Las trampas del deseo II
El libro de Dan Ariely, cuyo sugestivo título plantea la existencia de un patrón consistente de irracionalidad en las decisiones económicas, se ha convertido en un gran éxito del mercado editorial debido, quizá, a la sencillez y lúdica con que muestra las evidencias respecto a las fallas sistemáticas en el razonamiento lógico humano y, por tanto, lo susceptibles que somos a los engaños del mercado.
Ariely nos permite entender como nuestras decisiones no son tan racionales y previsibles, y como, de manera sistemática y errónea, entramos en un juego donde las reglas son difíciles de comprender para nosotros, los jugadores, pero simples para aquellos que, con suficiente experiencia, manipulan nuestras percepciones, juicios y elecciones finales.
La economía tradicional nos ha mostrado un homo economicus, para quien el consumo es un proceso racional donde se busca conseguir la mayor ganancia con la menor cantidad de recursos. Sin embargo, a través de su apasionante libro, Ariely nos enseña, con suficientes argumentos derivados de gran cantidad de experimentos, que estamos muy lejos de esta premisa, aunque constantemente busquemos justificaciones que nos ayuden a mantener nuestra “lógica” al analizar las decisiones que tomamos.
Queramos aceptarlo o no, normalmente nuestras decisiones son generalmente bastante impulsivas.
Como comentan Sandoval, Caycedo y López (2008): “El razonamiento humano aparentemente funciona a partir de ciertas representaciones del mundo que no son totalmente abstractas, pero tampoco específicas, se trata de un razonamiento que excluye información en ocasiones valiosa y vincula aspectos importantes para las personas, pero muchas veces irrelevantes para elegir.
Este razonamiento natural puede ser imperfecto, equivocado, inestable y sesgado, pero en cualquier caso describe la forma en que todos nos comportamos.” (p.7).
Así, el libro de Ariely nos acerca al prometedor campo de la economía conductual, que involucra un conjunto de modelos y teorías desarrolladas tanto, en el campo de la economía, como en el de la psicología, dentro del cual el premio Nobel Daniel Kahneman planteó un desafío fundamental a la economía: explicar por qué el ser humano tiende a comportarse de manera sesgada, empleando heurísticos que llevan a errores frecuentes en sus procesos de decisión. (Kahneman, 2003).
Ariely muestra que las personas evaluamos las cosas de acuerdo a nuestro contexto; es decir, que asumimos el valor en relación con las comparaciones posibles, no a partir de una valoración absoluta de las alternativas.
Las comparaciones se suceden en el curso de la vida, a través del proceso continuo de aprendizaje. Esto hace que nuestra manera de ver el mundo dependa de las alternativas que tengamos al momento de enfrentarnos a una disyuntiva, pero esta valoración se basa en una comparación constante y evolutiva.
La sociedad nos provee con comparaciones parecidas, nos enseña a comparar de manera estándar, de ahí el sentido de muchas estrategias masivas de mercadeo y publicidad. Pero estas comparaciones nos llevarían a sesgos y valoraciones desventajosas, de no ser porque nuestro cerebro posee limitaciones inherentes a nuestra caracterización como especie. En muchas ocasiones somos víctimas de los señuelos: los colores, las formas, los tamaños, los rótulos, los adjetivos comparativos, los sustantivos sugestivos, las cifras difíciles de recordar y las mejoras en las líneas de producto.
Además del contexto de elección, otro aspecto que limita nuestra racionalidad en la toma de decisiones, son los precios “ancla”: aquellos que estamos acostumbrados a pagar por las cosas que consumimos. Las anclas no solo nos ayudan a evaluar el costo actual de los bienes o servicios, sino que pueden obrar en nuestra contra, dado que influyen sobre los precios futuros.
Ariely denomina a este error “coherencia arbitraria” y se extiende a diferentes categorías de productos en donde, si los objetos son parecidos en apariencia, utilidad o valencia afectiva, así mismo tendrán que serlo en el precio que estamos dispuestos a pagar.
Es curioso el ejemplo de cómo ciertas medicinas, que si no presentan un valor alto, como el que hemos estado dispuestos a pagar por un muy buen tratamiento médico, observamos que no tienen el mismo nivel de efectividad así sus componentes químicos sean iguales o similares. Dependemos de nuestras experiencias previas en el precio y en la efectividad de los productos para mantener nuestros hábitos de consumo, independientemente de lo racionales o no que hayan sido, o dicho de otra manera, más que valernos de las experiencias previas por su nivel de utilidad, lo hacemos por la memoria y recuerdos que tenemos de nuestras vivencias de consumo.
En el tercer capítulo el autor nos introduce en el interesante mundo de los números, particularmente en el mundo del cero, y muestra como la palabra gratis crea un nivel de influencia en nosotros tan grande, que terminamos tomando alternativas que pueden resultar más costosas y de menor satisfacción que aquellas que representan una pérdida. Esto sucede merced a la aversión a la pérdida que presentamos permanentemente, de manera que cuando se nos presenta una opción gratuita, todo lo demás se ve como desventaja.
El concepto del no coste, nos pone asimismo en una disyuntiva al transponerlo en las situaciones sociales y en las situaciones de índole comercial o mercantil.
En las primeras, hay muchas relaciones en donde el valor de las mismas está dado por la cortesía y los lazos personales o afectivos que no permiten dar un valor monetario a la colaboración. En las segundas, es decir, las normas mercantiles, se encuentra una clara disposición a recibir retribución por las cosas que se realizan, y en la medida en que esta retribución se acepte de manera más intensa, mejor podrá ser el empeño en las labores asignadas. Pero en muchas ocasiones, como en el caso frecuente de los cargos de “manejo y confianza”, por ejemplo, se comunica a los empleados la idea que están trabajando bajo normas sociales que implican tener una causa o sincronía personal con el trabajo desempeñado, lo cual busca evocar altos niveles de responsabilidad y compromiso (recordemos la famosa frase de “Póngase la camiseta”). No obstante, cuando el empleado necesita gozar de beneficios por ser parte de este círculo social, se olvidan estos aspectos y pasan nuevamente al plano de las relaciones comerciales, lo que contribuye a extinguir las conductas relacionadas con la lealtad o el compromiso moral hacia el trabajo.
Con esto queremos decir que, aunque el dinero puede ser un gran reforzador a corto plazo, los lazos sociales y de convivencia en pro de un objetivo o causa común, pueden ayudar a mantener y extender, en tiempo y en intensidad, los comportamientos de las personas, ya que como dice Ariely: “El dinero resulta ser con mucha frecuencia la forma más cara de motivar a la gente. Las normas sociales no solo son más baratas, sino que a menudo resultan también más efectivas” (p. 104).
Otros aspectos que también condicionan en nuestra racionalidad en temas como la excitación sexual, la desidia y el bajo autocontrol, son estudiados y expuestos en los capítulos 5 y 6 del libro. En general, el logro de los objetivos planteados a mediano y largo plazo, muchas veces se ve opacado al sucumbir a los deseos inmediatos y a la recompensa que da el consumo a corto plazo.
Hay una gran diferencia entre decidir (verbalizar lo que se va a escoger) y elegir (conducta específica de adquisición). El fenómeno del consumismo nos ha llevado a ver la compra como una forma de afianzamiento del ser y como una herramienta para mantenernos actuales y vigentes en nuestro medio social. Por esta razón, muchas organizaciones apelan a la capacidad de antojo y bajo autocontrol que todos tenemos para vendernos cosas inútiles o cosas que, siendo útiles, resultan más costosas dentro del contexto de la oferta. Por este fenómeno de aversión a la pérdida, a veces pagamos altos precios aún al tener la posibilidad de varias alternativas de elección, punto que no parece muy racional ni inteligente, pero que, con frecuencia, se ve en el comportamiento del consumidor.
Es frecuente ver que, aunque una decisión económica representa una pérdida, esta no se valorará como tal de acuerdo a las características personales de quien haga la evaluación. Si los procesos de decisión ayudan a mantener y a definir nuestra identidad, podrá concluirse fácilmente que, para algunas personas, será muy difícil dejar ciertos productos o prácticas de consumo que a la luz de la racionalidad pueden estar en contra de la utilidad máxima.
Revisando las temáticas planteadas en el libro de Ariely, se comprende por qué el autor habla de nosotros los humanos como partícipes de un juego que, en muchas ocasiones, no comprendemos. Podríamos decir que somos peones de ajedrez (ubicados en la primera línea de ataque), creyendo poseer todas las herramientas para atacar al enemigo, pero a medida que se desarrolla el juego, vamos mostrando cada vez más limitaciones para actuar. Al final, es claro que nos es difícil ejercer libre albedrio, que nos movemos de manera irracional sin darnos cuenta y, a veces, hasta justificamos los movimientos inconsecuentes.
Ariely nos exhorta a reconocer este hecho, para identificar nuestros errores, nuestras tendencias naturales y, de este modo, protegernos como sociedad de los señuelos y de las tácticas también naturales para el mercadeo y la publicidad.
Claudia Padrón Marithza Sandoval
Maestría en Psicología del Consumidor
Fundación Universitaria Konrad Lorenz
msandoval@fukl.edu
claudiampadron@gmail.com
Referencias:
Ariely, D.
(2008) Las trampas del deseo: Cómo controlar los impulsos irracionales que nos
llevan al error. Barcelona: Editorial Ariel. Kahneman, D. (2003)
Mapas de
racionalidad limitada: Psicología para una economía conductual. Revista
Asturiana de Economía, (28), 181-225.
Sandoval, M.,
Caycedo, C. y Lopez, W. (2008) El consumo inteligente más allá del libre
albedrio: Una visión desde el autocontrol (3ª ed.). Bogotá: Focad, p. 1-27
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