sábado, julio 08, 2017

Las trampas del deseo I


Dan Ariely

Revista Estudios 96, vol. IX, primavera 2011.
por Fernando Caloca Ayala Proyecto Síntesis, S.C.

Reseña

Un accidente ocurrido con una bengala de magnesio, de las que se utilizan para iluminar campos de batalla, dejó a Dan Ariely el setenta y cinco por ciento de su cuerpo con quemaduras de tercer grado. Este hecho le cambió la vida a los dieciocho años de edad. Pasó tres años en el hospital, lo cual le permitió tomar la distancia suficiente como para observar las actividades que otrora constituían su rutina. Se dio la oportunidad de reflexionar, desde esta condición, sobre las motivaciones de sus propios comportamientos y el de otros.

¿Qué es lo que hay en la vida que motiva a la gente?

En esos primeros tres años de rehabilitación pudo meditar sobre el dolor que le causaba desprender las vendas de la piel quemada cada vez que tomaba un baño con desinfectante. Pudo darse cuenta de que las enfermeras procedían de una manera muy peculiar, supuestamente para evitarle más dolor -quitando las vendas lo más rápido posible- enfoque, que nunca le pareció convincente, sobre todo porque no les importaba mucho si habría que empezar por la parte más dolorida o por la menos quemada.

Aunque tuvo otros cinco años más de tratamientos y operaciones, cuando le dieron de alta del hospital, se fue a estudiar a la Universidad de Tel Aviv. La clase de Hanan Frenk sobre fisiología del cerebro cambió su perspectiva de investigación así como su vida futura. Concebir teorías alternativas, con la condición de que se encontraran evidencias empíricas para comprobar dichas teorías, le abrió una perspectiva muy interesante. Saber que la ciencia le proporcionaba herramientas y posibilidades para investigar cualquier cosa, lo llevó a estudiar la conducta de las personas, así como sus motivaciones en relación al comportamiento económico.

Primero investigó en torno al dolor y comprobó que las enfermeras estaban equivocadas sobre el dolor de un quemado. Al llevarles sus conclusiones a aquellas enfermeras y explicarles porqué era mejor quitar vendas con menor intensidad y mayor duración, en lugar de hacerlo con mayor intensidad y menor duración, como lo habían hecho hasta entonces, le surgió una pregunta: ¿cómo es posible que una persona, que lleva años trabajando con quemados, pueda estar tan equivocada con respecto a algo tan fundamental?

El residuo de esa pregunta le dejó la apasionante inquietud de saber por qué las personas que cometen errores y no son capaces de aprender de su propia experiencia al momento de tomar decisiones, siguen cometiendo esos mismos errores.

Después, vinieron sus investigaciones en el campo de la economía conductual que trata, esencialmente, de desbancar un prejuicio que consiste en creer que el ser humano es una creatura maravillosa que lo sabe y lo puede todo y que, por tanto, su valor reside en su racionalidad ilimitada, la cual es el fundamento de toda teoría económica estándar.

¿Somos, en realidad, capaces de tomar decisiones correctas por nosotros mismos?

La economía estándar contesta que sí; la economía conductual no está tan segura de ello. La irracionalidad también puede ser una fuente importante de aprendizaje en la toma de decisiones.

Ariely no defiende que seamos esencialmente irracionales sino que somos previ- siblemente irracionales, es decir, somos constantes en nuestra irracionalidad. El hecho de que cometamos errores significa también que existen formas de mejorar nuestras decisiones; y por ende, que existen oportunidades de encontrar chollos. Un chollo es un consejo gratuito derivado de la investigación en economía conductual. Por ejemplo, si constatamos en un experimento que nos dejamos influir fácilmente por lo que elijan otras personas que eligen antes que nosotros en un restaurante o un bar, a veces llevándonos a elegir una alternativa que no querríamos en principio, una estrategia útil, derivada de ello sería: anunciar lo que se va a pedir a los integrantes de la mesa antes de que se acerque el camarero. La mejor opción es, incluso, pedir primero. Este es un sencillo chollo.

En cada experimento o experiencia, tenemos la oportunidad de identificar un principio de comportamiento aplicable a la vida. La hipótesis del autor es que aprender a reflexionar sobre la experiencia será lo que nos lleve a hacer consciente determinada pauta e incluso a cambiarla, si es que ya sabemos cómo opera y por qué lo hace así. Los experimentos que narra no sólo buscan ser evidencia empírica de cómo es que somos sistemáticamente irracionales, sino que invitan a pensar en cómo es que tomamos decisiones en diversos contextos de la vida: como consumidores, ciudadanos, empresarios o políticos.

El análisis de cada experimento busca dar respuesta a un problema concreto que quiere resolver. Por eso cada capítulo tiene un subtítulo con una pregunta para contestar.
¿Por qué todo es relativo, incluso cuando no debiera serlo?

Normalmente, los seres humanos elegimos las cosas con relación a otras cosas y estimamos su valor en función de eso: por ejemplo, un auto de seis cilindros sabemos cuánto vale sólo cuando lo comparamos con el de cuatro cilindros y vemos que es más caro.

La mayoría de la gente no sabe lo que quiere hasta que lo ve en su contexto. No sabemos qué modelo de bicicleta queremos hasta que vemos al campeón del Tour montado en un determinado modelo.

Cuando se sitúa un círculo pequeño entre círculos mayores, el círculo pequeño parece más pequeño; en cambio, cuando este círculo se coloca entre círculos todavía más pequeños, parece mayor. Nuestras decisiones son relativas (a círculos más grandes, o a veces más pequeños): cuanto más tenemos, más queremos. El único remedio es romper el círculo de la relatividad: no enajenarnos con el entorno para evaluar o autoevaluar lo que somos o lo que hacemos.

¿Por qué el precio de las perlas -y de todo lo demás- está por las nubes?

Habiendo narrado cómo fue que las perlas negras de Tahití lograron posicionarse en el mercado y mantenerse a un precio exorbitante, el autor nos cuenta su experimento con estudiantes del MIT. A 55 alumnos de una clase de marketing se les pidió que anotaran los dos últimos dígitos de su número de seguridad social y a continuación, pujaran por una serie de artículos (teclado, libro de diseño, chocolates y vinos, incluyendo una botella de vino de 1996).

Lo que se pretendía demostrar era lo que él llama coherencia arbitraria: es decir, aunque los precios iniciales sean “arbitrarios”, una vez que se han establecido en nuestra mente configurarán no sólo los precios actuales, sino los futuros. Y así ocurrió.

Los precios iniciales, por un lado, son como el ancla, pero una vez que los precios se han establecido en la mente, lo curioso es que no sólo nos sirven de referencia para lo que estemos dispuestos a pagar, sino que también los tomamos como referencia para otros productos de la misma categoría y esto es lo que los hace coherentes. Por ejemplo, los vinos, que se tasan con referencia a una añada en particular.

¿Por cuánto tiempo estamos anclados al precio inicial?

Las etiquetas de precios por sí solas no son anclas, se convierten en tales cuando consideramos la posibilidad real de adquirir un producto o servicio a ese precio concreto. Entonces dicho precio se fija en la memoria y no se modifica hasta que tenemos otra experiencia que fije ese precio “inicial”. Este mecanismo no sólo nos permite conocer más de cerca cómo opera nuestra preferencia en el consumo, sino que equivale a recoger aquí un chollo: hagamos conciencia de nuestras vulnerabilidades. Porque son precisamente esas primeras experiencias las que van dando coherencia arbitraria a nuestras decisiones.

El autor también quiere visualizar las implicaciones que esto tiene para la economía estándar. En la economía estándar se supone que los precios de los productos en el mercado están determinados por un equilibrio entre dos fuerzas: el nivel de producción para cada precio (oferta) y los deseos de quienes disponen de poder adquisitivo para cada precio (demanda) El precio en el que confluyen ambas fuerzas determina el precio en el mercado. Todo parece indicar que, desde la evidencia empírica del análisis de decisiones, son los precios del mercado los que influyen en la predisposición a pagar de los consumidores, pero no viceversa.

Otra implicación interesante de esta simpática coherencia arbitraria de nuestras decisiones tiene que ver con los supuestos beneficios de libre cambio y el libre mercado. La idea básica es que el libre mercado funciona cuando dos sujetos se ponen de acuerdo entre lo que vale y lo que se está dispuesto a dar por el objeto a intercambiar. Pero, en realidad, no son las preferencias o los intereses de los sujetos (porque eso consideraría a los sujetos como entes racionales) sino la memoria o el precio ancla (nuestro deseo, que además se puede manipular) lo que determina nuestra decisión de compra o venta. Esto nos deja pensando en la necesidad de árbitros (el gobierno) quienes sean los que regulen ciertos productos estratégicos como el agua, la electricidad, la medicina la educación o el petróleo.

¿Por qué a menudo pagamos demasiado cuando no pagamos nada?

Otro efecto de nuestros “deseos” es el efecto de gratis en una decisión.

Gratis es la trampa del deseo (más frecuente en la cultura anglosajona) que nos puede llevar a conseguir algo que no queremos. Por ejemplo, vas a la tienda a comprar un producto y sales con uno distinto, pero con una promoción en la que te regalaban algo más. No compras lo que necesitas sino que compras lo que te conviene, sin saber muy bien si te conviene o no.

La mayoría de las transacciones económicas que hacemos tiene ventajas y desventajas, cuando son realizadas sin un análisis racional; pero cuando algo es ¡gratis!, nos olvidamos de las desventajas. Y es que cuando elegimos un artículo ¡gratis!, pensamos que no hay posibilidad alguna de pérdida (debido a que es gratuito).

Si te ofrezco un cheque de $ 10 dólares gratis y, te ofrezco uno de $ 20, por el que debes pagar $ 7 dólares, ¿Cuál eliges? El cheque gratis, por supuesto. La gran mayoría no vemos el beneficio de $ 13 dólares que te quedaría de un intercambio más racional.

El costo cero también tiene un poderoso efecto en el tiempo. Los domingos, gratis, al museo. Decido ir al museo, es domingo. Me topo con largas colas, aglomeraciones y dificultades. ¿Soy consciente de que es un error ir a un museo el día en que la entrada es gratis? Lo increíble, dice Ariely, es que si hiciéramos una encuesta con esta pregunta, la mayoría contestaría: Sí. Y, sin embargo, de todos modos va los domingos al museo…

¿Por qué nos gusta hacer cosas, pero cuando nos pagan por ello?

Vivimos en dos mundos: uno regido por normas sociales y el otro regido por normas mercantiles. Cuando nos comportamos con normas sociales solemos ser generosos y solidarios; cuando lo hacemos por las mercantiles, nos volvemos autónomos y egoístas. Cuando introducimos normas mercantiles en las normas sociales se daña una relación. Y cuando reintroducimos normas sociales, desaparece la relación. Cuando las empresas usan normas sociales con sus clientes, una violación del intercambio social equivale a devolver al consumidor al intercambio mercantil.

Si las empresas utilizaran más las normas sociales con sus trabajadores se darían cuenta de que la lealtad hace que las personas sean más flexibles, preocupadas e interesadas por meter el hombro cuando se requiere. El dinero motiva de manera inmediata, pero resulta la forma más cara de motivar; las normas sociales, en cambio, marcan la diferencia a largo plazo y no sólo son más baratas, sino que son incluso más efectivas.

¿Por qué “caliente” significa mucho más caliente de lo que creemos?

Todos sabemos que los seres humanos actúan de manera distinta en los estados racionales e irracionales. De lo que no estamos muy conscientes es que, independientemente de que seamos “buenos”, nos quedamos cortos a la hora de predecir el efecto de la pasión en nuestra conducta. El autor realiza experimentos para identificar qué tanta diferencia hay en las decisiones que tomamos cuando estamos bajo los efectos de la excitación sexual, por ejemplo.

Pero podríamos suponer igualmente que otros estados emocionales (la ira, el hambre, los celos, etcétera) funcionan del mismo modo, convirtiéndonos en unos extraños para nosotros mismos. Y lo que descubre es que la variación es notable: este es el fenómeno de Dr. Jekyl y Mr. Hyde.

Por tanto evitar las tentaciones es más fácil que luchar contra ellas. Chollo. O bien les ayudamos a nuestros adolescentes a decir no, antes de que la tentación se afiance, o bien, hacemos que estén preparados para afrontar las consecuencias de decir sí, cuando se ven arrastrados por la pasión (procurando, por ejemplo, llevar siempre un preservativo encima).

¿Por qué no podemos obligarnos a hacer lo que quisiéramos hacer?

Por desidia: renunciamos a nuestros objetivos de largo plazo por una gratificación inmediata. Cuando no se dan alternativas para que hagas lo que tienes que hacer es cuando más probabilidades tienes de lograrlo. Pero eso suele ser violento o impositivo. La mejor opción quizás es dar a las personas la oportunidad de comprometerse de entrada con su vía de acción preferida para que sea cada quien el que se autoimponga los límites o los plazos para lograr, ahorrar, ponerse a dieta o hacer sus exámenes médicos preventivos.

El autor, incluso, nos cuenta de cuando fue a proponer la tarjeta de crédito auto controlable a un banco muy importante de Nueva York para que los consumidores gastaran menos y pudieran ahorrar más. Pero, ante la negativa del cliente, constató también que quizás su proyecto no fuera rentable porque significaría para los bancos renunciar a 17 mil millones de dólares al año por concepto de intereses con tarjetas sobregiradas.

¿Por qué sobre valoramos lo que tenemos?

El autor reconoce tres rarezas irracionales de nuestra naturaleza humana con respecto a la propiedad.

La primera es que nos enamoramos de lo que ya tenemos.

La segunda es que ponemos más atención a lo que podemos perder que a lo que podemos ganar. Esto hace que, junto con la carga emocional anterior, nos cueste mucho trabajo desprendernos de algo que consideramos de nuestra propiedad. Y por tanto, si tenemos que transferir o vender, estipulamos el precio mucho, muy alto comparado con el precio que estaríamos dispuestos a pagar por eso mismo.

Y es que, además, tercera rareza, suponemos que los demás verán la transacción desde la misma perspectiva que nosotros (sobre todo con la misma carga emocional). Por ejemplo, voy a vender mi auto y me doy cuenta que el comprador no siente lo mismo que yo con respecto a ese mismo vehículo. 

Por lo que se refiere a la propiedad misma, también generamos rarezas como la de atribuirle un mayor sentimiento de propiedad a aquello en lo que hemos empleado más trabajo que en lo que no nos costó nada en este sentido. Le llama efecto Ikea, a este efecto que ejerce en nosotros todo aquello que tuvimos que armar (un mueble, un librero, una cama, etc.,) por nosotros mismos.

También ocurre que a veces empezamos a experimentar el sentimiento de propiedad aun antes de que poseamos algo. Las subastas online son un ejemplo interesante de cómo una subasta, cuando se prolonga en el tiempo, surte una influencia mayor en la propiedad virtual de los participantes que hace que ellos pujen mucho más de lo que estaban dispuestos al principio de la subasta.

La publicidad, que tiene mucha conciencia de la influencia que tiene en nosotros la propiedad virtual, hace promociones de “prueba” para lograr, primero, que nos sintamos atraídos por la propiedad de un objeto, aún antes de adquirirlo.

Después de la prueba, será muy difícil para nosotros negarnos a la transacción.

El chollo de Ariely es el que seamos capaces de aprender a ver cada transacción como si uno no fuera el propietario, marcando siempre cierta distancia entre uno mismo y el objeto por el cual se interesa uno como comprador. De esta forma estaremos en posibilidad de equivocarnos menos, sobre todo en aquellas transacciones de gran envergadura.

¿Por qué las opciones nos distraen del principal objetivo?

Dado un escenario simple y un objetivo claro (por ejemplo, ganar dinero) todos nos revelamos absolutamente expertos en buscar la fuente de nuestra satisfacción. Pero cuando tenemos dos o más opciones, todo se nos complica de tal manera que comenzamos a perder energía valiosa en mantener nuestras opciones en lugar de elegir una de ellas.

Esto es lo irracional:

¿Cuántas veces hemos comprado algo que estaba de rebaja no porque realmente lo necesitáramos, sino porque sabíamos que, al final de las rebajas, todos aquellos artículos habrían desaparecido y ya no podríamos volver a tenerlos al mismo precio?

¿Qué tienen las opciones que tantas dificultades nos plantean?

¿Por qué nos sentimos obligados a mantener el mayor número posible de puertas abiertas, aunque ello nos cueste mucho?

Corriendo de aquí para allá entre cosas que podrían ser importantes, nos olvidamos de dedicar el tiempo suficiente a lo que ciertamente lo es. Lo que necesitamos pues, es empezar a cerrar puertas, conscientemente. Las debemos cerrar porque nos roban energía y capacidad de compromiso con otras que deberían, quizás, quedar abiertas; y también porque acaban por volvernos locos.

Debemos de tener en cuenta para ello, las consecuencias de no decidirse. Y caer en la parálisis de la indecisión que de cualquier manera es una decisión: normalmente la peor, porque no obtenemos nada de nada.

Mi lista no pretende ser exhaustiva, sino sólo indicativa para que sea el lector el que disfrute cada uno de los experimentos de este divertido profesor. Las creencias y expectativas, los placebos, el poder de sugestión del consumidor, etc., también influyen en los precios que estamos dispuestos a pagar y que, en más ocasiones de las que nos imaginamos, son coherente y sistemáticamente irracionales.

Finalmente, ¿Por qué somos deshonestos y qué podemos hacer al respecto?

El autor constata algo que ya sabíamos, pero no hemos reflexionado de manera suficiente: cuando tienes la oportunidad de hacer trampas es muy posible que hagas trampas. Dado que las personas suelen analizar la relación costo-beneficio en relación a su honestidad, pueden también realizar un análisis de la relación costo - beneficio ante la posibilidad de ser deshonesto. Si Adam Smith era de la idea de que la honestidad es realmente la mejor política, especialmente en los negocios tratar con dinero nos hace más honestos que si nos mantenemos alejados del mismo.

Si dejáramos un objeto deliberadamente olvidado en un lugar público, por ejemplo, en una universidad, ¿Cuánto tiempo tardaríamos en darlo por perdido definitivamente?

Ariely hizo el experimento y observó que en Estados Unidos se tarda 72 horas.

¿Pero, y si deja deliberadamente dinero?

Gran parte de la deshonestidad dice Ariely, implica hacer trampas con algo que se halla cuando menos a un paso de distancia del dinero en efectivo. Las empresas hacen trampas con sus prácticas contables; los ejecutivos hacen trampas manipulando las fechas de sus opciones sobre acciones; los grupos de presión hacen trampas financiando fiestas a los políticos; las empresas farmacéuticas hacen trampas pagando a los médicos y a sus esposas vacaciones de lujo.

“Nadie hace trampa con dinero en efectivo”. Resulta mucho más fácil hacer trampas cuando no hay que tratar directamente con dinero. El dinero dejado en una universidad se lo llevaron mucho después de las 72 horas.

Aunque esto no sea exacto en el contexto mexicano, podemos pensar que la gente quizás hace trampas cuando tarde o temprano reditúe en algo. Cuando la gente da los recibos de sus gastos al departamento contable se aleja del acto deshonesto y aumenta la probabilidad de que mande recibos de cuestionable validez. Es decir, no importa si somos personas buenas o de recta moral cuando estamos expuestos a cometer una trampa.

Más bien depende del contexto en el que nos desenvolvemos lo que, en ocasiones, nos hace propensos a hacer trampas. Sin pretender resolver el tema moral, Ariely, profesor del MIT, nos proporciona en esta obra 13 capítulos divertidos y directos sobre investigaciones empíricas acerca de la toma de decisiones orientadas al comportamiento económico. Logra poner elementos para hacernos pensar en una clave diferente: es fácil crear hábitos de consumo, pero muy difícil renunciar a ellos.

En Estados Unidos, por ejemplo, los beneficios derivados de las tarjetas de crédito aumentaron de 9 mil millones de dólares en 1996 a 27 mil millones en 2004 y se calcula que para el 2010 las nuevas transacciones electrónicas moverán un volumen de 50 mil millones de dólares, casi el doble de la cifra procesada por Visa y Master Card en 2004 (McKinsey and Company, “Payments: Charting a Course to Profits”, diciembre, 2005).

Algo nos debe de decir este dato preocupante.

Dan Ariely, Las trampas del deseo, 2008, Barcelona, Ariel. 282 p. Traducción de Francisco J. Ramos.  


 Fernando Caloca Ayala. Estudios 96, vol. IX, primavera 2011. Proyecto Síntesis, S.C.

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