Las trampas del deseo I
Dan Ariely
Revista Estudios 96, vol. IX, primavera
2011.
por Fernando Caloca Ayala Proyecto Síntesis, S.C.
Reseña
Un
accidente ocurrido con una bengala de magnesio, de las que se utilizan para
iluminar campos de batalla, dejó a Dan Ariely el setenta y cinco por ciento de
su cuerpo con quemaduras de tercer grado. Este hecho le cambió la vida a los
dieciocho años de edad. Pasó tres años en el hospital, lo cual le permitió
tomar la distancia suficiente como para observar las actividades que otrora
constituían su rutina. Se dio la oportunidad de reflexionar, desde esta
condición, sobre las motivaciones de sus propios comportamientos y el de otros.
¿Qué es
lo que hay en la vida que motiva a la gente?
En esos
primeros tres años de rehabilitación pudo meditar sobre el dolor que le causaba
desprender las vendas de la piel quemada cada vez que tomaba un baño con
desinfectante. Pudo darse cuenta de que las enfermeras procedían de una manera
muy peculiar, supuestamente para evitarle más dolor -quitando las vendas lo más
rápido posible- enfoque, que nunca le pareció convincente, sobre todo porque no
les importaba mucho si habría que empezar por la parte más dolorida o por la
menos quemada.
Aunque tuvo
otros cinco años más de tratamientos y operaciones, cuando le dieron de alta
del hospital, se fue a estudiar a la Universidad de Tel Aviv. La clase de Hanan
Frenk sobre fisiología del cerebro cambió su perspectiva de investigación así
como su vida futura. Concebir teorías alternativas, con la condición de que se
encontraran evidencias empíricas para comprobar dichas teorías, le abrió una
perspectiva muy interesante. Saber que la ciencia le proporcionaba herramientas
y posibilidades para investigar cualquier cosa, lo llevó a estudiar la conducta
de las personas, así como sus motivaciones en relación al comportamiento
económico.
Primero
investigó en torno al dolor y comprobó que las enfermeras estaban equivocadas
sobre el dolor de un quemado. Al llevarles sus conclusiones a aquellas
enfermeras y explicarles porqué era mejor quitar vendas con menor intensidad y
mayor duración, en lugar de hacerlo con mayor intensidad y menor duración, como
lo habían hecho hasta entonces, le surgió una pregunta: ¿cómo es posible que una
persona, que lleva años trabajando con quemados, pueda estar tan equivocada con
respecto a algo tan fundamental?
El residuo
de esa pregunta le dejó la apasionante inquietud de saber por qué las personas
que cometen errores y no son capaces de aprender de su propia experiencia al
momento de tomar decisiones, siguen cometiendo esos mismos errores.
Después,
vinieron sus investigaciones en el campo de la economía conductual que trata,
esencialmente, de desbancar un prejuicio que consiste en creer que el ser
humano es una creatura maravillosa que lo sabe y lo puede todo y que, por
tanto, su valor reside en su racionalidad ilimitada, la cual es el fundamento
de toda teoría económica estándar.
¿Somos,
en realidad, capaces de tomar decisiones correctas por nosotros mismos?
La economía
estándar contesta que sí; la economía conductual no está tan segura de ello. La
irracionalidad también puede ser una fuente importante de aprendizaje en la
toma de decisiones.
Ariely no
defiende que seamos esencialmente irracionales sino que somos previ- siblemente
irracionales, es decir, somos constantes en nuestra irracionalidad. El hecho de
que cometamos errores significa también que existen formas de mejorar nuestras
decisiones; y por ende, que existen oportunidades de encontrar chollos. Un
chollo es un consejo gratuito derivado de la investigación en economía
conductual. Por ejemplo, si constatamos en un experimento que nos dejamos
influir fácilmente por lo que elijan otras personas que eligen antes que
nosotros en un restaurante o un bar, a veces llevándonos a elegir una
alternativa que no querríamos en principio, una estrategia útil, derivada de
ello sería: anunciar lo que se va a pedir a los integrantes de la mesa antes de
que se acerque el camarero. La mejor opción es, incluso, pedir primero. Este es
un sencillo chollo.
En cada
experimento o experiencia, tenemos la oportunidad de identificar un principio de
comportamiento aplicable a la vida. La hipótesis del autor es que aprender a
reflexionar sobre la experiencia será lo que nos lleve a hacer consciente
determinada pauta e incluso a cambiarla, si es que ya sabemos cómo opera y por
qué lo hace así. Los experimentos que narra no sólo buscan ser evidencia
empírica de cómo es que somos sistemáticamente irracionales, sino que invitan a
pensar en cómo es que tomamos decisiones en diversos contextos de la vida: como
consumidores, ciudadanos, empresarios o políticos.
El análisis
de cada experimento busca dar respuesta a un problema concreto que quiere
resolver. Por eso cada capítulo tiene un subtítulo con una pregunta para contestar.
¿Por qué
todo es relativo, incluso cuando no debiera serlo?
Normalmente,
los seres humanos elegimos las cosas con relación a otras cosas y estimamos su
valor en función de eso: por ejemplo, un auto de seis cilindros sabemos cuánto
vale sólo cuando lo comparamos con el de cuatro cilindros y vemos que es más
caro.
La mayoría
de la gente no sabe lo que quiere hasta que lo ve en su contexto. No sabemos
qué modelo de bicicleta queremos hasta que vemos al campeón del Tour montado en
un determinado modelo.
Cuando se
sitúa un círculo pequeño entre círculos mayores, el círculo pequeño parece más
pequeño; en cambio, cuando este círculo se coloca entre círculos todavía más
pequeños, parece mayor. Nuestras decisiones son relativas (a círculos más
grandes, o a veces más pequeños): cuanto más tenemos, más queremos. El único
remedio es romper el círculo de la relatividad: no enajenarnos con el entorno
para evaluar o autoevaluar lo que somos o lo que hacemos.
¿Por qué
el precio de las perlas -y de todo lo demás- está por las nubes?
Habiendo
narrado cómo fue que las perlas negras de Tahití lograron posicionarse en el
mercado y mantenerse a un precio exorbitante, el autor nos cuenta su
experimento con estudiantes del MIT. A 55 alumnos de una clase de marketing se
les pidió que anotaran los dos últimos dígitos de su número de seguridad social
y a continuación, pujaran por una serie de artículos (teclado, libro de diseño,
chocolates y vinos, incluyendo una botella de vino de 1996).
Lo que se
pretendía demostrar era lo que él llama coherencia arbitraria: es decir, aunque
los precios iniciales sean “arbitrarios”, una vez que se han establecido en
nuestra mente configurarán no sólo los precios actuales, sino los futuros. Y así
ocurrió.
Los precios
iniciales, por un lado, son como el ancla, pero una vez que los precios se han
establecido en la mente, lo curioso es que no sólo nos sirven de referencia
para lo que estemos dispuestos a pagar, sino que también los tomamos como
referencia para otros productos de la misma categoría y esto es lo que los hace
coherentes. Por ejemplo, los vinos, que se tasan con referencia a una añada en
particular.
¿Por
cuánto tiempo estamos anclados al precio inicial?
Las
etiquetas de precios por sí solas no son anclas, se convierten en tales cuando
consideramos la posibilidad real de adquirir un producto o servicio a ese
precio concreto. Entonces dicho precio se fija en la memoria y no se modifica
hasta que tenemos otra experiencia que fije ese precio “inicial”. Este mecanismo
no sólo nos permite conocer más de cerca cómo opera nuestra preferencia en el
consumo, sino que equivale a recoger aquí un chollo: hagamos conciencia de
nuestras vulnerabilidades. Porque son precisamente esas primeras experiencias
las que van dando coherencia arbitraria a nuestras decisiones.
El autor
también quiere visualizar las implicaciones que esto tiene para la economía
estándar. En la economía estándar se supone que los precios de los productos en
el mercado están determinados por un equilibrio entre dos fuerzas: el nivel de
producción para cada precio (oferta) y los deseos de quienes disponen de poder
adquisitivo para cada precio (demanda) El precio en el que confluyen ambas
fuerzas determina el precio en el mercado. Todo parece indicar que, desde la
evidencia empírica del análisis de decisiones, son los precios del mercado los
que influyen en la predisposición a pagar de los consumidores, pero no
viceversa.
Otra
implicación interesante de esta simpática coherencia arbitraria de nuestras
decisiones tiene que ver con los supuestos beneficios de libre cambio y el libre
mercado. La idea básica es que el libre mercado funciona cuando dos sujetos se
ponen de acuerdo entre lo que vale y lo que se está dispuesto a dar por el
objeto a intercambiar. Pero, en realidad, no son las preferencias o los
intereses de los sujetos (porque eso consideraría a los sujetos como entes
racionales) sino la memoria o el precio ancla (nuestro deseo, que además se
puede manipular) lo que determina nuestra decisión de compra o venta. Esto nos deja
pensando en la necesidad de árbitros (el gobierno) quienes sean los que regulen
ciertos productos estratégicos como el agua, la electricidad, la medicina la
educación o el petróleo.
¿Por qué a menudo pagamos
demasiado cuando no pagamos nada?
Otro efecto
de nuestros “deseos” es el efecto de gratis en una decisión.
Gratis es
la trampa del deseo (más frecuente en la cultura anglosajona) que nos puede
llevar a conseguir algo que no queremos. Por ejemplo, vas a la tienda a comprar
un producto y sales con uno distinto, pero con una promoción en la que te
regalaban algo más. No compras lo que necesitas sino que compras lo que te
conviene, sin saber muy bien si te conviene o no.
La mayoría
de las transacciones económicas que hacemos tiene ventajas y desventajas,
cuando son realizadas sin un análisis racional; pero cuando algo es ¡gratis!,
nos olvidamos de las desventajas. Y es que cuando elegimos un artículo
¡gratis!, pensamos que no hay posibilidad alguna de pérdida (debido a que es
gratuito).
Si te
ofrezco un cheque de $ 10 dólares gratis y, te ofrezco uno de $ 20, por el que
debes pagar $ 7 dólares, ¿Cuál eliges? El cheque gratis, por supuesto. La gran
mayoría no vemos el beneficio de $ 13 dólares que te quedaría de un intercambio
más racional.
El costo
cero también tiene un poderoso efecto en el tiempo. Los domingos, gratis, al
museo. Decido ir al museo, es domingo. Me topo con largas colas, aglomeraciones
y dificultades. ¿Soy consciente de que es un error ir a un museo el día en que
la entrada es gratis? Lo increíble, dice Ariely, es que si hiciéramos una
encuesta con esta pregunta, la mayoría contestaría: Sí. Y, sin embargo, de
todos modos va los domingos al museo…
¿Por qué
nos gusta hacer cosas, pero cuando nos pagan por ello?
Vivimos en
dos mundos: uno regido por normas sociales y el otro regido por normas
mercantiles. Cuando nos comportamos con normas sociales solemos ser generosos y
solidarios; cuando lo hacemos por las mercantiles, nos volvemos autónomos y
egoístas. Cuando introducimos normas mercantiles en las normas sociales se daña
una relación. Y cuando reintroducimos normas sociales, desaparece la relación.
Cuando las empresas usan normas sociales con sus clientes, una violación del
intercambio social equivale a devolver al consumidor al intercambio mercantil.
Si las
empresas utilizaran más las normas sociales con sus trabajadores se darían
cuenta de que la lealtad hace que las personas sean más flexibles, preocupadas e
interesadas por meter el hombro cuando se requiere. El dinero motiva de manera
inmediata, pero resulta la forma más cara de motivar; las normas sociales, en
cambio, marcan la diferencia a largo plazo y no sólo son más baratas, sino que
son incluso más efectivas.
¿Por qué
“caliente” significa mucho más caliente de lo que creemos?
Todos
sabemos que los seres humanos actúan de manera distinta en los estados
racionales e irracionales. De lo que no estamos muy conscientes es que,
independientemente de que seamos “buenos”, nos quedamos cortos a la hora de
predecir el efecto de la pasión en nuestra conducta. El autor realiza
experimentos para identificar qué tanta diferencia hay en las decisiones que
tomamos cuando estamos bajo los efectos de la excitación sexual, por ejemplo.
Pero
podríamos suponer igualmente que otros estados emocionales (la ira, el hambre,
los celos, etcétera) funcionan del mismo modo, convirtiéndonos en unos extraños
para nosotros mismos. Y lo que descubre es que la variación es notable: este es
el fenómeno de Dr. Jekyl y Mr. Hyde.
Por tanto
evitar las tentaciones es más fácil que luchar contra ellas. Chollo. O bien les
ayudamos a nuestros adolescentes a decir no, antes de que la tentación se
afiance, o bien, hacemos que estén preparados para afrontar las consecuencias de
decir sí, cuando se ven arrastrados por la pasión (procurando, por ejemplo,
llevar siempre un preservativo encima).
¿Por qué
no podemos obligarnos a hacer lo que quisiéramos hacer?
Por
desidia: renunciamos a nuestros objetivos de largo plazo por una gratificación
inmediata. Cuando no se dan alternativas para que hagas lo que tienes que hacer
es cuando más probabilidades tienes de lograrlo. Pero eso suele ser violento o
impositivo. La mejor opción quizás es dar a las personas la oportunidad de
comprometerse de entrada con su vía de acción preferida para que sea cada quien
el que se autoimponga los límites o los plazos para lograr, ahorrar, ponerse a
dieta o hacer sus exámenes médicos preventivos.
El autor,
incluso, nos cuenta de cuando fue a proponer la tarjeta de crédito auto
controlable a un banco muy importante de Nueva York para que los consumidores
gastaran menos y pudieran ahorrar más. Pero, ante la negativa del cliente,
constató también que quizás su proyecto no fuera rentable porque significaría
para los bancos renunciar a 17 mil millones de dólares al año por concepto de
intereses con tarjetas sobregiradas.
¿Por qué
sobre valoramos lo que tenemos?
El autor
reconoce tres rarezas irracionales de nuestra naturaleza humana con respecto a
la propiedad.
La primera
es que nos enamoramos de lo que ya tenemos.
La segunda
es que ponemos más atención a lo que podemos perder que a lo que podemos ganar.
Esto hace que, junto con la carga emocional anterior, nos cueste mucho trabajo
desprendernos de algo que consideramos de nuestra propiedad. Y por tanto, si
tenemos que transferir o vender, estipulamos el precio mucho, muy alto
comparado con el precio que estaríamos dispuestos a pagar por eso mismo.
Y es que,
además, tercera rareza, suponemos que los demás verán la transacción desde la
misma perspectiva que nosotros (sobre todo con la misma carga emocional). Por
ejemplo, voy a vender mi auto y me doy cuenta que el comprador no siente lo mismo
que yo con respecto a ese mismo vehículo.
Por lo que
se refiere a la propiedad misma, también generamos rarezas como la de atribuirle
un mayor sentimiento de propiedad a aquello en lo que hemos empleado más
trabajo que en lo que no nos costó nada en este sentido. Le llama efecto Ikea,
a este efecto que ejerce en nosotros todo aquello que tuvimos que armar (un
mueble, un librero, una cama, etc.,) por nosotros mismos.
También
ocurre que a veces empezamos a experimentar el sentimiento de propiedad aun
antes de que poseamos algo. Las subastas online son un ejemplo interesante de
cómo una subasta, cuando se prolonga en el tiempo, surte una influencia mayor en
la propiedad virtual de los participantes que hace que ellos pujen mucho más de
lo que estaban dispuestos al principio de la subasta.
La
publicidad, que tiene mucha conciencia de la influencia que tiene en nosotros la
propiedad virtual, hace promociones de “prueba” para lograr, primero, que nos
sintamos atraídos por la propiedad de un objeto, aún antes de adquirirlo.
Después de
la prueba, será muy difícil para nosotros negarnos a la transacción.
El chollo
de Ariely es el que seamos capaces de aprender a ver cada transacción como si
uno no fuera el propietario, marcando siempre cierta distancia entre uno mismo
y el objeto por el cual se interesa uno como comprador. De esta forma estaremos
en posibilidad de equivocarnos menos, sobre todo en aquellas transacciones de
gran envergadura.
¿Por qué
las opciones nos distraen del principal objetivo?
Dado un
escenario simple y un objetivo claro (por ejemplo, ganar dinero) todos nos
revelamos absolutamente expertos en buscar la fuente de nuestra satisfacción.
Pero cuando tenemos dos o más opciones, todo se nos complica de tal manera que
comenzamos a perder energía valiosa en mantener nuestras opciones en lugar de
elegir una de ellas.
Esto es lo
irracional:
¿Cuántas
veces hemos comprado algo que estaba de rebaja no porque realmente lo
necesitáramos, sino porque sabíamos que, al final de las rebajas, todos aquellos
artículos habrían desaparecido y ya no podríamos volver a tenerlos al mismo
precio?
¿Qué tienen las opciones que
tantas dificultades nos plantean?
¿Por qué
nos sentimos obligados a mantener el mayor número posible de puertas abiertas,
aunque ello nos cueste mucho?
Corriendo
de aquí para allá entre cosas que podrían ser importantes, nos olvidamos de
dedicar el tiempo suficiente a lo que ciertamente lo es. Lo que necesitamos
pues, es empezar a cerrar puertas, conscientemente. Las debemos cerrar porque
nos roban energía y capacidad de compromiso con otras que deberían, quizás,
quedar abiertas; y también porque acaban por volvernos locos.
Debemos de
tener en cuenta para ello, las consecuencias de no decidirse. Y caer en la
parálisis de la indecisión que de cualquier manera es una decisión: normalmente
la peor, porque no obtenemos nada de nada.
Mi lista no
pretende ser exhaustiva, sino sólo indicativa para que sea el lector el que
disfrute cada uno de los experimentos de este divertido profesor. Las creencias
y expectativas, los placebos, el poder de sugestión del consumidor, etc.,
también influyen en los precios que estamos dispuestos a pagar y que, en más
ocasiones de las que nos imaginamos, son coherente y sistemáticamente
irracionales.
Finalmente, ¿Por
qué somos deshonestos y qué podemos hacer al respecto?
El autor
constata algo que ya sabíamos, pero no hemos reflexionado de manera suficiente:
cuando tienes la oportunidad de hacer trampas es muy posible que hagas trampas.
Dado que las personas suelen analizar la relación costo-beneficio en relación a
su honestidad, pueden también realizar un análisis de la relación costo - beneficio
ante la posibilidad de ser deshonesto. Si Adam Smith era de la idea de que la
honestidad es realmente la mejor política, especialmente en los negocios tratar
con dinero nos hace más honestos que si nos mantenemos alejados del mismo.
Si
dejáramos un objeto deliberadamente olvidado en un lugar público, por ejemplo,
en una universidad, ¿Cuánto tiempo tardaríamos en darlo por perdido
definitivamente?
Ariely hizo
el experimento y observó que en Estados Unidos se tarda 72 horas.
¿Pero, y
si deja deliberadamente dinero?
Gran parte
de la deshonestidad dice Ariely, implica hacer trampas con algo que se halla
cuando menos a un paso de distancia del dinero en efectivo. Las empresas hacen
trampas con sus prácticas contables; los ejecutivos hacen trampas manipulando
las fechas de sus opciones sobre acciones; los grupos de presión hacen trampas
financiando fiestas a los políticos; las empresas farmacéuticas hacen trampas
pagando a los médicos y a sus esposas vacaciones de lujo.
“Nadie hace
trampa con dinero en efectivo”. Resulta mucho más fácil hacer trampas cuando no
hay que tratar directamente con dinero. El dinero dejado en una universidad se
lo llevaron mucho después de las 72 horas.
Aunque esto
no sea exacto en el contexto mexicano, podemos pensar que la gente quizás hace
trampas cuando tarde o temprano reditúe en algo. Cuando la gente da los recibos
de sus gastos al departamento contable se aleja del acto deshonesto y aumenta
la probabilidad de que mande recibos de cuestionable validez. Es decir, no
importa si somos personas buenas o de recta moral cuando estamos expuestos a
cometer una trampa.
Más bien
depende del contexto en el que nos desenvolvemos lo que, en ocasiones, nos hace
propensos a hacer trampas. Sin pretender resolver el tema moral, Ariely,
profesor del MIT, nos proporciona en esta obra 13 capítulos divertidos y
directos sobre investigaciones empíricas acerca de la toma de decisiones
orientadas al comportamiento económico. Logra poner elementos para hacernos
pensar en una clave diferente: es fácil crear hábitos de consumo, pero muy
difícil renunciar a ellos.
En Estados
Unidos, por ejemplo, los beneficios derivados de las tarjetas de crédito
aumentaron de 9 mil millones de dólares en 1996 a 27 mil millones en 2004 y se
calcula que para el 2010 las nuevas transacciones electrónicas moverán un
volumen de 50 mil millones de dólares, casi el doble de la cifra procesada por
Visa y Master Card en 2004 (McKinsey and Company, “Payments: Charting a Course
to Profits”, diciembre, 2005).
Algo nos
debe de decir este dato preocupante.
Dan Ariely,
Las trampas del deseo, 2008, Barcelona, Ariel. 282 p. Traducción de Francisco
J. Ramos.
Fernando
Caloca Ayala. Estudios 96, vol. IX, primavera 2011. Proyecto Síntesis, S.C.
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