Por: Dolly Montoya
Castaño
Las sociedades contemporáneas disfrutan de una
mayor calidad de vida gracias a las trasformaciones de la vida y del trabajo
que ha hecho posible la educación.
De allí que, reiteradamente, reivindiquemos
la importancia central de la educación como soporte para lograr el desarrollo
económico, el bienestar social y el fortalecimiento de la democracia, la paz y
la concordia.
La educación, desde la básica hasta la superior, tiene el propósito de contribuir a la formación de seres humanos que sean ciudadanos integrales y que participen éticamente en la vida social de sus comunidades. Es preciso señalar que este no es un proceso mecánico. La formación es un proceso cultural complejo que implica una relación dialógica de personas alrededor del conocimiento. Los maestros son actores esenciales de este proceso.
La sofisticación contemporánea de los
procesos educativos no tiene por qué debilitar la figura del maestro; y no lo
hará en tanto los educadores se asuman como orientadores y acompañantes de los
estudiantes en su navegar en busca del conocimiento y no solo como depositarios
de la verdad y la información.
El encuentro entre maestros y
estudiantes se caracteriza por ser un diálogo en donde el estudiante, sujeto
activo de su formación, trae consigo el conocimiento acumulado de su
experiencia biológica y social y el maestro, además de su experiencia de vida,
trae al diálogo la experiencia acumulada del saber universal de su campo o
disciplina, validado por una comunidad académica. Este encuentro dialógico de
experiencias, en donde ambos interlocutores aprenden, pone en crisis las
certezas preexistentes y abre el espacio para la generación de nuevo
conocimiento.
Esta relación permanente de avance
del conocimiento es posible cuando el maestro se asume a sí mismo como
estudiante que nunca deja de aprender y por tanto se encuentra en permanente
actualización. Además, cuando logra empoderar al estudiante de su proceso de
formación. Por ello, al maestro no le basta exponer magistralmente sus puntos
de vista, debe trabajar para ser escuchado y comprendido, y para ello debe ser
sensible al modo como los estudiantes interpretan y comparten el conocimiento.
El maestro tiene a su favor una
herramienta muy potente: la pregunta. Puede preguntar si ha sido entendido o
puede partir, antes de su explicación, de la pregunta que ponga en evidencia la
necesidad de esa explicación. Una buena pregunta es aquella que da comienzo a
un proceso de conocimiento en el que el estudiante es involucrado intelectual y
emocionalmente; es una pregunta que despierta su deseo de saber y que se le
presenta como un reto digno de ser asumido. Si esa conexión se logra, también
la interacción entre el maestro y el estudiante se establece como algo muy
valioso. Se trata de una búsqueda compartida del conocimiento. Lo primero que
debe ser apropiado, más que el conocimiento considerado como válido sin
discusión, es el valor, el interés, la emoción de la pregunta.
Una virtud esencial de los maestros
es la generosidad. El maestro se entrega a su vocación con absoluta honestidad
porque está dispuesto a dar lo mejor de sí mismo; porque comprende que la
enseñanza es un acto de amor. La educación es un proceso que se vive a lo largo
de la vida. Los maestros son determinantes en las decisiones y experiencias que
nos han forjado como los seres humanos que somos hoy.
Con ocasión de la pandemia se ha
motivado la valoración del conocimiento, fuente de las estrategias para
contener el virus, superar la crisis y reinventar el mundo. No tendríamos
conocimiento sin educación. En el marco de la celebración del Día del Maestro,
quiero expresar mi reconocimiento y gratitud con todos los cultivadores de
preguntas que siguen trabajando día a día para enamorar a niños y adultos del
conocimiento que les permitirá transformar el mundo.
* Rectora, Universidad Nacional de
Colombia.
@DollyMontoyaUN
No hay comentarios:
Publicar un comentario