Naturalmente,
un manuscrito
El 16
de agosto de 1968 fue a parar a mis manos un libro escrito por un tal abate
Vallet […]. El libro, que incluía
una serie de indicaciones históricas en realidad bastante pobres, afirmaba ser
copia fiel de un manuscrito del siglo XIV, encontrado a su vez en el monasterio
de Melk por aquel gran estudioso del XVII al que tanto deben los historiadores
de la orden benedictina. La erudita me deparó muchos momentos de placer
mientras me encontraba en Praga esperando a una persona querida. Seis días
después las tropas soviéticas invadían la infortunada ciudad.
Azarosamente
logré cruzar la frontera austriaca en Linz; de allí me dirigí a Viena donde me
reuní con la persona esperada, y juntos remontamos el curso del Danubio.
En un
clima mental de gran excitación leí, fascinado, la terrible historia de Adso de
Melk, y tanto me atrapó que casi de un tirón la traduje en varios cuadernos de
gran formato.
[…]
Unos
meses más tarde, en París, decidí investigar a fondo. Entre las pocas
referencias que había extraído del libro francés estaba la relativa a la
fuente, por azar muy minuciosa y precisa.
Empecé
a pensar que me había topado con un texto apócrifo. Ahora ya no podía ni
siquiera recuperar el libro de Vallet (o, al menos, no me atrevía a pedírselo a
la persona que se lo había llevado). Sólo me quedaban mis notas, de las que ya
comenzaba a dudar.
Hay
momentos mágicos, de gran fatiga física e intensa excitación motriz, en los que
tenemos visiones de personas que hemos conocido en el. También podemos tener
visiones de libros aún no escritos.
Si
nada nuevo hubiese sucedido, todavía seguiría preguntándome por el origen de la
historia de Adso de Melk; pero en 1970, en Buenos Aires, curioseando en las
mesas de una pequeña librería de viejo de Corrientes, cerca del más famoso
Patio del Tango de esa gran arteria, tropecé con la versión castellana de un
librito de Milo Temesvar. Del uso de los
espejos en el juego del ajedrez, que ya
había tenido ocasión de citar (de segunda mano) en mi Apocalípticos e
integrados, al referirme a otra obra suya
posterior, Los vendedores de Apocalipsis.
Se
trataba de la traducción del original, hoy perdido, en lengua georgiana (Tiflis
1934); allí encontré, con gran sorpresa, abundantes citas del manuscrito de
Adso; sin embargo, la fuente no era Vallet ni Mabillon, sino el padre
Athanasius Kircher (pero, ¿cuál de sus obras?).
Más
tarde, un erudito –que no considero oportuno nombrar– me aseguró (y era capaz
de citar los índices de memoria) que el gran jesuita nunca habló de Adso de
Melk. Sin embargo, las páginas de Temesvar estaban ante mis ojos, y los
episodios a los que se referían eran absolutamente análogos a los del
manuscrito traducido del libro de Vallet (en particular, la descripción del
laberinto disipaba toda sombra de duda). A pesar de lo que más tarde escribiría
Beniamino Placido el abate Vallet había existido y, sin duda, también Adso de
Melk.
Todas
esas circunstancias me llevaron a pensar que las memorias de Adso parecían
participar precisamente de la misma naturaleza de los hechos que narran:
envueltas en muchos, y vagos, misterios, empezando por el autor y terminando
por la localización de la abadía, sobre la que Adso evita cualquier referencia
concreta, de modo que sólo puede conjeturarse que se encontraba en una zona
imprecisa entre Pomposa y Conques, con una razonable probabilidad de que
estuviese situada en algún punto de la cresta de los Apeninos, entre Piamonte,
Liguria y Francia. En cuanto a la época en que se desarrollan los acontecimientos
descritos, estamos a finales de noviembre de 1327; en cambio, no sabemos con
certeza cuando escribe el autor. Si tenemos en cuenta que dice haber sido
novicio en 1327 y que cuando redacta sus memorias, afirma que no tardará en
morir, podemos conjeturar que el manuscrito fue compuesto hacia los últimos
diez o veinte años del siglo XIV.
Pensándolo
bien, no eran muchas las razones que podían persuadirme de entregar a la
imprenta mi versión italiana de una oscura versión neogótica francesa de una
edición latina del siglo XVII de una obra escrita en latín por un monje alemán
de finales del XIV.
Ante
todo, ¿qué estilo adoptar? Rechacé, por considerarla totalmente injustificada,
la tentación de guiarme por los modelos italianos de la época: no sólo porque
Adso escribe en latín, sino también porque, como se deduce del desarrollo mismo
del texto, su cultura (o la cultura de la abadía, que ejerce sobre él una
influencia tan evidente) pertenece a un periodo muy anterior; se trata a todas
luces de una suma plurisecular de conocimientos y de hábitos estilísticos
vinculados con la tradición de la baja edad media latina. Adso piensa y escribe
como un monje que ha permanecido impermeable a la revolución de la lengua
vulgar, ligado a los libros de la biblioteca que describe, formado en el
estudio de los textos patrísticos y escolásticos; y su historia (salvo por las
referencias a acontecimientos del siglo XIV, que, sin embargo, Adso registra
con mil vacilaciones, y siempre de oídas) habría podido escribirse, por la lengua
y por las citas eruditas que contiene, en el siglo XII o en el XIII.
Por
otra parte, es indudable que al traducir el latín de Adso a su francés
neogótico, Vallet se tomó algunas libertades, no siempre limitadas al aspecto
estilístico. Por ejemplo: en cierto momento los personajes hablan sobre las
virtudes de las hierbas, apoyándose claramente en aquel libro de los secretos
atribuido a Alberto Magno, que tantas refundiciones sufriera a lo largo de los
siglos. Sin duda, Adso lo conoció, pero cuando lo cita percibimos, a veces,
coincidencias demasiado literales con ciertas recetas de Paracelso, y, también,
claras interpolaciones de una edición de la obra de Alberto que con toda
seguridad data de la época tudor. Por otra parte, después averigüé que cuando
Vallet transcribió el manuscrito de Adso, circulaba en París una edición
dieciochesca del Grand y del Petit
Albert ya irremediablemente corrupta. Sin
embargo, subsiste la posibilidad de que el texto utilizado por Adso, o por los
monjes cuyas palabras registró, contuviese, mezcladas con las glosas, los
escolios y los diferentes apéndices, ciertas anotaciones capaces de influir
sobre la cultura de épocas posteriores.
Por
último, me preguntaba si, para conservar el espíritu de la época, no sería
conveniente dejar en latín aquellos pasajes que el propio abate Vallet no juzgó
oportuno traducir. La única justificación para proceder así podía ser el deseo,
quizás errado, de guardar fidelidad a mi fuente... He eliminado lo superfluo
pero algo he dejado.
En
conclusión: estoy lleno de dudas. No sé, en realidad, por qué me he decidido a
tomar el toro por las astas y presentar el manuscrito de Adso de Melk como si
fuese auténtico.
Quizá
se trate de un gesto de enamoramiento. O, si se prefiere, de una manera de
liberarme de múltiples obsesiones.
Transcribo
sin preocuparme por los problemas de la actualidad. En los años en que descubrí
el texto del abate Vallet existía el convencimiento de que sólo debía
escribirse comprometiéndose con el presente, o para cambiar el mundo. Ahora, a
más de diez años de distancia, el hombre de letra (restituido a su altísima
dignidad) puede consolarse considerando que también es posible escribir por el
puro deleite de escribir. Así pues, me siento libre de contar, por el mero
placer de fabular, la historia de Adso de Melk, y me reconforta y me consuela
el verla tan inconmensurablemente lejana en el tiempo (ahora que la vigilia de
la razón ha ahuyentado todos los monstruos que su sueño había engendrado), tan
gloriosamente desvinculada de nuestra época, intemporalmente ajena a nuestras
esperanzas y a nuestras certezas.
[…]
5
de enero de 1980
E1 manuscrito de
Adso está dividido en seis días, y cada uno de éstos en períodos
correspondientes a las horas litúrgicas. Los subtítulos, en tercera persona,
son probablemente añadidos de Vallet. Sin embargo, como pueden servir para
orientar al lector, y como su uso era corriente en muchas obras de la época
escritas en lengua vulgar, no me ha parecido conveniente eliminarlos.
Las referencias de Adso a las horas canónicas me han
hecho dudar un poco; no sólo porque su reconocimiento depende de la localización
y de la época del año, sino también porque lo más probable es que en el siglo XIV
no se respetasen con absoluta precisión las indicaciones que San Benito había
establecido en la regla.
Sin embargo, para que el lector pueda guiarse, y
basándome tanto en lo que puede deducirse del texto como en la comparación de
la regla ordinaria con el desarrollo de la vida monástica según la describe
Edouard Schneider en Les heures
bénédictines (París, Grasset, 1925), creo que podemos atenernos a la
siguiente estimación:
(que a veces Adso llama también Vigiliae, como se usaba antiguamente). Entre las 2.30 y las 3 de
la noche. |
|
Laudes |
(que en la tradición más antigua se llamaban Matutini). Entre las 5 y las 6 de la
mañana, concluyendo al rayar el alba. |
Prima |
Hacia las 7.30,
poco antes de la aurora. |
Tercia |
Hacia las 9. |
Sexta |
Mediodía (en un monasterio en el que los monjes no
trabajaban en el campo, ésta era, en invierno, también la hora de la comida).
|
Nona |
Entre las 2 y las
3 de la tarde. |
Vísperas |
Hacia las 4.30, al ponerse el sol (la regla prescribe
cenar antes de que |
oscurezca del todo).
Completas Hacia las 6
(los monjes se acuestan antes de las 7).
Este cálculo se basa en el hecho de
que en el norte de Italia, a finales de noviembre, el sol sale alrededor de las
7.30 y se pone alrededor de las 4.40 de la tarde.
En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y
el Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería
repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya
verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible. Pero «vemos
ahora a través de un espejo y en enigma», y la verdad, antes de manifestarse a
cara descubierta, se muestra en fragmentos (¡ay, cuán ilegibles!), mezclada con
el error de este mundo, de modo que debemos deletrear sus fieles signáculos
incluso allí donde nos parecen oscuros y casi forjados por una voluntad
totalmente orientada hacia el mal.
Ya al final de mi vida de pecador, mientras, canoso y
decrépito como el mundo, espero el momento de perderme en el abismo sin fondo
de la divinidad desierta y silenciosa, participando así de la luz inefable de
las inteligencias angélicas, en esta celda del querido monasterio de Melk,
donde aún me retiene mi cuerpo pesado y enfermo, me dispongo a dejar constancia
sobre este pergamino de los hechos asombrosos y terribles que me fue dado
presenciar en mi juventud, repitiendo verbatim cuanto vi y oí, y sin aventurar
interpretación alguna, para dejar, en cierto modo, a los que vengan después (si
es que antes no llega el Anticristo) signos de signos, sobre los que pueda
ejercerse la plegaria del desciframiento.
El
señor me concede la gracia de dar fiel testimonio de los acontecimientos que se
produjeron en la abadía cuyo nombre incluso conviene ahora cubrir con un
piadoso manto de silencio, hacia finales del año 1327, cuando el emperador
Ludovico entró en Italia para restaurar la dignidad del sacro imperio romano,
según los designios del Altísimo y para confusión del infame usurpador
simoniaco y heresiarca que en Aviñón deshonró el santo nombre del apóstol (me
refiero al alma pecadora de Jacques de Cahors, al que los impíos veneran como
Juan XXII).
Para
comprender mejor los acontecimientos en que me vi implicado, quizá convenga
recordar lo que estaba sucediendo en aquellas décadas, tal como entonces lo
comprendí, viviéndolo, y tal como ahora lo recuerdo, enriquecido con lo que más
tarde he oído contar sobre ello, siempre y cuando mi memoria sea capaz de atar
los cabos de tantos y tan confusos acontecimientos.
Ya en los primeros años de aquel siglo, el papa Clemente
V había trasladado la sede apostólica a Aviñón, dejando Roma a merced de las
ambiciones de los señores locales, y poco a poco la ciudad santísima de la
cristiandad se había ido transformando en un circo, o en un lupanar. Desgarrada
por las luchas entre los poderosos, presa de las bandas armadas, y expuesta a
la violencia y al saqueo, de república sólo tenía el nombre. Clérigos inmunes
al brazo secular mandaban grupos de facinerosos que, espada en mano, cometían
todo tipo de rapiñas, y, además, prevaricaban y organizaban tráficos
deshonestos. ¿Cómo evitar que el Caput Mundi volviese a ser, con toda justicia,
la meta del pretendiente a la corona del sacro imperio romano, empeñado en
restaurar la dignidad de aquel dominio temporal que antes había pertenecido a
los césares?
Pues
bien, en 1314 cinco príncipes alemanes habían elegido en Frankfurt a Ludovico
de Baviera como supremo gobernante del imperio. Pero el mismo día, en la orilla
opuesta del Main, el conde palatino del Rin y el arzobispo de Colonia habían
elegido para la misma dignidad a Federico de Austria. Dos emperadores para una
sola sede y un solo papa para dos: situación que, sin duda, engendraría grandes
desórdenes...
Dos
años más tarde era elegido en Aviñón el nuevo papa, Jacques de Cahors, de
setenta y dos años, con el nombre de Juan XXII, y quiera el cielo que nunca
otro pontífice adopte un nombre ahora tan aborrecido por los hombres de bien.
Francés y devoto del rey de Francia (los hombres de esa tierra corrupta siempre
tienden a favorecer los intereses de sus compatriotas, y son incapaces de
reconocer que su patria espiritual es el mundo entero), había apoyado a Felipe
el Hermoso contra los caballeros templarios, a los que éste había acusado
(injustamente, creo) de delitos ignominiosos, para poder apoderarse de sus
bienes, con la complicidad de aquel clérigo renegado. Mientras tanto se había
introducido en esa compleja trama Roberto de Nápoles, quien, para mantener su
dominio sobre la península itálica, había convencido al papa de que no
reconociese a ninguno de los dos emperadores alemanes, conservando así el
título de capitán general del estado de la iglesia.
En
1322 Ludovico el Bávaro derrotaba a su rival Federico. Si se había sentido
amenazado por dos emperadores, Juan juzgó aún más peligroso a uno solo, de modo
que decidió excomulgarlo; Ludovico, por su parte, declaró herético al papa. Es
preciso decir que aquel mismo año, en Perusa, se había reunido el capítulo de
los frailes franciscanos, y su general, Michele da Cesena, a instancias de los
«espirituales» (sobre los que ya volveré a hablar), había proclamado como
verdad de la fe la pobreza de Cristo, quien, si algo había poseído con sus
apóstoles, sólo lo había tenido como «uso de hecho». Justa resolución,
destinada a preservar la virtud y la pureza de la orden, pero que disgustó
bastante al papa, porque quizá le pareció que encerraba un principio capaz de
poner en peligro las pretensiones que, como jefe de la iglesia, tenía de negar
al imperio el derecho a elegir los obispos, a cambio del derecho del santo
solio a coronar al emperador. Movido por éstas o por otras razones, Juan
condenó en 1323 las proposiciones de los franciscanos.
Supongo
que fue entonces cuando Ludovico pensó que los franciscanos, ya enemigos del
papa, podían ser poderosos aliados suyos. Al afirmar la pobreza de Cristo,
reforzaban, de alguna manera, las ideas de los teólogos imperiales, Marsilio de
Padua y Juan de Gianduno. Por último, no muchos meses antes de los
acontecimientos que estoy relatando, Ludovico, que había llegado a un acuerdo
con el derrotado Federico, entraba en Italia, era coronado en Milán, se
enfrentaba con los Visconti –que, sin embargo, lo habían acogido
favorablemente–, ponía sitio a Pisa, nombraba vicario imperial a Castruccio,
duque de Luca y Pistoia (y creo que cometió un error porque, salvo Uguccione
della Faggiola, nunca conocí un hombre más cruel), y ya se disponía a marchar
hacia Roma, llamado por Sciarra Colonna, señor del lugar.
Esta
era la situación en el momento en que mi padre, que combatía junto a Ludovico,
entre cuyos barones ocupaba un puesto de no poca importancia, consideró
conveniente sacarme del monasterio benedictino de Melk -donde yo ya era novicio-
para llevarme consigo y que pudiera conocer las maravillas de Italia y
presenciar la coronación del emperador en Roma. Sin embargo, el sitio de Pisa
lo retuvo en las tareas militares. Yo aproveché esta circunstancia para
recorrer, en parte por ocio y en parte por el deseo de aprender, las ciudades
de la Toscana, entregándome a una vida libre y desordenada que mis padres no
consideraron propia de un adolescente consagrado a la vida contemplativa. De
modo que, por sugerencia de Marsilio, que me había tomado cariño, decidieron
que acompañase a fray Guillermo de Baskerville, sabio franciscano que estaba a
punto de iniciar una misión en el desempeño de la cual tocaría muchas ciudades
famosas y abadías antiquísimas.
Así
fue como me convertí al mismo tiempo en su amanuense y discípulo; y no tuve que
arrepentirme, porque con él fui testigo de acontecimientos dignos de ser
registrados, como ahora lo estoy haciendo, para memoria de los que vengan
después.
Entonces
no sabía qué buscaba fray Guillermo y, a decir verdad, aún ahora lo ignoro y
supongo que ni siquiera él lo sabía, movido como estaba sólo por el deseo de la
verdad, y por la sospecha –que siempre percibí en él– de que la verdad no era
la que creía descubrir en el momento presente. Es probable que en aquellos años
las preocupaciones del siglo lo distrajeran de sus estudios predilectos. A lo
largo de todo el viaje nada supe de la misión que le habían encomendado; al
menos, Guillermo no me habló de ella. Fueron más bien ciertos retazos de las
conversaciones que mantuvo con los abades de los monasterios en que nos íbamos
deteniendo los que me permitieron conjeturar la índole de su tarea. Sin
embargo, como diré más adelante, sólo comprendí de qué se trataba exactamente
cuando llegamos a la meta de nuestro viaje. Nos habíamos dirigido hacia el
norte, pero no seguíamos una línea recta sino que nos íbamos deteniendo en
diferentes abadías.
Así fue como doblamos hacia occidente cuando, en
realidad, nuestra meta estaba hacia oriente, siguiendo casi la línea de
montañas que une Pisa con los caminos de Santiago, hasta detenernos en una
comarca que los terribles acontecimientos que luego se produjeron en ella me
sugieren la conveniencia de no localizar con mayor precisión, pero cuyos
señores eran fieles al imperio y en la que todos los abades de nuestra orden
coincidían en oponerse al papa herético y corrupto. El viaje, no exento de
vicisitudes, duró dos semanas, en el transcurso de las cuales pude conocer
(aunque cada vez me convenzo más de que no lo bastante) a mi nuevo maestro.
En
las páginas que siguen no me permitiré trazar descripciones de personas -salvo
cuando la expresión de un rostro, o un gesto, aparezcan como signos de un
lenguaje mudo pero elocuente-, porque, como dice Boecio, nada hay más fugaz que
la forma exterior, que se marchita y se altera como las flores del campo cuando
llega el otoño. Por tanto, ¿qué sentido tendría hoy decir que el abad Abbone
tuvo una mirada severa y mejillas pálidas, cuando él y quienes lo rodeaban son
ya polvo y del polvo ya sus cuerpos tienen el tinte gris y mortuorio (sólo sus
almas, Dios lo quiera, resplandecen con una luz que jamás se extinguirá)? Sin
embargo, de Guillermo hablaré, una única vez, porque me impresionaron incluso
sus singulares facciones, y porque es propio de los jóvenes sentirse atraídos
por un hombre más anciano y más sabio, no sólo debido a su elocuencia y a la
agudeza de su mente, sino también por la forma superficial de su cuerpo, al
que, como sucede con la figura de un padre, miran con entrañable afecto, observando
los gestos, y las muecas de disgusto, y espiando las sonrisas, sin que la menor
sombra de lujuria contamine este tipo (quizás el único verdaderamente puro) de
amor corporal.
Los hombres de antes eran grandes y hermosos (ahora son
niños y enanos), pero ésta es sólo una de las muchas pruebas del estado
lamentable en que se encuentra este mundo caduco. La juventud ya no quiere
aprender nada, la ciencia está en decadencia, el mundo marcha patas arriba, los
ciegos guían a otros ciegos y los despeñan en los abismos, los pájaros se
arrojan antes de haber echado a volar, el asno toca la lira, los bueyes bailan,
María ya no ama la vida contemplativa y Marta ya no ama la vida activa, Lea es
estéril, Raquel está llena de lascivia, Catón frecuenta los lupanares, Lucrecio
se convierte en mujer. Todo está descarriado. Demos gracias a Dios de que en
aquella época mi maestro supiera infundirme el deseo de aprender y el sentido
de la recta vía, que no se pierde por tortuoso que sea el sendero.
Así,
pues, la apariencia física de fray Guillermo era capaz de atraer la atención
del observador menos curioso. Su altura era superior a la de un hombre normal
y, como era muy enjuto, parecía aún más alto. Su mirada era aguda y penetrante;
la nariz afilada y un poco aguileña infundía a su rostro una expresión
vigilante, salvo en los momentos de letargo a los que luego me referiré.
También la barbilla delataba una firme voluntad, aunque la cara alargada y
cubierta de pecas –como a menudo observé en la gente nacida entre Hibernia y
Northumbria– parecía expresar a veces incertidumbre y perplejidad. Con el
tiempo me di cuenta de que no era incertidumbre sino pura curiosidad, pero al
principio lo ignoraba casi todo acerca de esta virtud, a la que consideraba,
más bien, una pasión del alma concupiscente y, por tanto, un alimento
inadecuado para el alma racional, cuyo único sustento debía ser la verdad, que
(pensaba yo) se reconoce en forma inmediata.
Lo primero que habían advertido con asombro mis ojos de
muchacho eran unos mechones de pelo amarillento que le salían de las orejas, y
las cejas tupidas y rubias. Podía contar unas cincuenta primaveras y por tanto
era ya muy viejo, pero movía su cuerpo infatigable con una agilidad que a mí
muchas veces me faltaba. Cuando tenía un acceso de actividad, su energía
parecía inagotable. Pero de vez en cuando, como si su espíritu vital tuviese
algo del cangrejo, se retraía en estados de inercia, y lo vi a veces en su
celda, tendido sobre el jergón, pronunciando con dificultad unos monosílabos,
sin contraer un solo músculo del rostro. En aquellas ocasiones aparecía en sus
ojos una expresión vacía y ausente, y, si la evidente sobriedad que regía sus
costumbres no me hubiese obligado a desechar la idea, habría sospechado que se
encontraba bajo el influjo de alguna sustancia vegetal capaz de provocar
visiones. Sin embargo, debo decir que durante el viaje se había detenido a
veces al borde de un prado, en los límites de un bosque, para recoger alguna
hierba (creo que siempre la misma), que se ponía a masticar con la mirada
perdida. Guardaba un poco de ella, y la comía en los momentos de mayor tensión
(¡que no nos faltaron mientras estuvimos en la abadía!). Una vez le pregunté
qué era, y respondió sonriendo que un buen cristiano puede aprender a veces
incluso de los infieles. Cuando le pedí que me dejara probar, me respondió que,
como en el caso de los discursos, también en el de los simples hay «infantiles,
juveniles, mujeriles», y demás, de modo que las hierbas que son buenas para un
viejo franciscano no lo son para un joven benedictino.
Durante el tiempo que estuvimos juntos no pudimos llevar
una vida muy regular: incluso en la abadía, pasábamos noches sin dormir y
caíamos agotados durante el día, y no participábamos regularmente en los
oficios sagrados. Sin embargo, durante el viaje, no solía permanecer despierto
después de completas, y sus hábitos eran sobrios. A veces, como sucedió en la
abadía, pasaba todo el día moviéndose por el huerto, examinando las plantas
como si fuesen crisopacios o esmeraldas, y también lo vi recorrer la cripta del
tesoro y observar un cofre cuajado de esmeraldas y crisopacios como si fuese
una mata de estramonio. En otras ocasiones se pasaba el día entero en la gran
sala de la biblioteca hojeando manuscritos, aparentemente sólo por placer
(mientras a nuestro alrededor se multiplicaban los cadáveres de monjes
horriblemente asesinados). Un día lo encontré paseando por el jardín sin ningún
propósito aparente, como si no debiese dar cuenta a Dios de sus obras. En la
orden me habían enseñado a hacer un uso muy distinto de mi tiempo, y se lo
dije. Respondió que la belleza del cosmos no procede sólo de la unidad en la
variedad, sino también de la variedad en la unidad. La respuesta me pareció
inspirada en un empirismo grosero, pero luego supe que, cuando definen las
cosas, los hombres de su tierra no parecen reservar un papel demasiado grande a
la fuerza iluminadora de la razón.
Durante el período que pasamos en
la abadía, siempre vi sus manos cubiertas por el polvo de los libros, por el
oro de las miniaturas todavía frescas, por las sustancias amarillentas que
había tocado en el hospital de Severino. Parecía que sólo podía pensar con las
manos, cosa que entonces me parecía más propia de un mecánico (pues me habían
enseñado que el mecánico es «adúltero», y comete adulterio en detrimento de la
vida intelectual con la que debiera estar unido en castísimas nupcias). Pero
incluso cuando sus manos tocaban cosas fragilísimas, como ciertos códices cuyas
miniaturas aún estaban frescas, o páginas corroídas por el tiempo y quebradizas
como pan ácimo, poseía, me parece, una extraordinaria delicadeza de tacto, la
misma que empleaba al manipular sus máquinas. Pues he de decir que este hombre
singular llevaba en su saco de viaje unos instrumentos que hasta entonces yo
nunca había visto y que él definía como sus máquinas maravillosas. Las
máquinas, decía, son producto del arte, que imita a la naturaleza, capaces de
reproducir, no ya las meras formas de esta última, sino su modo mismo de actuar.
Así me explicó los prodigios del reloj, del astrolabio y del imán. Sin embargo,
al comienzo temí que se tratase de brujerías, y fingí dormir en ciertas noches
serenas mientras él (valiéndose de un extraño triángulo) se dedicaba a observar
las estrellas. Los franciscanos que yo había conocido en Italia y en mi tierra
eran hombres simples, a menudo iletrados, y la sabiduría de Guillermo me
sorprendió. Pero él me explicó sonriendo que los franciscanos de sus islas eran
de otro cuño: «Roger Bacon, a quien venero como maestro, nos ha enseñado que
algún día el plan divino pasará por la ciencia de las máquinas, que es magia
natural y santa. Y un día por la fuerza de la naturaleza se podrán fabricar
instrumentos de navegación mediante los cuales los barcos navegarán con un solo
hombre al mando».
Cuando le pregunté dónde existían esas máquinas, me dijo
que ya se habían fabricado en la antigüedad, y que algunas también se habían
podido construir en nuestro tiempo: «Salvo el instrumento para volar, que nunca
he visto ni sé de nadie que lo haya visto, aunque conozco a un sabio que lo ha
ideado. También pueden construirse puentes capaces de atravesar ríos sin
apoyarse en columnas ni en ningún otro basamento, y otras máquinas increíbles.
No debes inquietarte porque aún no existan, pues eso no significa que no
existirán. Y yo te digo que Dios quiere que existan, y existen ya sin duda en su
mente, aunque mi amigo de Occam niegue que las ideas existan de ese modo, y no
porque podamos decidir acerca de la naturaleza divina, sino, precisamente,
porque no podemos fijarle límite alguno.» Esta no fue la única proposición
contradictoria que escuché de sus labios: sin embargo, todavía hoy, ya viejo y
más sabio que entonces, no acabo de entender cómo podía tener tanta confianza
en su amigo de Occam y jurar al mismo tiempo por las palabras de Bacon, como
hizo en muchas ocasiones. Pero también es verdad que aquellos eran tiempos
oscuros en los que un hombre sabio debía pensar cosas que se contradecían entre
sí.
Pues
bien, es probable que haya dicho cosas incoherentes sobre fray Guillermo, como
para registrar desde el principio la incongruencia de las impresiones que
entonces me produjo. Quizá tú, buen lector, puedas descubrir mejor quién fue y
qué hizo, reflexionando sobre su comportamiento durante los días que pasamos en
la abadía. Tampoco te he prometido una descripción satisfactoria de lo que allí
sucedió, sino sólo un registro de hechos (eso sí) asombrosos y terribles.
Así,
mientras con los días iba conociendo mejor a mi maestro, tras largas horas de
viaje que empleamos en larguísimas conversaciones de cuyo contenido ya iré
hablando cuando sea oportuno, llegamos a las faldas del monte en lo alto del
cual se levantaba la abadía. Y ya es hora de que, como nosotros entonces, a
ella se acerque mi relato, y ojalá mi mano no tiemble cuando me dispongo a
narrar lo que sucedió después.
PRIMA
Donde
se llega al pie de la abadía y Guillermo da pruebas de gran agudeza.
Era una hermosa mañana de finales de noviembre. Durante
la noche había nevado un poco, pero la fresca capa que cubría el suelo no
superaba los tres dedos de espesor. A oscuras, en seguida después de laudes,
habíamos oído misa en una aldea del valle. Luego, al despuntar el sol, nos
habíamos puesto en camino hacia las montañas.
Mientras trepábamos por la abrupta vereda que
serpenteaba alrededor del monte, vi la abadía. No me impresionó la muralla que
la rodeaba, similar a otras que había visto en todo el mundo cristiano, sino la
mole de lo que después supe que era el Edificio. Se trataba de una construcción
octogonal que de lejos parecía un tetrágono (figura perfectísima que expresa la
solidez e invulnerabilidad de la Ciudad de Dios), cuyos lados meridionales se
erguían sobre la meseta de la abadía, mientras que los septentrionales parecían
surgir de las mismas faldas de la montaña, arraigando en ellas y alzándose como
un despeñadero. Quiero decir que en algunas partes, mirando desde abajo, la
roca parecía prolongarse hacia el cielo, sin cambio de color ni de materia, y
convertirse, a cierta altura, en burche y torreón (obra de gigantes habituados
a tratar tanto con la tierra como con el cielo). Tres órdenes de ventanas
expresaban el ritmo ternario de la elevación, de modo que lo que era
físicamente cuadrado en la tierra era espiritualmente triangular en el cielo.
Al acercarse más se advertía que, en cada ángulo, la forma cuadrangular
engendraba un torreón heptagonal, cinco de cuyos lados asomaban hacia afuera; o
sea que cuatro de los ocho lados del octágono mayor engendraban cuatro
heptágonos menores, que hacia afuera se manifestaban como pentágonos. Evidente,
y admirable, armonía de tantos números sagrados, cada uno revestido de un
sutilísimo sentido espiritual. Ocho es el número de la perfección de todo
tetrágono; cuatro, el número de los evangelios; cinco, el número de las partes
del mundo; siete, el número de los dones del Espíritu Santo. Por la mole, y por
la forma, el Edificio era similar a Castel Urbino o a Castel dal Monte, que
luego vería en el sur de la península italiana, pero por su posición
inaccesible era más tremendo que ellos, y capaz de infundir temor al viajero
que se fuese acercando poco a poco. Por suerte era una diáfana mañana de
invierno y no vi la construcción con el aspecto que presenta en los días de
tormenta.
Sin
embargo, no diré que me produjo sentimientos de júbilo. Me sentí amedrentado,
presa de una vaga inquietud. Dios sabe que no eran fantasmas de mi ánimo
inexperto, y que interpreté correctamente inequívocos presagios inscritos en la
piedra el día en que los gigantes la modelaran, antes de que la ilusa voluntad
de los monjes se atreviese a consagrarla a la custodia de la palabra divina.
Mientras nuestros mulos subían trabajosamente por los
últimos repliegues de la montaña, allí donde el camino principal se ramificaba
formando un trivio, con dos senderos laterales, mi maestro se detuvo un
momento, y miró hacia un lado y hacia otro del camino, miró el camino y, por
encima de éste, los pinos de hojas perennes que, en aquel corto tramo, formaban
un techo natural, blanqueado por la nieve.
-Rica abadía –dijo–. Al Abad le gusta tener buen aspecto
en las ocasiones públicas.
Acostumbrado a oírle decir las cosas más extrañas, nada
le pregunté. También porque, poco después, escuchamos ruidos y, en un recodo,
surgió un grupo agitado de monjes y servidores. Al vernos, uno de ellos vino a
nuestro encuentro diciendo con gran cortesía:
—Bienvenido, señor. No os asombréis si imagino quién
sois, porque nos han avisado de vuestra visita. Yo soy Remigio de Varagina, el
cillerero (en algunas órdenes monacales, mayordomo del monasterio). Si sois,
como creo, fray Guillermo de Baskerville, habrá que avisar al Abad. ¡Tú –ordenó
a uno del grupo–, sube a avisar que nuestro visitante está por entrar en el
recinto!
—Os lo agradezco, señor cillerero –respondió
cordialmente mi maestro–, y aprecio aún más vuestra cortesía porque para
saludarme habéis interrumpido la persecución. Pero no temáis, el caballo ha
pasado por aquí y ha tomado el sendero de la derecha. No podrá ir muy lejos,
porque al llegar al estercolero tendrá que detenerse. Es demasiado inteligente
para arrojarse por la pendiente...
—¿Cuándo
lo habéis visto? –preguntó el cillerero.
—¿Verlo?
No lo hemos visto, ¿verdad, Adso? –dijo Guillermo volviéndose hacia mí con
expresión divertida–. Pero si buscáis a Brunello, el animal sólo puede estar
donde yo os he dicho.
El cillerero vaciló. Miró a Guillermo, después al
sendero, y, por último, preguntó:
—¿Brunello?
¿Cómo sabéis...?
—¡Vamos!
–dijo Guillermo–. Es evidente que estáis buscando a Brunello, el caballo
preferido del Abad, el mejor corcel de vuestra cuadra, pelo negro, cinco pies
de alzada, cola elegante, cascos pequeños y redondos pero de galope bastante
regular, cabeza pequeña, orejas finas, ojos grandes. Se ha ido por la derecha,
os digo, y, en cualquier caso, apresuraos.
El cillerero, tras un momento de vacilación, hizo un signo
a los suyos y se lanzó por el sendero de la derecha, mientras nuestros mulos
reiniciaban la ascensión. Cuando, mordido por la curiosidad, estaba por
interrogar a Guillermo, él me indicó que esperara. En efecto: pocos minutos más
tarde escuchamos gritos de júbilo, y en el recodo del sendero reaparecieron
monjes y servidores, trayendo al caballo por el freno. Pasaron junto a
nosotros, sin dejar de mirarnos un poco estupefactos, y se dirigieron con paso
acelerado hacia la abadía. Creo, incluso, que Guillermo retuvo un poco la
marcha de su montura para que pudieran contar lo que había sucedido. Yo ya
había descubierto que mi maestro, hombre de elevada virtud en todo y para todo,
se concedía el vicio de la vanidad cuando se trataba de demostrar su agudeza y,
habiendo tenido ocasión de apreciar sus sutiles dotes de diplomático, comprendí
que deseaba llegar a la meta precedido por una sólida fama de sabio.
—Y ahora decidme –pregunté sin poderme contener–. ¿Cómo
habéis podido saber?
—Mi querido Adso –dijo el maestro–, durante todo el
viaje he estado enseñándote a reconocer las huellas por las que el mundo nos
habla como por medio de un gran libro. Alain de l’Ille decía que «toda
la creación del mundo, /como un libro y una pintura, / es como un espejo para
nosotros», pensando en la inagotable reserva de símbolos por los que Dios,
a través de sus criaturas, nos habla de la vida eterna. Pero el universo es aún
más locuaz de lo que creía Alain, y no sólo habla de las cosas últimas (en cuyo
caso siempre lo hace de un modo oscuro), sino también de las cercanas, y en
esto es clarísimo. Me da casi vergüenza tener que repetirte lo que deberías
saber. En la encrucijada, sobre la nieve aún fresca, estaban marcadas con mucha
claridad las improntas de los cascos de un caballo, que apuntaban hacia el
sendero situado a nuestra izquierda. Esos signos, separados por distancias
bastante grandes y regulares, decían que los cascos eran pequeños y redondos, y
el galope muy regular. De ahí deduje que se trataba de un caballo, y que su
carrera no era desordenada como la de un animal desbocado. Allí donde los pinos
formaban una especie de cobertizo natural, algunas ramas acababan de ser rotas,
justo a cinco pies del suelo. Una de las matas de zarzamora, situada donde el
animal debe de haber girado, meneando altivamente la hermosa cola, para tomar
el sendero de su derecha, aún conservaba entre las espinas algunas crines
largas y muy negras... Por último, no me dirás que no sabes que esa senda lleva
al estercolero, porque al subir por la curva inferior hemos visto el chorro de
detritos que caía a pico justo debajo del torreón oriental, ensuciando la
nieve, y dada la disposición de la encrucijada, la senda sólo podía ir en
aquella dirección.
—Sí
–dije–, pero la cabeza pequeña, las orejas finas, los ojos grandes...
—No
sé si los tiene, pero, sin duda, los monjes están persuadidos de que sí. Decía
Isidoro de Sevilla que la belleza de un caballo exige «que la cabeza [del
caballo] sea pequeña y seca, con la piel casi adherida a los huesos, las orejas
cortas y delgadas, los ojos grandes, la nariz chata, la cerviz levantada, la
crin y la cola espesas, la redondez de los cascos unida a la solidez». Si el
caballo cuyo paso he adivinado no hubiese sido realmente el mejor de la cuadra,
no podrías explicar por qué no sólo han corrido los mozos tras él, sino también
el propio cillerero. Y un monje que considera excelente a un caballo sólo puede
verlo, al margen de las formas naturales, tal como se lo han descrito las
auctoritates, sobre todo si –y aquí me dirigió una sonrisa maliciosa–, se trata
de un docto benedictino...
—Bueno
–dije–, pero, ¿por qué Brunello?
—¡Que el Espíritu Santo ponga un poco más de sal en tu
cabezota, hijo mío! –exclamó el maestro–. ¿Qué otro nombre le habrías puesto si
hasta el gran Buridán, que está a punto de ser rector en París, no encontró
nombre más natural para referirse a un caballo hermoso?
Así era mi maestro. No sólo sabía leer en el gran libro
de la naturaleza, sino también en el modo en que los monjes leían los libros de
la escritura, y pensaban a través de ellos. Dotes éstas que, como veremos,
habrían de serle bastante útiles en los días que siguieron. Además, su
explicación me pareció al final tan obvia que la humillación por no haberla
descubierto yo mismo quedó borrada por el orgullo de compartirla ahora con él,
hasta el punto de que casi me felicité por mi agudeza. Tal es la fuerza de la
verdad, que, como la bondad, se difunde por sí misma. Alabado sea el santo
nombre de nuestro señor Jesucristo por esa hermosa revelación que entonces
tuve.
Pero no pierdas el hilo, oh relato, pues este monje ya
viejo se detiene demasiado en los márgenes. Di, más bien, que llegamos al gran
portalón de la abadía, y en el umbral estaba el Abad, acompañado de dos
novicios que sostenían un bacín de oro lleno de agua. Una vez que hubimos
descendido de nuestras monturas, lavó las manos de Guillermo, y después lo
abrazó besándolo en la boca y dándole su santa bienvenida, mientras el
cillerero se ocupaba de mí.
—Gracias, Abbone
–dijo Guillermo–, es para mí una alegría, excelencia, pisar vuestro monasterio,
cuya fama ha traspasado estas montañas. Yo vengo como peregrino en el nombre de
Nuestro Señor, y como tal me habéis rendido honores. Pero vengo también en
nombre de nuestro señor en esta tierra, como os dirá la carta que os entrego, y
también en su nombre os agradezco vuestra acogida.
El Abad cogió la
carta con los sellos imperiales y dijo que, de todas maneras, la llegada de
Guillermo había sido precedida por otras misivas de los hermanos de su orden
(mira, me dije para mis adentros no sin cierto orgullo, es difícil pillar por
sorpresa a un abad benedictino), después rogó al cillerero que nos condujera a
nuestros alojamientos, mientras los mozos se hacían cargo de las monturas. El
Abad prometió visitarnos más tarde, cuando hubiésemos comido algo, y entramos
en el gran recinto donde estaban los edificios de la abadía, repartidos por la
meseta, especie de suave depresión –o llano elevado– que truncaba la cima de la
montaña.
A la disposición de la abadía tendré ocasión de
referirme más de una vez, y con más lujo de detalles. Después del portalón (que
era el único paso en toda la muralla) se abría una avenida arbolada que llevaba
a la iglesia abacial. A la izquierda de la avenida se extendía una amplia zona
de huertos y, como supe más tarde, el jardín botánico, en torno a los dos edificios
–los baños, y el hospital y herboristería– dispuestos según la curva de la
muralla. En el fondo, a la izquierda de la iglesia, se erguía el Edificio,
separado de la iglesia por una explanada cubierta de tumbas. El portalón norte
de la iglesia daba hacia el torreón sur del Edificio, que ofrecía frontalmente
a los ojos del visitante el torreón occidental, que continuaba después por la
izquierda hasta tocar la muralla, para proyectarse luego con sus torres en el
abismo, sobre el que se alzaba el torreón septentrional, visible sólo de sesgo.
A la derecha de la iglesia se extendían algunas construcciones a las que ésta
servía de reparo; estaban dispuestas alrededor del claustro, y, sin duda, se
trataba del dormitorio, la casa del Abad y la casa de los peregrinos, hacia la
que nos habíamos dirigido, y a la que llegamos después de atravesar un bonito
jardín. Por la derecha, al otro lado de una vasta explanada, a lo largo de la
parte meridional de la muralla y continuando hacia oriente por detrás de la
iglesia, había una serie de viviendas para la servidumbre, establos, molinos,
trapiches, graneros, bodegas y lo que me pareció que era la casa de los
novicios. La regularidad del terreno, apenas ondulado, había permitido que los
antiguos constructores de aquel recinto sagrado respetaran los preceptos de la
orientación con una exactitud que hubiera sorprendido a un Honorio
Augustoduniense o a un Guillermo Durando.
Por la posición del sol en aquel momento, comprendí que
la portada daba justo a occidente, de forma que el coro y el altar estuviesen
dirigidos hacia oriente y, por la mañana temprano, el sol despuntaba
despertando directamente a los monjes en el dormitorio y a los animales en los
establos. Nunca vi abadía más bella y con una orientación tan perfecta, aunque
más tarde he tenido ocasión de conocer San Gall, Cluny, Fontenay y otras, quizá
más grandes pero no tan armoniosas. Sin embargo, ésta se distinguía de
cualquier otra por la inmensa mole del Edificio. Aunque no era yo experto en el
arte de la construcción, comprendí en seguida que era mucho más antiguo que los
edificios situados a su alrededor. Quizás había sido erigido con otros fines y
posteriormente se había agregado el conjunto abacial, cuidando, sin embargo, de
que su orientación se adecuase a la de la iglesia, o viceversa. Porque la
arquitectura es el arte que más se esfuerza por reproducir en su ritmo el orden
del universo, que los antiguos llamaban kosmos,
es decir, adorno, pues es como un gran animal en el que resplandece la
perfección y proporción de todos sus miembros. Alabado sea Nuestro Creador,
que, como dice Agustín, ha establecido el número, el peso y la medida de todas
las cosas.
PRIMER
DÍA
TERCIA
Donde
Guillermo mantiene una instructiva conversación con el Abad.
El cillerero era un hombre grueso y de aspecto vulgar
pero jovial, canoso pero todavía robusto, pequeño pero ágil. Nos condujo a
nuestras celdas en la casa de los peregrinos. Mejor dicho, nos condujo a la
celda asignada a mi maestro, y me prometió que para el día siguiente
desocuparían otra para mí, pues, aunque novicio, también era yo huésped de la
abadía, y, por tanto, debía tratárseme con todos los honores. Aquella noche
podía dormir en un nicho largo y ancho, situado en la pared de la celda, donde
había dispuesto que colocaran buena paja fresca. Así se hacía a veces, añadió,
cuando algún señor deseaba que su criado velara mientras él dormía.
Después los monjes nos trajeron vino, queso, aceitunas y
buena uva, y se retiraron para que pudiéramos comer y beber. Lo hicimos con
gran deleite. Mi maestro no tenía los hábitos austeros de los benedictinos, y
no le gustaba comer en silencio. Por lo demás, siempre hablaba de cosas tan
buenas y sabias que era como si un monje leyese la vida de los santos.
Aquel día no pude contenerme y volví a preguntarle sobre
la historia del caballo.
—Sin embargo –dije–, cuando leísteis las huellas en la
nieve y en las ramas aún no conocíais a Brunello. En cierto modo esas huellas
nos hablaban de todos los caballos, o al menos de todos los caballos de aquella
especie. ¿No deberíamos decir, entonces, que el libro de la naturaleza nos
habla sólo por esencias, como enseñan muchos teólogos insignes?
—No exactamente,
querido Adso –respondió el maestro–. Sin duda, aquel tipo de impronta me
hablaba, si quieres, del caballo y me hubiese hablado de él en cualquier sitio
donde la encontrara. Pero la impronta en aquel lugar y en aquel momento del día
me decía que al menos uno de todos los caballos posibles había pasado por allí.
De modo que me encontraba a mitad de camino entre la aprehensión del concepto
de caballo y el conocimiento de un caballo individual. Y, de todas maneras, lo
que conocía del caballo universal procedía de la huella, que era singular.
Podría decir que en aquel momento estaba preso entre la singularidad de la
huella y mi ignorancia, que adoptaba la forma bastante diáfana de una idea
universal. Si ves algo de lejos, sin comprender de qué se trata, te contentarás
con definirlo como un cuerpo extenso. Cuando estés un poco más cerca, lo
definirás como un animal, aunque todavía no sepas si se trata de un caballo o
de un asno. Si te sigues acercando, podrás decir que es un caballo, aunque aún
no sepas si se trata de Brunello o de Favello. Por último, sólo cuando estés a
la distancia adecuada verás que es Brunello (o bien, ese caballo y no otro,
cualquiera que sea el nombre que quieras darle). Este será el conocimiento
pleno, la intuición de lo singular. Así, hace una hora, yo estaba dispuesto a
pensar en todos los caballos, pero no por la vastedad de mi intelecto, sino por
la estrechez de mi intuición. Y el hambre de mi intelecto sólo pudo saciarse
cuando vi al caballo individual que los monjes llevaban por el freno. Sólo
entonces supe realmente que mi razonamiento previo me había llevado cerca de la
verdad. De modo que las ideas, que antes había utilizado para imaginar un
caballo que aún no había visto, eran puros signos, como eran signos de la idea
de caballo las huellas sobre la nieve: cuando no poseemos las cosas, usamos
signos y signos de signos.
Ya otras veces le había escuchado hablar con mucho
escepticismo de las ideas universales y con gran respeto de las cosas
individuales, e incluso, más tarde, llegué a pensar que aquella inclinación
podía deberse tanto al hecho de que era británico como al de que era
franciscano. Pero aquel día no me sentía con fuerzas para afrontar disputas
teológicas. De modo que me acurruqué en el espacio que me habían concedido, me
envolví en una manta y caí en un sueño profundo.
Cualquiera que entrase hubiera podido confundirme con un
bulto. Sin duda, así lo hizo el Abad cuando, hacia la hora tercia, vino a
visitar a Guillermo. De esa forma pude escuchar sin ser observado su primera
conversación. Y sin malicia, porque presentarme de golpe al visitante hubiese
sido más descortés que ocultarme, como hice, con humildad.
Así pues, llegó Abbone. Pidió disculpas por la
intrusión, renovó su bienvenida y dijo que debía hablar a Guillermo, en
privado, de cosas bastante graves.
Empezó felicitándole por la habilidad con que se había
conducido en la historia del caballo, y le preguntó cómo había podido hablar
con tanta seguridad de un animal que no había visto jamás. Guillermo le explicó
someramente y con cierta indiferencia el razonamiento que había seguido, y el
Abad celebró mucho su agudeza. Dijo que no hubiera esperado menos en un hombre
de cuya gran sagacidad ya había oído hablar. Le dijo que había recibido una
carta del Abad de Farfa, donde éste no sólo mencionaba la misión que el
emperador había confiado a Guillermo (de la que ya hablarían en los próximos
días), sino también la circunstancia de que mi maestro había sido inquisidor en
Inglaterra y en Italia, destacándose en varios procesos por su perspicacia, no
reñida con una gran humanidad.
—Ha sido un gran placer –añadió el Abad– enterarme de
que en muchos casos habéis considerado que el acusado era inocente. Creo, y
nunca tanto como en estos días tristísimos, en la presencia constante del
maligno en las cosas humanas –y miró alrededor, con un gesto casi
imperceptible, como si el enemigo estuviese entre aquellas paredes–, pero
también creo que muchas veces el maligno obra a través de causas segundas. Y sé
que puede impulsar a sus víctimas a hacer el mal de manera tal que la culpa
recaiga sobre un justo, gozándose de que el justo sea quemado en lugar de su
súcubo. A menudo los inquisidores, para demostrar su esmero, arrancan a
cualquier precio una confesión al acusado, porque piensan que sólo es buen
inquisidor el que concluye el proceso encontrando un chivo expiatorio...
—También un inquisidor puede obrar instigado por el
diablo – dijo Guillermo.
—Es posible –admitió el Abad con mucha cautela–, porque
los designios del Altísimo son inescrutables, pero no seré yo quien arroje
sombras de sospecha sobre tantos hombres beneméritos. Al contrario, hoy recurro
a vos en vuestro carácter de tal. En esta abadía ha sucedido algo que requiere
la atención y el consejo de un hombre agudo y prudente como vos. Agudo para
descubrir y prudente para (llegado el caso) cubrir. En efecto, a menudo es
indispensable probar la culpa de hombres a quienes cabría atribuir una gran
santidad, pero conviene hacerlo de modo que pueda eliminarse la causa del mal
sin que el culpable quede expuesto al desprecio de los demás. Si un pastor
falla, hay que separarlo de los otros pastores, pero, ¡ay si las ovejas
empezaran a desconfiar de los pastores!
—Comprendo –dijo Guillermo. Yo ya había tenido ocasión
de observar que, cuando se expresaba con tanta solicitud y cortesía, muchas
veces estaba ocultando, en forma honesta, su desacuerdo o su perplejidad.
—Por eso –prosiguió el Abad–, considero que los casos
que involucran el fallo de un pastor pueden confiarse únicamente a hombres como
vos, que no sólo saben distinguir entre el bien y el mal, sino también entre lo
que es oportuno y lo que no lo es. Me agrada saber que sólo habéis condenado
cuando...
—...los acusados
eran culpables de actos delictivos, de envenenamientos, de corrupción de niños
inocentes y de otras abominaciones que mi boca no se atreve a nombrar...
—...que sólo habéis
condenado cuando –prosiguió el Abad sin tomar en cuenta la interrupción– la
presencia del demonio era tan evidente para todos que era imposible obrar de
otro modo sin que la indulgencia resultase más escandalosa que el propio
delito.
—Cuando declaré culpable a alguien –aclaró Guillermo– era porque éste había cometido realmente crímenes tan graves que podía entregarlo al brazo secular sin remordimientos.
El Abad tuvo un momento de duda: —¿Por qué –preguntó– insistís en hablar de actos delictivos sin pronunciaros sobre su causa diabólica?
—Porque razonar
sobre las causas y los efectos es algo bastante difícil, y creo que sólo Dios
puede hacer juicios de ese tipo. A nosotros nos cuesta ya tanto establecer una
relación entre un efecto tan evidente como un árbol quemado y el rayo que lo ha
incendiado, que remontar unas cadenas a veces larguísimas de causas y efectos
me parece tan insensato como tratar de construir una torre que llegue hasta el
cielo.
—El doctor de Aquino
–sugirió el Abad– no ha temido demostrar mediante la fuerza de su sola razón la
existencia del Altísimo, remontándose de causa en causa hasta la causa primera,
no causada.
—¿Quién soy yo –dijo
Guillermo con humildad– para oponerme al doctor de Aquino? Además su prueba de
la existencia de Dios cuenta con el apoyo de muchos otros testimonios que
refuerzan la validez de sus vías. Dios habla en el interior de nuestra alma,
como ya sabía Agustín, y vos, Abbone, habríais cantado alabanzas al Señor y a
su presencia evidente aunque Tomás no hubiera... –se detuvo, y añadió–:
Supongo.
—¡Oh, sin duda! –se
apresuró a confirmar el Abad, y de este modo tan elegante cortó mi maestro una
discusión escolástica que, evidentemente, no le agradaba demasiado.
—Volvamos a los
procesos –prosiguió mi maestro–. Supongamos que un hombre ha muerto envenenado.
Esto es un dato empírico. Dados ciertos signos inequívocos, puedo imaginar que
el autor del envenenamiento ha sido otro hombre. Pero, ¿cómo puedo complicar la
cadena imaginando que ese acto malvado tiene otra causa, ya no humana sino
diabólica? No afirmo que sea imposible, pues también el diablo deja signos de
su paso, como vuestro caballo Brunello. Pero, ¿por qué debo buscar esas
pruebas? ¿Acaso no basta con que sepa que el culpable es ese hombre y lo
entregue al brazo secular? De todos modos, su pena sería la muerte, que Dios lo
perdone.
—Sin embargo, en un
proceso celebrado en Kilkenny hace tres años, donde algunas personas fueron
acusadas de cometer delitos infames, vos no negasteis la intervención
diabólica, una vez descubiertos los culpables.
—Pero tampoco lo
afirmé en forma clara. De todos modos, es cierto que no lo negué. ¿Quién soy yo
para emitir juicios sobre las maquinaciones del maligno? Sobre todo –añadió, y
parecía interesado en dejar claro ese punto– cuando los que habían iniciado el
proceso, el obispo, los magistrados de la ciudad, el pueblo todo, y quizá
incluso los acusados, deseaban realmente descubrir la presencia del demonio. Tal
vez la única prueba verdadera de la presencia del diablo fuese la intensidad
con que en aquel momento deseaban todos descubrir su presencia...
—Por tanto –dijo el
Abad con tono preocupado–, ¿me estáis diciendo que en muchos procesos el diablo
no sólo actúa en el culpable sino quizá también en los jueces?
—¿Acaso podría
afirmar algo semejante? –preguntó Guillermo, y comprendí que había formulado la
pregunta de modo que el Abad no pudiese afirmar que sí podía, y aprovechó el
silencio de Abbone para desviar el curso de la conversación–. Pero en el fondo
se trata de cosas lejanas... He abandonado aquella noble actividad y si lo he
hecho así es porque el Señor así ha querido...
—Sin duda –admitió el Abad.
—...Y ahora
–prosiguió Guillermo–, me ocupo de otras cuestiones delicadas. Y me gustaría
ocuparme de la que os aflige, si me la quisierais exponer.
Me pareció que el
Abad se alegraba de poder acabar aquella conversación y volver a su problema.
Inició pues, escogiendo con mucha prudencia las palabras y recurriendo a largas
perífrasis, el relato de un acontecimiento singular que se había producido
pocos días atrás, y que había turbado sobremanera a los monjes. Dijo que se lo
contaba a Guillermo porque, sabiendo que era un gran conocedor tanto del alma
humana como de las maquinaciones del maligno, esperaba que pudiese dedicar una
parte de su preciosísimo tiempo al esclarecimiento de tan doloroso enigma. El
hecho era que Adelmo da Otranto, monje aún joven pero ya famoso maestro en el
arte de la miniatura, que estaba adornando los manuscritos de la biblioteca con
imágenes bellísimas, había sido hallado una mañana por un cabrero en el fondo
del barranco situado al pie del torreón este del Edificio. Los otros monjes lo
habían visto en el coro durante completas, pero no había asistido a maitines,
de modo que su caída se había producido, probablemente, durante las horas más
oscuras de la noche. Una noche de recia ventisca en la que los copos de nieve,
cortantes como cuchillos y casi tan duros como granizo, caían impelidos por un
austro de soplo impetuoso. Ablandado por esa nieve que primero se había fundido
y después se había congelado formando duras láminas de hielo, el cuerpo había
sido descubierto al pie del despeñadero, desgarrado por las rocas contra las
que se había golpeado. Pobre y frágil cosa mortal, que Dios se apiadara de él.
Como en su caída había rebotado muchas veces, no era fácil decir desde donde exactamente
se había precipitado. Aunque, sin duda, debía de haber sido por una de las
ventanas de los tres órdenes existentes en los tres lados del torreón que daban
al abismo.
—¿Dónde habéis enterrado el pobre cuerpo? –preguntó
Guillermo.
—En el cementerio,
naturalmente –respondió el Abad–. Quizá lo hayáis observado por vos mismo; se
extiende entre el costado septentrional de la iglesia, el Edificio y el huerto.
—Ya veo –dijo
Guillermo–, y veo que vuestro problema es el siguiente. Si el infeliz se hubiese,
Dios no lo quiera, suicidado (porque no cabía pensar en una caída accidental),
al día siguiente hubierais encontrado abierta una de aquellas ventanas, pero
las encontrasteis todas cerradas y tampoco hallasteis rastros de agua al pie de
ninguna de ellas.
Ya he dicho que el
Abad era un hombre muy circunspecto y diplomático, pero en aquella ocasión no
pudo contener un gesto de sorpresa, que borró toda huella del decoro que, según
Aristóteles, conviene a la persona grave y magnánima:
—¿Quién os lo ha dicho?
—Vos me lo habéis
dicho. Si la ventana hubiera estado abierta, en seguida hubieseis pensado que
se había arrojado por ella. Por lo que he podido apreciar desde fuera, se trata
de grandes ventanas de vidrieras opacas, y ese tipo de ventanas, en edificios
de estas dimensiones, no suelen estar situadas a la altura de una persona. Por
tanto, si hubiese estado abierta, como hay que descartar la posibilidad de que
el infeliz se asomara a ella y perdiese el equilibrio, sólo quedaba la
hipótesis del suicidio. En cuyo caso, no lo habríais dejado enterrar en tierra
consagrada. Pero, como lo habéis enterrado cristianamente, las ventanas debían
de estar cerradas. Y si estaban cerradas, y como ni siquiera en los procesos
por brujería me he topado con un muerto impenitente a quien Dios o el diablo
hayan permitido remontar el abismo para borrar las huellas de su crimen, es
evidente que el supuesto suicida fue empujado, ya por una mano humana, ya por
una fuerza diabólica. Y vos os preguntáis quién puede haberlo, no digo empujado
hacia el abismo, sino alzado sin querer hasta el alfeizar, y os perturba la
idea de que una fuerza maléfica, natural o sobrenatural, ronde en estos
momentos por la abadía.
—Así es... –dijo el
Abad, y no estaba claro si con ello confirmaba las palabras de Guillermo o
descubría la justeza del razonamiento que este último acababa de exponer con
tanta perfección–. Pero, ¿cómo sabéis que no había agua al pie de ninguna
ventana?
—Porque me habéis
dicho que soplaba el austro, y el agua no podía caer contra unas ventanas que
dan a oriente.
—Lo que me habían
dicho de vuestras virtudes no era suficiente –dijo el Abad–. Tenéis razón, no
había agua, y ahora sé por qué. Las cosas sucedieron como vos decís. Comprended
ahora mi angustia. Ya habría sido grave que uno de mis monjes se hubiera
manchado con el abominable pecado del suicidio. Pero tengo razones para pensar
que otro se ha manchado con un pecado no menos terrible. Y si sólo fuera eso...
—Ante todo, ¿por qué
uno de los monjes? En la abadía hay muchas otras personas, mozos de cuadra,
cabreros, servidores...
—Sí, la abadía es
pequeña pero rica –admitió con cierto orgullo el Abad– . Ciento cincuenta
servidores para sesenta monjes. Sin embargo, todo sucedió en el Edificio. Quizá
ya sepáis que, si bien la planta baja alberga las cocinas y el refectorio, los
dos pisos superiores están reservados al scriptorium y a la biblioteca. Después
de la cena, el Edificio se cierra y una regla muy estricta prohíbe la entrada
de toda persona –y en seguida, adivinando la pregunta de Guillermo, añadió,
aunque, como podía advertirse, de mal grado–, incluidos los monjes, claro,
pero...
—¿Pero?
—Pero descarto
totalmente, sí, totalmente, que un servidor haya tenido el valor de penetrar
allí durante la noche. –Por sus ojos pasó una especie de sonrisa desafiante,
rápida como el relámpago o como una estrella fugaz–. Digamos que les daría
miedo, porque, ya sabéis... a veces las órdenes que se imparten a los simples
llevan el refuerzo de alguna amenaza, por ejemplo, el presagio de que algo
terrible, y de origen sobrenatural, castigaría cualquier desobediencia. Un
monje, en cambio...
—Comprendo.
—Además un monje
podría tener otras razones para aventurarse en un sitio prohibido, quiero decir
razones... ¿cómo diría?, razonables, si bien contrarias a la regla...
Guillermo advirtió
la turbación del Abad, e hizo una pregunta con el propósito, quizá, de
desviarse del tema, pero el efecto fue una turbación no menos intensa.
—Cuando hablasteis
de un posible homicidio, dijisteis «y si sólo fuera eso». ¿En qué estabais
pensando?
—¿Dije eso? Bueno,
no se mata sin alguna razón, aunque ésta sea perversa. Me estremece pensar en
la perversidad de las razones que pueden haber impulsado a un monje a matar a
un compañero. Eso quería decir.
—¿Nada más?
—Nada más que pueda
deciros.
—¿Queréis decir que no hay nada más que vos estéis
autorizado a decirme?
—Por favor, fray Guillermo, hermano Guillermo –y el Abad
recalcó tanto lo de fray como lo de hermano.
Guillermo
se cubrió de rubor y comentó: — «serás sacerdote para siempre» (Salmo 110,4).
—Gracias
–dijo el Abad.
¡Oh, Dios mío, qué
misterio terrible rozaron entonces mis imprudentes superiores, movido uno por
la angustia y el otro por la curiosidad! Porque, como novicio que se iniciaba
en los misterios del santo sacerdocio de Dios, también yo, humilde muchacho,
comprendí que el Abad sabía algo, pero que se trataba de un secreto de
confesión. Alguien debía de haberle mencionado algún detalle pecaminoso que
podía estar en relación con el trágico fin de Adelmo. Quizá por eso pedía a
Guillermo que descubriera un secreto que por su parte ya creía conocer, pero
que no podía comunicar a nadie, con la esperanza de que mi maestro esclareciese
con las fuerzas del intelecto lo que él debía rodear de sombra movido por la
sublime fuerza de la caridad.
—Bueno –dijo entonces
Guillermo–, ¿podré hacer preguntas a los monjes?
—Podréis.
—¿Podré moverme libremente por la abadía?
—Os autorizo a hacerlo.
—¿Me encomendaréis «en presencia de los monjes» esta
misión?
—Esta
misma noche.
—Sin embargo, empezaré hoy, antes de que los monjes
sepan que me habéis confiado esta investigación. Además, una de las razones de
peso que yo tenía para venir aquí era el gran deseo de conocer vuestra
biblioteca, famosa en todas las abadías de la cristiandad.
El
Abad casi dio un respingo y su rostro se puso repentinamente tenso.
—He dicho que podréis moveros por toda la abadía.
Aunque, sin duda, no por el último piso del Edificio, la biblioteca.
—¿Por qué?
—Debería habéroslo
explicado antes. Creí que ya lo sabíais. Vos sabéis que nuestra biblioteca no
es igual a las otras...
—Sé que posee más
libros que cualquier otra biblioteca cristiana. Sé que, comparados con los
vuestros, los armaria de Bobbio o de Pomposa, de Cluny o de Fleury parecen la
habitación de un niño que estuviera iniciándose en el manejo del ábaco. Sé que
los seis mil códices de los que se enorgullecía Novalesa hace más de cien años
son pocos comparados con los vuestros, y que, quizá, muchos de ellos se
encuentran ahora aquí. Sé que vuestra abadía es la única luz que la cristiandad
puede oponer a las treinta y seis bibliotecas de Bagdad, a los diez mil códices
del visir Ibn al-Alkami, y que el número de vuestras biblias iguala a los dos
mil cuatrocientos coranes de que se enorgullece El Cairo, y que la realidad de
vuestros armaria es una luminosa evidencia contra la arrogante leyenda de los
infieles que hace años afirmaban (ellos, que tanta intimidad tienen con el
príncipe de la mentira) que la biblioteca de Trípoli contenía seis millones de
volúmenes y albergaba ochenta mil comentadores y doscientos escribientes.
—Así es, alabado sea el cielo.
—Sé que muchos de
los monjes que aquí viven proceden de abadías situadas en diferentes partes del
mundo. Unos vienen por poco tiempo, el que necesitan para copiar manuscritos
que sólo se encuentran en vuestra biblioteca, y regresan a sus lugares de
origen llevando consigo esas copias, no sin haberos traído a cambio algún otro
manuscrito raro para que lo copiéis y lo añadáis a vuestro tesoro. Otros
permanecen muchísimo tiempo, a veces hasta su muerte, porque sólo aquí pueden
encontrar las obras capaces de iluminar sus estudios. Así pues, entre vosotros
hay germanos, dacios, hispanos, franceses y griegos. Sé que, hace muchísimos
años, el emperador Federico os pidió que le compilarais un libro sobre las
profecías de Merlín, y que luego lo tradujerais al árabe, para regalárselo al
sultán de Egipto. Sé, por último, que, en estos tiempos tristísimos, una abadía
gloriosa como Murbach no tiene ni un solo escribiente, que en San Gall han
quedado pocos monjes que sepan escribir, que ahora es en las ciudades donde
surgen corporaciones y gremios formados por seglares que trabajan para las
universidades, y que sólo vuestra abadía reaviva día a día, ¿qué digo?,
enaltece sin cesar las glorias de vuestra orden....
— «Un monasterio sin libros es como una ciudad sin
recursos, un castillo sin dotación, una cocina sin ajuar, una mesa sin
alimentos, un jardín sin plantas, un prado sin flores, un árbol sin hojas». Y
nuestra orden, que creció obedeciendo al doble mandato del trabajo y la
oración, fue luz para todo el mundo conocido, reserva de saber, salvación de
una antigua doctrina expuesta al riesgo de desaparecer en incendios, saqueos y
terremotos, fragua de nuevos escritos y fomento de los antiguos... Oh, bien
sabéis que vivimos tiempos muy oscuros, y vergüenza me da deciros que hace no
muchos años el concilio de Vienne tuvo que recordar que todo monje está
obligado a ordenarse... Cuántas de nuestras abadías, que hace doscientos años
eran centros resplandecientes de grandeza y santidad, son ahora refugio de
holgazanes. La orden aún es poderosa, pero hasta nuestros lugares sagrados
llega el hedor de las ciudades, el pueblo de Dios se inclina ahora hacia el
comercio y las guerras entre facciones, allá, en los grandes centros poblados,
donde el espíritu de santidad no encuentra albergue, donde ya no sólo se habla
(¿qué más podría exigirse de los legos?) sino también se escribe en lengua
vulgar, ¡y ojalá ninguno de esos libros cruce jamás nuestra muralla, porque
fatalmente se convierten en pábulo de la herejía! Por los pecados de los
hombres, el mundo pende al borde del abismo, un abismo que invoca al abismo que
ya se abre en su interior. Y mañana, como sostenía Honorio, los cuerpos de los
hombres serán más pequeños que los nuestros, así como los nuestros ya son más
pequeños que los de los antiguos.
«El mundo envejece». Pues bien, si alguna misión ha
confiado Dios a nuestra orden, es la de oponerse a esa carrera hacia el abismo,
conservando, repitiendo y defendiendo el tesoro de sabiduría que nuestros
padres nos han confiado. La divina providencia ha dispuesto que el gobierno
universal, que al comienzo del mundo estaba en oriente, se desplace, a medida
que el tiempo se aproxima, hacia occidente, para avisarnos de que se acerca el
fin del mundo, porque el curso de los acontecimientos ya ha llegado al límite
del universo. Pero hasta que no advenga definitivamente el milenio, hasta que
no triunfe, si bien por poco tiempo, la bestia inmunda, el Anticristo, nuestro
deber es custodiar el tesoro del mundo cristiano, y la palabra misma de Dios,
tal como la comunicó a los profetas y a los apóstoles, tal como la repitieron
los padres sin cambiar ni un solo verbo, tal como intentaron glosarla las
escuelas, aunque en las propias escuelas anide hoy la serpiente del orgullo, de
la envidia y de la estulticia. En este ocaso somos aún antorchas, luz que
sobresale en el horizonte. Y, mientras esta muralla resista, seremos custodios
de la Palabra divina.
—Así sea –dijo
Guillermo con tono devoto–. Pero, ¿qué tiene que ver eso con la prohibición de
visitar la biblioteca?
—Mirad, fray
Guillermo –dijo el Abad–, para poder realizar la inmensa y santa obra que
atesoran aquellos muros –y señaló hacia la mole del Edificio, que en parte se
divisaba por la ventana de la celda, más alta incluso que la iglesia abacial–
hombres devotos han trabajado durante siglos, observando unas reglas de hierro.
La biblioteca se construyó según un plano que ha permanecido oculto durante
siglos, y que ninguno de los monjes está llamado a conocer. Sólo posee ese
secreto el bibliotecario, que lo ha recibido del bibliotecario anterior, y que,
a su vez, lo transmitirá a su ayudante, con suficiente antelación como para que
la muerte no lo sorprenda y la comunidad no se vea privada de ese saber. Y los
labios de ambos están sellados por el juramento de no divulgarlo. Sólo el
bibliotecario, además de saber, está autorizado a moverse por el laberinto de
los libros, sólo él sabe dónde encontrarlos y dónde guardarlos, sólo él es
responsable de su conservación. Los otros monjes trabajan en el scriptorium y
pueden conocer la lista de los volúmenes que contiene la biblioteca. Pero una
lista de títulos no suele decir demasiado: sólo el bibliotecario sabe, por la
colocación del volumen, por su grado de inaccesibilidad, qué tipo de secretos,
de verdades o de mentiras encierra cada libro. Sólo él decide cómo, cuándo, y
si conviene, suministrarlo al monje que lo solicita, a veces no sin antes haber
consultado conmigo. Porque no todas las verdades son para todos los oídos, ni
todas las mentiras pueden ser reconocidas como tales por cualquier alma
piadosa, y, por último, los monjes están en el scriptorium para realizar una
tarea determinada, que requiere la lectura de ciertos libros y no de otros, y
no para satisfacer la necia curiosidad que puedan sentir, ya sea por flaqueza
de sus mentes, por soberbia o por sugestión diabólica.
—De modo que en la
biblioteca también hay libros que contienen mentiras...
—Los monstruos existen porque forman parte del plan divino, y hasta en las horribles facciones de los monstruos se revela el poder del Creador. Del mismo modo, el plan divino contempla la existencia de los libros de los magos, las cábalas de los judíos, las fábulas de los poetas paganos y las mentiras de los infieles. Quienes, durante siglos, han querido y sostenido esta abadía estaban firme y santamente persuadidos de que incluso en los libros que contienen mentiras el lector sagaz puede percibir un pálido resplandor de la sabiduría divina. Por eso, también hay esa clase de obras en la biblioteca. Pero, como comprenderéis, precisamente por eso cualquiera no puede penetrar en ella. Además –añadió el Abad casi excusándose por la debilidad de este último argumento–, el libro es una criatura frágil, se desgasta con el tiempo, teme a los roedores, resiste mal la intemperie y sufre cuando cae en manos inexpertas. Si a lo largo de los siglos cualquiera hubiese podido tocar libremente nuestros códices, la mayoría de éstos ya no existirían. Por tanto, el bibliotecario los defiende no sólo de los hombres sino también de la naturaleza, y consagra su vida a esa guerra contra las fuerzas del olvido, que es enemigo de la verdad.
—De modo que, salvo dos personas, nadie entra en el último piso del
Edificio...
El Abad sonrió:
—Nadie debe hacerlo.
Nadie puede hacerlo. Y, aunque alguien quisiera hacerlo, no lo conseguiría. La
biblioteca se defiende sola, insondable como la verdad que en ella habita,
engañosa como la mentira que custodia. Laberinto espiritual, y también
laberinto terrenal. Si lograseis entrar, podríais no hallar la salida. Aclarado
esto, desearía que respetaseis las reglas de la abadía.
—Sin embargo, no
habéis excluido la posibilidad de que Adelmo se haya precipitado desde una de
las ventanas de la biblioteca. ¿Cómo puedo razonar sobre su muerte sin ver el
lugar en que pudo haber empezado la historia de su muerte?
—Fray Guillermo –dijo el Abad con tono conciliador–, un hombre que ha descrito a mi caballo Brunello sin verlo, y la muerte de Adelmo sin saber casi nada, no tendrá dificultades en razonar sobre lugares a los que no tiene acceso.
Guillermo hizo una reverencia:
—Sois sabio, aunque os mostréis severo. Se hará como queráis.
—Si fuera sabio, sería porque sé mostrarme severo –respondió el Abad.
—Una última cosa –preguntó Guillermo–. ¿Ubertino?
—Está aquí. Os espera. Lo encontraréis en la iglesia.
—¿Cuándo?
—Siempre –sonrió el
Abad–. Sabed que, aunque sea muy docto, no siente gran aprecio por la
biblioteca. Considera que es una tentación del siglo... Pasa la mayoría de su
tiempo rezando y meditando en la iglesia.
—¿Está muy viejo? –preguntó Guillermo vacilando.
—¿Cuánto hace que no lo veis?
—Hace muchos años.
—Está cansado. Se
interesa muy poco por las cosas de este mundo. Tiene sesenta y ocho años. Pero
creo que aún conserva el entusiasmo de su juventud. —Iré a verlo en seguida.
Gracias.
El Abad le preguntó
si no quería unirse a la comunidad para la comida, después de sexta. Guillermo
dijo que acababa de comer, y muy a su gusto, y que prefería ver enseguida a Ubertino.
El Abad se despidió.
Estaba saliendo de
la celda cuando, desde el patio, se elevó un grito desgarrador, como de una
persona herida de muerte, al que siguieron otros lamentos no menos atroces.
—¿Qué pasa? –preguntó Guillermo sobresaltado.
—Nada –respondió
sonriendo el Abad–. Es época de matanza. Trabajo para los porquerizos. No es
éste el tipo de sangre que debe preocuparos.
Salió, y no hizo
honor a su fama de persona sagaz. Porque a la mañana siguiente... Pero, refrena
tu impaciencia, insolente lengua mía. Porque el día del que estoy hablando, y
antes de que fuera de noche, sucedieron aún muchas cosas que convendrá
mencionar.
Primer
día
SEXTA
Donde Adso admira la portada de la
iglesia y Guillermo reencuentra a Ubertino da Casale.
La iglesia no era majestuosa como otras que vi después
en Estrasburgo, Chartres, Bamberg y París. Se parecía más bien a las que ya
había visto en Italia, poco propensas a elevarse vertiginosamente hacia el
cielo, sólidas y bien plantadas en la tierra, a menudo más anchas que altas,
con la diferencia, en este caso, de que, como una fortaleza, la iglesia
presentaba un primer piso de almenas cuadradas, por encima del cual se erguía
una segunda construcción, que más que una torre era una segunda iglesia,
igualmente sólida, calada por una serie de ventanas de línea severa, y cuyo
techo terminaba en punta. Robusta iglesia abacial, como las que construían
nuestros antiguos en Provenza y Languedoc, ajena a las audacias y al exceso de
filigranas del estilo moderno, y a la que sólo en tiempos más recientes, creo,
habían enriquecido, por encima del coro, con una aguja, audazmente dirigida
hacia la cúpula celeste.
Ante la entrada,
que, a primera vista, parecía un solo gran arco, destacaban dos columnas rectas
y pulidas de las que nacían dos alféizares, por encima de los cuales, a través
de una multitud de arcos, la mirada penetraba, como en el corazón de un abismo,
en la portada propiamente dicha, que se vislumbraba entre la sombra, dominada
por un gran tímpano, flanqueado, a su vez, por dos pies rectos, y, en el
centro, una pilastra esculpida que dividía la entrada en dos aberturas,
defendidas por puertas de roble con refuerzos metálicos. En aquel momento del
día el sol caía casi a pico sobre el techo, y la luz daba de sesgo en la
fachada, sin iluminar el tímpano. De modo que, después de pasar entre las dos
columnas, nos encontramos de golpe bajo la cúpula casi selvática de los arcos
que nacían de la secuencia de columnas menores que reforzaban en forma
escalonada los alféizares. Cuando por fin los ojos se habituaron a la penumbra,
el mudo discurso de la piedra historiada, accesible, como tal, de forma
inmediata a la vista y a la fantasía de cualquiera (porque pictura est laicorum
literatura[1]), me deslumbró de golpe sumergiéndome en una visión que
aún hoy mi lengua apenas logra expresar.
Vi un trono colocado
en medio del cielo, y sobre el trono uno sentado. El rostro del Sentado era
severo e impasible, los ojos, muy abiertos, lanzaban rayos sobre una humanidad
cuya vida terrenal ya había concluido, el cabello y la barba caían majestuosos
sobre el rostro y el pecho, como las aguas de un río, formando regueros todos
del mismo caudal y divididos en dos partes simétricas. En la cabeza llevaba una
corona cubierta de esmaltes y piedras preciosas, la túnica imperial, de color
púrpura y ornada con encajes y bordados que formaban una rica filigrana de oro
y plata, descendía en amplias volutas hasta las rodillas. Allí se apoyaba la
mano izquierda, que sostenía un libro sellado, mientras que la derecha se
elevaba en ademán no sé si de bendición o de amenaza. Iluminaba el rostro la
tremenda belleza de un nimbo cruciforme y florido, y alrededor del trono y
sobre la cabeza del Sentado vi brillar un arco iris de esmeralda. Delante del
trono, a los pies del Sentado, fluía un mar de cristal, y alrededor del
Sentado, en torno al trono y por encima del trono vi cuatro animales
terribles... terribles para mí que los miraba en éxtasis, pero dóciles y
agradables para el Sentado, cuya alabanza cantaban sin descanso.
En realidad, no digo
que todos fueran terribles, porque el hombre que a mi izquierda (a la derecha
del Sentado) sostenía un libro me pareció lleno de gracia y belleza. En cambio,
me pareció horrenda el águila que, por el lado opuesto, abría su pico, plumas
erizadas dispuestas en forma de loriga,[2] garras poderosas y grandes alas desplegadas. Y a los
pies del Sentado, debajo de aquellas figuras, otras dos, un toro y un león,
aferrando entre sus cascos y zarpas sendos libros, los cuerpos vueltos hacia
afuera y las cabezas hacia el trono, lomos y cuellos retorcidos en una especie
de ímpetu feroz, flancos palpitantes, tiesas las patas como de bestia que
agoniza, fauces muy abiertas, colas enroscadas, retorcidas como sierpes, que
terminaban en lenguas de fuego. Los dos alados, los dos coronados con nimbos, a
pesar de su apariencia espantosa no eran criaturas del infierno, sino del
cielo, y si parecían tremendos era porque rugían en adoración del Venidero que
juzgaría a muertos y vivos.
En torno al trono, a
ambos lados de los cuatro animales y a los pies del Sentado, como vistos en
transparencia bajo las aguas del mar de cristal, llenando casi todo el espacio
visible, dispuestos según la estructura triangular del tímpano, primero siete
más siete, después tres más tres y luego dos más dos, había veinticuatro
ancianos junto al trono, sentados en veinticuatro tronos menores, vestidos con
blancas túnicas y coronados de oro. Unos sostenían laúdes; otros, copas con
perfumes; pero sólo uno tocaba, mientras los demás, en éxtasis, dirigían los
rostros hacia el Sentado, cuya alabanza cantaban, los brazos y el torso vueltos
también como en los animales, para poder ver todos al Sentado, aunque no en
actitud animalesca, sino detenidos en movimientos de danza extática –como la
que debió de bailar David alrededor del arca–, de forma que, fuese cual fuese
su posición, las pupilas, sin respetar la ley que imponía la postura de los
cuerpos, convergiesen en el mismo punto de esplendente fulgor. ¡Oh, qué armonía
de entrega y de ímpetu, de posiciones forzadas y sin embargo llenas de gracia,
en ese místico lenguaje de miembros milagrosamente liberados del peso de la
materia corpórea, signada cantidad infundida de nueva forma sustancial, como si
la santa muchedumbre se estremeciese arrastrada por un viento vigoroso, soplo
de vida, frenesí de gozo, jubiloso aleluya prodigiosamente enmudecido para
transformarse en imagen!
Cuerpos y brazos
habitados por el Espíritu, iluminados por la revelación, sobrecogidos y cogidos
por el estupor, miradas exaltadas por el entusiasmo, mejillas encendidas por el
amor, pupilas dilatadas por la beatitud, uno fulminado por el asombro hecho
goce y otro traspasado por el goce hecho asombro, transfigurado uno por la
admiración y rejuvenecido otro por el deleite, y todos entonando, con la
expresión de los rostros, con los pliegues de las túnicas, con el ademán y la
tensión de los brazos, un cántico desconocido, entreabiertos los labios en una
sonrisa de alabanza imperecedera. Y a los pies de los ancianos, curvados por
encima de ellos, del trono y del grupo tetramorfo, dispuestos en bandas
simétricas, apenas distinguibles entre sí, porque con tal sabiduría el arte los
había combinado en armónica conjunción, iguales en la variedad y variados en la
unidad, únicos en la diversidad y diversos en su perfecto ensamblaje, ajustadas
sus partes con prodigiosa precisión y coloreadas con tonos delicados y
agradables, milagro de concordia y consonancia de voces distintas entre sí,
trama equilibrada que evocaba la disposición de las cuerdas en la cítara,
continuo parentesco y confabulación de formas que, por su profunda fuerza
interior, permitían expresar siempre lo mismo a través, precisamente, del juego
alternante de las diferencias, ornamento, reiteración y cotejo de criaturas
irreductibles entre sí y sin cesar reducidas unas a otras, amorosa composición,
efecto de una ley celeste y mundana al mismo tiempo (vínculo y nexo constante
de paz, amor, virtud, gobierno, poder, orden, origen, vida, luz, esplendor,
figura y manifestación), identidad que en lo múltiple brillaba con la luminosa
presencia de la forma por encima de la materia, convocada por el armonioso
conjunto de sus partes... Allí, de este modo, se entrelazaban todas las flores,
hojas, macollas, zarcillos y corimbos de todas las hierbas que adornan los
jardines de la tierra y del cielo, viola, cítiso, serpol, lirio, alheña,
narciso, colocasia, acanto, malobatro, mirra y opobálsamos.
Pero cuando ya mi
alma, arrobada por aquel concierto de bellezas terrestres y de majestuosos
signos de lo sobrenatural, estaba por estallar en un cántico de júbilo, el ojo,
siguiendo el ritmo armonioso de los floridos rosetones situados a los pies de
los ancianos, reparó en las figuras que, entrelazadas, formaban una unidad con
la pilastra central donde se apoyaba el tímpano. ¿Qué representaban y qué
mensaje simbólico comunicaban aquellas tres parejas de leones entrelazados en
forma de cruz dispuesta transversalmente, rampantes y arqueados, las zarpas
posteriores afirmadas en el suelo y las anteriores apoyadas en el lomo del
compañero, las melenas enmarañadas, los mechones que se retorcían como sierpes,
las bocas abiertas, amenazadoras, rugientes, unidos al cuerpo mismo de la
pilastra por una masa, o entrelazamiento denso, de zarcillos? Para calmar mi
ánimo, como, quizá también, para domesticar la naturaleza diabólica de aquellos
leones y para transformarla en simbólica alusión a las cosas superiores, había,
en los lados de la pilastra, dos figuras humanas, de una altura antinatural,
correspondiente a la de la columna, que formaban pareja con otras dos, situadas
simétricamente frente a cada una de ellas, en los pies rectos historiados por
sus caras externas, donde estaban las jambas de las dos puertas de roble:
cuatro figuras, por tanto, de ancianos venerables, cuya parafernalia me
permitió reconocer que se trataba de Pedro y Pablo, de Jeremías e Isaías,
también ellos vueltos como en un paso de danza, alzadas las largas manos
huesudas con los dedos desplegados como alas, y como alas las barbas y
cabelleras arrastradas por un viento profético, agitados los pliegues de sus
larguísimas túnicas por unas piernas larguísimas que infundían vida a ondas y
volutas, opuestos a los leones pero de la misma pétrea materia. Y al retirar la
vista, fascinada por aquella enigmática polifonía de miembros sagrados y
abortos infernales, percibí, en los lados de la portada, y bajo los arcos que
se escalonaban en profundidad, historiadas a veces sobre los contrafuertes, en
el espacio situado entre las delgadas columnas que los sostenían y adornaban, y
también sobre la densa vegetación de los capiteles de cada columna,
ramificándose desde allí hacia la cúpula selvática de innumerables arcos, otras
visiones horribles de contemplar, y sólo justificadas en aquel sitio por su
fuerza parabólica y alegórica, o por la enseñanza moral que contenían: vi una
hembra lujuriosa, desnuda y descarnada, roída por sapos inmundos, chupada por
serpientes, que copulaba con un sátiro de vientre hinchado y piernas de grifo
cubiertas de pelos erizados y una garganta obscena que vociferaba su propia
condenación, y vi un avaro, rígido con la rigidez de la muerte, tendido en un
lecho suntuosamente ornado de columnas, ya presa impotente de una cohorte de
demonios, uno de los cuales le arrancaba de la boca agonizante el alma en forma
de niñito (que, ¡ay!, ya nunca nacería a la vida eterna), y vi a un orgulloso
con un demonio trepado sobre sus hombros y hundiéndole las garras en los ojos,
mientras dos golosos se desgarraban mutuamente en un repugnante cuerpo a
cuerpo, y vi también otras criaturas, con cabeza de macho cabrío, melenas de
león, fauces de pantera, presas en una selva de llamas cuyo ardiente soplo casi
me quemaba. Y alrededor de esas figuras, mezclados con ellas, por encima de
ellas y a sus pies, otros rostros y otros miembros, un hombre y una mujer que
se cogían de los cabellos, dos serpientes que chupaban los ojos de un
condenado, un hombre que sonreía con malignidad mientras sus manos arqueadas
mantenían abiertas las fauces de una hidra, y todos los animales del bestiario
de Satanás, reunidos en consistorio[3] y rodeando, guardando, coronando el trono que se alzaba
ante ellos, glorificándolo con su derrota: faunos, seres de doble sexo,
animales con manos de seis dedos, sirenas, hipocentauros, gorgonas, arpías,
íncubos, dracontópodos, minotauros, linces, leopardos, quimeras, cinóperos con
morro de perro, que arrojaban llamas por la nariz, dentotiranos, policaudados,
serpientes peludas, salamandras, cerastas, quelonios, culebras, bicéfalos con
el lomo dentado, hienas, nutrias, cornejas, cocodrilos, hidropos con los
cuernos recortados como sierras, ranas, grifos, monos, cinocéfalos, leucrocotas,
mantícoras, buitres, parandrios, comadrejas, dragones, upupas, lechuzas,
basiliscos, hipnales, présteros, espectáficos, escorpiones, saurios, cetáceos,
esquítalas, anfisbenas, jáculos, dípsados, lagartos, rémoras, pólipos, morenas
y tortugas. Portal, selva oscura, páramo de la exclusión sin esperanzas, donde
todos los habitantes del infierno parecían haberse dado cita para anunciar la
aparición, en medio del tímpano, del Sentado, cuyo rostro expresaba al mismo
tiempo promesa y amenaza, ellos, los derrotados del Harmagedón, frente al que
vendrá a separar para siempre a los vivos de los muertos. Desfalleciendo (casi)
por aquella visión, sin saber ya si me hallaba en un sitio tranquilo o en el
valle del juicio final, fui presa del terror y apenas pude contener el llanto,
y creí oír (¿o acaso oí?) la voz, y vi las visiones que habían acompañado mi
niñez de novicio, mis primeras lecturas de los libros sagrados y las noches de
meditación en el coro de Melk, y en el delirio de mis sentidos debilísimos y
debilitados oí una voz poderosa como de trompeta que decía «lo que vieres,
escríbelo en un libro» (y es lo que ahora estoy haciendo), y vi siete lámparas
de oro, y en medio de las lámparas Uno semejante a hijo de hombre, con el pecho
ceñido por una faja de oro, cándida la cabeza y la cabellera como de cándida
lana, los ojos como llamas ardientes, los pies como bronce fundido en la
fragua, la voz como estruendo de aguas tumultuosas, y con siete estrellas en la
mano derecha y una espada de doble filo que le salía de la boca. Y vi una
puerta abierta en el cielo y El que en ella estaba sentado me pareció como de
jaspe y sardónica, y un arco iris rodeaba el trono y del trono surgían
relámpagos y truenos. Y el Sentado cogió una hoz afilada y gritó: «Arroja la
hoz y siega, ha llegado la hora de la siega, porque está seca la mies de la
tierra.» Y El que estaba sentado arrojó su hoz sobre la tierra y la tierra
quedó segada.
Entonces comprendí
que la visión hablaba precisamente de lo que estaba sucediendo en la abadía y
de lo que nos habíamos enterado por las palabras reticentes del Abad... Y
cuántas veces en los días que siguieron volví a contemplar la portada, seguro
de estar viviendo los hechos que allí precisamente se narraban. Y comprendí que
habíamos subido hasta allí para ser testigos de una inmensa y celestial
carnicería.
Temblé, como bañado
por la gélida lluvia invernal. Y oí otra voz, pero en esta ocasión procedía de
un punto a mis espaldas y no era como la otra voz, porque no partía del centro
deslumbrante de mi visión, sino de la tierra, e, incluso, rompía la visión,
porque también Guillermo (entonces volví a advertir su presencia), hasta ese
momento perdido también él en la contemplación, se volvió como yo.
El ser situado a
nuestras espaldas parecía un monje, aunque la túnica sucia y desgarrada le daba
más bien el aspecto de un vagabundo, y su rostro no se distinguía de los que
acababa de ver en los capiteles. A diferencia de muchos de mis hermanos, nunca
he recibido la visita del diablo, pero creo que si alguna vez éste se me
apareciese, incapaz por decreto divino de ocultar completamente su naturaleza,
aunque quisiera presentarse con rasgos humanos, no me mostraría otras facciones
que las que vi aquella vez en nuestro interlocutor. La cabeza rapada, pero no
por penitencia sino por efecto remoto de algún eczema viscoso, la frente tan
exigua que, de haber tenido algún cabello en la cabeza, éste no se hubiese
distinguido del pelo de las cejas (densas y enmarañadas), los ojos redondos, de
pupilas pequeñas y muy inquietas, y la mirada no sé si inocente o maligna, o
quizá alternando por momentos entre inocencia y malignidad. La nariz sólo podía
calificarse de tal porque entre los ojos sobresalía un hueso, que tan pronto
emergía del rostro como volvía a hundirse en él, transformándose en dos únicas
cavernas oscuras, enormes ventanas llenas de pelos. La boca unida a aquellas
aberturas por una cicatriz, era grande y grosera, más ancha por la derecha que
por la izquierda, y, entre el labio superior, inexistente, y el inferior, prominente
y carnoso, emergían, con ritmo irregular, unos dientes negros y aguzados, como
de perro.
El hombre sonrió (o
al menos eso creí) y, levantando el dedo como en una admonición, dijo:
—Penitenciágite!
¡Vide cuando draco venturus est a rodegarla el alma tuya! ¡La mortz est super
nos! ¡Ruega que vinga lo papa santo a liberar nos a malo de tutte las peccata!
¡Ah, ah, vos pladse ista nigromancia de Domini Nostri Iesu Christi! Et mesmo
jois m’es dols y placer m’es dolors... ¡Cave il diablo! Semper m’aguaita en
algún canto para adentarme las tobillas. ¡Pero Salvatore non est insipiens!
Bonum monasterium, et qui si magna et si ruega dominum nostum. Et il resto
valet un figo secco. Et amen. ¿No?
En el curso de mi
narración tendré que referirme, y mucho, a esta criatura, y transcribir sus
palabras. Confieso la gran dificultad que encuentro para hacerlo, porque ni
puedo explicar ahora ni fui capaz de comprender entonces el tipo de lengua que
utilizaba. No era latín, lengua que empleaban para comunicarse los hombres
cultos de la abadía, pero tampoco era la lengua vulgar de aquellas tierras, ni
ninguna otra que jamás escucharan mis oídos. El fragmento anterior, donde
recojo (tal como las recuerdo) las primeras palabras que le oí decir, dan,
creo, una pálida idea de su modo de hablar. Cuando más tarde me enteré de su
azarosa vida y de los diferentes sitios en que había vivido, sin echar raíces
en ninguno, comprendí que Salvatore hablaba todas las lenguas, y ninguna. O sea
que se había inventado una lengua propia utilizando jirones de las lenguas con
las que había estado en contacto... Y en cierta ocasión pensé que la suya no
era la lengua adámica que había hablado la humanidad feliz, unida por una sola
lengua, desde los orígenes del mundo hasta la Torre de Babel, ni tampoco la
lengua babélica del primer día, cuando acababa de producirse la funesta
división, sino precisamente la lengua de la confusión primitiva. Por lo demás,
tampoco puedo decir que el habla de Salvatore fuese una lengua, porque toda
lengua humana tiene reglas y cada término significa ad placitum una cosa, según
una ley que no varía, porque el hombre no puede llamar al perro una vez perro y
otra gato, ni pronunciar sonidos a los que el acuerdo de las gentes no haya
atribuido un sentido definido, como sucedería si alguien pronunciase la palabra
«blitiri». Sin embargo, bien que mal, tanto yo como los otros comprendíamos lo
que Salvatore quería decir. Signo de que no hablaba una lengua sino todas, y
ninguna correctamente, escogiendo las palabras unas veces aquí y otras allí.
Advertí también, después, que podía nombrar una cosa a
veces en latín y a veces en provenzal, y comprendí que no inventaba sus
oraciones sino que utilizaba los disiecta membra[4] de otras oraciones que algún día había oído, según las
situaciones y las cosas que quería expresar, como si sólo pudiese hablar de
determinada comida valiéndose de las palabras que habían usado las personas con
las que había comido eso, o expresar su alegría sólo con frases que había
escuchado decir a personas alegres, estando él mismo en un momento de alegría.
Era como si su habla correspondiese a su cara, compuesta con fragmentos de
caras ajenas, o ciertos relicarios muy preciosos que observé en algunos sitios
(si licet magnis componere parva,[5] o las cosas diabólicas con las divinas), fabricados con
los restos de otros objetos sagrados. Cuando lo vi por vez primera, Salvatore
no me pareció diferente, tanto por su rostro como por su modo de hablar, de los
seres mestizos, llenos de pelos y uñas, que acababa de contemplar en la
portada. Más tarde comprendí que el hombre no carecía quizá de buen corazón ni
de ingenio. Y más tarde aun... Pero, vayamos por orden. Entre otras cosas,
porque, cuando terminó de hablar, mi maestro se apresuró a interrogarlo con
gran curiosidad.
—¿Por qué has dicho penitenciágite? –preguntó.
—Oh hermano más magnífico - la respuesta del Salvador a este único ejemplo de reverencia. Jesús viene y los hombres deben hacer penitencia. ¿No?
Guillermo lo miró fijamente:
—¿Antes de venir
aquí estabas en un convento de frailes menores?
—No entiendo.
—Te pregunto si has vivido entre los frailes
de San Francisco, te pregunto si has conocido a los llamados apóstoles.
Salvatore se puso pálido, o, más bien, su
rostro bronceado y animalesco se volvió gris. Hizo una profunda reverencia,
pronunció un casi inaudible vade retro, se persignó devotamente y huyó mirando
hacia atrás de cuando en cuando.
—¿Qué le habéis
preguntado? –inquirí.
Guillermo permaneció
pensativo un momento.
—No importa, después
te lo diré. Ahora entremos. Quiero ver a Ubertino.
Era poco después de la hora sexta. El sol,
pálido, penetraba desde occidente, o sea por unas pocas, y estrechas, ventanas.
Un delgado haz de luz tocaba aún el altar mayor cuyo frontal parecía emitir un
dorado resplandor. Las entradas laterales estaban sumergidas en la penumbra.
Junto a la última capilla, antes del altar,
en la nave de la izquierda, se alzaba una grácil columna sobre la cual había
una virgen de piedra, esculpida en el estilo de los modernos, la sonrisa
inefable, el vientre prominente, el niño en brazos, graciosamente ataviada, el
pecho ceñido por un fino corpiño. Al pie de la Virgen, orando, postrado casi,
había un hombre que vestía los hábitos de la orden cluniacense.[6]
Nos acercamos. Al oír el ruido de nuestros
pasos, el hombre alzó su rostro. Era un anciano venerable, de rostro lampiño,
casi calvo, con grandes ojos celestes, labios finos y rojos, piel nívea, cráneo
huesudo con la piel adherida como si fuese una momia conservada en leche. Las
manos eran blancas, de dedos largos y finos. Parecía una muchacha marchitada
por una muerte precoz. Posó sobre nosotros una mirada primero perdida, como si
lo hubiésemos interrumpido en una visión extática, y luego el rostro se le
iluminó de alegría.
—¡Guillermo! –exclamó–. ¡Queridísimo
hermano! –Se incorporó con dificultad y fue al encuentro de mi maestro, lo
abrazó y lo besó en la boca–. ¡Guillermo! –repitió, y las lágrimas humedecieron
sus ojos–. ¡Cuánto tiempo! ¡Pero todavía te reconozco! ¡Cuánto tiempo, cuántas
cosas han sucedido! ¡Cuántas pruebas nos ha impuesto el Señor!
Lloró. Guillermo le devolvió el abrazo,
visiblemente conmovido. El hombre que teníamos delante era Ubertino da Casale.
Había oído hablar yo de él, y mucho, antes
incluso de ir a Italia, y todavía más cuando frecuenté a los franciscanos de la
corte imperial. Alguien me había dicho, además, que el mayor poeta de la época,
Dante Alighieri, de Florencia, muerto hacía pocos años, había compuesto un
poema (que yo no pude leer porque estaba escrito en la lengua vulgar de
Toscana) con elementos tomados del cielo y de la tierra, y que muchos de sus
versos no eran más que paráfrasis de ciertos fragmentos del Arbor vitae crucifixae de Ubertino. Y no
era ése el único mérito que ostentaba aquel hombre famoso. Pero quizá el lector
pueda apreciar mejor la importancia de aquel encuentro si intento recapitular
lo que había sucedido en esos años, basándome en los recuerdos de mi breve
estancia en Italia central, en lo que había comentado entonces ocasionalmente
mi maestro, y en lo que le escuché decir durante las muchas conversaciones que
mantuvo con los abades y los monjes a lo largo de nuestro viaje.
Intentaré exponer lo que entendí, aunque
dudo de mi capacidad para hablar de esas cosas. Mis maestros de Melk me habían
dicho a menudo que es muy difícil para un nórdico comprender con claridad los
acontecimientos religiosos y políticos de Italia.
En la península, donde el poder del clero
era más evidente que en cualquier otro lugar, y donde el clero ostentaba más
poder y más riqueza que en cualquier otro país, habían surgido, durante no
menos de dos siglos, movimientos de hombres que abogaban por una vida más
pobre, polemizando con los curas corruptos, de quienes se negaban incluso a
aceptar los sacramentos, y formando comunidades autónomas, mal vistas tanto por
los señores, como por el imperio y por los magistrados de las ciudades.
Por último, había llegado San Francisco, y había predicado un amor a la pobreza que no contradecía los preceptos de la iglesia; por obra suya la iglesia había aceptado la exigencia de mayor severidad en las costumbres propugnada por anteriores movimientos, y los había purificado de los elementos de discordia que contenían. Debería haberse iniciado, pues, una época de sosiego y santidad, pero, como la orden franciscana crecía e iba atrayendo a los mejores hombres, se tornó demasiado poderosa y ligada a los asuntos terrenales, de modo que muchos franciscanos se plantearon la necesidad de volver a la pureza original. Cosa bastante difícil de conseguir, si se piensa que hacia la época en que me encontraba yo en la abadía la orden tenía más de treinta mil miembros, repartidos por todo el mundo. Pero así estaban las cosas, y muchos de esos frailes de San Francisco impugnaban la regla que había adoptado la orden, pues sostenían que esta última se conducía ya como las instituciones eclesiásticas que al principio se había propuesto reformar. Y sostenían que ya en vida de Francisco se había producido esa desviación, y que sus palabras y sus intenciones habían sido traicionadas. Fue entonces cuando muchos de ellos redescubrieron el libro de un monje cisterciense que había escrito a comienzos del siglo XII de nuestra era, llamado Joaquín, y a quien se atribuía espíritu de profecía. En efecto, aquel monje había previsto el advenimiento de una nueva era en la que el espíritu de Cristo, corrupto desde hacía mucho tiempo por la obra de los falsos apóstoles, volvería a realizarse en la tierra. Y los plazos que había anunciado parecían demostrar claramente que se estaba refiriendo, sin conocerla, a la orden franciscana. Y esto había alegrado mucho a no pocos franciscanos, incluso quizá demasiado, ya que a mediados del siglo, en París, los doctores de la Sorbona condenaron las proposiciones de aquel abad Joaquín, aunque parece que lo hicieron porque los franciscanos (y los dominicos) se estaban volviendo demasiado poderosos, y demasiado sabios, dentro de la universidad de Francia, y pretendían eliminarlos acusándolos de herejes.
Pero no lo consiguieron, con
gran bien para la iglesia, puesto que así pudieron divulgarse las obras de
Tomás de Aquino y de Buenaventura de Bagnoregio, que nada tenían de herejes.
Por lo que se ve que también en París las ideas estaban confundidas, o que
alguien trataba de confundirlas en beneficio propio. Y éste es el daño que hace
la herejía al pueblo cristiano: enturbiar las ideas e impulsar a todos a
convertirse en inquisidores para beneficio de sí mismos. Porque lo que vi más
tarde en la abadía (como diré en su momento) me ha llevado a pensar que a
menudo son los propios inquisidores los que crean a los herejes. Y no sólo en
el sentido de que los imaginan donde no existen, sino también porque reprimen
con tal vehemencia la corrupción herética que al hacerlo impulsan a muchos a
mezclarse en ella, por odio hacia quienes la fustigan. En verdad, un círculo
imaginado por el demonio, ¡que Dios nos proteja!
Pero estaba hablando de la herejía (si acaso
la hubo) joaquinista. Y hubo en la Toscana un franciscano, Gerardo da Borgo San
Donnino, que fue repitiendo las predicciones de Joaquín, causando gran
impresión entre los frailes menores. Así surgió entre estos últimos un grupo
que apoyaba la regla antigua contra la reorganización intentada por el gran
Buenaventura, que más tarde llegó a ser general de la orden. Cuando, en el último
tercio del siglo pasado, el concilio de Lyon, salvando a la orden franciscana
de los ataques de quienes querían disolverla, le concedió la propiedad de todos
los bienes que tenía en uso, derecho que ya detentaban las órdenes más
antiguas, sucedió que algunos frailes de las Marcas se rebelaron; porque
consideraban que así se traicionaba definitivamente el espíritu de la regla,
pues un franciscano no debe poseer nada, ni como persona ni como convento ni
como orden. Aquellos rebeldes fueron encarcelados de por vida. A mí no me
parece que predicaran nada contrario al evangelio, pero cuando entra en juego
la posesión de los bienes terrenales es difícil que los hombres razonen con
justicia. Según me han dicho, años después, el nuevo general de la orden, Raimondo
Gaufredi, encontró a estos presos en Ancona, los puso en libertad y dijo:
«Quisiera Dios que todos nosotros y toda la orden nos hubiéramos manchado con
esta culpa». Signo de que no es cierto lo que dicen los herejes, y de que aún
quedan en la iglesia hombres de gran virtud.
Entre esos presos liberados se encontraba
Angelo Clareno, que luego se reunió con un fraile de la Provenza llamado Pietro
di Giovanni Olivi que predicaba las profecías de Joaquín, y más tarde con
Ubertino da Casale, y de ahí surgió el movimiento de los espirituales. Por
aquellos años ascendió al solio pontificio un eremita santísimo, Pietro da
Morrone, que reinó con el nombre de Celestino V, y los espirituales lo
recibieron con gran alivio: «Aparecerá un santón, se había dicho, que observará
las enseñanzas de Cristo; su vida será angélica, temblad, prelados corruptos.»
Quizá la vida de Celestino fuese demasiado angélica o demasiado corruptos los
prelados que lo rodeaban o demasiado larga para la guerra con el emperador y
los otros reyes de Europa. El hecho es que Celestino renunció a su dignidad
papal y se retiró para vivir como ermitaño. Sin embargo, durante su breve
reinado, que no llegó al año, todas las esperanzas de los espirituales fueron
satisfechas: a él acudieron y con ellos fundó la comunidad llamada de los
fratres et pauperes heremitae domini Celestini.[7] Por otra
parte, mientras el papa debía mediar entre los más poderosos cardenales de
Roma, se dio el caso de que algunos de ellos, como un Colonna o un Orsini,
apoyaran en secreto las nuevas tendencias favorables a la pobreza –actitud
bastante sorprendente en hombres poderosísimos que vivían rodeados de
comodidades y riquezas desmedidas–, y nunca he podido saber si se limitaban a
utilizar a los espirituales para lograr sus propios fines políticos, o si
consideraban que el apoyo a las tendencias espirituales justificaba de alguna
manera los excesos de su vida carnal... Y tal vez hubiera un poco de cada cosa,
hasta donde me es dado entender los asuntos italianos. Precisamente, Ubertino
es un buen ejemplo: cuando, por haberse convertido en la figura más destacada
entre los espirituales, se expuso a ser acusado de herejía, el cardenal Orsini
lo nombró limosnero de su palacio. Y el mismo cardenal ya lo había protegido en
Aviñón.
Sin embargo, como sucede en esos casos, por
un lado Angelo y Ubertino predicaban con arreglo a la doctrina, y por el otro
grandes masas de simples recibían esa predicación y la difundían por el país,
al margen de todo control. Así Italia se vio invadida por los que llamaban
fraticelli o frailes de la vida pobre, que muchos consideraron peligrosos. Era
difícil distinguir entre los maestros espirituales, que mantenían relaciones
con las autoridades eclesiásticas, y sus seguidores más simples, que
simplemente vivían ya fuera de la orden, pidiendo limosna y viviendo de lo que
cada día obtenían con el trabajo de sus manos, sin detentar propiedad alguna. Y
a éstos la gente los llamaba fraticelli y eran como los begardos franceses, que
se inspiraban en Pietro di Giovanni Olivi.
Celestino V fue sustituido por Bonifacio
VIII, y este papa dio muy pronto muestras de extrema severidad con los
espirituales y los fraticelli en general: precisamente cuando el siglo ya
fenecía, firmó una bula, Firma cautela,
por la que condenaba de un solo golpe a los terciarios y vagabundos pordioseros
que se movían en la periferia de la orden franciscana, y a los propios
espirituales, incluyendo a los que se apartaban de la vida en la orden para
retirarse a vivir como ermitaños.
Más tarde, los espirituales intentaron
obtener de otros pontífices, como Clemente V, el consentimiento para poder
apartarse de la orden de modo no violento. Creo que lo hubiesen conseguido de
no mediar el advenimiento de Juan XXII, que frustró todas sus esperanzas. Al
ser elegido, en 1316, escribió al rey de Sicilia incitándolo a expulsar de sus
tierras a aquellos frailes, que en gran número habían buscado allí refugio.
También mandó apresar a Angelo Clareno y a los espirituales de Provenza.
No debió de ser empresa fácil y encontró
resistencia en la misma curia. Lo cierto es que Ubertino y Clareno lograron que
se les permitiera abandonar la orden, y fueron acogidos por los benedictinos el
primero y por los celestinos el segundo. Pero Juan no mostró piedad alguna con
aquellos que siguieron llevando una vida libre: los hizo perseguir por la
inquisición y muchos acabaron en la hoguera.
Sin embargo, había comprendido que para destruir la mala hierba de los fraticelli, que socavaban la autoridad de la iglesia, era necesario condenar las proposiciones en que se basaba su fe. Ellos sostenían que Cristo y los apóstoles no habían tenido propiedad alguna ni individual ni común, y el papa condenó esta idea como herética. Lo que no deja de ser asombroso, porque, ¿cómo puede un papa considerar perversa la idea de que Cristo fue pobre? Pero un año antes se había reunido en Perusa el capítulo general de los franciscanos, y había sostenido, precisamente, dicha idea; por tanto, al condenar a los primeros, el papa condenaba también este último. Como ya he dicho, aquella decisión del capítulo le ocasionaba gran perjuicio en su lucha contra el emperador. Así fue como a partir de entonces muchos fraticelli, que nada sabían del imperio ni de Perusa, murieron quemados.
Pensaba yo en todo esto mientras miraba a Ubertino, ese personaje legendario. Mi maestro me había presentado, y el anciano me había acariciado una mejilla, con una mano cálida, casi ardiente. El contacto de aquella mano me había hecho comprender muchas de las cosas que había oído decir sobre este santo varón, y otras que había leído en las páginas del Arbor vitae. Comprendí el fuego místico que lo había abrasado desde la juventud, cuando, siendo aún estudiante en París, se había retirado de las especulaciones teológicas y había imaginado que se transformaba en la Magdalena penitente; y las relaciones tan intensas que había mantenido con la santa Angela da Foligno, quien lo había iniciado en los tesoros de la vida mística y en la adoración de la cruz; y por qué un día sus superiores, preocupados por el ardor de su prédica, lo habían enviado de vuelta a la Verna.
Escruté aquel rostro
de rasgos delicadísimos, como los de la santa con la que había mantenido tan
fraternal comercio de sentimientos exaltadamente espirituales. Intuí que debía
de haber sabido adoptar una expresión muchísimo más dura cuando, en 1311, el
concilio de Vienne había emitido la Exivi
de paradiso, por la que eliminaba a los superiores franciscanos hostiles a
los espirituales, pero imponía a estos últimos la obligación de vivir en paz
dentro de la orden, y aquel campeón de la renuncia no había aceptado ese
sensato compromiso y había luchado a favor de la constitución de una orden
independiente, inspirada en las reglas más severas. En aquella ocasión ese gran
luchador había perdido la batalla, porque era el momento en que Juan XXII
llamaba a una cruzada contra los seguidores de Pietro di Giovanni Olivi (entre
quienes se lo incluía) y condenaba a los frailes de Narbona y Béziers. Pero
Ubertino no había vacilado en defender ante el papa el recuerdo del amigo, y el
papa, subyugado por su santidad, no se había atrevido a condenarlo (aunque más
tarde condenara a los otros). En aquella ocasión le había ofrecido una vía de
escape aconsejándole, y después ordenándole, que ingresase en la orden
cluniacense. Ubertino, que, a pesar de su apariencia frágil y desprotegida,
debía de ser habilísimo para conquistar la protección y la complicidad de
ciertos personajes de la corte pontificia, aceptó entrar en el monasterio de Gemblach,
en Flandes, pero creo que nunca llegó a pisarlo, y permaneció en Aviñón,
amparado en la figura del cardenal Orsini, para defender la causa de los
franciscanos.
Sólo últimamente (según los comentarios
confusos que llegaron a mis oídos) su situación en la corte se había vuelto
precaria y había tenido que alejarse de Aviñón, donde el papa había dado orden
de perseguir a aquel hombre indomable como hereje que per mundum discurit
vagabundus. Se decía que habían perdido su rastro. Aquella tarde, al escuchar
el diálogo entre Guillermo y el Abad, supe que estaba oculto en esta abadía. Y
ahora lo tenía frente a mí.
—Guillermo –estaba diciendo–, tuve que huir
en medio de la noche porque, como sabes, estaban a punto de matarme.
—¿Quién quería verte
muerto? ¿Juan?
—No. Juan nunca me ha amado, pero siempre me
ha respetado. En el fondo fue él quien, hace diez años, me ofreció la
posibilidad de eludir el proceso obligándome a entrar en los benedictinos, y
acallando así a mis enemigos. Hubo muchos rumores, muchas ironías a propósito
del campeón de la pobreza que entraba en una orden opulenta, que vivía en la
corte del cardenal Orsini... ¡Guillermo, sabes muy bien lo que me importaban
las cosas de esta tierra! Pero así pude permanecer en Aviñón y defender a mis
hermanos. El papa teme a Orsini; no se hubiese atrevido a tocarme un pelo.
Hace sólo tres años
me encomendó una misión ante el rey de Aragón.
—¿Entonces quién
quería eliminarte?
—Todos. La curia. Trataron de asesinarme dos
veces. Trataron de cerrarme la boca. Ya sabes lo que sucedió hace cinco años.
Dos años antes se había producido la condena de los begardos de Narbona, y
Berengario Talloni, a pesar de formar parte del tribunal, había apelado ante el
papa. Eran momentos difíciles. Juan ya había emitido dos bulas contra los
espirituales, y el propio Michele da Cesena había cedido... Por cierto, ¿cuándo
llegará?
—Estará aquí dentro
de dos días.
—Michele... ¡Hace tanto tiempo que no lo
veo! Ahora se ha arrepentido, comprende lo que queríamos, el capítulo de Perusa
nos ha dado la razón. Pero entonces, en 1318, cedió ante el papa y le entregó a
cinco espirituales de Provenza que se negaban a someterse. Quemados,
Guillermo... ¡Oh, es horrible!
Ocultó la cabeza entre
las manos.
—Pero, ¿qué sucedió exactamente una vez que
Talloni hubo apelado? – preguntó Guillermo.
—Juan debía volver a abrir la discusión,
¿comprendes? Debía hacerlo, porque incluso en la curia había hombres que
dudaban, hasta los franciscanos de la curia... fariseos, sepulcros blanqueados,
dispuestos a venderse por una prebenda, pero dudaban. Fue entonces cuando Juan
me pidió que redactara una memoria sobre la pobreza. Fue algo hermoso,
Guillermo, Dios me perdone la soberbia...
—La he leído.
Michele me la ha mostrado.
—Algunos titubeaban, incluso entre los
nuestros, el provincial de Aquitania, el cardenal de San Vitale, el obispo de
Caffa...
—Un imbécil –dijo
Guillermo.
—En paz descanse,
hace dos años que Dios lo llamó a su lado.
—Dios no fue tan misericordioso. Era una
noticia falsa llegada de Constantinopla. Todavía está entre nosotros y, según
dicen, formará parte de la legación. ¡Dios nos proteja!
—Pero es favorable
al capítulo de Perusa –dijo Ubertino.
—Así es. Pertenece a esa clase de hombres
que son siempre los más arduos defensores de sus adversarios.
—A decir verdad –reconoció Ubertino–,
tampoco entonces fue demasiado útil para la causa. Además, todo quedó en nada,
pero al menos no se dictaminó que la idea fuese herética, y eso fue importante.
Pero los otros nunca me lo perdonaron. Han tratado de dañarme por todos los
medios. Han dicho que estuve en Sachsenhausen cuando, hace tres años, Ludovico
declaró herético a Juan. Sin embargo, todos sabían que en julio estaba en
Aviñón con Orsini... Dijeron que parte de las declaraciones del emperador eran
reflejo de mis ideas, ¡qué locura!
—No tanto –dijo Guillermo–. Las ideas se las
había dado yo, basándome en lo que tú habías dicho en Aviñón y en ciertas
páginas de Olivi.
—¿Tú? –exclamó, asombrado y contento,
Ubertino–. ¡Pero entonces me das la razón!
Guillermo pareció
confundido:
—Eran buenas ideas
para el emperador, en aquel momento –dijo evasivo.
Ubertino lo miró con
desconfianza:
—¡Ah!, entonces tú
no crees que sean ciertas, ¿verdad?
—Sigue contándome –dijo Guillermo–, cuéntame
cómo te salvaste de esos perros.
—¡Oh, sí, Guillermo, perros rabiosos! Tuve
que luchar con el propio Bonagrazia, ¿sabes?
—¡Pero Bonagrazia da
Bergamo está con nosotros!
—Ahora, después de las largas conversaciones
que sostuvimos. Sólo entonces se convenció y protestó contra la Ad conditorem canonum. Y el papa lo
condenó a un año de cárcel.
—He oído decir que ahora está en muy buenas
relaciones con un amigo mío que se encuentra en la curia, Guillermo de Occam.
—Lo conocí poco. No me gusta. Un hombre sin
fervor, todo cabeza, nada corazón.
—Pero es una hermosa
cabeza.
—Quizá; seguro que
lo llevará al infierno.
—Entonces lo
encontraré allí abajo y podremos discutir sobre lógica.
—Calla, Guillermo –dijo Ubertino, sonriendo
con expresión muy afectuosa–, eres mejor que tus filósofos. Si tú hubieses
querido...
—¿Qué?
—¿Recuerdas la última vez que nos vimos, en
Umbría? Yo acababa de curarme de mis males gracias a la intercesión de aquella
mujer maravillosa... Chiara da Montefalco... –murmuró con el rostro iluminado–,
Chiara... Cuando la naturaleza femenina, naturalmente tan perversa, se sublima
en la santidad, entonces acierta a convertirse en el más elevado vehículo de la
gracia. Tú sabes hasta qué punto mi vida ha estado inspirada por la más pura
castidad, Guillermo –mientras, lo cogía convulsivamente de un brazo–, tú sabes
con qué... feroz, sí, ésa es la palabra, con qué feroz sed de penitencia he
tratado de mortificar en mí los latidos de la carne, para volverme totalmente
transparente al amor de Jesús Crucificado... Sin embargo, ha habido en mi vida
tres mujeres que han sido tres mensajeros celestes para mí, Angela da Foligno,
Margherita da Citta di Castello (que me anticipó el final de mi libro cuando
sólo tenía escrito un tercio) y, por último, Chiara da Montefalco. Fue un
premio del cielo el que yo, precisamente yo, debiese investigar sus milagros y
proclamar su santidad a las muchedumbres, antes de que la santa madre iglesia
se moviese. Y tú estabas allí, Guillermo, y pudiste haberme ayudado en aquella
santa empresa, y no quisiste...
—Pero la santa empresa a la que me invitaste
era la de enviar a la hoguera a Bentivenga, a Jacomo y a Giovannuccio –dijo con
tono pausado Guillermo.
—Con sus perversiones estaban empañando el
recuerdo de Chiara. ¡Y tú eras inquisidor!
—Y fue precisamente entonces cuando pedí que
me liberaran de esas funciones. El asunto no me gustaba. Te seré franco:
tampoco me gustó el procedimiento de que te valiste para inducir a Bentivenga a
confesar sus errores. Fingiste que querías entrar en su secta, suponiendo que
la hubiera, le arrancaste sus secretos y lo hiciste arrestar.
—¡Pero así hay que actuar con los enemigos
de Cristo! ¡Eran herejes, eran seudoapóstoles, hedían a azufre dulcinista!
—Eran los amigos de
Chiara.
—¡No, Guillermo, no
mancilles ni con una sombra el recuerdo de Chiara! —Pero se movían dentro de su
grupo...
—Eran frailes menores, se decían
espirituales pero eran frailes de la comunidad. Bien sabes que la investigación
reveló claramente que Bentivenga da Gubbio se proclamaba apóstol, y que con
Giovannuccio da Bevagna seducía a las monjas diciéndoles que el infierno no
existe, que se pueden satisfacer los deseos carnales sin ofender a Dios, que se
puede recibir el cuerpo de Cristo (¡perdóname Señor!) después de haber yacido
con una monja, que el Señor estimó más a Magdalena que a la virgen Inés, que lo
que el vulgo llama demonio es el propio Dios, porque el demonio es el saber y
Dios es precisamente saber. ¡Y fue la beata Chiara quien, después de haberles
oído decir estas cosas, tuvo aquella visión en la que el propio Dios le dijo
que esos hombres eran malvados secuaces del Spiritus Libertatis!
—Eran frailes menores con la mente encendida
por las mismas visiones de Chiara, y muchas veces hay un paso muy breve entre
la visión extática y el desenfreno del pecado –dijo Guillermo.
Ubertino
le oprimió las manos y sus ojos volvieron a velarse de lágrimas:
—No digas eso, Guillermo. ¿Cómo puedes
confundir el momento del amor extático, que te quema las vísceras, con el
perfume del incienso, y el desarreglo de los sentidos que sabe a azufre?
Bentivenga incitaba a tocar los cuerpos desnudos, decía que sólo así podíamos
liberarnos del imperio de los sentidos, homo nudus cum nuda iacebat...
—Et non commiscebantur ad invicem...[8]
—¡Mentiras! ¡Buscaban el placer! ¡Cuando el
estímulo carnal se hacía sentir, no consideraban pecado que para aplacarlo el
hombre y la mujer yaciesen juntos, y que se tocaran y besasen en todas partes,
y que uno juntara su vientre desnudo al vientre desnudo de la otra!
Confieso que el modo en que Ubertino
estigmatizaba el vicio ajeno no me inducía precisamente a pensamientos
virtuosos. Mi maestro debió de advertir mi turbación, porque interrumpió al
santo varón.
—Eres un espíritu ardoroso, Ubertino, tanto
en el amor de Dios como en el odio contra el mal. Lo que yo quería decir es que
hay poca diferencia entre el ardor de los Serafines y el ardor de Lucifer,
porque ambos nacen de un encendimiento extremo de la voluntad.
—¡Oh, hay diferencia, y yo la conozco! –dijo
inspirado Ubertino–. Lo que quieres decir es que hay un paso muy breve entre
querer el mal y querer el bien, porque en ambos casos se trata de dirigir la
misma voluntad. Eso es cierto. Pero la diferencia está en el objeto, y el
objeto puede reconocerse con total claridad. De una parte, Dios; de la otra, el
diablo.
—Me temo, Ubertino, que ya no sé distinguir.
¿No fue acaso tu Angela da Foligno la que contó que un día, en rapto
espiritual, visitó el sepulcro de Cristo? ¿No contó que primero le besó el
pecho y lo vio tendido con los ojos cerrados, y después le besó la boca y
sintió un inefable aroma de suavidad que se exhalaba a través de aquellos
labios, y luego, tras una breve pausa, posó su mejilla contra la mejilla de
Cristo, y Cristo acercó su mano a la mejilla de ella y la apretó contra él, y
así, dijo ella, su deleite fue entonces elevadísimo?
—¿Qué tiene que ver esto con el desenfreno
de los sentidos? –preguntó Ubertino–. Fue una experiencia mística, y el cuerpo
era el de Nuestro Señor.
—Quizá me haya acostumbrado demasiado a
Oxford, donde hasta la experiencia mística era distinta.
—Toda en la cabeza
–dijo sonriendo Ubertino.
—O en los ojos. Dios sentido como luz, en
los rayos del sol, en las imágenes de los espejos, en la difusión de los
colores sobre las partes de la materia ordenada, en los reflejos de la luz
sobre las hojas húmedas... ¿Acaso este amor no se parece más al de Francisco,
cuando alaba a Dios en sus criaturas, flores, hierbas, agua, aire? No creo que
este tipo de amor pueda encerrar amenaza alguna. En cambio, desconfío de un
amor que traslada al diálogo con el Altísimo los estremecimientos que se
sienten en los contactos de la carne...
—¡Blasfemas, Guillermo! No es lo mismo, hay
un salto inmenso, hacia abajo, entre el éxtasis del corazón que ama a Jesús
Crucificado y el éxtasis corrupto de los seudoapóstoles de Montefalco...
—No eran seudoapóstoles, eran hermanos del
Libre Espíritu, tú mismo lo has dicho.
—¿Y qué diferencia existe? Hubo cosas de
aquel proceso que tú nunca conociste. Yo mismo no me atreví a incluir en las
actas ciertas confesiones, para no mancillar ni por un instante con la sombra
del demonio la atmósfera de santidad que Chiara había creado en aquel lugar.
¡Pero me enteré de cada cosa, de cada cosa, Guillermo! Se reunían por la noche
en un sótano, cogían un niño recién nacido y se lo arrojaban unos a otros hasta
que moría, por los golpes... o por otras cosas... Y el último que lo recibía
vivo, para morir en sus manos, se convertía en el jefe de la secta... ¡Y
desgarraban el cuerpo del niño, y lo mezclaban con harina para fabricar hostias
blasfemas!
—Ubertino –dijo sin rendirse Guillermo–,
esas mismas cosas se dijeron, hace muchos siglos, de los obispos armenios, de
la secta de los paulicianos. Y también de los bogomilos.
—¿Qué importa? El demonio es muy torpe, hay
un ritmo en sus acechanzas y seducciones, repite sus ritos a través de los
milenios, siempre es el mismo. ¡Precisamente por eso se sabe que es el enemigo!
Te juro que encendían velas, la noche de Pascua, y llevaban muchachas al
sótano. Después apagaban las velas y se arrojaban sobre ellas, aunque
estuviesen ligados por vínculos de sangre.... ¡Y si de aquel abrazo nacía un
niño, volvía a empezar el rito infernal, todos alrededor de una tinaja llena de
vino, que llamaban barrilete, embriagándose, y cortando en trozos al niño
vertiendo su sangre en una copa, y arrojando al fuego niños aún vivos, para
mezclar luego las cenizas del niño con su sangre y bebérsela!
—¡Pero eso lo escribió, hace trescientos
años, Michele Psello en el libro sobre las operaciones de los demonios! ¿Quién
te ha contado esas cosas?
—¡Ellos, Bentivenga
y los otros, cuando los torturaban!
—Hay una sola cosa que excita a los animales
más que el placer: el dolor. Cuando te torturan sientes lo mismo que cuando
estás bajo los efectos de las hierbas capaces de provocar visiones. Todo lo que
has oído contar, todo lo que has leído, vuelve a tu cabeza, como si estuvieses
arrobado, pero no en un rapto celeste, sino infernal. Cuando te torturan no
dices sólo lo que quiere el inquisidor sino también lo que imaginas que puede
producirle placer porque se establece un vínculo (éste sí verdaderamente
diabólico) entre tú y él... Son cosas que conozco bien, Ubertino, pues yo mismo
formé parte de esos grupos de hombres que creen que la verdad puede obtenerse
mediante el hierro al rojo vivo. Pues bien, has de saber que la incandescencia
de la verdad procede de una llama muy distinta. Cuando lo torturaban,
Bentivenga puede haberte dicho las mentiras más absurdas, porque ya no era él
quien hablaba, sino su lujuria, los demonios de su alma.
—¿Lujuria?
—Sí, hay lujuria en el dolor, así como
existe una lujuria de la adoración e, incluso, una lujuria de la humildad. Si
los ángeles rebeldes necesitaron tan poco para transformar su ardor de
adoración y humildad en ardor de soberbia y rebeldía, ¿qué habría que decir de
un ser humano? Pues bien, ya lo sabes, eso fue lo que descubrí de pronto cuando
era inquisidor. Y por eso renuncié a seguir siéndolo. Me faltó coraje para
hurgar en las debilidades de los malvados, porque comprendí que son las mismas
debilidades de los santos.
Ubertino había escuchado las últimas
palabras de Guillermo como si no entendiese lo que éste le decía. Su rostro se
había ido embargando de afectuosa conmiseración, y comprendí que, según
Guillermo hablaba movido por sentimientos muy perversos, pero tanto le quería
que se los perdonaba. Lo interrumpió y dijo con bastante amargura:
—No importa. Si eso es lo que sentías,
hiciste bien en apartarte. Hay que luchar contra las tentaciones. Sin embargo,
yo hubiese necesitado tu apoyo. Estaba a punto de acabar con aquella banda de
malvados. Ya sabes lo que sucedió en cambio: yo mismo fui acusado de haber sido
demasiado débil con ellos, y hubo quien me trató de hereje. También tú fuiste
demasiado débil en la lucha contra el mal. El mal, Guillermo, ¿nunca acabará
esta condena, esta sombra, este cieno que nos impide llegar hasta el manantial?
–se acercó aún más a Guillermo, como si temiera que alguien lo escuchase–.
También aquí, también entre estos muros consagrados a la oración ¿sabes?
—Lo sé. El Abad me ha hablado de ello, e
incluso me ha pedido que le ayude a esclarecer los hechos.
—Entonces espía, hurga, mira con ojo de
lince en dos direcciones, la lujuria y la soberbia...
—¿La lujuria?
—Sí, la lujuria. Había algo de... femenino,
por tanto, de diabólico, en el joven que murió. Tenía ojos de muchacha que
busca el comercio con un íncubo. Pero también te he hablado de soberbia, la
soberbia de la mente, en este monasterio consagrado al orgullo de la palabra, a
la ilusión del saber...
—Si algo sabes,
ayúdame.
—Nada sé. Nada hay que yo sepa. Pero hay
cosas que se sienten con el corazón. Deja que hable tu corazón, interroga los
rostros, no escuches las lenguas... Pero, ¡vamos!, ¿por qué hablar de cosas tan
dolorosas y amedrentar a nuestro joven amigo? –me miró con sus ojos celestes,
rozó mi mejilla con sus dedos largos y blancos, y estuve a punto de echarme
hacia atrás como movido por un instinto; pude contenerme, e hice bien, porque
lo habría ofendido, y su intención era pura–. Mejor, háblame de ti –dijo,
volviéndose de nuevo hacia Guillermo–. ¿Qué has estado haciendo desde entonces?
Han pasado...
—Dieciocho
años. Regresé a mi tierra. Retomé los estudios en Oxford.
Estudié la
naturaleza.
—La naturaleza es
buena porque es hija de Dios –dijo Ubertino.
—Y Dios debe de ser bueno, si ha engendrado
la naturaleza –dijo sonriendo Guillermo–. He estudiado, he encontrado amigos
muy sabios. Más tarde conocí a Marsilio, me atrajeron sus ideas sobre el
imperio, sobre el pueblo, sobre una nueva ley para los reinos de la tierra, y
así acabé formando parte del grupo de hermanos nuestros que están aconsejando
al emperador. Pero esto ya lo sabes por mis cartas. Cuando en Bobbio me dijeron
que estabas aquí me alegré muchísimo. Te creíamos perdido. Ahora que estás con
nosotros, podrás sernos muy útil dentro de unos días, cuando llegue Michele. La
confrontación será dura.
—No añadiré mucho a lo que ya dije hace
cinco años en Aviñón. ¿Quién vendrá con Michele?
—Algunos de los que estuvieron en el
capítulo de Perusa, Arnaldo de Aquitania, Hugo de Newcastle.
—¿Quién?
—Hugo de Novocastro, perdóname, uso mi
lengua incluso cuando estoy hablando en buen latín. Además vendrá Guillermo
Alnwick. Por parte de los franciscanos de Aviñón podemos suponer que estará
Girolamo, el cretino de Caffa, y quizá vengan Berengario Talloni y Bonagrazia
da Bergamo.
—Esperemos en Dios –dijo Ubertino–. Estos
últimos no querrán enemistarse demasiado con el papa. ¿Y quién defenderá las
ideas de la curia entre los duros de corazón?
—Por las cartas que he recibido supongo que
estará Lorenzo Decoalcone...
—Un hombre malvado.
—Jean d’Anneaux...
—Ese es muy sutil en
teología. Cuídate.
—Nos cuidaremos. Por
último, estará también Jean de Baune.
—Tendrá que vérselas
con Berengario Talloni.
—Sí, así es, creo
que nos divertiremos –dijo mi maestro muy animado.
Ubertino lo miró
sonriendo, como si dudara:
—Nunca sé cuando habláis en serio vosotros
los ingleses. ¿Qué diversión puede haber en algo tan grave? Está en juego la
supervivencia de la orden, a la que perteneces y a la que, en el fondo del
corazón, aún sigo perteneciendo. He de persuadir a Michele de que no vaya a
Aviñón. Juan lo quiere, lo busca, lo invita con demasiada insistencia.
Desconfiad de ese viejo francés. ¡Oh, Señor, en qué manos ha caído tu iglesia!
–volvió la cabeza hacia el altar–. ¡Convertida en meretriz, enviciada por el
lujo, se enrosca en la lujuria como una serpiente en celo! De la pura desnudez
del establo de Bethlehem, madera como madera fue el lignum vitae de la cruz, a
las bacanales de oro y piedra. ¡Mira, tampoco aquí, ya has visto la portada, se
está a salvo del orgullo de las imágenes! ¡Por fin están próximos los tiempos
del Anticristo, y tengo miedo, Guillermo! –miró alrededor y sus ojos, muy
abiertos, se clavaron en las naves tenebrosas, como si el Anticristo fuese a
aparecer de un momento a otro, y creí que lo veríamos surgir de la sombra–.
¡Sus lugartenientes ya están aquí, sus emisarios, como los apóstoles que Cristo
envió por el mundo! Vilipendian la Ciudad de Dios, seducen valiéndose del
engaño, la hipocresía y la violencia. Llegado el momento, Dios enviará a sus
siervos Elías y Enoc, a quienes ha conservado vivientes en el paraíso terrenal
para que un día vengan a confundir al Anticristo, y vendrán a profetizar
vistiendo túnicas de saco, y predicarán la penitencia con el ejemplo y la
palabra...
—Ya han llegado, Ubertino –dijo Guillermo
mostrando su sayo de franciscano.
—Pero todavía no han vencido. Ahora es
cuando el Anticristo, henchido de furia, mandará matar a Enoc y a Elías y a sus
cuerpos para que todos puedan verlos y tengan miedo de imitarlos. Como querían
matarme a mí...
Yo estaba aterrorizado, pensé que Ubertino
era presa de una especie de locura divina, y temí por su razón. Eso pensé
entonces. Ahora, después de tanto tiempo, sabiendo lo que sé, es decir, que
unos años más tarde moriría misteriosamente en una ciudad alemana, y que nunca
se supo quién lo había asesinado, mi terror es aún mayor, porque no cabe duda
de que en aquella ocasión Ubertino estaba profetizando su propio futuro.
—Tú lo sabes –siguió diciendo–, el abad
Joaquín dijo la verdad. Estamos ya en la sexta era de la historia humana, en la
que aparecerán dos Anticristos, el Anticristo místico y el Anticristo
propiamente dicho. Esto es lo que sucede en esta sexta época, después de que
Francisco apareciera para encarnar en su propio cuerpo las cinco llagas de
Jesús Crucificado. Bonifacio fue el Anticristo místico, y la abdicación de
Celestino no fue válida. Bonifacio fue la bestia que sale del mar y cuyas siete
cabezas representan las ofensas a los pecados capitales, y sus diez cuernos las
ofensas a los mandamientos, y los cardenales que lo rodeaban eran las
langostas, y su cuerpo es Appolyon. Pero, si lees su nombre en letras griegas,
puedes ver que el número de la bestia es Benedicti!
–clavó sus ojos en mí para ver si le había comprendido, y, alzando un dedo, me
amonestó–. ¡Benedicto XI fue el Anticristo propiamente dicho, la bestia que
sale de la tierra! ¡Dios ha permitido que semejante monstruo de vicio e
iniquidad gobernase su iglesia para que las virtudes de su sucesor
resplandecieran de gloria!
—Pero padre santo –objeté con un hilo de
voz, armándome de valor–, ¡su sucesor es Juan!
Ubertino se pasó la mano por la frente como
si quisiera borrar un mal sueño. Respiraba con dificultad, estaba cansado.
—Sí. Los cálculos estaban equivocados, todavía seguimos esperando al papa angélico... Pero entre tanto han aparecido Francisco y Domingo –elevó los ojos al cielo y dijo como si orase, pero comprendí que estaba recitando una página de su gran libro sobre el árbol de la vida–.
El primero de ellos, purificado de la piedra seráfica, e inflamado con un ardor celestial, pareció incendiar todo. La segunda palabra más prolífica de la predicación irradió más claramente sobre las tinieblas del mundo.
Sí,
si éstas han sido las promesas, el papa angélico tendrá que llegar.
—Así sea, Ubertino –dijo Guillermo–.
Mientras tanto estoy aquí para impedir que sea expulsado el emperador humano.
También Dulcino hablaba de tu papa angélico...
—¡No vuelvas a pronunciar el nombre de esa
víbora! –gritó Ubertino, y por primera vez lo vi transformarse, pasar de la aflicción
a la ira–. ¡Este hombre manchó la palabra de Joaquín de Calabria y la convirtió
en pábulo de muerte e inmundicia! Ese sí que fue un mensajero del Anticristo.
Pero tú, Guillermo, hablas así porque en realidad no crees en el advenimiento
del Anticristo, ¡y tus maestros de Oxford te han enseñado a idolatrar la razón
extinguiendo las facultades proféticas de tu corazón!
—Te equivocas, Ubertino –respondió con mucha
seriedad Guillermo–. Sabes que el maestro que más venero es Roger Bacon...
—Que deliraba acerca de unas máquinas voladoras
–se burló amargamente Ubertino.
—Que habló con gran claridad y nitidez del
Anticristo, mostrando sus signos en la corrupción del mundo y en el
debilitamiento del saber. Pero enseñó que hay una sola manera de prepararse para
su llegada: estudiar los secretos de la naturaleza, utilizar el saber para
mejorar al género humano. Puedes prepararte para luchar contra el Anticristo
estudiando las virtudes de las plantas, la naturaleza de las piedras e,
incluso, proyectando esas máquinas voladoras que te hacen sonreír.
—El Anticristo de tu Bacon era un pretexto
para cultivar el orgullo de la razón.
—Santo pretexto.
—No hay pretextos santos. Guillermo, sabes
que te quiero. Sabes que confío mucho en ti. Castiga tu inteligencia, aprende a
llorar sobre las llagas del Señor, arroja tus libros.
—Me quedaré sólo con
el tuyo –dijo sonriendo Guillermo.
También Ubertino
sonrió, y lo amenazó con el dedo:
—Inglés tonto. No te rías demasiado de tus
semejantes. A los que no puedes amar mejor sería que los temieras. Y ten
cuidado con la abadía. Este sitio no me gusta.
—Precisamente, quiero conocerlo mejor
–dijo
Guillermo despidiéndose–. Vamos, Adso.
—¡Ay! Te digo que no es bueno y dices que quieres conocerlo
–comentó Ubertino meneando la cabeza.
—Por cierto –dijo todavía Guillermo, ya en
mitad de la nave– ¿quién es ese monje que parece un animal y habla la lengua de
Babel?
—¿Salvatore? –preguntó Ubertino volviéndose
hacia nosotros, pues ya estaba de nuevo arrodillado–. Creo que fui yo quien lo
donó a esta abadía... Junto con el cillerero. Cuando dejé el sayo franciscano,
regresé por algún tiempo a mi viejo convento de Casale, y allí encontré a otros
frailes angustiados, porque la comunidad los acusaba de ser espirituales de mi
secta... Así se expresaban. Traté de ayudarles y conseguí que los autorizaran a
seguir mi ejemplo. Al llegar aquí, el año pasado, encontré a dos de ellos,
Salvatore y Remigio. Salvatore... En verdad parece una bestia. Pero es
servicial.
Guillermo vaciló un
instante:
—Le oí decir
penitenciágite.
Ubertino calló. Agitó una mano como para
apartar un pensamiento molesto.
—No, no creo. Ya sabes cómo son estos
hermanos laicos. Gentes del campo que quizá han escuchado a un predicador
ambulante y no saben lo que dicen. No es eso lo que le reprocharía a Salvatore.
Es una bestia glotona y lujuriosa. Pero nada, nada contrario a la ortodoxia.
No, el mal de la abadía es otro, búscalo en quienes saben demasiado, no en
quienes nada saben. No construyas un castillo de sospechas basándote en una
palabra.
—Nunca lo haré –respondió Guillermo–. Dejé
de ser inquisidor precisamente para no tener que hacerlo. Sin embargo, también
me gusta escuchar las palabras, y reflexionar después sobre ellas.
—Piensas demasiado. Muchacho –dijo
volviéndose hacia mí–, no tomes demasiados malos ejemplos de tu maestro. En lo
único en que hay que pensar, ahora al final de mi vida lo comprendo, es en la
muerte. Mors est quies viatoris, finis est omnis laboris.[10] Ahora
dejadme con mis oraciones.
PRIMER DÍA
HACIA NONA
Donde
Guillermo tiene un diálogo muy erudito con Severino el herbolario.
Atravesamos la nave central y salimos por la
portada que habíamos cruzado al entrar. Las palabras de Ubertino, todas,
seguían zumbándome en la cabeza.
—Es un hombre
extraño –me atreví a decir.
—Es, o ha sido, en muchos aspectos, un gran
hombre –dijo Guillermo–. Pero precisamente por eso es extraño. Sólo los hombres
pequeños parecen normales. Ubertino habría podido convertirse en uno de los
herejes que contribuyó a llevar a la hoguera, o en un cardenal de la santa
iglesia romana. Y estuvo muy cerca de ambas perversiones. Cuando hablo con
Ubertino me da la impresión de que el infierno es el paraíso visto desde la
otra parte.
No entendí lo que
quería decir.
—¿Desde qué parte?
–pregunté.
—Pues sí –admitió Guillermo–, se trata de
saber si hay partes, y si hay un todo. Pero no escuches lo que digo. Y no mires
más esa portada –dijo, dándome unos golpecitos en la nuca mientras mi mirada
volvía a dirigirse hacia aquellas fascinantes esculturas–. Por hoy ya te han
asustado bastante. Todos.
Cuando me volví de nuevo hacia la salida, vi
ante mí otro monje. Podía tener la misma edad que Guillermo. Nos sonrió y nos
saludó con cortesía. Dijo que era Severino da Sant’Emmerano, y que era el padre
herbolario, que se cuidaba de los baños, del hospital y de los huertos, y que
se ponía a nuestra disposición si deseábamos que nos guiase por el recinto de
la abadía.
Guillermo le dio las gracias y dijo que al
entrar ya había reparado en el bellísimo huerto, que, por lo que podía
apreciarse a través de la nieve, no sólo parecía contener plantas comestibles
sino también albergar hierbas medicinales.
—En verano o en primavera, con la variedad
de sus hierbas, adornadas cada una con sus flores, este huerto canta mejor la
gloria del Creador –dijo a modo de excusa Severino–. Pero incluso en esta
estación el ojo del herbolario ve a través de las ramas secas las plantas que
crecerán más tarde, y puedo decirte que este huerto es más rico que cualquier
herbario, y más multicolor, por bellísimas que sean las miniaturas que este
último contenga. Además, también en invierno crecen hierbas buenas, y en el
laboratorio tengo otras que he recogido y guardado en frascos. Así, con las
raíces de la acederilla se curan los catarros, y con una decocción de raíces de
malvavisco se hacen compresas para las enfermedades de la piel, con el lampazo
se cicatrizan los eczemas, triturando y macerando el rizoma de la bistorta se
curan las diarreas y algunas enfermedades de las mujeres, la pimienta es un
buen digestivo, la fárfara es buena para la tos, y tenemos buena genciana para
la digestión, y orozuz, y enebro para preparar buenas infusiones, y saúco con
cuya corteza se prepara una decocción para el hígado, y saponaria, cuyas raíces
se maceran en agua fría y son buenas para el catarro, y valeriana, cuyas virtudes
sin duda conocéis. —Tenéis hierbas muy distintas y que se dan en climas muy
distintos. ¿Cómo puede ser?
—Lo debo, por un lado, a la misericordia del
Señor, que ha situado nuestro altiplano entre una cadena meridional que mira al
mar, cuyos vientos cálidos recibe, y la montaña septentrional, más alta, que le
envía sus bálsamos silvestres. Y por otro lado lo debo al hábito del arte que
indignamente he adquirido por voluntad de mis maestros. Ciertas plantas pueden
crecer, aunque el clima sea adverso, si cuidas el suelo que las rodea, su
alimento, y si vigilas su desarrollo.
—¿Pero también tenéis plantas que sólo sean
buenas para comer? – pregunté.
—Has de saber, potrillo hambriento, que no
hay plantas buenas para comer que no sean también buenas para curar, siempre y
cuando se ingieran en la medida adecuada. Sólo el exceso las convierte en causa
de enfermedad. Por ejemplo, la calabaza. Es de naturaleza fría y húmeda y calma
la sed, pero cuando está pasada provoca diarrea y debes tomar una mezcla de
mostaza y salmuera para astringir tus vísceras. ¿Y las cebollas? Calientes y
húmedas, pocas, vigorizan el coito, naturalmente en aquellos que no han
pronunciado nuestros votos. En exceso, te producen pesadez de cabeza y debes
contrarrestar sus efectos tomando leche con vinagre. Razón de más –añadió con
malicia– para que un joven monje guarde siempre moderación al comerlas. En
cambio, puedes comer ajo. Cálido y seco, es bueno contra los venenos. Pero no
exageres, expulsa demasiados humores del cerebro. En cambio, las judías
producen orina y engordan, ambas cosas muy buenas. Pero provocan malos sueños.
Aunque no tantos como otras hierbas, porque las hay incluso que provocan malas
visiones.
—¿Cuáles? –pregunté.
—¡Vamos, vamos, nuestro novicio quiere saber
demasiado! Son cosas que sólo el herbolario debe saber; si no, cualquier
irresponsable podría ir por ahí suministrando visiones, o sea mintiendo con las
hierbas.
—Pero basta un poco de ortiga –dijo entonces
Guillermo–, o de roybra o de olieribus, para protegerte de las visiones. Confío
en que estas buenas hierbas no falten en vuestro huerto.
Severino miró de
reojo a mi maestro:
—¿Sabes de hierbas?
—No mucho –dijo Guillermo con modestia–. En
cierta ocasión tuve entre mis manos el Theatrum
Sanitatis de Ububchasym de Baldach...
—Abdul Asan al
Muchtar ibn Botlan.
—O Ellucasim Elimittar, como prefieras. Me
pregunto si existirá alguna copia aquí.
—Y de las más
bellas, con exquisitas ilustraciones.
—Alabado sea el
cielo. ¿Y el De virtutibus herbarum de Platearius?
—También está, y De plantis y De vegetalibus
de Aristóteles, traducido por Alfredo de Sareshel.
—He oído decir que en realidad no es de
Aristóteles –observó Guillermo–, como se descubrió que no lo es De causis.
—De todos modos es un gran libro –observó
Severino, y mi maestro le aseguró que pensaba lo mismo, pero sin preguntarle si
se refería a De plantis o a De causis, obras que yo desconocía, pero
de cuya gran importancia había quedado convencido al escuchar aquella
conversación.
—Me agradaría –concluyó Severino– conversar
honestamente contigo sobre las hierbas.
—Y a mí más todavía –dijo Guillermo–, pero,
¿no violaremos la regla de silencio que impera, creo, en vuestra orden?
—La regla –dijo Severino– se ha ido
adaptando con los siglos a las exigencias de las distintas comunidades. La
regla preveía la lectio divina pero no el estudio. Sin embargo, ya sabes hasta
qué punto nuestra orden ha desarrollado la investigación sobre las cosas
divinas y las cosas humanas. La regla también prevé que el dormitorio sea
común, pero a veces es justo que, como sucede aquí, los monjes puedan
reflexionar también durante la noche, y por tanto cada uno dispone de su propia
celda. La regla es muy severa en lo que se refiere al silencio, e incluso aquí
está prohibido que converse con sus hermanos no sólo el monje que realiza
trabajos manuales sino también el que escribe o lee. Pero la abadía es ante
todo una comunidad de estudiosos, y a menudo es útil que los monjes
intercambien los tesoros de doctrina que van acumulando. Toda conversación
relativa a nuestros estudios se considera lícita y beneficiosa, siempre y
cuando no se desarrolle en el refectorio o durante las horas de los oficios
sagrados.
—¿Tuviste ocasión de hablar mucho con Adelmo
da Otranto? –preguntó de pronto Guillermo.
Severino no pareció
sorprenderse.
—Veo que el Abad ya te ha hablado –dijo–.
No. Con él no solía conversar. Pasaba el tiempo pintando miniaturas. A veces lo
oí discutir con otros monjes, Venancio de Salvemec, o Jorge de Burgos, sobre la
índole de su trabajo. Además, yo no paso el día en el scriptorium sino en mi
laboratorio –y señaló el edificio del hospital.
—Comprendo –dijo Guillermo–. Entonces no
sabes si Adelmo tenía visiones.
—¿Visiones?
—Como las que
provocan tus hierbas, por ejemplo.
Severino se puso
rígido:
—Ya te he dicho que
vigilo mucho las hierbas peligrosas.
—No me refería a eso –se apresuró a aclarar
Guillermo–. Hablaba de las visiones en general.
—No entiendo
–insistió Severino.
—Pensaba que un monje que se pasea de noche
por el Edificio, donde según reconoció el Abad pueden sucederle cosas tremendas
al que allí penetre durante las horas prohibidas, pues bien, pensaba que podía
haber tenido visiones diabólicas capaces de empujarlo al abismo.
—Ya te he dicho que no frecuento el
scriptorium, salvo cuando necesito algún libro, pero suelo tener mis propios
herbarios, que guardo en el hospital. Como ya te he dicho, Adelmo estaba mucho
con Jorge, con Venancio y desde luego con Berengario.
También yo advertí
la leve vacilación en la voz de Severino.
A mi maestro no se
le había escapado:
—¿Berengario? ¿Por
qué desde luego?
—Berengario da Arundel, el ayudante del
bibliotecario. Eran de la misma edad, hicieron juntos el noviciado, era normal
que tuviesen cosas de que hablar. Eso quería decir.
—Entonces era eso lo que querías decir
–comentó Guillermo, y me asombré de que no insistiese en el asunto. Lo que hizo
fue cambiar bruscamente de tema–. Pero quizá sea hora de que entremos en el
Edificio.
¿Quieres guiarnos?
—Con mucho gusto
–dijo Severino con alivio más que evidente.
Nos condujo por el costado del huerto hasta
la fachada occidental del Edificio.
—En
la parte que da al huerto está la puerta de la cocina –dijo–, pero la cocina
sólo ocupa la mitad occidental de la planta baja, en la otra mitad está el
refectorio. En la parte meridional, a la que se llega pasando por detrás del
coro de la iglesia, hay otras dos puertas que llevan a la cocina y al
refectorio. Pero entremos por ésta, porque desde la cocina podremos pasar al
interior del refectorio.
Al entrar en la amplia cocina advertí que,
en el centro, el Edificio engendraba, en toda su altura, un patio octagonal.
Como más tarde comprendí, era una especie de pozo muy grande, privado de
accesos, al que daban, en cada piso, una serie de amplias ventanas similares a
las que se abrían hacia el exterior. La cocina era un atrio inmenso lleno de
humo, donde ya muchos sirvientes se ajetreaban en la preparación de los platos
para la cena. En una gran mesa dos de ellos estaban haciendo un pastel de
verdura, con cebada, avena y centeno, y un picadillo de nabos, berros,
rabanitos y zanahorias. Al lado, otro cocinero acababa de cocer unos pescados
en una mezcla de vino con agua, y los estaba cubriendo con una salsa de salvia,
perejil, tomillo, ajo, pimienta y sal. En la pared que correspondía al torreón
occidental se abría un enorme horno de pan, del que surgían rojizos
resplandores. Al lado del torreón meridional, una inmensa chimenea en la que
hervían unos calderos y giraban varios asadores. Por la puerta que daba a la
era situada detrás de la iglesia entraban en aquel momento los porquerizos
trayendo la carne de los cerdos que habían matado.
Por esa puerta salimos y pasamos a la era,
en la parte más oriental de la meseta, donde, contra la muralla, había un
conjunto de construcciones. Severino me explicó que la primera albergaba los
chiqueros: primero estaban las caballerizas, después el establo donde se
guardaban los bueyes, los gallineros y el corral techado para las ovejas. Delante
de los chiqueros los porquerizos estaban removiendo en una gran tinaja la
sangre de los cerdos que acababan de degollar, para que no se coagulara. Si se
la removía bien y en seguida, podía durar varios días, gracias al clima frío, y
utilizarse luego para fabricar morcillas.[11]
Volvimos a entrar en el Edificio, y sólo
echamos una ojeada al refectorio, mientras lo atravesábamos para dirigirnos
hacia el torreón oriental. El refectorio se extendía hacia dos de los
torreones: el septentrional, donde había una chimenea, y el oriental, donde
había una escalera de caracol que conducía al scriptorium, es decir, al segundo
piso. Por allí iban los monjes todos los días a su trabajo; y también por dos
escaleras, menos accesibles pero bien caldeadas, que ascendían en espiral
detrás de la chimenea y del horno de la cocina.
Guillermo preguntó si, siendo domingo,
encontraríamos a alguien en el scriptorium. Severino sonrió y dijo que, para el
monje benedictino, el trabajo es oración. El domingo los oficios duraban más,
pero los monjes adictos a los libros pasaban igualmente algunas horas arriba,
que solían emplear en provechosos intercambios de observaciones eruditas,
consejos y reflexiones sobre las sagradas escrituras.
PRIMER DÍA
DESPUÉS DE NONA
Donde se
visita el scriptorium y se conoce a muchos estudiosos, copistas y rubricantes
así como a un anciano ciego que espera al Anticristo.
Mientras subíamos, vi que mi maestro observaba
las ventanas que iluminaban la escalera. Al parecer, me estaba volviendo tan
sagaz como él, porque advertí de inmediato que, dada su disposición, era muy
difícil que alguien pudiera llegar hasta ellas. De otra parte, tampoco las
ventanas que había en el refectorio (las únicas del primer piso que daban al
precipicio) parecían fáciles de alcanzar, porque debajo de ellas no había
muebles de ninguna clase.
Al llegar a la cima de la escalera entramos,
por el torreón oriental, en el scriptorium, ante cuyo espectáculo no pude
contener un grito de admiración. El primer piso no estaba dividido en dos como
el de abajo, y, por tanto, se ofrecía a mi mirada en toda su espaciosa
inmensidad. Las bóvedas, curvas y no demasiado altas (menos que las de una
iglesia, pero, sin embargo, más que las de cualquiera de las salas capitulares
que he conocido), apoyadas en recias pilastras, encerraban un espacio bañado
por una luz bellísima, pues en cada una de las paredes más anchas había tres
enormes ventanas, mientras que en cada una de las paredes externas de los torreones
se abrían cinco ventanas más pequeñas, y, por último, también entraba luz desde
el pozo octagonal interno, a través de ocho ventanas altas y estrechas.
Esa abundancia de ventanas permitía que una
luz continua y pareja alegrara la gran sala, incluso en una tarde de invierno
como aquella. Las vidrieras no eran coloreadas como las de las iglesias, y las
tiras de plomo sujetaban recuadros de vidrio incoloro para que la luz pudiese
penetrar lo más pura posible, no modulada por el arte humano, y desempeñara así
su función específica, que era la de iluminar el trabajo de lectura y
escritura. En otras ocasiones y en otros sitios vi muchos scriptoria, pero
ninguno conocí que, en las coladas de luz física que alumbraban profusamente el
recinto, ilustrase con tanto esplendor el principio espiritual que la luz
encarna, la claritas, fuente de toda
belleza y saber, atributo inseparable de la justa proporción que se observaba
en aquella sala. Porque de tres cosas depende la belleza: en primer lugar, de
la integridad o perfección, y por eso consideramos feo lo que está incompleto;
luego, de la justa proporción, o sea de la consonancia; por último, de la
claridad y la luz, y, en efecto, decimos que son bellas las cosas de colores
nítidos. Y como la contemplación de la belleza entraña la paz, y para nuestro
apetito lo mismo es sosegarse en la paz, en el bien o en la belleza, me sentí
invadido por una sensación muy placentera y pensé en lo agradable que debería
ser trabajar en aquel sitio.
Tal como apareció ante mis ojos, a aquella
hora de la tarde, me pareció una alegre fábrica de saber. Posteriormente
conocí, en San Gall, un scriptorium de proporciones similares, separado también
de la biblioteca (en otros sitios los monjes trabajaban en el mismo lugar donde
se guardaban los libros) pero con una disposición no tan bella como la de aquí.
Los anticuarios, los copistas, los rubricantes y los estudiosos estaban
sentados cada uno ante su propia mesa, y cada mesa estaba situada debajo de una
ventana. Como las ventanas eran cuarenta (número verdaderamente perfecto,
producto de la decuplicación del cuadrágono, como si los diez mandamientos
hubiesen sido magnificados por las cuatro virtudes cardinales), cuarenta monjes
hubiesen podido trabajar al mismo tiempo, aunque aquel día apenas había unos
treinta. Severino nos explicó que los monjes que trabajaban en el scriptorium
estaban dispensados de los oficios de tercia, sexta y nona, para que no
tuviesen que interrumpir su trabajo durante las horas de luz, y que sólo
suspendían sus actividades al anochecer, para el oficio de vísperas.
Los sitios mejor iluminados estaban
reservados para los anticuarios, los miniaturistas más expertos, los
rubricantes y los copistas. En cada mesa había todo lo necesario para ilustrar
y copiar: cuernos con tinta, plumas finas, que algunos monjes estaban afinando
con unos cuchillos muy delgados, piedra pómez para alisar el pergamino, reglas
para trazar las líneas sobre las que luego se escribiría. Junto a cada
escribiente, o bien en la parte más alta de las mesas, que tenían una
inclinación, había un atril sobre el que estaba apoyado el códice que se estaba
copiando, cubierta la página con mascarillas que encuadraban la línea que se
estaba transcribiendo en aquel momento. Y algunos monjes tenían tintas de oro y
de otros colores. Otros, en cambio, sólo leían libros y tomaban notas en sus
cuadernos o tablillas personales.
Pero no tuve tiempo de observar su trabajo,
porque nos salió al encuentro el bibliotecario, Malaquías de Hildesheim, del
que ya habíamos oído hablar. Su rostro intentaba componer una expresión de
bienvenida, pero no pude evitar un estremecimiento ante una fisonomía tan
extraña. Era alto y, aunque muy enjuto, sus miembros eran grandes y sin gracia.
Avanzaba a grandes pasos, envuelto en el negro hábito de la orden, y en su
aspecto había algo inquietante. La capucha –como venía de afuera aún la llevaba
levantada– arrojaba una sombra sobre la palidez de su rostro y confería un no
sé qué de doloroso a sus grandes ojos melancólicos. Su fisonomía parecía
marcada por muchas pasiones, y, aunque la voluntad las hubiese disciplinado,
quedaban los rasgos a los que alguna vez habían dado vida. El rostro expresaba
sobre todo gravedad y aflicción, y los ojos miraban con tal intensidad que una
ojeada bastaba para llegar al alma del interlocutor, y para leer en ella sus
pensamientos más ocultos. Y, como esa inspección resultaba casi intolerable, lo
más común era que no se deseara volver a encontrar aquella mirada.
El bibliotecario nos presentó a muchos de
los monjes que estaban trabajando en aquel momento. Malaquías nos fue diciendo
también cuál era la tarea que cada uno tenía entre manos, y admiré la profunda
devoción por el saber, y por el estudio de la palabra divina, que se percibía
en todos ellos. Así, conocí a Venancio de Salvemec, traductor del griego y del
árabe, devoto de aquel Aristóteles que, sin duda, fue el más sabio de los
hombres. A Bencio de Upsala, joven monje escandinavo que se ocupaba de
retórica. A Berengario da Arundel, el ayudante del bibliotecario. A Aymaro
d’Alessandria, que estaba copiando unos libros que sólo permanecerían algunos
meses, en préstamo, en la biblioteca. Y luego a un grupo de iluminadores de
diferentes países: Patricio de Clonmacnois, Rabano de Toledo, Magnus de Iona,
Waldo de Hereford.
Enumeración que, sin duda, podría continuar,
y nada hay más maravilloso que la enumeración, instrumento privilegiado para
componer las más perfectas hipotiposis.[12] Pero debo
referirme a los temas que entonces se tocaron, no exentos de indicaciones muy
útiles para comprender la sutil inquietud que aleteaba entre los monjes, y algo
que, aunque inexpresado, estaba presente en todo lo que decían.
Mi maestro empezó a conversar con Malaquías
alabando la belleza y el ambiente de trabajo que se respiraba en el scriptorium
y pidiéndole informaciones sobre la marcha de las tareas que allí se
realizaban, porque, dijo con mucha cautela, en todas partes había oído hablar
de aquella biblioteca y tenía sumo interés en consultar muchos de sus libros.
Malaquías le explicó lo que ya había dicho el Abad: que el monje pedía al
bibliotecario la obra que deseaba consultar y éste iba a buscarla en la
biblioteca situada en el piso de arriba, siempre y cuando se tratase de un
pedido justo y pío. Guillermo le preguntó cómo podía conocer el nombre de los
libros guardados en los armarios de arriba, y Malaquías le mostró un voluminoso
códice con unas listas apretadísimas, que estaba sujeto a su mesa por una
cadenita de oro.
Guillermo introdujo las manos en la bolsa
que había en su sayo a la altura del pecho, y extrajo un objeto que ya durante
el viaje le había visto coger y ponerse en el rostro. Era una horquilla,
construida de tal modo que pudiera montarse en la nariz de un hombre (sobre
todo en la suya, tan prominente y aguileña) como el jinete en el lomo de su
caballo o como el pájaro en su repisa. Y, por ambos lados, la horquilla
continuaba en dos anillas ovaladas de metal que, situadas delante de cada ojo,
llevaban engastadas dos almendras de vidrio, gruesas como fondos de vaso. Con
aquello delante de sus ojos, Guillermo solía leer, y decía que le permitía ver
mejor que con los instrumentos que le había dado la naturaleza, o, en todo
caso, mejor de lo que su avanzada edad, sobre todo al mermar la luz del día,
era capaz de concederle. No los utilizaba para ver de lejos, pues su vista aún
era muy buena, sino para ver de cerca. Con eso podía leer manuscritos
redactados en letras pequeñísimas, que incluso a mí me costaba mucho descifrar.
Me había explicado que, cuando el hombre supera la mitad de la vida, aunque
hasta entonces haya tenido una vista excelente, su ojo se endurece y pierde la
capacidad de adaptar la pupila; de modo que muchos sabios, después de haber
cumplido las cincuenta primaveras, morían, por decirlo así, para la lectura y
la escritura. Tremenda desgracia para unos hombres que habrían podido dar lo
mejor de su inteligencia durante muchos años todavía. Por eso había que dar
gracias al Señor de que alguien hubiese descubierto y fabricado aquel
instrumento. Y al decírmelo pretendía ilustrar las ideas de su Roger Bacon,
quien afirmaba que una de las metas de la ciencia era la de prolongar la vida
humana.
Los otros monjes miraron a Guillermo con
mucha curiosidad, pero no se atrevieron a hacerle preguntas. Comprendí que,
incluso en un sitio tan celosa y orgullosamente dedicado a la lectura y
escritura, aquel prodigioso instrumento no había penetrado todavía. Y me sentía
orgulloso de estar junto a un hombre que poseía algo capaz de despertar el
asombro de otros hombres famosos por su sabiduría.
Con aquel objeto en los ojos, Guillermo se
inclinó sobre las listas inscriptas en el códice. También yo miré, y
descubrimos títulos de libros desconocidos, y de otros celebérrimos, que poseía
la biblioteca.
—De
pentagono Salomonis, Ars loquendi et
intelligendi in lingua hebraica, De
rebus metallicis de Roger de Hereford, Algebra
de Al Kuwarizmi, vertido al latín por Roberto Anglico, las Púnicas de Silio Itálico, los Gesta
francorum, De laudibus sanctae crucis
de Rábano Mauro, y Flavii Claudi Giordani
de aetate mundi et hominis reservatis singulis litteris per singulos libros ab
A usque ad Z –leyó mi maestro–. Esplendidas obras. Pero, ¿en qué orden
están registradas? –citó de un texto que yo no conocía pero que, sin duda,
Malaquías tenía muy presente–. Habeat Librarius et
registrum omnzum librorum ordinatum secundum facultates et auctores, reponeatque
eos separatum et ordinate cum signaturis per scripturam applicatis.[13] ¿Cómo
hacéis para saber dónde está cada libro?
Malaquías le mostró las anotaciones que
había junto a cada título. Leí: iii, IV gradus, V in prima graecorum; ii, V
gradus, VII in tertia anglorum, etc. Comprendí que el primer número indicaba la
posición del libro en el anaquel o gradus, que a su vez estaba indicado por el
segundo número, mientras que el tercero indicaba el armario, y también
comprendí que las otras expresiones designaban una habitación o un pasillo de
la biblioteca, y me atreví a pedir más detalles sobre esas últimas
distinciones. Malaquías me miró severamente:
—Quizá no sepáis, o hayáis olvidado, que
sólo el bibliotecario tiene acceso a la biblioteca. Por tanto, es justo y
suficiente que sólo el bibliotecario sepa descifrar estas cosas.
—Pero, ¿en qué orden están registrados los
libros en esta lista? –preguntó Guillermo–. No por temas, me parece.
No se refirió al orden correspondiente a la
sucesión de las letras en el alfabeto porque es un recurso que sólo he visto
utilizar en estos últimos años, y que en aquella época era muy raro.
—Los orígenes de la biblioteca se pierden en
la oscuridad del pasado más remoto –dijo Malaquías–, y los libros están
registrados según el orden de las adquisiciones, de las donaciones, de su
entrada en este recinto.
—Difíciles de
encontrar –observó Guillermo.
—Basta con que el bibliotecario los conozca
de memoria y sepa en qué época llegó cada libro. En cuanto a los otros monjes,
pueden confiar en la memoria de aquél.
Y parecía estar hablando de otra persona;
comprendí que estaba hablando de la función que en aquel momento él desempeñaba
indignamente, pero que habían desempeñado innumerables monjes, ya
desaparecidos, cuyo saber había ido pasando de unos a otros.
—Comprendo –dijo Guillermo–. Si, por
ejemplo, yo buscase algo, sin saber exactamente qué sobre el pentágono de
Salomón, sabríais indicarme la existencia del libro cuyo título acabo de leer,
y podríais localizarlo en el piso de arriba.
—Si realmente debierais aprender algo sobre
el pentágono de Salomón – dijo Malaquías–. Pero ese es precisamente un libro
que no podría proporcionaros sin antes consultar con el Abad.
—He sabido que uno de vuestros mejores
miniaturistas –dijo entonces Guillermo– murió hace muy poco. El Abad me ha
hablado de su arte. ¿Podría ver los códices que iluminaba?
—Adelmo da Otranto –dijo Malaquías, mirando
a Guillermo con desconfianza–, dada su juventud, sólo trabajaba en los
marginalia. Tenía una imaginación muy vivaz, y con cosas conocidas sabía
componer cosas desconocidas y sorprendentes, combinando, por ejemplo, un cuerpo
humano con la cerviz de un caballo. Pero allí están sus libros. Nadie ha tocado
aún su mesa.
Nos acercamos al sitio donde había trabajado
Adelmo, todavía ocupado por los folios de un salterio adornado con exquisitas
miniaturas. Eran folia de finísimo vellum –el príncipe de los pergaminos–, y el
último aún estaba fijado a la mesa. Una vez frotado con piedra pómez y
ablandado con yeso, lo habían alisado con la plana y, entre los pequeñísimos
agujeritos practicados en los bordes con un estilo muy fino, se habían trazado
las líneas que servirían de guía para la mano del artista. La primera mitad ya
estaba cubierta de escritura, y el monje había empezado a bosquejar las figuras
de los márgenes. Los otros folios en cambio, estaban acabados, y, al mirarlos,
tanto a mí como a Guillermo nos fue imposible contener un grito de admiración.
Se trataba de un salterio en cuyos márgenes podía verse la imagen de un mundo
invertido respecto al que estamos habituados a percibir. Como si en el umbral
de un discurso que, por definición, es el discurso de la verdad se desplegase
otro discurso profundamente ligado a aquel por sorprendentes alusiones in
aenigmate, un discurso mentiroso que hablaba de un mundo patas arriba, donde
los perros huían de las liebres y los ciervos cazaban leones. Cabecitas con
garras de pájaro, animales con manos humanas que les salían del lomo, cabezas
de cuya cabellera surgían pies, dragones cebrados, cuadrúpedos con cuellos de
serpiente llenos de nudos inextricables, monos con cuernos de ciervo, sirenas
con forma de ave y alas membranosas insertas en la espalda, hombres sin brazos
y con otros cuerpos humanos naciéndoles por detrás como jorobas, y figuras con
una boca dentada en el vientre, hombres con cabeza de caballo y caballos con
piernas de hombre, peces con alas de pájaro y pájaros con cola de pez,
monstruos de un solo cuerpo y dos cabezas o de una sola cabeza y dos cuerpos,
vacas con cola de gallo y alas de mariposa, mujeres con la cabeza escamada como
el lomo de un pez, quimeras bicéfalas entrelazadas con libélulas de morro de
lagartija, centauros, dragones, elefantes, mantícoras, seres con pies enormes
acostados en ramas de árbol, grifones de cuya cola surgía un arquero en
posición de ataque, criaturas diabólicas de cuello interminable, series de
animales antropomorfos y de enanos zoomorfos que se mezclaban, a veces en la
misma página, en una escena campestre, donde se veía representada, con tanta
vivacidad que las figuras daban la impresión de estar vivas, toda la vida del
campo, labradores, recolectores de frutas, cosechadores, hilanderas,
sembradores, junto a zorros y garduñas armadas con ballestas que trepaban por
las murallas de una ciudad defendida por monos. Aquí una L inicial cuya rama
inferior engendraba un dragón; allá una V de «verba», lanzaba como zarcillo
natural de su tronco una serpiente de mil volutas, de las que surgían a su vez
otras serpientes cual pámpanos y corimbos.
Junto al salterio había un exquisito libro
de horas, acabado evidentemente hacía poco, de dimensiones tan pequeñas que
hubiera podido caber en la palma de la mano. Las letras eran reducidísimas y
las miniaturas de los márgenes apenas podían percibirse a simple vista: el ojo
debía acercarse a ellas para descubrir toda su belleza (uno se preguntaba con
qué instrumento sobrehumano las había pintado el miniaturista para conseguir
efectos de tal vivacidad en un espacio tan exiguo). Los márgenes del libro
estaban totalmente invadidos por figuras diminutas que surgían, casi como
desarrollos naturales, de las volutas en que acababa el espléndido dibujo de
las letras: sirenas marinas, ciervos espantados, quimeras, torsos humanos sin
brazos, que surgían como lombrices del cuerpo mismo de los versículos. En un
sitio, como una especie de continuación de los tres «Sanctus, Sanctus,
Sanctus», repetidos en tres líneas diferentes, se veían tres figuras
animalescas con cabezas humanas, dos de las cuales aparecían torcidas hacia
arriba y hacia abajo respectivamente para unirse en un beso que no habría
dudado en calificar de inverecundo si no hubiese estado convencido de que,
aunque no evidente, debía existir una profunda justificación espiritual para
que aquella imagen figurara en ese sitio.
Examiné aquellas páginas dividido entre la
admiración sin palabras y la risa, porque, aunque comentasen textos sagrados,
las figuras movían necesariamente a la hilaridad. Por su parte, fray Guillermo
las miraba sonriendo, y comentó:
—Babewyn, así los
llaman en mis islas.
—Babouins, como los llaman en las Galias
–dijo Malaquías–. Y, en efecto, Adelmo aprendió su arte en vuestro país, aunque
después estudiase también en Francia. Babuinos, o sea monos africanos. Figuras
de un mundo invertido, donde las casas están apoyadas en las puntas de las
agujas y la tierra aparece por encima del cielo.
Recordé unos versos
que había escuchado en la lengua vernácula de mi tierra, y no pude dejar de
recitarlos
Y
Malaquías continuó, citando el mismo texto:
—Sí, estimado Adso
–continuó el bibliotecario–, estas imágenes nos hablan de aquella región a la
que se llega cabalgado sobre una oca azul, donde se encuentran gavilanes
pescando en un arroyo, osos que persiguen halcones por el cielo, cangrejos que
vuelan con las palomas, y tres gigantes cogidos en una trampa, mientras un
gallo los ataca a picotazos.
Una pálida sonrisa
iluminó sus labios. Entonces, los otros monjes, que habían seguido la
conversación en actitud más bien tímida, se echaron a reír libremente, como si
hubiesen estado esperando la autorización del bibliotecario. Este volvió a
ponerse sombrío, mientras los otros seguían riendo, alabando la habilidad del
pobre Adelmo y mostrándose unos a otros las figuras más inverosímiles. Y fue
entonces, mientras todos seguían riendo, cuando escuchamos a nuestras espaldas
una voz, solemne y grave:
—«No pronunciar palabras vanas o que
exciten la risa.»
Nos volvimos. El que
acababa de hablar era un monje encorvado por el peso de los años, blanco como
la nieve; no me refiero sólo al pelo sino también al rostro, y a las pupilas.
Comprendí que era ciego. Aunque el cuerpo se encogía ya por el peso de la edad,
la voz seguía siendo majestuosa, y los brazos y manos poderosos. Clavaba los
ojos en nosotros como si nos estuviese viendo, y siempre, también en los días que
siguieron, lo vi moverse y hablar como si aún poseyese el don de la vista. Pero
el tono de la voz, en cambio, era el de alguien que sólo estuviese dotado del
don de la profecía.
—El hombre que
estáis viendo, venerable por su edad y por su saber – dijo Malaquías a
Guillermo señalando al recién llegado–, es Jorge de Burgos. Salvo Alinardo da
Grottaferrata, es la persona de más edad que vive en el monasterio, y son
muchísimos los monjes que le confían la carga de sus pecados en el secreto de
la confesión –se volvió hacia el anciano y dijo–. El que está ante vos es fray
Guillermo de Baskerville, nuestro huésped.
—Espero que mis
palabras no os hayan irritado –dijo el viejo en tono brusco–. He oído a unas
personas que reían de cosas risibles y les he recordado uno de los principios
de nuestra regla. Y, como dice el salmista, si el monje debe abstenerse de los
buenos discursos por el voto de silencio, con mayor razón debe sustraerse a los
malos discursos. Y así como existen malos discursos existen malas imágenes. Y
son las que mienten acerca de la forma de la creación y muestran el mundo al
revés de lo que debe ser, de lo que siempre ha sido y de lo que seguirá siendo
por los siglos de los siglos hasta el fin de los tiempos. Pero vos venís de
otra orden, donde me dicen que se ve con indulgencia incluso el alborozo más
inoportuno.
Aludía a lo que comentaban los benedictinos
de las extravagancias de San Francisco de Asís, y quizá también de las
extravagancias atribuidas a los fraticelli y a los espirituales de toda laya
que constituían los retoños más recientes y más incómodos de la orden
franciscana. Pero fray Guillermo fingió no haber comprendido la insinuación.
—Las imágenes marginales suelen provocar
sonrisas, pero tienen una finalidad edificante –respondió–. Así como en los
sermones para estimular la imaginación de las muchedumbres piadosas es
pertinente insertar ejemols, muchas veces divertidos, también el discurso de
las imágenes debe permitirse estas «chanzas o chistes». Para cada virtud y para
cada pecado puede hallarse un ejemplo en los bestiarios, y los animales
permiten representar el mundo de los hombres.
—¡Oh, sí! –se burló el anciano, pero sin
sonreír–, toda imagen es buena para estimular la virtud, para que la obra
maestra de la creación, puesta patas arriba, se convierta en objeto de risa.
¡Así la palabra de Dios se manifiesta en el asno que toca la lira, en el cárabo
que ara con el escudo, en los bueyes que se uncen solos al arado, en los ríos
que remontan sus cursos, en el mar que se incendia, en el lobo que se vuelve
eremita! ¡Salid a cazar liebres con los bueyes, que las lechuzas os enseñen la
gramática, que los perros muerdan a las pulgas, que los ciegos miren a los
mudos y que los mudos pidan pan, que la hormiga saque a pastar al ternero, que
vuelen los pollos asados, que las hogazas crezcan en los techos, que los
papagayos den clase de retórica, que las gallinas fecunden a los gallos, poned
el carro delante de los bueyes, que el perro duerma en la cama y que todos
caminen con las piernas en alto! ¿Qué quieren todas estas nugae? ¡Un mundo
invertido y opuesto al que Dios ha establecido, so pretexto de enseñar los
preceptos divinos!
—Pero el Areopagita enseña –dijo con
humildad Guillermo– que Dios sólo puede ser nombrado a través de las cosas más
deformes. Y Hugue de Saint Victor nos recordaba que cuanto más disímil es la
comparación, mejor se revela la verdad bajo el velo de figuras horribles e
indecorosas, y menos se place la imaginación en el goce carnal, viéndose así
obligada a descubrir los misterios que se ocultan bajo la torpeza de las
imágenes...
—¡Conozco ese argumento! Y admito con
vergüenza que ha sido el argumento fundamental de nuestra orden en la época en
que los abades cluniacenses luchaban con los cistercienses. Pero San Bernardo
tenía razón: poco a poco el hombre que representa monstruos y portentos de la
naturaleza para realzar las cosas de Dios «por medio de un espejo y en un
enigma», se aficiona a la naturaleza misma de las monstruosidades que crea y se
deleita en ellas y por ellas y acaba viendo sólo a través de ellas. Basta con
que miréis, vosotros que aún tenéis vista, los capiteles de vuestro claustro –y
señaló con la mano hacia fuera de las ventanas, en dirección a la iglesia–,
¿qué significan esas monstruosidades ridículas, esas hermosuras deformes y esas
deformidades hermosas, desplegadas ante los ojos de los monjes consagrados a la
meditación? Esos monos sórdidos. Esos leones, esos centauros, esos seres
semihumanos con la boca en el vientre, con un solo pie, con orejas en punta.
Esos tigres de piel jaspeada, esos guerreros luchando, esos cazadores que
soplan el cuerno, y esos cuerpos múltiples con una sola cabeza y esas muchas
cabezas con un solo cuerpo. Cuadrúpedos con cola de serpiente, y peces con
cabeza de cuadrúpedo, y aquí un animal que por delante parece caballo y por
detrás macho cabrío, y allá un equino con cuernos y ¡ea! al monje ya le agrada
más leer los mármoles que los manuscritos, y admira las obras del hombre en
lugar de meditar sobre las leyes de Dios. ¡Vergüenza deberíais sentir por el
deseo de vuestros ojos y por vuestras sonrisas!
El anciano imponente se detuvo. Jadeaba.
Admiré la vívida memoria con que, quizá después de tantos años de ceguera,
recordaba las imágenes cuya deformidad estaba describiendo. Llegué a sospechar,
incluso, que, si aún podía hablar de ellas con tanto apasionamiento, era porque
en la época en que las había contemplado no era improbable que hubiese
sucumbido a su seducción. Pues con frecuencia he encontrado las
representaciones más seductoras del pecado precisamente en las páginas de los
hombres más virtuosos, que condenaban su fascinación y sus efectos. Signo de
que esos hombres son tan fogosos en el testimonio de la verdad, que por amor a
Dios no vacilan en atribuir al mal todos los encantos con que éste se envuelve,
para que los hombres conozcan mejor las artes que utiliza el maligno para
seducirlos. Y, en efecto, las palabras de Jorge despertaron en mí un gran deseo
de ver los tigres y los monos del claustro, que aún no había examinado. Pero
Jorge interrumpió el curso de mis ideas porque, ya menos excitado, retomó la
palabra.
—Nuestro Señor no necesitó tantas necedades
para indicarnos el recto camino. En sus parábolas nada hay que mueva a risa o
que provoque miedo. Adelmo, en cambio, cuya muerte ahora lloráis, gozaba tanto
con las monstruosidades que pintaba, que había perdido de vista aquellas cosas
últimas cuya imagen material debían representar. Y recorrió todos, digo todos
–su voz se volvió solemne y amenazadora–, los senderos de la monstruosidad. O sea
que Dios sabe castigar.
Sobre los presentes
cayó un silencio embarazoso. Se atrevió a quebrarlo Venancio de Salvemec.
—Venerable Jorge
–dijo–, vuestra virtud os hace ser injusto. Dos días antes de la muerte de
Adelmo, presenciasteis una discusión erudita que se desarrolló precisamente en
este scriptorium. Adelmo, que se permitía representar seres extravagantes y
fantásticos, se preocupaba, sin embargo, de que su arte cantase la gloria de
Dios, y fuese un instrumento para conocer las cosas celestes. Hace un momento
fray Guillermo citaba al Areopagita a propósito del conocimiento a través de la
deformidad. Y Adelmo citó en aquella ocasión a otra autoridad eminentísima, la
del doctor de Aquino, cuando dijo que conviene que las cosas divinas se
representen más en la figura de los cuerpos viles que en la figura de los
cuerpos nobles. Primero, porque así el alma humana se libera más fácilmente del
error. En efecto, resulta claro que ciertas propiedades no pueden atribuirse a
las cosas divinas, mientras que, tratándose de representaciones a través de la
figura de cuerpos nobles, esa imposibilidad ya no sería tan evidente. Segundo,
porque este tipo de representación conviene más al conocimiento de Dios que
tenemos en esta tierra: en efecto, se nos manifiesta más en lo que no es que en
lo que es, y por eso las comparaciones con las cosas que más lejos están de
Dios nos permiten llegar a una idea más exacta de él, porque de ese modo
sabemos que está por encima de lo que decimos y pensamos. Y, en tercer lugar,
porque así las cosas de Dios se esconden mejor de las personas indignas. En
suma, lo que discutíamos era cómo se puede descubrir la verdad a través de
expresiones sorprendentes, ingeniosas y enigmáticas. Y yo le recordé que en la
obra del gran Aristóteles había encontrado palabras bastante claras en ese
sentido...
—No recuerdo –lo
interrumpió con sequedad Jorge–, soy muy viejo. No recuerdo. Tal vez he sido
demasiado severo. Ahora es tarde, debo marcharme.
—Es raro que no
recordéis –insistió Venancio–. Fue una discusión muy sabia y muy bella, en la
que también intervinieron Bencio y Berengario. En efecto, se trataba de saber
si las metáforas, los juegos de palabras y los enigmas, que los poetas parecen
haber imaginado sólo para deleitarse, pueden incitar a una reflexión distinta y
sorprendente sobre las cosas, y yo decía que el sabio también debe poseer esa
virtud... Y también estaba Malaquías...
—Si el venerable Jorge no recuerda, respeta
su edad y la fatiga de su mente... por lo demás, siempre tan viva –intervino
uno de los monjes que asistían a la discusión.
La frase había sido
pronunciada con tono agitado, al menos inicialmente, porque, queriendo
justificar la respetabilidad de Jorge, su autor había puesto en evidencia una
debilidad del anciano, por lo que refrenó el ímpetu de su intervención y acabó
casi en un susurro que sonó como un pedido de excusas. El que había hablado era
Berengario da Arundel, el ayudante del bibliotecario. Era un joven de rostro
pálido, y al observarlo recordé lo que había dicho Ubertino de Adelmo: sus ojos
parecían los de una mujer lasciva. Amedrentado por las miradas de todos; que
entonces se posaron en él, se retorcía los dedos de las manos como si intentase
sofrenar una tensión íntima.
La reacción de
Venancio fue muy extraña. Miró de tal modo a Berengario que éste bajó los ojos:
—Muy bien, hermano
–dijo–, si la memoria es un don de Dios, también la capacidad de olvido puede
ser encomiable, y debe respetarse. Y yo la respeto en el anciano hermano con
quien hablaba. De ti esperaba un recuerdo más vivo de lo que sucedió estando
aquí reunidos con tu queridísimo amigo...
No sabría decir si Venancio pronunció con
especial énfasis la palabra «queridísimo». El hecho es que advertí la sensación
de incomodidad que se apoderó de los asistentes. Cada uno miraba hacia otro
lado y nadie miraba a Berengario, que se cubrió de rubor. De pronto intervino
Malaquías, y dijo con tono de autoridad:
—Venid, fray
Guillermo, os mostraré otros libros interesantes.
El grupo se deshizo. Vi que Berengario
echaba a Venancio una mirada cargada de rencor, y que Venancio se la devolvía,
desafiándolo sin palabras. Al advertir que el anciano Jorge se alejaba, movido
por un sentido de respetuosa reverencia, me incliné para besar su mano. El
anciano recibió el beso, posó su mano sobre mi cabeza y preguntó quién era.
Cuando le hube dicho mi nombre, se le iluminó el rostro.
—Llevas un nombre grande y muy bello –dijo–.
Sabes quién fue Adso de Montier-en-Der? –preguntó. Confieso que no lo sabía. Y
el mismo Jorge respondió–: Fue el autor de un libro grande y tremendo, el Libellus de Antichristo, donde profetizó
lo que habría de suceder... pero no lo escucharon como merecía.
—El libro fue escrito antes del milenio
–dijo Guillermo– y esos hechos no se produjeron...
—Para el que no
tiene ojos para ver –dijo el ciego–. Las vías del Anticristo son lentas y
tortuosas. Llega cuando no lo esperamos; no porque el cálculo del apóstol esté
errado, sino porque no hemos aprendido el arte en que ese cálculo se basa –y
gritó, en voz muy alta, volviendo el rostro hacia la sala, y con una sonoridad
que retumbó en las bóvedas del scriptorium–. ¡Ya llega! ¡No perdáis los últimos
días riéndoos de los monstruitos de piel jaspeada y cola retorcida! ¡No
desperdiciéis los últimos siete días!
PRIMER DÍA
VÍSPERAS
Donde se visita el resto de la abadía,
Guillermo extrae algunas conclusiones sobre la muerte de Adelmo, y se habla con
el hermano vidriero sobre los vidrios para leer y sobre los fantasmas para los
que quieren leer demasiado.
En aquel momento
llamaron a vísperas y los monjes se dispusieron a abandonar sus mesas.
Malaquías nos dio a entender que también nosotros debíamos marcharnos. Él y su
ayudante, Berengario, se quedarían para poner todo en orden y (así se expresó)
preparar la biblioteca para la noche. Guillermo le preguntó si después cerraría
las puertas.
—No hay puertas que impidan el acceso al
scriptorium desde la cocina y el refectorio, ni a la biblioteca desde el
scriptorium. Más fuerte que cualquier puerta ha de ser la interdicción del
Abad. Y los monjes deben utilizar la cocina y el refectorio hasta completas.
Llegado ese momento, para impedir que algún extraño o algún animal, para
quienes no vale la interdicción, pueda entrar en el Edificio, yo mismo cierro
las puertas de abajo, que conducen a las cocinas y al refectorio, y a partir de
esa hora el Edificio queda aislado.
Bajamos. Mientras
los monjes se dirigían hacia el coro, mi maestro decidió que el Señor nos
perdonaría que no asistiéramos al oficio divino (¡el Señor tuvo que perdonarnos
muchas cosas en los días que siguieron!) y me propuso que recorriéramos la
meseta para familiarizarnos con el sitio.
Salimos por la
cocina y atravesamos el cementerio: había lápidas más recientes, y otras
signadas por el paso del tiempo, que hablaban de las vidas de monjes
desaparecidos hacía siglos. Las tumbas, con sus cruces de piedra, no llevaban
nombres.
El tiempo empezaba a
ponerse feo. Se había levantado un viento frío y un velo de niebla cubrió el
cielo. El ocaso se adivinaba detrás de los huertos y la oscuridad invadía ya la
parte oriental, hacia la que nos dirigimos pasando junto al coro de la iglesia
para llegar al fondo de la meseta. Allí, casi contra la muralla, donde ésta
tocaba el torreón oriental del Edificio, se encontraban los chiqueros, y vimos
a los porquerizos que estaban tapando la tinaja donde habían vertido la sangre
de los cerdos. Advertimos que detrás de los chiqueros la muralla era más baja y
permitía asomarse al exterior. Al pie de la muralla, el terreno, cuya pendiente
era muy pronunciada, estaba cubierto por un terrado que la nieve no lograba
disimular totalmente. Comprendí que se trataba del estercolero: desde donde
estábamos se arrojaban los detritos, que llegaban hasta el recodo donde
empezaba el sendero por el que se había venturado Brunello en su huida. Digo
estiércol porque se trataba de un gran vertedero de materia hedionda, cuyo olor
subía hasta el parapeto por el que me asomaba. Sin duda los campesinos accedían
al estercolero por la parte inferior y utilizaban aquellos detritos en sus
campos. Además de las deyecciones de los animales y de los hombres, había otros
desperdicios sólidos, todo el flujo de materias muertas que la abadía expelía
de su cuerpo para mantenerse pura y diáfana en su relación con la cima de la
montaña y con el cielo.
En los establos de
al lado los arrieros estaban llevando los animales hacia sus pesebres.
Recorrimos el camino bordeado del lado de la muralla por los distintos
establos, y, a la derecha, a espaldas del coro, por el dormitorio de los monjes
y, después, por las letrinas. Donde la muralla doblaba hacia el sur, justo en
el ángulo, estaba el edificio de la herrería. Los últimos herreros estaban
acomodando sus herramientas y apagando las fraguas, para acudir al oficio
divino. Guillermo mostró curiosidad por conocer una parte de los talleres,
separada casi del resto, donde un monje estaba acomodando sus herramientas. En
su mesa se veía una bellísima colección de vidrios multicolores. Eran de
dimensiones pequeñas, pero contra la pared había hojas más grandes. Ante él
había un relicario, todavía sin acabar, pero en cuya armazón de plata ya había
empezado a engastar vidrios y otras piedras, valiéndose de sus instrumentos
para reducirlos a las dimensiones de una gema.
Así fue como
conocimos a Nicola da Morimondo, el maestro vidriero de la abadía. Nos explicó
que en la parte de atrás de la herrería también se soplaba el vidrio, mientras
que en la parte de delante, donde estaban los herreros, se unían los vidrios
con tiras de plomo para hacer vidrieras. Pero, añadió, la gran obra de
vidriería, que adornaba la iglesia y el Edificio, ya se había realizado hacía
más de dos siglos. Ahora sólo se hacían trabajos menores, o reparaciones
exigidas por el paso de los años.
—Y a duras penas –añadió–, porque ya
no se consiguen los colores de antes, sobre todo el azul, que aún podéis
admirar en el coro, cuya transparencia es tan perfecta que cuando el sol está
alto derrama en la nave una luz paradisíaca. Los vidrios de la parte occidental
de la nave, renovados hace poco, no tienen aquella calidad, y eso se ve en los
días de verano. Es inútil, ya no tenemos la sabiduría de los antiguos, ¡se
acabó la época de los gigantes!
—Somos enanos
–admitió Guillermo–, pero enanos subidos sobre los hombros de aquellos
gigantes, y, aunque pequeños, a veces logramos ver más allá de su horizonte.
—¡Dime en qué los
superamos! –exclamó Nicola–. Cuando bajes a la cripta de la iglesia, donde se
guarda el tesoro de la abadía, verás relicarios de tan exquisita factura que el
adefesio que miserablemente estoy construyendo – y señaló su obra encima de la
mesa– ¡te parecerá una burda imitación!
—No está escrito que
los maestros vidrieros deban seguir haciendo ventanas y los orfebres
relicarios, si los maestros del pasado han sabido producirlos tan bellos y
destinados a durar muchos siglos. Si no, la tierra se llenaría de relicarios,
en una época tan poco prolífica en santos de donde obtener reliquias –dijo
bromeando Guillermo–. Y no se seguirá eternamente soldando vidrios para las
ventanas. Pero he visto en varios países cosas nuevas que se hacen con vidrio,
y me han sugerido la idea de un mundo futuro en que el vidrio no sólo está al
servicio de los oficios divinos; sino que se use también para auxiliar las
debilidades del hombre. Quiero que veas una obra de nuestra época, de la que me
honro en poseer un utilísimo ejemplar.
Metió las manos en
el sayo y extrajo sus lentes, que dejaron sorprendido a nuestro interlocutor.
Nicola cogió la
horquilla que Guillermo le ofrecía. La observó con gran interés, y exclamó:
—«Ojos de vidrio con
funda.» ¡Me habló de ellas cierto fray Giordano que conocí en Pisa! Decía que
su invención aún no databa de dos décadas. Pero ya han transcurrido otras dos
desde aquella conversación.
—Creo que se
inventaron mucho antes –dijo Guillermo–, pero son difíciles de fabricar, y para
ello se requieren maestros vidrieros muy expertos. Exigen mucho tiempo y mucho
trabajo. Hace diez años un par de estos «vidrios [o lentes] de los ojos para
leer», se vendieron en Bolonia por seis sueldos. Hace más de una década el gran
maestro Salvirio degli Armati me regaló un par, y durante todos estos años los
he conservado celosamente como si fuesen, como ya lo son, parte de mi propio
cuerpo.
—Espero que uno de
estos días me los dejéis examinar. No me disgustaría fabricar otros similares
–dijo emocionado Nicola.
—Por supuesto
–consintió Guillermo–, pero ten en cuenta que el espesor del vidrio debe
cambiar según el ojo al que ha de adaptarse, y es necesario probar con muchas
de estas lentes hasta escoger la que tenga el espesor adecuado al ojo del
paciente.
—¡Qué maravilla!
–seguía diciendo Nicola–. Sin embargo, muchos hablarían de brujería y de
manipulación diabólica...
—Sin duda, puedes
hablar de magia en estos casos –admitió Guillermo–. Pero hay dos clases de
magia. Hay una magia que es obra del diablo y que se propone destruir al hombre
mediante artificios que no es lícito mencionar. Pero hay otra magia que es obra
divina, ciencia de Dios que se manifiesta a través de la ciencia del hombre, y
que sirve para transformar la naturaleza, y uno de cuyos fines es el de
prolongar la misma vida del hombre. Esta última magia es santa, y los sabios
deberán dedicarse cada vez más a ella, no sólo para descubrir cosas nuevas,
sino también para redescubrir muchos secretos de la naturaleza que el saber
divino ya había revelado a los hebreos, a los griegos, a otros pueblos antiguos
e, incluso hoy, a los infieles (¡no te digo cuántas cosas maravillosas de óptica
y ciencia de la visión se encuentran en los libros de estos últimos!). Y la
ciencia cristiana deberá recuperar todos estos conocimientos que poseían los
paganos y poseen los infieles «como de injustos poseedores».
—Pero, ¿por qué los
que poseen esa ciencia no la comunican a todo el pueblo de Dios?
—Porque no todo el
pueblo de Dios está preparado para recibir tantos secretos, y a menudo ha
sucedido que los depositarios de esta ciencia fueron confundidos con magos que
habían pactado con el diablo, pagando con sus vidas el deseo que habían tenido
de compartir con los demás su tesoro de conocimientos. Yo mismo, durante los
procesos en que se acusaba a alguien de mantener comercio con el diablo, tuve
que evitar el uso de estas lentes, y recurrí a secretarios dispuestos a leerme
los textos que necesitaba conocer, porque, en caso contrario, como la presencia
del demonio era tan ubicua que todos respiraban, por decirlo así, su olor
azufrado, me habrían tomado por un amigo de los acusados. Además, como advertía
el gran Roger Bacon, no siempre los secretos de la ciencia deben estar al
alcance de todos, porque algunos podrían utilizarlos para cosas malas. A menudo
el sabio debe hacer que pasen por mágicos libros que en absoluto lo son, que
sólo contienen buena ciencia, para protegerlos de las miradas indiscretas.
—¿Temes, pues, que los simples puedan hacer
mal uso de esos secretos? –preguntó Nicola.
—En lo que se refiere a los simples, sólo
temo que se espanten, al confundirlos con aquellas obras del demonio que con
excesiva frecuencia suelen pintarles los predicadores. Mira, he conocido
médicos habilísimos que habían destilado medicinas capaces de curar en el acto
una enfermedad. Pero suministraban su ungüento o infusión a los simples,
pronunciando al mismo tiempo palabras sagradas, o salmodiando frases que
parecían plegarias. No lo hacían porque estas últimas tuviesen virtudes
curativas, sino para que los simples, creyendo que la curación procedía de la
plegaria, tragasen la infusión o se pusiesen el ungüento, y se curasen sin
prestar excesiva atención a su fuerza efectiva. Y además para que el ánimo,
estimulado por la confianza en la fórmula devota, estuviese mejor dispuesto
para acoger la acción corporal de la medicina. Pero a menudo los tesoros de la
ciencia deben defenderse, no de los simples, sino de los sabios. En la
actualidad se fabrican máquinas prodigiosas, de las que algún día te hablaré,
mediante las cuales se puede dirigir verdaderamente el curso de la naturaleza.
Pero, ¡ay! si cayesen en manos de hombres que las usaran para extender su poder
terrenal y saciar su ansia de posesión. Me han dicho que en Catay un sabio ha
mezclado un polvo que, en contacto con el fuego, puede producir un gran
estruendo y una gran llama, destruyendo todo lo que está alrededor, a muchas
brazas de distancia. Artificio prodigioso si fuese utilizado para desviar el
curso de los ríos o para deshacer la roca cuando hay que roturar nuevas
tierras. Pero, ¿y si alguien lo usase para hacer daño a sus enemigos?
—Quizá fuese bueno, si se tratara de
enemigos del pueblo de Dios –dijo devotamente Nicola.
—Quizá –admitió Guillermo–. Pero, ¿cuál es
hoy el enemigo del pueblo de Dios? ¿El emperador Ludovico o el papa Juan?
—¡Oh, Señor! –dijo asustado Nicola–, ¡no
quisiera tener que decidir yo solo un asunto tan doloroso!
—¿Ves? A veces es bueno que los secretos
sigan protegidos por discursos oscuros. Los secretos de la naturaleza no se
transportan en pieles de cabra o de oveja. Dice Aristóteles en el libro de los
secretos que cuando se comunican demasiados arcanos de la naturaleza y del arte
se rompe un sello celeste, y que ello puede ser causa de no pocos males. Lo que
no significa que no haya que revelar nunca los secretos, sino que son los
sabios quienes han de decidir cuándo y cómo.
—Por eso es bueno
que en sitios como éste –dijo Nicola–, no todos los libros estén al alcance de
todos.
—Esa es otra
historia –dijo Guillermo–. Se puede pecar por exceso de locuacidad y por exceso
de reticencia. No quise decir que haya que esconder las fuentes del saber.
Pienso, incluso, que está muy mal hacerlo. Lo que quise decir es que,
tratándose de arcanos capaces de engendrar tanto el bien como el mal, el sabio
tiene el derecho y el deber de utilizar un lenguaje oscuro, sólo comprensible
para sus pares. El camino de la ciencia es difícil, y es difícil distinguir en
él lo bueno de lo malo. Y muchas veces los sabios de estos nuevos tiempos sólo
son enanos subidos sobre los hombros de otros enanos.
La amable conversación con mi maestro debía
de haber predispuesto a Nicola para las confidencias, porque, haciéndole un
guiño (como para decirle: yo y tú nos entendemos porque hablamos de las mismas
cosas), dijo a modo de alusión:
—Sin embargo, allí –y señaló el Edificio–,
los secretos de la ciencia están bien custodiados mediante artificios
mágicos...
—¿Sí? –dijo Guillermo aparentando
indiferencia–. Puertas atrancadas, severas prohibiciones, amenazas, supongo.
—¡Oh, no! Más que
eso...
—¿Qué, por ejemplo?
—Bueno, no lo sé con exactitud, yo no me
ocupo de libros sino de vidrios, pero en la abadía circulan historias
extrañas...
—¿Qué tipo de
historias?
—Extrañas. Por ejemplo, acerca de un monje
que durante la noche quiso aventurarse en la biblioteca, para buscar un libro
que Malaquías se había negado a darle, y vio serpientes, hombres sin cabeza, y
otros con dos cabezas.
Por poco salió loco
del laberinto...
—¿Por qué hablas de magia y no de
apariciones diabólicas?
—Porque aunque sólo
sea un pobre maestro vidriero no soy tan ignorante. El diablo (¡Dios nos
proteja!) no tienta a un monje con serpientes y hombres bicéfalos. En todo caso
lo hace con visiones lascivas, como las que asaltaban a los padres del
desierto. Además, si es malo acceder a ciertos libros, ¿por qué el diablo
impediría que un monje obrase mal?
—Me parece un buen entimema –admitió
mi maestro.
—Por último, cuando
ajusté las vidrieras del hospital me entretuve hojeando algunos de los libros
de Severino. Había un libro de secretos, escritos, creo, por Alberto Magno. Me
atrajeron algunas miniaturas curiosas, y leí ciertas páginas donde se describía
el modo de untar la mecha de una lámpara de aceite para que el humo que de ella
se desprenda provoque visiones. Habrás advertido, o todavía no, porque este es
tu primer día en el monasterio, que durante la noche el piso superior del
Edificio está iluminado. En algunos sitios se percibe una luz muy tenue a
través de las ventanas. Muchos se han preguntado qué puede ser, y se ha hablado
de fuegos fatuos, o de las almas de los monjes bibliotecarios que después de
muertos regresan para visitar su reino. Aquí hay muchos que aceptan esta
explicación. Yo pienso que se trata de lámparas preparadas para provocar
visiones. Sabes, si tomas grasa de la oreja de un perro y untas con ella la
mecha, el que respira el humo de esa lámpara creerá que tiene cabeza de perro,
y si alguien se encuentra a su lado lo verá con cabeza de perro. Y hay otro
ungüento que hace sentir grandes como elefantes a los que están cerca de la
lámpara. Y con los ojos de un murciélago y de dos peces cuyo nombre no
recuerdo, y la hiel de un lobo, puedes hacer que la mecha al arder te provoque
visiones de los animales que has utilizado. Y con la cola de la lagartija
provocas visiones en las que todo parece de plata, y con la grasa de una
serpiente negra y un trozo de mortaja la habitación parecerá llena de
serpientes. Estoy seguro. En la biblioteca hay alguien muy astuto...
—Pero, ¿no podrían
ser las almas de los bibliotecarios muertos las que hacen esas brujerías?
Nicola quedó perplejo e inquieto:
—En eso no había pensado. Quizá sea
así. Dios nos proteja. Es tarde, ya ha empezado el oficio de vísperas. Adiós.
Y se dirigió hacia la iglesia.
Seguimos caminando
hacia el sur: a la derecha el albergue de los peregrinos y la sala capitular
con el jardín; a la izquierda los trapiches, el molino, los graneros, los
almacenes, la casa de los novicios. Y todos a toda prisa hacia la iglesia.
—¿Qué pensáis de lo que ha dicho
Nicola? –pregunté.
—No sé. En la
biblioteca sucede algo, y no creo que sean las almas de los bibliotecarios
muertos...
—¿Por qué?
—Porque supongo que han sido tan virtuosos
que ahora están en el reino de los cielos contemplando el rostro de la
divinidad, si esta respuesta te satisface. En cuanto a las lámparas, si las
hay, ya las veremos. Y en cuanto a los ungüentos de que hablaba nuestro
vidriero, existen maneras más fáciles de provocar visiones, y Severino las
conoce muy bien, como pudiste comprobar esta misma tarde. Lo cierto es que en
la abadía se desea que nadie entre por la noche en la biblioteca, y que, en
cambio, muchos han intentado, o intentan, hacerlo.
—¿Y qué tiene que ver nuestro crimen
con este asunto?
—¿Crimen? Cuanto más
lo pienso, más me convenzo de que Adelmo se suicidó.
—¿Por qué lo haría?
—¿Recuerdas esta
mañana cuando reparé en el estercolero? Al subir por la vuelta del camino que
pasa bajo el torreón oriental había observado signos de un derrumbamiento: o
sea que una parte del terreno, más o menos en el sitio donde se acumula el
estiércol, estaba derrumbada hasta el pie de dicho torreón. Por eso esta tarde,
cuando miramos desde arriba, vimos el estiércol poco cubierto de nieve, o
apenas cubierto por la última de ayer, y no por la de los días anteriores. En
cuanto al cadáver de Adelmo, el Abad nos ha dicho que estaba destrozado por las
rocas, y al pie del torreón oriental los pinos empiezan justo donde acaba la
construcción. En cambio, sí hay rocas en el sitio donde acaba la muralla:
forman una especie de escalón desde el que cae el estiércol.
—¿Entonces?
—Entonces piensa si acaso no sería
más... ¿cómo decirlo?... menos oneroso para nuestra mente pensar que Adelmo,
por razones que aún debemos averiguar, se arrojó sponte sua por el parapeto de
la muralla, rebotó en las rocas y ya muerto o herido, se precipitó hacia el
montón de estiércol. Después, el huracán de aquella noche provocó un
derrumbamiento que arrastró el estiércol, parte del terreno y también el cuerpo
del pobrecillo hasta el pie del torreón oriental.
—¿Por qué decís que
ésta es una solución menos onerosa para nuestra mente?
—Querido Adso, no
conviene multiplicar las explicaciones y las causas mientras no haya estricta
necesidad de hacerlo. Si Adelmo cayó desde el torreón oriental es preciso que
haya penetrado en la biblioteca, que alguien lo haya golpeado primero para que
no opusiese resistencia, que éste haya encontrado la manera de subir con su
cuerpo a cuestas hasta la ventana, que la haya abierto y haya arrojado por ella
al infeliz. Con mi hipótesis, en cambio, nos basta Adelmo, su voluntad y un
derrumbamiento del terreno. Todo se explica utilizando menor número de causas.
—Pero, ¿por qué se
habría matado?
—Pero, ¿por qué lo habrían matado?
En cualquiera de los
dos casos, hay que buscar las razones. Y no me cabe la menor duda de que
existen. En el Edificio se respira un aire de reticencia, todos nos ocultan
algo. Por de pronto ya hemos recogido algunas insinuaciones, en realidad bastante
vagas, acerca de cierta relación extraña que existía entre Adelmo y Berengario.
O sea que hemos de vigilar al ayudante del bibliotecario.
Mientras hablábamos,
acabó el oficio de vísperas. Los sirvientes regresaban a sus viviendas antes de
retirarse a cenar; los monjes se dirigían al refectorio. El cielo ya estaba
oscuro y empezaba a nevar. Una nieve ligera, de pequeños copos blandos, que
continuaría, creo, durante gran parte de la noche, porque a la mañana siguiente
toda la meseta, como diré, apareció cubierta por un manto de blancura.
Tenía hambre y acogí con alivio la
propuesta de ir al comedor.
PRIMER DÍA
COMPLETAS
Donde Guillermo y Adso disfrutan de la amable
hospitalidad del Abad y de la airada conversación de Jorge.
Grandes antorchas
iluminaban el refectorio. Los monjes ocupaban una fila de mesas, dominada por
la del Abad que estaba dispuesta perpendicularmente sobre un amplio estrado. En
el lado opuesto había un púlpito, donde ya estaba instalado el monje que haría
la lectura durante la cena. El Abad nos esperaba junto a una fuentecilla con un
paño blanco para secarse las manos después del lavado, de acuerdo con los
antiquísimos consejos de San Pacomio.
El Abad invitó a
Guillermo a su mesa y dijo que por aquella noche, dado que también yo acababa
de llegar, gozaría del mismo privilegio, aunque fuese un novicio benedictino.
En los días sucesivos, me dijo con tono paternal, podría sentarme con los
monjes, o, si mi maestro me encargaba alguna tarea, pasar antes o después de
las comidas por la cocina, donde los cocineros se ocuparían de mí.
Ahora los monjes estaban de pie junto a las
mesas, inmóviles, con la capucha sobre el rostro y las manos bajo el
escapulario. El Abad se acercó a su mesa y pronunció el «Bendecid.» Desde el púlpito el cantor entonó el «Comerán
los pobres». El Abad dio su bendición y todos tomaron asiento.
La regla de nuestro fundador prevé una comida
bastante sobria, pero deja al Abad en libertad de decidir cuanto alimento
necesitan de hecho los monjes. Por otra parte, en nuestras abadías reina una
gran tolerancia respecto a los placeres de la mesa. No hablo de las que,
desgraciadamente, se han convertido en cuevas de glotones; pero, incluso las
que se inspiran en criterios de penitencia y virtud, proporcionan a los monjes,
dedicados casi siempre a pesadas tareas intelectuales, una alimentación no
excesivamente refinada pero sí sustanciosa. Por otra parte, la mesa del Abad
siempre goza de cierto privilegio, entre otras razones porque no es raro que
acoja huéspedes importantes, y las abadías están orgullosas de los productos de
su tierra y de sus establos, así como de la pericia de sus cocineros.
La comida de los monjes se desarrolló en
silencio, como de costumbre, y cada uno se comunicaba con los otros mediante el
habitual alfabeto de los dedos. Una vez que los platos destinados a todos
pasaban por la mesa del Abad, los primeros en ser servidos eran los novicios y
los monjes más jóvenes.
En la mesa del Abad
estaban sentados con nosotros Malaquías, el cillerero, y los dos monjes más
ancianos, Jorge de Burgos, el anciano ciego que ya había conocido en el
scriptorium, y el viejísimo Alinardo da Grottaferrata: casi centenario, cojo y
de aspecto frágil, me pareció que estaba ido. De él nos dijo el Abad que había
hecho su noviciado en la abadía y que desde entonces vivía en ella, de modo que
era capaz de recordar hechos ocurridos al menos ochenta años antes. Esto nos lo
dijo al principio, en voz baja, porque después se atuvo a la usanza de nuestra
orden y escuchó en silencio el desarrollo de la lectura. Pero, como ya he
dicho, en la mesa del Abad cabían ciertas libertades, y tuvimos ocasión de
alabar los platos que nos ofrecieron, al tiempo que el Abad celebraba la
calidad de su aceite o de su vino. En cierto momento, al servirnos de beber,
nos recordó, incluso, aquellos pasajes de la regla donde el santo fundador
señala que, sin duda, el vino no conviene a los monjes, pero, como es imposible
impedir la bebida a los monjes de nuestro tiempo, al menos debe evitarse que
beban hasta la saciedad, porque el vino vuelve apóstatas incluso a los sabios,
como recuerda el Eclesiástico. Benito decía: «en nuestros tiempos», y se
refería a los suyos, ya tan lejanos. Imaginemos los tiempos en los que
transcurrió aquella cena en la abadía, después de tantos años de decadencia
moral (¡y no hablo de los míos, de los tiempos en que escribo esta historia,
con la diferencia de que aquí, en Melk, lo que más corre es la cerveza!): o sea
que se bebió sin exagerar, pero también sin privarse del gusto.
Comimos carne al asador, cerdos recién
matados, y advertí que para los otros platos no se usaba grasa de animales ni
aceite de colza, sino buen aceite de oliva, que procedía de los terrenos
abaciales situados al pie de la montaña, del lado del mar. El Abad nos hizo
probar el pollo (reservado para su mesa) que había visto preparar en la cocina.
Observé, detalle bastante raro, que también disponía de una horquilla metálica,
cuya forma me recordaba la de las lentes de mi maestro: hombre de noble
extracción, nuestro anfitrión no deseaba ensuciarse las manos con la comida, e
incluso nos ofreció su instrumento, al menos para coger las carnes de la gran
fuente y ponerlas en nuestras escudillas. Yo no acepté, pero Guillermo lo hizo
de buen grado, utilizando con desenvoltura aquel utensilio de señores, quizá
para demostrarle al Abad que los franciscanos no eran necesariamente personas
de escasa educación y de extracción humilde.
Entusiasmado con
tanta buena comida (después de varios días de viaje en que nos habíamos
alimentado con lo que encontramos), me distraje y perdí el hilo de la lectura,
que había seguido desarrollándose con devoción. Volví a prestarle atención al
escuchar un vigoroso gruñido de asentimiento que emitió Jorge. Y comprendí que
había llegado a la parte en que siempre se lee un capítulo de la Regla.
Recordando lo que había dicho aquella tarde, no me asombró la satisfacción que
ahora expresaba. En efecto, el lector decía: «Imitemos el ejemplo del profeta,
que dice: lo he decidido, vigilaré por donde voy, para no pecar con mi lengua,
he puesto una mordaza en mi boca, me he humillado enmudeciendo, me he abstenido
de hablar hasta de las cosas honestas. Y si en este pasaje el profeta nos
enseña que a veces por amor al silencio habría que abstenerse incluso de los
discursos lícitos, ¡cuánto más debemos abstenernos de los discursos ilícitos
para evitar el castigo de este pecado!» Y añadió: «Pero a las vulgaridades, las
tonterías y las bufonadas las condenamos a reclusión perpetua, en todos los
sitios, y no permitimos que el discípulo abra la boca para proferir esa clase
de discursos.»
—Y valga esto para la
nota marginal de que se hablaba hoy –no pudo dejar de comentar Jorge en voz
baja–. Juan Crisóstomo ha dicho que Cristo nunca rió.
—Nada en su
naturaleza humana lo impedía –observó Guillermo–, porque la risa, como enseñan
los teólogos, es propia del hombre.
—«tal vez pudo
[hacerlo], pero no se lee que lo hubiera hecho [la risa], dijo escuetamente
Jorge, citando a Pedro Cantor.
— Comer ya cocinado –susurró Guillermo.
—¿Qué?
–preguntó Jorge,
creyendo que se refería a la comida que acababan de servirle.
—Son las palabras que según Ambrosio
pronunció San Lorenzo en la parrilla, cuando invitó a sus verdugos a que le
dieran vuelta, como también recuerda Prudencio en el Peristefanes –dijo
Guillermo haciéndose el santo–. San Lorenzo sabía, pues, reír y decir cosas
risibles, aunque más no fuera para humillar a sus enemigos.
—Lo que demuestra que la risa está bastante
cerca de la muerte y de la corrupción del cuerpo –replicó con un gruñido Jorge,
y debo admitir que su lógica era irreprochable.
En ese momento el Abad nos invitó
amablemente a callar. Por lo demás, la cena ya estaba terminando. El Abad se
puso de pie e hizo la presentación de Guillermo. Alabó su sabiduría, mencionó
su fama, y anunció a los monjes que le había rogado que investigara la muerte
de Adelmo, invitándoles a responder a sus preguntas, y a avisar a sus
subalternos en toda la abadía para que también lo hicieran. Les dijo, además,
que facilitaran su investigación, siempre y cuando, añadió, no violase las
reglas del monasterio. En cuyo caso necesitaría una autorización expresa de su
parte.
Acabada la cena, los
monjes se dispusieron a dirigirse hacia el coro para asistir al oficio de
completas. Volvieron a echarse las capuchas sobre los rostros y se pusieron en
fila ante la puerta. Permanecieron quietos un momento y luego se encaminaron
hacia el coro, al que entraron por la puerta septentrional, después de
atravesar, siempre en fila, el cementerio.
Nosotros salimos junto con el Abad. —¿Ahora se cierran las puertas del Edificio? –preguntó Guillermo.
—Una vez que los
sirvientes hayan limpiado el refectorio y las cocinas, el propio bibliotecario
cerrará todas las puertas, atrancándolas desde dentro.
—¿Desde dentro? ¿Y él por dónde sale?
El Abad clavó un momento sus ojos en
Guillermo, con gesto adusto:
—Sin duda no duerme en la cocina
–dijo bruscamente, y apretó el paso.
—¡Vaya, vaya! –me
susurró Guillermo–, o sea que existe otra entrada, pero nosotros no debemos
conocerla –sonreí orgulloso de su deducción, pero me regañó–. No te rías. Ya
has visto que en este recinto la risa no goza de buena reputación.
Entramos al coro. Ardía una sola lámpara,
situada sobre un robusto trípode de bronce que tendría la altura de dos
hombres. En silencio, los monjes se acomodaron en los bancos, mientras el
lector leía un pasaje de una homilía de San Gregorio.
Después el Abad hizo
una señal y el cantor entonó Señor, ten
piedad de nosotros. El Abad respondió «pero tú. Señor, ten compasión de
nosotros». «Nuestra ayuda en el nombre del Señor. Que hizo el cielo y la
tierra.» Son invocaciones litúrgicas entresacadas de la Sagrada Escritura,
sobre todo del libro de los Salmos, y todos profirieron a coro «pero tú, Señor,
ten compasión de nosotros. Nuestra ayuda en el nombre del Señor. Que hizo el
cielo y la tierra.» (Son invocaciones litúrgicas entresacadas de la Sagrada
Escritura, sobre todo del libro de los Salmos). «pero tú. Señor, ten compasión
de nosotros». «Nuestra ayuda en el nombre del Señor.» «Que hizo el cielo y la
tierra.» (Son invocaciones litúrgicas entresacadas de la Sagrada Escritura,
sobre todo del libro de los Salmos). Entonces
se inició el canto de los salmos: Cuando
invoco, respóndeme, ¡oh Dios de mi justicia! Te agradeceré Señor con todo mi
corazón; bendecid al Señor, siervos todos del Señor. Nosotros no nos
habíamos sentado. Desde donde estábamos, al fondo de la nave central, pudimos
ver a Malaquías, que apareció de pronto entre las sombras, procedente de una
capilla lateral.
—No pierdas de vista ese sitio –me dijo
Guillermo–. Podría haber allí un pasaje que condujera al Edificio.
—¿Por debajo del
cementerio?
—¿Por qué no? Pensándolo bien, en alguna
parte debe de haber un osario, es imposible que durante siglos hayan seguido
enterrando a todos los monjes en ese trozo de tierra.
—Pero, ¿de verdad
queréis entrar de noche en la biblioteca? –pregunté aterrado.
—¿Dónde están los
monjes difuntos y las serpientes y las luces misteriosas, mi buen Adso? No,
muchacho. Hoy pensé en hacerlo, y no por curiosidad sino porque intentaba
resolver el problema de la muerte de Adelmo. Pero ahora, como ya te he dicho,
me inclino hacia una explicación más lógica, y, al fin y al cabo, tampoco
quisiera violar las reglas de este sitio.
—Entonces, ¿por qué queréis saber?
—Porque la ciencia
no consiste sólo en saber lo que debe o puede hacerse, sino también en saber lo
que podría hacerse aunque quizá no debiera hacerse. Por eso le decía hoy al
maestro vidriero que el sabio debe velar de alguna manera los secretos que
descubre, para evitar que otros hagan mal uso de ellos. Pero hay que descubrir
esos secretos, y esta biblioteca me parece más bien un sitio donde los secretos
permanecen ocultos.
Dicho eso, se
dirigió hacia la salida, porque el oficio había terminado. Los dos estábamos
muy cansados y fuimos a nuestra celda. Me acurruqué en lo que Guillermo,
bromeando, y me dormí en seguida.
SEGUNDO DÍA
MAITINES
Donde
pocas horas de mística felicidad son interrumpidas por un hecho sumamente
sangriento.
Símbolo unas veces
del demonio y otras de Cristo resucitado, no existe animal más mudable que el
gallo. En nuestra orden los hubo perezosos, que no cantaban al despuntar el
sol. Por otra parte, sobre todo en los días de invierno, el oficio de maitines
se desarrolla cuando aún es de noche y la naturaleza está dormida, porque el
monje debe levantarse en la oscuridad, y en la oscuridad debe orar mucho tiempo,
en espera del día, iluminando las tinieblas con la llama de la devoción. Por
eso la costumbre prevé sabiamente que algunos monjes no se acuesten como sus
hermanos, sino que velen y pasen la noche recitando con ritmo siempre igual el
número de salmos que les permita medir el tiempo transcurrido, para que, una
vez cumplidas las horas consagradas al sueño de los otros, puedan dar a los
otros la señal de despertar.
Así, aquella noche nos despertaron los que
recorrían el dormitorio y la casa de los peregrinos tocando una campanilla,
mientras uno iba de celda en celda gritando el Benedicamus Domino, al que respondían sucesivos Bendigamos al
Señor.
Guillermo y yo nos
atuvimos al uso benedictino; en menos de media hora estuvimos listos para
afrontar la nueva jornada, y nos dirigimos hacia el coro, donde los monjes
esperaban arrodillados en el suelo, recitando los primeros quince salmos, hasta
que entraran los novicios conducidos por su maestro. Después, cada uno se sentó
en su puesto y el coro entonó el «Señor, abrirás mis labios y mi boca anunciará
tu alabanza» (Salmo 50,17). El grito
ascendió hacia las bóvedas de la iglesia como la súplica de un niño. Dos monjes
subieron al púlpito y cantaron el salmo noventicuatro, al que siguieron los otros prescriptos. Y sentí
el ardor de una fe renovada.
Los monjes estaban en sus asientos, sesenta
figuras igualadas por el sayo y la capucha, sesenta sombras apenas iluminadas
por la lámpara del gran trípode, sesenta voces consagradas a la alabanza del
Altísimo. Y al escuchar aquella conmovedora armonía, preludio de las delicias
del paraíso, me pregunté si de verdad la abadía era un sitio de misterios
ocultos, de ilícitos intentos de descubrirlos y de oscuras amenazas. Porque en
aquel momento la veía, en cambio, como refugio de santos, cenáculo de virtudes,
relicario de saber, arca de prudencia, torre de sabiduría, recinto de
mansedumbre, bastión de entereza, turíbulo de santidad.
Después de los salmos comenzó la lectura del
texto sagrado. Algunos monjes cabeceaban por el sueño, y uno de los que habían
velado aquella noche recorría los asientos con una lamparilla para despertar a
los que se quedaban dormidos. Cuando eso sucedía, el monje sorprendido in
fraganti debía pagar su falta cogiendo la lámpara y continuando la ronda de
vigilancia. Después se cantaron otros seis salmos. A los que siguió la
bendición del Abad. El semanero pronunció las oraciones, y todos se inclinaron
hacia el altar en un minuto de recogimiento cuya dulzura sólo puede
comprenderse si se ha vivido alguna vez un momento tan intenso de ardor místico
y de profunda paz interior. Finalmente, con la capucha de nuevo sobre el
rostro, se sentaron todos y entonaron el solemne Te Deum. También yo alabé al Señor por haberme librado de mis
dudas, descargándome de la sensación de inquietud en que me había sumido el
primer día pasado en la abadía. Somos seres frágiles, me dije, incluso entre
estos monjes doctos y devotos el maligno esparce pequeñas envidias, sutiles
enemistades, pero es sólo humo que el viento impetuoso de la fe disipa tan
pronto como todos se reúnen en el nombre del Padre, y Cristo vuelve a estar con
ellos.
Entre maitines y laudes el monje no regresa
a su celda, aunque todavía sea noche cerrada. Los novicios se dirigieron con su
maestro hacia la sala capitular, para estudiar los salmos; algunos monjes
permanecieron en la iglesia para acomodar los objetos litúrgicos; la mayoría se
encaminó al claustro donde en silencio cada uno se hundió en la meditación; y
lo mismo hicimos Guillermo y yo. Los sirvientes aún dormían, y seguían
durmiendo cuando, con el cielo todavía oscuro, regresamos al coro para el
oficio de laudes.
Se entonaron de nuevo los salmos, y uno en
especial, entre los previstos para el lunes, volvió a sumirme en los temores de
antes: «La culpa se ha apoderado del impío, de lo íntimo de su corazón, no hay
temor de Dios en sus ojos, actúa fraudulentamente con él, y así su lengua se
vuelve odiosa.» Pensé que era un mal augurio que justo aquel día la regla
prescribiese una admonición tan terrible. Tampoco calmó mis palpitaciones de
inquietud la habitual lectura del Apocalipsis, que siguió a los salmos de
alabanza. Y volví a ver las figuras de la portada que tanto habían subyugado mi
corazón y mis ojos el día anterior. Pero después del responsorio, el himno y el
versículo, cuando estaba iniciándose el cántico del evangelio, percibí a través
de las ventanas del coro, justo encima del altar, una pálida claridad que ya
encendía los diferentes colores de las vidrieras, mortificados hasta entonces
por la tiniebla. Aún no era la aurora, que triunfaría durante prima, justo en
el momento de entonar el «Dios que es el esplendor admirable de los santos.»
«Salido ya el sol» (Himno I de Prima). Apenas era el débil anuncio del alba
invernal, pero bastó, y bastó para reconfortar mi corazón la leve penumbra que
en la nave estaba reemplazando a la oscuridad nocturna.
Cantábamos las palabras del libro divino, y,
mientras así dábamos testimonio del Verbo que había venido a iluminar a las
gentes, me pareció que el astro diurno iba invadiendo el templo con todo su
fulgor. Me pareció que la luz, aún ausente, resplandecía en las palabras del
cántico, lirio místico que se abría oloroso entre la crucería de las bóvedas.
«Gracias, Señor, por ese momento de goce indescriptible», oré en silencio, y dije
a mi corazón: «Y tú, necio, ¿qué temes?»
De pronto se alzaron clamores por el lado de
la puerta septentrional. Me pregunté cómo podía ser que los sirvientes, que
debían de estar preparándose para iniciar sus tareas, perturbasen de aquel modo
el oficio sagrado. En ese momento entraron tres porquerizos y, con el terror en
el rostro, se acercaron al Abad para susurrarle algo. Al comienzo éste hizo
ademán de calmarlos, como si no desease interrumpir el oficio, pero entraron
otros sirvientes y los gritos se hicieron más fuertes: «¡Es un hombre, un
hombre muerto!», dijo alguien, y otros: «Un monje, ¿no has visto los zapatos?»
Los que estaban orando callaron. El Abad
salió a toda prisa, haciéndole una señal al cillerero para que lo siguiese.
Guillermo fue tras ellos, pero ya los otros monjes abandonaban sus asientos y
se precipitaban fuera de la iglesia.
El cielo estaba claro y la capa de nieve
sobre el suelo realzaba la luminosidad de la meseta. Detrás del coro, frente a
los chiqueros, donde desde el día anterior se destacaba la presencia del gran
recipiente para la sangre de los cerdos, un extraño objeto casi cruciforme
asomaba del borde de la tinaja, como dos palos clavados en el suelo, que,
cubiertos con trapos, sirviesen para espantar a los pájaros.
Pero eran dos
piernas humanas, las piernas de un hombre clavado de cabeza en la vasija llena
de sangre.
El Abad ordenó que
extrajeran el cadáver del líquido infame (porque, lamentablemente, ninguna
persona viva habría podido permanecer en aquella posición obscena). Vacilando,
los porquerizos se acercaron al borde y, no sin mancharse, extrajeron la pobre
cosa sanguinolenta. Como me habían explicado, si se mezclaba bien en seguida
después del sacrificio, y se dejaba al frío, la sangre no se coagulaba, pero la
capa que cubría el cadáver empezaba a endurecerse, empapaba la ropa y volvía el
rostro irreconocible. Se acercó un sirviente con un cubo de agua y lo arrojó
sobre el rostro del miserable despojo. Otro se inclinó con un paño para
limpiarle las facciones. Y ante nuestros ojos apareció el rostro blanco de
Venancio de Salvernec, el especialista en griego con quien habíamos conversado
por la tarde ante los códices de Adelmo.
—Quizás Adelmo se haya suicidado –dijo
Guillermo, mirando fijamente aquel rostro– pero sin duda, éste no. Y tampoco
cabe pensar que haya trepado por casualidad hasta el borde de la tinaja y haya
caído dentro por error.
El Abad se le
acercó:
—Como veis, fray Guillermo, algo sucede en
la abadía, algo que requiere toda vuestra sabiduría. Pero, os lo suplico,
¡actuad pronto!
—¿Estaba en el coro durante el oficio?
–preguntó Guillermo, señalando el cadáver.
—No. Había notado
que su asiento estaba vacío.
—¿No faltaba nadie
más?
—Me parece que no.
No vi nada.
Guillermo vaciló antes de formular la
siguiente pregunta, y luego la susurró, cuidando de que nadie más lo escuchara:
—¿Berengario estaba
en su sitio?
El Abad lo miró con inquieta admiración,
como dando casi a entender que se asombraba de que mi maestro abrigase una
sospecha que durante un momento él mismo había abrigado, pero por razones más
comprensibles.
Después dijo
rápidamente:
—Estaba. Su asiento
se encuentra en la primera fila, casi a mi derecha.
—Desde luego –dijo Guillermo–, todo esto no
significa nada. No creo que nadie, para entrar al coro, haya pasado por detrás
del ábside, de modo que el cadáver pudo haber estado aquí desde hace varias
horas, al menos desde que todos se fueron a dormir.
—Es cierto, los primeros sirvientes se
levantan al alba, y por eso sólo lo han descubierto ahora.
Guillermo se inclinó sobre el cadáver, como
si estuviese habituado a tratar con cuerpos muertos. Mojó el paño que yacía a
un lado en el agua del cubo y limpió mejor el rostro de Venancio. Entre tanto
los otros monjes se apiñaban aterrados, formando un círculo vocinglero que el
Abad estaba intentando acallar. Entre ellos se abrió paso Severino, a quien
incumbía el cuidado de los cuerpos de la abadía, y se inclinó junto a mi
maestro. Para escuchar su diálogo, y para ayudar a Guillermo, que necesitaba
otro paño limpio empapado de agua, me uní a ellos, haciendo un esfuerzo para
vencer mi terror y mi asco.
—¿Alguna vez has
visto un ahogado? –preguntó Guillermo.
—Muchas veces –dijo Severino–. Y, si no
interpreto mal lo que insinuáis, su rostro no es como éste; las facciones
aparecen hinchadas.
—Entonces el hombre ya estaba muerto cuando
alguien lo arrojó a la tinaja.
—¿Por qué habría de
hacerlo?
—¿Por qué habría de matarlo? Estamos ante la
obra de una mente perversa. Pero ahora hay que ver si el cuerpo presenta
heridas o contusiones. Propongo llevarlo a los baños, desnudarlo, lavarlo y
examinarlo. En seguida estaré contigo.
Y mientras Severino, una vez recibida la
autorización del Abad, hacía transportar el cuerpo por los porquerizos, mi
maestro pidió que se ordenara a los monjes regresar al coro por el mismo camino
que habían utilizado al venir, y que otro tanto hicieran los sirvientes, para
que el espacio quedara vacío. Sin preguntarle la razón de ese pedido, el Abad
lo satisfizo. De modo que nos quedamos solos junto a la tinaja, cuya sangre se
había derramado en parte durante la macabra operación, manchando de rojo la
nieve circundante que el agua vertida había disuelto en varios sitios, solos
junto al gran cuajarón oscuro en el lugar donde habían acostado el cadáver.
—Bonito enredo –dijo Guillermo señalando el
complejo juego de pisadas que los monjes y los sirvientes habían dejado alrededor–.
La nieve, querido Adso, es un admirable pergamino en el que los cuerpos de los
hombres escriben con gran claridad. Pero éste es un palimpsesto mal rascado y
quizá no logremos leer nada de interés. De aquí a la iglesia, los monjes han
pasado en tropel, de aquí al chiquero y a los establos, ha pasado una multitud
de sirvientes. El único espacio intacto es el que va de los chiqueros al
Edificio.
Veamos si
descubrimos algo interesante.
—Pero, ¿qué queréis
descubrir? –pregunté.
—Si no se arrojó solo al recipiente, alguien
lo trajo hasta aquí cuando ya estaba muerto, supongo. Y el que transporta el
cuerpo de otro deja huellas profundas en la nieve. Ahora mira si encuentras
alrededor unas huellas que te parezcan distintas de las de estos monjes vociferantes
que han arruinado nuestro pergamino.
Eso hicimos. Y me apresuro a decir que fui
yo, Dios me salve de la vanidad, quien descubrí algo entre el recipiente y el
Edificio. Eran improntas de pies humanos, bastante hondas, en una zona por la
que nadie había pasado, y, como mi maestro advirtió de inmediato, menos nítidas
que las dejadas por los monjes y los sirvientes, signo de que había caído nieve
sobre ellas y que, por tanto, databan de más tiempo. Pero lo que nos pareció
más interesante fue que entre aquellas improntas había una huella más continua,
como de algo arrastrado por el que había dejado las improntas. O sea, una
estela que iba de la tinaja a la puerta del refectorio, por el lado del
Edificio que estaba entre la torre meridional y la septentrional.
—Refectorio, scriptorium, biblioteca –dijo
Guillermo–. De nuevo la biblioteca. Venancio murió en el Edificio, y muy
probablemente en la biblioteca.
—¿Por qué justo en
la biblioteca?
—Trato de ponerme en el lugar del asesino.
Si Venancio hubiese muerto, asesinado, en el refectorio, en la cocina o en el
scriptorium, ¿por qué no dejarlo allí? Pero si murió en la biblioteca, había
que llevarlo a otro sitio, ya sea porque en la biblioteca nunca lo habrían
descubierto (y quizá al asesino le interesaba precisamente que lo
descubrieran), o bien porque quizá el asesino no desea que la atención se
concentre en la biblioteca.
—¿Y por qué podría
interesarle al asesino que lo descubrieran?
—No lo sé. Son hipótesis. ¿Quién te asegura
que el asesino mató a Venancio porque lo odiaba? Podría haberlo matado, como a
cualquier otro, para significar otra cosa.
— «toda criatura del mundo es como un libro y
escritura», –murmuré–. Pero, ¿qué tipo de signo sería?
—Eso es lo que no sé. Pero no olvidemos que
también existen signos que sólo parecen tales, pero que no tienen sentido, como
blitiri o bu-ba-baff...
—¡Sería atroz matar
a un hombre para decir bu-ba-baff!
—Sería atroz –comentó Guillermo– matar a un
hombre para decir Credu in unum Deum...
En ese momento llegó Severino. Había lavado
y examinado cuidadosamente el cadáver: Ninguna herida, ninguna contusión en la
cabeza.
Muerto como por
encanto.
—¿Como por castigo
divino? –preguntó Guillermo.
—Quizá –dijo
Severino.
—¿O por algún
veneno?
Severino vaciló:
—También puede ser.
—¿Tienes venenos en el laboratorio?
–preguntó Guillermo, mientras nos encaminábamos hacia el hospital.
—También los tengo. Pero depende de lo que
entiendas por veneno. Hay sustancias que en pequeñas dosis son saludables, y
que en dosis excesivas provocan la muerte. Como todo buen herbolario, las poseo
y las uso con discreción. En mi huerto cultivo, por ejemplo, la valeriana.
Pocas gotas en una infusión de otras hierbas sirven para calmar al corazón que
late desordenadamente. Una dosis exagerada provoca entumecimiento y puede
matar.
—¿Y no has observado en el cadáver los
signos de algún veneno en particular?
—Ninguno. Pero
muchos venenos no dejan huellas.
Habíamos llegado al hospital. El cuerpo de
Venancio, lavado en los baños, había sido transportado allí y yacía sobre la
gran mesa del laboratorio de Severino: los alambiques y otros instrumentos de
vidrio y loza me hicieron pensar (aunque sólo tuviese una idea indirecta del
mismo) en el laboratorio de un alquimista. En una larga estantería fijada a la
pared externa se veía un nutrido conjunto de frascos, jarros y vasijas con
sustancias de diferentes colores.
—Una hermosa colección de simples –dijo
Guillermo–. ¿Todos proceden de vuestro jardín?
—No –dijo Severino–. Muchas sustancias,
raras y que no crecen en estas zonas, han ido llegando a lo largo de los años,
traídas por monjes de todas partes del mundo. Tengo cosas preciosas y
rarísimas, junto con otras sustancias que pueden obtenerse fácilmente en la
vegetación de este sitio. Mira... alghalingho pesto, procede de Catay, me la
dio un sabio árabe. Aloe sucotrino, procede de las Indias, óptimo cicatrizante.
Ariento vivo, resucita a los muertos, mejor dicho, despierta a los que han
perdido el sentido. Arsénico: peligrosísimo, un veneno mortal para el que lo
ingiere. Borraja, planta buena para los pulmones enfermos. Betónica, buena para
las fracturas de la cabeza.
Almáciga, detiene
los flujos pulmonares y los catarros molestos. Mirra...
—¿La de los magos?
–pregunté.
—La de los magos, pero aquí sirve para
evitar los abortos, y procede de un árbol llamado Balsamodendron myrra. Esta
otra es numia, rarísima, producto de la descomposición de los cadáveres
momificados, y sirve para preparar muchos medicamentos casi milagrosos.
Mandrágora officinalis, buena para el sueño...
—Y para despertar el
deseo de la carne –comentó mi maestro.
—Eso dicen, pero aquí no se la usa de esa
manera, como podéis imaginar –sonrió Severino–. Mirad esta otra –dijo cogiendo
un frasco–, tucia, milagrosa para los ojos.
—¿Y ésta qué es? –preguntó con mucho interés
Guillermo tocando una piedra apoyada en un estante.
—¿Esta? Me la regalaron hace tiempo. La
llaman lopris amatiti o lapis ematitis. Parece poseer diversas virtudes
terapéuticas, pero aún no las he descubierto. ¿La conocéis?
—Sí –dijo
Guillermo–. Pero no como medicina.
Extrajo del sayo un cuchillito y lo acercó
lentamente a la piedra. Cuando el cuchillito, que su mano desplazaba con mucha
delicadeza, estuvo muy cerca de la piedra, vi que la hoja hacía un movimiento
brusco, como si Guillermo hubiese perdido el pulso, cosa que no era posible,
porque lo tenía muy firme.
Y la hoja se adhirió
a la piedra con un ruidito metálico.
—¿Ves? –me dijo
Guillermo–. Atrae el hierro.
—¿Y para qué sirve?
—Para varias cosas que ya te explicaré.
Ahora quisiera saber, Severino, si aquí hay algo capaz de matar a un hombre.
Severino reflexionó un momento, demasiado
largo diría yo, dada la nitidez de su respuesta:
—Muchas cosas. Ya te he dicho que el límite
entre el veneno y la medicina es bastante tenue, los griegos usaban la misma
palabra, pharmacon, para referirse a
los dos.
—¿Y no hay nada que
os hayan sustraído últimamente?
Severino volvió a
reflexionar. Luego, sopesando casi las palabras, dijo:
—Nada, últimamente.
—¿Y en el pasado?
—Quizá. No recuerdo. Hace treinta años que
estoy en la abadía, y veinticinco en el hospital.
—Demasiado para una memoria humana –admitió
Guillermo. Luego dijo, de pronto–: Ayer hablábamos de plantas que pueden
provocar visiones. ¿Cuáles son?
Con gestos y ademanes, Severino dio a
entender que le interesaba evitar ese tema:
—Mira, tendría que pensarlo, son tantas las
sustancias milagrosas que tengo aquí. Pero, mejor hablemos de Venancio. ¿Qué me
dices de él? —Tendría que pensarlo –contestó Guillermo.
SEGUNDO DÍA
PRIMA
Donde Bencio da Upsala revela algunas cosas, Berengario
da Arundel revela otras, y Adso aprende en qué consiste la verdadera
penitencia.
El desgraciado
incidente había trastornado la vida de la comunidad. La agitación debida al
hallazgo del cadáver había interrumpido el oficio sagrado. El Abad había
ordenado en seguida a los monjes que regresaran al coro para orar por el alma
de su hermano.
Las voces de los monjes eran entrecortadas.
Nos situamos en una posición que nos permitiese estudiar sus fisonomías en los
momentos en que, según la liturgia, no tuvieran puesta la capucha. En seguida
divisamos el rostro de Berengario. Pálido, contraído, reluciente de sudor. El
día anterior habíamos oído en dos ocasiones rumores sobre él y las relaciones
especiales que tenía con Adelmo. Lo llamativo no era el hecho de que, siendo
coetáneos, fuesen amigos, sino el tono evasivo con que se había aludido a
aquella amistad.
Junto a él percibimos a Malaquías. Oscuro,
ceñudo, impenetrable. Junto a Malaquías, el rostro igualmente impenetrable del
ciego Jorge. Nos llamó la atención, en cambio, el nerviosismo de Bencio de
Upsala, el estudioso de retórica que habíamos conocido el día anterior en el
scriptorium, y sorprendimos una rápida mirada que lanzó en dirección a
Malaquías.
—Bencio
está nervioso; Berengario, aterrado –observó Guillermo–.
Habrá que
interrogarlos en seguida.
—¿Por qué? –pregunté
ingenuamente.
—Nuestro oficio es duro. Duro oficio el del
inquisidor; tiene que golpear a los más débiles, y cuando mayor es su debilidad.
En efecto: apenas acabado el oficio, nos
acercamos a Bencio, que se dirigía a la biblioteca. El joven pareció
contrariado al oír que Guillermo lo llamaba, y pretextó débilmente que tenía
trabajo. Parecía con prisa por llegar al scriptorium. Pero mi maestro le
recordó que el Abad le había encargado una investigación, y lo condujo al
claustro. Nos sentamos en el parapeto interno, entre dos columnas. Bencio
esperaba que Guillermo hablase, echando cada tanto miradas hacia el Edificio.
—Entonces –preguntó Guillermo–, ¿qué se dijo
aquel día en que Adelmo, tú, Berengario, Venancio, Malaquías y Jorge
discutisteis sobre los marginalia?
—Ya lo oísteis ayer. Jorge señaló que no es
lícito adornar con imágenes risibles los libros que contienen la verdad. Venancio
observó que el propio Aristóteles había hablado de los chistes y de los juegos
de palabras como instrumentos para descubrir mejor la verdad, y que, por tanto,
la risa no debía de ser algo malo si podía convertirse en vehículo de la
verdad. Jorge señaló que, por lo que recordaba, Aristóteles había hablado de
esas cosas en el libro de la Poética y refiriéndose a las metáforas. Y que ya
eran dos circunstancias inquietantes: primero, porque la Poética, durante tanto
tiempo ignorada por el mundo cristiano, y quizá por decreto divino, nos ha
llegado a través de los moros infieles...
—Pero fue traducida al latín por un amigo
del angélico doctor de Aquino –observó Guillermo.
—Eso fue lo que yo le dije –comentó Bencio,
reanimándose de pronto–. Conozco poco el griego y pude acercarme a ese gran
libro precisamente a través de la traducción de Guillermo de Moerbeke. Así se
lo dije. Pero Jorge añadió que el segundo motivo para inquietarse era que el
Estagirita se refería allí a la poesía, que es una disciplina sin importancia y
que vive de figmenta. A lo que Venancio replicó que también los salmos son obra
de poesía y utilizan metáforas, y Jorge montó en cólera porque, dijo, los
salmos son obra de inspiración divina y utilizan metáforas para transmitir la
verdad, mientras que en sus obras los poetas paganos utilizan metáforas para
transmitir la mentira y sólo para proporcionar deleite, cosa que me ofendió
sobremanera...
—¿Por qué?
—Porque me ocupo de retórica, y leo a muchos
poetas paganos y sé... mejor dicho, creo que a través de su palabra también se
han transmitido verdades naturaliter cristiane... Total que, en ese momento, si
mal no recuerdo, Venancio mencionó otros libros y Jorge se enfureció mucho.
—¿Qué libros?
Bencio vaciló antes
de responder:
—No recuerdo. ¿Qué
importa de qué libros se habló?
—Importa mucho, porque estamos tratando de
comprender algo que ha sucedido entre hombres que viven entre los libros, con
los libros, de los libros, y, por tanto, también es importante lo que dicen
sobre los libros.
—Es cierto –dijo Bencio, sonriendo por
primera vez y con el rostro casi iluminado–. Vivimos para los libros. Dulce
misión en este mundo dominado por el desorden y la decadencia. Entonces quizá
podáis comprender lo que sucedió aquel día. Venancio, que conoce... que conocía
muy bien el griego, dijo que Aristóteles había dedicado especialmente a la risa
el segundo libro de la Poética y que si un filósofo tan grande había consagrado
todo un libro a la risa, la risa debía de ser algo muy importante. Jorge dijo
que muchos padres habían dedicado libros enteros al pecado, que es algo
importante pero muy malo, y Venancio replicó que por lo que sabía Aristóteles
había dicho que la risa era algo bueno, y adecuado para la transmisión de la
verdad, y entonces Jorge le preguntó desafiante si acaso había leído ese libro
de Aristóteles, y Venancio dijo que nadie podía haberlo leído todavía porque
nunca se había encontrado y quizá estaba perdido. Y, en efecto, nadie ha podido
leer el segundo libro de la Poética. Guillermo de Moerbeke nunca lo tuvo entre
sus manos. Entonces Jorge dijo que si no lo habían encontrado era porque nunca
se había escrito, porque la providencia no quería que se glorificaran cosas
frívolas. Yo quise calmar los ánimos, porque Jorge monta fácilmente en cólera y
Venancio lo estaba provocando con sus palabras, y dije que en la parte de la
Poética que conocemos, y en la Retórica, se encuentran muchas observaciones
sabias sobre los enigmas ingeniosos, Venancio estuvo de acuerdo conmigo. Ahora
bien, con nosotros estaba Pacifico da Tivoli, que conoce bastante bien los
poetas paganos, y dijo que en cuando a enigmas ingeniosos nadie supera a los
poetas africanos. Citó, incluso, el enigma del pez, de Sinfosio:
«Hay
una casa en la tierra, que retumba con voz clara. La casa misma resuena, pero
no suena el callado huésped. Ambos sin embargo corren, al mismo tiempo el
huésped y la casa.»
Entonces Jorge dijo que Jesús había
recomendado que nuestro discurso fuese por sí o por no, y que el resto procedía
del maligno. Y que bastaba decir pez para nombrar al pez, sin ocultar su
concepto con sonidos engañosos. Y añadió que no le parecía prudente tomar a los
africanos como modelo... Y entonces...
—¿Entonces?
—Entonces sucedió algo que no comprendí.
Berengario se echó a reír. Jorge lo reconvino y él dijo que reía porque se le
había ocurrido que buscando bien entre los africanos podrían encontrarse
enigmas de muy otro tipo, y no tan fáciles como el del pez. Malaquías, que
estaba presente, se puso furioso, y casi cogió a Berengario por la capucha,
ordenándole que atendiese sus tareas...
Berengario, como
sabéis, es su ayudante...
—¿Y después?
—Después Jorge puso fin a la discusión
alejándose. Todos volvimos a nuestras ocupaciones, pero mientras trabajábamos
vi primero a Venancio y luego a Adelmo que se acercaban a Berengario para
preguntarle algo. Desde lejos me di cuenta de que intentaba zafarse, pero a lo
largo del día ambos volvieron a acercársele. Y aquella misma tarde vi a
Berengario y Adelmo confabulando en el claustro, antes de dirigirse los dos al
refectorio. Ya está, esto es todo lo que yo sé.
—O sea que sabes que las dos personas que
han muerto recientemente en circunstancias misteriosas le habían preguntado
algo a Berengario –dijo Guillermo.
Bencio respondió
incómodo:
—¡No he dicho eso! He dicho qué sucedió
aquel día, y porque vos me lo habíais preguntado... –Reflexionó un instante y
luego añadió deprisa–: Pero si queréis conocer mi opinión, Berengario les habló
de algo que hay en la biblioteca. Allí es donde deberíais buscar.
—¿Por qué piensas en la biblioteca? ¿Qué
quiso decir Berengario cuando habló de buscar entre los africanos? ¿No quería
decir que había que leer mejor a los poetas africanos?
—Quizá, eso pareció decir, pero entonces
¿por qué se pondría tan furioso Malaquías? En el fondo, es él quien decide si
debe permitir o no la lectura de un libro de poetas africanos. Pero yo sé algo:
al hojear el catálogo de los libros, se encuentra, entre las indicaciones que
sólo conoce el bibliotecario, una, muy frecuente, que dice «Africa», y he
encontrado incluso una que decía «finis Africae». En cierta ocasión, pedí un
libro que llevaba ese signo, no recuerdo cuál, el título había despertado mi curiosidad.
Y Malaquías me dijo que los libros que llevaban ese signo se habían perdido.
Eso es lo que sé. Por esto os digo: bien, vigilad a Berengario, y vigiladlo
cuando sale de la biblioteca. Nunca se sabe.
—Nunca se sabe
–concluyó Guillermo despidiéndolo.
Después empezó a pasear por el claustro
conmigo, y observó que: en primer lugar, Berengario era de nuevo blanco de las
murmuraciones de sus hermanos; y, en segundo lugar, Bencio parecía ansioso por
empujarnos hacia la biblioteca. Yo dije que quizá quería que descubriésemos
ciertas cosas que también él quería conocer, y Guillermo admitió que bien podía
ser así, pero que igual cabía la posibilidad de que empujándonos hacia la
biblioteca estuviese alejándonos de otro sitio. ¿Cuál?, pregunté. Y Guillermo
dijo que no lo sabía, quizá el scriptorium, la cocina, el coro, el dormitorio,
el hospital. Yo dije que el día anterior había sido él, Guillermo, quien estaba
fascinado por la biblioteca, y él me contestó que quería dejarse fascinar por
las cosas que le gustaban y no por las que le aconsejaban otros. Aunque, sin
embargo, debíamos vigilar la biblioteca, y aunque, a aquella altura de los
acontecimientos, tampoco hubiera estado mal que intentásemos encontrar la
manera de penetrar en ella. Porque las circunstancias ya lo autorizaban a
sentirse curioso dentro de los límites de la cortesía y del respeto por los
usos y las leyes de la abadía.
Nos estábamos alejando del claustro. Los
sirvientes y los novicios salían de la iglesia, porque había acabado la misa. Y
al doblar hacia el lado occidental del templo divisamos a Berengario, que salía
por la puerta del transepto para dirigirse al Edificio a través del cementerio.
Guillermo lo llamó, él se detuvo, y nos acercamos. Estaba todavía más turbado
que cuando lo habíamos visto en el coro, y comprendí que Guillermo decidía
aprovechar su estado de ánimo, como ya había hecho con Bencio.
—De modo que, al parecer, fuiste el último
que vio a Adelmo con vida – le dijo.
Berengario vaciló, como si estuviera por
desmayarse: «¿Yo?», preguntó con un hilo de voz. Guillermo había lanzado la
pregunta casi al azar, probablemente porque Bencio le había dicho que después
de vísperas ambos habían estado confabulando en el claustro. Pero debía de
haber dado en el blanco. Y era evidente que Berengario estaba pensando en otro
encuentro, que realmente había sido el último, porque empezó a hablar en forma
entrecortada.
—¿Cómo podéis decir eso? ¡Lo vi antes de
irme a dormir, como todos los demás!
Entonces Guillermo
decidió que valía la pena acosarlo:
—No, tú lo viste después, y sabes más de lo
que demuestras. Pero ya hay dos muertos en danza y no puedes seguir callando.
¡Sabes muy bien que hay muchas maneras de hacer hablar a una persona!
Más de una vez Guillermo me había dicho que,
incluso cuando era inquisidor, no había recurrido jamás a la tortura, pero
Berengario pensó que aludía a ella (o bien Guillermo le dio pie para que lo
pensara). En cualquier caso, la estratagema dio resultado.
—Sí, sí –dijo Berengario, echándose a llorar
sin dejar de hablar al mismo tiempo–; vi a Adelmo aquella noche, ¡pero cuando
ya estaba muerto!
—¿Cómo? –inquirió
Guillermo–. ¿Al pie del barranco?
—No, no, lo vi en el cementerio. Caminaba
entre las tumbas, espectro entre espectros. Me bastó verle para darme cuenta de
que ya no formaba parte de los vivos, su rostro era el de un cadáver, sus ojos
contemplaban el castigo eterno. Por supuesto, sólo a la mañana siguiente,
cuando supe que había muerto, comprendí que me había topado con su fantasma,
pero incluso entonces había advertido que estaba teniendo una visión y que mis
ojos contemplaban un alma condenada, un lémur ¡Oh, Señor, con qué voz de
ultratumba me habló!
—¿Qué dijo?
—«¡Estoy condenado!»; eso dijo. «Este que
ves aquí es uno que vuelve del infierno y que al infierno debe regresar». Esto
dijo. Y yo le pregunté a gritos: «¡Adelmo! ¿De veras vienes del infierno? ¿Cómo
son las penas del infierno?» Y entre tanto yo temblaba, porque acababa de salir
del oficio de completas, donde había escuchado la lectura de unas páginas
terribles acerca de la ira del Señor. Y entonces me dijo: «Las penas del
infierno son infinitamente más grandes de lo que nuestra lengua es capaz de
describir. ¿Ves», dijo, «esta capa de sofismas en la que he estado envuelto
hasta hoy? Pues me pesa y me aplasta como si llevase sobre los hombros la torre
más grande de París o la montaña más grande del mundo. Y nunca podré quitármela
de encima. Y este castigo me lo ha impuesto la justicia divina por haberme
vanagloriado, por haber creído que mi cuerpo era un sitio de delicias, por
haber supuesto que sabía más que los otros, y por haberme deleitado con cosas
monstruosas y, al anhelarlas en mi imaginación, haberlas convertido en cosas
aún más monstruosas dentro de mi alma. Y ahora tendré que vivir con ellas toda
la eternidad. ¿Ves? ¡El forro de esta capa es todo como de brasas y fuego vivo,
y es este el fuego que abrasa mi cuerpo, y este castigo se me ha impuesto por
el pecado deshonesto de la carne, a cuyo vicio me entregué, y ahora este fuego
me inflama y me quema sin cesar! ¡Acerca tu mano, bello maestro!», añadió,
«para que de este encuentro puedas extraer una enseñanza útil, en pago de las
muchas que de ti he recibido, ¡acerca tu mano, bello maestro!» Y sacudió un
dedo de la suya, que ardía, y una pequeña gota de sudor cayó sobre mi mano, y
sentí como si me la hubiese perforado, hasta el punto de que por muchos días la
llevé oculta, para que la marca no se viese. Dicho eso, desapareció entre las
tumbas, y a la mañana siguiente supe que el cuerpo que tanto me había
aterrorizado estaba ya muerto al pie del torreón.
Berengario jadeaba,
y lloraba. Guillermo le preguntó:
—¿Y por qué te llamó bello maestro? Teníais
la misma edad. ¿Acaso le habías enseñado algo?
Berengario se tapó la cara con la capucha y
cayó de rodillas, abrazando las piernas de Guillermo:
—¡No sé, no sé por qué me llamó así, yo no
le enseñé nada! –Y estalló en sollozos–: ¡Padre, tengo miedo, quiero confesarme
con vos, apiadaos de mí, un diablo me come las entrañas!
Guillermo lo apartó
de sí y le tendió su mano para que se pusiera de pie.
—No, Berengario, no me pidas que te
confiese. No cierres mis labios abriendo los tuyos. Lo que quiero saber de ti,
me lo dirás de otro modo. Y, si no me lo dices, lo descubriré por mi cuenta.
Pídeme misericordia, si quieres, pero no me pidas silencio. Son demasiados los
que callan en esta abadía. Dime mejor cómo viste que su rostro estaba pálido si
era noche cerrada, cómo pudiste quemarte la mano si llovía, granizaba o nevaba,
qué hacías en el cementerio. ¡Vamos! –Y lo sacudió de los hombros, con
brutalidad– ¡Dime eso al menos!
A Berengario le
temblaba todo el cuerpo:
—No sé qué hacía en el cementerio, no
recuerdo. No sé cómo vi su rostro, quizá llevaba yo una luz... No, él llevaba
una luz, una vela, quizá viese su rostro a la luz de la llama...
—¿Cómo podía llevar
una luz si llovía y nevaba?
—Era después de completas, en seguida
después de completas todavía no nevaba, empezó después.... Recuerdo que empezaban
a caer las primeras ráfagas mientras yo huía hacia el dormitorio. Huía hacia el
dormitorio, y el fantasma se alejaba en dirección opuesta... Después no
recuerdo nada más. Os lo ruego, no sigáis interrogándome, ya que no queréis
confesarme.
—Bueno –dijo Guillermo–, ahora ve, ve al
coro, ve a hablar con el Señor, ya que no quieres hablar con los hombres, o ve
a buscar a un monje que quiera escuchar tu confesión. Porque si desde aquella
noche no has confesado tus pecados, cada vez que te acercaste a los sacramentos
cometiste sacrilegio. Ve. Ya volveremos a vernos.
Berengario se alejó corriendo. Y Guillermo
se restregó las manos, como le había visto hacer siempre que estaba satisfecho
por algo. —Bueno –dijo–, ahora se han aclarado muchas cosas.
—¿Aclarado, maestro? ¿Aclarado ahora que
también tenemos el fantasma de Adelmo?
—Querido Adso, ese fantasma me parece
bastante sospechoso, y, en cualquier caso, recitó una página que ya he leído en
algún libro para uso de los predicadores. Me parece que estos monjes leen
demasiado, y luego, cuando se excitan, reviven las visiones que tuvieron
mientras leían. No sé si de veras Adelmo dijo esas cosas, o Berengario las
escuchó porque necesitaba escucharlas. El hecho es que esta historia confirma
varias hipótesis que había formulado. Por ejemplo: Adelmo se suicidó, y la
historia de Berengario nos dice que, antes de morir, estuvo dando vueltas,
presa de una gran excitación, y arrepentido por algo que había hecho. Estaba
excitado y asustado por su pecado, porque alguien lo había asustado, e,
incluso, es probable que le hubiese contado el episodio de la aparición
infernal que luego, con tanta y alucinante maestría, le recitó a su vez a
Berengario. Y pasaba por el cementerio porque venía del coro, donde había
hablado (o se había confesado) con alguien que le había infundido terror y
remordimientos. Y de allí se alejó, como revela la historia de Berengario, en
dirección opuesta al dormitorio. O sea hacia el Edificio, pero también (es
posible) hacia la muralla, a la altura de los chiqueros, desde donde he
deducido que debió de arrojarse al barranco. Y se arrojó antes de la tormenta,
murió al pie de la muralla, y sólo más tarde el derrumbamiento arrastró su
cadáver hasta un punto situado entre la torre septentrional y la oriental.
—Pero, ¿y la gota de
sudor ardiente?
—Ya figuraba en la historia que había
escuchado y que después repitió, o que Berengario se imaginó en medio de la
excitación y del remordimiento que lo dominaban. Porque, ya oíste cómo hablaba:
al remordimiento de Adelmo corresponde, como antistrofa, el remordimiento de
Berengario. Y, si Adelmo venía del coro, es probable que llevase un cirio, y la
gota que cayó sobre la mano de su amigo sólo era una gota de cera. Pero, sin
duda, la quemadura que sintió Berengario fue mucho más intensa para él porque
Adelmo lo llamó maestro. O sea que Adelmo le reprochaba haberle enseñado algo
que ahora lo sumía en una desesperación mortal. Y Berengario lo sabe, y sufre
porque sabe que empujó a Adelmo hacia la muerte haciéndole hacer algo que no
debía. Y después de lo que hemos oído decir de nuestro ayudante de
bibliotecario, no es difícil imaginar, querido Adso, de qué puede tratarse.
—Creo que comprendo lo que sucedió entre
ambos –dije avergonzándome de mi sagacidad–, pero, ¿no creemos todos en un Dios
de misericordia? Decís que probablemente Adelmo acababa de confesarse: ¿por qué
trató de castigar su primer pecado con un pecado, sin duda, aún mayor o, al
menos, igual de grave?
—Porque alguien le dijo cosas que lo
sumieron en la desesperación. Ya te he dicho que las palabras que asustaron a
Adelmo, y con las que luego éste asustó a Berengario, procedían de algún libro
de los que ahora suelen utilizar los predicadores, y que alguien se había
servido de ellas para amonestar a Adelmo. Nunca como en estos últimos años los
predicadores han ofrecido al pueblo, para estimular su piedad y su terror (así
como su fervor y su respeto por la ley humana y divina), palabras tan
truculentas, tan perturbadoras y tan macabras. Nunca como en nuestros días se
han alzado, en medio de las procesiones de flagelantes, alabanzas más intensas,
inspiradas en los dolores de Cristo y de la Virgen; nunca como hoy se ha
insistido en excitar la fe de los simples describiéndoles las penas del
infierno.
—Quizá sea por
necesidad de penitencia –dije.
—Adso, nunca he oído invocar más la
penitencia que en esta época, en la que ni los predicadores ni los obispos ni
tampoco mis hermanos, los espirituales, logran ya promover la verdadera
penitencia.
—Pero la tercera edad, el papa angélico, el
capítulo de Perusa... –dije confundido.
—Nostalgias. La gran época de la penitencia
ha terminado. Por esto hasta el capítulo general de la orden puede hablar de
penitencia. Hace cien o doscientos años soplaron vientos de renovación.
Entonces, bastaba hablar de penitencia para ganarse la hoguera, ya fuese uno
santo o hereje. Ahora cualquiera habla de ella. En cierto sentido, hasta el
papa lo hace. No te fíes de las renovaciones del género humano que se comentan
en las curias y en las cortes.
—Pero fray Dulcino... –me atreví a decir,
curioso por saber más de aquél cuyo nombre había oído pronunciar varias veces
el día anterior.
—Murió, y mal, como había vivido, porque
también él llegó demasiado tarde. Además, ¿qué sabes tú de él?
—Nada, por eso os
pregunto...
—Preferiría no hablar nunca de él. Tuve que
ocuparme de algunos de los llamados apóstoles, y pude observarlos de cerca. Una
historia triste. Te llenaría de confusión. Al menos así sucedió en mi caso. Y
mayor confusión sentirías al enterarte de mi incapacidad para juzgar aquellos
hechos. Es la historia de un hombre que cometió insensateces porque puso en
práctica lo que había oído predicar a muchos santos. En determinado momento, ya
no pude saber quién tenía la culpa, me sentí como... como obnubilado por el
aire de familia que soplaba en los dos campos enfrentados: el de los santos que
predicaban la penitencia y el de los pecadores que la ponían en práctica, a
menudo a expensas de los otros... Pero estaba hablando de otra cosa. O quizá
no, quizá siempre he hablado de lo mismo: acabada la época de la penitencia, la
necesidad de penitencia se transformó para los penitentes en necesidad de
muerte. Y para derrotar a la penitencia verdadera, que engendraba la muerte,
quienes mataron a los penitentes enloquecidos, devolviendo la muerte a la
muerte, reemplazaron la penitencia del alma por una penitencia de la
imaginación, que apela a visiones sobrenaturales de sufrimiento y de sangre,
espejo, según ellos, de la penitencia verdadera. Un espejo que impone en vida,
a la imaginación de los simples, y a veces incluso a la de los doctos, los
tormentos del infierno. Según dicen, para que nadie peque. Esperando que el
miedo aparte a las almas del pecado, y confiando en poder reemplazar la rebeldía
por el miedo.
—Pero; ¿es verdad
que así no pecarán? –pregunté ansioso.
—Depende de lo que entiendas por pecar, Adso
–dijo mi maestro–. No quisiera ser injusto con la gente de este país en el que
vivo desde hace varios años, pero me parece que la poca virtud de los italianos
se revela en el hecho de que, si no pecan, es por miedo a algún ídolo, aunque
digan que se trata de un santo. San Sebastián o San Antonio les infunden más
miedo que Cristo. Si alguien desea conservar limpio un lugar, lo que hace en este
país para evitar que lo meen, porque en esto los italianos son como los perros,
es grabar con el buril[14] a
cierta altura una imagen de San Antonio, y eso basta para alejar a los que
quieran mear en dicho sitio. Así los italianos, incitados por sus predicadores,
corren el riesgo de volver a las antiguas supersticiones. Y ya no creen en la
resurrección de la carne; sólo tienen miedo a las heridas corporales y a las
desgracias, y por eso temen más a San Antonio que a Cristo.
—Pero Berengario no es italiano
–observé.
—No importa, me refiero al clima que la
iglesia y los predicadores han difundido por esta península, y que desde aquí
se difunde a todas partes. Y que llega, incluso, a una venerable abadía
habitada por monjes doctos como éstos.
—Pero, al menos, no
pecarán –insistí, porque estaba dispuesto a contentarme con eso.
—Si esta abadía fuese un speculum
mundi, ya tendrías la respuesta.
—Pero, ¿lo es?
—Para que haya un espejo del mundo es
preciso que el mundo tenga una forma –concluyó Guillermo, que era demasiado
filósofo para mi mente adolescente.
SEGUNDO DÍA
TERCIA
Donde
se asiste a una riña entre personas vulgares, Aymaro d’Alessandria hace algunas
alusiones y Adso medita sobre la santidad y sobre el estiércol del demonio.
Después, Guillermo y Adso regresan al scriptorium, Guillermo ve algo
interesante, mantiene una tercera conversación sobre la licitud de la risa,
pero, en definitiva, no puede mirar donde querría.
Antes de subir al
scriptorium pasamos por la cocina para alimentarnos, porque desde la hora de
despertar no habíamos tomado nada. Me recuperé en seguida con una escudilla de
leche caliente. La gran chimenea situada en la pared sur ardía ya como una
fragua, y en el horno se estaba cociendo el pan para el día. Dos cabreros
estaban descargando el cuerpo de una oveja que acababan de matar. Percibí a
Salvatore entre los cocineros, y me sonrió con su boca de lobo. Y vi que cogía de
una mesa un resto del pollo de la noche pasada, y lo entregaba a escondidas a
los cabreros, quienes con un guiño de satisfacción lo metieron en sus
chaquetas. Pero el cocinero jefe se dio cuenta y regañó a Salvatore:
—¡Cillerero, cillerero –dijo–, debes
administrar los bienes de la abadía, no despilfarrarlos!
—¡Filii Dei son! –dijo Salvatore–. ¡Jesús
dijo que facite por él lo que facite a uno de estos pueri![15]
—¡Fraticello de mis calzones, franciscano
pedorrero! –le gritó entonces el cocinero–. ¡Ya no estás entre tus frailes
mendigos! ¡De proveer a los hijos de Dios se encargará la misericordia del
Abad!
El rostro de Salvatore se oscureció, y
exclamó revolviéndose en un acceso de ira:
—¡No soy un fraticello franciscano! ¡Soy un
monje Sancti Benedicti! ¡Merdre à toy, bogomilo de mierda!
—¡Bogomila la ramera que te follas de noche
con tu verga herética, cerdo! –gritó el cocinero.
Salvatore hizo salir aprisa a los cabreros
y, al pasar junto a nosotros, nos miró preocupado:
—¡Fraile –le dijo a Guillermo–, defiende tu
orden, que no es la mía, explícale que los filios Francisci non ereticos esse![16] –Y
después me susurró al oído–: Ille menteur, pufff –y escupió al suelo.
El cocinero lo echó
de mala manera y cerró la puerta tras él.
—Fraile –le dijo a Guillermo con respeto–,
no hablaba mal de vuestra orden y de los hombres santísimos que la integran. Le
hablaba a ese falso franciscano y falso benedictino que no es ni carne ni
pescado.
—Sé de dónde viene –dijo Guillermo con tono
conciliador–. Pero ahora es un monje como tú y le debes fraterno respeto.
—Pero mete las narices donde no debe
meterlas, porque lo protege el cillerero, y cree que él es el cillerero.
¡Dispone de la abadía como si le perteneciese, tanto de día como de noche!
—¿Por qué de noche?
–preguntó Guillermo.
El cocinero hizo un gesto como para dar a
entender que no quería hablar de cosas poco virtuosas. Guillermo no insistió, y
acabó de beber su leche.
Mi curiosidad era cada vez mayor. El
encuentro con Ubertino, los rumores sobre el pasado de Salvatore y del
cillerero, las alusiones cada vez más frecuentes a los fraticelli y a los
franciscanos heréticos, la reticencia del maestro a hablarme de fray Dulcino...
En mi mente empezaban a ordenarse una serie de imágenes. Por ejemplo, mientras
viajábamos habíamos encontrado al menos en dos ocasiones una procesión de
flagelantes. A veces la población los miraba como santos; otras, en cambio,
empezaba a correr el rumor de que eran herejes. Sin embargo, eran siempre los
mismos. Caminaban en fila de a dos por las calles de la ciudad, sólo cubiertos
en las partes pudendas, pues ya no tenían sentido de la vergüenza. Cada uno
empuñaba un flagelo de cuero, y con él se iban azotando las espaldas hasta
sacarse sangre; y vertiendo abundantes lágrimas, como si estuviesen viendo la
pasión del Salvador, imploraban con un canto lastimero la misericordia del
Señor y el auxilio de la Madre de Dios. No sólo de día, sino también de noche,
portando cirios encendidos, a pesar del rigor del invierno, acudían en tropel a
las iglesias y se arrodillaban humildemente ante los altares, precedidos por
sacerdotes con cirios y estandartes, y no sólo hombres y mujeres del pueblo,
sino también nobles matronas, y mercaderes... Y entonces se producían grandes
actos de penitencia. Los ladrones devolvían lo robado, y otros confesaban sus
crímenes.
Pero Guillermo los había mirado con frialdad
y me había dicho que aquella no era verdadera penitencia. Hacía un momento me
lo había repetido: el período de la gran purificación penitencial había
acabado, y lo que veíamos era obra de los propios predicadores, que organizaban
la devoción de las muchedumbres para evitar que éstas fuesen presa de otro
deseo de penitencia... Este sí herético, y al que todos tenían miedo. Pero yo
era incapaz de percibir la diferencia, aunque existiese. Me parecía que esa
diferencia no residía en lo que hacían unos y otros, sino en la mirada con que
la iglesia juzgaba los actos de unos y de otros.
Pensé en la discusión con Ubertino. Sin
duda, Guillermo había argumentado bien, había intentado decirle que no era
mucha la diferencia entre su fe mística (y ortodoxa) y la fe perversa de los
herejes. Ubertino se había indignado, como si para él la diferencia estuviese
clarísima. Y yo me había quedado con la impresión de que Ubertino era diferente
precisamente porque era el que sabía percibir la diferencia. Guillermo se había
sustraído a los deberes de la Inquisición porque ya no era capaz de percibirla.
Por eso no podía hablarme de aquel misterioso fray Dulcino. Pero entonces (me
decía) era evidente que Guillermo había perdido la ayuda del Señor, que no sólo
enseña a percibir la diferencia, sino que también, por decirlo así, señala a
sus elegidos otorgándoles tal capacidad de discriminación. Ubertino y Chiara da
Montefalco (a pesar de estar rodeada de pecadores) habían conservado la
santidad justamente porque eran capaces de discriminar. Esa y no otra cosa era
la santidad.
Pero ¿por qué Guillermo no era capaz de
discriminar? Sin embargo, era un hombre muy agudo, y en lo referente a los
hechos naturales era capaz de percibir la mínima desigualdad y el mínimo
parentesco entre las cosas...
Estaba sumido en estos pensamientos,
mientras Guillermo acababa de beber su leche, cuando oímos un saludo. Era
Aymaro d’Alessandria, a quien ya habíamos conocido en el scriptorium, y cuyo
rostro me había llamado la atención: una sonrisa de mofa permanente, como si la
fatuidad de los seres humanos ya no lo engañase, como si tampoco le pareciera
demasiado importante esa tragedia cósmica.
—¿Entonces, fray Guillermo, ya os habéis
acostumbrado a esta cueva de locos?
—Me parece un sitio habitado por hombres admirables
en mérito, tanto a su santidad como a su doctrina –dijo cautamente Guillermo.
—Lo era. Cuando los abades se comportaban
como abades y los bibliotecarios como bibliotecarios. Ahora, ya habéis visto lo
que sucede allí arriba –y señaló el primer piso–, ese alemán medio muerto, con
ojos de ciego, sólo tiene oídos para escuchar devotamente los delirios de ese
español ciego, con ojos de muerto. Pareciera que el Anticristo fuese a llegar
cualquiera de estos días, se rascan pergaminos pero entran poquísimos libros
nuevos... Mientras aquí hacemos eso, allá abajo, en las ciudades, se actúa...
Hubo tiempos en los que desde nuestras abadías se gobernaba el mundo. Hoy, ya
lo veis, el emperador nos usa para que sus amigos puedan encontrarse con sus enemigos
(algo he sabido de vuestra misión, los monjes hablan y hablan, no tienen otra
cosa que hacer), pero sabe que el país se gobierna desde las ciudades. Nosotros
seguimos recogiendo el grano y criando gallinas, mientras allí abajo cambian
varas de seda por piezas de lino, y piezas de lino por sacos de especias, y
todo ello por buen dinero. Nosotros custodiamos nuestro tesoro, pero allá abajo
se acumulan tesoros. Y también libros. Y más bellos que los nuestros.
—En el mundo suceden. Sí, muchas cosas nuevas.
Pero, ¿por qué pensáis que la culpa es del Abad?
—Porque ha dejado la biblioteca en manos de
extranjeros, y gobierna la abadía como una fortaleza cuya función fuese
defender la biblioteca. Una abadía benedictina, situada en esta comarca
italiana, debería ser un sitio donde decidieran los italianos, y como
italianos. ¿Qué hacen hoy los italianos, que ni siquiera tienen un papa?
Comercian, y fabrican, y son más ricos que el rey de Francia. Entonces, hagamos
lo mismo nosotros: si sabemos hacer bellos libros, fabriquémoslos para las
universidades, e interesémonos por lo que sucede allá abajo. No me refiero al
emperador, con todo el respeto por vuestra misión, fray Guillermo, sino a lo
que hacen los boloñeses a los florentinos. Desde aquí podríamos controlar el
paso de los peregrinos y los mercaderes que van desde Italia a la Provenza, y
viceversa. Abramos la biblioteca a los textos escritos en lengua vulgar, y
subirán hasta aquí incluso aquellos que ya no escriben en latín. En cambio, nos
domina un grupo de extranjeros, que siguen dirigiendo la biblioteca como si en
Cluny fuese todavía abad el buen Odilon.
—Pero el Abad es
italiano –dijo Guillermo.
—Aquí el Abad no cuenta para nada –dijo
Aymaro, siempre con su sonrisa de mofa–. En lugar de cabeza tiene un armario de
la biblioteca, con carcoma. Para contrariar al papa, deja que la abadía sea
invadida por fraticelli... Me refiero, fraile, a esos herejes, tránsfugas de
vuestra orden santísima. Y, para agradar al emperador, hace venir monjes de
todos los monasterios del norte, como si aquí no tuviésemos excelentes
copistas, y hombres que saben griego y árabe, y como si en Florencia o en Pisa
no hubiese hijos de mercaderes, ricos y generosos, dispuestos a entrar en la
orden, si la orden les ofreciera la posibilidad de acrecentar el poder y el
prestigio de sus padres. Pero aquí sólo existe indulgencia con las cosas del
mundo cuando se trata de permitir a los alemanes que... ¡Oh, Señor, fulminad mi
lengua porque estoy por decir cosas poco convenientes!
—¿En la abadía suceden cosas poco
convenientes? –preguntó Guillermo, como quien no quiere la cosa, mientras se
servía más leche.
—También el monje es
un hombre –sentenció Aymaro.
»Pero aquí son menos hombres que en otros
sitios –añadió luego–. Y quede claro que, si algo he dicho, no he sido yo quien
lo ha dicho.
—Muy interesante. ¿Y son opiniones sólo
vuestras o hay muchos que piensan como vos?
—Muchos, muchos. Muchos que ahora lamentan
la desgracia del pobre Adelmo, pero que no se hubiesen quejado si al precipicio
hubiera caído otro, que ronda por la biblioteca más de lo que debiera.
—¿Qué queréis decir?
—He hablado demasiado. Aquí hablamos
demasiado, como ya habréis advertido. Aquí, de una parte, nadie respeta el
silencio. Y, de otra, se lo respeta demasiado. Aquí, en lugar de hablar o de
callar, habría que actuar. En la época de oro de nuestra orden, cuando un abad
no tenía temple de abad, una buena copa de vino envenenado y ya estaba, a
elegir el sucesor. Desde luego, fray Guillermo, no os he dicho estas cosas para
hablar mal del Abad o de los otros hermanos. Dios me guarde de hacerlo. Por
suerte, no tengo el feo vicio de la maledicencia. Pero no quisiera que el Abad
os hubiera pedido que investigaseis sobre mí o sobre otros monjes, como
Pacifico da Tivoli o Pietro de Sant’Albano. Nosotros no tenemos nada que ver
con lo que sucede en la biblioteca. Aunque ya quisiéramos tener un poco más que
ver. Y, ahora, destapad este nido de víboras vos, que habéis quemado tantos
herejes.
—Nunca quemé a nadie
–respondió secamente Guillermo.
—Era una manera de
decir –admitió Aymaro, con una amplia sonrisa–.
Buena caza, fray
Guillermo, pero prestad atención de noche.
—¿Por qué no de día?
—Porque de día se cura el cuerpo con las
hierbas buenas y de noche se enferma la mente con las hierbas malas. No creáis
que Adelmo se precipitó al abismo empujado por las manos de otro, ni que las
manos de alguien hundieron a Venancio en la sangre. Aquí hay uno que no quiere
que los monjes decidan por sí solos adónde ir, qué hacer y qué leer. Y se
recurre a las fuerzas del infierno, o de los nigromantes amigos del infierno,
para confundir las mentes de los curiosos...
—¿Habláis del padre
herbolario?
—Severino da Sant’Emmerano es buena persona.
Desde luego, alemán él, alemán Malaquías...
Y, después de haber demostrado una vez más
que no estaba dispuesto a hablar mal de nadie, Aymaro subió a la sala de
trabajo.
—¿Qué habrá querido
decirnos? –pregunté.
—Todo y nada. Una abadía es siempre un sitio
donde los monjes luchan entre sí para conseguir el gobierno de la comunidad.
También ocurre en Melk, aunque, siendo novicio, puede que aún no hayas tenido
tiempo de percibirlo. Pero en tu país conquistar el gobierno de una abadía
significa conquistar una posición desde la cual se trata directamente con el
emperador. En este país, en cambio, la situación es distinta, el emperador está
lejos, incluso cuando baja hasta Roma. No hay cortes, y ahora ni siquiera
existe la del papa. Como ya habrás visto, lo que hay son ciudades.
—Sí, y me han impresionado mucho. En Italia
la ciudad no es como en mi tierra... No es sólo un sitio para habitar: es un
sitio para tomar decisiones. Siempre están todos en la plaza, los magistrados
de la ciudad importan más que el emperador o que el papa... Son... reinos aparte.
—Y los reyes son los mercaderes. Y su arma
es el dinero. El dinero, en Italia, no tiene la misma función que en tu país o
en el mío. El dinero circula en todas partes, pero allí la vida sigue en gran
medida dominada por el intercambio de bienes, pollos o gavillas de trigo, una
hoz o un carro, y el dinero sirve para obtener esos bienes. En cambio, como
habrás advertido, en las ciudades italianas son los bienes los que sirven para
obtener dinero. Y también los curas y los obispos, y hasta las órdenes
religiosas, deben echar cuentas con el dinero. Así se explica que la rebelión
contra el poder se manifieste como reivindicación de la pobreza, y se rebelan
contra el poder los que están excluidos de la relación con el dinero, y cada
vez que se reivindica la pobreza estallan los conflictos y los debates, y toda
la ciudad, desde el obispo al magistrado, se siente directamente atacada si
alguien insiste demasiado en predicar la pobreza. Donde alguien reacciona ante
el hedor del estiércol del demonio, los inquisidores huelen el hedor del
demonio. Ahora comprenderás también lo que sugería Aymaro. En los tiempos
áureos de la orden, una abadía benedictina era el sitio desde donde los
pastores vigilaban el rebaño de los fieles. Aymaro quiere que se vuelva a la tradición.
Pero la vida del rebaño ha cambiado, y para volver a la tradición (a la gloria
y al poder de otros tiempos) la abadía debe aceptar que el rebaño ha cambiado,
y para ello debe cambiar. Y como hoy en este país el rebaño no se domina con
las armas ni con el esplendor de los ritos, sino con el control del dinero,
Aymaro quiere que el conjunto de la abadía, incluida la biblioteca, se
conviertan en un taller, en una fábrica de dinero.
—¿Y qué tiene que
ver esto con los crímenes, o con el crimen?
—Todavía no lo sé.
Pero ahora quisiera subir. Ven.
Los monjes ya
estaban trabajando. En el scriptorium reinaba el silencio, pero no era aquel
silencio que emana de la laboriosa paz de los corazones.
Berengario, que
había llegado poco antes que nosotros, se mostró incómodo al vernos. Los otros
monjes levantaron las cabezas de sus mesas. Sabían que estábamos allí para
descubrir algo relativo a Venancio, y la dirección misma de sus miradas hizo
que nuestra atención se fijara en un sitio vacío, bajo una de las ventanas que
daban al octógono central.
Aunque el día fuese muy frío, la temperatura
en el scriptorium era agradable. No por azar lo habían instalado encima de las
cocinas, que irradiaban bastante calor, entre otras causas, porque los
conductos de los dos hornos de abajo pasaban por el interior de las pilastras
en que se apoyaban las dos escaleras de caracol situadas en los torreones
occidental y meridional. En cuanto al torreón septentrional, en la parte
opuesta de la gran sala, no tenía escalera, pero sí una gran chimenea encendida
que irradiaba un calor muy agradable. Además, el suelo estaba cubierto de paja,
por lo que nuestros pasos eran silenciosos. El ángulo menos caldeado era el del
torreón oriental, y, en efecto, noté que, como en aquel momento eran menos los
monjes allí presentes que los puestos de trabajo disponibles, todos tendían a
evitar las mesas situadas en ese sector. Cuando, más tarde, advertí que la
escalera de caracol del torreón oriental era la única que no sólo comunicaba,
hacia abajo, con el refectorio, sino también, hacia arriba, con la biblioteca,
me pregunté si acaso la calefacción de la sala no obedecía a un cálculo
cuidadoso, destinado a disuadir a los monjes del deseo de curiosear por aquella
parte, y a facilitarle al bibliotecario el control del acceso a la biblioteca.
Pero quizá fuesen sospechas exageradas, con las que intentaba imitar malamente
a mi maestro, pues no tardé en advertir que semejante cálculo no hubiese sido
de mucha utilidad en verano. Salvo (me dije) que en verano aquella parte fuera
precisamente la más expuesta al sol, y, por consiguiente, también entonces, la
menos frecuentada por los monjes.
La mesa del pobre
Venancio estaba situada a espaldas de la gran chimenea y era, probablemente,
una de las más codiciadas. En aquella época yo no había pasado todavía muchos
años en un scriptorium, pero después gran parte de mi vida transcurriría en
ellos, de modo que conozco los sufrimientos que el copista, el rubricante y el
estudioso deben soportar en sus mesas durante las largas horas invernales,
cuando los dedos se entumecen sobre el estilo (porque ya con una temperatura
normal, después de escribir durante seis horas, los dedos sienten el terrible
calambre del monje y el pulgar duele como si lo estuvieran machacando en un
mortero). Y así se explica que a menudo encontremos al margen de los
manuscritos frases dejadas por el copista como testimonio de su padecimiento (y
de su impaciencia), por ejemplo: «¡Gracias a Dios no falta mucho para que
oscurezca!» o «¡Si tuviese un buen vaso de vino!», o «Hoy hace frío, hay poca
luz, este pergamino tiene pelos, hay algo que no va» Como dice un antiguo
proverbio, tres dedos sostienen la pluma, pero el que trabaja es todo el
cuerpo. Trabaja, es decir, sufre.
Pero estaba hablando
de la mesa de Venancio. Como todas las situadas alrededor del patio octagonal,
destinadas a los estudiosos, era más pequeña que las otras, situadas bajo las
ventanas de las paredes externas, y destinadas a los copistas y miniaturistas.
Sin embargo, también Venancio trabajaba con un atril, probablemente porque
estaba consultando manuscritos que la abadía había recibido en préstamo para
copiar. Encima de la mesa había una estantería baja en la que se amontonaban
unos folios sueltos; como estaban en latín, deduje que era lo último que había
estado traduciendo. Los folios, cubiertos por una escritura rápida, no estaban
ordenados en páginas, de modo que después deberían haber pasado a las mesas del
copista y del miniaturista. Por eso eran bastante ilegibles. Entre los folios
se veía algún libro en griego.
Otro libro griego
estaba abierto en el atril: era la obra que Venancio había estado traduciendo
los últimos días. En aquella época yo todavía no sabía griego, pero mi maestro
leyó el título y dijo que era de un tal Luciano y que contaba la historia de un
hombre transformado en asno. Esto me hizo recordar una fábula análoga de
Apuleyo, cuya lectura solía prohibirse severamente a los novicios.
—¿Cómo es que
Venancio estaba traduciendo esto? –preguntó Guillermo a Berengario, que estaba
a nuestro lado.
—Es un pedido que hizo a la
abadía el señor de Milán. En compensación, la abadía obtendría un derecho de
prelación sobre el vino que produzcan unas fincas situadas en la parte de
oriente –dijo Berengario, señalando a lo lejos con la mano. Pero se apresuró a
añadir–: No es que la abadía se preste a realizar trabajos venales para los
laicos. Pero el que encargó la traducción consiguió que el dogo de Venecia nos
prestara este precioso manuscrito griego, obsequio del emperador bizantino. Y,
una vez acabado el trabajo de Venancio, habríamos hecho dos copias: una para el
que encargó la traducción y otra para nuestra biblioteca.
—Que, por tanto, también acoge
fábulas paganas –dijo Guillermo.
—La biblioteca es
testimonio de la verdad y del error –dijo entonces una voz a nuestras espaldas.
Era Jorge. También
esa vez me asombró (y con frecuencia volvería a hacerlo en los días sucesivos)
la manera inopinada que tenía aquel anciano de aparecer, como si nosotros no lo
viéramos y él sí nos viese. Me pregunté, incluso, qué podía estar haciendo un
ciego en el scriptorium. Pero más tarde me di cuenta de que Jorge era
omnipresente en la abadía. Y a menudo estaba en el scriptorium, sentado en un
sillón cerca de la chimenea, y no parecía escapársele nada de lo que sucedía en
la sala. En cierta ocasión le oí preguntar en alta voz desde aquel sitio:
¿Quién sube?, mientras volvía la cabeza hacia Malaquías, que, con pasos
amortiguados por la paja, se dirigía a la biblioteca. Los monjes lo estimaban
mucho y solían leerle pasajes de difícil comprensión, consultarlo para redactar
algún escolio o pedirle consejos sobre la manera de representar algún animal o
algún santo. Entonces clavaba sus ojos muertos en el vacío, como mirando unas
páginas que su memoria había conservado nítidas, y respondía que los falsos
profetas van vestidos de obispos y que de sus labios salen ranas, o cuáles eran
las piedras que debían adornar la muralla de la Jerusalén celeste, o que en los
mapas los arimaspos (cada uno de los pobladores fabulosos de una región
asiática, que tenían solamente un ojo y luchaban con los grifos para
arrebatarles las riquezas de que estos eran guardadores), debían representarse
cerca de la tierra del cura Juan, pero cuidando de no excederse en la pintura
de su monstruosidad, porque no debían seducir al que los contemplara, sino
figurar como emblemas, reconocibles pero no concupiscibles, y tampoco
repelentes hasta el punto de provocar risa.
En cierta ocasión,
oí que aconsejaba a un escoliasta sobre la manera de interpretar la recapitulación
en los textos de Ticonio de acuerdo con las ideas de San Agustín, para no
incurrir en la herejía donatista. Otra vez lo escuché aconsejar sobre la manera
de distinguir, en el comentario de un texto, entre los herejes y los
cismáticos. Y en otra ocasión, responder a la pregunta de un estudioso
diciéndole qué libro debía buscar en el catálogo de la biblioteca, y casi en
qué folio encontraría la referencia, mientras le aseguraba que el bibliotecario
no pondría el menor obstáculo para entregárselo, porque se trataba de una obra
inspirada por Dios. Y otra vez oí que decía que cierto libro no podía buscarse
porque, si bien figuraba en el catálogo, hacía cincuenta años que las ratas lo
habían arruinado, y se pulverizaba entre los dedos con sólo tocarlo. En
resumen: era la memoria misma de la biblioteca, y el alma del scriptorium. A
veces amonestaba a los monjes cuando les oía charlar: «¡Apresuraos a dejar
testimonio de la verdad! ¡Los tiempos están próximos!», y aludía a la llegada
del Anticristo.
—La biblioteca es testimonio de la
verdad y del error –dijo, pues, Jorge.
—Sin duda, Apuleyo
de Madaura tuvo fama de mago –dijo Guillermo–. Pero, tras el velo de la fantasía,
esta fábula también contiene una valiosa moraleja, porque enseña lo caro que se
pagan las faltas cometidas. Además, creo que la historia del hombre
transformado en asno alude claramente a la metamorfosis del alma que cae en el
pecado.
—Quizá –dijo Jorge.
—Y ahora también
comprendo por qué, durante la conversación que mencionaron ayer, Venancio se
interesó tanto por los problemas de la comedia. En efecto: también este tipo de
fábulas puede asimilarse a las comedias de los antiguos. A diferencia de las
tragedias, no narran hechos sucedidos a hombres que han existido en la
realidad. Como dice Isidoro, son ficciones: Los poetas [las] llamaron fábulas
de la palabra fando [hablar], porque no son hechos sucedidos, sino sólo
fingidos por la palabra [es decir, hablando]».
En un primer momento
no comprendí por qué Guillermo se había metido en aquella discusión erudita, y
justo con un hombre que no parecía tener mayor predilección por dichos temas.
Pero la respuesta de Jorge me demostró lo sutil que había estado mi maestro.
—Aquel día el tema
de discusión no eran las comedias, sino sólo la licitud de la risa –dijo
frunciendo el ceño.
Yo recordaba muy
bien que, justo el día anterior, cuando Venancio se había referido a aquella
discusión, Jorge había dicho que no recordaba sobre qué había versado.
—¡Ah! –dijo
Guillermo como al descuido–. Creí que habíais hablado de las mentiras de los
poetas y de los enigmas ingeniosos...
—Se habló de la risa
–dijo secamente Jorge–. Los paganos escribían comedias para hacer reír a los
espectadores, y hacían mal. Nuestro Señor Jesucristo nunca contó comedias ni
fábulas, sino parábolas transparentes que nos enseñan alegóricamente cómo
ganarnos el paraíso, amén.
—Me pregunto –dijo
Guillermo–, por qué rechazáis tanto la idea de que Jesús pudiera haber reído.
Creo que, como los baños, la risa es una buena medicina para curar los humores
y otras afecciones del cuerpo, sobre todo la melancolía.
—Los baños son
buenos, y el propio Aquinate los aconseja para quitar la tristeza, que puede
ser una pasión mala cuando no corresponde a un mal susceptible de eliminarse a
través de la audacia. Los baños restablecen el equilibrio de los humores. La
risa sacude el cuerpo, deforma los rasgos de la cara, hace que el hombre
parezca un mono.
—Los monos no ríen, la risa es propia
del hombre, es signo de su racionalidad.
—También la palabra
es signo de la racionalidad humana, y con la palabra puede insultarse a Dios.
No todo lo que es propio del hombre es necesariamente bueno. La risa es signo
de estulticia. El que ríe no cree en aquello de lo que ríe, pero tampoco lo
odia. Por tanto, reírse del mal significa no estar dispuesto a combatirlo, y
reírse del bien significa desconocer la fuerza del bien, que se difunde por sí
solo. Por eso la Regla dice: «El décimo grado de la humildad es que el monje no sea
fácil ni pronto a la risa, porque está escrito: el estólido al reír levanta la
voz» (Regla de san Benito, Cap. VII, De la humildad).
—Quintiliano
–interrumpió mi maestro– dice que la risa debe reprimirse en el caso del
panegírico, por dignidad, pero que en muchas otras circunstancias hay que
estimularla. Tácito alaba la ironía de Calpurnio Pisón. Plinio el Joven
escribió: «alguna vez además río, bromeo, juego, soy hombre».
—Eran paganos
–replicó Jorge–. La Regla dice: «Las chocarrerías o las palabras ociosas y que
excitan la risa las condenamos en todos los lugares a una prohibición eterna y
no permitimos que el discípulo abra la boca a tales expresiones.»
—Sin embargo, cuando
ya el verbo de Cristo había triunfado en la tierra, Sinesio de Cirene dijo que
la divinidad había sabido combinar armoniosamente lo cómico y lo trágico, y Elio
Sparziano dice que el emperador Adriano, hombre de elevadas costumbres y de
ánimo naturaliter cristiano, supo mezclar los momentos de alegría con los de
gravedad. Por último, Ausonio recomienda dosificar con moderación lo serio y lo
jocoso.
—Pero Paolino da
Nola y Clemente de Alejandría nos advirtieron del peligro que encierran esas
tonterías, y Sulpicio Severo dice que San Martín nunca se mostró arrebatado por
la ira ni presa de la hilaridad.
—Sin embargo,
menciona algunas respuestas del santo espíritu –dijo Guillermo.
—Eran respuestas
rápidas y sabias, no risibles. San Efraín escribió una parénesis contra la risa
de los monjes, ¡y en el «Del hábito y conversación de los monjes», se
recomienda evitar las obscenidades y los chistes como si fuesen veneno de
áspid!
—Pero Hildeberto
dijo: «Después de ciertas cosas serias debes admitir jocosidades, pero se deben
llevar a cabo de manera digna.» Y Juan
de Salisbury autoriza una hilaridad moderada. Por último, el Eclesiastés, que
citabais hace un momento al mencionar vuestra Regla, si bien dice, en efecto,
que la risa es propia del necio, admite al menos una risa silenciosa, la del
ánimo sereno.
—El
ánimo sólo está sereno cuando contempla la verdad y se deleita con el bien que
ha realizado, y la verdad y el bien no mueven a risa. Por eso Cristo no reía.
La risa fomenta la duda.
—Pero a veces es justo dudar.
—No veo por qué
debiera serlo. Cuando se duda hay que acudir a una autoridad, a las palabras de
un padre o de un doctor, y entonces desaparece todo motivo de duda. Me parece
que estáis impregnado de doctrinas discutibles, como las de los lógicos de
París. Pero San Bernardo, con su es así y no es así, supo oponerse al castrado
Abelardo, que quería someter todos los problemas al examen frío y sin vida de
una razón no iluminada por las Escrituras. Sin duda, el que acepta esas ideas
peligrosísimas también puede valorar el juego del necio que ríe de aquello cuya
verdad, denunciada ya de una vez para siempre, debe ser el objeto único de
nuestro saber. Y así, al reír, el necio dice implícitamente: «No hay Dios.»
—Venerable Jorge
–dijo Guillermo–, creo que sois injusto cuando tratáis de castrado a Abelardo,
porque sabéis que fue la iniquidad ajena la que lo sumió en esa triste
condición.
—Fueron sus pecados.
Fue la soberbia de su confianza en la razón humana. Así la fe de los simples
fue escarnecida, los misterios de Dios desentrañados (mejor dicho, se intentó
desentrañarlos, ¡necios quienes lo intentaron!), abordadas con temeridad
cuestiones relativas a las cosas más altas, escarnecidos los padres por haber
considerado que no eran respuestas sino consuelo lo que esas cuestiones
requerían.
—No estoy de
acuerdo, venerable Jorge. Dios quiere que ejerzamos nuestra razón a propósito
de muchas cosas oscuras sobre las que la escritura nos ha dejado en libertad de
decidir. Y cuando alguien os incita a creer en determinada proposición, lo
primero que debéis hacer es considerar si la misma es o no aceptable, porque
nuestra razón ha sido creada por Dios, y lo que agrada a nuestra razón no puede
no agradar a la razón divina, sobre la cual, por otra parte, sólo sabemos lo
que, por analogía y a menudo por negación, inferimos basándonos en las
operaciones de nuestra propia razón. Y ahora fijaos en que, a veces, para minar
la falsa autoridad de una proposición absurda, que repugna a la razón, también
la risa puede ser un instrumento idóneo. A menudo la risa sirve para confundir
a los malvados y para poner en evidencia su necedad. Cuentan que cuando los
paganos sumergieron a San Mauro en agua hirviente, éste se quejó de que el baño
estuviese tan frío; el gobernador pagano puso estúpidamente la mano en el agua
para probarla, y se escaldó. Bello acto de aquel santo mártir, que ridiculizó
así a los enemigos de la fe.
Jorge sonrió con malignidad y dijo: —También
en los episodios que cuentan los predicadores hay muchas patrañas. Un santo
sumergido en agua hirviendo sufre por Cristo y se contiene para no gritar, ¡no
tiende trampas infantiles a los paganos!
—¿Veis? ¡Esta
historia os parece inaceptable para la razón y la acusáis de ser ridícula!
Aunque tácitamente, y dominando vuestros labios, os estáis riendo de algo y
queréis que tampoco yo lo tome en serio. Reís de la risa, pero reís.
Jorge hizo un gesto de fastidio: —Jugando
con la risa me estáis arrastrando a hablar de frivolidades. Pero sabéis bien
que Cristo no reía.
—No estoy muy
seguro. Cuando invita a los fariseos a que arrojen la primera piedra, cuando
pregunta de quién es la efigie estampada en la moneda con que ha de pagarse el
tributo, cuando juega con las palabras y dice: «Tú eres Pedro.», creo que dice
cosas ingeniosas, para confundir a los pecadores, para alentar a los suyos.
También habla con ingenio cuando dice a Caifás: «Tú lo has dicho». Y Jerónimo,
cuando comenta el pasaje de Jeremías en que Dios dice a Jerusalén «Desnudé los muslos frente a tu rostro. O
desnudaré o descubriré tus muslos y tus posaderas.» De modo que hasta Dios se
expresa mediante agudezas para confundir a los que quiere castigar. Y bien
sabéis que, en el momento más vivo de la disputa entre cluniacenses y
cistercienses, los primeros acusaron a los segundos, para ridiculizarles, de no
llevar calzones. Y en el Speculum
stultorum, el asno Brunello se pregunta qué sucedería si por la noche el
viento levantase las mantas y el monje viera sus partes pudendas...
Los monjes que
estaban alrededor rompieron a reír, y Jorge montó en cólera:
—Estáis
arrebatándome a estos hermanos para arrastrarlos a una fiesta de locos. Ya sé
que es común entre los franciscanos conquistarse las simpatías del pueblo con
este tipo de tonterías, pero sobre estos ludi os diré lo que dice un verso que
en cierta ocasión oí en boca de uno de vuestros predicadores: «entonces lanzó
un poema desaliñado».
La reprimenda era un
poco excesiva: Guillermo había estado impertinente, pero ahora Jorge lo acusaba
de emitir pedos por la boca. Me pregunté si con la severidad de su respuesta el
anciano no estaría invitándonos a salir del scriptorium. Pero vi que Guillermo,
tan combativo hacía un momento, adoptaba la más dócil de las actitudes.
—Os
pido perdón, venerable Jorge –dijo–. Mi boca no ha sabido ser fiel a mi
pensamiento; no quise faltaros al respeto. Quizá lo que decís sea justo, y
quizá yo esté equivocado.
Ante este acto de
exquisita humildad, Jorge emitió un gruñido, que tanto podía expresar
satisfacción como perdón, y no pudo hacer más que regresar a su sitio, mientras
los monjes, que durante la discusión se habían ido acercando, fueron refluyendo
hacia sus mesas de trabajo. Guillermo volvió a arrodillarse ante la mesa de
Venancio y continuó hurgando entre las hojas. Su respuesta humildísima le había
permitido ganar algunos segundos de tranquilidad. Y lo que pudo ver en ese
brevísimo lapso guió la búsqueda que emprendería aquella misma noche.
Sin embargo, sólo
fueron unos pocos segundos. Bencio se acercó en seguida, fingiendo haber
olvidado su estilo sobre la mesa cuando se había aproximado para escuchar la
conversación con Jorge. Le susurró a Guillermo que debía hablar urgentemente
con él, y dijo que lo vería detrás de los baños. Le dijo que saliese primero, y
que por su parte no tardaría en seguirlo.
Guillermo vaciló un
instante, después llamó a Malaquías, que desde su mesa de bibliotecario, junto
al catálogo, había observado todo lo anterior, y le pidió, en virtud del
mandato que había recibido del Abad (e hizo mucho hincapié en ese privilegio),
que pusiera a alguien de guardia junto a la mesa de Venancio, porque
consideraba conveniente para su investigación que nadie se acercase a ella
durante el resto del día, hasta que él pudiese regresar. Lo dijo en alta voz,
porque así no sólo comprometía a Malaquías para que vigilara a los monjes sino
también a estos últimos para que vigilaran a aquél. El bibliotecario no pudo
hacer más que aceptar, y Guillermo se alejó conmigo.
Mientras atravesábamos el huerto en
dirección a los baños, que estaban junto al edificio del hospital, Guillermo
observó:
—Parece que a muchos no les gusta que ande
tocando algo que hay sobre, o debajo de, la mesa de Venancio.
—¿Qué será?
—Tengo la impresión
de que ni siquiera ellos lo saben.
—Entonces, ¿Bencio no tiene nada que
decirnos y sólo hace esto para alejarnos del scriptorium?
—En seguida lo
sabremos –dijo Guillermo.
Y, en efecto, Bencio
no se hizo esperar.
SEGUNDO DÍA
SEXTA
Donde, por un extraño relato de Bencio, llegan a saberse
cosas poco edificantes sobre la vida en la abadía.
Lo que Bencio nos
dijo fue un poco confuso. Parecía que, realmente, sólo nos había atraído hacia
allí para alejarnos del scriptorium, pero también que, incapaz de inventar un
pretexto convincente, estaba diciéndonos cosas ciertas, fragmentos de una
verdad más grande que él conocía.
Nos dijo que por la mañana había estado
reticente, pero que ahora, después de una madura reflexión, pensaba que
Guillermo debía conocer toda la verdad. Durante la famosa conversación sobre la
risa, Berengario se había referido al «finis Africae». ¿De qué se trataba? La
biblioteca estaba llena de secretos, y sobre todo de libros que los monjes
nunca habían podido consultar. Las palabras de Guillermo sobre el examen
racional de las proposiciones habían causado honda impresión en Bencio.
Consideraba que un monje estudioso tenía derecho a conocer todo lo que guardaba
la biblioteca. Criticó con ardor el concilio de Soissons, que había condenado a
Abelardo. Y, mientras así hablaba, fuimos comprendiendo que aquel monje todavía
joven, que se deleitaba en el estudio de la retórica, tenía arrebatos de
independencia y aceptaba con dificultad los límites que la disciplina de la
abadía imponía a la curiosidad de su intelecto. Siempre me han enseñado a
desconfiar de esa clase de curiosidades, pero sé bien que a mi maestro no le
disgustaba esa actitud, y advertí que simpatizaba con Bencio y que creía en lo
que éste estaba diciendo. En resumen: Bencio nos dijo que no sabía de qué
secretos habían hablado Adelmo, Venancio y Berengario, pero que no le hubiese
desagradado que de aquella triste historia surgiera alguna claridad sobre la
forma en que se administraba la biblioteca, y que confiaba en que mi maestro,
como quiera que desenredase la madeja del asunto, extrayera elementos susceptibles
de hacer que el Abad se sintiese inclinado a suavizar la disciplina intelectual
que pesaba sobre los monjes; venidos de tan lejos, como él, añadió,
precisamente para nutrir su intelecto con las maravillas que escondía el amplio
vientre de la biblioteca.
Creo que de verdad Bencio esperaba que la
investigación tuviese estos efectos. Sin embargo, también era probable que al
mismo tiempo, devorado como estaba por la curiosidad, quisiera reservarse, como
había previsto Guillermo, la posibilidad de ser el primero que hurgase en la
mesa de Venancio, y que para mantenernos lejos de ella estuviese dispuesto a
darnos otras informaciones. Que fueron las siguientes.
Berengario, como ya muchos monjes sabían,
estaba consumido por una insana pasión cuyo objeto era Adelmo, la misma pasión
que la cólera divina había castigado en Sodoma y Gomorra. Así se expresó
Bencio, quizá por consideración a mi juventud. Pero quien ha pasado su
adolescencia en un monasterio sabe que, aunque haya mantenido la castidad, ha
oído hablar, sin duda, de esas pasiones, y a veces ha tenido que cuidarse de
las acechanzas de quienes a ellas habían sucumbido. ¿Acaso yo mismo, joven
novicio, no había recibido en Melk misivas de cierto monje ya anciano que me
escribía el tipo de versos que un laico suele dedicar a una mujer? Los votos
monacales nos mantienen apartados de esa sentina de vicios que es el cuerpo de
la hembra, pero a menudo nos acercan muchísimo a otro tipo de errores. Por
último, ¿acaso puedo dejar de ver que mi propia vejez aún conoce la agitación
del demonio meridiano cuando, en ocasiones, estando en el coro, mis ojos se
detienen a contemplar el rostro imberbe de un novicio, puro y fresco como una
muchacha?
No digo esto para poner en duda la decisión
de consagrarme a la vida monástica, sino para justificar el error de muchos a
quienes la carga sagrada les resulta demasiado gravosa. Para justificar, tal
vez, el horrible delito de Berengario. Pero, según Bencio, parece que aquel
monje cultivaba su vicio de una manera aún más innoble, porque recurría al
chantaje para obtener de otros lo que la virtud y el decoro les habrían
impedido otorgar.
De modo que desde hacía tiempo los monjes
ironizaban sobre las tiernas miradas que Berengario lanzaba a Adelmo, cuya
hermosura parecía haber sido singular. Pero este último, totalmente enamorado
de su trabajo, que era quizá su única fuente de placer, no prestaba mayor
atención al apasionamiento de Berengario. Sin embargo, aunque lo ignorase,
puede que su ánimo ocultara una tendencia profunda hacia esa misma ignominia.
El hecho es que Bencio dijo que había sorprendido un diálogo entre Adelmo y
Berengario en el que este último, aludiendo a un secreto que Adelmo le pedía
que le revelara, le proponía la vil transacción que hasta el lector más
inocente puede imaginar. Y parece que Bencio oyó en boca de Adelmo palabras de
aceptación, pronunciadas casi con alivio. Como si, aventuraba Bencio, no otra
cosa desease, y como si para aceptar le hubiera bastado poder invocar una razón
distinta del deseo carnal. Signo, argumentaba Bencio, de que el secreto de
Berengario debía de estar relacionado con algún arcano del saber, para que así
Adelmo pudiera hacerse la ilusión de que se entregaba a un pecado de la carne
para satisfacer una apetencia intelectual. Y, añadió Bencio con una sonrisa,
cuántas veces él mismo no era presa de apetencias intelectuales tan violentas
que para satisfacerlas hubiese aceptado secundar apetencias carnales ajenas,
incluso contrarias a su propia apetencia carnal.
—¿Acaso no hay momentos –preguntó a
Guillermo– en los que estaríais dispuesto a hacer incluso cosas reprobables
para tener en vuestras manos un libro que buscáis desde hace años?
—El sabio y muy virtuoso Silvestre II, hace
dos siglos, regaló una preciosísima esfera armilar (instrumento astronómico,
compuesto de aros, graduados o no, que representan las posiciones de los
círculos más importantes de la esfera celeste y en cuyo centro suele colocarse
un pequeño globo que figura la Tierra), a cambio de un manuscrito, creo que de
Estacio o de Lucano –dijo Guillermo. Y luego añadió prudentemente–: Pero se
trataba de una esfera armilar, no de la propia virtud.
Bencio admitió que
su entusiasmo lo había hecho exagerar, y retomó la narración. Movido por la
curiosidad, la noche en que Adelmo moriría, había vigilado sus pasos y los de
Berengario. Después de completas, los había visto caminando juntos hacia el dormitorio.
Había esperado largo rato en su celda, que no distaba mucho de las de ellos,
con la puerta entreabierta, y había visto claramente que Adelmo se deslizaba,
en medio del silencio que rodeaba el reposo de los monjes, hacia la celda de
Berengario. Había seguido despierto, sin poder conciliar el sueño, hasta que
oyó que se abría la puerta de Berengario y que Adelmo escapaba casi a la
carrera, mientras su amigo intentaba retenerlo. Berengario lo había seguido
hasta el piso inferior. Bencio había ido tras ellos, cuidando de no ser visto,
y en la entrada del pasillo inferior había divisado a Berengario que, casi
temblando, oculto en un rincón, clavaba los ojos en la puerta de la celda de
Jorge. Bencio había adivinado que Adelmo se había arrojado a los pies del
anciano monje para confesarle su pecado. Y Berengario temblaba, porque sabía
que su secreto estaba descubierto, aunque fuese a quedar guardado por el sello
del sacramento.
Después Adelmo había salido, con el rostro
muy pálido, había apartado de sí a Berengario que intentaba hablarle, y se
había precipitado fuera del dormitorio. Tras rodear el ábside de la iglesia,
había entrado en el coro por la puerta septentrional (que siempre permanece
abierta de noche). Probablemente, quería rezar. Berengario lo había seguido,
pero no había entrado en la iglesia, y se paseaba entre las tumbas del
cementerio retorciéndose las manos.
Bencio estuvo vacilando sin saber qué hacer,
hasta que de pronto vio a una cuarta persona moviéndose por los alrededores.
También había seguido a Adelmo y Berengario, y sin duda no había advertido la
presencia de Bencio, que estaba erguido junto al tronco de un roble plantado al
borde del cementerio. Era Venancio. Al verlo, Berengario se había agachado
entre las tumbas. También Venancio había entrado en el coro. En aquel momento,
temiendo que lo descubrieran, Bencio había regresado al dormitorio. A la mañana
siguiente, el cadáver de Adelmo había aparecido al pie del barranco. Eso era
todo lo que Bencio sabía.
Pronto sería la hora de comer. Bencio nos
dejó, y mi maestro no le hizo más preguntas. Nos quedamos un rato detrás de los
baños y después dimos un breve paseo por el huerto, meditando sobre aquellas
extrañas revelaciones.
—Frangula –dijo de pronto Guillermo,
inclinándose para observar una planta, que, como era invierno, había reconocido
por el arbusto–. La infusión de su corteza es buena para las hemorroides. Y
aquello es arctium lappa; una buena cataplasma de raíces frescas cicatriza los
eczemas de la piel.
—Sois mejor que Severino –le dije–, pero
ahora ¡decidme qué pensáis de lo que acabamos de oír!
—Querido Adso, deberías aprender a razonar
con tu propia cabeza. Probablemente, Bencio nos ha dicho la verdad. Su relato
coincide con el que hoy temprano nos hizo Berengario, tan mezclado con
alucinaciones. Intenta reconstruir los hechos. Berengario y Adelmo hacen juntos
algo muy feo, ya lo habíamos adivinado. Y Berengario debe de haber revelado a
Adelmo algún secreto que, ¡ay!, sigue siendo un secreto. Después de haber
cometido aquel delito contra la castidad y las reglas de la naturaleza, Adelmo
sólo piensa en franquearse con alguien que pueda absolverle, y corre a la celda
de Jorge. Este, como hemos podido comprobar, tiene un carácter muy severo, y,
sin duda, abruma a Adelmo con reproches que lo llenan de angustia. Quizá no le
da la absolución, quizá le impone una penitencia irrealizable, es algo que
ignoramos, y que Jorge nunca nos dirá. Lo cierto es que Adelmo corre a la
iglesia para arrodillarse ante el altar, pero no consigue calmar sus
remordimientos. En ese momento se le acerca Venancio. No sabemos qué se
dijeron. Quizás Adelmo confía a Venancio el secreto que Berengario acaba de
transmitirle (en pago), por el que ya no siente ningún interés, porque ahora
tiene su propio secreto, mucho más terrible y candente. ¿Qué hace entonces
Venancio? Quizá, comido por la misma curiosidad que hoy agitaba a nuestro
Bencio, contento por lo que acaba de saber, se marcha dejando a Adelmo presa de
sus remordimientos. Al verse abandonado, éste piensa en matarse; desesperado,
se dirige al cementerio, donde encuentra a Berengario. Le dice palabras
tremendas, le echa en cara su responsabilidad, lo llama maestro y dice que le
ha enseñado a hacer cosas ignominiosas. Creo que, quitando las partes alucinatorias,
el relato de Berengario fue exacto. Adelmo le repitió las mismas palabras
atormentadoras que acababa de decirle a él Jorge. Y es entonces cuando
Berengario, muy turbado, se marcha en una dirección, mientras Adelmo se aleja
hacia el otro lado, decidido a matarse. El resto casi lo conocemos como si
hubiésemos sido testigos de los hechos. Todos piensan que alguien mató a
Adelmo. Venancio lo interpreta como un signo de que el secreto de la biblioteca
es aún más importante de lo que había creído, y sigue investigando por su
cuenta. Hasta que alguien lo detiene, antes o después de haber descubierto lo
que buscaba.
—¿Quién lo mata? ¿Berengario?
—Quizá. O Malaquías,
encargado de custodiar el Edificio. O algún otro. Cabe sospechar de Berengario
precisamente porque está asustado, y porque sabía que Venancio conocía su
secreto. O de Malaquías: debe custodiar la integridad de la biblioteca,
descubre que alguien la ha violado, y mata. Jorge lo sabe todo de todos, conoce
el secreto de Adelmo, no quiere que yo descubra lo que tal vez haya encontrado
Venancio... Muchos datos aconsejarían dirigir hacia él las sospechas. Pero dime
cómo un hombre ciego puede matar a otro que está en la plenitud de sus fuerzas,
y cómo un anciano, eso sí, robusto, pudo llevar el cadáver hasta la tinaja. Y,
por último, ¿el asesino no podría ser el propio Bencio? Podría habernos
mentido, podría estar obrando con unos fines inconfesables. ¿Y por qué limitar
las sospechas a los que participaron en la conversación sobre la risa? Quizás
el delito tuvo otros móviles, que nada tienen que ver con la biblioteca. De
todos modos se imponen dos cosas: averiguar cómo se entra en la biblioteca, y
conseguir una lámpara. De esto último ocúpate tú. Date una vuelta por la cocina
a la hora de la comida y coge una...
—¿Un hurto?
—Un préstamo, a la mayor gloria del
Señor.
—En tal caso, contad conmigo.
—Muy bien. En cuanto a entrar en el
Edificio, ya vimos por donde apareció Malaquías ayer noche. Hoy haré una visita
a la iglesia, y en especial a aquella capilla. Dentro de una hora iremos a
comer.
Después tenemos una
reunión con el Abad. Podrás asistir tú también, porque he pedido que haya un
secretario para tomar nota de lo que se diga.
SEGUNDO DÍA
NONA
Donde el Abad se muestra orgulloso de las riquezas de su
abadía y temeroso de los herejes, y al final Adso se pregunta si no habrá hecho
mal en salir a recorrer el mundo.
Encontramos al Abad
en la iglesia, frente al altar mayor. Estaba vigilando el trabajo de unos
novicios que habían sacado de algún sitio recóndito una serie de vasos
sagrados, cálices, patenas, custodias, y un crucifijo que no había visto
durante el oficio de la mañana. Ante la refulgente belleza de aquellos sagrados
utensilios, no pude contener una exclamación de asombro. Era pleno mediodía y
la luz penetraba a raudales por las ventanas del coro, y con más abundancia aún
por las de las fachadas, formando blancos torrentes que, como místicos arroyos
de sustancia divina, iban a cruzarse en diferentes puntos de la iglesia,
inundando incluso el altar.
Los vasos, los cálices, todo revelaba la
materia preciosa con que estaba hecho: entre el amarillo del oro, la blancura
inmaculada de los marfiles y la transparencia del cristal, vi brillar gemas de
todos los colores y tamaños, reconocí el jacinto, el topacio, el rubí, el
zafiro, la esmeralda, el crisólito, el ónix, el carbunclo, el jaspe y el ágata.
Y al mismo tiempo advertí algo que por la mañana, arrobado primero en la oración,
y confundido luego por el terror, no había notado: el frontal del altar y otros
tres paneles que formaban su corona eran todos de oro, y de oro parecía el
altar por dondequiera que se lo mirase.
El Abad sonrió al
ver mi asombro:
—Estas riquezas que veis –dijo volviéndose
hacia nosotros– y otras que aún veréis, son la herencia de siglos de piedad y
devoción, y el testimonio del poder y la santidad de esta abadía. Príncipes y
poderosos de la tierra, arzobispos y obispos, han sacrificado a este altar, y a
los objetos que le están destinados, los anillos de sus investiduras, los oros
y las piedras que señalaban su grandeza, y han querido entregarlos para que
fuesen fundidos aquí para la mayor gloria del Señor y de este sitio que es
suyo. Aunque hoy la abadía haya sido profanada por otro acontecimiento
luctuoso, no podemos olvidar el poder y la fuerza del Altísimo, que se alza
frente a la evidencia de nuestra fragilidad. Se avecinan las festividades de la
Santa Navidad, y estamos empezando a limpiar los utensilios sagrados, para que
el nacimiento del Salvador pueda festejarse con todo el fasto y la
magnificencia que merece y requiere. Todo deberá manifestarse en su mismo
esplendor... –añadió, mirando fijamente a Guillermo, y luego comprendí por qué
insistía con tanto orgullo en justificar su manera de proceder–, porque
pensamos que es útil y conveniente no esconder sino, por el contrario, exhibir
las ofrendas hechas al Señor.
—Así es –dijo cortésmente Guillermo–. Si
vuestra excelencia estima que así ha de glorificarse al Señor, qué duda cabe de
que vuestra abadía ha alcanzado la máxima excelencia en esta ofrenda de
alabanzas.
—Así debe ser. Si por voluntad de Dios o por
imposición de los profetas, se utilizaban ánforas y jarras de oro y pequeños
morteros áureos para recoger la sangre de cabras, terneros o terneras en el
templo de Salomón, ¡con mayor razón, llenos de reverencia y devoción, hemos de
utilizar, para recibir la sangre de Cristo, vasos de oro y piedras preciosas,
escogiendo para ello lo más valioso de entre las cosas creadas! Si se produjese
una segunda creación y nuestra sustancia llegara a igualarse con la de los
querubines y serafines, seguiría siendo indigno el servicio que podría rendir a
una víctima tan inefable...
—Así sea –dije.
—Muchos objetan que una mente santamente
inspirada, un corazón puro, una intención llena de fe deberían bastar para esta
sagrada función. Somos los primeros en afirmar en forma explícita y decidida
que eso es lo esencial, pero estamos persuadidos de que también debe rendirse
homenaje a través del ornamento exterior de los utensilios sagrados, porque es
sumamente justo y conveniente que sirvamos a nuestro Salvador en todo y sin
restricciones, puesto que Él ha querido asistirnos en todo sin restricciones ni
excepciones.
—Esta ha sido siempre la opinión de los
grandes de vuestra orden – admitió Guillermo–. Recuerdo haber leído páginas muy
bellas sobre los ornamentos de las iglesias en las obras del grandísimo y
venerable abate Suger.
—Así es –dijo el Abad–. ¿Veis este crucifijo?
Aún no está completo... – lo cogió con infinito amor y lo contempló con el
rostro iluminado por la beatitud–: Todavía faltan unas perlas aquí; no he
encontrado aún las que se ajusten a sus dimensiones. San Andrés dijo que en la
cruz del Gólgota los miembros de Cristo eran como otros tantos adornos de
perlas. Y de perlas han de ser los adornos de este humilde simulacro de aquel
gran prodigio. Aunque también me ha parecido conveniente hacer engastar aquí,
justo sobre la cabeza del Salvador, el más bello diamante que jamás hayáis
visto –con sus manos devotas, con los largos dedos blancos, acarició las partes
más preciosas del santo madero, mejor dicho, del santo marfil, porque de esa
espléndida materia estaban hechos los brazos de la cruz–. Cuando me deleito
contemplando todas las bellezas de esta casa de Dios, y el encanto de las
piedras multicolores borra las preocupaciones externas, y una digna meditación
me lleva a considerar, transfiriendo lo material a lo inmaterial, la diversidad
de las virtudes sagradas, tengo la impresión de hallarme, por decirlo así, en
una extraña región del universo, aún no del todo libre en la pureza del cielo,
pero ya en parte liberada del fango de la tierra. Y me parece que, por gracia
de Dios, puedo alejarme de este mundo inferior para alcanzar el superior, por
vía anagógica (por elevación y enajenamiento del alma en la contemplación de
las cosas divinas).
Mientras así hablaba
había vuelto el rostro hacia la nave. Una ola de luz que penetraba desde lo
alto lo estaba iluminando –especial benevolencia del astro diurno– en el rostro
y en las manos, que, arrobado de fervor, tenía abiertas y extendidas en forma
de cruz.
—Toda criatura
–dijo–, ya sea visible o invisible, es una luz, hija del padre de las luces.
Este marfil, este ónix, pero también la piedra que nos rodea, son una luz,
porque yo percibo que son buenos y bellos, que existen según sus propias reglas
de proporción, que difieren en género y especie del resto de los géneros y
especies, que están definidos por sus correspondientes números, que se ajustan
a sus respectivos órdenes, que buscan los lugares que les son propios, de
acuerdo con sus diferencias de gravedad. Y mejor se me revelan estas cosas
cuanto más preciosa es la materia que contemplo, pues, si para remontarme a la
sublimidad de la causa, cuya plenitud me es inaccesible, debo partir de la
sublimidad del efecto, y si ya el estiércol y el insecto consiguen hablarme de
la divina causalidad, ¡cuánto mejor lo harán efectos tan admirables como el oro
y el diamante, cuánto mejor brillará en ellos la potencia creadora de Dios! Y
entonces, cuando percibo en las piedras esas cosas superiores, mi alma llora
conmovida de júbilo, y no por vanidad terrenal o por amor a las riquezas, sino
por amor purísimo de la causa primera no causada.
—En verdad ésta es
la más dulce de las teologías –dijo Guillermo con perfecta humildad.
Y pensé que estaba utilizando aquella
insidiosa figura de pensamiento que los retóricos llaman ironía, y que siempre
debe usarse precedida por
la pronunciatio, que
es su señal y justificación.
Pero Guillermo nunca
lo hacía, de modo que el Abad, más propenso a utilizar las figuras del
discurso, tomó a Guillermo al pie de la letra, y añadió, llevado aún por su
rapto místico:
—Es la vía más inmediata para entrar en
contacto con el Altísimo, teofanía material.
Guillermo tosió educadamente: «Eh... oh...»,
dijo. Eso hacía cada vez que quería cambiar de tema. Logró hacerlo con mucha
gentileza, porque tenía la costumbre –típica, creo, de los hombres de su
tierra– de emitir una serie de gemidos preliminares cada vez que se proponía
hablar, como si emprender la exposición de un pensamiento acabado constituyera
un gran esfuerzo para su mente. Sin embargo, yo me había dado cuenta de que
cuanto más duraban esos gemidos preliminares más seguro estaba de la bondad de
la proposición que después expresaría.
—Eh... oh... –dijo, pues, Guillermo–. Hemos
de hablar del encuentro y del debate sobre la pobreza...
—La pobreza... –dijo, aún absorto, el Abad,
como si le costase descender de la hermosa región del universo adonde lo habían
transportado sus gemas–. Es cierto, el encuentro...
Y empezaron a discutir minuciosamente sobre
cosas que en parte yo conocía y que en parte logré entender al escuchar su
conversación. Se trataba, como ya he dicho al comienzo de este fiel relato, de
la doble querella que oponía de una parte al emperador y al papa, y de la otra
al papa y a los franciscanos, que en el capítulo de Perusa, si bien con muchos
años de atraso, habían adoptado las tesis de los espirituales acerca de la
pobreza de Cristo; y del enredo que se había originado al unirse los
franciscanos al imperio, triángulo de oposiciones y de alianzas que ahora se había
convertido en cuadrado por la intervención –todavía incomprensible para mí– de
los abades de la orden de San Benito.
Nunca he acabado de comprender por qué los
abades benedictinos habían dado protección y asilo a los franciscanos
espirituales, incluso antes de que su propia orden adoptase, hasta cierto
punto, sus opiniones. Porque si los espirituales predicaban la renuncia a todos
los bienes de este mundo, los abades de mi orden, en cambio, seguían una vía no
menos virtuosa pero del todo opuesta, como claramente había podido comprobar
aquel mismo día. Pero creo que los abades consideraban que un poder excesivo
del papa equivalía a un poder excesivo de los obispos y las ciudades, y mi
orden había conservado intacto su poder a través de los siglos precisamente
contra el clero secular y los mercaderes de las ciudades, presentándose como
mediadora directa entre el cielo y la tierra, y consejera de los soberanos.
Muchas veces había oído yo repetir la frase
según la cual el pueblo de Dios se divide en pastores (o sea los clérigos),
perros (o sea los guerreros) y ovejas, el pueblo. Pero más tarde he aprendido
que esa frase puede repetirse de diferentes maneras. Los benedictinos habían
hablado a menudo no de tres sino de dos grandes divisiones, una relacionada con
la administración de las cosas terrenales y otra relacionada con la
administración de las cosas celestes. En lo referente a las cosas terrenales
valía la división entre el clero, los señores laicos y el pueblo, pero por
encima de esa tripartición dominaba la presencia del ordo monachorum, vínculo
directo entre el pueblo de Dios y el cielo, y los monjes no tenían nada que ver
con los pastores seculares que eran los curas y los obispos, ignorantes y
corruptos, que ahora servían los intereses de las ciudades, donde las ovejas ya
no eran los buenos y fieles campesinos sino los mercaderes y los artesanos. La
orden benedictina no veía mal que el gobierno de los simples estuviese a cargo
de los clérigos seculares, siempre y cuando el establecimiento de la regla
definitiva de aquella relación incumbiese a los monjes, que estaban en contacto
directo con la fuente de todo poder terrenal, el imperio, así como lo estaban
con la fuente de todo poder celeste. Y creo que fue por eso que muchos abades
benedictinos, para afirmar la dignidad del imperio frente al poder de las
ciudades (donde los obispos y los mercaderes se habían unido), estuvieron
incluso dispuestos a brindar protección a los franciscanos espirituales, cuyas
ideas no compartían, pero cuya presencia les era útil, porque proporcionaban
buenos argumentos al imperio en su lucha contra el poder excesivo del papa.
Deduje que aquellas debían de ser las
razones por las que Abbone estaba dispuesto a colaborar con Guillermo, enviado
del emperador para mediar entre la orden franciscana y la sede pontificia. En
efecto: a pesar de la violencia de la querella, que tanto hacía peligrar la
unidad de la iglesia, Michele da Cesena, a quien el papa Juan había llamado en
reiteradas ocasiones a Aviñón, se había decidido finalmente a aceptar la
invitación, porque no deseaba una ruptura definitiva entre su orden y el
pontífice. Como general de los franciscanos quería que triunfaran las
posiciones de su orden, pero al mismo tiempo le interesaba obtener el consenso
papal, entre otras razones porque intuía que sin ese consenso no podría durar
demasiado a la cabeza de la orden.
Pero muchos le
habían hecho ver que el papa lo esperaría en Francia para tenderle una celada,
acusarlo de herejía y procesarlo. Por eso aconsejaban que antes del viaje se
hicieran algunos tratos. Marsilio había tenido una idea mejor: enviar junto a
Michele un legado imperial que expusiese al papa el punto de vista de los
partidarios del emperador. No tanto para convencer al viejo Cahors como para
reforzar la posición de Michele, quien, al formar parte de una legación
imperial, ya no podría ser una presa tan fácil para la venganza pontificia.
Sin embargo, también
esa idea presentaba numerosos inconvenientes, y no podía realizarse en forma
inmediata. De allí había surgido la idea de un encuentro preliminar entre los
miembros de la legación imperial y algunos enviados del papa, a fin de probar
las respectivas posiciones y redactar los acuerdos para un encuentro en que la
seguridad de los visitantes italianos estuviese garantizada. La organización de
ese primer encuentro había sido confiada precisamente a Guillermo de
Baskerville. Quien luego debería exponer en Aviñón el punto de vista de los
teólogos imperiales, si hubiese estimado que el viaje era posible sin peligro.
Empresa nada fácil, porque se suponía que el papa, que deseaba que Michele
fuese solo para poder reducirlo más fácilmente a la obediencia, enviaría a
Italia una legación con el propósito de hacer todo lo posible para que el viaje
de los emisarios imperiales a su corte no llegara a realizarse. Hasta ese
momento Guillermo se había movido con gran habilidad. Después de largas
consultas con varios abades benedictinos (por eso nuestro viaje había tenido
tantas etapas) había elegido la abadía en la que nos encontrábamos,
precisamente porque se sabía que el Abad era devotísimo del imperio, y, sin
embargo, dada su gran habilidad diplomática, tampoco era mal visto en la corte
pontificia. Territorio neutral, pues, la abadía, donde los dos grupos habrían
podido encontrarse.
Pero las resistencias del pontífice no
habían acabado allí. Sabía que, una vez en el terreno de la abadía, su legación
quedaría sometida a la jurisdicción del Abad, y como en ella también habría
algunos miembros del clero secular, se negaba a aceptar esa cláusula porque
temía una celada por parte del imperio. De modo que había puesto como condición
que la indemnidad de sus enviados estuviese garantizada por la presencia de una
compañía de arqueros del rey de Francia al mando de una persona de su confianza.
Algo había escuchado yo sobre esto cuando en Bobbio Guillermo se reunió con un
embajador del papa: habían tratado de definir la fórmula que determinara la
misión de dicha compañía, o sea que quería decir garantizar la indemnidad de
los legados pontificios. Al final se había aceptado una fórmula propuesta por
los aviñoneses, que había parecido razonable: los hombres armados y el que los
mandara tendrían jurisdicción sobre todos aquellos que de alguna manera
tratasen de atentar contra la vida de los miembros de la legación pontificia y
de influir sobre su comportamiento y sobre su juicio mediante actos violentos.
En aquel momento, el acuerdo había respondido a puras preocupaciones formales.
Pero ahora, después de los hechos que acababan de producirse en la abadía, el
Abad estaba inquieto, y comunicó sus dudas a Guillermo. Si la legación llegaba
a la abadía antes de que se descubriera al autor de los dos crímenes (al día
siguiente las preocupaciones del Abad habrían de crecer, porque los crímenes
serían ya tres), habría que reconocer que en aquel recinto circulaba alguien
capaz de influir mediante actos violentos sobre el juicio y el comportamiento
de los legados pontificios.
De nada valía tratar de ocultar los crímenes
que se habían cometido, porque, si llegara a suceder alguna otra cosa, los
legados pontificios pensarían que existía una conjura contra ellos. Por tanto,
sólo quedaban dos soluciones. O bien Guillermo descubría al asesino antes de
que llegase la legación (y aquí el Abad lo miró fijamente, como reprochándole
sin palabras que aún no hubiera aclarado el asunto), o bien se imponía informar
directamente de lo que estaba sucediendo al representante del papa, y pedirle
que, mientras durasen las sesiones, se ocupara de que la abadía estuviese bajo
estricta vigilancia. Pero el Abad hubiera preferido no hacerlo, porque eso
significaba renunciar a una parte de su soberanía, y dejar, incluso, que los
franceses controlasen a sus monjes. Sin embargo, no podía arriesgarse. Tanto
Guillermo como el Abad lamentaban el cariz que estaban tomando las cosas, pero
no tenían demasiadas alternativas. De modo que quedaron en verse al día
siguiente para tomar una decisión definitiva. Entre tanto sólo podían confiar
en la misericordia divina y en la sagacidad de Guillermo.
—Haré lo posible, vuestra excelencia –dijo
Guillermo–. Sin embargo, no veo cómo este asunto podría comprometer el éxito de
la reunión. Incluso el representante pontificio tendrá que comprender que hay
una diferencia entre la obra de un loco, de un ser sanguinario o quizá sólo de
un alma extraviada, y los graves problemas que vendrán a discutir esos hombres
de probada rectitud.
—¿Os parece? –preguntó el Abad, mirándolo
fijamente–. No olvidéis que los de Aviñón están acostumbrados a encontrarse con
los franciscanos, o sea con personas peligrosamente próximas a los fraticelli y
a otros aún más insensatos que los fraticelli, herejes peligrosos que se han
manchado con crímenes –y aquí el Abad bajó el tono de su voz–, en comparación
con los cuales los hechos aquí acaecidos, sin duda horribles, empalidecen como
el sol cuando hay niebla.
—¡No es lo mismo! –exclamó Guillermo
excitado–. No podéis medir con el mismo rasero a los franciscanos del capítulo
de Perusa y a cualquier banda de herejes que ha entendido mal el mensaje del
evangelio convirtiendo la lucha contra las riquezas en una serie de venganzas
privadas o de locuras sanguinarias.
—No hace muchos años que, a pocas millas de
aquí, una de esas bandas, como las llamáis, arrasó a hierro y fuego las tierras
del obispo de Vercelli y las montañas del novarés –dijo secamente el Abad.
—Estáis hablando de
fray Dulcino y de los apóstoles...
—De los pseudo
apóstoles –corrigió el Abad.
Y otra vez oía mencionar yo a fray Dulcino y
a los pseudo apóstoles, y otra vez con tono circunspecto, y casi con un matiz
de terror.
—De los seudo apóstoles –admitió de buen
grado Guillermo–. Pero no tenían nada que ver con los franciscanos.
—Con quienes compartían la veneración por
Joaquín de Calabria –dijo sin darle respiro el Abad–. Preguntádselo a vuestro
hermano Ubertino.
—Me permito señalar a vuestra excelencia que
ahora es hermano vuestro –dijo Guillermo sonriendo y haciendo una especie de
reverencia, como para felicitar al Abad por la adquisición que había hecho su
orden al acoger a un hombre tan afamado.
—Lo sé, lo sé –respondió también sonriendo
el Abad–. Y vos sabéis con cuánta solicitud fraternal nuestra orden acogió a
los espirituales cuando cayó sobre ellos la ira del papa. No hablo sólo de
Ubertino, sino también de muchos otros hermanos más humildes, de los que poco
se sabe, y de los que quizá debería saberse más. Porque a veces ha sucedido que
tránsfugas vestidos con el sayo de los franciscanos buscaron asilo entre
nosotros, pero luego he sabido que sus vidas azarosas los habían llevado,
durante cierto tiempo, bastante cerca de los dulcinianos.
—¿También aquí?
—También aquí. Os estoy revelando algo que
en verdad conozco muy poco, y en todo caso no lo suficiente como para formular
acusaciones. Pero, como estáis investigando sobre la vida de esta abadía,
conviene que también vos conozcáis ciertas cosas. Así pues, os diré que
sospecho (atención, sospecho sobre la base de lo que he oído o adivinado) que
hubo una etapa muy oscura en la vida de nuestro cillerero, que precisamente
llegó aquí hace años, siguiendo el éxodo de los franciscanos.
—¿El cillerero? ¿Remigio da Varagine un
dulciniano? Me parece el ser más apacible, y en todo caso menos preocupado por
nuestra señora la pobreza, que jamás haya visto... –dijo Guillermo.
—Y, en efecto, no puedo reprocharle nada, y
le estoy agradecido por sus buenos servicios, que le han valido el
reconocimiento de toda la comunidad. Pero digo esto para que comprendáis lo
fácil que es encontrar relaciones entre un fraile y un fraticello.
—De nuevo vuestra excelencia es injusta, si
puedo permitirme esta palabra –lo interrumpió Guillermo–. Estábamos hablando de
los dulcinianos, no de los fraticelli. De los que podrá decirse cualquier cosa
(sin saber tampoco de quiénes se habla, porque los hay de muchas clases), salvo
que sean sanguinarios. Lo más que podrá reprochárseles es haber puesto en
práctica sin demasiada sensatez lo que los espirituales han predicado con mayor
mesura y animados por el auténtico amor a Dios, y en este sentido admito que el
límite entre unos y otros es bastante tenue.
—¡Pero los fraticelli son herejes! –lo
interrumpió secamente el Abad–. No se limitan a afirmar la tesis de la pobreza
de Cristo y los apóstoles, doctrina que, si bien no tiendo a compartir, me
parece un arma útil para contrarrestar la soberbia de los de Aviñón. Los
fraticelli extraen de esa doctrina una consecuencia práctica, se valen de ella
para legitimar la rebelión, el saqueo, la perversión de las costumbres.
—Pero, ¿qué
fraticelli?
—Todos en general. Sabéis que se han
manchado con crímenes innombrables, que no reconocen el matrimonio, que niegan
el infierno, que cometen sodomía, que abrazan la herejía bogomila del ordo
Bulgarie y del ordo Drygonthie...
—¡Por favor, no confundáis cosas distintas!
¡Habláis de los fraticelli, de los patarinos, de los valdenses, de los cátaros,
y entre éstos de los bogomilos de Bulgaria y herejes de Dragovitsa, como si
todos fuesen iguales!
—Lo son –dijo secamente el Abad–, lo son
porque son herejes y lo son porque ponen en peligro el orden mismo del mundo
civil, incluido el orden del imperio que al parecer vos defendéis. Hace más de
cien años, los secuaces de Arnaldo da Brescia incendiaron las casas de los
nobles y de los cardenales, y esos fueron los frutos de la herejía lombarda de
los patarinos. Conozco historias terribles sobre aquellos herejes, y las he
leído en Cesario de Eisterbach. En Verona, el canónigo de San Gedeón, Everardo,
advirtió en cierta ocasión que el dueño de la casa donde se hospedaba salía
todas las noches junto con su mujer y su hija. Interrogó a uno de los tres para
saber adónde iban y qué hacían. Ven y verás, fue la respuesta, y los siguió
hasta una casa subterránea muy grande, donde estaban reunidas muchas personas
de ambos sexos. En medio del silencio general, un heresiarca pronunció un
discurso plagado de blasfemias, con la intención de corromper sus vidas y sus
costumbres. Después, apagadas las velas, cada cual se echó sobre su vecina, sin
hacer distinciones entre la esposa legítima y la mujer soltera, entre la viuda
y la virgen, entre la patrona y la sierva, como tampoco (¡aún peor!, ¡que el
Señor me perdone por hablar de cosas tan horribles!) entre la hija y la
hermana. Al ver todo eso, Everardo, joven frívolo y lujurioso, fingiéndose
discípulo, se acercó no sé si a la hija del dueño de su casa o a otra muchacha,
y cuando se apagaron las velas pecó con ella. Desgraciadamente, siguió
participando en esas reuniones durante más de un año, hasta que un día el
maestro dijo que aquel joven frecuentaba con tanto provecho sus sesiones que no
tardaría en poder iniciar a los neófitos. Fue entonces cuando Everardo
comprendió en qué abismo había caído, y consiguió librarse de su seducción
diciendo que no había frecuentado aquella casa porque lo atrajese la herejía,
sino porque lo atraían las muchachas. Fue expulsado. Pero así, como veis, es la
ley y la vida de los herejes, patarinos, cátaros, joaquinistas, espirituales de
toda calaña. Y no hay que asombrarse de que así sea: no creen en la resurrección
de la carne ni en el infierno como castigo de los malvados, y consideran que
pueden hacer cualquier cosa impunemente. En efecto, se llaman a sí mismos catharoi, o sea puros.
—Abbone, vivís aislado en esta espléndida y
santa abadía, alejada de las iniquidades del mundo. La vida de las ciudades es
mucho más compleja de lo que creéis, y, como sabéis, también en el error y en
el mal hay grados. Lot fue mucho menos pecador que sus conciudadanos, que
concibieron pensamientos inmundos incluso sobre los ángeles enviados por Dios,
y la traición de Pedro fue nada comparada con la traición de Judas; en efecto,
uno fue perdonado y el otro no. No podéis considerar que los patarinos y los
cátaros sean lo mismo. Los patarinos son un movimiento de reforma de las
costumbres dentro de las leyes de la santa madre iglesia. Lo que siempre
quisieron fue mejorar el modo de vida de los eclesiásticos.
—Afirmando que no
debían tomarse los sacramentos impartidos por sacerdotes impuros...
—En lo que erraron,
pero este fue su único error de doctrina. Porque ellos nunca se propusieron
alterar la ley de Dios.
—Pero la prédica
patarina de Arnaldo da Brescia, en Roma, hace más de doscientos años, lanzó a
la turba de los campesinos a incendiar las casas de los nobles y de los cardenales.
—Arnaldo intentó
atraer hacia su movimiento de reforma a los magistrados de la ciudad. Estos no
lo siguieron. Quienes sí lo escucharon fueron los pobres y los desheredados. Él
no fue responsable de la energía y la furia con que estos últimos respondieron
a sus llamamientos en pro de una ciudad menos corrupta.
—La ciudad siempre es corrupta.
—La ciudad es el
sitio donde hoy vive el pueblo de Dios, del que vos, del que nosotros somos los
pastores. Es el sitio del escándalo, donde el prelado rico predica la virtud al
pueblo pobre y hambriento. Los desórdenes de los patarinos nacen de esa
situación. Son dolorosos, pero no son incomprensibles. Los cátaros son otra
cosa. Es una herejía oriental, ajena a la doctrina de la iglesia. No sé si
realmente cometen o han cometido los crímenes que se les imputan. Sé que
rechazan el matrimonio, que niegan el infierno. Me pregunto si muchas de las
falsas imputaciones que se les han hecho no se basan sólo en el carácter (sin
duda, abominable) de sus ideas.
—¿Me estáis diciendo
que los cátaros no se mezclaron con los patarinos, y que ambos no son sino dos
de las innumerables caras de la misma manifestación demoníaca?
—Digo que muchas de esas herejías,
independientemente de las doctrinas que defienden, tienen éxito entre los
simples porque les sugieren la posibilidad de una vida distinta. Digo que en
general los simples no saben mucho de doctrina. Digo que a menudo ha sucedido
que las masas de simples confundieran la predicación cátara con la de los
patarinos, y ésta en general con la de los espirituales. La vida de los
simples, Abbone, no está iluminada por el saber y el sentido agudo de las
distinciones, propios de los hombres sabios como nosotros. Además, es una vida
obsesionada por la enfermedad y la pobreza, y por la ignorancia, que les impide
expresarlas en forma inteligible. A menudo, para muchos de ellos, la adhesión a
un grupo herético es sólo una manera como cualquier otra de gritar su
desesperación. La casa de un cardenal puede quemarse porque se desea perfeccionar
la vida del clero, o bien porque se considera inexistente el infierno que éste
predica. Pero siempre se quema porque existe el infierno de este mundo, donde
vive el rebaño que debemos cuidar. Y sabéis muy bien que, si ellos no
distinguen entre la iglesia búlgara y los secuaces del cura Liprando, a menudo
ha sucedido que las autoridades imperiales y sus partidarios tampoco han
distinguido entre los espirituales y los herejes. No pocas veces grupos de
gibelinos han apoyado movimientos populares de inspiración cátara, porque les
convenía en su lucha política. Considero que obraron mal. Pero luego he sabido
que a menudo esos mismos grupos, para deshacerse de esos adversarios inquietos
y peligrosos, y demasiado «simples», atribuyeron a unos las herejías de los
otros, y los empujaron a todos a la hoguera. He visto, os juro Abbone, he visto
con mis propios ojos, hombres de vida virtuosa, partidarios sinceros de la
pobreza y la castidad, pero enemigos de los obispos, a quienes estos últimos
entregaron al brazo secular, estuviese éste al servicio del imperio o de las
ciudades libres, acusándolos de promiscuidad sexual y sodomía, prácticas
abominables en las que otros, quizá, pero no ellos habían incurrido. Los
simples son carne de matadero: se los utiliza cuando sirven para debilitar al
poder enemigo, y se los sacrifica cuando ya no sirven.
—O sea que –dijo el
Abad con evidente malicia–, entre Dulcino y sus locos, y entre Gherardo
Segalelli y aquellos infames asesinos, hubo cátaros malvados o fraticelli
virtuosos, bogomilos sodomitas o patarinos reformadores. ¿Mé diréis, entonces,
Guillermo, vos que todo lo sabéis sobre los herejes, hasta el punto de parecer
uno de ellos, quién tiene la verdad?
—A veces ninguna de las partes –dijo
con tristeza Guillermo.
—¿Veis cómo tampoco
vos sabéis distinguir entre los diferentes tipos de herejes? Yo al menos tengo
una regla. Sé que son herejes los que ponen en peligro el orden que gobierna al
pueblo de Dios. Y defiendo al imperio porque me asegura la vigencia de ese
orden. Combato al papa porque está entregando el poder espiritual a los obispos
de las ciudades, que se alían con los mercaderes y las corporaciones, y serán
incapaces de mantener ese orden. Nosotros lo hemos mantenido durante siglos. Y
en cuanto a los herejes, también tengo una regla, que se resume en la respuesta
de Arnaldo Amalrico, abad de Citeaux, cuando le preguntaron qué había que hacer
con los ciudadanos de Beziers, ciudad sospechosa de herejía: «Matadlos a todos;
Dios reconocerá a los suyos».
Guillermo bajó la
mirada y permaneció un momento en silencio. Después dijo:
—La ciudad de
Beziers fue tomada, y los nuestros no hicieron diferencias de dignidad ni de
sexo ni de edad, y pasaron por las armas a casi veinte mil hombres. Después de
la matanza, la ciudad fue saqueada y quemada.
—Una guerra santa
sigue siendo una guerra.
—Una guerra santa sigue siendo una
guerra. Quizá por eso no deberían existir guerras santas. Pero, ¿qué estoy
diciendo?, he venido para defender los derechos de Ludovico, quien, sin
embargo, está arrasando Italia. También yo me encuentro atrapado en un extraño
juego de alianzas. Extraña la alianza de los espirituales con el imperio;
extraña la del imperio con Marsilio, que reclama la soberanía para el pueblo;
extraña también la de nosotros dos, tan distintos por nuestros objetivos y
nuestras tradiciones. Pero tenemos dos tareas en común. El éxito del encuentro,
y el descubrimiento de un asesino. Tratemos de realizarlas en paz.
El Abad abrió los
brazos:
—Dadme el beso de la paz, fray Guillermo.
Con un hombre de vuestro saber podríamos discutir largamente de sutiles
cuestiones teológicas y morales. Pero no debemos caer en la tentación de
discutir por mero gusto, como hacen los maestros de París. Es cierto, hay una
tarea importante que nos espera, y debemos proceder de común acuerdo. Pero he
hablado de estas cosas porque creo que existe una relación, ¿comprendéis?, una
posible relación, o bien la posibilidad de que otros puedan establecer una
relación, entre los crímenes que se han producido y las tesis de vuestros
hermanos. Por eso os he avisado, para que evitemos cualquier sospecha o
insinuación por parte de los aviñoneses.
—¿No debería suponer también que vuestra
sublimidad me ha sugerido además una pista para mi investigación? ¿Pensáis que
en el fondo de los acontecimientos recientes puede haber alguna historia
oscura, relacionada con el pasado herético de algún monje?
El Abad calló unos instantes, mirando a
Guillermo, y sin que su rostro mostrara expresión alguna. Después dijo:
—En este triste asunto el inquisidor sois
vos. A vos incumbe abrigar sospechas y arriesgaros incluso a que no sean
justas. Yo sólo soy aquí el padre común. Y, añado, si hubiese sabido que el
pasado de alguno de mis monjes permitía abrigar sospechas fundadas, ya habría
procedido a arrancar esa mala hierba. Os he dicho todo lo que sé. Es justo que
lo que no sé surja a la luz gracias a vuestra sagacidad. En todo caso, no
dejéis de informarme, y a mí en primer lugar.
Saludó y salió de la
iglesia.
—La historia se complica, querido Adso –dijo
Guillermo con gesto sombrío–. Corremos detrás de un manuscrito, nos interesamos
en las diatribas de algunos monjes demasiado curiosos y en el comportamiento de
otros monjes demasiado lujuriosos, y de pronto se perfila, cada vez con mayor
nitidez, otra pista, totalmente distinta. El cillerero, pues... Y con él vino
ese extraño animal, Salvatore... Pero ahora debemos ir a descansar, porque
hemos decidido no dormir durante la noche.
—Entonces, ¿todavía pensáis entrar en la
biblioteca esta noche? ¿Creéis que esta historia del cillerero es una mera
sospecha del Abad?
Guillermo caminó hacia el albergue de los
peregrinos. Al llegar al umbral se detuvo y retomó lo que estaba diciendo:
—En el fondo; el Abad me pidió que
investigara sobre la muerte de Adelmo cuando pensaba que algo turbio sucedía
entre sus monjes jóvenes. Pero ahora la muerte de Venancio despierta otras
sospechas. Quizás el Abad ha intuido que la clave del misterio se encuentra en
la biblioteca, y no quiere que investigue sobre eso. Y entonces me ofrece la
pista del cillerero precisamente para apartar mi atención del Edificio.
—Pero, ¿por qué no
querría que...?
—No preguntes demasiado. El Abad me dijo
desde el principio que la biblioteca no se toca. Sus razones tendrá. Quizá
también él está envuelto en algo que al principio no creía vinculado con la
muerte de Adelmo, y ahora ve que el escándalo se va extendiendo y que él mismo
puede resultar implicado. Y no quiere que se descubra la verdad, o al menos no
quiere que sea yo quien la descubra...
—Pero entonces vivimos en un sitio
abandonado por Dios –dije con desánimo.
—¿Acaso has conocido alguno en el que Dios
se sintiese a sus anchas? – me preguntó Guillermo, mirándome desde la cima de
su estatura.
Después me dijo que fuese a descansar.
Mientras me acostaba, pensé que mi padre no debería haberme enviado a recorrer
el mundo, pues era más complejo de lo que yo creía. Estaba aprendiendo
demasiado.
—«Sálvame de la boca del león», –recé
mientras me quedaba dormido.
SEGUNDO DÍA
DESPUÉS DE VÍSPERAS
Donde,
a pesar de la brevedad del capítulo, el venerable Alinardo dice cosas bastante
interesantes sobre el laberinto y sobre el modo de entrar en él.
Me desperté cuando
estaba por sonar la hora de la cena. Me sentía atontado por el sueño, porque el
sueño diurno es como el pecado carnal: cuanto más dura mayor es el deseo que se
siente de él, pero la sensación que se tiene no es de felicidad, sino una
mezcla de hartazgo y de insatisfacción. Guillermo no estaba en su celda; era
evidente que hacía mucho que se había levantado. Después de dar unas vueltas,
lo encontré cuando salía del Edificio. Me dijo que había estado en el
scriptorium, hojeando el catálogo y observando el trabajo de los monjes,
siempre con la idea de acercarse a la mesa de Venancio para seguir revisándola.
Sin embargo, por uno u otro motivo, todos parecían interesados en no dejar que
curioseara entre aquellos folios. Primero se le había acercado Malaquías, para
mostrarle unas miniaturas muy exquisitas. Después, Bencio lo había tenido
ocupado con cualquier pretexto. A continuación, cuando estaba ya inclinado para
proseguir su inspección, Berengario se había puesto a revolotear a su alrededor
ofreciéndose a ayudarle.
Por último, Malaquías, al ver que mi maestro
parecía firmemente decidido a ocuparse de las cosas de Venancio, le había dicho
con toda claridad que, antes de hurgar entre los folios del muerto, quizá
convenía obtener la autorización del Abad; que él mismo, a pesar de ser el
bibliotecario, se había abstenido de hacerlo, por respeto y disciplina; y que
en todo caso nadie se había acercado a aquella mesa, tal como Guillermo le
había pedido, y nadie se acercaría a ella hasta que interviniese el Abad.
Guillermo le había recordado la autorización del Abad para investigar en toda
la abadía; y Malaquías le había preguntado, no sin malicia, si acaso el Abad
también lo había autorizado para que se moviera libremente por el scriptorium
o, Dios no lo quisiese, por la biblioteca. Guillermo había comprendido que no
era cuestión de enfrentarse con Malaquías, por más que todos aquellos
movimientos y temores alrededor de los folios de Venancio habían reforzado,
desde luego, su interés por conocerlos. Pero tan decidido estaba a regresar
allí durante la noche, aunque todavía no supiese cómo, que había preferido
evitar incidentes. Se veía, sin embargo, que pensaba en el modo de desquitarse,
y, si no hubiese estado buscando la verdad, su actitud habría parecido muy
obstinada y quizá reprobable.
Antes de entrar al refectorio dimos otro
paseíto por el claustro, para disipar las nieblas del sueño en el aire frío de
la tarde. Aún había algunos monjes que se paseaban meditando. En el jardín que
daba al claustro percibimos la figura centenaria de Alinardo da Grottaferrata,
que, ya físicamente inútil, pasaba gran parte del día entre las plantas, cuando
no estaba rezando en la iglesia. Parecía totalmente insensible al frío, y
estaba sentado sobre la parte externa del pórtico.
Guillermo le dirigió unas palabras de saludo
y el viejo pareció alegrarse de que alguien le hablara.
—Un día sereno –dijo
Guillermo.
—Por gracia de Dios
–respondió el viejo.
—Sereno en el cielo, pero oscuro en la
tierra. ¿Conocíais bien a Venancio?
—¿Qué Venancio? –dijo el viejo. Después se
encendió una luz en sus ojos–. Ah, el muchacho que murió. La bestia se pasea
por la abadía...
—¿Qué bestia?
—La gran bestia que viene del mar... Siete
cabezas, diez cuernos y en los cuernos diez diademas y en las cabezas tres
nombres de blasfemia. La bestia que parece un leopardo, con pies como de oso y
boca como de león... Yo la he visto.
—¿Dónde la habéis
visto? ¿En la biblioteca?
—¿Biblioteca? ¿Por qué? Hace años que no voy
al scriptorium, y nunca he visto la biblioteca. Nadie va a la biblioteca.
Conocí a los que subían a la biblioteca...
—¿A quiénes? ¿A
Malaquías, a Berengario?
—Oh, no... –dijo el viejo riendo con voz
ronca–. Antes. El bibliotecario que hubo antes de Malaquías, hace muchos
años...
—¿Quién era?
—No recuerdo, murió,
cuando Malaquías era todavía muy joven. Y el que hubo antes del maestro de
Malaquías, y era joven ayudante de bibliotecario cuando yo era joven... Pero yo
nunca pisé la biblioteca.
Laberinto...
—¿La biblioteca es un laberinto?
—«aquel laberinto
denota típicamente a este mundo. Para el que entra ancho, pero para el que sale
demasiado estrecho». La biblioteca es un gran laberinto, signo del laberinto
que es el mundo. Cuando entras en ella no sabes si saldrás. No es necesario
violar las columnas de Hércules.
—¿De modo que no
sabéis cómo se entra en la biblioteca cuando están cerradas las puertas del
Edificio?
—¡Oh, sí! –dijo
riendo el viejo–. Muchos lo saben. Pasa por el osario. Puedes pasar por el
osario, pero no quieres pasar por el osario. Los monjes muertos vigilan.
—¿Esos son los
monjes muertos que vigilan, y no los que recorren de noche con una luz la
biblioteca?
—¿Con una luz? –El
viejo pareció asombrado–. Nunca oí hablar de eso. Los monjes muertos están en
el osario, los huesos bajan poco a poco desde el cementerio y se reúnen allí
para vigilar el pasadizo. ¿Nunca viste el altar de la capilla por la que se
llega al osario?
—Es la tercera de la izquierda
después del transepto, ¿verdad?
—¿La tercera? Puede
ser. Es la que tiene la piedra del altar esculpida con mil esqueletos. La
cuarta calavera de la derecha; le hundes los ojos... y estás en el osario. Pero
no vamos, yo nunca he ido. El Abad no quiere.
—¿Y la bestia? ¿Dónde habéis visto la
bestia?
—¿La bestia? Ah, el
Anticristo... Ya llega, se ha cumplido el milenio, lo esperamos...
—Pero el milenio se
ha cumplido hace trescientos años, y en aquel momento no llegó...
—El Anticristo no
llega cuando se cumplen los mil años. Cuando se cumplen los mil años se inicia
el reino de los justos, después llega el Anticristo para confundir a los
justos, y luego se producirá la batalla final.
—Pero los justos
reinarán durante mil años –dijo Guillermo–. O bien han reinado desde la muerte
de Cristo hasta el final del primer milenio, y entonces fue precisamente en ese
momento cuando debió llegar el Anticristo, o bien todavía no han reinado y
entonces el Anticristo está muy lejos.
—El milenio no se
calcula desde la muerte de Cristo sino desde la donación de Constantino. Los
mil años se cumplen ahora.
—¿Y entonces es ahora cuando acaba el
reino de los justos?
—No lo sé, ya no lo
sé... Estoy fatigado. Es un cálculo difícil. Beato de Liebana lo hizo,
pregúntale a Jorge, él es joven, tiene buena memoria... Pero los tiempos están
maduros. ¿No has oído las siete trompetas?
—¿Por qué las siete trompetas?
—¿No te han dicho
cómo murió el otro muchacho, el miniaturista? El primer ángel ha soplado por la
primera trompeta y ha habido granizo y fuego mezclado con sangre. Y el segundo
ángel ha soplado por la segunda trompeta y la tercera parte del mar se ha
convertido en sangre... ¿Acaso el segundo muchacho no murió en un mar de
sangre? ¡Cuidado con la tercera trompeta! Morirá la tercera parte de las
criaturas que viven en el mar. Dios nos castiga. Todo el mundo alrededor de la
abadía está infestado de herejía, me han dicho que en el trono de Roma hay un
papa perverso que usa hostias para prácticas de nigromancia, y con ellas
alimenta a sus morenas... Y aquí hay alguien que ha violado la interdicción y
ha roto los sellos del laberinto.
—¿Quién os lo ha dicho?
—Lo he oído, todos
murmuran y dicen que el pecado ha entrado en la abadía. ¿Tienes garbanzos?
La pregunta,
dirigida a mí, me cogió de sorpresa.
—No, no tengo garbanzos –dije
confundido.
—La próxima vez
tráeme garbanzos. Los tengo en la boca, mira mi pobre boca desdentada, hasta
que se ablandan. Estimulan la saliva, «el agua fuente de vida». ¿Mañana me traerás garbanzos?
—Mañana os traeré garbanzos –le dije.
Pero se había
adormecido. Lo dejamos y nos dirigimos al refectorio.
—¿Qué pensáis de lo que nos ha dicho?
–pregunté a mi maestro.
—Goza de la divina locura de los
centenarios. En sus palabras es difícil distinguir lo verdadero de lo falso.
Sin embargo, creo que nos ha dicho algo sobre cómo entrar en el Edificio. He
examinado la capilla por la que apareció Malaquías la noche pasada. Es cierto
que hay un altar de piedra, y en su base hay esculpidas calaveras. Esta noche
probaremos.
SEGUNDO DÍA
COMPLETAS
Donde se entra en el Edificio, se descubre un
visitante misterioso, se encuentra un mensaje secreto escrito con signos de
nigromante, y desaparece,
en seguida después de haber sido
encontrado, un libro que luego se buscará en muchos otros capítulos, sin olvidar
el robo de las preciosas lentes de Guillermo.
La cena fue triste y
silenciosa. Habían pasado poco más de doce horas desde el descubrimiento del
cadáver de Venancio. Todos miraban a hurtadillas su sitio vacío. Cuando fue la
hora de completas, la procesión que se dirigió al coro parecía un cortejo
fúnebre. Nosotros participamos en el oficio desde la nave, sin perder de vista
la tercera capilla. Había poca luz, y, cuando vimos que Malaquías surgía de la
oscuridad para dirigirse a su asiento, no pudimos descubrir el sitio exacto por
el que había entrado. En todo caso nos mantuvimos ocultos en la sombra de la
nave lateral, para que nadie viese que nos quedábamos al acabar el oficio. En
mi escapulario tenía la lámpara que había cogido en la cocina durante la cena.
Después la encenderíamos con la llama del gran trípode de bronce que ardía
durante toda la noche. Tenía una mecha nueva, y mucho aceite. De modo que no
nos faltaría luz.
Estaba demasiado excitado por lo que íbamos
a hacer como para prestar atención al rito, y casi no me di cuenta de que éste
había acabado. Los monjes se bajaron las capuchas y con el rostro cubierto
salieron en lenta fila hacia sus celdas. La iglesia quedó vacía, iluminada por
los resplandores del trípode.
—¡Vamos! –dijo Guillermo–.
¡A trabajar!
Nos acercamos a la
tercera capilla. La base del altar parecía realmente un osario: talladas con
singular maestría, se veía, encima de un montón de tibias, una serie de
calaveras que, con sus órbitas huecas y profundas, infundían temor a cualquiera
que las contemplase. Guillermo repitió en voz baja las palabras que había
pronunciado Alinardo (cuarta calavera a la derecha, hundirle los ojos).
Introdujo los dedos en las órbitas de aquel rostro descarnado y en seguida
oímos como un chirrido ronco. El altar se movió, girando sobre un gozne
secreto, y ante nosotros apareció una negra abertura donde, al levantar mi
lámpara, divisamos unos escalones cubiertos de humedad. Decidimos bajar, no sin
antes haber discutido sobre la eventual conveniencia de cerrar la entrada al
pasadizo. Mejor no hacerlo, dijo Guillermo, porque no estábamos seguros de
saber cómo abrirla al regresar. Y en cuanto al peligro de que nos descubrieran,
si a aquella hora llegase alguien con la intención de poner en funcionamiento
dicho mecanismo, sin duda sabría cómo entrar, y no por encontrarse con el
acceso cerrado dejaría de penetrar en el pasadizo.
Después de bajar algo más de diez escalones,
llegamos a un pasillo a cuyos lados estaban dispuestos unos nichos horizontales,
similares a los que más tarde pude observar en muchas catacumbas. Pero aquella
era la primera vez que entraba en un osario, y sentí un miedo enorme. Durante
siglos se habían depositado allí los huesos de los monjes: una vez
desenterrados, los habían ido amontonando en los nichos sin intentar recomponer
la figura de sus cuerpos. Sin embargo, en algunos nichos sólo había huesos
pequeños, y en otros sólo calaveras, dispuestas con cuidado, casi en forma de
pirámide, para que no se desparramasen, y, en verdad, el espectáculo era
terrorífico, sobre todo por el juego de sombras y de luces que creaba nuestra
lámpara a medida que nos desplazábamos. En un nicho vi sólo manos, montones de
manos, ya irremediablemente enlazadas entre sí, una maraña de dedos muertos. Lancé
un grito, en aquel sitio de muertos, porque por un momento tuve la impresión de
que ocultaba algo vivo, un chillido y un movimiento rápido en la sombra.
—Ratas –me
tranquilizó Guillermo.
—¿Qué hacen aquí las
ratas?
—Pasan, como nosotros, porque el osario
conduce al Edificio y, por tanto, a la cocina. Y a los sabrosos libros de la
biblioteca. Y ahora comprenderás por qué es tan severa la expresión de
Malaquías. Su oficio lo obliga a pasar por aquí dos veces al día, al anochecer
y por la mañana. Él sí que no tiene de qué reír.
—Pero, ¿por qué el evangelio no dice en
ninguna parte que Cristo rió? – pregunté sin estar demasiado seguro de que así
fuera–. ¿Es verdad lo que dice Jorge?
—Han sido legiones los que se han preguntado
si Cristo rió. El asunto no me interesa demasiado. Creo que nunca rió porque,
como hijo de Dios, era omnisciente y sabía lo que haríamos los cristianos.
Pero, ya hemos llegado.
En efecto, gracias a Dios el pasillo había
acabado y estábamos ante una nueva serie de escalones, al final de los cuales
sólo tuvimos que empujar una puerta de madera dura con refuerzos de hierro para
salir detrás de la chimenea de la cocina, justo debajo de la escalera de
caracol que conducía al scriptorium.
Mientras subíamos
nos pareció escuchar un ruido arriba.
Permanecimos un
instante en silencio, y luego dije:
—Es imposible. Nadie
ha entrado antes que nosotros...
—Suponiendo que ésta sea la única vía de
acceso al Edificio. Durante siglos fue una fortaleza, de modo que deben de
existir otros accesos secretos además del que conocemos. Subamos despacio. Pero
no tenemos demasiadas alternativas. Si apagamos la lámpara, no sabremos por
dónde vamos; si la mantenemos encendida, avisaremos al que está arriba. Sólo
nos queda la esperanza de que, si hay alguien, su miedo sea mayor que el
nuestro.
Llegamos al scriptorium por el torreón
meridional. La mesa de Venancio estaba justo del lado opuesto. Al desplazarnos
íbamos iluminando sólo partes de la pared, porque la sala era demasiado grande.
Confiamos en que no habría nadie en la explanada, porque hubiese visto la luz a
través de las ventanas. La mesa parecía en orden, pero Guillermo se inclinó en
seguida para examinar los folios de la estantería, y lanzó una exclamación de
contrariedad.
—¿Falta algo?
–pregunté.
—Hoy
he visto aquí dos libros, y uno era en griego. Ese es el que falta.
Alguien se lo ha
llevado, y a toda prisa, porque un pergamino cayó al suelo.
—Pero la mesa estaba
vigilada...
—Sí. Quizás alguien lo cogió hace muy poco.
Quizás aún esté aquí. –Se volvió hacia las sombras y su voz resonó entre las
columnas–: ¡Si estás aquí, ten cuidado!
Me pareció una buena idea: como ya había
dicho mi maestro, siempre es mejor que el que nos infunde miedo tenga más miedo
que nosotros.
Guillermo puso encima de la mesa el folio
que había encontrado en el suelo, y se inclinó sobre él. Me pidió que lo
iluminase. Acerqué la lámpara y vi una página que hasta la mitad estaba en
blanco, y que luego estaba cubierta por unos caracteres muy pequeños cuyo
origen me costó mucho reconocer.
—¿Es griego?
–pregunté.
—Sí, pero no entiendo bien –extrajo del sayo
sus lentes, se los encajó en la nariz y después se inclinó aún más sobre el
pergamino–. Es griego. La letra es muy pequeña, pero irregular. A pesar de las
lentes me cuesta trabajo leer. Necesitaría más luz. Acércate...
Mi maestro había cogido el folio y lo tenía
delante de los ojos. En lugar de ponerme detrás de él y levantar la lámpara por
encima de su cabeza, lo que hice, tontamente, fue colocarme delante. Me pidió
que me hiciese a un lado y al moverme rocé con la llama el dorso del folio.
Guillermo me apartó de un empujón, mientras me preguntaba si quería quemar el
manuscrito. Después lanzó una exclamación. Vi con claridad que en la parte
superior de la página habían aparecido unos signos borrosos de color amarillo
oscuro. Guillermo me pidió la lámpara y la desplazó por detrás del folio,
acercando la llama a la superficie del pergamino para calentarla, cuidando de
no rozarla. Poco a poco, como si una mano invisible estuviese escribiendo
«Mane, Tekel, Fares», vi dibujarse en la página blanca, uno a uno, a medida que
Guillermo iba desplazando la lámpara, y mientras el humo que se desprendía de la
punta de la llama ennegrecía el dorso del folio, unos rasgos que no se parecían
a los de ningún alfabeto, salvo a los de los nigromantes.
—¡Fantástico! –dijo Guillermo–. ¡Esto se
pone cada vez más interesante! –Echó una ojeada alrededor, y dijo–: Será mejor
no exponer este descubrimiento a la curiosidad de nuestro misterioso huésped,
suponiendo que aún esté aquí...
Se quitó las lentes y las dejó sobre la
mesa. Después enrolló con cuidado el pergamino y lo guardó en el sayo. Todavía
aturdido tras aquella secuencia de acontecimientos por demás milagrosos, estaba
ya a punto de pedirle otras explicaciones cuando de pronto un ruido seco nos
distrajo. Procedía del pie de la escalera oriental, por donde se subía a la
biblioteca.
—Nuestro hombre está
allí, ¡atrápalo! –gritó Guillermo.
Y nos lanzamos en aquella dirección, él más
rápido y yo no tanto, por la lámpara. Oí un ruido como de alguien que tropezaba
y caía; al llegar vi a Guillermo al pie de la escalera, observando un pesado
volumen de tapas reforzadas con bullones metálicos. En ese momento oímos otro
ruido, pero del lado donde estábamos antes.
—¡Qué tonto soy!
–gritó Guillermo–. ¡Rápido, a la mesa de Venancio!
Me di cuenta de que
alguien situado en la sombra detrás de nosotros había arrojado el libro para
alejarnos del lugar.
De nuevo Guillermo
fue más rápido y llegó antes a la mesa. Yo, que venía detrás, alcancé a ver
entre las columnas una sombra que huía y embocaba la escalera del torreón
occidental.
Encendido de coraje,
pasé la lámpara a Guillermo y me lancé a ciegas hacia la escalera por la que
había bajado el fugitivo. En aquel momento me sentía como un soldado de Cristo
en lucha contra todas las legiones del infierno, y ardía de ganas de atrapar al
desconocido para entregarlo a mi maestro. Casi rodé por la escalera de caracol
tropezando con el ruedo de mi hábito (¡juro que aquella fue la única ocasión de
mi vida en que lamenté haber entrado en una orden monástica!), pero en el mismo
instante –la idea me vino como un relámpago– me consolé pensando que mi
adversario también debía de sufrir el mismo impedimento. Y además, si había
robado el libro, sus manos debían de estar ocupadas. Casi me precipité en la
cocina, detrás del horno del pan, y a la luz de la noche estrellada que
iluminaba pálidamente el vasto atrio, vi la sombra fugitiva, que salía por la
puerta del refectorio, cerrándola detrás de sí. Me lancé hacia ella, tardé unos
segundos en poder abrirla, entré, miré alrededor, y no vi a nadie. La puerta
que daba al exterior seguía atrancada. Me volví. Sombra y silencio. Percibí un
resplandor en la cocina. Me aplasté contra una pared. En el umbral que
comunicaba los dos ambientes apareció una figura iluminada por una lámpara.
Grité. Era Guillermo.
—¿Ya no hay nadie? Me lo imaginaba.
Ese no ha salido por una puerta.
¿No ha cogido el
pasadizo del osario?
—¡No, ha salido por aquí, pero no sé
por dónde!
—Ya te lo he dicho,
hay otros pasadizos, y es inútil que los busquemos. Quizás en este momento nuestro
hombre esté saliendo al exterior en algún sitio alejado del Edificio. Y con él
mis lentes.
—¿Vuestras lentes?
—Como lo oyes.
Nuestro amigo no ha podido quitarme el folio, pero, con gran presencia de
ánimo, al pasar por la mesa ha cogido mis lentes.
—¿Y por qué?
—Porque no es tonto.
Ha oído lo que dije sobre estas notas, ha comprendido que eran importantes, ha
pensado que sin las lentes no podría descifrarlas, y sabe muy bien que no
confiaré en nadie como para mostrárselas. De hecho, es como si no las tuviese.
—Pero ¿cómo sabía que teníais esas
lentes?
—¡Vamos! Aparte del
hecho de que ayer hablamos de ellas con el maestro vidriero, esta mañana en el
scriptorium las he usado mientras estaba hurgando entre los folios de Venancio.
De modo que hay muchas personas que podrían conocer el valor de ese objeto. En
efecto: todavía podría leer un manuscrito normal, pero éste no –y empezó a
desenrollar el misterioso pergamino–, porque la parte escrita en griego está en
letra demasiado pequeña, y la parte superior es demasiado borrosa...
Me mostró los signos
misteriosos que habían aparecido como por encanto al calor de la llama:
—Venancio quería
ocultar un secreto importante y utilizó una de aquellas tintas que escriben sin
dejar huella y reaparecen con el calor. O, si no, usó zumo de limón. En todo
caso, como no sé qué sustancia utilizó y los signos podrían volver a
desaparecer, date prisa, tú que tienes buenos ojos, y cópialos en seguida, lo
más parecidos que puedas, y no estaría mal que los agrandaras un poco.
Esto hice, sin saber lo que copiaba. Era una
serie de cuatro o cinco líneas que en verdad parecían de brujería. Aquí sólo
reproduzco los primeros signos, para dar al lector una idea del enigma que
teníamos ante nuestros ojos:
—Sin duda se trata de un alfabeto secreto,
que habrá que descifrar –dijo–. Los trazos no son muy firmes, y es probable que
tu copia tampoco los haya mejorado, pero es evidente que los signos pertenecen
a un alfabeto zodiacal. ¿Ves? En la primera líneas tenemos... –Alejó aún más la
tablilla, entrecerró los ojos en un esfuerzo de concentración dijo–: Sagitario,
Sol, Mercurio, Escorpión...
—¿Qué significan?
—Si Venancio hubiese
sido un ingenuo, habría usado el alfabeto zodiacal más corriente: A igual a
Sol, B igual a Júpiter... Entonces la primera línea se leería así... intenta
transcribirla: RAIOASVL... –Se interrumpió–. No, no quiere decir nada, y
Venancio no era ningún ingenuo. Se valió de otra clave para transformar el
alfabeto. Tendré que descubrirla.
—¿Se puede? –pregunté admirado.
—Sí, cuando se
conoce un poco la sabiduría de los árabes. Los mejores tratados de criptografía
son obra de sabios infieles, y en Oxford he podido hacerme leer alguno de
ellos. Bacon tenía razón cuando decía que la conquista del saber pasa por el
conocimiento de las lenguas. Hace siglos Abu Bakr Ahmad ben Ali ben Washiyya
an-Nabati escribió un Libro del frenético
deseo del devoto por aprender los enigmas de las escrituras antiguas, donde
expuso muchas reglas para componer y descifrar alfabetos misteriosos, útiles
para las prácticas mágicas, pero también para la correspondencia entre los
ejércitos o entre un rey y sus embajadores. He visto asimismo otros libros
árabes donde se enumera una serie de artificios bastante ingeniosos. Por
ejemplo, puedes remplazar una letra por otra, puedes escribir una palabra al
revés, puedes invertir el orden de las letras, pero tomando una sí y otra no, y
volviendo a empezar luego desde el principio, puedes, como en este caso,
remplazar las letras por signos zodiacales, pero atribuyendo a las letras
ocultas su valor numérico, para después, según otro alfabeto, transformar los
números en otras letras...
—¿Y cuál de esos
sistemas habrá utilizado Venancio?
—Habría que probar todos éstos, y también
otros. Pero la primera regla para descifrar un mensaje consiste en adivinar lo
que quiere decir.
—¡Pero entonces ya no es preciso
descifrarlo! –exclamé riendo.
—No quise decir eso.
Lo que hay que hacer es formular hipótesis sobre cuáles podrían ser las
primeras palabras del mensaje, y después ver si la regla que de allí se infiere
vale para el resto del texto. Por ejemplo, aquí Venancio ha cifrado sin duda la
clave para entrar en el finis Africae. Si trato de pensar que el mensaje habla
de eso, de pronto descubro un ritmo... Trata de mirar las primeras tres
palabras, sin considerar las letras, atendiendo sólo a la cantidad de signos
IIIIIIII IIIII IIIIIII... Ahora trata de dividir los grupos en sílabas de al
menos dos símbolos cada una, y recita en voz alta: ta-ta-ta, ta-ta, .. ¿No se
te ocurre nada?
—A mí no.
—Pero a mí sí. Secretum finis Africae... Si es así, en
la última palabra la primera y la sexta letra deberían ser iguales; y así es,
el símbolo de la Tierra aparece dos veces. Y la primera letra de la primera
palabra, la S, debería ser igual a la última de la segunda: y, en efecto, el
signo de la Virgen se repite. Tal vez estemos en el buen camino. Sin embargo,
también podría tratarse de una serie de coincidencias. Hay que descubrir una
regla de correspondencia...
—¿Pero dónde?
—En la cabeza.
Inventarla. Y después ver si es la correcta. Pero podría pasarme un día entero
probando. No más tiempo, sin embargo, porque, recuérdalo, con un poco de
paciencia cualquier escritura secreta puede descifrarse. Pero ahora se nos
haría tarde y lo que queremos es visitar la biblioteca. Además, sin las lentes
no podré leer la segunda parte del mensaje, y en eso tú no puedes ayudarme
porque estos signos, para tus ojos...
—–«Es griego, no se lee». Adagio
medieval con el que se justificaba el desconocimiento del griego, dándole poca
importancia. –completé sintiéndome humillado.
—Eso mismo. Ya ves
que Bacon tenía razón. ¡Estudia! Pero no nos desanimemos. Subamos a la biblioteca.
Esta noche ni diez legiones infernales conseguirían detenernos.
Me persigné: —Pero ¿quién puede haber
sido el que se nos adelantó? ¿Bencio?
—Bencio ardía en
deseos de saber qué había entre los folios de Venancio, pero no me pareció que
pudiese jugarnos una mala pasada como ésta. En el fondo, nos propuso una
alianza. Además me dio la impresión de que no tenía valor para entrar de noche
en el Edificio.
—¿Entonces Berengario? ¿O Malaquías?
—Me parece que
Berengario sí es capaz de este tipo de cosas. En el fondo, comparte la
responsabilidad de la biblioteca, lo corroe el remordimiento por haber
traicionado uno de sus secretos, pensaba que Venancio había sustraído aquel
libro y quizá quería volver a colocarlo en su lugar. Como no pudo subir, ahora
debe de estar escondiéndolo en alguna parte y podremos cogerlo con las manos en
la masa, si Dios nos asiste, cuando trate de ponerlo de nuevo en su sitio.
—Pero también pudo
haber sido Malaquías, movido por las mismas intenciones.
—Yo diría que no. Malaquías dispuso de todo
el tiempo que quiso para hurgar en la mesa de Venancio cuando se quedó solo
para cerrar el Edificio. Eso yo ya lo sabía, pero era algo inevitable. Ahora
sabemos precisamente que no lo hizo. Y si piensas un poco advertirás que no teníamos
razones para sospechar que Malaquías supiese que Venancio había entrado en la
biblioteca y que había cogido algo. Eso lo saben Berengario y Bencio, y lo
sabemos tú y yo. Después de la confesión de Adelmo, también Jorge podría
saberlo, pero sin duda no era él el hombre que se precipitó con tanto ímpetu
por la escalera de caracol...
—Entonces,
Berengario o Bencio...
—¿Y por qué no Pacifico da Tivoli u otro de
los monjes que hemos visto hoy? ¿O Nicola el vidriero, que sabe de la
existencia de mis anteojos? ¿O ese personaje extravagante, Salvatore, que,
según nos han dicho, anda por las noches metido en vaya a saber qué cosas?
Debemos tener cuidado y no reducir el número de los sospechosos sólo porque las
revelaciones de Bencio nos hayan orientado en una dirección determinada. Quizá
Bencio quería confundirnos.
—Pero nos pareció que era sincero.
—Sí, pero recuerda
que el primer deber de un buen inquisidor es el de sospechar ante todo de los
que le parecen sinceros.
—Feo trabajo el del inquisidor –dije.
—Por eso lo
abandoné. Pero ya ves que ahora debo volver a él. Bueno, vamos, a la
biblioteca.
SEGUNDO DÍA
NOCHE
Donde
se penetra por fin en el laberinto, se tienen extrañas visiones, y, como suele
suceder en los laberintos, una vez en él se pierde la orientación.
Enarbolando la
lámpara delante de nosotros, volvimos a subir al scriptorium, ahora por la
escalera oriental, que después continuaba hasta el piso prohibido. Yo pensaba
en las palabras de Alinardo sobre el laberinto y esperaba cosas espantosas.
Cuando salimos de la
escalera para entrar en el sitio donde no habríamos debido penetrar, me
sorprendió encontrarme en una sala de siete lados, no muy grande, sin ventanas,
en la que reinaba, como por lo demás en todo aquel piso, un fuerte olor a
cerrado o a moho. Nada terrible, pues.
Como he dicho, la
sala tenía siete paredes, pero sólo en cuatro de ellas se abría, entre dos
columnitas empotradas, un paso bastante ancho sobre el que había un arco de
medio punto. Arrimados a las otras paredes se veían unos enormes armarios
llenos de libros dispuestos en orden. En cada armario había una etiqueta con un
número, y lo mismo en cada anaquel: a todas luces se trataba de los números que
habíamos visto en el catálogo. En el centro de la habitación había una gran
mesa, también cargada de libros. Todos los volúmenes estaban cubiertos por una
capa de polvo bastante tenue, signo de que los libros se limpiaban con cierta
frecuencia. Tampoco en el suelo se veían muestras de suciedad. Sobre el arco de
una de las puertas había una inscripción, pintada en la pared, con las
siguientes palabras: «Apocalipsis de Jesucristo». A pesar de que los caracteres eran antiguos,
no parecía descolorida. Después, al examinar las que encontramos en las otras
habitaciones, vimos que en realidad las letras estaban grabadas en la piedra, y
con bastante profundidad, y que las cavidades habían sido rellenadas con tinte,
como en los frescos de las iglesias.
Salimos por una de
las puertas. Nos encontramos en otra habitación en la que había una ventana,
pero no con vidrios sino con lajas de alabastro. Dos paredes eran continuas y
en otra se veía un arco, similar al que acabábamos de atravesar, que daba a
otra habitación, también con dos paredes continuas, una con una ventana, y otra
puerta situada frente a nosotros. En las dos habitaciones había inscripciones
similares a la que ya habíamos visto, pero con textos diferentes: «Sobre los
veinticuatro tronos», rezaba la de la primera; «Su nombre [es] la muerte» la de
la segunda. En cuanto a lo demás, aunque las dos habitaciones fuesen más
pequeñas que aquella por la que habíamos entrado en la biblioteca (de hecho,
aquélla era heptagonal y éstas rectangulares), el mobiliario era similar:
armarios con libros y mesa en el centro.
Pasamos a la tercera
habitación. En ella no había libros ni inscripción. Bajo la ventana se veía un
altar de piedra. Además de la puerta por la que habíamos entrado, había otras
dos: una que daba a la habitación heptagonal del comienzo, y otra por la que
nos introdujimos en una nueva habitación, similar a las demás, salvo por la
inscripción que rezaba: «Se oscureció el sol y el aire». De allí se accedía a
una nueva habitación, cuya inscripción rezaba: «Se hizo granito y fuego». No
había más puertas, o sea que no se podía seguir avanzando y para salir había
que retroceder.
—Veamos un poco
–dijo Guillermo–. Cinco habitaciones cuadrangulares o más o menos
trapezoidales, cada una de ellas con una ventana, dispuestas alrededor de una
habitación heptagonal, sin ventanas, hasta la que se llega por la escalera. Me
parece elemental. Estamos en el torreón oriental; desde fuera cada torreón
presenta cinco ventanas y cinco paredes. El cálculo es exacto. La habitación
vacía es justo la que mira hacia oriente, como el coro de la iglesia, y al alba
la luz del sol ilumina el altar, cosa que me parece muy apropiada y devota. La
única idea que considero astuta es la de las lajas de alabastro. De día filtran
una luz muy bonita, pero de noche ni siquiera dejan pasar los rayos lunares. De
modo que no es un gran laberinto. Ahora veamos adónde dan las otras dos puertas
de la habitación heptagonal. Creo que no tendremos dificultades para
orientarnos.
Mi maestro se
equivocaba, pues los constructores de la biblioteca habían sido más hábiles de
lo que imaginábamos. No sé cómo explicar lo que sucedió, pero cuando salimos
del torreón el orden de las habitaciones se volvió más confuso. Unas tenían dos
puertas; otras, tres. Todas tenían una ventana, incluso aquellas a las que
entrábamos desde habitaciones con ventana, convencidos de que nos dirigíamos
hacia el interior del Edificio. En cada una el mismo tipo de armarios y de
mesas; los libros, agrupados siempre en buen orden, parecían todos iguales, y
ni que decir tiene que no nos ayudaban a reconocer el sitio de un vistazo.
Tratamos de orientarnos por las inscripciones. En cierto momento pasamos por
una habitación donde se leía «En aquellos días» después de dar algunas vueltas
nos pareció que habíamos regresado a ella. Pero recordábamos que la puerta
situada frente a la ventana daba a una habitación donde se leía «Primogénito de
los muertos», y ahora, en cambio, daba a otra que de nuevo tenía la inscripción
Apocalypsis Iesu Christi, pero que no
era la sala heptagonal de la que habíamos partido. Eso nos hizo pensar que a
veces las inscripciones se repetían. Encontramos dos habitaciones adyacentes
con la inscripción Apocalypsis, y
enseguida otra con la inscripción «Cayó del cielo una estrella grande».
No había dudas sobre la fuente de
todas esas frases: eran versículos del Apocalipsis de Juan, pero ¿por qué
estaban pintadas en las paredes? ¿A qué lógica obedecía su colocación?
Para colmo de confusiones,
descubrimos que algunas frases, no muchas, no estaban escritas en negro sino en
rojo. En determinado momento volvimos a la sala heptagonal de la que habíamos
partido (podía reconocerse por la entrada de la escalera), y otra vez salimos
hacia la derecha, tratando de pasar de una habitación a otra sin desviarnos.
Atravesamos tres habitaciones y llegamos ante una pared sin aberturas. Sólo
había otra puerta, que comunicaba con otra habitación, también con otra sola
puerta, por la que accedimos a una serie de cuatro habitaciones al cabo de las
cuales llegamos de nuevo ante una pared. Retrocedimos hasta la habitación
anterior, que tenía dos salidas; atravesamos la que antes habíamos descartado y
llegamos a una nueva habitación, y volvimos a encontrarnos en la sala
heptagonal de la que habíamos partido.
—¿Cómo
se llamaba la habitación desde la que acabamos de retroceder? –preguntó
Guillermo.
—«Caballo blanco». –dije tratando de
recordar.
—Bueno, regresemos a ella.
Enseguida la
encontramos. Una vez allí, salvo retroceder, sólo quedaba la posibilidad de
pasar a la habitación llamada «Gracia y paz para vosotros», donde nos pareció
que, saliendo por la derecha, tampoco retrocederíamos. En efecto, encontramos
otras dos habitaciones, (pero ¿no serían las que habíamos encontrado antes?), y
finalmente, llegamos a una habitación donde nos pareció que aún no habíamos
estado: «La tercera parte de la tierra fue quemada». Pero para entonces ya éramos incapaces de
situarnos respecto del torreón oriental.
Adelantando la
lámpara, me lancé hacia las siguientes habitaciones. Un gigante de proporciones
amenazadoras, y cuyo cuerpo ondeante y fluido parecía el de un fantasma, salió
a mi encuentro.
—¡Un diablo! –grité,
y poco faltó para que se me cayese la lámpara, mientras corría a refugiarme
entre los brazos de Guillermo.
Este cogió la lámpara y haciéndome a un lado avanzó con determinación que me
pareció sublime. También él vio algo, porque se detuvo bruscamente. Después
volvió a asomarse y alzó la lámpara. Se echó a reír.
—Realmente ingenioso. ¡Un espejo!
—¿Un espejo?
—Sí, mi audaz
guerrero –dijo Guillermo–. Hace poco, en el scriptorium, te has arrojado con
tanto valor sobre un enemigo real, y ahora te asustas de tu propia imagen. Un
espejo, que te devuelve tu propia imagen, agrandada y deformada.
Cogiéndome de la
mano me llevó hasta la pared situada frente a la entrada de la habitación.
Ahora que la lámpara estaba más cerca podía ver, en una hoja de vidrio con
ondulaciones, nuestras dos imágenes, grotescamente deformadas, cuya forma y
altura variaba según nos acercásemos o nos alejásemos.
—Léete algún tratado
de óptica –dijo Guillermo con tono burlón–. Sin duda, los fundadores de la
biblioteca lo han hecho. Los mejores son los de los árabes. Alhazen compuso un
tratado «Sobre las miradas», donde, con rigurosas demostraciones geométricas,
describe la fuerza de los espejos. Según la ondulación de su superficie, los
hay capaces de agrandar las cosas más minúsculas (¿y qué hacen si no mis
lentes?), mientras que otros presentan las imágenes invertidas, u oblicuas, o
muestran dos objetos en lugar de uno, o cuatro en lugar de dos. Otros, como
éste, convierten a un enano en un gigante, o a un gigante en un enano.
—¡Jesús! –exclamé–. Entonces, ¿son éstas las
visiones que algunos dicen haber tenido en la biblioteca?
—Quizá. La idea es realmente ingeniosa.
–Leyó la inscripción situada sobre el espejo: Super thronos viginti quatuor–. Ya la hemos encontrado, pero en una
sala sin espejo. Además, ésta no tiene ventanas, y tampoco es heptagonal.
¿Dónde estamos? –Miró alrededor y después se acercó a un armario–. Adso, sin
aquellos benditos oculi ad legendum
no logro comprender lo que hay escrito en estos libros. Léeme algunos títulos.
Cogí un libro al
azar:
—¡Maestro, no está
escrito!
—¿Cómo? Veo que está escrito. ¿Qué
lees en él?
—No leo. No son
letras del alfabeto, y no es griego, no podríais reconocerlo. Parecen
gusanillos, sierpes, cagaditas de mosca...
—¡Ah! es árabe. ¿Qué más hay?
—Varios más. Aquí
hay uno en latín, gracias a Dios... Al... Al Kuwarizmi, Tabulae.
—¡Las tablas
astronómicas de Al Kuwarizmi, traducidas por Adelardo de Bath! ¡Una obra
rarísima! ¿Qué más?
—Isa ibn Ali, De oculis, Alkindi, Sobre los ojos». «De los radios estrellados». —Ahora
mira lo que hay en la mesa.
Abrí un gran volumen
que había sobre la mesa, un De bestiis,
y ante mis ojos apareció una exquisita miniatura que representaba un bellísimo
unicornio.
—Muy bien pintado –comentó Guillermo, que
podía ver las imágenes–. ¿Y aquél?
—«Libro de los
monstruos de diversas clases». –leí–. Este también tiene bellas imágenes, pero
me parece que son más antiguas.
Guillermo inclinó el
rostro sobre el texto:
—Iluminado por monjes irlandeses, hace por
lo menos un par de siglos. En cambio, el libro del unicornio es mucho más
reciente; creo que está iluminado a la manera de los franceses.
Otra vez tuve ocasión de admirar la
sabiduría de mi maestro. Pasamos a la siguiente habitación, y luego a las
cuatro posteriores, todas con ventanas, y todas llenas de libros en lenguas
desconocidas, junto con otros de ciencias ocultas, y finalmente llegamos a una
pared que nos obligó a volver sobre nuestros pasos, porque las últimas cinco
habitaciones sólo comunicaban entre sí, y de ninguna de ellas podía salirse
hacia otra dirección.
—Por la inclinación de las paredes,
deberíamos de estar en el pentágono de otro torreón –dijo Guillermo–, pero
falta la sala heptagonal del centro, de modo que, quizá nos equivoquemos.
—¿Y las ventanas? ¿Cómo puede haber tantas
ventanas? Es imposible que todas las habitaciones den al exterior.
—Olvidas el pozo central. Muchas de las
ventanas que hemos visto dan al octógono del pozo. Si fuese de día, la
diferencia de luminosidad nos permitiría distinguir las ventanas externas de
las internas, e incluso, reconocer quizá la posición de las habitaciones
respecto al sol. Pero por la noche no se ven esas diferencias. Retrocedamos.
Regresamos a la habitación del espejo y nos
dirigimos hacia la tercera puerta, por la que nos pareció que aún no habíamos
pasado. Vimos una sucesión de tres o cuatro habitaciones, y en el fondo
vislumbramos un resplandor.
—¡Hay alguien!
–exclamé ahogando la voz.
—Si lo hay, ya ha percibido nuestra lámpara
–dijo Guillermo, cubriendo, sin embargo, la llama con la mano. Permanecimos
quietos durante uno o dos minutos. El resplandor seguía oscilando levemente,
pero sin aumentar ni disminuir.
—Quizá sólo sea una lámpara –siguió
Guillermo–, de las que se ponen para convencer a los monjes de que la
biblioteca está habitada por las almas de los muertos. Pero hay que
averiguarlo. Tú quédate aquí cubriendo la lámpara, mientras yo me adelanto con
cautela.
Todavía avergonzado por el triste papel que
había hecho delante del espejo, quise redimirme ante los ojos de Guillermo:
—No, voy yo –dije–, vos quedaos aquí.
Avanzaré con cautela, soy más pequeño y más ágil. Tan pronto como compruebe que
no hay peligro os llamaré.
Así lo hice. Atravesé tres habitaciones
caminando pegado a las paredes, ágil como un gato (o como un novicio que baja a
la cocina para robar queso de la despensa, empresa en la que había tenido
ocasión de destacarme en Melk). Llegué hasta el umbral de la habitación de
donde procedía el resplandor, bastante débil, y pegándome a la pared en que se
apoyaba la columna de la derecha, me asomé‚ para espiar. No había nadie. Sobre
la mesa había una especie de lámpara que, casi extinguida, despedía abundante
humo. No era una linterna como la nuestra. Parecía más bien un incensario descubierto;
no tenía llama, pero bajo una tenue capa de ceniza algo se quemaba. Me armé de
valor y entré. Junto al incensario, sobre la mesa, había un libro abierto en el
que se veían imágenes de colores muy vivos. Me acerqué y vi cuatro franjas de
diferentes colores: amarillo, bermellón, turquesa y tierra quemada. Destacaba
la figura de una bestia horrible, un dragón de diez cabezas, que con la cola
barría las estrellas del cielo y las arrojaba hacia la tierra. De pronto vi que
el dragón se multiplicaba, y las escamas se separaban de la piel para formar un
anillo rutilante que giraba alrededor de mi cabeza. Me eché hacia atrás y vi
que el techo de la habitación se inclinaba y bajaba hacia mí. Después escuché
como un silbido de mil serpientes, pero no terrorífico, sino casi seductor, y
apareció una mujer rodeada de luz, que acercó su rostro al mío echándome el
aliento. Extendí los brazos para alejarla y me pareció que mis manos tocaban
los libros del armario de enfrente, o que éstos se agrandaban enormemente. Ya
no sabía dónde me encontraba, ni dónde estaba la tierra ni el cielo. En el
centro de la habitación vi a Berengario, que me miraba con una sonrisa
desagradable, rebosante de lujuria. Me cubrí el rostro con las manos y mis
manos me parecieron viscosas y palmeadas como patas de escuerzo. Grité, creo, y
sentí un sabor ligeramente ácido en la boca. Y entonces me hundí en una
oscuridad infinita, que parecía abrirse más y más bajo mis pies, y perdí el
conocimiento.
Después de lo que me
parecieron siglos, desperté al sentir unos golpes que retumbaban en mi cabeza.
Estaba tendido en el suelo y Guillermo me estaba dando bofetadas en las
mejillas. Ya no me encontraba en aquella habitación, y mis ojos descubrieron
una inscripción que rezaba «descansen de sus trabajos» (Apocalipsis, 14, 13).
—Vamos, vamos, Adso –me susurraba mi
maestro–. No es nada.
—Las cosas... –dije, todavía
delirando–. Allí, la bestia...
—Ninguna bestia. Te
he encontrado delirando al pie de una mesa sobre la que había un bello
apocalipsis mozárabe, abierto en la página de la «mujer ceñida por el sol».
Frase repetida en otros pasajes (Apocalipsis, 12,1), enfrente del dragón. Pero
por el olor me di cuenta de que habías respirado algo malo, y en seguida te
saqué de allí. También a mí me duele la cabeza.
—Pero ¿qué he visto?
—No has visto nada.
Lo que sucede es que en aquella habitación se quemaban unas sustancias capaces
de provocar visiones. Las reconocí por el olor. Es algo de los árabes; quizá lo
mismo que el Viejo de la Montaña hacía aspirar a sus asesinos antes de cada
misión. Así se explica el misterio de las visiones. Alguien pone hierbas
mágicas durante la noche para hacer creer a los visitantes inoportunos que la
biblioteca está protegida por presencias diabólicas. En definitiva, ¿qué
sentiste?
Confusamente, por lo
que fui capaz de recordar, le describí mi visión. Guillermo se echó a reír:
—La mitad es una
ampliación de lo que habías visto en el libro, y la otra mitad es la expresión
de tus deseos y de tus miedos. Esos son los efectos que provocan dichas
hierbas. Mañana tendremos que hablar con Severino; creo que sabe más de lo que
quiere hacernos creer. Son hierbas, sólo hierbas, sin necesidad de las
operaciones nigrománticas que mencionaba el vidriero. Hierbas, espejos... Son
muchos y muy sabios los artificios que se utilizan para defender este sitio
consagrado al saber prohibido. La ciencia usada, no para iluminar, sino para
ocultar. La santa defensa de la biblioteca está en manos de una mente perversa.
Pero la noche ha sido dura. Ahora hay que salir de aquí. Estás descompuesto y
necesitas agua y aire fresco. Es inútil tratar de abrir estas ventanas; están
demasiado altas y probablemente hace décadas que no se abren. ¿Cómo han podido
pensar que Adelmo se arrojó por una de ellas?
Salir, dijo Guillermo.
Como si fuese fácil. Sabíamos que a la biblioteca sólo podía llegarse por un
torreón, el oriental. Pero ¿dónde estábamos en aquel momento? Habíamos perdido
totalmente la orientación. Mientras deambulábamos temiendo no poder salir nunca
de allí, yo tambaleándome aún y a punto de vomitar, Guillermo bastante
preocupado por mí y enfadado consigo mismo por la insuficiencia de sus
conocimientos, tuvimos, mejor dicho tuvo él, una idea para el día siguiente.
Suponiendo que lográsemos salir, deberíamos regresar a la biblioteca con un
tizón de madera quemada o con otra sustancia apta para marcar signos en las
paredes.
—Sólo hay una manera –recitó, en efecto,
Guillermo– de encontrar la salida de un laberinto. Al llegar a cada nudo nuevo,
o sea hasta el momento no visitado, se harán tres signos en el camino de
llegada. Si se observan signos en alguno de los caminos del nudo, ello indicará
que el mismo ya ha sido visitado, y entonces sólo se marcará un signo en el
camino de llegada. Cuando todos los pasos de un nudo ya estén marcados, habrá
que retroceder. Pero si todavía quedan uno o dos pasos sin marcar, se escogerá
uno al azar, y se lo marcará con dos signos. Cuando se escoja un paso marcado
con un solo signo, se marcarán dos más, para que ya tenga tres. Si al llegar a
un nudo sólo se encuentran pasos marcados con tres signos, o sea, si no quedan
pasos que aún falte marcar, ello indicará que ya se han recorrido todas las
partes del laberinto.
—¿Cómo lo sabéis?
¿Sois experto en laberintos?
—No, recito lo que
dice un texto antiguo que leí en cierta ocasión.
—¿Y con esa regla se
puede encontrar la salida?
—Que yo sepa, casi nunca. Pero igual
probaremos. Además, en los próximos días tendré lentes y dispondré de más
tiempo para examinar los libros. Quizás donde el itinerario de las
inscripciones nos confunde, el de los libros, en cambio, nos proporcione una
regla de orientación.
—¿Tendréis las
lentes? ¿Cómo haréis para recuperarlas?
—He dicho que tendré lentes. Haré unas
nuevas. Creo que el vidriero está esperando una ocasión como ésta para probar
algo nuevo. Suponiendo que disponga de instrumentos adecuados para tallar los
vidrios. Porque estos últimos no faltan en su taller.
Mientras deambulábamos buscando el camino,
sentí de pronto, en medio de una habitación, una mano invisible que me
acariciaba el rostro, al tiempo que un gemido, que no era humano ni animal,
resonaba en aquel cuarto y en el de al lado, como si un espíritu vagase por las
salas. Debería de haber estado preparado para las sorpresas de la biblioteca,
pero de nuevo me aterroricé y di un salto hacia atrás. También Guillermo debía
de haber sentido lo mismo que yo, porque se estaba tocando la mejilla, y, con
la lámpara en alto, miraba a su alrededor. Alzó una mano, después observó la
llama, que ahora parecía más viva. Entonces se humedeció un dedo y lo mantuvo
vertical delante de sí. —¡Claro! –exclamó después.
Y me mostró dos sitios, en dos paredes
enfrentadas, donde, a la altura de un hombre, se abrían dos troneras muy
estrechas. Bastaba acercar la mano para sentir el aire frío que llegaba del
exterior. Y al acercar la oreja se oía un murmullo, como si ahora soplase
viento afuera.
—Algún sistema de ventilación debía tener la
biblioteca –dijo Guillermo–. Si no la atmósfera sería irrespirable, sobre todo
en verano. Además, estas troneras también aseguran una dosis adecuada de
humedad, para que los pergaminos no se sequen. Pero los fundadores fueron aún
más ingeniosos. Dispusieron las troneras de tal modo que, en las noches de
viento, el aire que penetra por estas aberturas forme corrientes cruzadas que,
al atascarse en las sucesivas habitaciones, produzcan los sonidos que acabamos
de oír. Sumados a los espejos y a las hierbas, estos últimos infunden aún más
miedo a los incautos que, como nosotros, penetran en la biblioteca sin conocer
bien su disposición. Por un instante hemos pensado que unos fantasmas nos
estaban echando su aliento sobre el rostro. Hasta ahora no lo habíamos sentido
porque sólo ahora se ha levantado viento. Otro misterio resuelto. ¡Pero todavía
no sabemos cómo salir!
Mientras hablábamos
seguíamos deambulando, extraviados, sin ni siquiera leer las inscripciones, que
parecían todas iguales. Nos topamos con una nueva sala heptagonal, recorrimos
las habitaciones adyacentes, y tampoco encontramos la salida. Retrocedimos.
Pasó casi una hora. No intentábamos saber dónde podíamos estar. En determinado
momento, Guillermo decidió que debíamos darnos por vencidos y que sólo quedaba
echarse a dormir en alguna sala, y esperar que al otro día Malaquías nos
encontrase. Mientras nos lamentábamos por el miserable final de nuestra hermosa
empresa, reencontramos de pronto la sala donde estaba la escalera. Agradecimos
al cielo con fervor, y bajamos llenos de alegría.
Una vez en la
cocina, nos lanzamos hacia la chimenea. Entramos en el pasadizo del osario, y
juro que la mueca mortuoria de aquellas cabezas descarnadas me pareció dulce
como la sonrisa de alguien querido. Regresamos a la iglesia y salimos por la
puerta septentrional, para ir a sentarnos, felices, entre las lápidas. El
agradable aire de la noche me pareció un bálsamo divino. Las estrellas
brillaban a nuestro alrededor, y las visiones de la biblioteca me parecieron
bastante lejanas.
—¡Qué hermoso es el
mundo y qué feos son los laberintos! –dije aliviado.
—¡Qué hermoso sería
el mundo si existiese una regla para orientarse en los laberintos! –respondió
mi maestro.
—¿Qué hora será? –pregunté.
—He perdido la
noción del tiempo. Pero convendría que estemos en nuestras celdas antes de que
llamen a maitines.
Caminamos junto a la
pared izquierda de la iglesia, pasamos frente a la portada (giré la cabeza
porque no quería ver a los ancianos del Apocalipsis, y atravesamos el claustro
para llegar al albergue de los peregrinos. En el umbral del edificio estaba el
Abad, que nos miró con gesto severo.
—Os he buscado
durante toda la noche –dijo, dirigiéndose a Guillermo–. No os he encontrado en
vuestra celda ni en la iglesia...
—Estábamos siguiendo
una pista –dijo vagamente Guillermo, con visible incomodidad.
El Abad lo miró un momento y luego
dijo con voz grave y pausada:
—Os busco desde que
acabó el oficio de completas. Berengario no estaba en el coro.
—¡Qué me estáis
diciendo! –exclamó Guillermo con aire risueño. En efecto: acababa de
convencerse de que había estado escondido en el scriptorium.
—No estaba en el
coro durante el oficio de completas –repitió el Abad–, y no ha regresado a su
celda. Están por llamar a maitines. Veremos si aparece ahora. Si no, me temo
que haya sucedido otra desgracia. Cuando llamaron a maitines, Berengario no
estaba.
TERCER DÍA
ENTRE LAUDES Y PRIMA
Donde se encuentra un paño manchado de sangre en la
celda del desaparecido Berengario, y eso es todo.
Mientras escribo
vuelvo a sentir el cansancio de aquella noche, mejor dicho, de aquella mañana.
Después del oficio, el Abad ordenó a la mayoría de los monjes, ya alarmados,
que buscaran por todas partes. Búsqueda infructuosa.
Cuando estaban por
llamar a laudes, un monje que buscaba en la celda de Berengario encontró, bajo
el jergón, un paño manchado de sangre. Al verlo, el Abad pensó que era un mal
presagio. Estaba presente Jorge, quien, una vez enterado, dijo: «¿Sangre?»,
como si le pareciera inverosímil. Cuando se lo dijeron a Alinardo, éste movió
la cabeza y comentó:
—No, no, con la tercera trompeta la
muerte viene por agua...
—Ahora todo está claro –dijo
Guillermo al observar el paño.
—¿Entonces dónde está Berengario? –le
preguntaron.
—No lo sé –respondió.
Al oírlo, Aymaro
alzó los ojos al cielo y dijo por lo bajo a Pietro da San Albano: —Así son los
ingleses.
Ya cerca de prima,
cuando el sol había salido, se enviaron sirvientes a explorar al pie del
barranco, a todo lo largo de la muralla. Regresaron a la hora tercia, sin haber
encontrado nada.
Guillermo me dijo que no podíamos hacer nada
útil, que había que esperar los acontecimientos. Dicho eso, se dirigió a la
herrería, donde se enfrascó en una sesuda conversación con Nicola, el maestro
vidriero.
Yo me senté en la iglesia, cerca de la
puerta central, mientras se celebraban las misas. Así, devotamente, me quedé
dormido, y por mucho tiempo, porque, al parecer, los jóvenes necesitan dormir
más que los viejos, quienes ya han dormido mucho y se disponen a hacerlo para toda
la eternidad.
TERCER DÍA
TERCIA
Donde
Adso reflexiona en el scriptorium sobre la historia de su orden y sobre el
destino de los libros.
Salí de la iglesia
menos fatigado pero con la mente confusa, porque sólo en las horas nocturnas el
cuerpo goza de un descanso tranquilo. Subí al scriptorium, pedí permiso a
Malaquías y me puse a hojear el catálogo. Mientras miraba distraído los folios
que iban pasando ante mis ojos, lo que en realidad hacía era observar a los
monjes.
Me impresionó la
calma y la serenidad con que estaban entregados a sus tareas, como si no
hubiese desaparecido uno de sus hermanos y no lo estuvieran buscando
afanosamente por todo el recinto, y como si ya no hubiesen muerto otros dos en
circunstancias espantosas. Aquí se ve, dije para mí, la grandeza de nuestra
orden: durante siglos y siglos, hombres como éstos han asistido a la irrupción
de los bárbaros, al saqueo de sus abadías. Han visto precipitarse reinos en
vórtices de fuego, y, sin embargo, han seguido ocupándose con amor de sus
pergaminos y sus tintas, y han seguido leyendo en voz baja unas palabras
transmitidas a través de los siglos y que ellos transmitirían a los siglos
venideros. Si habían seguido leyendo y copiando cuando se acercaba el milenio,
¿por qué dejarían de hacerlo ahora?
El día anterior,
Bencio había dicho que con tal de conseguir un libro raro estaba dispuesto a
cometer actos pecaminosos. No mentía ni bromeaba. Sin duda, un monje debería
amar humildemente sus libros, por el bien de estos últimos y no para complacer
su curiosidad personal, pero lo que para los legos es la tentación del
adulterio, y para el clero secular la avidez de riquezas, es para los monjes la
seducción del conocimiento.
Hojeé el catálogo y
empezó títulos misteriosos: «Quinto Sereno sobre medicamentos; Fenómenos; Libro
de Esopo acerca de la naturaleza de los animales»; Libro de Etico perónimo [?]
de cosmografía; Tres libros que el obispo Arculfo destinó para escribir sobre
los santos lugares ultramarinos, recibiendo el encargo de escribirlos, Q. Julio Hilarión sobre el origen del mundo; Solino
Polihistor sobre el emplazamiento del mundo terráqueo y de sus maravillas» y El
Almagesto».
No me asombré de que
el misterio de los crímenes girase en torno a la biblioteca. Para aquellos
hombres consagrados a la escritura, la biblioteca era al mismo tiempo la
Jerusalén celestial y un mundo subterráneo situado en la frontera de la tierra
desconocida y el infierno. Estaban dominados por la biblioteca, por sus
promesas y sus interdicciones. Vivían con ella, por ella y, quizá, también
contra ella, esperando, pecaminosamente, poder arrancarle algún día todos sus
secretos. ¿Por qué no iban a arriesgarse a morir para satisfacer alguna
curiosidad de su mente, o a matar para impedir que alguien se apoderase de
cierto secreto celosamente custodiado?
Tentaciones, sin
duda; soberbia del intelecto. Muy distinto era el monje escribiente que había
imaginado nuestro santo fundador: capaz de copiar sin entender, entregado a la
voluntad de Dios, escribiente en cuanto orante, y orante en cuanto escribiente.
¿Qué había sucedido? ¡Oh, sin duda, no sólo en eso había degenerado nuestra
orden! Se había vuelto demasiado poderosa, sus abades rivalizaban con los
reyes. ¿Acaso Abbone no era un ejemplo de monarca que con ademán de monarca
intentaba dirimir las controversias entre los monarcas? Hasta el saber que las
abadías habían acumulado se usaba ahora como mercancía para el intercambio, era
motivo de orgullo, de jactancia, y fuente de prestigio. Así como los caballeros
ostentaban armaduras y pendones, nuestros abades ostentaban códices con
miniaturas. Y aún más (¡qué locura!) desde que nuestros monasterios habían
perdido la palma del saber: porque ahora las escuelas catedralicias, las
corporaciones urbanas y las universidades copiaban quizá más y mejor que
nosotros, y producían libros nuevos... y tal vez fuese esta la causa de tantas
desgracias. La abadía donde me encontraba
era, quizá, la última capaz de alardear por la excelencia en la producción y
reproducción del saber.
Pero precisamente
por eso sus monjes ya no se conformaban con la santa actividad de copiar:
también ellos, movidos por la avidez de novedades, querían producir nuevos
complementos de la naturaleza. No se daban cuenta – entonces lo intuí
confusamente, y ahora, cargado ya de años y experiencia, lo sé con seguridad–
de que al obrar de ese modo estaban decretando la ruina de lo que constituía su
propia excelencia. Porque si el nuevo saber que querían producir llegaba a
atravesar libremente aquella muralla, con ello desaparecería toda diferencia
entre ese lugar sagrado y una escuela catedralicia o una universidad ciudadana.
En cambio, mientras permaneciera oculto, su prestigio y su fuerza seguirían
intactos, a salvo de la corrupción de las disputas, de la soberbia cuodlibetal
que pretende someter todo misterio y toda grandeza a la criba del sic et non. Por eso, dije para mí, la
biblioteca está rodeada de un halo de silencio y oscuridad: es una reserva de
saber, pero sólo puede preservar ese saber impidiendo que llegue a cualquiera,
incluidos los propios monjes. El saber no es como la moneda, que se mantiene
físicamente intacta incluso a través de los intercambios más infames; se parece
más bien a un traje de gran hermosura, que el uso y la ostentación van
desgastando. ¿Acaso no sucede ya eso con el propio libro, cuyas páginas se
deshacen, cuyas tintas y oros se vuelven opacos, cuando demasiadas manos lo
tocan? Precisamente, cerca de mí, Pacifico da Tivoli hojeaba un volumen
antiguo, cuyos folios parecían pegados entre sí por efecto de la humedad. Para
poder hojearlo debía mojarse con la lengua el índice y el pulgar, y su saliva
iba mermando el vigor de aquellas páginas. Abrirlas significaba doblarlas,
exponerlas a la severa acción del aire y del polvo, que roerían las delicadas
nervaduras del pergamino, encrespado por el esfuerzo, y producirían nuevo moho
en los sitios donde la saliva había ablandado, pero al mismo tiempo debilitado,
el borde de los folios. Así como un exceso de ternura ablanda y entorpece al
guerrero, aquel exceso de amor posesivo y lleno de curiosidad exponía el libro
a la enfermedad que acabaría por matarlo.
¿Qué había que hacer? ¿Dejar de leer y
limitarse a conservar? ¿Eran fundados mis temores? ¿Qué habría dicho mi
maestro?
No lejos de mí, el
rubricante Magnus de Iona estaba blandando (mover con la mano algo, con
movimiento trémulo), con yeso un pergamino que antes había raspado con piedra
pómez, y que luego acabaría de alisar con la plana. A su lado, Rábano de Toledo
había fijado su pergamino a la mesa y con un estilo de metal estaba trazando
líneas horizontales muy finas entre unos agujeritos que había practicado a
ambos lados del folio. Pronto las dos láminas se llenarían de colores y de formas,
y cada página sería como un relicario, resplandeciente de gemas engastadas en
la piadosa trama de la escritura. Estos dos hermanos míos, dije para mí, viven
ahora su paraíso en la tierra. Estaban produciendo nuevos libros, iguales a los
que luego el tiempo destruiría inexorable... Por tanto, ninguna fuerza terrenal
podía destruir la biblioteca, puesto que era algo vivo. Pero, si era algo vivo,
¿por qué no se abría al riesgo del conocimiento? ¿Era eso lo que deseaba Bencio
y lo que quizá también había deseado Venancio?
Me sentí confundido
y tuve miedo de mis propios pensamientos. Quizás no fuesen los más adecuados
para un novicio cuya única obligación era respetar humilde y escrupulosamente
la regla, entonces y en los años que siguieran... como siempre he hecho, sin
plantearme otras preguntas, mientras a mi alrededor el mundo se hundía más y
más en una tormenta de sangre y de locura.
Era la hora de la
comida matinal. Me dirigí a la cocina. Los cocineros, de quienes ya era amigo,
me dieron algunos de los bocados más exquisitos.
TERCER DÍA
SEXTA
Donde Adso escucha las confidencias de Salvatore, que no
pueden resumirse en pocas palabras pero que le sugieren muchas e inquietantes
reflexiones.
Mientras comía, vi
en un rincón a Salvatore. Era evidente que ya había hecho las paces con el
cocinero, pues estaba devorando con entusiasmo un pastel de carne de oveja.
Comía como si nunca lo hubiese hecho en su vida: no dejaba caer ni una migaja.
Parecía estar dando gracias al cielo por aquel alimento extraordinario.
Se me acercó y me dijo en su lenguaje estrafalario,
que comía por todos los años en que había ayunado. Le pedí que me contara. Me
describió una infancia muy penosa en una aldea donde el aire era malsano, las
lluvias excesivas y los campos pútridos, en medio de un aire viciado por
miasmas mortíferos. Por lo que alcancé a entender, algunos años, los aluviones
que corrían por el campo, estación tras estación habían borrado los surcos, de
modo que un moyo de semillas daba un sextario, y después ese sextario se
reducía aún, hasta desaparecer. Los señores tenían los rostros blancos como los
pobres, aunque –observó Salvatore– muriesen muchos más de éstos que de
aquellos, quizá –añadió con una sonrisa– porque pobres había más... Un sextario
costaba quince sueldos, un moyo sesenta sueldos, los predicadores anunciaban el
fin de los tiempos, pero los padres y los abuelos de Salvatore recordaban que
no era la primera vez que esto sucedía de modo que concluyeron que los tiempos
siempre estaban a punto de acabar. Y cuando hubieron comido todas las carroñas
de los pájaros, y todos los animales inmundos que pudieron encontrar, corrió la
voz de que en la aldea alguien había empezado a desenterrar a los muertos. Como
un histrión, Salvatore se esforzaba por explicar cómo hacían aquellos «homines
malísimos» que cavaban con los dedos en el suelo de los cementerios al día
siguiente de algún entierro. «¡Ñam!», decía, e hincaba el diente en su pastel
de oveja, pero en su rostro yo veía la mueca del desesperado que devoraba un
cadáver. Y además había otros peores, que, no contentos con cavar en la tierra
consagrada, se escondían en el bosque, como ladrones, para sorprender a los
caminantes. «¡Zas!», decía Salvatore, poniéndose el cuchillo en el cuello, y
«¡Ñam!». Y los peores de todos atraían a los niños con huevos o manzanas, y se
los comían, pero, aclaró Salvatore con mucha seriedad, no sin antes cocerlos.
Me contó que en cierta ocasión había llegado a la aldea un hombre vendiendo
carne cocida a un precio muy barato, y que nadie comprendía tanta suerte de
golpe, pero después el cura dijo que era carne humana, y la muchedumbre
enfurecida se arrojó sobre el hombre y lo destrozó. Pero aquella misma noche
alguien de la aldea cavó en la tumba del caníbal y comió su carne, y cuando lo
descubrieron, la aldea también lo condenó a muerte.
Pero no fue esto lo único que me contó
Salvatore. Con palabras truncadas, obligándome a recordar lo poco que sabía de
provenzal y de algunos dialectos italianos, me contó la historia de su fuga de
la aldea natal, y su vagabundeo por el mundo. Y en su relato reconocí a muchos
que ya había conocido o encontrado por el camino, y ahora reconozco a muchos
otros que conocí más tarde, de modo que quizá, después de tantos años, le
atribuya aventuras y delitos de otros, que conocí antes o después de él, y que
ahora en mi mente fatigada se funden en una sola imagen, precisamente por la
fuerza de la imaginación, que, combinando el recuerdo del oro con el de la
montaña, sabe producir la idea de una montaña de oro.
Durante el viaje, Guillermo había hablado a
menudo de los simples; algunos de sus hermanos designaban así a la gente del
pueblo y a las personas incultas. El término siempre me pareció vago, porque en
las ciudades italianas había encontrado mercaderes y artesanos que no eran
letrados pero que tampoco eran incultos, aunque sus conocimientos se
manifestasen a través de la lengua vulgar. Y por ejemplo, algunos de los
tiranos que en aquella época gobernaban la península nada sabían de teología,
de medicina, de lógica y de latín, pero, sin duda, no era simples ni
menesterosos. Por eso creo que también mi maestro, al hablar de los simples,
usaba un concepto más bien simple. Pero, sin duda, Salvatore era un simple,
procedía de una tierra castigada durante siglos por la miseria y por la
prepotencia de los señores feudales. Era un simple, pero no un necio. Soñaba
con un mundo distinto, que en la época en que huyó de casa de sus padres, se
identificaba, por lo que me dijo, con el país de Jauja, donde los árboles
segregan miel y dan hormas de queso y olorosos chorizos.
Impulsado por esa
esperanza –como si no quisiese reconocer que este mundo es un valle de
lágrimas, donde (según me han enseñado) hasta la injusticia ha sido prevista,
para mantener el justo equilibrio, por una providencia cuyos designios quieren
ocultársenos–, Salvatore viajó por diversos países, desde su Monferrate natal
hacia la Liguria, y después a Provenza para subir luego hacia las tierras del
rey de Francia.
Salvatore vagó por
el mundo, mendigando, sisando, fingiéndose enfermo, sirviendo cada tanto a
algún señor, para volver después al bosque y al camino real. Por el relato que
me hizo, lo imaginé unido a aquellas bandas de vagabundos que luego, en los
años que siguieron, vería pulular cada vez más por toda Europa: falsos monjes,
charlatanes, tramposos, truhanes, perdularios y harapientos, leprosos y
tullidos, caminantes, vagabundos, cantores ambulantes, clérigos, apátridas,
estudiantes que iban de un sitio a otro, tahúres, malabaristas, mercenarios
inválidos, judíos errantes, antiguos cautivos de los infieles que vagaban con
la mente perturbada, locos, desterrados, malhechores con las orejas cortadas,
sodomitas, y mezclados con ellos, artesanos ambulantes, tejedores, caldereros,
silleros, afiladores, albañiles, junto con pícaros de toda calaña, tahúres,
bribones, pillos, granujas, bellacos, tunantes, faramalleros, saltimbanquis, trotamundos, buscones, curas simoníacos, canónigos y prevaricadores,
y gente que ya sólo vivía de la inocencia ajena, falsificadores de bulas y
sellos papales, vendedores de indulgencias, falsos paralíticos que se echaban a
la puerta de las iglesias, tránsfugas de los conventos, vendedores de
reliquias, perdonadores, adivinos y quiromantes, nigromantes, curanderos,
falsos mendicantes, y fornicadores de toda calaña, corruptores de monjas y
muchachas por el engaño o la violencia, falsos hidrópicos, epilépticos
fingidos, seudo hemorróidicos, simuladores de gota, falsos llagados, e incluso
falsos dementes, melancólicos ficticios. Algunos se aplicaban emplastos en el
cuerpo para fingir llagas incurables, otros se llenaban la boca con una
sustancia del color de la sangre para simular esputos de tuberculoso, y había
pícaros que simulaban la invalidez de alguno de sus miembros, que llevaban
bastones sin necesitarlos, que imitaban ataques de epilepsia, que se fingían
sarnosos, con falsos bubones, con tumores simulados, llenos de vendas, pintados
con tintura de azafrán, con hierros en las manos y vendajes en la cabeza,
colándose hediondos en las iglesias y dejándose caer de golpe en las plazas,
escupiendo baba y con los ojos en blanco, echando por la nariz una sangre hecha
con zumo de moras y bermellón, para robar comida o dinero a las gentes
atemorizadas que recordaban la invitación de los santos padres a la limosna:
comparte tu pan con el hambriento, ofrece tu casa al que no tiene techo,
visitemos a Cristo, recibamos a Cristo, vistamos a Cristo, porque así como el
agua purga al fuego, la limosna purga nuestros pecados.
También después de
la época a la que me estoy refiriendo he visto y sigo viendo, a lo largo del
Danubio, muchos de aquellos charlatanes que, como los demonios, tenían sus propios nombres y
sus propias subdivisiones.
Eran como légamo que se
derramaba por los senderos de nuestro mundo, y entre ellos se mezclaban predicadores
de buena fe, herejes en busca de nuevas presas, sembradores de discordia. Había
sido precisamente el papa Juan, siempre temeroso de los movimientos de los
simples que se dedicaban a la predicación, y a la práctica de la pobreza, quien
arremetiera contra los predicadores mendicantes, quienes, según él, atraían a
los curiosos enarbolando estandartes con figuras pintadas, predicaban y se
hacían entregar dinero valiéndose de amenazas. ¿Tenía razón el papa simoníaco y
corrupto cuando equiparaba a los frailes mendicantes que predicaban la pobreza
con aquellas bandas de desheredados y saqueadores? En aquella época, después de haber viajado
un poco por la península italiana, ya no tenía muy claras mis ideas: había oído
hablar de los frailes de Altopascio, que en su predicación amenazaban con
excomuniones y prometían indulgencias, que por dinero absolvían a fratricidas y
a ladrones, a perjuros y a asesinos, que iban diciendo que en su hospital se
celebraban hasta cien misas diarias, y que recaudaban donativos para
sufragarlas, y que decían que con sus bienes se dotaba a doscientas muchachas
pobres. También había oído hablar de fray Pablo El Cojo, eremita del bosque de
Rieti que se jactaba de haber sabido por revelación directa del Espíritu Santo que el acto carnal no era pecado, y así
seducía a sus víctimas, a las que llamaba hermanas, obligándolas a desnudarse y
recibir azotes y a hacer cinco genuflexiones en forma de cruz, para después
ofrendarlas a Dios, no sin instarlas a que se prestaran a lo que llamaba el
beso de la paz. Pero, ¿qué había de cierto en todo eso? ¿Qué tenían que ver
aquellos eremitas supuestamente iluminados con los frailes de vida pobre que
recorrían los caminos de la península haciendo verdadera penitencia, ante la
mirada hostil de unos clérigos y obispos cuyos vicios y rapiñas flagelaban?
El relato de
Salvatore, que se iba mezclando con las cosas que yo ya sabía, no revelaba
diferencia alguna: todo parecía igual a todo. Algunas veces lo imaginaba como
uno de aquellos mendigos inválidos de Turena que, según se cuenta, al aparecer
el cadáver milagroso de San Martín, salieron huyendo por miedo a que el santo
los curara, arrebatándoles así su fuente de ganancias, pero el santo,
implacable, les concedió su gracia antes de que lograsen alejarse,
devolviéndoles el uso de los miembros en castigo por el mal que habían hecho.
Otras veces, en
cambio, el rostro animalesco del monje se iluminaba con una dulce claridad,
mientras me contaba cómo, en medio de su
vagabundeo con
aquellas bandas, había escuchado la palabra de ciertos predicadores franciscanos,
también ellos fugitivos, y había comprendido que la vida pobre y errabunda que
llevaba no debía padecerse como una triste fatalidad, sino como un acto gozoso
de entrega. Y así había pasado a formar parte de unas sectas y grupos de
penitentes cuyos nombres no sabía repetir y cuyas doctrinas apenas lograba
explicar. Deduje que se había encontrado con patarinos y valdenses, y quizá
también con cátaros, arnaldistas y humillados, y que vagando por el mundo había
pasado de un grupo a otro, asumiendo poco a poco como misión su vida errante, y
haciendo por el Señor lo que hasta entonces había hecho por su vientre.
Pero, ¿cómo y hasta
cuándo había estado con aquellos grupos? Por lo que pude entender, unos treinta
años atrás había sido acogido en un convento franciscano de Toscana, donde
había adoptado el sayo de San Francisco, aunque sin haber recibido las órdenes.
Allí, creo, había aprendido el poco latín que hablaba, mezclándolo con las
lenguas de todos los sitios en que, pobre apátrida, había estado, y de todos
los compañeros
de vagabundeo que había ido encontrando, desde mercenarios de mi
tierra hasta bogomilos dálmatas. Allí, según decía, se había entregado a la
vida de penitencia (penitenciágite, me repetía con mirada ardiente, y otra vez
oí aquella palabra que tanta curiosidad había despertado en Guillermo) pero al
parecer tampoco aquellos franciscanos tenían muy claras las ideas, porque en
cierta ocasión invadieron la casa del canónigo de la iglesia cercana, al que
acusaban de robar y de otras ignominias, y lo arrojaron escaleras abajo,
causando así la muerte del pecador, y luego saquearon la iglesia. Enterado el
obispo, envió gente armada, y así fue como los frailes se dispersaron y
Salvatore vagó largo tiempo por la Alta Italia unido a una banda de fraticelli,
o sea de franciscanos mendicantes, al margen ya de toda ley y disciplina.
Buscó luego refugio
en la región de Toulouse, donde le sucedió algo extraño, en una época en que,
enardecido, escuchaba el relato de las grandes hazañas de los cruzados. Sucedió
que una muchedumbre de pastores y de gente humilde se congregó en gran número
para cruzar el mar e ir a combatir contra los enemigos de la fe. Se les dio el
nombre de pastorcillos. Lo que en realidad querían era huir de aquellas
infelices tierras. Tenían dos jefes, que les inculcaban falsas teorías: un
sacerdote que por su conducta se había quedado sin iglesia, y un monje apóstata
de la orden de San Benito. Hasta tal punto habían enloquecido a aquellos miserables,
que incluso muchachos de dieciséis años, contra la voluntad de sus padres,
llevando consigo sólo una alforja y un bastón, sin dinero, abandonaron los
campos para correr tras ellos, formando todos una gran muchedumbre que los
seguía como un rebaño. Ya no los movía la razón ni la justicia, sino sólo la
fuerza y la voluntad de sus jefes. Se sentían como embriagados por el hecho de
estar juntos, finalmente libres y con una vaga esperanza de tierras prometidas.
Recorrían aldeas y ciudades cogiendo todo lo que encontraban, y si alguno era
arrestado, asaltaban la cárcel para liberarlo. Cuando entraron en la fortaleza
de París para liberar a algunos de sus compañeros arrestados por orden de los
señores, viendo que el preboste de la ciudad intentaba resistir, lo golpearon y
lo arrojaron por la escalinata, y después echaron abajo las puertas de la
cárcel. Ocuparon luego el prado de San Germán, donde se desplegaron en posición
de combate. Pero nadie se atrevió a hacerles frente, de modo que salieron de
París y se dirigieron hacia Aquitania. E iban matando a todos los judíos que
encontraban a su paso, y se apoderaban de sus bienes...
—¿Por qué a los
judíos? –pregunté.
Y Salvatore me
respondió:
—¿Por qué no?
Entonces me explicó
que toda la vida habían oído decir a los predicadores que los judíos eran los
enemigos de la cristiandad y que acumulaban los bienes que a ellos les eran
negados. Yo le pregunté si no eran los señores y los obispos quienes acumulaban
esos bienes a través del diezmo, y si, por tanto, los pastorcillos no se
equivocaban de enemigos. Me respondió que, cuando los verdaderos enemigos son
demasiado fuertes, hay que buscarse otros enemigos más débiles. Pensé que por
eso los simples reciben tal denominación. Sólo los poderosos saben siempre con
toda claridad cuáles son sus verdaderos enemigos. Los señores no querían que
los pastorcillos pusieran en peligro sus bienes, y tuvieron la inmensa suerte
de que los jefes de los pastorcillos insinuasen la idea de que muchas de las
riquezas estaban en poder de los judíos.
Le pregunté quién
había convencido a la muchedumbre de que era necesario atacar a los judíos.
Salvatore no lo recordaba. Creo que cuando tanta gente se congrega para correr
tras una promesa, y de pronto surge una exigencia, nunca puede saberse quién es
el que habla. Pensé que sus jefes se habían educado en los conventos y en las
escuelas obispales, y que hablaban el lenguaje de los señores, aunque lo
tradujeran en palabras comprensibles para los pastores. Y los pastores no
sabían dónde estaba el papa, pero sí dónde estaban los judíos. En suma,
pusieron sitio a una torre alta y sólida, perteneciente al rey de Francia,
donde los judíos, aterrorizados, habían ido en masa a refugiarse. Y con valor y
tenacidad éstos se defendían arrojando leños y piedras. Pero los pastorcillos
prendieron fuego a la puerta de la torre, acorralándolos con las llamas y el
humo. Y al ver que no podían salvarse, los judíos prefirieron matarse antes que
morir a manos de los incircuncisos, y pidieron a uno de ellos, que parecía el
más valiente, que los matara con su espada. Este dijo que sí y mató como a
quinientos. Después salió de la torre con los hijos de los judíos y pidió a los
pastorcillos que lo bautizaran. Pero los pastorcillos le respondieron: «¿Has
hecho tal matanza entre tu gente y ahora quieres salvarte de morir?» Y lo
destrozaron. Pero respetaron la vida de los niños, y los hicieron bautizar.
Después se dirigieron hacia Carcasona, y a su paso perpetraron otros crímenes
sangrientos. Entonces el rey de Francia comprendió que habían pasado ya los
límites y ordenó que se les opusiese resistencia en toda ciudad por la que
pasaran, y que se defendiese incluso a los judíos como si fueran hombres del
rey...
¿Por qué aquella
súbita preocupación del rey por los judíos? Quizás porque se dio cuenta de lo
que podrían llegar a hacer los pastorcillos en todo el reino, y vio que su
número era cada vez mayor. Entonces se apiadó incluso de los judíos, ya fuese
porque éstos eran útiles para el comercio del reino, ya porque había que
destruir a los pastorcillos y era necesario que todos los buenos cristianos
encontraran motivos para deplorar sus crímenes. Pero muchos cristianos no
obedecieron al rey, porque pensaron que no era justo defender a los judíos,
enemigos constantes de la fe cristiana. Y en muchas ciudades las gentes del
pueblo, que habían tenido que pagar usura a los judíos, se sentían felices de
que los pastorcillos los castigaran por su riqueza. Entonces el rey ordenó bajo
pena de muerte que no se diera ayuda a los pastorcillos. Reunió un numeroso
ejército y los atacó y muchos murieron, mientras que otros se salvaron
refugiándose en los bosques, donde acabaron pereciendo de hambre. En poco
tiempo fueron aniquilados. Y el enviado del rey los iba apresando y los hacía
colgar en grupos de veinte o de treinta, escogiendo los árboles más grandes,
para que el espectáculo de sus cadáveres sirviese de ejemplo eterno y ya nadie
se atreviera a perturbar la paz del reino.
Lo extraño es que
Salvatore me contó esta historia como si se tratase de una empresa muy
virtuosa. Y de hecho seguía convencido de que la muchedumbre de los
pastorcillos se había puesto en marcha para conquistar el sepulcro de Cristo y
liberarlo de los infieles. Y no logré persuadirlo de que esa sublime conquista
ya se había logrado en la época de Pedro el Ermitaño y de San Bernardo, durante
el reinado de Luis el Santo, de Francia. De todos modos, Salvatore no partió a
luchar contra los infieles, porque tuvo que retirarse a toda prisa de las
tierras francesas. Me dijo que se había dirigido hacia la región de Novara,
pero no me aclaró demasiado lo que le sucedió allí. Por último, llegó a Casale,
donde logró que lo admitieran en el convento de los franciscanos (creo que fue
allí donde encontró a Remigio), justo en la época en que muchos de ellos,
perseguidos por el papa, cambiaban de sayo y buscaban refugio en monasterios de
otras órdenes, para no morir en la hoguera, tal como había contado Ubertino.
Dada su larga experiencia en diversos trabajos manuales (que había realizado
tanto con fines deshonestos, cuando vagaba libremente, como con fines santos,
cuando vagaba por el amor de Cristo), el cillerero lo convirtió en su ayudante.
Y por eso justamente hacía tantos años que estaba en aquel sitio, menos
interesado por los fastos de la orden que por la administración del almacén y
la despensa, libre de comer sin necesidad de robar y de alabar al Señor sin que
lo quemaran.
Todo esto me lo fue
contando entre bocado y bocado, y me pregunté qué parte había añadido su
imaginación, y qué parte había guardado para sí.
Lo miré con
curiosidad, no porque me asombrara su experiencia particular, sino al
contrario, porque lo que le había sucedido me parecía una espléndida síntesis
de muchos hechos y movimientos que hacían de la Italia de entonces un país
fascinante e incomprensible.
¿Qué emergía de ese
relato? La imagen de un hombre de vida aventurera, capaz incluso de matar a un
semejante sin ser consciente de su crimen. Pero, si bien en aquella época
cualquier ofensa a la ley divina me parecía igual a otra, ya empezaba a
comprender algunos de los fenómenos que oía comentar, y me daba cuenta de que
una cosa es la masacre que una muchedumbre, en arrebato casi ascético, y confundiendo
las leyes del Señor con las del diablo, puede realizar, y otra cosa es el
crimen individual perpetrado a sangre fría, astuta y calladamente. Y no me
parecía que Salvatore pudiera haberse manchado con semejante crimen.
Por otra parte,
quería saber algo sobre lo que había insinuado el Abad, y me obsesionaba la
figura de fray Dulcino, para mí casi desconocida. Sin embargo, su fantasma
parecía presente en muchas conversaciones que había escuchado durante aquellos
dos días. De modo que le pregunté a bocajarro:
—¿En tus viajes nunca encontraste a
fray Dulcino?
Su reacción fue muy
extraña. Sus ojos, ya muy abiertos, parecieron salirse de las órbitas; se
persignó varias veces; murmuró unas frases entrecortadas, en un lenguaje que
esa vez me resultó del todo ininteligible. Creí entender, sin embargo, que eran
negaciones. Hasta aquel momento me había mirado con simpatía y confianza, casi
diría que con amistad. En cambio, la mirada que entonces me dirigió fue casi de
odio. Después pretextó cualquier cosa y se marchó.
A aquellas alturas
yo me moría de curiosidad. ¿Quién era ese fraile que infundía terror a
cualquiera que oyese su nombre? Decidí que debía apagar lo antes posible mi sed
de saber. Una idea atravesó mi mente. ¡Ubertino! Era él quien había pronunciado
ese nombre la primera noche que lo encontramos. Conocía todas las vicisitudes,
claras y oscuras, de los frailes, de los fraticelli y de otra gentuza que
pululaba por entonces. ¿Dónde podía encontrarlo a aquella hora? Sin duda, en la
iglesia, sumergido en sus oraciones. Y hacia allí, puesto que gozaba de un
momento de libertad, dirigí mis pasos.
No lo encontré, ni
lograría encontrarlo hasta la noche. De modo que mi curiosidad siguió
insatisfecha, mientras sucedían los acontecimientos que ahora debo narrar.
[1]
«la pintura es la literatura de los legos».
[2] Armadura para defensa del
cuerpo, hecha de láminas pequeñas e imbricadas, por lo común de acero.
[3] Junta o consejo que
celebra el Papa con asistencia de los cardenales de la Iglesia católica.
[4] «dislocados miembros».
[5] «si es lícito comparar lo
pequeño con lo grande». Frase parecida a la de la primera Égloga de Virgilio, al comparar el poeta la ciudad de Mantua con
Roma, pero que aparece aquí levemente modificada respecto del original latino:
«sic parvis componere magna solebam», «así solía comparar lo grande con lo
pequeño». Y exactamente igual, pero en distinto orden, al texto del mismo
Virgilio en las Geórgicas, IV, 176:
«si parva licet componere magnis».
[6] Perteneciente o relativo
al monasterio o congregación de Cluni, en Borgoña, que seguía la regla de San
Benito.
[7]
«los hermanos y pobres eremitas del señor Celestino».
[8]
«un hombre desnudo yacía con una desnuda... y no se mezclaban mutuamente».
[9] «de los cuales el primero
[san Francisco de Asís] purificado por una piedra seráfica e inflamado de ardor
celestial parecía incendiarlo todo. Pero el segundo [santo Domingo de Guzmán]
fecundo por la palabra de la predicación irradió más claramente sobre las
tinieblas del mundo [al fundar la Orden de los Predicadores].
[10]
«la muerte es el descanso del viajero, es el fin de todo trabajo».
[11] Trozo de tripa de cerdo,
carnero o vaca, o materia análoga, rellena de sangre cocida, que se condimenta
con especias y, frecuentemente, cebolla, y a la que suelen añadírsele otros
ingredientes como arroz, piñones, miga de pan, etc.
[12]
Descripción viva y eficaz de alguien o algo por medio del lenguaje.
[13]
«Tenga el [monje] bibliotecario un registro de todos los libros ordenado según
materias y autores, y los coloque separadamente y en orden con las signaturas
puestas por escrito».
[14]
Instrumento de acero, prismático y puntiagudo, que sirve a los grabadores para
abrir y hacer líneas en los metales.
[15]
«Son hijos de Dios. Jesús dijo que haced por él lo que haced a uno de estos
niños» (sic).
[16] «que los hijos de Francisco no son heréticos».
EL NOMBRE DE LA ROSA
De UMBERTO
ECO
© 1980, Casa Editrice Valentino Bompiani
& C.S.p.A.
Idioma original: italiano
Título original: Il nome della rosa
Evangelio
Traducción: Ricardo Pochtar
Primera edición: Milán, 1980. Ed. Bompiani
Esta edición: Septiembre, 2005
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