejos de San Pacomio.

El Abad invitó a Guillermo a su mesa y dijo que por aquella noche, dado que también yo acababa de llegar, gozaría del mismo privilegio, aunque fuese un novicio benedictino. En los días sucesivos, me dijo con tono paternal, podría sentarme con los monjes, o, si mi maestro me encargaba alguna tarea, pasar antes o después de las comidas por la cocina, donde los cocineros se ocuparían de mí.

Ahora los monjes estaban de pie junto a las mesas, inmóviles, con la capucha sobre el rostro y las manos bajo el escapulario. El Abad se acercó a su mesa y pronunció el «Bendecid.»  Desde el púlpito el cantor entonó el «Comerán los pobres». El Abad dio su bendición y todos tomaron asiento. 

La regla de nuestro fundador prevé una comida bastante sobria, pero deja al Abad en libertad de decidir cuanto alimento necesitan de hecho los monjes. Por otra parte, en nuestras abadías reina una gran tolerancia respecto a los placeres de la mesa. No hablo de las que, desgraciadamente, se han convertido en cuevas de glotones; pero, incluso las que se inspiran en criterios de penitencia y virtud, proporcionan a los monjes, dedicados casi siempre a pesadas tareas intelectuales, una alimentación no excesivamente refinada pero sí sustanciosa. Por otra parte, la mesa del Abad siempre goza de cierto privilegio, entre otras razones porque no es raro que acoja huéspedes importantes, y las abadías están orgullosas de los productos de su tierra y de sus establos, así como de la pericia de sus cocineros.

La comida de los monjes se desarrolló en silencio, como de costumbre, y cada uno se comunicaba con los otros mediante el habitual alfabeto de los dedos. Una vez que los platos destinados a todos pasaban por la mesa del Abad, los primeros en ser servidos eran los novicios y los monjes más jóvenes.

En la mesa del Abad estaban sentados con nosotros Malaquías, el cillerero, y los dos monjes más ancianos, Jorge de Burgos, el anciano ciego que ya había conocido en el scriptorium, y el viejísimo Alinardo da Grottaferrata: casi centenario, cojo y de aspecto frágil, me pareció que estaba ido. De él nos dijo el Abad que había hecho su noviciado en la abadía y que desde entonces vivía en ella, de modo que era capaz de recordar hechos ocurridos al menos ochenta años antes. Esto nos lo dijo al principio, en voz baja, porque después se atuvo a la usanza de nuestra orden y escuchó en silencio el desarrollo de la lectura. Pero, como ya he dicho, en la mesa del Abad cabían ciertas libertades, y tuvimos ocasión de alabar los platos que nos ofrecieron, al tiempo que el Abad celebraba la calidad de su aceite o de su vino. En cierto momento, al servirnos de beber, nos recordó, incluso, aquellos pasajes de la regla donde el santo fundador señala que, sin duda, el vino no conviene a los monjes, pero, como es imposible impedir la bebida a los monjes de nuestro tiempo, al menos debe evitarse que beban hasta la saciedad, porque el vino vuelve apóstatas incluso a los sabios, como recuerda el Eclesiástico. Benito decía: «en nuestros tiempos», y se refería a los suyos, ya tan lejanos. Imaginemos los tiempos en los que transcurrió aquella cena en la abadía, después de tantos años de decadencia moral (¡y no hablo de los míos, de los tiempos en que escribo esta historia, con la diferencia de que aquí, en Melk, lo que más corre es la cerveza!): o sea que se bebió sin exagerar, pero también sin privarse del gusto.

Comimos carne al asador, cerdos recién matados, y advertí que para los otros platos no se usaba grasa de animales ni aceite de colza, sino buen aceite de oliva, que procedía de los terrenos abaciales situados al pie de la montaña, del lado del mar. El Abad nos hizo probar el pollo (reservado para su mesa) que había visto preparar en la cocina. Observé, detalle bastante raro, que también disponía de una horquilla metálica, cuya forma me recordaba la de las lentes de mi maestro: hombre de noble extracción, nuestro anfitrión no deseaba ensuciarse las manos con la comida, e incluso nos ofreció su instrumento, al menos para coger las carnes de la gran fuente y ponerlas en nuestras escudillas. Yo no acepté, pero Guillermo lo hizo de buen grado, utilizando con desenvoltura aquel utensilio de señores, quizá para demostrarle al Abad que los franciscanos no eran necesariamente personas de escasa educación y de extracción humilde.

Entusiasmado con tanta buena comida (después de varios días de viaje en que nos habíamos alimentado con lo que encontramos), me distraje y perdí el hilo de la lectura, que había seguido desarrollándose con devoción. Volví a prestarle atención al escuchar un vigoroso gruñido de asentimiento que emitió Jorge. Y comprendí que había llegado a la parte en que siempre se lee un capítulo de la Regla. Recordando lo que había dicho aquella tarde, no me asombró la satisfacción que ahora expresaba. En efecto, el lector decía: «Imitemos el ejemplo del profeta, que dice: lo he decidido, vigilaré por donde voy, para no pecar con mi lengua, he puesto una mordaza en mi boca, me he humillado enmudeciendo, me he abstenido de hablar hasta de las cosas honestas. Y si en este pasaje el profeta nos enseña que a veces por amor al silencio habría que abstenerse incluso de los discursos lícitos, ¡cuánto más debemos abstenernos de los discursos ilícitos para evitar el castigo de este pecado!» Y añadió: «Pero a las vulgaridades, las tonterías y las bufonadas las condenamos a reclusión perpetua, en todos los sitios, y no permitimos que el discípulo abra la boca para proferir esa clase de discursos.»

—Y valga esto para la nota marginal de que se hablaba hoy –no pudo dejar de comentar Jorge en voz baja–. Juan Crisóstomo ha dicho que Cristo nunca rió.

—Nada en su naturaleza humana lo impedía –observó Guillermo–, porque la risa, como enseñan los teólogos, es propia del hombre.

—«tal vez pudo [hacerlo], pero no se lee que lo hubiera hecho [la risa], dijo escuetamente Jorge, citando a Pedro Cantor.

Comer ya cocinado –susurró Guillermo.

—¿Qué?

–preguntó Jorge, creyendo que se refería a la comida que acababan de servirle.

—Son las palabras que según Ambrosio pronunció San Lorenzo en la parrilla, cuando invitó a sus verdugos a que le dieran vuelta, como también recuerda Prudencio en el Peristefanes –dijo Guillermo haciéndose el santo–. San Lorenzo sabía, pues, reír y decir cosas risibles, aunque más no fuera para humillar a sus enemigos.

—Lo que demuestra que la risa está bastante cerca de la muerte y de la corrupción del cuerpo –replicó con un gruñido Jorge, y debo admitir que su lógica era irreprochable.

En ese momento el Abad nos invitó amablemente a callar. Por lo demás, la cena ya estaba terminando. El Abad se puso de pie e hizo la presentación de Guillermo. Alabó su sabiduría, mencionó su fama, y anunció a los monjes que le había rogado que investigara la muerte de Adelmo, invitándoles a responder a sus preguntas, y a avisar a sus subalternos en toda la abadía para que también lo hicieran. Les dijo, además, que facilitaran su investigación, siempre y cuando, añadió, no violase las reglas del monasterio. En cuyo caso necesitaría una autorización expresa de su parte.

Acabada la cena, los monjes se dispusieron a dirigirse hacia el coro para asistir al oficio de completas. Volvieron a echarse las capuchas sobre los rostros y se pusieron en fila ante la puerta. Permanecieron quietos un momento y luego se encaminaron hacia el coro, al que entraron por la puerta septentrional, después de atravesar, siempre en fila, el cementerio.

Nosotros salimos junto con el Abad. —¿Ahora se cierran las puertas del Edificio? –preguntó Guillermo.

—Una vez que los sirvientes hayan limpiado el refectorio y las cocinas, el propio bibliotecario cerrará todas las puertas, atrancándolas desde dentro.

—¿Desde dentro? ¿Y él por dónde sale?

El Abad clavó un momento sus ojos en Guillermo, con gesto adusto:

—Sin duda no duerme en la cocina –dijo bruscamente, y apretó el paso.

—¡Vaya, vaya! –me susurró Guillermo–, o sea que existe otra entrada, pero nosotros no debemos conocerla –sonreí orgulloso de su deducción, pero me regañó–. No te rías. Ya has visto que en este recinto la risa no goza de buena reputación.

Entramos al coro. Ardía una sola lámpara, situada sobre un robusto trípode de bronce que tendría la altura de dos hombres. En silencio, los monjes se acomodaron en los bancos, mientras el lector leía un pasaje de una homilía de San Gregorio.

Después el Abad hizo una señal y el cantor entonó Señor, ten piedad de nosotros. El Abad respondió «pero tú. Señor, ten compasión de nosotros». «Nuestra ayuda en el nombre del Señor. Que hizo el cielo y la tierra.» Son invocaciones litúrgicas entresacadas de la Sagrada Escritura, sobre todo del libro de los Salmos, y todos profirieron a coro «pero tú, Señor, ten compasión de nosotros. Nuestra ayuda en el nombre del Señor. Que hizo el cielo y la tierra.» (Son invocaciones litúrgicas entresacadas de la Sagrada Escritura, sobre todo del libro de los Salmos). «pero tú. Señor, ten compasión de nosotros». «Nuestra ayuda en el nombre del Señor.» «Que hizo el cielo y la tierra.» (Son invocaciones litúrgicas entresacadas de la Sagrada Escritura, sobre todo del libro de los Salmos).  Entonces se inició el canto de los salmos: Cuando invoco, respóndeme, ¡oh Dios de mi justicia! Te agradeceré Señor con todo mi corazón; bendecid al Señor, siervos todos del Señor. Nosotros no nos habíamos sentado. Desde donde estábamos, al fondo de la nave central, pudimos ver a Malaquías, que apareció de pronto entre las sombras, procedente de una capilla lateral.

—No pierdas de vista ese sitio –me dijo Guillermo–. Podría haber allí un pasaje que condujera al Edificio.

—¿Por debajo del cementerio?

—¿Por qué no? Pensándolo bien, en alguna parte debe de haber un osario, es imposible que durante siglos hayan seguido enterrando a todos los monjes en ese trozo de tierra.

—Pero, ¿de verdad queréis entrar de noche en la biblioteca? –pregunté aterrado.

—¿Dónde están los monjes difuntos y las serpientes y las luces misteriosas, mi buen Adso? No, muchacho. Hoy pensé en hacerlo, y no por curiosidad sino porque intentaba resolver el problema de la muerte de Adelmo. Pero ahora, como ya te he dicho, me inclino hacia una explicación más lógica, y, al fin y al cabo, tampoco quisiera violar las reglas de este sitio.

—Entonces, ¿por qué queréis saber?

—Porque la ciencia no consiste sólo en saber lo que debe o puede hacerse, sino también en saber lo que podría hacerse aunque quizá no debiera hacerse. Por eso le decía hoy al maestro vidriero que el sabio debe velar de alguna manera los secretos que descubre, para evitar que otros hagan mal uso de ellos. Pero hay que descubrir esos secretos, y esta biblioteca me parece más bien un sitio donde los secretos permanecen ocultos.

Dicho eso, se dirigió hacia la salida, porque el oficio había terminado. Los dos estábamos muy cansados y fuimos a nuestra celda. Me acurruqué en lo que Guillermo, bromeando, y me dormí en seguida.

SEGUNDO DÍA

MAITINES  

Donde pocas horas de mística felicidad son interrumpidas por un hecho sumamente sangriento.  

Símbolo unas veces del demonio y otras de Cristo resucitado, no existe animal más mudable que el gallo. En nuestra orden los hubo perezosos, que no cantaban al despuntar el sol. Por otra parte, sobre todo en los días de invierno, el oficio de maitines se desarrolla cuando aún es de noche y la naturaleza está dormida, porque el monje debe levantarse en la oscuridad, y en la oscuridad debe orar mucho tiempo, en espera del día, iluminando las tinieblas con la llama de la devoción. Por eso la costumbre prevé sabiamente que algunos monjes no se acuesten como sus hermanos, sino que velen y pasen la noche recitando con ritmo siempre igual el número de salmos que les permita medir el tiempo transcurrido, para que, una vez cumplidas las horas consagradas al sueño de los otros, puedan dar a los otros la señal de despertar.

Así, aquella noche nos despertaron los que recorrían el dormitorio y la casa de los peregrinos tocando una campanilla, mientras uno iba de celda en celda gritando el Benedicamus Domino, al que respondían sucesivos Bendigamos al Señor.

Guillermo y yo nos atuvimos al uso benedictino; en menos de media hora estuvimos listos para afrontar la nueva jornada, y nos dirigimos hacia el coro, donde los monjes esperaban arrodillados en el suelo, recitando los primeros quince salmos, hasta que entraran los novicios conducidos por su maestro. Después, cada uno se sentó en su puesto y el coro entonó el «Señor, abrirás mis labios y mi boca anunciará tu alabanza» (Salmo 50,17).  El grito ascendió hacia las bóvedas de la iglesia como la súplica de un niño. Dos monjes subieron al púlpito y cantaron el salmo noventicuatro,  al que siguieron los otros prescriptos. Y sentí el ardor de una fe renovada.

Los monjes estaban en sus asientos, sesenta figuras igualadas por el sayo y la capucha, sesenta sombras apenas iluminadas por la lámpara del gran trípode, sesenta voces consagradas a la alabanza del Altísimo. Y al escuchar aquella conmovedora armonía, preludio de las delicias del paraíso, me pregunté si de verdad la abadía era un sitio de misterios ocultos, de ilícitos intentos de descubrirlos y de oscuras amenazas. Porque en aquel momento la veía, en cambio, como refugio de santos, cenáculo de virtudes, relicario de saber, arca de prudencia, torre de sabiduría, recinto de mansedumbre, bastión de entereza, turíbulo de santidad.

Después de los salmos comenzó la lectura del texto sagrado. Algunos monjes cabeceaban por el sueño, y uno de los que habían velado aquella noche recorría los asientos con una lamparilla para despertar a los que se quedaban dormidos. Cuando eso sucedía, el monje sorprendido in fraganti debía pagar su falta cogiendo la lámpara y continuando la ronda de vigilancia. Después se cantaron otros seis salmos. A los que siguió la bendición del Abad. El semanero pronunció las oraciones, y todos se inclinaron hacia el altar en un minuto de recogimiento cuya dulzura sólo puede comprenderse si se ha vivido alguna vez un momento tan intenso de ardor místico y de profunda paz interior. Finalmente, con la capucha de nuevo sobre el rostro, se sentaron todos y entonaron el solemne Te Deum. También yo alabé al Señor por haberme librado de mis dudas, descargándome de la sensación de inquietud en que me había sumido el primer día pasado en la abadía. Somos seres frágiles, me dije, incluso entre estos monjes doctos y devotos el maligno esparce pequeñas envidias, sutiles enemistades, pero es sólo humo que el viento impetuoso de la fe disipa tan pronto como todos se reúnen en el nombre del Padre, y Cristo vuelve a estar con ellos.

Entre maitines y laudes el monje no regresa a su celda, aunque todavía sea noche cerrada. Los novicios se dirigieron con su maestro hacia la sala capitular, para estudiar los salmos; algunos monjes permanecieron en la iglesia para acomodar los objetos litúrgicos; la mayoría se encaminó al claustro donde en silencio cada uno se hundió en la meditación; y lo mismo hicimos Guillermo y yo. Los sirvientes aún dormían, y seguían durmiendo cuando, con el cielo todavía oscuro, regresamos al coro para el oficio de laudes.

Se entonaron de nuevo los salmos, y uno en especial, entre los previstos para el lunes, volvió a sumirme en los temores de antes: «La culpa se ha apoderado del impío, de lo íntimo de su corazón, no hay temor de Dios en sus ojos, actúa fraudulentamente con él, y así su lengua se vuelve odiosa.» Pensé que era un mal augurio que justo aquel día la regla prescribiese una admonición tan terrible. Tampoco calmó mis palpitaciones de inquietud la habitual lectura del Apocalipsis, que siguió a los salmos de alabanza. Y volví a ver las figuras de la portada que tanto habían subyugado mi corazón y mis ojos el día anterior. Pero después del responsorio, el himno y el versículo, cuando estaba iniciándose el cántico del evangelio, percibí a través de las ventanas del coro, justo encima del altar, una pálida claridad que ya encendía los diferentes colores de las vidrieras, mortificados hasta entonces por la tiniebla. Aún no era la aurora, que triunfaría durante prima, justo en el momento de entonar el «Dios que es el esplendor admirable de los santos.» «Salido ya el sol» (Himno I de Prima). Apenas era el débil anuncio del alba invernal, pero bastó, y bastó para reconfortar mi corazón la leve penumbra que en la nave estaba reemplazando a la oscuridad nocturna.

Cantábamos las palabras del libro divino, y, mientras así dábamos testimonio del Verbo que había venido a iluminar a las gentes, me pareció que el astro diurno iba invadiendo el templo con todo su fulgor. Me pareció que la luz, aún ausente, resplandecía en las palabras del cántico, lirio místico que se abría oloroso entre la crucería de las bóvedas. «Gracias, Señor, por ese momento de goce indescriptible», oré en silencio, y dije a mi corazón: «Y tú, necio, ¿qué temes?»

De pronto se alzaron clamores por el lado de la puerta septentrional. Me pregunté cómo podía ser que los sirvientes, que debían de estar preparándose para iniciar sus tareas, perturbasen de aquel modo el oficio sagrado. En ese momento entraron tres porquerizos y, con el terror en el rostro, se acercaron al Abad para susurrarle algo. Al comienzo éste hizo ademán de calmarlos, como si no desease interrumpir el oficio, pero entraron otros sirvientes y los gritos se hicieron más fuertes: «¡Es un hombre, un hombre muerto!», dijo alguien, y otros: «Un monje, ¿no has visto los zapatos?»

Los que estaban orando callaron. El Abad salió a toda prisa, haciéndole una señal al cillerero para que lo siguiese. Guillermo fue tras ellos, pero ya los otros monjes abandonaban sus asientos y se precipitaban fuera de la iglesia.

El cielo estaba claro y la capa de nieve sobre el suelo realzaba la luminosidad de la meseta. Detrás del coro, frente a los chiqueros, donde desde el día anterior se destacaba la presencia del gran recipiente para la sangre de los cerdos, un extraño objeto casi cruciforme asomaba del borde de la tinaja, como dos palos clavados en el suelo, que, cubiertos con trapos, sirviesen para espantar a los pájaros.

Pero eran dos piernas humanas, las piernas de un hombre clavado de cabeza en la vasija llena de sangre.  

El Abad ordenó que extrajeran el cadáver del líquido infame (porque, lamentablemente, ninguna persona viva habría podido permanecer en aquella posición obscena). Vacilando, los porquerizos se acercaron al borde y, no sin mancharse, extrajeron la pobre cosa sanguinolenta. Como me habían explicado, si se mezclaba bien en seguida después del sacrificio, y se dejaba al frío, la sangre no se coagulaba, pero la capa que cubría el cadáver empezaba a endurecerse, empapaba la ropa y volvía el rostro irreconocible. Se acercó un sirviente con un cubo de agua y lo arrojó sobre el rostro del miserable despojo. Otro se inclinó con un paño para limpiarle las facciones. Y ante nuestros ojos apareció el rostro blanco de Venancio de Salvernec, el especialista en griego con quien habíamos conversado por la tarde ante los códices de Adelmo.

—Quizás Adelmo se haya suicidado –dijo Guillermo, mirando fijamente aquel rostro– pero sin duda, éste no. Y tampoco cabe pensar que haya trepado por casualidad hasta el borde de la tinaja y haya caído dentro por error.

El Abad se le acercó:

—Como veis, fray Guillermo, algo sucede en la abadía, algo que requiere toda vuestra sabiduría. Pero, os lo suplico, ¡actuad pronto!

—¿Estaba en el coro durante el oficio? –preguntó Guillermo, señalando el cadáver.

—No. Había notado que su asiento estaba vacío.

—¿No faltaba nadie más?

—Me parece que no. No vi nada.

Guillermo vaciló antes de formular la siguiente pregunta, y luego la susurró, cuidando de que nadie más lo escuchara:

—¿Berengario estaba en su sitio?

El Abad lo miró con inquieta admiración, como dando casi a entender que se asombraba de que mi maestro abrigase una sospecha que durante un momento él mismo había abrigado, pero por razones más comprensibles.

Después dijo rápidamente:

—Estaba. Su asiento se encuentra en la primera fila, casi a mi derecha.

—Desde luego –dijo Guillermo–, todo esto no significa nada. No creo que nadie, para entrar al coro, haya pasado por detrás del ábside, de modo que el cadáver pudo haber estado aquí desde hace varias horas, al menos desde que todos se fueron a dormir.

—Es cierto, los primeros sirvientes se levantan al alba, y por eso sólo lo han descubierto ahora.

Guillermo se inclinó sobre el cadáver, como si estuviese habituado a tratar con cuerpos muertos. Mojó el paño que yacía a un lado en el agua del cubo y limpió mejor el rostro de Venancio. Entre tanto los otros monjes se apiñaban aterrados, formando un círculo vocinglero que el Abad estaba intentando acallar. Entre ellos se abrió paso Severino, a quien incumbía el cuidado de los cuerpos de la abadía, y se inclinó junto a mi maestro. Para escuchar su diálogo, y para ayudar a Guillermo, que necesitaba otro paño limpio empapado de agua, me uní a ellos, haciendo un esfuerzo para vencer mi terror y mi asco.

—¿Alguna vez has visto un ahogado? –preguntó Guillermo.

—Muchas veces –dijo Severino–. Y, si no interpreto mal lo que insinuáis, su rostro no es como éste; las facciones aparecen hinchadas.

—Entonces el hombre ya estaba muerto cuando alguien lo arrojó a la tinaja.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—¿Por qué habría de matarlo? Estamos ante la obra de una mente perversa. Pero ahora hay que ver si el cuerpo presenta heridas o contusiones. Propongo llevarlo a los baños, desnudarlo, lavarlo y examinarlo. En seguida estaré contigo.

Y mientras Severino, una vez recibida la autorización del Abad, hacía transportar el cuerpo por los porquerizos, mi maestro pidió que se ordenara a los monjes regresar al coro por el mismo camino que habían utilizado al venir, y que otro tanto hicieran los sirvientes, para que el espacio quedara vacío. Sin preguntarle la razón de ese pedido, el Abad lo satisfizo. De modo que nos quedamos solos junto a la tinaja, cuya sangre se había derramado en parte durante la macabra operación, manchando de rojo la nieve circundante que el agua vertida había disuelto en varios sitios, solos junto al gran cuajarón oscuro en el lugar donde habían acostado el cadáver.

—Bonito enredo –dijo Guillermo señalando el complejo juego de pisadas que los monjes y los sirvientes habían dejado alrededor–. La nieve, querido Adso, es un admirable pergamino en el que los cuerpos de los hombres escriben con gran claridad. Pero éste es un palimpsesto mal rascado y quizá no logremos leer nada de interés. De aquí a la iglesia, los monjes han pasado en tropel, de aquí al chiquero y a los establos, ha pasado una multitud de sirvientes. El único espacio intacto es el que va de los chiqueros al Edificio.

Veamos si descubrimos algo interesante.

—Pero, ¿qué queréis descubrir? –pregunté.

—Si no se arrojó solo al recipiente, alguien lo trajo hasta aquí cuando ya estaba muerto, supongo. Y el que transporta el cuerpo de otro deja huellas profundas en la nieve. Ahora mira si encuentras alrededor unas huellas que te parezcan distintas de las de estos monjes vociferantes que han arruinado nuestro pergamino.

Eso hicimos. Y me apresuro a decir que fui yo, Dios me salve de la vanidad, quien descubrí algo entre el recipiente y el Edificio. Eran improntas de pies humanos, bastante hondas, en una zona por la que nadie había pasado, y, como mi maestro advirtió de inmediato, menos nítidas que las dejadas por los monjes y los sirvientes, signo de que había caído nieve sobre ellas y que, por tanto, databan de más tiempo. Pero lo que nos pareció más interesante fue que entre aquellas improntas había una huella más continua, como de algo arrastrado por el que había dejado las improntas. O sea, una estela que iba de la tinaja a la puerta del refectorio, por el lado del Edificio que estaba entre la torre meridional y la septentrional.

—Refectorio, scriptorium, biblioteca –dijo Guillermo–. De nuevo la biblioteca. Venancio murió en el Edificio, y muy probablemente en la biblioteca.

—¿Por qué justo en la biblioteca?

—Trato de ponerme en el lugar del asesino. Si Venancio hubiese muerto, asesinado, en el refectorio, en la cocina o en el scriptorium, ¿por qué no dejarlo allí? Pero si murió en la biblioteca, había que llevarlo a otro sitio, ya sea porque en la biblioteca nunca lo habrían descubierto (y quizá al asesino le interesaba precisamente que lo descubrieran), o bien porque quizá el asesino no desea que la atención se concentre en la biblioteca.

—¿Y por qué podría interesarle al asesino que lo descubrieran?

—No lo sé. Son hipótesis. ¿Quién te asegura que el asesino mató a Venancio porque lo odiaba? Podría haberlo matado, como a cualquier otro, para significar otra cosa. 

—  «toda criatura del mundo es como un libro y escritura», –murmuré–. Pero, ¿qué tipo de signo sería?

—Eso es lo que no sé. Pero no olvidemos que también existen signos que sólo parecen tales, pero que no tienen sentido, como blitiri o bu-ba-baff...

—¡Sería atroz matar a un hombre para decir bu-ba-baff!

—Sería atroz –comentó Guillermo– matar a un hombre para decir Credu in unum Deum...

En ese momento llegó Severino. Había lavado y examinado cuidadosamente el cadáver: Ninguna herida, ninguna contusión en la cabeza.

Muerto como por encanto.

—¿Como por castigo divino? –preguntó Guillermo.

—Quizá –dijo Severino.

—¿O por algún veneno?

Severino vaciló:

—También puede ser.

—¿Tienes venenos en el laboratorio? –preguntó Guillermo, mientras nos encaminábamos hacia el hospital.

—También los tengo. Pero depende de lo que entiendas por veneno. Hay sustancias que en pequeñas dosis son saludables, y que en dosis excesivas provocan la muerte. Como todo buen herbolario, las poseo y las uso con discreción. En mi huerto cultivo, por ejemplo, la valeriana. Pocas gotas en una infusión de otras hierbas sirven para calmar al corazón que late desordenadamente. Una dosis exagerada provoca entumecimiento y puede matar.

—¿Y no has observado en el cadáver los signos de algún veneno en particular?

—Ninguno. Pero muchos venenos no dejan huellas.

Habíamos llegado al hospital. El cuerpo de Venancio, lavado en los baños, había sido transportado allí y yacía sobre la gran mesa del laboratorio de Severino: los alambiques y otros instrumentos de vidrio y loza me hicieron pensar (aunque sólo tuviese una idea indirecta del mismo) en el laboratorio de un alquimista. En una larga estantería fijada a la pared externa se veía un nutrido conjunto de frascos, jarros y vasijas con sustancias de diferentes colores.

—Una hermosa colección de simples –dijo Guillermo–. ¿Todos proceden de vuestro jardín?

—No –dijo Severino–. Muchas sustancias, raras y que no crecen en estas zonas, han ido llegando a lo largo de los años, traídas por monjes de todas partes del mundo. Tengo cosas preciosas y rarísimas, junto con otras sustancias que pueden obtenerse fácilmente en la vegetación de este sitio. Mira... alghalingho pesto, procede de Catay, me la dio un sabio árabe. Aloe sucotrino, procede de las Indias, óptimo cicatrizante. Ariento vivo, resucita a los muertos, mejor dicho, despierta a los que han perdido el sentido. Arsénico: peligrosísimo, un veneno mortal para el que lo ingiere. Borraja, planta buena para los pulmones enfermos. Betónica, buena para las fracturas de la cabeza.

Almáciga, detiene los flujos pulmonares y los catarros molestos. Mirra...

—¿La de los magos? –pregunté.

—La de los magos, pero aquí sirve para evitar los abortos, y procede de un árbol llamado Balsamodendron myrra. Esta otra es numia, rarísima, producto de la descomposición de los cadáveres momificados, y sirve para preparar muchos medicamentos casi milagrosos. Mandrágora officinalis, buena para el sueño...

—Y para despertar el deseo de la carne –comentó mi maestro.

—Eso dicen, pero aquí no se la usa de esa manera, como podéis imaginar –sonrió Severino–. Mirad esta otra –dijo cogiendo un frasco–, tucia, milagrosa para los ojos.

—¿Y ésta qué es? –preguntó con mucho interés Guillermo tocando una piedra apoyada en un estante. 

—¿Esta? Me la regalaron hace tiempo. La llaman lopris amatiti o lapis ematitis. Parece poseer diversas virtudes terapéuticas, pero aún no las he descubierto. ¿La conocéis?

—Sí –dijo Guillermo–. Pero no como medicina.

Extrajo del sayo un cuchillito y lo acercó lentamente a la piedra. Cuando el cuchillito, que su mano desplazaba con mucha delicadeza, estuvo muy cerca de la piedra, vi que la hoja hacía un movimiento brusco, como si Guillermo hubiese perdido el pulso, cosa que no era posible, porque lo tenía muy firme.

Y la hoja se adhirió a la piedra con un ruidito metálico.

—¿Ves? –me dijo Guillermo–. Atrae el hierro.

—¿Y para qué sirve?

—Para varias cosas que ya te explicaré. Ahora quisiera saber, Severino, si aquí hay algo capaz de matar a un hombre.

Severino reflexionó un momento, demasiado largo diría yo, dada la nitidez de su respuesta:

—Muchas cosas. Ya te he dicho que el límite entre el veneno y la medicina es bastante tenue, los griegos usaban la misma palabra, pharmacon, para referirse a los dos.

—¿Y no hay nada que os hayan sustraído últimamente?

Severino volvió a reflexionar. Luego, sopesando casi las palabras, dijo:

—Nada, últimamente.

—¿Y en el pasado?

—Quizá. No recuerdo. Hace treinta años que estoy en la abadía, y veinticinco en el hospital.

—Demasiado para una memoria humana –admitió Guillermo. Luego dijo, de pronto–: Ayer hablábamos de plantas que pueden provocar visiones. ¿Cuáles son?

Con gestos y ademanes, Severino dio a entender que le interesaba evitar ese tema:

—Mira, tendría que pensarlo, son tantas las sustancias milagrosas que tengo aquí. Pero, mejor hablemos de Venancio. ¿Qué me dices de él? —Tendría que pensarlo –contestó Guillermo.

 

 SEGUNDO DÍA

PRIMA

 

Donde Bencio da Upsala revela algunas cosas, Berengario da Arundel revela otras, y Adso aprende en qué consiste la verdadera penitencia.

 

El desgraciado incidente había trastornado la vida de la comunidad. La agitación debida al hallazgo del cadáver había interrumpido el oficio sagrado. El Abad había ordenado en seguida a los monjes que regresaran al coro para orar por el alma de su hermano.

Las voces de los monjes eran entrecortadas. Nos situamos en una posición que nos permitiese estudiar sus fisonomías en los momentos en que, según la liturgia, no tuvieran puesta la capucha. En seguida divisamos el rostro de Berengario. Pálido, contraído, reluciente de sudor. El día anterior habíamos oído en dos ocasiones rumores sobre él y las relaciones especiales que tenía con Adelmo. Lo llamativo no era el hecho de que, siendo coetáneos, fuesen amigos, sino el tono evasivo con que se había aludido a aquella amistad.

Junto a él percibimos a Malaquías. Oscuro, ceñudo, impenetrable. Junto a Malaquías, el rostro igualmente impenetrable del ciego Jorge. Nos llamó la atención, en cambio, el nerviosismo de Bencio de Upsala, el estudioso de retórica que habíamos conocido el día anterior en el scriptorium, y sorprendimos una rápida mirada que lanzó en dirección a Malaquías.

—Bencio está nervioso; Berengario, aterrado –observó Guillermo–.

Habrá que interrogarlos en seguida.

—¿Por qué? –pregunté ingenuamente.

—Nuestro oficio es duro. Duro oficio el del inquisidor; tiene que golpear a los más débiles, y cuando mayor es su debilidad.

En efecto: apenas acabado el oficio, nos acercamos a Bencio, que se dirigía a la biblioteca. El joven pareció contrariado al oír que Guillermo lo llamaba, y pretextó débilmente que tenía trabajo. Parecía con prisa por llegar al scriptorium. Pero mi maestro le recordó que el Abad le había encargado una investigación, y lo condujo al claustro. Nos sentamos en el parapeto interno, entre dos columnas. Bencio esperaba que Guillermo hablase, echando cada tanto miradas hacia el Edificio.

—Entonces –preguntó Guillermo–, ¿qué se dijo aquel día en que Adelmo, tú, Berengario, Venancio, Malaquías y Jorge discutisteis sobre los marginalia?

—Ya lo oísteis ayer. Jorge señaló que no es lícito adornar con imágenes risibles los libros que contienen la verdad. Venancio observó que el propio Aristóteles había hablado de los chistes y de los juegos de palabras como instrumentos para descubrir mejor la verdad, y que, por tanto, la risa no debía de ser algo malo si podía convertirse en vehículo de la verdad. Jorge señaló que, por lo que recordaba, Aristóteles había hablado de esas cosas en el libro de la Poética y refiriéndose a las metáforas. Y que ya eran dos circunstancias inquietantes: primero, porque la Poética, durante tanto tiempo ignorada por el mundo cristiano, y quizá por decreto divino, nos ha llegado a través de los moros infieles...

—Pero fue traducida al latín por un amigo del angélico doctor de Aquino –observó Guillermo.

—Eso fue lo que yo le dije –comentó Bencio, reanimándose de pronto–. Conozco poco el griego y pude acercarme a ese gran libro precisamente a través de la traducción de Guillermo de Moerbeke. Así se lo dije. Pero Jorge añadió que el segundo motivo para inquietarse era que el Estagirita se refería allí a la poesía, que es una disciplina sin importancia y que vive de figmenta. A lo que Venancio replicó que también los salmos son obra de poesía y utilizan metáforas, y Jorge montó en cólera porque, dijo, los salmos son obra de inspiración divina y utilizan metáforas para transmitir la verdad, mientras que en sus obras los poetas paganos utilizan metáforas para transmitir la mentira y sólo para proporcionar deleite, cosa que me ofendió sobremanera...

—¿Por qué?

—Porque me ocupo de retórica, y leo a muchos poetas paganos y sé... mejor dicho, creo que a través de su palabra también se han transmitido verdades naturaliter cristiane... Total que, en ese momento, si mal no recuerdo, Venancio mencionó otros libros y Jorge se enfureció mucho.

—¿Qué libros?

Bencio vaciló antes de responder:

—No recuerdo. ¿Qué importa de qué libros se habló?

—Importa mucho, porque estamos tratando de comprender algo que ha sucedido entre hombres que viven entre los libros, con los libros, de los libros, y, por tanto, también es importante lo que dicen sobre los libros.

—Es cierto –dijo Bencio, sonriendo por primera vez y con el rostro casi iluminado–. Vivimos para los libros. Dulce misión en este mundo dominado por el desorden y la decadencia. Entonces quizá podáis comprender lo que sucedió aquel día. Venancio, que conoce... que conocía muy bien el griego, dijo que Aristóteles había dedicado especialmente a la risa el segundo libro de la Poética y que si un filósofo tan grande había consagrado todo un libro a la risa, la risa debía de ser algo muy importante. Jorge dijo que muchos padres habían dedicado libros enteros al pecado, que es algo importante pero muy malo, y Venancio replicó que por lo que sabía Aristóteles había dicho que la risa era algo bueno, y adecuado para la transmisión de la verdad, y entonces Jorge le preguntó desafiante si acaso había leído ese libro de Aristóteles, y Venancio dijo que nadie podía haberlo leído todavía porque nunca se había encontrado y quizá estaba perdido. Y, en efecto, nadie ha podido leer el segundo libro de la Poética. Guillermo de Moerbeke nunca lo tuvo entre sus manos. Entonces Jorge dijo que si no lo habían encontrado era porque nunca se había escrito, porque la providencia no quería que se glorificaran cosas frívolas. Yo quise calmar los ánimos, porque Jorge monta fácilmente en cólera y Venancio lo estaba provocando con sus palabras, y dije que en la parte de la Poética que conocemos, y en la Retórica, se encuentran muchas observaciones sabias sobre los enigmas ingeniosos, Venancio estuvo de acuerdo conmigo. Ahora bien, con nosotros estaba Pacifico da Tivoli, que conoce bastante bien los poetas paganos, y dijo que en cuando a enigmas ingeniosos nadie supera a los poetas africanos. Citó, incluso, el enigma del pez, de Sinfosio:

   «Hay una casa en la tierra, que retumba con voz clara. La casa misma resuena, pero no suena el callado huésped. Ambos sin embargo corren, al mismo tiempo el huésped y la casa.»

Entonces Jorge dijo que Jesús había recomendado que nuestro discurso fuese por sí o por no, y que el resto procedía del maligno. Y que bastaba decir pez para nombrar al pez, sin ocultar su concepto con sonidos engañosos. Y añadió que no le parecía prudente tomar a los africanos como modelo... Y entonces...

—¿Entonces?

—Entonces sucedió algo que no comprendí. Berengario se echó a reír. Jorge lo reconvino y él dijo que reía porque se le había ocurrido que buscando bien entre los africanos podrían encontrarse enigmas de muy otro tipo, y no tan fáciles como el del pez. Malaquías, que estaba presente, se puso furioso, y casi cogió a Berengario por la capucha, ordenándole que atendiese sus tareas...

Berengario, como sabéis, es su ayudante...

—¿Y después?

—Después Jorge puso fin a la discusión alejándose. Todos volvimos a nuestras ocupaciones, pero mientras trabajábamos vi primero a Venancio y luego a Adelmo que se acercaban a Berengario para preguntarle algo. Desde lejos me di cuenta de que intentaba zafarse, pero a lo largo del día ambos volvieron a acercársele. Y aquella misma tarde vi a Berengario y Adelmo confabulando en el claustro, antes de dirigirse los dos al refectorio. Ya está, esto es todo lo que yo sé.

—O sea que sabes que las dos personas que han muerto recientemente en circunstancias misteriosas le habían preguntado algo a Berengario –dijo Guillermo.

Bencio respondió incómodo:

—¡No he dicho eso! He dicho qué sucedió aquel día, y porque vos me lo habíais preguntado... –Reflexionó un instante y luego añadió deprisa–: Pero si queréis conocer mi opinión, Berengario les habló de algo que hay en la biblioteca. Allí es donde deberíais buscar.

—¿Por qué piensas en la biblioteca? ¿Qué quiso decir Berengario cuando habló de buscar entre los africanos? ¿No quería decir que había que leer mejor a los poetas africanos?

—Quizá, eso pareció decir, pero entonces ¿por qué se pondría tan furioso Malaquías? En el fondo, es él quien decide si debe permitir o no la lectura de un libro de poetas africanos. Pero yo sé algo: al hojear el catálogo de los libros, se encuentra, entre las indicaciones que sólo conoce el bibliotecario, una, muy frecuente, que dice «Africa», y he encontrado incluso una que decía «finis Africae». En cierta ocasión, pedí un libro que llevaba ese signo, no recuerdo cuál, el título había despertado mi curiosidad. Y Malaquías me dijo que los libros que llevaban ese signo se habían perdido. Eso es lo que sé. Por esto os digo: bien, vigilad a Berengario, y vigiladlo cuando sale de la biblioteca. Nunca se sabe.

—Nunca se sabe –concluyó Guillermo despidiéndolo.

Después empezó a pasear por el claustro conmigo, y observó que: en primer lugar, Berengario era de nuevo blanco de las murmuraciones de sus hermanos; y, en segundo lugar, Bencio parecía ansioso por empujarnos hacia la biblioteca. Yo dije que quizá quería que descubriésemos ciertas cosas que también él quería conocer, y Guillermo admitió que bien podía ser así, pero que igual cabía la posibilidad de que empujándonos hacia la biblioteca estuviese alejándonos de otro sitio. ¿Cuál?, pregunté. Y Guillermo dijo que no lo sabía, quizá el scriptorium, la cocina, el coro, el dormitorio, el hospital. Yo dije que el día anterior había sido él, Guillermo, quien estaba fascinado por la biblioteca, y él me contestó que quería dejarse fascinar por las cosas que le gustaban y no por las que le aconsejaban otros. Aunque, sin embargo, debíamos vigilar la biblioteca, y aunque, a aquella altura de los acontecimientos, tampoco hubiera estado mal que intentásemos encontrar la manera de penetrar en ella. Porque las circunstancias ya lo autorizaban a sentirse curioso dentro de los límites de la cortesía y del respeto por los usos y las leyes de la abadía.

Nos estábamos alejando del claustro. Los sirvientes y los novicios salían de la iglesia, porque había acabado la misa. Y al doblar hacia el lado occidental del templo divisamos a Berengario, que salía por la puerta del transepto para dirigirse al Edificio a través del cementerio. Guillermo lo llamó, él se detuvo, y nos acercamos. Estaba todavía más turbado que cuando lo habíamos visto en el coro, y comprendí que Guillermo decidía aprovechar su estado de ánimo, como ya había hecho con Bencio.

—De modo que, al parecer, fuiste el último que vio a Adelmo con vida – le dijo.

Berengario vaciló, como si estuviera por desmayarse: «¿Yo?», preguntó con un hilo de voz. Guillermo había lanzado la pregunta casi al azar, probablemente porque Bencio le había dicho que después de vísperas ambos habían estado confabulando en el claustro. Pero debía de haber dado en el blanco. Y era evidente que Berengario estaba pensando en otro encuentro, que realmente había sido el último, porque empezó a hablar en forma entrecortada.

—¿Cómo podéis decir eso? ¡Lo vi antes de irme a dormir, como todos los demás!

Entonces Guillermo decidió que valía la pena acosarlo:

—No, tú lo viste después, y sabes más de lo que demuestras. Pero ya hay dos muertos en danza y no puedes seguir callando. ¡Sabes muy bien que hay muchas maneras de hacer hablar a una persona!

Más de una vez Guillermo me había dicho que, incluso cuando era inquisidor, no había recurrido jamás a la tortura, pero Berengario pensó que aludía a ella (o bien Guillermo le dio pie para que lo pensara). En cualquier caso, la estratagema dio resultado.

—Sí, sí –dijo Berengario, echándose a llorar sin dejar de hablar al mismo tiempo–; vi a Adelmo aquella noche, ¡pero cuando ya estaba muerto! 

—¿Cómo? –inquirió Guillermo–. ¿Al pie del barranco?

—No, no, lo vi en el cementerio. Caminaba entre las tumbas, espectro entre espectros. Me bastó verle para darme cuenta de que ya no formaba parte de los vivos, su rostro era el de un cadáver, sus ojos contemplaban el castigo eterno. Por supuesto, sólo a la mañana siguiente, cuando supe que había muerto, comprendí que me había topado con su fantasma, pero incluso entonces había advertido que estaba teniendo una visión y que mis ojos contemplaban un alma condenada, un lémur ¡Oh, Señor, con qué voz de ultratumba me habló!

—¿Qué dijo?

—«¡Estoy condenado!»; eso dijo. «Este que ves aquí es uno que vuelve del infierno y que al infierno debe regresar». Esto dijo. Y yo le pregunté a gritos: «¡Adelmo! ¿De veras vienes del infierno? ¿Cómo son las penas del infierno?» Y entre tanto yo temblaba, porque acababa de salir del oficio de completas, donde había escuchado la lectura de unas páginas terribles acerca de la ira del Señor. Y entonces me dijo: «Las penas del infierno son infinitamente más grandes de lo que nuestra lengua es capaz de describir. ¿Ves», dijo, «esta capa de sofismas en la que he estado envuelto hasta hoy? Pues me pesa y me aplasta como si llevase sobre los hombros la torre más grande de París o la montaña más grande del mundo. Y nunca podré quitármela de encima. Y este castigo me lo ha impuesto la justicia divina por haberme vanagloriado, por haber creído que mi cuerpo era un sitio de delicias, por haber supuesto que sabía más que los otros, y por haberme deleitado con cosas monstruosas y, al anhelarlas en mi imaginación, haberlas convertido en cosas aún más monstruosas dentro de mi alma. Y ahora tendré que vivir con ellas toda la eternidad. ¿Ves? ¡El forro de esta capa es todo como de brasas y fuego vivo, y es este el fuego que abrasa mi cuerpo, y este castigo se me ha impuesto por el pecado deshonesto de la carne, a cuyo vicio me entregué, y ahora este fuego me inflama y me quema sin cesar! ¡Acerca tu mano, bello maestro!», añadió, «para que de este encuentro puedas extraer una enseñanza útil, en pago de las muchas que de ti he recibido, ¡acerca tu mano, bello maestro!» Y sacudió un dedo de la suya, que ardía, y una pequeña gota de sudor cayó sobre mi mano, y sentí como si me la hubiese perforado, hasta el punto de que por muchos días la llevé oculta, para que la marca no se viese. Dicho eso, desapareció entre las tumbas, y a la mañana siguiente supe que el cuerpo que tanto me había aterrorizado estaba ya muerto al pie del torreón.

Berengario jadeaba, y lloraba. Guillermo le preguntó:

—¿Y por qué te llamó bello maestro? Teníais la misma edad. ¿Acaso le habías enseñado algo?

Berengario se tapó la cara con la capucha y cayó de rodillas, abrazando las piernas de Guillermo:

—¡No sé, no sé por qué me llamó así, yo no le enseñé nada! –Y estalló en sollozos–: ¡Padre, tengo miedo, quiero confesarme con vos, apiadaos de mí, un diablo me come las entrañas!

Guillermo lo apartó de sí y le tendió su mano para que se pusiera de pie.

—No, Berengario, no me pidas que te confiese. No cierres mis labios abriendo los tuyos. Lo que quiero saber de ti, me lo dirás de otro modo. Y, si no me lo dices, lo descubriré por mi cuenta. Pídeme misericordia, si quieres, pero no me pidas silencio. Son demasiados los que callan en esta abadía. Dime mejor cómo viste que su rostro estaba pálido si era noche cerrada, cómo pudiste quemarte la mano si llovía, granizaba o nevaba, qué hacías en el cementerio. ¡Vamos! –Y lo sacudió de los hombros, con brutalidad– ¡Dime eso al menos!

A Berengario le temblaba todo el cuerpo:

—No sé qué hacía en el cementerio, no recuerdo. No sé cómo vi su rostro, quizá llevaba yo una luz... No, él llevaba una luz, una vela, quizá viese su rostro a la luz de la llama...

—¿Cómo podía llevar una luz si llovía y nevaba?

—Era después de completas, en seguida después de completas todavía no nevaba, empezó después.... Recuerdo que empezaban a caer las primeras ráfagas mientras yo huía hacia el dormitorio. Huía hacia el dormitorio, y el fantasma se alejaba en dirección opuesta... Después no recuerdo nada más. Os lo ruego, no sigáis interrogándome, ya que no queréis confesarme.

—Bueno –dijo Guillermo–, ahora ve, ve al coro, ve a hablar con el Señor, ya que no quieres hablar con los hombres, o ve a buscar a un monje que quiera escuchar tu confesión. Porque si desde aquella noche no has confesado tus pecados, cada vez que te acercaste a los sacramentos cometiste sacrilegio. Ve. Ya volveremos a vernos.

Berengario se alejó corriendo. Y Guillermo se restregó las manos, como le había visto hacer siempre que estaba satisfecho por algo. —Bueno –dijo–, ahora se han aclarado muchas cosas.

—¿Aclarado, maestro? ¿Aclarado ahora que también tenemos el fantasma de Adelmo?

—Querido Adso, ese fantasma me parece bastante sospechoso, y, en cualquier caso, recitó una página que ya he leído en algún libro para uso de los predicadores. Me parece que estos monjes leen demasiado, y luego, cuando se excitan, reviven las visiones que tuvieron mientras leían. No sé si de veras Adelmo dijo esas cosas, o Berengario las escuchó porque necesitaba escucharlas. El hecho es que esta historia confirma varias hipótesis que había formulado. Por ejemplo: Adelmo se suicidó, y la historia de Berengario nos dice que, antes de morir, estuvo dando vueltas, presa de una gran excitación, y arrepentido por algo que había hecho. Estaba excitado y asustado por su pecado, porque alguien lo había asustado, e, incluso, es probable que le hubiese contado el episodio de la aparición infernal que luego, con tanta y alucinante maestría, le recitó a su vez a Berengario. Y pasaba por el cementerio porque venía del coro, donde había hablado (o se había confesado) con alguien que le había infundido terror y remordimientos. Y de allí se alejó, como revela la historia de Berengario, en dirección opuesta al dormitorio. O sea hacia el Edificio, pero también (es posible) hacia la muralla, a la altura de los chiqueros, desde donde he deducido que debió de arrojarse al barranco. Y se arrojó antes de la tormenta, murió al pie de la muralla, y sólo más tarde el derrumbamiento arrastró su cadáver hasta un punto situado entre la torre septentrional y la oriental.

—Pero, ¿y la gota de sudor ardiente?

—Ya figuraba en la historia que había escuchado y que después repitió, o que Berengario se imaginó en medio de la excitación y del remordimiento que lo dominaban. Porque, ya oíste cómo hablaba: al remordimiento de Adelmo corresponde, como antistrofa, el remordimiento de Berengario. Y, si Adelmo venía del coro, es probable que llevase un cirio, y la gota que cayó sobre la mano de su amigo sólo era una gota de cera. Pero, sin duda, la quemadura que sintió Berengario fue mucho más intensa para él porque Adelmo lo llamó maestro. O sea que Adelmo le reprochaba haberle enseñado algo que ahora lo sumía en una desesperación mortal. Y Berengario lo sabe, y sufre porque sabe que empujó a Adelmo hacia la muerte haciéndole hacer algo que no debía. Y después de lo que hemos oído decir de nuestro ayudante de bibliotecario, no es difícil imaginar, querido Adso, de qué puede tratarse.

—Creo que comprendo lo que sucedió entre ambos –dije avergonzándome de mi sagacidad–, pero, ¿no creemos todos en un Dios de misericordia? Decís que probablemente Adelmo acababa de confesarse: ¿por qué trató de castigar su primer pecado con un pecado, sin duda, aún mayor o, al menos, igual de grave?

—Porque alguien le dijo cosas que lo sumieron en la desesperación. Ya te he dicho que las palabras que asustaron a Adelmo, y con las que luego éste asustó a Berengario, procedían de algún libro de los que ahora suelen utilizar los predicadores, y que alguien se había servido de ellas para amonestar a Adelmo. Nunca como en estos últimos años los predicadores han ofrecido al pueblo, para estimular su piedad y su terror (así como su fervor y su respeto por la ley humana y divina), palabras tan truculentas, tan perturbadoras y tan macabras. Nunca como en nuestros días se han alzado, en medio de las procesiones de flagelantes, alabanzas más intensas, inspiradas en los dolores de Cristo y de la Virgen; nunca como hoy se ha insistido en excitar la fe de los simples describiéndoles las penas del infierno.

—Quizá sea por necesidad de penitencia –dije.

—Adso, nunca he oído invocar más la penitencia que en esta época, en la que ni los predicadores ni los obispos ni tampoco mis hermanos, los espirituales, logran ya promover la verdadera penitencia. 

—Pero la tercera edad, el papa angélico, el capítulo de Perusa... –dije confundido.

—Nostalgias. La gran época de la penitencia ha terminado. Por esto hasta el capítulo general de la orden puede hablar de penitencia. Hace cien o doscientos años soplaron vientos de renovación. Entonces, bastaba hablar de penitencia para ganarse la hoguera, ya fuese uno santo o hereje. Ahora cualquiera habla de ella. En cierto sentido, hasta el papa lo hace. No te fíes de las renovaciones del género humano que se comentan en las curias y en las cortes.

—Pero fray Dulcino... –me atreví a decir, curioso por saber más de aquél cuyo nombre había oído pronunciar varias veces el día anterior.

—Murió, y mal, como había vivido, porque también él llegó demasiado tarde. Además, ¿qué sabes tú de él?

—Nada, por eso os pregunto...

—Preferiría no hablar nunca de él. Tuve que ocuparme de algunos de los llamados apóstoles, y pude observarlos de cerca. Una historia triste. Te llenaría de confusión. Al menos así sucedió en mi caso. Y mayor confusión sentirías al enterarte de mi incapacidad para juzgar aquellos hechos. Es la historia de un hombre que cometió insensateces porque puso en práctica lo que había oído predicar a muchos santos. En determinado momento, ya no pude saber quién tenía la culpa, me sentí como... como obnubilado por el aire de familia que soplaba en los dos campos enfrentados: el de los santos que predicaban la penitencia y el de los pecadores que la ponían en práctica, a menudo a expensas de los otros... Pero estaba hablando de otra cosa. O quizá no, quizá siempre he hablado de lo mismo: acabada la época de la penitencia, la necesidad de penitencia se transformó para los penitentes en necesidad de muerte. Y para derrotar a la penitencia verdadera, que engendraba la muerte, quienes mataron a los penitentes enloquecidos, devolviendo la muerte a la muerte, reemplazaron la penitencia del alma por una penitencia de la imaginación, que apela a visiones sobrenaturales de sufrimiento y de sangre, espejo, según ellos, de la penitencia verdadera. Un espejo que impone en vida, a la imaginación de los simples, y a veces incluso a la de los doctos, los tormentos del infierno. Según dicen, para que nadie peque. Esperando que el miedo aparte a las almas del pecado, y confiando en poder reemplazar la rebeldía por el miedo.

—Pero; ¿es verdad que así no pecarán? –pregunté ansioso.

—Depende de lo que entiendas por pecar, Adso –dijo mi maestro–. No quisiera ser injusto con la gente de este país en el que vivo desde hace varios años, pero me parece que la poca virtud de los italianos se revela en el hecho de que, si no pecan, es por miedo a algún ídolo, aunque digan que se trata de un santo. San Sebastián o San Antonio les infunden más miedo que Cristo. Si alguien desea conservar limpio un lugar, lo que hace en este país para evitar que lo meen, porque en esto los italianos son como los perros, es grabar con el buril[14] a cierta altura una imagen de San Antonio, y eso basta para alejar a los que quieran mear en dicho sitio. Así los italianos, incitados por sus predicadores, corren el riesgo de volver a las antiguas supersticiones. Y ya no creen en la resurrección de la carne; sólo tienen miedo a las heridas corporales y a las desgracias, y por eso temen más a San Antonio que a Cristo.

—Pero Berengario no es italiano –observé.

—No importa, me refiero al clima que la iglesia y los predicadores han difundido por esta península, y que desde aquí se difunde a todas partes. Y que llega, incluso, a una venerable abadía habitada por monjes doctos como éstos.

—Pero, al menos, no pecarán –insistí, porque estaba dispuesto a contentarme con eso.

—Si esta abadía fuese un speculum mundi, ya tendrías la respuesta.

—Pero, ¿lo es?

—Para que haya un espejo del mundo es preciso que el mundo tenga una forma –concluyó Guillermo, que era demasiado filósofo para mi mente adolescente.

 

SEGUNDO DÍA

TERCIA

 

Donde se asiste a una riña entre personas vulgares, Aymaro d’Alessandria hace algunas alusiones y Adso medita sobre la santidad y sobre el estiércol del demonio. Después, Guillermo y Adso regresan al scriptorium, Guillermo ve algo interesante, mantiene una tercera conversación sobre la licitud de la risa, pero, en definitiva, no puede mirar donde querría.

 

Antes de subir al scriptorium pasamos por la cocina para alimentarnos, porque desde la hora de despertar no habíamos tomado nada. Me recuperé en seguida con una escudilla de leche caliente. La gran chimenea situada en la pared sur ardía ya como una fragua, y en el horno se estaba cociendo el pan para el día. Dos cabreros estaban descargando el cuerpo de una oveja que acababan de matar. Percibí a Salvatore entre los cocineros, y me sonrió con su boca de lobo. Y vi que cogía de una mesa un resto del pollo de la noche pasada, y lo entregaba a escondidas a los cabreros, quienes con un guiño de satisfacción lo metieron en sus chaquetas. Pero el cocinero jefe se dio cuenta y regañó a Salvatore:

—¡Cillerero, cillerero –dijo–, debes administrar los bienes de la abadía, no despilfarrarlos!

—¡Filii Dei son! –dijo Salvatore–. ¡Jesús dijo que facite por él lo que facite a uno de estos pueri![15]

—¡Fraticello de mis calzones, franciscano pedorrero! –le gritó entonces el cocinero–. ¡Ya no estás entre tus frailes mendigos! ¡De proveer a los hijos de Dios se encargará la misericordia del Abad!

El rostro de Salvatore se oscureció, y exclamó revolviéndose en un acceso de ira:

—¡No soy un fraticello franciscano! ¡Soy un monje Sancti Benedicti! ¡Merdre à toy, bogomilo de mierda!

—¡Bogomila la ramera que te follas de noche con tu verga herética, cerdo! –gritó el cocinero.

Salvatore hizo salir aprisa a los cabreros y, al pasar junto a nosotros, nos miró preocupado:

—¡Fraile –le dijo a Guillermo–, defiende tu orden, que no es la mía, explícale que los filios Francisci non ereticos esse![16] –Y después me susurró al oído–: Ille menteur, pufff –y escupió al suelo.

El cocinero lo echó de mala manera y cerró la puerta tras él.

—Fraile –le dijo a Guillermo con respeto–, no hablaba mal de vuestra orden y de los hombres santísimos que la integran. Le hablaba a ese falso franciscano y falso benedictino que no es ni carne ni pescado.

—Sé de dónde viene –dijo Guillermo con tono conciliador–. Pero ahora es un monje como tú y le debes fraterno respeto.

—Pero mete las narices donde no debe meterlas, porque lo protege el cillerero, y cree que él es el cillerero. ¡Dispone de la abadía como si le perteneciese, tanto de día como de noche!

—¿Por qué de noche? –preguntó Guillermo.

El cocinero hizo un gesto como para dar a entender que no quería hablar de cosas poco virtuosas. Guillermo no insistió, y acabó de beber su leche.

Mi curiosidad era cada vez mayor. El encuentro con Ubertino, los rumores sobre el pasado de Salvatore y del cillerero, las alusiones cada vez más frecuentes a los fraticelli y a los franciscanos heréticos, la reticencia del maestro a hablarme de fray Dulcino... En mi mente empezaban a ordenarse una serie de imágenes. Por ejemplo, mientras viajábamos habíamos encontrado al menos en dos ocasiones una procesión de flagelantes. A veces la población los miraba como santos; otras, en cambio, empezaba a correr el rumor de que eran herejes. Sin embargo, eran siempre los mismos. Caminaban en fila de a dos por las calles de la ciudad, sólo cubiertos en las partes pudendas, pues ya no tenían sentido de la vergüenza. Cada uno empuñaba un flagelo de cuero, y con él se iban azotando las espaldas hasta sacarse sangre; y vertiendo abundantes lágrimas, como si estuviesen viendo la pasión del Salvador, imploraban con un canto lastimero la misericordia del Señor y el auxilio de la Madre de Dios. No sólo de día, sino también de noche, portando cirios encendidos, a pesar del rigor del invierno, acudían en tropel a las iglesias y se arrodillaban humildemente ante los altares, precedidos por sacerdotes con cirios y estandartes, y no sólo hombres y mujeres del pueblo, sino también nobles matronas, y mercaderes... Y entonces se producían grandes actos de penitencia. Los ladrones devolvían lo robado, y otros confesaban sus crímenes.

Pero Guillermo los había mirado con frialdad y me había dicho que aquella no era verdadera penitencia. Hacía un momento me lo había repetido: el período de la gran purificación penitencial había acabado, y lo que veíamos era obra de los propios predicadores, que organizaban la devoción de las muchedumbres para evitar que éstas fuesen presa de otro deseo de penitencia... Este sí herético, y al que todos tenían miedo. Pero yo era incapaz de percibir la diferencia, aunque existiese. Me parecía que esa diferencia no residía en lo que hacían unos y otros, sino en la mirada con que la iglesia juzgaba los actos de unos y de otros.

Pensé en la discusión con Ubertino. Sin duda, Guillermo había argumentado bien, había intentado decirle que no era mucha la diferencia entre su fe mística (y ortodoxa) y la fe perversa de los herejes. Ubertino se había indignado, como si para él la diferencia estuviese clarísima. Y yo me había quedado con la impresión de que Ubertino era diferente precisamente porque era el que sabía percibir la diferencia. Guillermo se había sustraído a los deberes de la Inquisición porque ya no era capaz de percibirla. Por eso no podía hablarme de aquel misterioso fray Dulcino. Pero entonces (me decía) era evidente que Guillermo había perdido la ayuda del Señor, que no sólo enseña a percibir la diferencia, sino que también, por decirlo así, señala a sus elegidos otorgándoles tal capacidad de discriminación. Ubertino y Chiara da Montefalco (a pesar de estar rodeada de pecadores) habían conservado la santidad justamente porque eran capaces de discriminar. Esa y no otra cosa era la santidad.

Pero ¿por qué Guillermo no era capaz de discriminar? Sin embargo, era un hombre muy agudo, y en lo referente a los hechos naturales era capaz de percibir la mínima desigualdad y el mínimo parentesco entre las cosas...

Estaba sumido en estos pensamientos, mientras Guillermo acababa de beber su leche, cuando oímos un saludo. Era Aymaro d’Alessandria, a quien ya habíamos conocido en el scriptorium, y cuyo rostro me había llamado la atención: una sonrisa de mofa permanente, como si la fatuidad de los seres humanos ya no lo engañase, como si tampoco le pareciera demasiado importante esa tragedia cósmica.

—¿Entonces, fray Guillermo, ya os habéis acostumbrado a esta cueva de locos?

—Me parece un sitio habitado por hombres admirables en mérito, tanto a su santidad como a su doctrina –dijo cautamente Guillermo.

—Lo era. Cuando los abades se comportaban como abades y los bibliotecarios como bibliotecarios. Ahora, ya habéis visto lo que sucede allí arriba –y señaló el primer piso–, ese alemán medio muerto, con ojos de ciego, sólo tiene oídos para escuchar devotamente los delirios de ese español ciego, con ojos de muerto. Pareciera que el Anticristo fuese a llegar cualquiera de estos días, se rascan pergaminos pero entran poquísimos libros nuevos... Mientras aquí hacemos eso, allá abajo, en las ciudades, se actúa... Hubo tiempos en los que desde nuestras abadías se gobernaba el mundo. Hoy, ya lo veis, el emperador nos usa para que sus amigos puedan encontrarse con sus enemigos (algo he sabido de vuestra misión, los monjes hablan y hablan, no tienen otra cosa que hacer), pero sabe que el país se gobierna desde las ciudades. Nosotros seguimos recogiendo el grano y criando gallinas, mientras allí abajo cambian varas de seda por piezas de lino, y piezas de lino por sacos de especias, y todo ello por buen dinero. Nosotros custodiamos nuestro tesoro, pero allá abajo se acumulan tesoros. Y también libros. Y más bellos que los nuestros. 

—En el mundo suceden. Sí, muchas cosas nuevas. Pero, ¿por qué pensáis que la culpa es del Abad?

—Porque ha dejado la biblioteca en manos de extranjeros, y gobierna la abadía como una fortaleza cuya función fuese defender la biblioteca. Una abadía benedictina, situada en esta comarca italiana, debería ser un sitio donde decidieran los italianos, y como italianos. ¿Qué hacen hoy los italianos, que ni siquiera tienen un papa? Comercian, y fabrican, y son más ricos que el rey de Francia. Entonces, hagamos lo mismo nosotros: si sabemos hacer bellos libros, fabriquémoslos para las universidades, e interesémonos por lo que sucede allá abajo. No me refiero al emperador, con todo el respeto por vuestra misión, fray Guillermo, sino a lo que hacen los boloñeses a los florentinos. Desde aquí podríamos controlar el paso de los peregrinos y los mercaderes que van desde Italia a la Provenza, y viceversa. Abramos la biblioteca a los textos escritos en lengua vulgar, y subirán hasta aquí incluso aquellos que ya no escriben en latín. En cambio, nos domina un grupo de extranjeros, que siguen dirigiendo la biblioteca como si en Cluny fuese todavía abad el buen Odilon.

—Pero el Abad es italiano –dijo Guillermo.

—Aquí el Abad no cuenta para nada –dijo Aymaro, siempre con su sonrisa de mofa–. En lugar de cabeza tiene un armario de la biblioteca, con carcoma. Para contrariar al papa, deja que la abadía sea invadida por fraticelli... Me refiero, fraile, a esos herejes, tránsfugas de vuestra orden santísima. Y, para agradar al emperador, hace venir monjes de todos los monasterios del norte, como si aquí no tuviésemos excelentes copistas, y hombres que saben griego y árabe, y como si en Florencia o en Pisa no hubiese hijos de mercaderes, ricos y generosos, dispuestos a entrar en la orden, si la orden les ofreciera la posibilidad de acrecentar el poder y el prestigio de sus padres. Pero aquí sólo existe indulgencia con las cosas del mundo cuando se trata de permitir a los alemanes que... ¡Oh, Señor, fulminad mi lengua porque estoy por decir cosas poco convenientes!

—¿En la abadía suceden cosas poco convenientes? –preguntó Guillermo, como quien no quiere la cosa, mientras se servía más leche.

—También el monje es un hombre –sentenció Aymaro.

»Pero aquí son menos hombres que en otros sitios –añadió luego–. Y quede claro que, si algo he dicho, no he sido yo quien lo ha dicho.

—Muy interesante. ¿Y son opiniones sólo vuestras o hay muchos que piensan como vos?

—Muchos, muchos. Muchos que ahora lamentan la desgracia del pobre Adelmo, pero que no se hubiesen quejado si al precipicio hubiera caído otro, que ronda por la biblioteca más de lo que debiera.

—¿Qué queréis decir?

—He hablado demasiado. Aquí hablamos demasiado, como ya habréis advertido. Aquí, de una parte, nadie respeta el silencio. Y, de otra, se lo respeta demasiado. Aquí, en lugar de hablar o de callar, habría que actuar. En la época de oro de nuestra orden, cuando un abad no tenía temple de abad, una buena copa de vino envenenado y ya estaba, a elegir el sucesor. Desde luego, fray Guillermo, no os he dicho estas cosas para hablar mal del Abad o de los otros hermanos. Dios me guarde de hacerlo. Por suerte, no tengo el feo vicio de la maledicencia. Pero no quisiera que el Abad os hubiera pedido que investigaseis sobre mí o sobre otros monjes, como Pacifico da Tivoli o Pietro de Sant’Albano. Nosotros no tenemos nada que ver con lo que sucede en la biblioteca. Aunque ya quisiéramos tener un poco más que ver. Y, ahora, destapad este nido de víboras vos, que habéis quemado tantos herejes.

—Nunca quemé a nadie –respondió secamente Guillermo.

—Era una manera de decir –admitió Aymaro, con una amplia sonrisa–.

Buena caza, fray Guillermo, pero prestad atención de noche.

—¿Por qué no de día?

—Porque de día se cura el cuerpo con las hierbas buenas y de noche se enferma la mente con las hierbas malas. No creáis que Adelmo se precipitó al abismo empujado por las manos de otro, ni que las manos de alguien hundieron a Venancio en la sangre. Aquí hay uno que no quiere que los monjes decidan por sí solos adónde ir, qué hacer y qué leer. Y se recurre a las fuerzas del infierno, o de los nigromantes amigos del infierno, para confundir las mentes de los curiosos...

—¿Habláis del padre herbolario?

—Severino da Sant’Emmerano es buena persona. Desde luego, alemán él, alemán Malaquías... 

Y, después de haber demostrado una vez más que no estaba dispuesto a hablar mal de nadie, Aymaro subió a la sala de trabajo.  

—¿Qué habrá querido decirnos? –pregunté.

—Todo y nada. Una abadía es siempre un sitio donde los monjes luchan entre sí para conseguir el gobierno de la comunidad. También ocurre en Melk, aunque, siendo novicio, puede que aún no hayas tenido tiempo de percibirlo. Pero en tu país conquistar el gobierno de una abadía significa conquistar una posición desde la cual se trata directamente con el emperador. En este país, en cambio, la situación es distinta, el emperador está lejos, incluso cuando baja hasta Roma. No hay cortes, y ahora ni siquiera existe la del papa. Como ya habrás visto, lo que hay son ciudades.

—Sí, y me han impresionado mucho. En Italia la ciudad no es como en mi tierra... No es sólo un sitio para habitar: es un sitio para tomar decisiones. Siempre están todos en la plaza, los magistrados de la ciudad importan más que el emperador o que el papa... Son... reinos aparte.

—Y los reyes son los mercaderes. Y su arma es el dinero. El dinero, en Italia, no tiene la misma función que en tu país o en el mío. El dinero circula en todas partes, pero allí la vida sigue en gran medida dominada por el intercambio de bienes, pollos o gavillas de trigo, una hoz o un carro, y el dinero sirve para obtener esos bienes. En cambio, como habrás advertido, en las ciudades italianas son los bienes los que sirven para obtener dinero. Y también los curas y los obispos, y hasta las órdenes religiosas, deben echar cuentas con el dinero. Así se explica que la rebelión contra el poder se manifieste como reivindicación de la pobreza, y se rebelan contra el poder los que están excluidos de la relación con el dinero, y cada vez que se reivindica la pobreza estallan los conflictos y los debates, y toda la ciudad, desde el obispo al magistrado, se siente directamente atacada si alguien insiste demasiado en predicar la pobreza. Donde alguien reacciona ante el hedor del estiércol del demonio, los inquisidores huelen el hedor del demonio. Ahora comprenderás también lo que sugería Aymaro. En los tiempos áureos de la orden, una abadía benedictina era el sitio desde donde los pastores vigilaban el rebaño de los fieles. Aymaro quiere que se vuelva a la tradición. Pero la vida del rebaño ha cambiado, y para volver a la tradición (a la gloria y al poder de otros tiempos) la abadía debe aceptar que el rebaño ha cambiado, y para ello debe cambiar. Y como hoy en este país el rebaño no se domina con las armas ni con el esplendor de los ritos, sino con el control del dinero, Aymaro quiere que el conjunto de la abadía, incluida la biblioteca, se conviertan en un taller, en una fábrica de dinero.

—¿Y qué tiene que ver esto con los crímenes, o con el crimen?

—Todavía no lo sé. Pero ahora quisiera subir. Ven.  

Los monjes ya estaban trabajando. En el scriptorium reinaba el silencio, pero no era aquel silencio que emana de la laboriosa paz de los corazones.

Berengario, que había llegado poco antes que nosotros, se mostró incómodo al vernos. Los otros monjes levantaron las cabezas de sus mesas. Sabían que estábamos allí para descubrir algo relativo a Venancio, y la dirección misma de sus miradas hizo que nuestra atención se fijara en un sitio vacío, bajo una de las ventanas que daban al octógono central.

Aunque el día fuese muy frío, la temperatura en el scriptorium era agradable. No por azar lo habían instalado encima de las cocinas, que irradiaban bastante calor, entre otras causas, porque los conductos de los dos hornos de abajo pasaban por el interior de las pilastras en que se apoyaban las dos escaleras de caracol situadas en los torreones occidental y meridional. En cuanto al torreón septentrional, en la parte opuesta de la gran sala, no tenía escalera, pero sí una gran chimenea encendida que irradiaba un calor muy agradable. Además, el suelo estaba cubierto de paja, por lo que nuestros pasos eran silenciosos. El ángulo menos caldeado era el del torreón oriental, y, en efecto, noté que, como en aquel momento eran menos los monjes allí presentes que los puestos de trabajo disponibles, todos tendían a evitar las mesas situadas en ese sector. Cuando, más tarde, advertí que la escalera de caracol del torreón oriental era la única que no sólo comunicaba, hacia abajo, con el refectorio, sino también, hacia arriba, con la biblioteca, me pregunté si acaso la calefacción de la sala no obedecía a un cálculo cuidadoso, destinado a disuadir a los monjes del deseo de curiosear por aquella parte, y a facilitarle al bibliotecario el control del acceso a la biblioteca. Pero quizá fuesen sospechas exageradas, con las que intentaba imitar malamente a mi maestro, pues no tardé en advertir que semejante cálculo no hubiese sido de mucha utilidad en verano. Salvo (me dije) que en verano aquella parte fuera precisamente la más expuesta al sol, y, por consiguiente, también entonces, la menos frecuentada por los monjes.

La mesa del pobre Venancio estaba situada a espaldas de la gran chimenea y era, probablemente, una de las más codiciadas. En aquella época yo no había pasado todavía muchos años en un scriptorium, pero después gran parte de mi vida transcurriría en ellos, de modo que conozco los sufrimientos que el copista, el rubricante y el estudioso deben soportar en sus mesas durante las largas horas invernales, cuando los dedos se entumecen sobre el estilo (porque ya con una temperatura normal, después de escribir durante seis horas, los dedos sienten el terrible calambre del monje y el pulgar duele como si lo estuvieran machacando en un mortero). Y así se explica que a menudo encontremos al margen de los manuscritos frases dejadas por el copista como testimonio de su padecimiento (y de su impaciencia), por ejemplo: «¡Gracias a Dios no falta mucho para que oscurezca!» o «¡Si tuviese un buen vaso de vino!», o «Hoy hace frío, hay poca luz, este pergamino tiene pelos, hay algo que no va» Como dice un antiguo proverbio, tres dedos sostienen la pluma, pero el que trabaja es todo el cuerpo. Trabaja, es decir, sufre.

Pero estaba hablando de la mesa de Venancio. Como todas las situadas alrededor del patio octagonal, destinadas a los estudiosos, era más pequeña que las otras, situadas bajo las ventanas de las paredes externas, y destinadas a los copistas y miniaturistas. Sin embargo, también Venancio trabajaba con un atril, probablemente porque estaba consultando manuscritos que la abadía había recibido en préstamo para copiar. Encima de la mesa había una estantería baja en la que se amontonaban unos folios sueltos; como estaban en latín, deduje que era lo último que había estado traduciendo. Los folios, cubiertos por una escritura rápida, no estaban ordenados en páginas, de modo que después deberían haber pasado a las mesas del copista y del miniaturista. Por eso eran bastante ilegibles. Entre los folios se veía algún libro en griego.

Otro libro griego estaba abierto en el atril: era la obra que Venancio había estado traduciendo los últimos días. En aquella época yo todavía no sabía griego, pero mi maestro leyó el título y dijo que era de un tal Luciano y que contaba la historia de un hombre transformado en asno. Esto me hizo recordar una fábula análoga de Apuleyo, cuya lectura solía prohibirse severamente a los novicios.

—¿Cómo es que Venancio estaba traduciendo esto? –preguntó Guillermo a Berengario, que estaba a nuestro lado.

—Es un pedido que hizo a la abadía el señor de Milán. En compensación, la abadía obtendría un derecho de prelación sobre el vino que produzcan unas fincas situadas en la parte de oriente –dijo Berengario, señalando a lo lejos con la mano. Pero se apresuró a añadir–: No es que la abadía se preste a realizar trabajos venales para los laicos. Pero el que encargó la traducción consiguió que el dogo de Venecia nos prestara este precioso manuscrito griego, obsequio del emperador bizantino. Y, una vez acabado el trabajo de Venancio, habríamos hecho dos copias: una para el que encargó la traducción y otra para nuestra biblioteca. 

—Que, por tanto, también acoge fábulas paganas –dijo Guillermo.

—La biblioteca es testimonio de la verdad y del error –dijo entonces una voz a nuestras espaldas.

Era Jorge. También esa vez me asombró (y con frecuencia volvería a hacerlo en los días sucesivos) la manera inopinada que tenía aquel anciano de aparecer, como si nosotros no lo viéramos y él sí nos viese. Me pregunté, incluso, qué podía estar haciendo un ciego en el scriptorium. Pero más tarde me di cuenta de que Jorge era omnipresente en la abadía. Y a menudo estaba en el scriptorium, sentado en un sillón cerca de la chimenea, y no parecía escapársele nada de lo que sucedía en la sala. En cierta ocasión le oí preguntar en alta voz desde aquel sitio: ¿Quién sube?, mientras volvía la cabeza hacia Malaquías, que, con pasos amortiguados por la paja, se dirigía a la biblioteca. Los monjes lo estimaban mucho y solían leerle pasajes de difícil comprensión, consultarlo para redactar algún escolio o pedirle consejos sobre la manera de representar algún animal o algún santo. Entonces clavaba sus ojos muertos en el vacío, como mirando unas páginas que su memoria había conservado nítidas, y respondía que los falsos profetas van vestidos de obispos y que de sus labios salen ranas, o cuáles eran las piedras que debían adornar la muralla de la Jerusalén celeste, o que en los mapas los arimaspos (cada uno de los pobladores fabulosos de una región asiática, que tenían solamente un ojo y luchaban con los grifos para arrebatarles las riquezas de que estos eran guardadores), debían representarse cerca de la tierra del cura Juan, pero cuidando de no excederse en la pintura de su monstruosidad, porque no debían seducir al que los contemplara, sino figurar como emblemas, reconocibles pero no concupiscibles, y tampoco repelentes hasta el punto de provocar risa.

En cierta ocasión, oí que aconsejaba a un escoliasta sobre la manera de interpretar la recapitulación en los textos de Ticonio de acuerdo con las ideas de San Agustín, para no incurrir en la herejía donatista. Otra vez lo escuché aconsejar sobre la manera de distinguir, en el comentario de un texto, entre los herejes y los cismáticos. Y en otra ocasión, responder a la pregunta de un estudioso diciéndole qué libro debía buscar en el catálogo de la biblioteca, y casi en qué folio encontraría la referencia, mientras le aseguraba que el bibliotecario no pondría el menor obstáculo para entregárselo, porque se trataba de una obra inspirada por Dios. Y otra vez oí que decía que cierto libro no podía buscarse porque, si bien figuraba en el catálogo, hacía cincuenta años que las ratas lo habían arruinado, y se pulverizaba entre los dedos con sólo tocarlo. En resumen: era la memoria misma de la biblioteca, y el alma del scriptorium. A veces amonestaba a los monjes cuando les oía charlar: «¡Apresuraos a dejar testimonio de la verdad! ¡Los tiempos están próximos!», y aludía a la llegada del Anticristo.

—La biblioteca es testimonio de la verdad y del error –dijo, pues, Jorge.

—Sin duda, Apuleyo de Madaura tuvo fama de mago –dijo Guillermo–. Pero, tras el velo de la fantasía, esta fábula también contiene una valiosa moraleja, porque enseña lo caro que se pagan las faltas cometidas. Además, creo que la historia del hombre transformado en asno alude claramente a la metamorfosis del alma que cae en el pecado.

—Quizá –dijo Jorge.

—Y ahora también comprendo por qué, durante la conversación que mencionaron ayer, Venancio se interesó tanto por los problemas de la comedia. En efecto: también este tipo de fábulas puede asimilarse a las comedias de los antiguos. A diferencia de las tragedias, no narran hechos sucedidos a hombres que han existido en la realidad. Como dice Isidoro, son ficciones: Los poetas [las] llamaron fábulas de la palabra fando [hablar], porque no son hechos sucedidos, sino sólo fingidos por la palabra [es decir, hablando]».

En un primer momento no comprendí por qué Guillermo se había metido en aquella discusión erudita, y justo con un hombre que no parecía tener mayor predilección por dichos temas. Pero la respuesta de Jorge me demostró lo sutil que había estado mi maestro.

—Aquel día el tema de discusión no eran las comedias, sino sólo la licitud de la risa –dijo frunciendo el ceño.

Yo recordaba muy bien que, justo el día anterior, cuando Venancio se había referido a aquella discusión, Jorge había dicho que no recordaba sobre qué había versado.

—¡Ah! –dijo Guillermo como al descuido–. Creí que habíais hablado de las mentiras de los poetas y de los enigmas ingeniosos...

—Se habló de la risa –dijo secamente Jorge–. Los paganos escribían comedias para hacer reír a los espectadores, y hacían mal. Nuestro Señor Jesucristo nunca contó comedias ni fábulas, sino parábolas transparentes que nos enseñan alegóricamente cómo ganarnos el paraíso, amén.

—Me pregunto –dijo Guillermo–, por qué rechazáis tanto la idea de que Jesús pudiera haber reído. Creo que, como los baños, la risa es una buena medicina para curar los humores y otras afecciones del cuerpo, sobre todo la melancolía.

—Los baños son buenos, y el propio Aquinate los aconseja para quitar la tristeza, que puede ser una pasión mala cuando no corresponde a un mal susceptible de eliminarse a través de la audacia. Los baños restablecen el equilibrio de los humores. La risa sacude el cuerpo, deforma los rasgos de la cara, hace que el hombre parezca un mono.

—Los monos no ríen, la risa es propia del hombre, es signo de su racionalidad.

—También la palabra es signo de la racionalidad humana, y con la palabra puede insultarse a Dios. No todo lo que es propio del hombre es necesariamente bueno. La risa es signo de estulticia. El que ríe no cree en aquello de lo que ríe, pero tampoco lo odia. Por tanto, reírse del mal significa no estar dispuesto a combatirlo, y reírse del bien significa desconocer la fuerza del bien, que se difunde por sí solo. Por eso la Regla dice: «El décimo grado de la humildad es que el monje no sea fácil ni pronto a la risa, porque está escrito: el estólido al reír levanta la voz» (Regla de san Benito, Cap. VII, De la humildad).

—Quintiliano –interrumpió mi maestro– dice que la risa debe reprimirse en el caso del panegírico, por dignidad, pero que en muchas otras circunstancias hay que estimularla. Tácito alaba la ironía de Calpurnio Pisón. Plinio el Joven escribió: «alguna vez además río, bromeo, juego, soy hombre».

—Eran paganos –replicó Jorge–. La Regla dice: «Las chocarrerías o las palabras ociosas y que excitan la risa las condenamos en todos los lugares a una prohibición eterna y no permitimos que el discípulo abra la boca a tales expresiones.»

—Sin embargo, cuando ya el verbo de Cristo había triunfado en la tierra, Sinesio de Cirene dijo que la divinidad había sabido combinar armoniosamente lo cómico y lo trágico, y Elio Sparziano dice que el emperador Adriano, hombre de elevadas costumbres y de ánimo naturaliter cristiano, supo mezclar los momentos de alegría con los de gravedad. Por último, Ausonio recomienda dosificar con moderación lo serio y lo jocoso.

—Pero Paolino da Nola y Clemente de Alejandría nos advirtieron del peligro que encierran esas tonterías, y Sulpicio Severo dice que San Martín nunca se mostró arrebatado por la ira ni presa de la hilaridad.

—Sin embargo, menciona algunas respuestas del santo espíritu –dijo Guillermo.

—Eran respuestas rápidas y sabias, no risibles. San Efraín escribió una parénesis contra la risa de los monjes, ¡y en el «Del hábito y conversación de los monjes», se recomienda evitar las obscenidades y los chistes como si fuesen veneno de áspid!

—Pero Hildeberto dijo: «Después de ciertas cosas serias debes admitir jocosidades, pero se deben llevar a cabo de manera digna.»  Y Juan de Salisbury autoriza una hilaridad moderada. Por último, el Eclesiastés, que citabais hace un momento al mencionar vuestra Regla, si bien dice, en efecto, que la risa es propia del necio, admite al menos una risa silenciosa, la del ánimo sereno.

—El ánimo sólo está sereno cuando contempla la verdad y se deleita con el bien que ha realizado, y la verdad y el bien no mueven a risa. Por eso Cristo no reía. La risa fomenta la duda.

—Pero a veces es justo dudar.

—No veo por qué debiera serlo. Cuando se duda hay que acudir a una autoridad, a las palabras de un padre o de un doctor, y entonces desaparece todo motivo de duda. Me parece que estáis impregnado de doctrinas discutibles, como las de los lógicos de París. Pero San Bernardo, con su es así y no es así, supo oponerse al castrado Abelardo, que quería someter todos los problemas al examen frío y sin vida de una razón no iluminada por las Escrituras. Sin duda, el que acepta esas ideas peligrosísimas también puede valorar el juego del necio que ríe de aquello cuya verdad, denunciada ya de una vez para siempre, debe ser el objeto único de nuestro saber. Y así, al reír, el necio dice implícitamente: «No hay Dios.»

—Venerable Jorge –dijo Guillermo–, creo que sois injusto cuando tratáis de castrado a Abelardo, porque sabéis que fue la iniquidad ajena la que lo sumió en esa triste condición.

—Fueron sus pecados. Fue la soberbia de su confianza en la razón humana. Así la fe de los simples fue escarnecida, los misterios de Dios desentrañados (mejor dicho, se intentó desentrañarlos, ¡necios quienes lo intentaron!), abordadas con temeridad cuestiones relativas a las cosas más altas, escarnecidos los padres por haber considerado que no eran respuestas sino consuelo lo que esas cuestiones requerían.

—No estoy de acuerdo, venerable Jorge. Dios quiere que ejerzamos nuestra razón a propósito de muchas cosas oscuras sobre las que la escritura nos ha dejado en libertad de decidir. Y cuando alguien os incita a creer en determinada proposición, lo primero que debéis hacer es considerar si la misma es o no aceptable, porque nuestra razón ha sido creada por Dios, y lo que agrada a nuestra razón no puede no agradar a la razón divina, sobre la cual, por otra parte, sólo sabemos lo que, por analogía y a menudo por negación, inferimos basándonos en las operaciones de nuestra propia razón. Y ahora fijaos en que, a veces, para minar la falsa autoridad de una proposición absurda, que repugna a la razón, también la risa puede ser un instrumento idóneo. A menudo la risa sirve para confundir a los malvados y para poner en evidencia su necedad. Cuentan que cuando los paganos sumergieron a San Mauro en agua hirviente, éste se quejó de que el baño estuviese tan frío; el gobernador pagano puso estúpidamente la mano en el agua para probarla, y se escaldó. Bello acto de aquel santo mártir, que ridiculizó así a los enemigos de la fe.

Jorge sonrió con malignidad y dijo: —También en los episodios que cuentan los predicadores hay muchas patrañas. Un santo sumergido en agua hirviendo sufre por Cristo y se contiene para no gritar, ¡no tiende trampas infantiles a los paganos!

—¿Veis? ¡Esta historia os parece inaceptable para la razón y la acusáis de ser ridícula! Aunque tácitamente, y dominando vuestros labios, os estáis riendo de algo y queréis que tampoco yo lo tome en serio. Reís de la risa, pero reís.

Jorge hizo un gesto de fastidio: —Jugando con la risa me estáis arrastrando a hablar de frivolidades. Pero sabéis bien que Cristo no reía.

—No estoy muy seguro. Cuando invita a los fariseos a que arrojen la primera piedra, cuando pregunta de quién es la efigie estampada en la moneda con que ha de pagarse el tributo, cuando juega con las palabras y dice: «Tú eres Pedro.», creo que dice cosas ingeniosas, para confundir a los pecadores, para alentar a los suyos. También habla con ingenio cuando dice a Caifás: «Tú lo has dicho». Y Jerónimo, cuando comenta el pasaje de Jeremías en que Dios dice a Jerusalén  «Desnudé los muslos frente a tu rostro. O desnudaré o descubriré tus muslos y tus posaderas.» De modo que hasta Dios se expresa mediante agudezas para confundir a los que quiere castigar. Y bien sabéis que, en el momento más vivo de la disputa entre cluniacenses y cistercienses, los primeros acusaron a los segundos, para ridiculizarles, de no llevar calzones. Y en el Speculum stultorum, el asno Brunello se pregunta qué sucedería si por la noche el viento levantase las mantas y el monje viera sus partes pudendas...

Los monjes que estaban alrededor rompieron a reír, y Jorge montó en cólera:

—Estáis arrebatándome a estos hermanos para arrastrarlos a una fiesta de locos. Ya sé que es común entre los franciscanos conquistarse las simpatías del pueblo con este tipo de tonterías, pero sobre estos ludi os diré lo que dice un verso que en cierta ocasión oí en boca de uno de vuestros predicadores: «entonces lanzó un poema desaliñado».

La reprimenda era un poco excesiva: Guillermo había estado impertinente, pero ahora Jorge lo acusaba de emitir pedos por la boca. Me pregunté si con la severidad de su respuesta el anciano no estaría invitándonos a salir del scriptorium. Pero vi que Guillermo, tan combativo hacía un momento, adoptaba la más dócil de las actitudes.

—Os pido perdón, venerable Jorge –dijo–. Mi boca no ha sabido ser fiel a mi pensamiento; no quise faltaros al respeto. Quizá lo que decís sea justo, y quizá yo esté equivocado.

Ante este acto de exquisita humildad, Jorge emitió un gruñido, que tanto podía expresar satisfacción como perdón, y no pudo hacer más que regresar a su sitio, mientras los monjes, que durante la discusión se habían ido acercando, fueron refluyendo hacia sus mesas de trabajo. Guillermo volvió a arrodillarse ante la mesa de Venancio y continuó hurgando entre las hojas. Su respuesta humildísima le había permitido ganar algunos segundos de tranquilidad. Y lo que pudo ver en ese brevísimo lapso guió la búsqueda que emprendería aquella misma noche.

Sin embargo, sólo fueron unos pocos segundos. Bencio se acercó en seguida, fingiendo haber olvidado su estilo sobre la mesa cuando se había aproximado para escuchar la conversación con Jorge. Le susurró a Guillermo que debía hablar urgentemente con él, y dijo que lo vería detrás de los baños. Le dijo que saliese primero, y que por su parte no tardaría en seguirlo.

Guillermo vaciló un instante, después llamó a Malaquías, que desde su mesa de bibliotecario, junto al catálogo, había observado todo lo anterior, y le pidió, en virtud del mandato que había recibido del Abad (e hizo mucho hincapié en ese privilegio), que pusiera a alguien de guardia junto a la mesa de Venancio, porque consideraba conveniente para su investigación que nadie se acercase a ella durante el resto del día, hasta que él pudiese regresar. Lo dijo en alta voz, porque así no sólo comprometía a Malaquías para que vigilara a los monjes sino también a estos últimos para que vigilaran a aquél. El bibliotecario no pudo hacer más que aceptar, y Guillermo se alejó conmigo.

Mientras atravesábamos el huerto en dirección a los baños, que estaban junto al edificio del hospital, Guillermo observó:

—Parece que a muchos no les gusta que ande tocando algo que hay sobre, o debajo de, la mesa de Venancio.

—¿Qué será? 

—Tengo la impresión de que ni siquiera ellos lo saben.

—Entonces, ¿Bencio no tiene nada que decirnos y sólo hace esto para alejarnos del scriptorium?

—En seguida lo sabremos –dijo Guillermo.

Y, en efecto, Bencio no se hizo esperar.

 

SEGUNDO DÍA

SEXTA  

Donde, por un extraño relato de Bencio, llegan a saberse cosas poco edificantes sobre la vida en la abadía.  

Lo que Bencio nos dijo fue un poco confuso. Parecía que, realmente, sólo nos había atraído hacia allí para alejarnos del scriptorium, pero también que, incapaz de inventar un pretexto convincente, estaba diciéndonos cosas ciertas, fragmentos de una verdad más grande que él conocía.

Nos dijo que por la mañana había estado reticente, pero que ahora, después de una madura reflexión, pensaba que Guillermo debía conocer toda la verdad. Durante la famosa conversación sobre la risa, Berengario se había referido al «finis Africae». ¿De qué se trataba? La biblioteca estaba llena de secretos, y sobre todo de libros que los monjes nunca habían podido consultar. Las palabras de Guillermo sobre el examen racional de las proposiciones habían causado honda impresión en Bencio. Consideraba que un monje estudioso tenía derecho a conocer todo lo que guardaba la biblioteca. Criticó con ardor el concilio de Soissons, que había condenado a Abelardo. Y, mientras así hablaba, fuimos comprendiendo que aquel monje todavía joven, que se deleitaba en el estudio de la retórica, tenía arrebatos de independencia y aceptaba con dificultad los límites que la disciplina de la abadía imponía a la curiosidad de su intelecto. Siempre me han enseñado a desconfiar de esa clase de curiosidades, pero sé bien que a mi maestro no le disgustaba esa actitud, y advertí que simpatizaba con Bencio y que creía en lo que éste estaba diciendo. En resumen: Bencio nos dijo que no sabía de qué secretos habían hablado Adelmo, Venancio y Berengario, pero que no le hubiese desagradado que de aquella triste historia surgiera alguna claridad sobre la forma en que se administraba la biblioteca, y que confiaba en que mi maestro, como quiera que desenredase la madeja del asunto, extrayera elementos susceptibles de hacer que el Abad se sintiese inclinado a suavizar la disciplina intelectual que pesaba sobre los monjes; venidos de tan lejos, como él, añadió, precisamente para nutrir su intelecto con las maravillas que escondía el amplio vientre de la biblioteca.

Creo que de verdad Bencio esperaba que la investigación tuviese estos efectos. Sin embargo, también era probable que al mismo tiempo, devorado como estaba por la curiosidad, quisiera reservarse, como había previsto Guillermo, la posibilidad de ser el primero que hurgase en la mesa de Venancio, y que para mantenernos lejos de ella estuviese dispuesto a darnos otras informaciones. Que fueron las siguientes.

Berengario, como ya muchos monjes sabían, estaba consumido por una insana pasión cuyo objeto era Adelmo, la misma pasión que la cólera divina había castigado en Sodoma y Gomorra. Así se expresó Bencio, quizá por consideración a mi juventud. Pero quien ha pasado su adolescencia en un monasterio sabe que, aunque haya mantenido la castidad, ha oído hablar, sin duda, de esas pasiones, y a veces ha tenido que cuidarse de las acechanzas de quienes a ellas habían sucumbido. ¿Acaso yo mismo, joven novicio, no había recibido en Melk misivas de cierto monje ya anciano que me escribía el tipo de versos que un laico suele dedicar a una mujer? Los votos monacales nos mantienen apartados de esa sentina de vicios que es el cuerpo de la hembra, pero a menudo nos acercan muchísimo a otro tipo de errores. Por último, ¿acaso puedo dejar de ver que mi propia vejez aún conoce la agitación del demonio meridiano cuando, en ocasiones, estando en el coro, mis ojos se detienen a contemplar el rostro imberbe de un novicio, puro y fresco como una muchacha?

No digo esto para poner en duda la decisión de consagrarme a la vida monástica, sino para justificar el error de muchos a quienes la carga sagrada les resulta demasiado gravosa. Para justificar, tal vez, el horrible delito de Berengario. Pero, según Bencio, parece que aquel monje cultivaba su vicio de una manera aún más innoble, porque recurría al chantaje para obtener de otros lo que la virtud y el decoro les habrían impedido otorgar.

De modo que desde hacía tiempo los monjes ironizaban sobre las tiernas miradas que Berengario lanzaba a Adelmo, cuya hermosura parecía haber sido singular. Pero este último, totalmente enamorado de su trabajo, que era quizá su única fuente de placer, no prestaba mayor atención al apasionamiento de Berengario. Sin embargo, aunque lo ignorase, puede que su ánimo ocultara una tendencia profunda hacia esa misma ignominia. El hecho es que Bencio dijo que había sorprendido un diálogo entre Adelmo y Berengario en el que este último, aludiendo a un secreto que Adelmo le pedía que le revelara, le proponía la vil transacción que hasta el lector más inocente puede imaginar. Y parece que Bencio oyó en boca de Adelmo palabras de aceptación, pronunciadas casi con alivio. Como si, aventuraba Bencio, no otra cosa desease, y como si para aceptar le hubiera bastado poder invocar una razón distinta del deseo carnal. Signo, argumentaba Bencio, de que el secreto de Berengario debía de estar relacionado con algún arcano del saber, para que así Adelmo pudiera hacerse la ilusión de que se entregaba a un pecado de la carne para satisfacer una apetencia intelectual. Y, añadió Bencio con una sonrisa, cuántas veces él mismo no era presa de apetencias intelectuales tan violentas que para satisfacerlas hubiese aceptado secundar apetencias carnales ajenas, incluso contrarias a su propia apetencia carnal.

—¿Acaso no hay momentos –preguntó a Guillermo– en los que estaríais dispuesto a hacer incluso cosas reprobables para tener en vuestras manos un libro que buscáis desde hace años?

—El sabio y muy virtuoso Silvestre II, hace dos siglos, regaló una preciosísima esfera armilar (instrumento astronómico, compuesto de aros, graduados o no, que representan las posiciones de los círculos más importantes de la esfera celeste y en cuyo centro suele colocarse un pequeño globo que figura la Tierra), a cambio de un manuscrito, creo que de Estacio o de Lucano –dijo Guillermo. Y luego añadió prudentemente–: Pero se trataba de una esfera armilar, no de la propia virtud.

Bencio admitió que su entusiasmo lo había hecho exagerar, y retomó la narración. Movido por la curiosidad, la noche en que Adelmo moriría, había vigilado sus pasos y los de Berengario. Después de completas, los había visto caminando juntos hacia el dormitorio. Había esperado largo rato en su celda, que no distaba mucho de las de ellos, con la puerta entreabierta, y había visto claramente que Adelmo se deslizaba, en medio del silencio que rodeaba el reposo de los monjes, hacia la celda de Berengario. Había seguido despierto, sin poder conciliar el sueño, hasta que oyó que se abría la puerta de Berengario y que Adelmo escapaba casi a la carrera, mientras su amigo intentaba retenerlo. Berengario lo había seguido hasta el piso inferior. Bencio había ido tras ellos, cuidando de no ser visto, y en la entrada del pasillo inferior había divisado a Berengario que, casi temblando, oculto en un rincón, clavaba los ojos en la puerta de la celda de Jorge. Bencio había adivinado que Adelmo se había arrojado a los pies del anciano monje para confesarle su pecado. Y Berengario temblaba, porque sabía que su secreto estaba descubierto, aunque fuese a quedar guardado por el sello del sacramento.

Después Adelmo había salido, con el rostro muy pálido, había apartado de sí a Berengario que intentaba hablarle, y se había precipitado fuera del dormitorio. Tras rodear el ábside de la iglesia, había entrado en el coro por la puerta septentrional (que siempre permanece abierta de noche). Probablemente, quería rezar. Berengario lo había seguido, pero no había entrado en la iglesia, y se paseaba entre las tumbas del cementerio retorciéndose las manos.

Bencio estuvo vacilando sin saber qué hacer, hasta que de pronto vio a una cuarta persona moviéndose por los alrededores. También había seguido a Adelmo y Berengario, y sin duda no había advertido la presencia de Bencio, que estaba erguido junto al tronco de un roble plantado al borde del cementerio. Era Venancio. Al verlo, Berengario se había agachado entre las tumbas. También Venancio había entrado en el coro. En aquel momento, temiendo que lo descubrieran, Bencio había regresado al dormitorio. A la mañana siguiente, el cadáver de Adelmo había aparecido al pie del barranco. Eso era todo lo que Bencio sabía.

Pronto sería la hora de comer. Bencio nos dejó, y mi maestro no le hizo más preguntas. Nos quedamos un rato detrás de los baños y después dimos un breve paseo por el huerto, meditando sobre aquellas extrañas revelaciones.

—Frangula –dijo de pronto Guillermo, inclinándose para observar una planta, que, como era invierno, había reconocido por el arbusto–. La infusión de su corteza es buena para las hemorroides. Y aquello es arctium lappa; una buena cataplasma de raíces frescas cicatriza los eczemas de la piel.

—Sois mejor que Severino –le dije–, pero ahora ¡decidme qué pensáis de lo que acabamos de oír!

—Querido Adso, deberías aprender a razonar con tu propia cabeza. Probablemente, Bencio nos ha dicho la verdad. Su relato coincide con el que hoy temprano nos hizo Berengario, tan mezclado con alucinaciones. Intenta reconstruir los hechos. Berengario y Adelmo hacen juntos algo muy feo, ya lo habíamos adivinado. Y Berengario debe de haber revelado a Adelmo algún secreto que, ¡ay!, sigue siendo un secreto. Después de haber cometido aquel delito contra la castidad y las reglas de la naturaleza, Adelmo sólo piensa en franquearse con alguien que pueda absolverle, y corre a la celda de Jorge. Este, como hemos podido comprobar, tiene un carácter muy severo, y, sin duda, abruma a Adelmo con reproches que lo llenan de angustia. Quizá no le da la absolución, quizá le impone una penitencia irrealizable, es algo que ignoramos, y que Jorge nunca nos dirá. Lo cierto es que Adelmo corre a la iglesia para arrodillarse ante el altar, pero no consigue calmar sus remordimientos. En ese momento se le acerca Venancio. No sabemos qué se dijeron. Quizás Adelmo confía a Venancio el secreto que Berengario acaba de transmitirle (en pago), por el que ya no siente ningún interés, porque ahora tiene su propio secreto, mucho más terrible y candente. ¿Qué hace entonces Venancio? Quizá, comido por la misma curiosidad que hoy agitaba a nuestro Bencio, contento por lo que acaba de saber, se marcha dejando a Adelmo presa de sus remordimientos. Al verse abandonado, éste piensa en matarse; desesperado, se dirige al cementerio, donde encuentra a Berengario. Le dice palabras tremendas, le echa en cara su responsabilidad, lo llama maestro y dice que le ha enseñado a hacer cosas ignominiosas. Creo que, quitando las partes alucinatorias, el relato de Berengario fue exacto. Adelmo le repitió las mismas palabras atormentadoras que acababa de decirle a él Jorge. Y es entonces cuando Berengario, muy turbado, se marcha en una dirección, mientras Adelmo se aleja hacia el otro lado, decidido a matarse. El resto casi lo conocemos como si hubiésemos sido testigos de los hechos. Todos piensan que alguien mató a Adelmo. Venancio lo interpreta como un signo de que el secreto de la biblioteca es aún más importante de lo que había creído, y sigue investigando por su cuenta. Hasta que alguien lo detiene, antes o después de haber descubierto lo que buscaba. 

—¿Quién lo mata? ¿Berengario?

—Quizá. O Malaquías, encargado de custodiar el Edificio. O algún otro. Cabe sospechar de Berengario precisamente porque está asustado, y porque sabía que Venancio conocía su secreto. O de Malaquías: debe custodiar la integridad de la biblioteca, descubre que alguien la ha violado, y mata. Jorge lo sabe todo de todos, conoce el secreto de Adelmo, no quiere que yo descubra lo que tal vez haya encontrado Venancio... Muchos datos aconsejarían dirigir hacia él las sospechas. Pero dime cómo un hombre ciego puede matar a otro que está en la plenitud de sus fuerzas, y cómo un anciano, eso sí, robusto, pudo llevar el cadáver hasta la tinaja. Y, por último, ¿el asesino no podría ser el propio Bencio? Podría habernos mentido, podría estar obrando con unos fines inconfesables. ¿Y por qué limitar las sospechas a los que participaron en la conversación sobre la risa? Quizás el delito tuvo otros móviles, que nada tienen que ver con la biblioteca. De todos modos se imponen dos cosas: averiguar cómo se entra en la biblioteca, y conseguir una lámpara. De esto último ocúpate tú. Date una vuelta por la cocina a la hora de la comida y coge una...

—¿Un hurto?

—Un préstamo, a la mayor gloria del Señor.

—En tal caso, contad conmigo.

—Muy bien. En cuanto a entrar en el Edificio, ya vimos por donde apareció Malaquías ayer noche. Hoy haré una visita a la iglesia, y en especial a aquella capilla. Dentro de una hora iremos a comer.

Después tenemos una reunión con el Abad. Podrás asistir tú también, porque he pedido que haya un secretario para tomar nota de lo que se diga.  

SEGUNDO DÍA

NONA  

Donde el Abad se muestra orgulloso de las riquezas de su abadía y temeroso de los herejes, y al final Adso se pregunta si no habrá hecho mal en salir a recorrer el mundo.  

Encontramos al Abad en la iglesia, frente al altar mayor. Estaba vigilando el trabajo de unos novicios que habían sacado de algún sitio recóndito una serie de vasos sagrados, cálices, patenas, custodias, y un crucifijo que no había visto durante el oficio de la mañana. Ante la refulgente belleza de aquellos sagrados utensilios, no pude contener una exclamación de asombro. Era pleno mediodía y la luz penetraba a raudales por las ventanas del coro, y con más abundancia aún por las de las fachadas, formando blancos torrentes que, como místicos arroyos de sustancia divina, iban a cruzarse en diferentes puntos de la iglesia, inundando incluso el altar.

Los vasos, los cálices, todo revelaba la materia preciosa con que estaba hecho: entre el amarillo del oro, la blancura inmaculada de los marfiles y la transparencia del cristal, vi brillar gemas de todos los colores y tamaños, reconocí el jacinto, el topacio, el rubí, el zafiro, la esmeralda, el crisólito, el ónix, el carbunclo, el jaspe y el ágata. Y al mismo tiempo advertí algo que por la mañana, arrobado primero en la oración, y confundido luego por el terror, no había notado: el frontal del altar y otros tres paneles que formaban su corona eran todos de oro, y de oro parecía el altar por dondequiera que se lo mirase.

El Abad sonrió al ver mi asombro:

—Estas riquezas que veis –dijo volviéndose hacia nosotros– y otras que aún veréis, son la herencia de siglos de piedad y devoción, y el testimonio del poder y la santidad de esta abadía. Príncipes y poderosos de la tierra, arzobispos y obispos, han sacrificado a este altar, y a los objetos que le están destinados, los anillos de sus investiduras, los oros y las piedras que señalaban su grandeza, y han querido entregarlos para que fuesen fundidos aquí para la mayor gloria del Señor y de este sitio que es suyo. Aunque hoy la abadía haya sido profanada por otro acontecimiento luctuoso, no podemos olvidar el poder y la fuerza del Altísimo, que se alza frente a la evidencia de nuestra fragilidad. Se avecinan las festividades de la Santa Navidad, y estamos empezando a limpiar los utensilios sagrados, para que el nacimiento del Salvador pueda festejarse con todo el fasto y la magnificencia que merece y requiere. Todo deberá manifestarse en su mismo esplendor... –añadió, mirando fijamente a Guillermo, y luego comprendí por qué insistía con tanto orgullo en justificar su manera de proceder–, porque pensamos que es útil y conveniente no esconder sino, por el contrario, exhibir las ofrendas hechas al Señor.

—Así es –dijo cortésmente Guillermo–. Si vuestra excelencia estima que así ha de glorificarse al Señor, qué duda cabe de que vuestra abadía ha alcanzado la máxima excelencia en esta ofrenda de alabanzas.

—Así debe ser. Si por voluntad de Dios o por imposición de los profetas, se utilizaban ánforas y jarras de oro y pequeños morteros áureos para recoger la sangre de cabras, terneros o terneras en el templo de Salomón, ¡con mayor razón, llenos de reverencia y devoción, hemos de utilizar, para recibir la sangre de Cristo, vasos de oro y piedras preciosas, escogiendo para ello lo más valioso de entre las cosas creadas! Si se produjese una segunda creación y nuestra sustancia llegara a igualarse con la de los querubines y serafines, seguiría siendo indigno el servicio que podría rendir a una víctima tan inefable...

—Así sea –dije.

—Muchos objetan que una mente santamente inspirada, un corazón puro, una intención llena de fe deberían bastar para esta sagrada función. Somos los primeros en afirmar en forma explícita y decidida que eso es lo esencial, pero estamos persuadidos de que también debe rendirse homenaje a través del ornamento exterior de los utensilios sagrados, porque es sumamente justo y conveniente que sirvamos a nuestro Salvador en todo y sin restricciones, puesto que Él ha querido asistirnos en todo sin restricciones ni excepciones.

—Esta ha sido siempre la opinión de los grandes de vuestra orden – admitió Guillermo–. Recuerdo haber leído páginas muy bellas sobre los ornamentos de las iglesias en las obras del grandísimo y venerable abate Suger.

—Así es –dijo el Abad–. ¿Veis este crucifijo? Aún no está completo... – lo cogió con infinito amor y lo contempló con el rostro iluminado por la beatitud–: Todavía faltan unas perlas aquí; no he encontrado aún las que se ajusten a sus dimensiones. San Andrés dijo que en la cruz del Gólgota los miembros de Cristo eran como otros tantos adornos de perlas. Y de perlas han de ser los adornos de este humilde simulacro de aquel gran prodigio. Aunque también me ha parecido conveniente hacer engastar aquí, justo sobre la cabeza del Salvador, el más bello diamante que jamás hayáis visto –con sus manos devotas, con los largos dedos blancos, acarició las partes más preciosas del santo madero, mejor dicho, del santo marfil, porque de esa espléndida materia estaban hechos los brazos de la cruz–. Cuando me deleito contemplando todas las bellezas de esta casa de Dios, y el encanto de las piedras multicolores borra las preocupaciones externas, y una digna meditación me lleva a considerar, transfiriendo lo material a lo inmaterial, la diversidad de las virtudes sagradas, tengo la impresión de hallarme, por decirlo así, en una extraña región del universo, aún no del todo libre en la pureza del cielo, pero ya en parte liberada del fango de la tierra. Y me parece que, por gracia de Dios, puedo alejarme de este mundo inferior para alcanzar el superior, por vía anagógica (por elevación y enajenamiento del alma en la contemplación de las cosas divinas). 

Mientras así hablaba había vuelto el rostro hacia la nave. Una ola de luz que penetraba desde lo alto lo estaba iluminando –especial benevolencia del astro diurno– en el rostro y en las manos, que, arrobado de fervor, tenía abiertas y extendidas en forma de cruz.

—Toda criatura –dijo–, ya sea visible o invisible, es una luz, hija del padre de las luces. Este marfil, este ónix, pero también la piedra que nos rodea, son una luz, porque yo percibo que son buenos y bellos, que existen según sus propias reglas de proporción, que difieren en género y especie del resto de los géneros y especies, que están definidos por sus correspondientes números, que se ajustan a sus respectivos órdenes, que buscan los lugares que les son propios, de acuerdo con sus diferencias de gravedad. Y mejor se me revelan estas cosas cuanto más preciosa es la materia que contemplo, pues, si para remontarme a la sublimidad de la causa, cuya plenitud me es inaccesible, debo partir de la sublimidad del efecto, y si ya el estiércol y el insecto consiguen hablarme de la divina causalidad, ¡cuánto mejor lo harán efectos tan admirables como el oro y el diamante, cuánto mejor brillará en ellos la potencia creadora de Dios! Y entonces, cuando percibo en las piedras esas cosas superiores, mi alma llora conmovida de júbilo, y no por vanidad terrenal o por amor a las riquezas, sino por amor purísimo de la causa primera no causada.

—En verdad ésta es la más dulce de las teologías –dijo Guillermo con perfecta humildad.

Y pensé que estaba utilizando aquella insidiosa figura de pensamiento que los retóricos llaman ironía, y que siempre debe usarse precedida por

la pronunciatio, que es su señal y justificación.

Pero Guillermo nunca lo hacía, de modo que el Abad, más propenso a utilizar las figuras del discurso, tomó a Guillermo al pie de la letra, y añadió, llevado aún por su rapto místico:

—Es la vía más inmediata para entrar en contacto con el Altísimo, teofanía material.

Guillermo tosió educadamente: «Eh... oh...», dijo. Eso hacía cada vez que quería cambiar de tema. Logró hacerlo con mucha gentileza, porque tenía la costumbre –típica, creo, de los hombres de su tierra– de emitir una serie de gemidos preliminares cada vez que se proponía hablar, como si emprender la exposición de un pensamiento acabado constituyera un gran esfuerzo para su mente. Sin embargo, yo me había dado cuenta de que cuanto más duraban esos gemidos preliminares más seguro estaba de la bondad de la proposición que después expresaría.

—Eh... oh... –dijo, pues, Guillermo–. Hemos de hablar del encuentro y del debate sobre la pobreza...

—La pobreza... –dijo, aún absorto, el Abad, como si le costase descender de la hermosa región del universo adonde lo habían transportado sus gemas–. Es cierto, el encuentro...

Y empezaron a discutir minuciosamente sobre cosas que en parte yo conocía y que en parte logré entender al escuchar su conversación. Se trataba, como ya he dicho al comienzo de este fiel relato, de la doble querella que oponía de una parte al emperador y al papa, y de la otra al papa y a los franciscanos, que en el capítulo de Perusa, si bien con muchos años de atraso, habían adoptado las tesis de los espirituales acerca de la pobreza de Cristo; y del enredo que se había originado al unirse los franciscanos al imperio, triángulo de oposiciones y de alianzas que ahora se había convertido en cuadrado por la intervención –todavía incomprensible para mí– de los abades de la orden de San Benito.

Nunca he acabado de comprender por qué los abades benedictinos habían dado protección y asilo a los franciscanos espirituales, incluso antes de que su propia orden adoptase, hasta cierto punto, sus opiniones. Porque si los espirituales predicaban la renuncia a todos los bienes de este mundo, los abades de mi orden, en cambio, seguían una vía no menos virtuosa pero del todo opuesta, como claramente había podido comprobar aquel mismo día. Pero creo que los abades consideraban que un poder excesivo del papa equivalía a un poder excesivo de los obispos y las ciudades, y mi orden había conservado intacto su poder a través de los siglos precisamente contra el clero secular y los mercaderes de las ciudades, presentándose como mediadora directa entre el cielo y la tierra, y consejera de los soberanos.

Muchas veces había oído yo repetir la frase según la cual el pueblo de Dios se divide en pastores (o sea los clérigos), perros (o sea los guerreros) y ovejas, el pueblo. Pero más tarde he aprendido que esa frase puede repetirse de diferentes maneras. Los benedictinos habían hablado a menudo no de tres sino de dos grandes divisiones, una relacionada con la administración de las cosas terrenales y otra relacionada con la administración de las cosas celestes. En lo referente a las cosas terrenales valía la división entre el clero, los señores laicos y el pueblo, pero por encima de esa tripartición dominaba la presencia del ordo monachorum, vínculo directo entre el pueblo de Dios y el cielo, y los monjes no tenían nada que ver con los pastores seculares que eran los curas y los obispos, ignorantes y corruptos, que ahora servían los intereses de las ciudades, donde las ovejas ya no eran los buenos y fieles campesinos sino los mercaderes y los artesanos. La orden benedictina no veía mal que el gobierno de los simples estuviese a cargo de los clérigos seculares, siempre y cuando el establecimiento de la regla definitiva de aquella relación incumbiese a los monjes, que estaban en contacto directo con la fuente de todo poder terrenal, el imperio, así como lo estaban con la fuente de todo poder celeste. Y creo que fue por eso que muchos abades benedictinos, para afirmar la dignidad del imperio frente al poder de las ciudades (donde los obispos y los mercaderes se habían unido), estuvieron incluso dispuestos a brindar protección a los franciscanos espirituales, cuyas ideas no compartían, pero cuya presencia les era útil, porque proporcionaban buenos argumentos al imperio en su lucha contra el poder excesivo del papa.

Deduje que aquellas debían de ser las razones por las que Abbone estaba dispuesto a colaborar con Guillermo, enviado del emperador para mediar entre la orden franciscana y la sede pontificia. En efecto: a pesar de la violencia de la querella, que tanto hacía peligrar la unidad de la iglesia, Michele da Cesena, a quien el papa Juan había llamado en reiteradas ocasiones a Aviñón, se había decidido finalmente a aceptar la invitación, porque no deseaba una ruptura definitiva entre su orden y el pontífice. Como general de los franciscanos quería que triunfaran las posiciones de su orden, pero al mismo tiempo le interesaba obtener el consenso papal, entre otras razones porque intuía que sin ese consenso no podría durar demasiado a la cabeza de la orden.

Pero muchos le habían hecho ver que el papa lo esperaría en Francia para tenderle una celada, acusarlo de herejía y procesarlo. Por eso aconsejaban que antes del viaje se hicieran algunos tratos. Marsilio había tenido una idea mejor: enviar junto a Michele un legado imperial que expusiese al papa el punto de vista de los partidarios del emperador. No tanto para convencer al viejo Cahors como para reforzar la posición de Michele, quien, al formar parte de una legación imperial, ya no podría ser una presa tan fácil para la venganza pontificia.

Sin embargo, también esa idea presentaba numerosos inconvenientes, y no podía realizarse en forma inmediata. De allí había surgido la idea de un encuentro preliminar entre los miembros de la legación imperial y algunos enviados del papa, a fin de probar las respectivas posiciones y redactar los acuerdos para un encuentro en que la seguridad de los visitantes italianos estuviese garantizada. La organización de ese primer encuentro había sido confiada precisamente a Guillermo de Baskerville. Quien luego debería exponer en Aviñón el punto de vista de los teólogos imperiales, si hubiese estimado que el viaje era posible sin peligro. Empresa nada fácil, porque se suponía que el papa, que deseaba que Michele fuese solo para poder reducirlo más fácilmente a la obediencia, enviaría a Italia una legación con el propósito de hacer todo lo posible para que el viaje de los emisarios imperiales a su corte no llegara a realizarse. Hasta ese momento Guillermo se había movido con gran habilidad. Después de largas consultas con varios abades benedictinos (por eso nuestro viaje había tenido tantas etapas) había elegido la abadía en la que nos encontrábamos, precisamente porque se sabía que el Abad era devotísimo del imperio, y, sin embargo, dada su gran habilidad diplomática, tampoco era mal visto en la corte pontificia. Territorio neutral, pues, la abadía, donde los dos grupos habrían podido encontrarse.

Pero las resistencias del pontífice no habían acabado allí. Sabía que, una vez en el terreno de la abadía, su legación quedaría sometida a la jurisdicción del Abad, y como en ella también habría algunos miembros del clero secular, se negaba a aceptar esa cláusula porque temía una celada por parte del imperio. De modo que había puesto como condición que la indemnidad de sus enviados estuviese garantizada por la presencia de una compañía de arqueros del rey de Francia al mando de una persona de su confianza. Algo había escuchado yo sobre esto cuando en Bobbio Guillermo se reunió con un embajador del papa: habían tratado de definir la fórmula que determinara la misión de dicha compañía, o sea que quería decir garantizar la indemnidad de los legados pontificios. Al final se había aceptado una fórmula propuesta por los aviñoneses, que había parecido razonable: los hombres armados y el que los mandara tendrían jurisdicción sobre todos aquellos que de alguna manera tratasen de atentar contra la vida de los miembros de la legación pontificia y de influir sobre su comportamiento y sobre su juicio mediante actos violentos. En aquel momento, el acuerdo había respondido a puras preocupaciones formales. Pero ahora, después de los hechos que acababan de producirse en la abadía, el Abad estaba inquieto, y comunicó sus dudas a Guillermo. Si la legación llegaba a la abadía antes de que se descubriera al autor de los dos crímenes (al día siguiente las preocupaciones del Abad habrían de crecer, porque los crímenes serían ya tres), habría que reconocer que en aquel recinto circulaba alguien capaz de influir mediante actos violentos sobre el juicio y el comportamiento de los legados pontificios.

De nada valía tratar de ocultar los crímenes que se habían cometido, porque, si llegara a suceder alguna otra cosa, los legados pontificios pensarían que existía una conjura contra ellos. Por tanto, sólo quedaban dos soluciones. O bien Guillermo descubría al asesino antes de que llegase la legación (y aquí el Abad lo miró fijamente, como reprochándole sin palabras que aún no hubiera aclarado el asunto), o bien se imponía informar directamente de lo que estaba sucediendo al representante del papa, y pedirle que, mientras durasen las sesiones, se ocupara de que la abadía estuviese bajo estricta vigilancia. Pero el Abad hubiera preferido no hacerlo, porque eso significaba renunciar a una parte de su soberanía, y dejar, incluso, que los franceses controlasen a sus monjes. Sin embargo, no podía arriesgarse. Tanto Guillermo como el Abad lamentaban el cariz que estaban tomando las cosas, pero no tenían demasiadas alternativas. De modo que quedaron en verse al día siguiente para tomar una decisión definitiva. Entre tanto sólo podían confiar en la misericordia divina y en la sagacidad de Guillermo.

—Haré lo posible, vuestra excelencia –dijo Guillermo–. Sin embargo, no veo cómo este asunto podría comprometer el éxito de la reunión. Incluso el representante pontificio tendrá que comprender que hay una diferencia entre la obra de un loco, de un ser sanguinario o quizá sólo de un alma extraviada, y los graves problemas que vendrán a discutir esos hombres de probada rectitud.

—¿Os parece? –preguntó el Abad, mirándolo fijamente–. No olvidéis que los de Aviñón están acostumbrados a encontrarse con los franciscanos, o sea con personas peligrosamente próximas a los fraticelli y a otros aún más insensatos que los fraticelli, herejes peligrosos que se han manchado con crímenes –y aquí el Abad bajó el tono de su voz–, en comparación con los cuales los hechos aquí acaecidos, sin duda horribles, empalidecen como el sol cuando hay niebla.

—¡No es lo mismo! –exclamó Guillermo excitado–. No podéis medir con el mismo rasero a los franciscanos del capítulo de Perusa y a cualquier banda de herejes que ha entendido mal el mensaje del evangelio convirtiendo la lucha contra las riquezas en una serie de venganzas privadas o de locuras sanguinarias.

—No hace muchos años que, a pocas millas de aquí, una de esas bandas, como las llamáis, arrasó a hierro y fuego las tierras del obispo de Vercelli y las montañas del novarés –dijo secamente el Abad.

—Estáis hablando de fray Dulcino y de los apóstoles...

—De los pseudo apóstoles –corrigió el Abad.

Y otra vez oía mencionar yo a fray Dulcino y a los pseudo apóstoles, y otra vez con tono circunspecto, y casi con un matiz de terror.

—De los seudo apóstoles –admitió de buen grado Guillermo–. Pero no tenían nada que ver con los franciscanos.

—Con quienes compartían la veneración por Joaquín de Calabria –dijo sin darle respiro el Abad–. Preguntádselo a vuestro hermano Ubertino.

—Me permito señalar a vuestra excelencia que ahora es hermano vuestro –dijo Guillermo sonriendo y haciendo una especie de reverencia, como para felicitar al Abad por la adquisición que había hecho su orden al acoger a un hombre tan afamado.

—Lo sé, lo sé –respondió también sonriendo el Abad–. Y vos sabéis con cuánta solicitud fraternal nuestra orden acogió a los espirituales cuando cayó sobre ellos la ira del papa. No hablo sólo de Ubertino, sino también de muchos otros hermanos más humildes, de los que poco se sabe, y de los que quizá debería saberse más. Porque a veces ha sucedido que tránsfugas vestidos con el sayo de los franciscanos buscaron asilo entre nosotros, pero luego he sabido que sus vidas azarosas los habían llevado, durante cierto tiempo, bastante cerca de los dulcinianos.

—¿También aquí?

—También aquí. Os estoy revelando algo que en verdad conozco muy poco, y en todo caso no lo suficiente como para formular acusaciones. Pero, como estáis investigando sobre la vida de esta abadía, conviene que también vos conozcáis ciertas cosas. Así pues, os diré que sospecho (atención, sospecho sobre la base de lo que he oído o adivinado) que hubo una etapa muy oscura en la vida de nuestro cillerero, que precisamente llegó aquí hace años, siguiendo el éxodo de los franciscanos.

—¿El cillerero? ¿Remigio da Varagine un dulciniano? Me parece el ser más apacible, y en todo caso menos preocupado por nuestra señora la pobreza, que jamás haya visto... –dijo Guillermo.

—Y, en efecto, no puedo reprocharle nada, y le estoy agradecido por sus buenos servicios, que le han valido el reconocimiento de toda la comunidad. Pero digo esto para que comprendáis lo fácil que es encontrar relaciones entre un fraile y un fraticello.

—De nuevo vuestra excelencia es injusta, si puedo permitirme esta palabra –lo interrumpió Guillermo–. Estábamos hablando de los dulcinianos, no de los fraticelli. De los que podrá decirse cualquier cosa (sin saber tampoco de quiénes se habla, porque los hay de muchas clases), salvo que sean sanguinarios. Lo más que podrá reprochárseles es haber puesto en práctica sin demasiada sensatez lo que los espirituales han predicado con mayor mesura y animados por el auténtico amor a Dios, y en este sentido admito que el límite entre unos y otros es bastante tenue.

—¡Pero los fraticelli son herejes! –lo interrumpió secamente el Abad–. No se limitan a afirmar la tesis de la pobreza de Cristo y los apóstoles, doctrina que, si bien no tiendo a compartir, me parece un arma útil para contrarrestar la soberbia de los de Aviñón. Los fraticelli extraen de esa doctrina una consecuencia práctica, se valen de ella para legitimar la rebelión, el saqueo, la perversión de las costumbres.

—Pero, ¿qué fraticelli?

—Todos en general. Sabéis que se han manchado con crímenes innombrables, que no reconocen el matrimonio, que niegan el infierno, que cometen sodomía, que abrazan la herejía bogomila del ordo Bulgarie y del ordo Drygonthie...

—¡Por favor, no confundáis cosas distintas! ¡Habláis de los fraticelli, de los patarinos, de los valdenses, de los cátaros, y entre éstos de los bogomilos de Bulgaria y herejes de Dragovitsa, como si todos fuesen iguales!

—Lo son –dijo secamente el Abad–, lo son porque son herejes y lo son porque ponen en peligro el orden mismo del mundo civil, incluido el orden del imperio que al parecer vos defendéis. Hace más de cien años, los secuaces de Arnaldo da Brescia incendiaron las casas de los nobles y de los cardenales, y esos fueron los frutos de la herejía lombarda de los patarinos. Conozco historias terribles sobre aquellos herejes, y las he leído en Cesario de Eisterbach. En Verona, el canónigo de San Gedeón, Everardo, advirtió en cierta ocasión que el dueño de la casa donde se hospedaba salía todas las noches junto con su mujer y su hija. Interrogó a uno de los tres para saber adónde iban y qué hacían. Ven y verás, fue la respuesta, y los siguió hasta una casa subterránea muy grande, donde estaban reunidas muchas personas de ambos sexos. En medio del silencio general, un heresiarca pronunció un discurso plagado de blasfemias, con la intención de corromper sus vidas y sus costumbres. Después, apagadas las velas, cada cual se echó sobre su vecina, sin hacer distinciones entre la esposa legítima y la mujer soltera, entre la viuda y la virgen, entre la patrona y la sierva, como tampoco (¡aún peor!, ¡que el Señor me perdone por hablar de cosas tan horribles!) entre la hija y la hermana. Al ver todo eso, Everardo, joven frívolo y lujurioso, fingiéndose discípulo, se acercó no sé si a la hija del dueño de su casa o a otra muchacha, y cuando se apagaron las velas pecó con ella. Desgraciadamente, siguió participando en esas reuniones durante más de un año, hasta que un día el maestro dijo que aquel joven frecuentaba con tanto provecho sus sesiones que no tardaría en poder iniciar a los neófitos. Fue entonces cuando Everardo comprendió en qué abismo había caído, y consiguió librarse de su seducción diciendo que no había frecuentado aquella casa porque lo atrajese la herejía, sino porque lo atraían las muchachas. Fue expulsado. Pero así, como veis, es la ley y la vida de los herejes, patarinos, cátaros, joaquinistas, espirituales de toda calaña. Y no hay que asombrarse de que así sea: no creen en la resurrección de la carne ni en el infierno como castigo de los malvados, y consideran que pueden hacer cualquier cosa impunemente. En efecto, se llaman a sí mismos catharoi, o sea puros.

—Abbone, vivís aislado en esta espléndida y santa abadía, alejada de las iniquidades del mundo. La vida de las ciudades es mucho más compleja de lo que creéis, y, como sabéis, también en el error y en el mal hay grados. Lot fue mucho menos pecador que sus conciudadanos, que concibieron pensamientos inmundos incluso sobre los ángeles enviados por Dios, y la traición de Pedro fue nada comparada con la traición de Judas; en efecto, uno fue perdonado y el otro no. No podéis considerar que los patarinos y los cátaros sean lo mismo. Los patarinos son un movimiento de reforma de las costumbres dentro de las leyes de la santa madre iglesia. Lo que siempre quisieron fue mejorar el modo de vida de los eclesiásticos.

—Afirmando que no debían tomarse los sacramentos impartidos por sacerdotes impuros...

—En lo que erraron, pero este fue su único error de doctrina. Porque ellos nunca se propusieron alterar la ley de Dios.

—Pero la prédica patarina de Arnaldo da Brescia, en Roma, hace más de doscientos años, lanzó a la turba de los campesinos a incendiar las casas de los nobles y de los cardenales.

—Arnaldo intentó atraer hacia su movimiento de reforma a los magistrados de la ciudad. Estos no lo siguieron. Quienes sí lo escucharon fueron los pobres y los desheredados. Él no fue responsable de la energía y la furia con que estos últimos respondieron a sus llamamientos en pro de una ciudad menos corrupta.

—La ciudad siempre es corrupta.

—La ciudad es el sitio donde hoy vive el pueblo de Dios, del que vos, del que nosotros somos los pastores. Es el sitio del escándalo, donde el prelado rico predica la virtud al pueblo pobre y hambriento. Los desórdenes de los patarinos nacen de esa situación. Son dolorosos, pero no son incomprensibles. Los cátaros son otra cosa. Es una herejía oriental, ajena a la doctrina de la iglesia. No sé si realmente cometen o han cometido los crímenes que se les imputan. Sé que rechazan el matrimonio, que niegan el infierno. Me pregunto si muchas de las falsas imputaciones que se les han hecho no se basan sólo en el carácter (sin duda, abominable) de sus ideas.

—¿Me estáis diciendo que los cátaros no se mezclaron con los patarinos, y que ambos no son sino dos de las innumerables caras de la misma manifestación demoníaca?

—Digo que muchas de esas herejías, independientemente de las doctrinas que defienden, tienen éxito entre los simples porque les sugieren la posibilidad de una vida distinta. Digo que en general los simples no saben mucho de doctrina. Digo que a menudo ha sucedido que las masas de simples confundieran la predicación cátara con la de los patarinos, y ésta en general con la de los espirituales. La vida de los simples, Abbone, no está iluminada por el saber y el sentido agudo de las distinciones, propios de los hombres sabios como nosotros. Además, es una vida obsesionada por la enfermedad y la pobreza, y por la ignorancia, que les impide expresarlas en forma inteligible. A menudo, para muchos de ellos, la adhesión a un grupo herético es sólo una manera como cualquier otra de gritar su desesperación. La casa de un cardenal puede quemarse porque se desea perfeccionar la vida del clero, o bien porque se considera inexistente el infierno que éste predica. Pero siempre se quema porque existe el infierno de este mundo, donde vive el rebaño que debemos cuidar. Y sabéis muy bien que, si ellos no distinguen entre la iglesia búlgara y los secuaces del cura Liprando, a menudo ha sucedido que las autoridades imperiales y sus partidarios tampoco han distinguido entre los espirituales y los herejes. No pocas veces grupos de gibelinos han apoyado movimientos populares de inspiración cátara, porque les convenía en su lucha política. Considero que obraron mal. Pero luego he sabido que a menudo esos mismos grupos, para deshacerse de esos adversarios inquietos y peligrosos, y demasiado «simples», atribuyeron a unos las herejías de los otros, y los empujaron a todos a la hoguera. He visto, os juro Abbone, he visto con mis propios ojos, hombres de vida virtuosa, partidarios sinceros de la pobreza y la castidad, pero enemigos de los obispos, a quienes estos últimos entregaron al brazo secular, estuviese éste al servicio del imperio o de las ciudades libres, acusándolos de promiscuidad sexual y sodomía, prácticas abominables en las que otros, quizá, pero no ellos habían incurrido. Los simples son carne de matadero: se los utiliza cuando sirven para debilitar al poder enemigo, y se los sacrifica cuando ya no sirven.

—O sea que –dijo el Abad con evidente malicia–, entre Dulcino y sus locos, y entre Gherardo Segalelli y aquellos infames asesinos, hubo cátaros malvados o fraticelli virtuosos, bogomilos sodomitas o patarinos reformadores. ¿Mé diréis, entonces, Guillermo, vos que todo lo sabéis sobre los herejes, hasta el punto de parecer uno de ellos, quién tiene la verdad?

—A veces ninguna de las partes –dijo con tristeza Guillermo.

—¿Veis cómo tampoco vos sabéis distinguir entre los diferentes tipos de herejes? Yo al menos tengo una regla. Sé que son herejes los que ponen en peligro el orden que gobierna al pueblo de Dios. Y defiendo al imperio porque me asegura la vigencia de ese orden. Combato al papa porque está entregando el poder espiritual a los obispos de las ciudades, que se alían con los mercaderes y las corporaciones, y serán incapaces de mantener ese orden. Nosotros lo hemos mantenido durante siglos. Y en cuanto a los herejes, también tengo una regla, que se resume en la respuesta de Arnaldo Amalrico, abad de Citeaux, cuando le preguntaron qué había que hacer con los ciudadanos de Beziers, ciudad sospechosa de herejía: «Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos».

Guillermo bajó la mirada y permaneció un momento en silencio. Después dijo:

—La ciudad de Beziers fue tomada, y los nuestros no hicieron diferencias de dignidad ni de sexo ni de edad, y pasaron por las armas a casi veinte mil hombres. Después de la matanza, la ciudad fue saqueada y quemada.

—Una guerra santa sigue siendo una guerra.

—Una guerra santa sigue siendo una guerra. Quizá por eso no deberían existir guerras santas. Pero, ¿qué estoy diciendo?, he venido para defender los derechos de Ludovico, quien, sin embargo, está arrasando Italia. También yo me encuentro atrapado en un extraño juego de alianzas. Extraña la alianza de los espirituales con el imperio; extraña la del imperio con Marsilio, que reclama la soberanía para el pueblo; extraña también la de nosotros dos, tan distintos por nuestros objetivos y nuestras tradiciones. Pero tenemos dos tareas en común. El éxito del encuentro, y el descubrimiento de un asesino. Tratemos de realizarlas en paz.

El Abad abrió los brazos:

—Dadme el beso de la paz, fray Guillermo. Con un hombre de vuestro saber podríamos discutir largamente de sutiles cuestiones teológicas y morales. Pero no debemos caer en la tentación de discutir por mero gusto, como hacen los maestros de París. Es cierto, hay una tarea importante que nos espera, y debemos proceder de común acuerdo. Pero he hablado de estas cosas porque creo que existe una relación, ¿comprendéis?, una posible relación, o bien la posibilidad de que otros puedan establecer una relación, entre los crímenes que se han producido y las tesis de vuestros hermanos. Por eso os he avisado, para que evitemos cualquier sospecha o insinuación por parte de los aviñoneses.

—¿No debería suponer también que vuestra sublimidad me ha sugerido además una pista para mi investigación? ¿Pensáis que en el fondo de los acontecimientos recientes puede haber alguna historia oscura, relacionada con el pasado herético de algún monje?

El Abad calló unos instantes, mirando a Guillermo, y sin que su rostro mostrara expresión alguna. Después dijo:

—En este triste asunto el inquisidor sois vos. A vos incumbe abrigar sospechas y arriesgaros incluso a que no sean justas. Yo sólo soy aquí el padre común. Y, añado, si hubiese sabido que el pasado de alguno de mis monjes permitía abrigar sospechas fundadas, ya habría procedido a arrancar esa mala hierba. Os he dicho todo lo que sé. Es justo que lo que no sé surja a la luz gracias a vuestra sagacidad. En todo caso, no dejéis de informarme, y a mí en primer lugar.

Saludó y salió de la iglesia.  

—La historia se complica, querido Adso –dijo Guillermo con gesto sombrío–. Corremos detrás de un manuscrito, nos interesamos en las diatribas de algunos monjes demasiado curiosos y en el comportamiento de otros monjes demasiado lujuriosos, y de pronto se perfila, cada vez con mayor nitidez, otra pista, totalmente distinta. El cillerero, pues... Y con él vino ese extraño animal, Salvatore... Pero ahora debemos ir a descansar, porque hemos decidido no dormir durante la noche.

—Entonces, ¿todavía pensáis entrar en la biblioteca esta noche? ¿Creéis que esta historia del cillerero es una mera sospecha del Abad?

Guillermo caminó hacia el albergue de los peregrinos. Al llegar al umbral se detuvo y retomó lo que estaba diciendo:

—En el fondo; el Abad me pidió que investigara sobre la muerte de Adelmo cuando pensaba que algo turbio sucedía entre sus monjes jóvenes. Pero ahora la muerte de Venancio despierta otras sospechas. Quizás el Abad ha intuido que la clave del misterio se encuentra en la biblioteca, y no quiere que investigue sobre eso. Y entonces me ofrece la pista del cillerero precisamente para apartar mi atención del Edificio.

—Pero, ¿por qué no querría que...?

—No preguntes demasiado. El Abad me dijo desde el principio que la biblioteca no se toca. Sus razones tendrá. Quizá también él está envuelto en algo que al principio no creía vinculado con la muerte de Adelmo, y ahora ve que el escándalo se va extendiendo y que él mismo puede resultar implicado. Y no quiere que se descubra la verdad, o al menos no quiere que sea yo quien la descubra...

—Pero entonces vivimos en un sitio abandonado por Dios –dije con desánimo.

—¿Acaso has conocido alguno en el que Dios se sintiese a sus anchas? – me preguntó Guillermo, mirándome desde la cima de su estatura.

Después me dijo que fuese a descansar. Mientras me acostaba, pensé que mi padre no debería haberme enviado a recorrer el mundo, pues era más complejo de lo que yo creía. Estaba aprendiendo demasiado.

—«Sálvame de la boca del león», –recé mientras me quedaba dormido.  

 

SEGUNDO DÍA

DESPUÉS DE VÍSPERAS  

Donde, a pesar de la brevedad del capítulo, el venerable Alinardo dice cosas bastante interesantes sobre el laberinto y sobre el modo de entrar en él.  

Me desperté cuando estaba por sonar la hora de la cena. Me sentía atontado por el sueño, porque el sueño diurno es como el pecado carnal: cuanto más dura mayor es el deseo que se siente de él, pero la sensación que se tiene no es de felicidad, sino una mezcla de hartazgo y de insatisfacción. Guillermo no estaba en su celda; era evidente que hacía mucho que se había levantado. Después de dar unas vueltas, lo encontré cuando salía del Edificio. Me dijo que había estado en el scriptorium, hojeando el catálogo y observando el trabajo de los monjes, siempre con la idea de acercarse a la mesa de Venancio para seguir revisándola. Sin embargo, por uno u otro motivo, todos parecían interesados en no dejar que curioseara entre aquellos folios. Primero se le había acercado Malaquías, para mostrarle unas miniaturas muy exquisitas. Después, Bencio lo había tenido ocupado con cualquier pretexto. A continuación, cuando estaba ya inclinado para proseguir su inspección, Berengario se había puesto a revolotear a su alrededor ofreciéndose a ayudarle.

Por último, Malaquías, al ver que mi maestro parecía firmemente decidido a ocuparse de las cosas de Venancio, le había dicho con toda claridad que, antes de hurgar entre los folios del muerto, quizá convenía obtener la autorización del Abad; que él mismo, a pesar de ser el bibliotecario, se había abstenido de hacerlo, por respeto y disciplina; y que en todo caso nadie se había acercado a aquella mesa, tal como Guillermo le había pedido, y nadie se acercaría a ella hasta que interviniese el Abad. Guillermo le había recordado la autorización del Abad para investigar en toda la abadía; y Malaquías le había preguntado, no sin malicia, si acaso el Abad también lo había autorizado para que se moviera libremente por el scriptorium o, Dios no lo quisiese, por la biblioteca. Guillermo había comprendido que no era cuestión de enfrentarse con Malaquías, por más que todos aquellos movimientos y temores alrededor de los folios de Venancio habían reforzado, desde luego, su interés por conocerlos. Pero tan decidido estaba a regresar allí durante la noche, aunque todavía no supiese cómo, que había preferido evitar incidentes. Se veía, sin embargo, que pensaba en el modo de desquitarse, y, si no hubiese estado buscando la verdad, su actitud habría parecido muy obstinada y quizá reprobable.

Antes de entrar al refectorio dimos otro paseíto por el claustro, para disipar las nieblas del sueño en el aire frío de la tarde. Aún había algunos monjes que se paseaban meditando. En el jardín que daba al claustro percibimos la figura centenaria de Alinardo da Grottaferrata, que, ya físicamente inútil, pasaba gran parte del día entre las plantas, cuando no estaba rezando en la iglesia. Parecía totalmente insensible al frío, y estaba sentado sobre la parte externa del pórtico.

Guillermo le dirigió unas palabras de saludo y el viejo pareció alegrarse de que alguien le hablara.

—Un día sereno –dijo Guillermo.

—Por gracia de Dios –respondió el viejo.

—Sereno en el cielo, pero oscuro en la tierra. ¿Conocíais bien a Venancio?

—¿Qué Venancio? –dijo el viejo. Después se encendió una luz en sus ojos–. Ah, el muchacho que murió. La bestia se pasea por la abadía...

—¿Qué bestia?

—La gran bestia que viene del mar... Siete cabezas, diez cuernos y en los cuernos diez diademas y en las cabezas tres nombres de blasfemia. La bestia que parece un leopardo, con pies como de oso y boca como de león... Yo la he visto.

—¿Dónde la habéis visto? ¿En la biblioteca?

—¿Biblioteca? ¿Por qué? Hace años que no voy al scriptorium, y nunca he visto la biblioteca. Nadie va a la biblioteca. Conocí a los que subían a la biblioteca...

—¿A quiénes? ¿A Malaquías, a Berengario?

—Oh, no... –dijo el viejo riendo con voz ronca–. Antes. El bibliotecario que hubo antes de Malaquías, hace muchos años...

—¿Quién era?

—No recuerdo, murió, cuando Malaquías era todavía muy joven. Y el que hubo antes del maestro de Malaquías, y era joven ayudante de bibliotecario cuando yo era joven... Pero yo nunca pisé la biblioteca.

Laberinto...

—¿La biblioteca es un laberinto?

—«aquel laberinto denota típicamente a este mundo. Para el que entra ancho, pero para el que sale demasiado estrecho». La biblioteca es un gran laberinto, signo del laberinto que es el mundo. Cuando entras en ella no sabes si saldrás. No es necesario violar las columnas de Hércules.

—¿De modo que no sabéis cómo se entra en la biblioteca cuando están cerradas las puertas del Edificio?

—¡Oh, sí! –dijo riendo el viejo–. Muchos lo saben. Pasa por el osario. Puedes pasar por el osario, pero no quieres pasar por el osario. Los monjes muertos vigilan.

—¿Esos son los monjes muertos que vigilan, y no los que recorren de noche con una luz la biblioteca?

—¿Con una luz? –El viejo pareció asombrado–. Nunca oí hablar de eso. Los monjes muertos están en el osario, los huesos bajan poco a poco desde el cementerio y se reúnen allí para vigilar el pasadizo. ¿Nunca viste el altar de la capilla por la que se llega al osario?

—Es la tercera de la izquierda después del transepto, ¿verdad?

—¿La tercera? Puede ser. Es la que tiene la piedra del altar esculpida con mil esqueletos. La cuarta calavera de la derecha; le hundes los ojos... y estás en el osario. Pero no vamos, yo nunca he ido. El Abad no quiere. 

—¿Y la bestia? ¿Dónde habéis visto la bestia?

—¿La bestia? Ah, el Anticristo... Ya llega, se ha cumplido el milenio, lo esperamos...

—Pero el milenio se ha cumplido hace trescientos años, y en aquel momento no llegó...

—El Anticristo no llega cuando se cumplen los mil años. Cuando se cumplen los mil años se inicia el reino de los justos, después llega el Anticristo para confundir a los justos, y luego se producirá la batalla final.

—Pero los justos reinarán durante mil años –dijo Guillermo–. O bien han reinado desde la muerte de Cristo hasta el final del primer milenio, y entonces fue precisamente en ese momento cuando debió llegar el Anticristo, o bien todavía no han reinado y entonces el Anticristo está muy lejos.

—El milenio no se calcula desde la muerte de Cristo sino desde la donación de Constantino. Los mil años se cumplen ahora.

—¿Y entonces es ahora cuando acaba el reino de los justos?

—No lo sé, ya no lo sé... Estoy fatigado. Es un cálculo difícil. Beato de Liebana lo hizo, pregúntale a Jorge, él es joven, tiene buena memoria... Pero los tiempos están maduros. ¿No has oído las siete trompetas?

—¿Por qué las siete trompetas?

—¿No te han dicho cómo murió el otro muchacho, el miniaturista? El primer ángel ha soplado por la primera trompeta y ha habido granizo y fuego mezclado con sangre. Y el segundo ángel ha soplado por la segunda trompeta y la tercera parte del mar se ha convertido en sangre... ¿Acaso el segundo muchacho no murió en un mar de sangre? ¡Cuidado con la tercera trompeta! Morirá la tercera parte de las criaturas que viven en el mar. Dios nos castiga. Todo el mundo alrededor de la abadía está infestado de herejía, me han dicho que en el trono de Roma hay un papa perverso que usa hostias para prácticas de nigromancia, y con ellas alimenta a sus morenas... Y aquí hay alguien que ha violado la interdicción y ha roto los sellos del laberinto.

—¿Quién os lo ha dicho?

—Lo he oído, todos murmuran y dicen que el pecado ha entrado en la abadía. ¿Tienes garbanzos?

La pregunta, dirigida a mí, me cogió de sorpresa.

—No, no tengo garbanzos –dije confundido.

—La próxima vez tráeme garbanzos. Los tengo en la boca, mira mi pobre boca desdentada, hasta que se ablandan. Estimulan la saliva, «el agua fuente de vida».  ¿Mañana me traerás garbanzos?

—Mañana os traeré garbanzos –le dije.

Pero se había adormecido. Lo dejamos y nos dirigimos al refectorio.

—¿Qué pensáis de lo que nos ha dicho? –pregunté a mi maestro.

—Goza de la divina locura de los centenarios. En sus palabras es difícil distinguir lo verdadero de lo falso. Sin embargo, creo que nos ha dicho algo sobre cómo entrar en el Edificio. He examinado la capilla por la que apareció Malaquías la noche pasada. Es cierto que hay un altar de piedra, y en su base hay esculpidas calaveras. Esta noche probaremos.

SEGUNDO DÍA

COMPLETAS

 Donde se entra en el Edificio, se descubre un visitante misterioso, se encuentra un mensaje secreto escrito con signos de nigromante, y desaparece,

en seguida después de haber sido encontrado, un libro que luego se buscará en muchos otros capítulos, sin olvidar el robo de las preciosas lentes de Guillermo.  

La cena fue triste y silenciosa. Habían pasado poco más de doce horas desde el descubrimiento del cadáver de Venancio. Todos miraban a hurtadillas su sitio vacío. Cuando fue la hora de completas, la procesión que se dirigió al coro parecía un cortejo fúnebre. Nosotros participamos en el oficio desde la nave, sin perder de vista la tercera capilla. Había poca luz, y, cuando vimos que Malaquías surgía de la oscuridad para dirigirse a su asiento, no pudimos descubrir el sitio exacto por el que había entrado. En todo caso nos mantuvimos ocultos en la sombra de la nave lateral, para que nadie viese que nos quedábamos al acabar el oficio. En mi escapulario tenía la lámpara que había cogido en la cocina durante la cena. Después la encenderíamos con la llama del gran trípode de bronce que ardía durante toda la noche. Tenía una mecha nueva, y mucho aceite. De modo que no nos faltaría luz.

Estaba demasiado excitado por lo que íbamos a hacer como para prestar atención al rito, y casi no me di cuenta de que éste había acabado. Los monjes se bajaron las capuchas y con el rostro cubierto salieron en lenta fila hacia sus celdas. La iglesia quedó vacía, iluminada por los resplandores del trípode.

—¡Vamos! –dijo Guillermo–. ¡A trabajar!

Nos acercamos a la tercera capilla. La base del altar parecía realmente un osario: talladas con singular maestría, se veía, encima de un montón de tibias, una serie de calaveras que, con sus órbitas huecas y profundas, infundían temor a cualquiera que las contemplase. Guillermo repitió en voz baja las palabras que había pronunciado Alinardo (cuarta calavera a la derecha, hundirle los ojos). Introdujo los dedos en las órbitas de aquel rostro descarnado y en seguida oímos como un chirrido ronco. El altar se movió, girando sobre un gozne secreto, y ante nosotros apareció una negra abertura donde, al levantar mi lámpara, divisamos unos escalones cubiertos de humedad. Decidimos bajar, no sin antes haber discutido sobre la eventual conveniencia de cerrar la entrada al pasadizo. Mejor no hacerlo, dijo Guillermo, porque no estábamos seguros de saber cómo abrirla al regresar. Y en cuanto al peligro de que nos descubrieran, si a aquella hora llegase alguien con la intención de poner en funcionamiento dicho mecanismo, sin duda sabría cómo entrar, y no por encontrarse con el acceso cerrado dejaría de penetrar en el pasadizo.

Después de bajar algo más de diez escalones, llegamos a un pasillo a cuyos lados estaban dispuestos unos nichos horizontales, similares a los que más tarde pude observar en muchas catacumbas. Pero aquella era la primera vez que entraba en un osario, y sentí un miedo enorme. Durante siglos se habían depositado allí los huesos de los monjes: una vez desenterrados, los habían ido amontonando en los nichos sin intentar recomponer la figura de sus cuerpos. Sin embargo, en algunos nichos sólo había huesos pequeños, y en otros sólo calaveras, dispuestas con cuidado, casi en forma de pirámide, para que no se desparramasen, y, en verdad, el espectáculo era terrorífico, sobre todo por el juego de sombras y de luces que creaba nuestra lámpara a medida que nos desplazábamos. En un nicho vi sólo manos, montones de manos, ya irremediablemente enlazadas entre sí, una maraña de dedos muertos. Lancé un grito, en aquel sitio de muertos, porque por un momento tuve la impresión de que ocultaba algo vivo, un chillido y un movimiento rápido en la sombra.

—Ratas –me tranquilizó Guillermo.

—¿Qué hacen aquí las ratas?

—Pasan, como nosotros, porque el osario conduce al Edificio y, por tanto, a la cocina. Y a los sabrosos libros de la biblioteca. Y ahora comprenderás por qué es tan severa la expresión de Malaquías. Su oficio lo obliga a pasar por aquí dos veces al día, al anochecer y por la mañana. Él sí que no tiene de qué reír.

—Pero, ¿por qué el evangelio no dice en ninguna parte que Cristo rió? – pregunté sin estar demasiado seguro de que así fuera–. ¿Es verdad lo que dice Jorge?

—Han sido legiones los que se han preguntado si Cristo rió. El asunto no me interesa demasiado. Creo que nunca rió porque, como hijo de Dios, era omnisciente y sabía lo que haríamos los cristianos. Pero, ya hemos llegado.

En efecto, gracias a Dios el pasillo había acabado y estábamos ante una nueva serie de escalones, al final de los cuales sólo tuvimos que empujar una puerta de madera dura con refuerzos de hierro para salir detrás de la chimenea de la cocina, justo debajo de la escalera de caracol que conducía al scriptorium.

Mientras subíamos nos pareció escuchar un ruido arriba.

Permanecimos un instante en silencio, y luego dije:

—Es imposible. Nadie ha entrado antes que nosotros...

—Suponiendo que ésta sea la única vía de acceso al Edificio. Durante siglos fue una fortaleza, de modo que deben de existir otros accesos secretos además del que conocemos. Subamos despacio. Pero no tenemos demasiadas alternativas. Si apagamos la lámpara, no sabremos por dónde vamos; si la mantenemos encendida, avisaremos al que está arriba. Sólo nos queda la esperanza de que, si hay alguien, su miedo sea mayor que el nuestro.

Llegamos al scriptorium por el torreón meridional. La mesa de Venancio estaba justo del lado opuesto. Al desplazarnos íbamos iluminando sólo partes de la pared, porque la sala era demasiado grande. Confiamos en que no habría nadie en la explanada, porque hubiese visto la luz a través de las ventanas. La mesa parecía en orden, pero Guillermo se inclinó en seguida para examinar los folios de la estantería, y lanzó una exclamación de contrariedad. 

—¿Falta algo? –pregunté.

—Hoy he visto aquí dos libros, y uno era en griego. Ese es el que falta.

Alguien se lo ha llevado, y a toda prisa, porque un pergamino cayó al suelo.

—Pero la mesa estaba vigilada...

—Sí. Quizás alguien lo cogió hace muy poco. Quizás aún esté aquí. –Se volvió hacia las sombras y su voz resonó entre las columnas–: ¡Si estás aquí, ten cuidado!

Me pareció una buena idea: como ya había dicho mi maestro, siempre es mejor que el que nos infunde miedo tenga más miedo que nosotros. 

Guillermo puso encima de la mesa el folio que había encontrado en el suelo, y se inclinó sobre él. Me pidió que lo iluminase. Acerqué la lámpara y vi una página que hasta la mitad estaba en blanco, y que luego estaba cubierta por unos caracteres muy pequeños cuyo origen me costó mucho reconocer.

—¿Es griego? –pregunté.

—Sí, pero no entiendo bien –extrajo del sayo sus lentes, se los encajó en la nariz y después se inclinó aún más sobre el pergamino–. Es griego. La letra es muy pequeña, pero irregular. A pesar de las lentes me cuesta trabajo leer. Necesitaría más luz. Acércate...

Mi maestro había cogido el folio y lo tenía delante de los ojos. En lugar de ponerme detrás de él y levantar la lámpara por encima de su cabeza, lo que hice, tontamente, fue colocarme delante. Me pidió que me hiciese a un lado y al moverme rocé con la llama el dorso del folio. Guillermo me apartó de un empujón, mientras me preguntaba si quería quemar el manuscrito. Después lanzó una exclamación. Vi con claridad que en la parte superior de la página habían aparecido unos signos borrosos de color amarillo oscuro. Guillermo me pidió la lámpara y la desplazó por detrás del folio, acercando la llama a la superficie del pergamino para calentarla, cuidando de no rozarla. Poco a poco, como si una mano invisible estuviese escribiendo «Mane, Tekel, Fares», vi dibujarse en la página blanca, uno a uno, a medida que Guillermo iba desplazando la lámpara, y mientras el humo que se desprendía de la punta de la llama ennegrecía el dorso del folio, unos rasgos que no se parecían a los de ningún alfabeto, salvo a los de los nigromantes.

—¡Fantástico! –dijo Guillermo–. ¡Esto se pone cada vez más interesante! –Echó una ojeada alrededor, y dijo–: Será mejor no exponer este descubrimiento a la curiosidad de nuestro misterioso huésped, suponiendo que aún esté aquí...

Se quitó las lentes y las dejó sobre la mesa. Después enrolló con cuidado el pergamino y lo guardó en el sayo. Todavía aturdido tras aquella secuencia de acontecimientos por demás milagrosos, estaba ya a punto de pedirle otras explicaciones cuando de pronto un ruido seco nos distrajo. Procedía del pie de la escalera oriental, por donde se subía a la biblioteca.

—Nuestro hombre está allí, ¡atrápalo! –gritó Guillermo.

Y nos lanzamos en aquella dirección, él más rápido y yo no tanto, por la lámpara. Oí un ruido como de alguien que tropezaba y caía; al llegar vi a Guillermo al pie de la escalera, observando un pesado volumen de tapas reforzadas con bullones metálicos. En ese momento oímos otro ruido, pero del lado donde estábamos antes.

—¡Qué tonto soy! –gritó Guillermo–. ¡Rápido, a la mesa de Venancio!

Me di cuenta de que alguien situado en la sombra detrás de nosotros había arrojado el libro para alejarnos del lugar.

De nuevo Guillermo fue más rápido y llegó antes a la mesa. Yo, que venía detrás, alcancé a ver entre las columnas una sombra que huía y embocaba la escalera del torreón occidental.

Encendido de coraje, pasé la lámpara a Guillermo y me lancé a ciegas hacia la escalera por la que había bajado el fugitivo. En aquel momento me sentía como un soldado de Cristo en lucha contra todas las legiones del infierno, y ardía de ganas de atrapar al desconocido para entregarlo a mi maestro. Casi rodé por la escalera de caracol tropezando con el ruedo de mi hábito (¡juro que aquella fue la única ocasión de mi vida en que lamenté haber entrado en una orden monástica!), pero en el mismo instante –la idea me vino como un relámpago– me consolé pensando que mi adversario también debía de sufrir el mismo impedimento. Y además, si había robado el libro, sus manos debían de estar ocupadas. Casi me precipité en la cocina, detrás del horno del pan, y a la luz de la noche estrellada que iluminaba pálidamente el vasto atrio, vi la sombra fugitiva, que salía por la puerta del refectorio, cerrándola detrás de sí. Me lancé hacia ella, tardé unos segundos en poder abrirla, entré, miré alrededor, y no vi a nadie. La puerta que daba al exterior seguía atrancada. Me volví. Sombra y silencio. Percibí un resplandor en la cocina. Me aplasté contra una pared. En el umbral que comunicaba los dos ambientes apareció una figura iluminada por una lámpara. Grité. Era Guillermo.

—¿Ya no hay nadie? Me lo imaginaba. Ese no ha salido por una puerta.

¿No ha cogido el pasadizo del osario?

—¡No, ha salido por aquí, pero no sé por dónde!

—Ya te lo he dicho, hay otros pasadizos, y es inútil que los busquemos. Quizás en este momento nuestro hombre esté saliendo al exterior en algún sitio alejado del Edificio. Y con él mis lentes.

—¿Vuestras lentes?

—Como lo oyes. Nuestro amigo no ha podido quitarme el folio, pero, con gran presencia de ánimo, al pasar por la mesa ha cogido mis lentes.

—¿Y por qué?

—Porque no es tonto. Ha oído lo que dije sobre estas notas, ha comprendido que eran importantes, ha pensado que sin las lentes no podría descifrarlas, y sabe muy bien que no confiaré en nadie como para mostrárselas. De hecho, es como si no las tuviese.

—Pero ¿cómo sabía que teníais esas lentes?

—¡Vamos! Aparte del hecho de que ayer hablamos de ellas con el maestro vidriero, esta mañana en el scriptorium las he usado mientras estaba hurgando entre los folios de Venancio. De modo que hay muchas personas que podrían conocer el valor de ese objeto. En efecto: todavía podría leer un manuscrito normal, pero éste no –y empezó a desenrollar el misterioso pergamino–, porque la parte escrita en griego está en letra demasiado pequeña, y la parte superior es demasiado borrosa...

Me mostró los signos misteriosos que habían aparecido como por encanto al calor de la llama:

—Venancio quería ocultar un secreto importante y utilizó una de aquellas tintas que escriben sin dejar huella y reaparecen con el calor. O, si no, usó zumo de limón. En todo caso, como no sé qué sustancia utilizó y los signos podrían volver a desaparecer, date prisa, tú que tienes buenos ojos, y cópialos en seguida, lo más parecidos que puedas, y no estaría mal que los agrandaras un poco.

Esto hice, sin saber lo que copiaba. Era una serie de cuatro o cinco líneas que en verdad parecían de brujería. Aquí sólo reproduzco los primeros signos, para dar al lector una idea del enigma que teníamos ante nuestros ojos:


Cuando hube acabado de copiar, Guillermo cogió mi tablilla y, a pesar de estar sin lentes, la mantuvo lejos de sus ojos para poderla examinar.

—Sin duda se trata de un alfabeto secreto, que habrá que descifrar –dijo–. Los trazos no son muy firmes, y es probable que tu copia tampoco los haya mejorado, pero es evidente que los signos pertenecen a un alfabeto zodiacal. ¿Ves? En la primera líneas tenemos... –Alejó aún más la tablilla, entrecerró los ojos en un esfuerzo de concentración dijo–: Sagitario, Sol, Mercurio, Escorpión...

—¿Qué significan?

—Si Venancio hubiese sido un ingenuo, habría usado el alfabeto zodiacal más corriente: A igual a Sol, B igual a Júpiter... Entonces la primera línea se leería así... intenta transcribirla: RAIOASVL... –Se interrumpió–. No, no quiere decir nada, y Venancio no era ningún ingenuo. Se valió de otra clave para transformar el alfabeto. Tendré que descubrirla.

—¿Se puede? –pregunté admirado.

—Sí, cuando se conoce un poco la sabiduría de los árabes. Los mejores tratados de criptografía son obra de sabios infieles, y en Oxford he podido hacerme leer alguno de ellos. Bacon tenía razón cuando decía que la conquista del saber pasa por el conocimiento de las lenguas. Hace siglos Abu Bakr Ahmad ben Ali ben Washiyya an-Nabati escribió un Libro del frenético deseo del devoto por aprender los enigmas de las escrituras antiguas, donde expuso muchas reglas para componer y descifrar alfabetos misteriosos, útiles para las prácticas mágicas, pero también para la correspondencia entre los ejércitos o entre un rey y sus embajadores. He visto asimismo otros libros árabes donde se enumera una serie de artificios bastante ingeniosos. Por ejemplo, puedes remplazar una letra por otra, puedes escribir una palabra al revés, puedes invertir el orden de las letras, pero tomando una sí y otra no, y volviendo a empezar luego desde el principio, puedes, como en este caso, remplazar las letras por signos zodiacales, pero atribuyendo a las letras ocultas su valor numérico, para después, según otro alfabeto, transformar los números en otras letras...

—¿Y cuál de esos sistemas habrá utilizado Venancio?

—Habría que probar todos éstos, y también otros. Pero la primera regla para descifrar un mensaje consiste en adivinar lo que quiere decir.

—¡Pero entonces ya no es preciso descifrarlo! –exclamé riendo.

—No quise decir eso. Lo que hay que hacer es formular hipótesis sobre cuáles podrían ser las primeras palabras del mensaje, y después ver si la regla que de allí se infiere vale para el resto del texto. Por ejemplo, aquí Venancio ha cifrado sin duda la clave para entrar en el finis Africae. Si trato de pensar que el mensaje habla de eso, de pronto descubro un ritmo... Trata de mirar las primeras tres palabras, sin considerar las letras, atendiendo sólo a la cantidad de signos IIIIIIII IIIII IIIIIII... Ahora trata de dividir los grupos en sílabas de al menos dos símbolos cada una, y recita en voz alta: ta-ta-ta, ta-ta, .. ¿No se te ocurre nada?

—A mí no.

—Pero a mí sí. Secretum finis Africae... Si es así, en la última palabra la primera y la sexta letra deberían ser iguales; y así es, el símbolo de la Tierra aparece dos veces. Y la primera letra de la primera palabra, la S, debería ser igual a la última de la segunda: y, en efecto, el signo de la Virgen se repite. Tal vez estemos en el buen camino. Sin embargo, también podría tratarse de una serie de coincidencias. Hay que descubrir una regla de correspondencia...

—¿Pero dónde?

—En la cabeza. Inventarla. Y después ver si es la correcta. Pero podría pasarme un día entero probando. No más tiempo, sin embargo, porque, recuérdalo, con un poco de paciencia cualquier escritura secreta puede descifrarse. Pero ahora se nos haría tarde y lo que queremos es visitar la biblioteca. Además, sin las lentes no podré leer la segunda parte del mensaje, y en eso tú no puedes ayudarme porque estos signos, para tus ojos...

—–«Es griego, no se lee». Adagio medieval con el que se justificaba el desconocimiento del griego, dándole poca importancia. –completé sintiéndome humillado.

—Eso mismo. Ya ves que Bacon tenía razón. ¡Estudia! Pero no nos desanimemos. Subamos a la biblioteca. Esta noche ni diez legiones infernales conseguirían detenernos.

Me persigné: —Pero ¿quién puede haber sido el que se nos adelantó? ¿Bencio?

—Bencio ardía en deseos de saber qué había entre los folios de Venancio, pero no me pareció que pudiese jugarnos una mala pasada como ésta. En el fondo, nos propuso una alianza. Además me dio la impresión de que no tenía valor para entrar de noche en el Edificio.

—¿Entonces Berengario? ¿O Malaquías?

—Me parece que Berengario sí es capaz de este tipo de cosas. En el fondo, comparte la responsabilidad de la biblioteca, lo corroe el remordimiento por haber traicionado uno de sus secretos, pensaba que Venancio había sustraído aquel libro y quizá quería volver a colocarlo en su lugar. Como no pudo subir, ahora debe de estar escondiéndolo en alguna parte y podremos cogerlo con las manos en la masa, si Dios nos asiste, cuando trate de ponerlo de nuevo en su sitio.

—Pero también pudo haber sido Malaquías, movido por las mismas intenciones.

—Yo diría que no. Malaquías dispuso de todo el tiempo que quiso para hurgar en la mesa de Venancio cuando se quedó solo para cerrar el Edificio. Eso yo ya lo sabía, pero era algo inevitable. Ahora sabemos precisamente que no lo hizo. Y si piensas un poco advertirás que no teníamos razones para sospechar que Malaquías supiese que Venancio había entrado en la biblioteca y que había cogido algo. Eso lo saben Berengario y Bencio, y lo sabemos tú y yo. Después de la confesión de Adelmo, también Jorge podría saberlo, pero sin duda no era él el hombre que se precipitó con tanto ímpetu por la escalera de caracol...

—Entonces, Berengario o Bencio...

—¿Y por qué no Pacifico da Tivoli u otro de los monjes que hemos visto hoy? ¿O Nicola el vidriero, que sabe de la existencia de mis anteojos? ¿O ese personaje extravagante, Salvatore, que, según nos han dicho, anda por las noches metido en vaya a saber qué cosas? Debemos tener cuidado y no reducir el número de los sospechosos sólo porque las revelaciones de Bencio nos hayan orientado en una dirección determinada. Quizá Bencio quería confundirnos.

—Pero nos pareció que era sincero.

—Sí, pero recuerda que el primer deber de un buen inquisidor es el de sospechar ante todo de los que le parecen sinceros.

—Feo trabajo el del inquisidor –dije.

—Por eso lo abandoné. Pero ya ves que ahora debo volver a él. Bueno, vamos, a la biblioteca.

 

SEGUNDO DÍA

NOCHE  

Donde se penetra por fin en el laberinto, se tienen extrañas visiones, y, como suele suceder en los laberintos, una vez en él se pierde la orientación.  

Enarbolando la lámpara delante de nosotros, volvimos a subir al scriptorium, ahora por la escalera oriental, que después continuaba hasta el piso prohibido. Yo pensaba en las palabras de Alinardo sobre el laberinto y esperaba cosas espantosas.

Cuando salimos de la escalera para entrar en el sitio donde no habríamos debido penetrar, me sorprendió encontrarme en una sala de siete lados, no muy grande, sin ventanas, en la que reinaba, como por lo demás en todo aquel piso, un fuerte olor a cerrado o a moho. Nada terrible, pues.

Como he dicho, la sala tenía siete paredes, pero sólo en cuatro de ellas se abría, entre dos columnitas empotradas, un paso bastante ancho sobre el que había un arco de medio punto. Arrimados a las otras paredes se veían unos enormes armarios llenos de libros dispuestos en orden. En cada armario había una etiqueta con un número, y lo mismo en cada anaquel: a todas luces se trataba de los números que habíamos visto en el catálogo. En el centro de la habitación había una gran mesa, también cargada de libros. Todos los volúmenes estaban cubiertos por una capa de polvo bastante tenue, signo de que los libros se limpiaban con cierta frecuencia. Tampoco en el suelo se veían muestras de suciedad. Sobre el arco de una de las puertas había una inscripción, pintada en la pared, con las siguientes palabras: «Apocalipsis de Jesucristo».  A pesar de que los caracteres eran antiguos, no parecía descolorida. Después, al examinar las que encontramos en las otras habitaciones, vimos que en realidad las letras estaban grabadas en la piedra, y con bastante profundidad, y que las cavidades habían sido rellenadas con tinte, como en los frescos de las iglesias.

Salimos por una de las puertas. Nos encontramos en otra habitación en la que había una ventana, pero no con vidrios sino con lajas de alabastro. Dos paredes eran continuas y en otra se veía un arco, similar al que acabábamos de atravesar, que daba a otra habitación, también con dos paredes continuas, una con una ventana, y otra puerta situada frente a nosotros. En las dos habitaciones había inscripciones similares a la que ya habíamos visto, pero con textos diferentes: «Sobre los veinticuatro tronos», rezaba la de la primera; «Su nombre [es] la muerte» la de la segunda. En cuanto a lo demás, aunque las dos habitaciones fuesen más pequeñas que aquella por la que habíamos entrado en la biblioteca (de hecho, aquélla era heptagonal y éstas rectangulares), el mobiliario era similar: armarios con libros y mesa en el centro.

Pasamos a la tercera habitación. En ella no había libros ni inscripción. Bajo la ventana se veía un altar de piedra. Además de la puerta por la que habíamos entrado, había otras dos: una que daba a la habitación heptagonal del comienzo, y otra por la que nos introdujimos en una nueva habitación, similar a las demás, salvo por la inscripción que rezaba: «Se oscureció el sol y el aire». De allí se accedía a una nueva habitación, cuya inscripción rezaba: «Se hizo granito y fuego». No había más puertas, o sea que no se podía seguir avanzando y para salir había que retroceder.

—Veamos un poco –dijo Guillermo–. Cinco habitaciones cuadrangulares o más o menos trapezoidales, cada una de ellas con una ventana, dispuestas alrededor de una habitación heptagonal, sin ventanas, hasta la que se llega por la escalera. Me parece elemental. Estamos en el torreón oriental; desde fuera cada torreón presenta cinco ventanas y cinco paredes. El cálculo es exacto. La habitación vacía es justo la que mira hacia oriente, como el coro de la iglesia, y al alba la luz del sol ilumina el altar, cosa que me parece muy apropiada y devota. La única idea que considero astuta es la de las lajas de alabastro. De día filtran una luz muy bonita, pero de noche ni siquiera dejan pasar los rayos lunares. De modo que no es un gran laberinto. Ahora veamos adónde dan las otras dos puertas de la habitación heptagonal. Creo que no tendremos dificultades para orientarnos.

Mi maestro se equivocaba, pues los constructores de la biblioteca habían sido más hábiles de lo que imaginábamos. No sé cómo explicar lo que sucedió, pero cuando salimos del torreón el orden de las habitaciones se volvió más confuso. Unas tenían dos puertas; otras, tres. Todas tenían una ventana, incluso aquellas a las que entrábamos desde habitaciones con ventana, convencidos de que nos dirigíamos hacia el interior del Edificio. En cada una el mismo tipo de armarios y de mesas; los libros, agrupados siempre en buen orden, parecían todos iguales, y ni que decir tiene que no nos ayudaban a reconocer el sitio de un vistazo. Tratamos de orientarnos por las inscripciones. En cierto momento pasamos por una habitación donde se leía «En aquellos días» después de dar algunas vueltas nos pareció que habíamos regresado a ella. Pero recordábamos que la puerta situada frente a la ventana daba a una habitación donde se leía «Primogénito de los muertos», y ahora, en cambio, daba a otra que de nuevo tenía la inscripción Apocalypsis Iesu Christi, pero que no era la sala heptagonal de la que habíamos partido. Eso nos hizo pensar que a veces las inscripciones se repetían. Encontramos dos habitaciones adyacentes con la inscripción Apocalypsis, y enseguida otra con la inscripción «Cayó del cielo una estrella grande».  

No había dudas sobre la fuente de todas esas frases: eran versículos del Apocalipsis de Juan, pero ¿por qué estaban pintadas en las paredes? ¿A qué lógica obedecía su colocación?

Para colmo de confusiones, descubrimos que algunas frases, no muchas, no estaban escritas en negro sino en rojo. En determinado momento volvimos a la sala heptagonal de la que habíamos partido (podía reconocerse por la entrada de la escalera), y otra vez salimos hacia la derecha, tratando de pasar de una habitación a otra sin desviarnos. Atravesamos tres habitaciones y llegamos ante una pared sin aberturas. Sólo había otra puerta, que comunicaba con otra habitación, también con otra sola puerta, por la que accedimos a una serie de cuatro habitaciones al cabo de las cuales llegamos de nuevo ante una pared. Retrocedimos hasta la habitación anterior, que tenía dos salidas; atravesamos la que antes habíamos descartado y llegamos a una nueva habitación, y volvimos a encontrarnos en la sala heptagonal de la que habíamos partido.

—¿Cómo se llamaba la habitación desde la que acabamos de retroceder? –preguntó Guillermo.

—«Caballo blanco». –dije tratando de recordar.

—Bueno, regresemos a ella.

Enseguida la encontramos. Una vez allí, salvo retroceder, sólo quedaba la posibilidad de pasar a la habitación llamada «Gracia y paz para vosotros», donde nos pareció que, saliendo por la derecha, tampoco retrocederíamos. En efecto, encontramos otras dos habitaciones, (pero ¿no serían las que habíamos encontrado antes?), y finalmente, llegamos a una habitación donde nos pareció que aún no habíamos estado: «La tercera parte de la tierra fue quemada».  Pero para entonces ya éramos incapaces de situarnos respecto del torreón oriental.

Adelantando la lámpara, me lancé hacia las siguientes habitaciones. Un gigante de proporciones amenazadoras, y cuyo cuerpo ondeante y fluido parecía el de un fantasma, salió a mi encuentro.

—¡Un diablo! –grité, y poco faltó para que se me cayese la lámpara, mientras corría a refugiarme entre los brazos de Guillermo.

Este cogió la lámpara y haciéndome a un lado avanzó con determinación que me pareció sublime. También él vio algo, porque se detuvo bruscamente. Después volvió a asomarse y alzó la lámpara. Se echó a reír.

—Realmente ingenioso. ¡Un espejo!

—¿Un espejo?

—Sí, mi audaz guerrero –dijo Guillermo–. Hace poco, en el scriptorium, te has arrojado con tanto valor sobre un enemigo real, y ahora te asustas de tu propia imagen. Un espejo, que te devuelve tu propia imagen, agrandada y deformada.

Cogiéndome de la mano me llevó hasta la pared situada frente a la entrada de la habitación. Ahora que la lámpara estaba más cerca podía ver, en una hoja de vidrio con ondulaciones, nuestras dos imágenes, grotescamente deformadas, cuya forma y altura variaba según nos acercásemos o nos alejásemos.

—Léete algún tratado de óptica –dijo Guillermo con tono burlón–. Sin duda, los fundadores de la biblioteca lo han hecho. Los mejores son los de los árabes. Alhazen compuso un tratado «Sobre las miradas», donde, con rigurosas demostraciones geométricas, describe la fuerza de los espejos. Según la ondulación de su superficie, los hay capaces de agrandar las cosas más minúsculas (¿y qué hacen si no mis lentes?), mientras que otros presentan las imágenes invertidas, u oblicuas, o muestran dos objetos en lugar de uno, o cuatro en lugar de dos. Otros, como éste, convierten a un enano en un gigante, o a un gigante en un enano.

—¡Jesús! –exclamé–. Entonces, ¿son éstas las visiones que algunos dicen haber tenido en la biblioteca?

—Quizá. La idea es realmente ingeniosa. –Leyó la inscripción situada sobre el espejo: Super thronos viginti quatuor–. Ya la hemos encontrado, pero en una sala sin espejo. Además, ésta no tiene ventanas, y tampoco es heptagonal. ¿Dónde estamos? –Miró alrededor y después se acercó a un armario–. Adso, sin aquellos benditos oculi ad legendum no logro comprender lo que hay escrito en estos libros. Léeme algunos títulos.

Cogí un libro al azar:

—¡Maestro, no está escrito!

—¿Cómo? Veo que está escrito. ¿Qué lees en él?

—No leo. No son letras del alfabeto, y no es griego, no podríais reconocerlo. Parecen gusanillos, sierpes, cagaditas de mosca...

—¡Ah! es árabe. ¿Qué más hay?

—Varios más. Aquí hay uno en latín, gracias a Dios... Al... Al Kuwarizmi, Tabulae.

—¡Las tablas astronómicas de Al Kuwarizmi, traducidas por Adelardo de Bath! ¡Una obra rarísima! ¿Qué más?

—Isa ibn Ali, De oculis, Alkindi, Sobre los ojos». «De los radios estrellados». —Ahora mira lo que hay en la mesa.

Abrí un gran volumen que había sobre la mesa, un De bestiis, y ante mis ojos apareció una exquisita miniatura que representaba un bellísimo unicornio.

—Muy bien pintado –comentó Guillermo, que podía ver las imágenes–. ¿Y aquél?

—«Libro de los monstruos de diversas clases». –leí–. Este también tiene bellas imágenes, pero me parece que son más antiguas.

Guillermo inclinó el rostro sobre el texto:

—Iluminado por monjes irlandeses, hace por lo menos un par de siglos. En cambio, el libro del unicornio es mucho más reciente; creo que está iluminado a la manera de los franceses.

Otra vez tuve ocasión de admirar la sabiduría de mi maestro. Pasamos a la siguiente habitación, y luego a las cuatro posteriores, todas con ventanas, y todas llenas de libros en lenguas desconocidas, junto con otros de ciencias ocultas, y finalmente llegamos a una pared que nos obligó a volver sobre nuestros pasos, porque las últimas cinco habitaciones sólo comunicaban entre sí, y de ninguna de ellas podía salirse hacia otra dirección.

—Por la inclinación de las paredes, deberíamos de estar en el pentágono de otro torreón –dijo Guillermo–, pero falta la sala heptagonal del centro, de modo que, quizá nos equivoquemos.

—¿Y las ventanas? ¿Cómo puede haber tantas ventanas? Es imposible que todas las habitaciones den al exterior.

—Olvidas el pozo central. Muchas de las ventanas que hemos visto dan al octógono del pozo. Si fuese de día, la diferencia de luminosidad nos permitiría distinguir las ventanas externas de las internas, e incluso, reconocer quizá la posición de las habitaciones respecto al sol. Pero por la noche no se ven esas diferencias. Retrocedamos.

Regresamos a la habitación del espejo y nos dirigimos hacia la tercera puerta, por la que nos pareció que aún no habíamos pasado. Vimos una sucesión de tres o cuatro habitaciones, y en el fondo vislumbramos un resplandor.

—¡Hay alguien! –exclamé ahogando la voz.

—Si lo hay, ya ha percibido nuestra lámpara –dijo Guillermo, cubriendo, sin embargo, la llama con la mano. Permanecimos quietos durante uno o dos minutos. El resplandor seguía oscilando levemente, pero sin aumentar ni disminuir.

—Quizá sólo sea una lámpara –siguió Guillermo–, de las que se ponen para convencer a los monjes de que la biblioteca está habitada por las almas de los muertos. Pero hay que averiguarlo. Tú quédate aquí cubriendo la lámpara, mientras yo me adelanto con cautela.

Todavía avergonzado por el triste papel que había hecho delante del espejo, quise redimirme ante los ojos de Guillermo:

—No, voy yo –dije–, vos quedaos aquí. Avanzaré con cautela, soy más pequeño y más ágil. Tan pronto como compruebe que no hay peligro os llamaré.

Así lo hice. Atravesé tres habitaciones caminando pegado a las paredes, ágil como un gato (o como un novicio que baja a la cocina para robar queso de la despensa, empresa en la que había tenido ocasión de destacarme en Melk). Llegué hasta el umbral de la habitación de donde procedía el resplandor, bastante débil, y pegándome a la pared en que se apoyaba la columna de la derecha, me asomé‚ para espiar. No había nadie. Sobre la mesa había una especie de lámpara que, casi extinguida, despedía abundante humo. No era una linterna como la nuestra. Parecía más bien un incensario descubierto; no tenía llama, pero bajo una tenue capa de ceniza algo se quemaba. Me armé de valor y entré. Junto al incensario, sobre la mesa, había un libro abierto en el que se veían imágenes de colores muy vivos. Me acerqué y vi cuatro franjas de diferentes colores: amarillo, bermellón, turquesa y tierra quemada. Destacaba la figura de una bestia horrible, un dragón de diez cabezas, que con la cola barría las estrellas del cielo y las arrojaba hacia la tierra. De pronto vi que el dragón se multiplicaba, y las escamas se separaban de la piel para formar un anillo rutilante que giraba alrededor de mi cabeza. Me eché hacia atrás y vi que el techo de la habitación se inclinaba y bajaba hacia mí. Después escuché como un silbido de mil serpientes, pero no terrorífico, sino casi seductor, y apareció una mujer rodeada de luz, que acercó su rostro al mío echándome el aliento. Extendí los brazos para alejarla y me pareció que mis manos tocaban los libros del armario de enfrente, o que éstos se agrandaban enormemente. Ya no sabía dónde me encontraba, ni dónde estaba la tierra ni el cielo. En el centro de la habitación vi a Berengario, que me miraba con una sonrisa desagradable, rebosante de lujuria. Me cubrí el rostro con las manos y mis manos me parecieron viscosas y palmeadas como patas de escuerzo. Grité, creo, y sentí un sabor ligeramente ácido en la boca. Y entonces me hundí en una oscuridad infinita, que parecía abrirse más y más bajo mis pies, y perdí el conocimiento.

Después de lo que me parecieron siglos, desperté al sentir unos golpes que retumbaban en mi cabeza. Estaba tendido en el suelo y Guillermo me estaba dando bofetadas en las mejillas. Ya no me encontraba en aquella habitación, y mis ojos descubrieron una inscripción que rezaba «descansen de sus trabajos» (Apocalipsis, 14, 13).

—Vamos, vamos, Adso –me susurraba mi maestro–. No es nada.

—Las cosas... –dije, todavía delirando–. Allí, la bestia...

—Ninguna bestia. Te he encontrado delirando al pie de una mesa sobre la que había un bello apocalipsis mozárabe, abierto en la página de la «mujer ceñida por el sol». Frase repetida en otros pasajes (Apocalipsis, 12,1), enfrente del dragón. Pero por el olor me di cuenta de que habías respirado algo malo, y en seguida te saqué de allí. También a mí me duele la cabeza.

—Pero ¿qué he visto?

—No has visto nada. Lo que sucede es que en aquella habitación se quemaban unas sustancias capaces de provocar visiones. Las reconocí por el olor. Es algo de los árabes; quizá lo mismo que el Viejo de la Montaña hacía aspirar a sus asesinos antes de cada misión. Así se explica el misterio de las visiones. Alguien pone hierbas mágicas durante la noche para hacer creer a los visitantes inoportunos que la biblioteca está protegida por presencias diabólicas. En definitiva, ¿qué sentiste?

Confusamente, por lo que fui capaz de recordar, le describí mi visión. Guillermo se echó a reír:

—La mitad es una ampliación de lo que habías visto en el libro, y la otra mitad es la expresión de tus deseos y de tus miedos. Esos son los efectos que provocan dichas hierbas. Mañana tendremos que hablar con Severino; creo que sabe más de lo que quiere hacernos creer. Son hierbas, sólo hierbas, sin necesidad de las operaciones nigrománticas que mencionaba el vidriero. Hierbas, espejos... Son muchos y muy sabios los artificios que se utilizan para defender este sitio consagrado al saber prohibido. La ciencia usada, no para iluminar, sino para ocultar. La santa defensa de la biblioteca está en manos de una mente perversa. Pero la noche ha sido dura. Ahora hay que salir de aquí. Estás descompuesto y necesitas agua y aire fresco. Es inútil tratar de abrir estas ventanas; están demasiado altas y probablemente hace décadas que no se abren. ¿Cómo han podido pensar que Adelmo se arrojó por una de ellas?

Salir, dijo Guillermo. Como si fuese fácil. Sabíamos que a la biblioteca sólo podía llegarse por un torreón, el oriental. Pero ¿dónde estábamos en aquel momento? Habíamos perdido totalmente la orientación. Mientras deambulábamos temiendo no poder salir nunca de allí, yo tambaleándome aún y a punto de vomitar, Guillermo bastante preocupado por mí y enfadado consigo mismo por la insuficiencia de sus conocimientos, tuvimos, mejor dicho tuvo él, una idea para el día siguiente. Suponiendo que lográsemos salir, deberíamos regresar a la biblioteca con un tizón de madera quemada o con otra sustancia apta para marcar signos en las paredes.

—Sólo hay una manera –recitó, en efecto, Guillermo– de encontrar la salida de un laberinto. Al llegar a cada nudo nuevo, o sea hasta el momento no visitado, se harán tres signos en el camino de llegada. Si se observan signos en alguno de los caminos del nudo, ello indicará que el mismo ya ha sido visitado, y entonces sólo se marcará un signo en el camino de llegada. Cuando todos los pasos de un nudo ya estén marcados, habrá que retroceder. Pero si todavía quedan uno o dos pasos sin marcar, se escogerá uno al azar, y se lo marcará con dos signos. Cuando se escoja un paso marcado con un solo signo, se marcarán dos más, para que ya tenga tres. Si al llegar a un nudo sólo se encuentran pasos marcados con tres signos, o sea, si no quedan pasos que aún falte marcar, ello indicará que ya se han recorrido todas las partes del laberinto.

—¿Cómo lo sabéis? ¿Sois experto en laberintos?

—No, recito lo que dice un texto antiguo que leí en cierta ocasión.

—¿Y con esa regla se puede encontrar la salida?

—Que yo sepa, casi nunca. Pero igual probaremos. Además, en los próximos días tendré lentes y dispondré de más tiempo para examinar los libros. Quizás donde el itinerario de las inscripciones nos confunde, el de los libros, en cambio, nos proporcione una regla de orientación.

—¿Tendréis las lentes? ¿Cómo haréis para recuperarlas?

—He dicho que tendré lentes. Haré unas nuevas. Creo que el vidriero está esperando una ocasión como ésta para probar algo nuevo. Suponiendo que disponga de instrumentos adecuados para tallar los vidrios. Porque estos últimos no faltan en su taller.

Mientras deambulábamos buscando el camino, sentí de pronto, en medio de una habitación, una mano invisible que me acariciaba el rostro, al tiempo que un gemido, que no era humano ni animal, resonaba en aquel cuarto y en el de al lado, como si un espíritu vagase por las salas. Debería de haber estado preparado para las sorpresas de la biblioteca, pero de nuevo me aterroricé y di un salto hacia atrás. También Guillermo debía de haber sentido lo mismo que yo, porque se estaba tocando la mejilla, y, con la lámpara en alto, miraba a su alrededor. Alzó una mano, después observó la llama, que ahora parecía más viva. Entonces se humedeció un dedo y lo mantuvo vertical delante de sí. —¡Claro! –exclamó después.

Y me mostró dos sitios, en dos paredes enfrentadas, donde, a la altura de un hombre, se abrían dos troneras muy estrechas. Bastaba acercar la mano para sentir el aire frío que llegaba del exterior. Y al acercar la oreja se oía un murmullo, como si ahora soplase viento afuera.

—Algún sistema de ventilación debía tener la biblioteca –dijo Guillermo–. Si no la atmósfera sería irrespirable, sobre todo en verano. Además, estas troneras también aseguran una dosis adecuada de humedad, para que los pergaminos no se sequen. Pero los fundadores fueron aún más ingeniosos. Dispusieron las troneras de tal modo que, en las noches de viento, el aire que penetra por estas aberturas forme corrientes cruzadas que, al atascarse en las sucesivas habitaciones, produzcan los sonidos que acabamos de oír. Sumados a los espejos y a las hierbas, estos últimos infunden aún más miedo a los incautos que, como nosotros, penetran en la biblioteca sin conocer bien su disposición. Por un instante hemos pensado que unos fantasmas nos estaban echando su aliento sobre el rostro. Hasta ahora no lo habíamos sentido porque sólo ahora se ha levantado viento. Otro misterio resuelto. ¡Pero todavía no sabemos cómo salir!

Mientras hablábamos seguíamos deambulando, extraviados, sin ni siquiera leer las inscripciones, que parecían todas iguales. Nos topamos con una nueva sala heptagonal, recorrimos las habitaciones adyacentes, y tampoco encontramos la salida. Retrocedimos. Pasó casi una hora. No intentábamos saber dónde podíamos estar. En determinado momento, Guillermo decidió que debíamos darnos por vencidos y que sólo quedaba echarse a dormir en alguna sala, y esperar que al otro día Malaquías nos encontrase. Mientras nos lamentábamos por el miserable final de nuestra hermosa empresa, reencontramos de pronto la sala donde estaba la escalera. Agradecimos al cielo con fervor, y bajamos llenos de alegría.

Una vez en la cocina, nos lanzamos hacia la chimenea. Entramos en el pasadizo del osario, y juro que la mueca mortuoria de aquellas cabezas descarnadas me pareció dulce como la sonrisa de alguien querido. Regresamos a la iglesia y salimos por la puerta septentrional, para ir a sentarnos, felices, entre las lápidas. El agradable aire de la noche me pareció un bálsamo divino. Las estrellas brillaban a nuestro alrededor, y las visiones de la biblioteca me parecieron bastante lejanas.

—¡Qué hermoso es el mundo y qué feos son los laberintos! –dije aliviado.

—¡Qué hermoso sería el mundo si existiese una regla para orientarse en los laberintos! –respondió mi maestro.

—¿Qué hora será? –pregunté.

—He perdido la noción del tiempo. Pero convendría que estemos en nuestras celdas antes de que llamen a maitines.

Caminamos junto a la pared izquierda de la iglesia, pasamos frente a la portada (giré la cabeza porque no quería ver a los ancianos del Apocalipsis, y atravesamos el claustro para llegar al albergue de los peregrinos. En el umbral del edificio estaba el Abad, que nos miró con gesto severo.

—Os he buscado durante toda la noche –dijo, dirigiéndose a Guillermo–. No os he encontrado en vuestra celda ni en la iglesia...

—Estábamos siguiendo una pista –dijo vagamente Guillermo, con visible incomodidad.

El Abad lo miró un momento y luego dijo con voz grave y pausada:

—Os busco desde que acabó el oficio de completas. Berengario no estaba en el coro.

—¡Qué me estáis diciendo! –exclamó Guillermo con aire risueño. En efecto: acababa de convencerse de que había estado escondido en el scriptorium.

—No estaba en el coro durante el oficio de completas –repitió el Abad–, y no ha regresado a su celda. Están por llamar a maitines. Veremos si aparece ahora. Si no, me temo que haya sucedido otra desgracia. Cuando llamaron a maitines, Berengario no estaba.

TERCER DÍA

ENTRE LAUDES Y PRIMA  

Donde se encuentra un paño manchado de sangre en la celda del desaparecido Berengario, y eso es todo.  

Mientras escribo vuelvo a sentir el cansancio de aquella noche, mejor dicho, de aquella mañana. Después del oficio, el Abad ordenó a la mayoría de los monjes, ya alarmados, que buscaran por todas partes. Búsqueda infructuosa.

Cuando estaban por llamar a laudes, un monje que buscaba en la celda de Berengario encontró, bajo el jergón, un paño manchado de sangre. Al verlo, el Abad pensó que era un mal presagio. Estaba presente Jorge, quien, una vez enterado, dijo: «¿Sangre?», como si le pareciera inverosímil. Cuando se lo dijeron a Alinardo, éste movió la cabeza y comentó:

—No, no, con la tercera trompeta la muerte viene por agua...

—Ahora todo está claro –dijo Guillermo al observar el paño.

—¿Entonces dónde está Berengario? –le preguntaron. 

—No lo sé –respondió.

Al oírlo, Aymaro alzó los ojos al cielo y dijo por lo bajo a Pietro da San Albano: —Así son los ingleses.

Ya cerca de prima, cuando el sol había salido, se enviaron sirvientes a explorar al pie del barranco, a todo lo largo de la muralla. Regresaron a la hora tercia, sin haber encontrado nada.

Guillermo me dijo que no podíamos hacer nada útil, que había que esperar los acontecimientos. Dicho eso, se dirigió a la herrería, donde se enfrascó en una sesuda conversación con Nicola, el maestro vidriero. 

Yo me senté en la iglesia, cerca de la puerta central, mientras se celebraban las misas. Así, devotamente, me quedé dormido, y por mucho tiempo, porque, al parecer, los jóvenes necesitan dormir más que los viejos, quienes ya han dormido mucho y se disponen a hacerlo para toda la eternidad.

TERCER DÍA

TERCIA  

Donde Adso reflexiona en el scriptorium sobre la historia de su orden y sobre el destino de los libros.

 

Salí de la iglesia menos fatigado pero con la mente confusa, porque sólo en las horas nocturnas el cuerpo goza de un descanso tranquilo. Subí al scriptorium, pedí permiso a Malaquías y me puse a hojear el catálogo. Mientras miraba distraído los folios que iban pasando ante mis ojos, lo que en realidad hacía era observar a los monjes.

Me impresionó la calma y la serenidad con que estaban entregados a sus tareas, como si no hubiese desaparecido uno de sus hermanos y no lo estuvieran buscando afanosamente por todo el recinto, y como si ya no hubiesen muerto otros dos en circunstancias espantosas. Aquí se ve, dije para mí, la grandeza de nuestra orden: durante siglos y siglos, hombres como éstos han asistido a la irrupción de los bárbaros, al saqueo de sus abadías. Han visto precipitarse reinos en vórtices de fuego, y, sin embargo, han seguido ocupándose con amor de sus pergaminos y sus tintas, y han seguido leyendo en voz baja unas palabras transmitidas a través de los siglos y que ellos transmitirían a los siglos venideros. Si habían seguido leyendo y copiando cuando se acercaba el milenio, ¿por qué dejarían de hacerlo ahora?

El día anterior, Bencio había dicho que con tal de conseguir un libro raro estaba dispuesto a cometer actos pecaminosos. No mentía ni bromeaba. Sin duda, un monje debería amar humildemente sus libros, por el bien de estos últimos y no para complacer su curiosidad personal, pero lo que para los legos es la tentación del adulterio, y para el clero secular la avidez de riquezas, es para los monjes la seducción del conocimiento.

Hojeé el catálogo y empezó títulos misteriosos: «Quinto Sereno sobre medicamentos; Fenómenos; Libro de Esopo acerca de la naturaleza de los animales»; Libro de Etico perónimo [?] de cosmografía; Tres libros que el obispo Arculfo destinó para escribir sobre los santos lugares ultramarinos, recibiendo el encargo de escribirlos,  Q. Julio Hilarión sobre el origen del mundo; Solino Polihistor sobre el emplazamiento del mundo terráqueo y de sus maravillas» y El Almagesto».

No me asombré de que el misterio de los crímenes girase en torno a la biblioteca. Para aquellos hombres consagrados a la escritura, la biblioteca era al mismo tiempo la Jerusalén celestial y un mundo subterráneo situado en la frontera de la tierra desconocida y el infierno. Estaban dominados por la biblioteca, por sus promesas y sus interdicciones. Vivían con ella, por ella y, quizá, también contra ella, esperando, pecaminosamente, poder arrancarle algún día todos sus secretos. ¿Por qué no iban a arriesgarse a morir para satisfacer alguna curiosidad de su mente, o a matar para impedir que alguien se apoderase de cierto secreto celosamente custodiado?

Tentaciones, sin duda; soberbia del intelecto. Muy distinto era el monje escribiente que había imaginado nuestro santo fundador: capaz de copiar sin entender, entregado a la voluntad de Dios, escribiente en cuanto orante, y orante en cuanto escribiente. ¿Qué había sucedido? ¡Oh, sin duda, no sólo en eso había degenerado nuestra orden! Se había vuelto demasiado poderosa, sus abades rivalizaban con los reyes. ¿Acaso Abbone no era un ejemplo de monarca que con ademán de monarca intentaba dirimir las controversias entre los monarcas? Hasta el saber que las abadías habían acumulado se usaba ahora como mercancía para el intercambio, era motivo de orgullo, de jactancia, y fuente de prestigio. Así como los caballeros ostentaban armaduras y pendones, nuestros abades ostentaban códices con miniaturas. Y aún más (¡qué locura!) desde que nuestros monasterios habían perdido la palma del saber: porque ahora las escuelas catedralicias, las corporaciones urbanas y las universidades copiaban quizá más y mejor que nosotros, y producían libros nuevos... y tal vez fuese esta la causa de tantas desgracias.  La abadía donde me encontraba era, quizá, la última capaz de alardear por la excelencia en la producción y reproducción del saber.

Pero precisamente por eso sus monjes ya no se conformaban con la santa actividad de copiar: también ellos, movidos por la avidez de novedades, querían producir nuevos complementos de la naturaleza. No se daban cuenta – entonces lo intuí confusamente, y ahora, cargado ya de años y experiencia, lo sé con seguridad– de que al obrar de ese modo estaban decretando la ruina de lo que constituía su propia excelencia. Porque si el nuevo saber que querían producir llegaba a atravesar libremente aquella muralla, con ello desaparecería toda diferencia entre ese lugar sagrado y una escuela catedralicia o una universidad ciudadana. En cambio, mientras permaneciera oculto, su prestigio y su fuerza seguirían intactos, a salvo de la corrupción de las disputas, de la soberbia cuodlibetal que pretende someter todo misterio y toda grandeza a la criba del sic et non. Por eso, dije para mí, la biblioteca está rodeada de un halo de silencio y oscuridad: es una reserva de saber, pero sólo puede preservar ese saber impidiendo que llegue a cualquiera, incluidos los propios monjes. El saber no es como la moneda, que se mantiene físicamente intacta incluso a través de los intercambios más infames; se parece más bien a un traje de gran hermosura, que el uso y la ostentación van desgastando. ¿Acaso no sucede ya eso con el propio libro, cuyas páginas se deshacen, cuyas tintas y oros se vuelven opacos, cuando demasiadas manos lo tocan? Precisamente, cerca de mí, Pacifico da Tivoli hojeaba un volumen antiguo, cuyos folios parecían pegados entre sí por efecto de la humedad. Para poder hojearlo debía mojarse con la lengua el índice y el pulgar, y su saliva iba mermando el vigor de aquellas páginas. Abrirlas significaba doblarlas, exponerlas a la severa acción del aire y del polvo, que roerían las delicadas nervaduras del pergamino, encrespado por el esfuerzo, y producirían nuevo moho en los sitios donde la saliva había ablandado, pero al mismo tiempo debilitado, el borde de los folios. Así como un exceso de ternura ablanda y entorpece al guerrero, aquel exceso de amor posesivo y lleno de curiosidad exponía el libro a la enfermedad que acabaría por matarlo.

¿Qué había que hacer? ¿Dejar de leer y limitarse a conservar? ¿Eran fundados mis temores? ¿Qué habría dicho mi maestro?

No lejos de mí, el rubricante Magnus de Iona estaba blandando (mover con la mano algo, con movimiento trémulo), con yeso un pergamino que antes había raspado con piedra pómez, y que luego acabaría de alisar con la plana. A su lado, Rábano de Toledo había fijado su pergamino a la mesa y con un estilo de metal estaba trazando líneas horizontales muy finas entre unos agujeritos que había practicado a ambos lados del folio. Pronto las dos láminas se llenarían de colores y de formas, y cada página sería como un relicario, resplandeciente de gemas engastadas en la piadosa trama de la escritura. Estos dos hermanos míos, dije para mí, viven ahora su paraíso en la tierra. Estaban produciendo nuevos libros, iguales a los que luego el tiempo destruiría inexorable... Por tanto, ninguna fuerza terrenal podía destruir la biblioteca, puesto que era algo vivo. Pero, si era algo vivo, ¿por qué no se abría al riesgo del conocimiento? ¿Era eso lo que deseaba Bencio y lo que quizá también había deseado Venancio? 

Me sentí confundido y tuve miedo de mis propios pensamientos. Quizás no fuesen los más adecuados para un novicio cuya única obligación era respetar humilde y escrupulosamente la regla, entonces y en los años que siguieran... como siempre he hecho, sin plantearme otras preguntas, mientras a mi alrededor el mundo se hundía más y más en una tormenta de sangre y de locura.

Era la hora de la comida matinal. Me dirigí a la cocina. Los cocineros, de quienes ya era amigo, me dieron algunos de los bocados más exquisitos.

TERCER DÍA

SEXTA

 

Donde Adso escucha las confidencias de Salvatore, que no pueden resumirse en pocas palabras pero que le sugieren muchas e inquietantes reflexiones.  

Mientras comía, vi en un rincón a Salvatore. Era evidente que ya había hecho las paces con el cocinero, pues estaba devorando con entusiasmo un pastel de carne de oveja. Comía como si nunca lo hubiese hecho en su vida: no dejaba caer ni una migaja. Parecía estar dando gracias al cielo por aquel alimento extraordinario.

Se me acercó y me dijo en su lenguaje estrafalario, que comía por todos los años en que había ayunado. Le pedí que me contara. Me describió una infancia muy penosa en una aldea donde el aire era malsano, las lluvias excesivas y los campos pútridos, en medio de un aire viciado por miasmas mortíferos. Por lo que alcancé a entender, algunos años, los aluviones que corrían por el campo, estación tras estación habían borrado los surcos, de modo que un moyo de semillas daba un sextario, y después ese sextario se reducía aún, hasta desaparecer. Los señores tenían los rostros blancos como los pobres, aunque –observó Salvatore– muriesen muchos más de éstos que de aquellos, quizá –añadió con una sonrisa– porque pobres había más... Un sextario costaba quince sueldos, un moyo sesenta sueldos, los predicadores anunciaban el fin de los tiempos, pero los padres y los abuelos de Salvatore recordaban que no era la primera vez que esto sucedía de modo que concluyeron que los tiempos siempre estaban a punto de acabar. Y cuando hubieron comido todas las carroñas de los pájaros, y todos los animales inmundos que pudieron encontrar, corrió la voz de que en la aldea alguien había empezado a desenterrar a los muertos. Como un histrión, Salvatore se esforzaba por explicar cómo hacían aquellos «homines malísimos» que cavaban con los dedos en el suelo de los cementerios al día siguiente de algún entierro. «¡Ñam!», decía, e hincaba el diente en su pastel de oveja, pero en su rostro yo veía la mueca del desesperado que devoraba un cadáver. Y además había otros peores, que, no contentos con cavar en la tierra consagrada, se escondían en el bosque, como ladrones, para sorprender a los caminantes. «¡Zas!», decía Salvatore, poniéndose el cuchillo en el cuello, y «¡Ñam!». Y los peores de todos atraían a los niños con huevos o manzanas, y se los comían, pero, aclaró Salvatore con mucha seriedad, no sin antes cocerlos. Me contó que en cierta ocasión había llegado a la aldea un hombre vendiendo carne cocida a un precio muy barato, y que nadie comprendía tanta suerte de golpe, pero después el cura dijo que era carne humana, y la muchedumbre enfurecida se arrojó sobre el hombre y lo destrozó. Pero aquella misma noche alguien de la aldea cavó en la tumba del caníbal y comió su carne, y cuando lo descubrieron, la aldea también lo condenó a muerte.

Pero no fue esto lo único que me contó Salvatore. Con palabras truncadas, obligándome a recordar lo poco que sabía de provenzal y de algunos dialectos italianos, me contó la historia de su fuga de la aldea natal, y su vagabundeo por el mundo. Y en su relato reconocí a muchos que ya había conocido o encontrado por el camino, y ahora reconozco a muchos otros que conocí más tarde, de modo que quizá, después de tantos años, le atribuya aventuras y delitos de otros, que conocí antes o después de él, y que ahora en mi mente fatigada se funden en una sola imagen, precisamente por la fuerza de la imaginación, que, combinando el recuerdo del oro con el de la montaña, sabe producir la idea de una montaña de oro.

Durante el viaje, Guillermo había hablado a menudo de los simples; algunos de sus hermanos designaban así a la gente del pueblo y a las personas incultas. El término siempre me pareció vago, porque en las ciudades italianas había encontrado mercaderes y artesanos que no eran letrados pero que tampoco eran incultos, aunque sus conocimientos se manifestasen a través de la lengua vulgar. Y por ejemplo, algunos de los tiranos que en aquella época gobernaban la península nada sabían de teología, de medicina, de lógica y de latín, pero, sin duda, no era simples ni menesterosos. Por eso creo que también mi maestro, al hablar de los simples, usaba un concepto más bien simple. Pero, sin duda, Salvatore era un simple, procedía de una tierra castigada durante siglos por la miseria y por la prepotencia de los señores feudales. Era un simple, pero no un necio. Soñaba con un mundo distinto, que en la época en que huyó de casa de sus padres, se identificaba, por lo que me dijo, con el país de Jauja, donde los árboles segregan miel y dan hormas de queso y olorosos chorizos.

Impulsado por esa esperanza –como si no quisiese reconocer que este mundo es un valle de lágrimas, donde (según me han enseñado) hasta la injusticia ha sido prevista, para mantener el justo equilibrio, por una providencia cuyos designios quieren ocultársenos–, Salvatore viajó por diversos países, desde su Monferrate natal hacia la Liguria, y después a Provenza para subir luego hacia las tierras del rey de Francia.

Salvatore vagó por el mundo, mendigando, sisando, fingiéndose enfermo, sirviendo cada tanto a algún señor, para volver después al bosque y al camino real. Por el relato que me hizo, lo imaginé unido a aquellas bandas de vagabundos que luego, en los años que siguieron, vería pulular cada vez más por toda Europa: falsos monjes, charlatanes, tramposos, truhanes, perdularios y harapientos, leprosos y tullidos, caminantes, vagabundos, cantores ambulantes, clérigos, apátridas, estudiantes que iban de un sitio a otro, tahúres, malabaristas, mercenarios inválidos, judíos errantes, antiguos cautivos de los infieles que vagaban con la mente perturbada, locos, desterrados, malhechores con las orejas cortadas, sodomitas, y mezclados con ellos, artesanos ambulantes, tejedores, caldereros, silleros, afiladores, albañiles, junto con pícaros de toda calaña, tahúres, bribones, pillos, granujas, bellacos, tunantes, faramalleros, saltimbanquis, trotamundos, buscones, curas simoníacos, canónigos y prevaricadores, y gente que ya sólo vivía de la inocencia ajena, falsificadores de bulas y sellos papales, vendedores de indulgencias, falsos paralíticos que se echaban a la puerta de las iglesias, tránsfugas de los conventos, vendedores de reliquias, perdonadores, adivinos y quiromantes, nigromantes, curanderos, falsos mendicantes, y fornicadores de toda calaña, corruptores de monjas y muchachas por el engaño o la violencia, falsos hidrópicos, epilépticos fingidos, seudo hemorróidicos, simuladores de gota, falsos llagados, e incluso falsos dementes, melancólicos ficticios. Algunos se aplicaban emplastos en el cuerpo para fingir llagas incurables, otros se llenaban la boca con una sustancia del color de la sangre para simular esputos de tuberculoso, y había pícaros que simulaban la invalidez de alguno de sus miembros, que llevaban bastones sin necesitarlos, que imitaban ataques de epilepsia, que se fingían sarnosos, con falsos bubones, con tumores simulados, llenos de vendas, pintados con tintura de azafrán, con hierros en las manos y vendajes en la cabeza, colándose hediondos en las iglesias y dejándose caer de golpe en las plazas, escupiendo baba y con los ojos en blanco, echando por la nariz una sangre hecha con zumo de moras y bermellón, para robar comida o dinero a las gentes atemorizadas que recordaban la invitación de los santos padres a la limosna: comparte tu pan con el hambriento, ofrece tu casa al que no tiene techo, visitemos a Cristo, recibamos a Cristo, vistamos a Cristo, porque así como el agua purga al fuego, la limosna purga nuestros pecados.

También después de la época a la que me estoy refiriendo he visto y sigo viendo, a lo largo del Danubio, muchos de aquellos charlatanes que, como los demonios, tenían sus propios nombres y sus propias subdivisiones.

Eran como légamo que se derramaba por los senderos de nuestro mundo, y entre ellos se mezclaban predicadores de buena fe, herejes en busca de nuevas presas, sembradores de discordia. Había sido precisamente el papa Juan, siempre temeroso de los movimientos de los simples que se dedicaban a la predicación, y a la práctica de la pobreza, quien arremetiera contra los predicadores mendicantes, quienes, según él, atraían a los curiosos enarbolando estandartes con figuras pintadas, predicaban y se hacían entregar dinero valiéndose de amenazas. ¿Tenía razón el papa simoníaco y corrupto cuando equiparaba a los frailes mendicantes que predicaban la pobreza con aquellas bandas de desheredados y saqueadores? En aquella época, después de haber viajado un poco por la península italiana, ya no tenía muy claras mis ideas: había oído hablar de los frailes de Altopascio, que en su predicación amenazaban con excomuniones y prometían indulgencias, que por dinero absolvían a fratricidas y a ladrones, a perjuros y a asesinos, que iban diciendo que en su hospital se celebraban hasta cien misas diarias, y que recaudaban donativos para sufragarlas, y que decían que con sus bienes se dotaba a doscientas muchachas pobres. También había oído hablar de fray Pablo El Cojo, eremita del bosque de Rieti que se jactaba de haber sabido por revelación directa del Espíritu Santo que el acto carnal no era pecado, y así seducía a sus víctimas, a las que llamaba hermanas, obligándolas a desnudarse y recibir azotes y a hacer cinco genuflexiones en forma de cruz, para después ofrendarlas a Dios, no sin instarlas a que se prestaran a lo que llamaba el beso de la paz. Pero, ¿qué había de cierto en todo eso? ¿Qué tenían que ver aquellos eremitas supuestamente iluminados con los frailes de vida pobre que recorrían los caminos de la península haciendo verdadera penitencia, ante la mirada hostil de unos clérigos y obispos cuyos vicios y rapiñas flagelaban?

El relato de Salvatore, que se iba mezclando con las cosas que yo ya sabía, no revelaba diferencia alguna: todo parecía igual a todo. Algunas veces lo imaginaba como uno de aquellos mendigos inválidos de Turena que, según se cuenta, al aparecer el cadáver milagroso de San Martín, salieron huyendo por miedo a que el santo los curara, arrebatándoles así su fuente de ganancias, pero el santo, implacable, les concedió su gracia antes de que lograsen alejarse, devolviéndoles el uso de los miembros en castigo por el mal que habían hecho.

Otras veces, en cambio, el rostro animalesco del monje se iluminaba con una dulce claridad, mientras me contaba cómo, en medio de su

vagabundeo con aquellas bandas, había escuchado la palabra de ciertos predicadores franciscanos, también ellos fugitivos, y había comprendido que la vida pobre y errabunda que llevaba no debía padecerse como una triste fatalidad, sino como un acto gozoso de entrega. Y así había pasado a formar parte de unas sectas y grupos de penitentes cuyos nombres no sabía repetir y cuyas doctrinas apenas lograba explicar. Deduje que se había encontrado con patarinos y valdenses, y quizá también con cátaros, arnaldistas y humillados, y que vagando por el mundo había pasado de un grupo a otro, asumiendo poco a poco como misión su vida errante, y haciendo por el Señor lo que hasta entonces había hecho por su vientre.

Pero, ¿cómo y hasta cuándo había estado con aquellos grupos? Por lo que pude entender, unos treinta años atrás había sido acogido en un convento franciscano de Toscana, donde había adoptado el sayo de San Francisco, aunque sin haber recibido las órdenes. Allí, creo, había aprendido el poco latín que hablaba, mezclándolo con las lenguas de todos los sitios en que, pobre apátrida, había estado, y de todos los compañeros de vagabundeo que había ido encontrando, desde mercenarios de mi tierra hasta bogomilos dálmatas. Allí, según decía, se había entregado a la vida de penitencia (penitenciágite, me repetía con mirada ardiente, y otra vez oí aquella palabra que tanta curiosidad había despertado en Guillermo) pero al parecer tampoco aquellos franciscanos tenían muy claras las ideas, porque en cierta ocasión invadieron la casa del canónigo de la iglesia cercana, al que acusaban de robar y de otras ignominias, y lo arrojaron escaleras abajo, causando así la muerte del pecador, y luego saquearon la iglesia. Enterado el obispo, envió gente armada, y así fue como los frailes se dispersaron y Salvatore vagó largo tiempo por la Alta Italia unido a una banda de fraticelli, o sea de franciscanos mendicantes, al margen ya de toda ley y disciplina.

Buscó luego refugio en la región de Toulouse, donde le sucedió algo extraño, en una época en que, enardecido, escuchaba el relato de las grandes hazañas de los cruzados. Sucedió que una muchedumbre de pastores y de gente humilde se congregó en gran número para cruzar el mar e ir a combatir contra los enemigos de la fe. Se les dio el nombre de pastorcillos. Lo que en realidad querían era huir de aquellas infelices tierras. Tenían dos jefes, que les inculcaban falsas teorías: un sacerdote que por su conducta se había quedado sin iglesia, y un monje apóstata de la orden de San Benito. Hasta tal punto habían enloquecido a aquellos miserables, que incluso muchachos de dieciséis años, contra la voluntad de sus padres, llevando consigo sólo una alforja y un bastón, sin dinero, abandonaron los campos para correr tras ellos, formando todos una gran muchedumbre que los seguía como un rebaño. Ya no los movía la razón ni la justicia, sino sólo la fuerza y la voluntad de sus jefes. Se sentían como embriagados por el hecho de estar juntos, finalmente libres y con una vaga esperanza de tierras prometidas. Recorrían aldeas y ciudades cogiendo todo lo que encontraban, y si alguno era arrestado, asaltaban la cárcel para liberarlo. Cuando entraron en la fortaleza de París para liberar a algunos de sus compañeros arrestados por orden de los señores, viendo que el preboste de la ciudad intentaba resistir, lo golpearon y lo arrojaron por la escalinata, y después echaron abajo las puertas de la cárcel. Ocuparon luego el prado de San Germán, donde se desplegaron en posición de combate. Pero nadie se atrevió a hacerles frente, de modo que salieron de París y se dirigieron hacia Aquitania. E iban matando a todos los judíos que encontraban a su paso, y se apoderaban de sus bienes...

—¿Por qué a los judíos? –pregunté.

Y Salvatore me respondió:

—¿Por qué no?

Entonces me explicó que toda la vida habían oído decir a los predicadores que los judíos eran los enemigos de la cristiandad y que acumulaban los bienes que a ellos les eran negados. Yo le pregunté si no eran los señores y los obispos quienes acumulaban esos bienes a través del diezmo, y si, por tanto, los pastorcillos no se equivocaban de enemigos. Me respondió que, cuando los verdaderos enemigos son demasiado fuertes, hay que buscarse otros enemigos más débiles. Pensé que por eso los simples reciben tal denominación. Sólo los poderosos saben siempre con toda claridad cuáles son sus verdaderos enemigos. Los señores no querían que los pastorcillos pusieran en peligro sus bienes, y tuvieron la inmensa suerte de que los jefes de los pastorcillos insinuasen la idea de que muchas de las riquezas estaban en poder de los judíos.

Le pregunté quién había convencido a la muchedumbre de que era necesario atacar a los judíos. Salvatore no lo recordaba. Creo que cuando tanta gente se congrega para correr tras una promesa, y de pronto surge una exigencia, nunca puede saberse quién es el que habla. Pensé que sus jefes se habían educado en los conventos y en las escuelas obispales, y que hablaban el lenguaje de los señores, aunque lo tradujeran en palabras comprensibles para los pastores. Y los pastores no sabían dónde estaba el papa, pero sí dónde estaban los judíos. En suma, pusieron sitio a una torre alta y sólida, perteneciente al rey de Francia, donde los judíos, aterrorizados, habían ido en masa a refugiarse. Y con valor y tenacidad éstos se defendían arrojando leños y piedras. Pero los pastorcillos prendieron fuego a la puerta de la torre, acorralándolos con las llamas y el humo. Y al ver que no podían salvarse, los judíos prefirieron matarse antes que morir a manos de los incircuncisos, y pidieron a uno de ellos, que parecía el más valiente, que los matara con su espada. Este dijo que sí y mató como a quinientos. Después salió de la torre con los hijos de los judíos y pidió a los pastorcillos que lo bautizaran. Pero los pastorcillos le respondieron: «¿Has hecho tal matanza entre tu gente y ahora quieres salvarte de morir?» Y lo destrozaron. Pero respetaron la vida de los niños, y los hicieron bautizar. Después se dirigieron hacia Carcasona, y a su paso perpetraron otros crímenes sangrientos. Entonces el rey de Francia comprendió que habían pasado ya los límites y ordenó que se les opusiese resistencia en toda ciudad por la que pasaran, y que se defendiese incluso a los judíos como si fueran hombres del rey...        

¿Por qué aquella súbita preocupación del rey por los judíos? Quizás porque se dio cuenta de lo que podrían llegar a hacer los pastorcillos en todo el reino, y vio que su número era cada vez mayor. Entonces se apiadó incluso de los judíos, ya fuese porque éstos eran útiles para el comercio del reino, ya porque había que destruir a los pastorcillos y era necesario que todos los buenos cristianos encontraran motivos para deplorar sus crímenes. Pero muchos cristianos no obedecieron al rey, porque pensaron que no era justo defender a los judíos, enemigos constantes de la fe cristiana. Y en muchas ciudades las gentes del pueblo, que habían tenido que pagar usura a los judíos, se sentían felices de que los pastorcillos los castigaran por su riqueza. Entonces el rey ordenó bajo pena de muerte que no se diera ayuda a los pastorcillos. Reunió un numeroso ejército y los atacó y muchos murieron, mientras que otros se salvaron refugiándose en los bosques, donde acabaron pereciendo de hambre. En poco tiempo fueron aniquilados. Y el enviado del rey los iba apresando y los hacía colgar en grupos de veinte o de treinta, escogiendo los árboles más grandes, para que el espectáculo de sus cadáveres sirviese de ejemplo eterno y ya nadie se atreviera a perturbar la paz del reino.

Lo extraño es que Salvatore me contó esta historia como si se tratase de una empresa muy virtuosa. Y de hecho seguía convencido de que la muchedumbre de los pastorcillos se había puesto en marcha para conquistar el sepulcro de Cristo y liberarlo de los infieles. Y no logré persuadirlo de que esa sublime conquista ya se había logrado en la época de Pedro el Ermitaño y de San Bernardo, durante el reinado de Luis el Santo, de Francia. De todos modos, Salvatore no partió a luchar contra los infieles, porque tuvo que retirarse a toda prisa de las tierras francesas. Me dijo que se había dirigido hacia la región de Novara, pero no me aclaró demasiado lo que le sucedió allí. Por último, llegó a Casale, donde logró que lo admitieran en el convento de los franciscanos (creo que fue allí donde encontró a Remigio), justo en la época en que muchos de ellos, perseguidos por el papa, cambiaban de sayo y buscaban refugio en monasterios de otras órdenes, para no morir en la hoguera, tal como había contado Ubertino. Dada su larga experiencia en diversos trabajos manuales (que había realizado tanto con fines deshonestos, cuando vagaba libremente, como con fines santos, cuando vagaba por el amor de Cristo), el cillerero lo convirtió en su ayudante. Y por eso justamente hacía tantos años que estaba en aquel sitio, menos interesado por los fastos de la orden que por la administración del almacén y la despensa, libre de comer sin necesidad de robar y de alabar al Señor sin que lo quemaran.

Todo esto me lo fue contando entre bocado y bocado, y me pregunté qué parte había añadido su imaginación, y qué parte había guardado para sí. 

Lo miré con curiosidad, no porque me asombrara su experiencia particular, sino al contrario, porque lo que le había sucedido me parecía una espléndida síntesis de muchos hechos y movimientos que hacían de la Italia de entonces un país fascinante e incomprensible.

¿Qué emergía de ese relato? La imagen de un hombre de vida aventurera, capaz incluso de matar a un semejante sin ser consciente de su crimen. Pero, si bien en aquella época cualquier ofensa a la ley divina me parecía igual a otra, ya empezaba a comprender algunos de los fenómenos que oía comentar, y me daba cuenta de que una cosa es la masacre que una muchedumbre, en arrebato casi ascético, y confundiendo las leyes del Señor con las del diablo, puede realizar, y otra cosa es el crimen individual perpetrado a sangre fría, astuta y calladamente. Y no me parecía que Salvatore pudiera haberse manchado con semejante crimen.

Por otra parte, quería saber algo sobre lo que había insinuado el Abad, y me obsesionaba la figura de fray Dulcino, para mí casi desconocida. Sin embargo, su fantasma parecía presente en muchas conversaciones que había escuchado durante aquellos dos días. De modo que le pregunté a bocajarro:

—¿En tus viajes nunca encontraste a fray Dulcino?

Su reacción fue muy extraña. Sus ojos, ya muy abiertos, parecieron salirse de las órbitas; se persignó varias veces; murmuró unas frases entrecortadas, en un lenguaje que esa vez me resultó del todo ininteligible. Creí entender, sin embargo, que eran negaciones. Hasta aquel momento me había mirado con simpatía y confianza, casi diría que con amistad. En cambio, la mirada que entonces me dirigió fue casi de odio. Después pretextó cualquier cosa y se marchó.

A aquellas alturas yo me moría de curiosidad. ¿Quién era ese fraile que infundía terror a cualquiera que oyese su nombre? Decidí que debía apagar lo antes posible mi sed de saber. Una idea atravesó mi mente. ¡Ubertino! Era él quien había pronunciado ese nombre la primera noche que lo encontramos. Conocía todas las vicisitudes, claras y oscuras, de los frailes, de los fraticelli y de otra gentuza que pululaba por entonces. ¿Dónde podía encontrarlo a aquella hora? Sin duda, en la iglesia, sumergido en sus oraciones. Y hacia allí, puesto que gozaba de un momento de libertad, dirigí mis pasos.

No lo encontré, ni lograría encontrarlo hasta la noche. De modo que mi curiosidad siguió insatisfecha, mientras sucedían los acontecimientos que ahora debo narrar.



[1] «la pintura es la literatura de los legos».

[2] Armadura para defensa del cuerpo, hecha de láminas pequeñas e imbricadas, por lo común de acero. 

[3] Junta o consejo que celebra el Papa con asistencia de los cardenales de la Iglesia católica. 

[4] «dislocados miembros».

[5] «si es lícito comparar lo pequeño con lo grande». Frase parecida a la de la primera Égloga de Virgilio, al comparar el poeta la ciudad de Mantua con Roma, pero que aparece aquí levemente modificada respecto del original latino: «sic parvis componere magna solebam», «así solía comparar lo grande con lo pequeño». Y exactamente igual, pero en distinto orden, al texto del mismo Virgilio en las Geórgicas, IV, 176: «si parva licet componere magnis».

[6] Perteneciente o relativo al monasterio o congregación de Cluni, en Borgoña, que seguía la regla de San Benito.

[7] «los hermanos y pobres eremitas del señor Celestino».

[8] «un hombre desnudo yacía con una desnuda... y no se mezclaban mutuamente».

[9] «de los cuales el primero [san Francisco de Asís] purificado por una piedra seráfica e inflamado de ardor celestial parecía incendiarlo todo. Pero el segundo [santo Domingo de Guzmán] fecundo por la palabra de la predicación irradió más claramente sobre las tinieblas del mundo [al fundar la Orden de los Predicadores].

[10] «la muerte es el descanso del viajero, es el fin de todo trabajo».

[11] Trozo de tripa de cerdo, carnero o vaca, o materia análoga, rellena de sangre cocida, que se condimenta con especias y, frecuentemente, cebolla, y a la que suelen añadírsele otros ingredientes como arroz, piñones, miga de pan, etc. 

[12] Descripción viva y eficaz de alguien o algo por medio del lenguaje. 

[13] «Tenga el [monje] bibliotecario un registro de todos los libros ordenado según materias y autores, y los coloque separadamente y en orden con las signaturas puestas por escrito».

[14] Instrumento de acero, prismático y puntiagudo, que sirve a los grabadores para abrir y hacer líneas en los metales. 

[15] «Son hijos de Dios. Jesús dijo que haced por él lo que haced a uno de estos niños» (sic).

[16] «que los hijos de Francisco no son heréticos».


EL NOMBRE DE LA ROSA

 

De UMBERTO ECO

 

© 1980, Casa Editrice Valentino Bompiani & C.S.p.A.

 

Idioma original: italiano

 

Título original: Il nome della rosa

Evangelio

Traducción: Ricardo Pochtar

Primera edición: Milán, 1980. Ed. Bompiani

Esta edición: Septiembre, 2005 





 

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