lunes, julio 31, 2017

PROGRAMACIÓN SIMULACROS 
VIERNES 4 DE AGOSTO




viernes, julio 28, 2017

¿Cómo calcular la Nota de Filosofía?


De este  Simulacro se saca una Nota
en la  Competencia Cognitiva.
¿Cómo calcular la Nota de Filosofía?
Sencillo
El ICFES reunió en la Prueba de Lectura Crítica
a Lenguaje y Filosofía
El puntaje máximo es 100
5 es múltiplo de 100
Por equivalencia: 5/100=0,05
y este se multiplica por el puntaje que sacó el estudiante en Lectura Crítica.
Ejemplo:
La Nota del estudiante Esteban Rodríguez Oliveros:
Su puntaje fue de 80,61 en Lectura Crítica
Tenemos:
5/100=0,05x80,61= 4,03
La Nota sería 4,03
Cada estudiante realice la operación

y establezca así su respectiva Nota.
RESULTADOS PRIMER SIMULACRO
LOS 3 EDITORES 2017

GRUPO 11°2


RESULTADOS PRIMER SIMULACRO
LOS 3 EDITORES 2017


GRUPO 11°1





domingo, julio 09, 2017

La  economía colaborativa, a pasos agigantados


Semana.com     Economía 

Uber, Airbnb y Bitcoin son tres claros ejemplos de la amenaza
que representan los negocios digitales para los tradicionales.


Un fantasma recorre el mundo entero. Se trata de la llamada economía colaborativa que, según estimaciones, moverá 235.000 millones de dólares en el año 2025. La idea de ese fantasma, que se define como un sistema económico en el que se comparten e intercambian bienes y servicios, a través de plataformas digitales, es bien simple.

Si usted necesita con urgencia un plomero, ¿por qué no utilizar el teléfono móvil para ubicar a uno que esté cerca -gracias a los servicios de geolocalización- y contratarlo directa y rápidamente, sin tener que esperar a que la empresa de seguros envíe a alguien, que cobrará más caro y llegará en dos días? Para el plomero es una oportunidad de ofrecer su servicio de manera independiente, sin dejarle a una compañía intermediaria la mitad del honorario, tan solo ofertando en una red social.

Hay más de un ejemplo como este en el que interactúan directamente las personas si la mediación de las empresas que tradicionalmente monopolizan tales negocios. Por ejemplo, la red para ofrecer alimentación a otras personas llamada Vizeat, que funciona como el Uber de la gastronomía y ya cuenta con casi 100.000 usuarios en el mundo que prefieren degustar los platos de la cocina de una familia en lugar de ir a un restaurante.

Hay otra muy popular en Colombia, en donde la gente compra bienes -usados o nuevos- directamente a otras personas, en lugar de ir al Éxito o a Falabella. Se llama OLX y publica 800.000 nuevos avisos cada mes, generados por más de 400.000 personas. La venta de bienes usados es uno de los motores más reconocidos de la economía colaborativa. Un estudio del Centro Nacional de Consultoría, realizado a finales de 2015, encontró que los colombianos vendieron en el último año 2.353 millones de pesos en bienes usados y que el 13 por ciento lo hizo con algún producto de segunda mano.

El caso más conocido de este nuevo fenómeno empresarial es Uber, que nació con la idea original de que cualquier ciudadano pueda transportar a otro en su automóvil. Su éxito fue tal, que rápido provocó la airada respuesta de los conductores de taxis en muchos países del mundo, con los bogotanos encabezando el ranking internacional de violencia contra la economía colaborativa.

Uber no pretende ser un servicio de lujo más, registrado en una Cámara de Comercio y formalizado como los tradicionales taxis blancos que han existido por años en el sector turístico. En eso, dicen los expertos, se equivoca el Ministerio de Transporte, que lo ha obligado a funcionar de esa manera en Colombia.

La idea detrás de Uber, Lyft, BlaBlaCar y tantos otros sistemas de transporte basados en el consumo colaborativo es que los ciudadanos que poseen un vehículo, el cual pasa ocioso una buena parte del día, puedan ofrecerlo a otras personas, a precios menores que los taxis y con los beneficios adicionales del buen trato y el aprovechamiento máximo del recurso.

Desde los años setenta se promovía en Europa la idea de que entre vecinos se arreglaran para ir juntos al trabajo en un solo auto, con el objeto de reducir el consumo de gasolina y mitigar la congestión de tránsito. En ese movimiento puede hallarse el vestigio más antiguo de la actual economía colaborativa. Pero solo hasta la aparición de las plataformas tecnológicas de hoy -internet, GPS y las redes sociales- se hizo posible la masificación y la operación práctica de estos hábitos urbanos, heredados del trueque de los tiempos prehistóricos.

Parece que no se equivocó la revista Time cuando incluyó el consumo colaborativo entre las diez ideas que cambiarán al mundo, en una edición de finales de 2011. Un año antes había aparecido el libro What’s Mine is Yours: The Rise of Collaborative Consumption (Lo que es mío es tuyo: el auge del consumo colaborativo), de Rachel Botsman, el cual es considerado como el hito teórico más importante de este movimiento.

“La economía colaborativa es un modelo construido sobre redes descentralizadas de personas conectad-das, quienes crean, distribuyen y consumen valor pasando por alto las instituciones centralizadas tradicionales”, dice la autora. Dos años más tarde, The Economist le dio la bendición oficial ante sus lectores con un especial sobre el tema, y a partir de allí la economía colaborativa entró en el radar de la opinión pública.

El fenómeno Airbnb

En octubre de 2007, a Brian Chesky y Joe Gebbia, dos emprendedores de San Francisco, les notificaron de un abrupto incremento del 25 por ciento en el canon de alquiler de su apartamento, y para cubrir el sobrecosto se les ocurrió alojar en él a algunas personas que llegarían el fin de semana siguiente para una convención en la ciudad.

Allí nació Airbnb (Airbed & Breakfast), la plataforma que hoy ofrece casi 2 millones de lugares para alojarse en 34.000 ciudades de 190 países. Cada noche, 140.000 viajeros en todo el mundo se hospedan en casas registradas en este servicio. Es el emprendimiento de economía colaborativa que mayores estragos ha causado en los negocios tradicionales.

Una cuarta parte de los casi 50.000 asistentes al reciente congreso mundial de telefonía móvil, celebrado en Barcelona, en febrero, utilizaron Airbnb en lugar de los hoteles de la ciudad. 

En Barcelona, 9.000 personas se embolsillaron 115 millones de euros durante el año pasado, alquilando sus habitaciones mediante Airbnb, y en Madrid 3.200 anfitriones recibieron 16 millones de euros, según estudio revelado por la misma compañía hace pocos días.

En Colombia, la Asociación Hotelera y Turística de Colombia (Cotelco) anunció que promoverá un proyecto de ley para que los alojamientos de Airbnb en el país se sometan a las mismas regulaciones de los hoteles: facturación con IVA, RUT y registro hotelero, tal como solicitan las empresas de taxis en relación con Uber.

Las críticas

Como era de esperarse, promover la economía colaborativa se volvió también un negocio. Airbnb ha sido valorada en 25.000 millones de dólares y es una de las cinco startup más exitosas del momento. Uber está valorada en 50.000 millones de dólares y ya el gigante Google invirtió en ella 258 millones de dólares, al considerarla el futuro del transporte público en el mundo; en tanto que General Motors invirtió el año pasado 500 millones de dólares en Lyft, la competencia más fuerte de Uber.

Los puristas del consumo colaborativo rechazan a estas startup que se enriquecen con el intercambio directo entre las personas, y reclaman volver a los orígenes del concepto, es decir, el trueque de bienes y servicios, sin ánimo de lucro y sin una relación cliente-proveedor, como ocurre cuando se comparte un automóvil, o como es el caso de Couchsurfing, plataforma para permitir que un viajero pernocte en casa sin cobrarle, a cambio de poder recibir el mismo servicio cuando uno viaja, y que cuenta ya con más de 11 millones de usuarios en 200.000 destinos.

Pero las plataformas que propician este intercambio requieren inversiones tecnológicas considerables para garantizar el contacto entre las personas. Airbnb, por ejemplo, tiene más de 40 millones de usuarios, lo que implica servidores poderosos y el desarrollo de un algoritmo para ofrecer a quien busca el servicio que necesita en el lugar más conveniente.

OLX no cobra comisión a las personas que venden productos en su plataforma, sino que intenta lucrarse con publicidad contextual, tal como hace Google en su buscador de información en internet, en tanto que Uber y Airbnb cobran una comisión por cada servicio.

Prohibir los avances tecnológicos

En el siglo XIX, las empresas de coches tirados por caballos en Inglaterra presionaron al gobierno británico para que prohibiera la llegada de los vehículos de motor. Aquellas presiones lograron la famosa “Ley de la bandera roja”, con la cual se obligaba a la naciente industria automotriz a incluir un hombre que debía caminar a 60 metros por delante advirtiendo que se aproximaba una máquina autopropulsada, así como otras restricciones.

“Hacer ilegal este tipo de negocios no detendrá el avance tecnológico”, sostiene
MichaelGregoire, CEO de la multinacional CA Technologies, haciendo referencia al debate alrededor de la legalidad de Uber.

Los hoteles de Nueva York lograron el año pasado que un juez prohibiera el funcionamiento de la plataforma Airbnb, al demostrar que ha lesionado significativa-mente el negocio de los hoteles neoyorquinos. Y Yellow Cab, la mayor empresa de taxis de San Francisco, se declaró en bancarrota en diciembre último y señala a Uber -que nació en esa ciudad- como la responsable de su quiebra.

Las entidades financieras también se quejan. Hace un par de años los bancos centrales de varios países -y la Superintendencia Financiera en Colombia- emitieron circulares descalificando al bitcóin como medio de pago legítimo-. Bitcóin es una moneda virtual, utilizada por comunidades de internet, que permite transacciones directas entre personas sin mediación de los bancos y que se cotiza actualmente en 418 dólares por bitcóin.

Las críticas que los negocios tradicionales formulan contra las compañías de economía colaborativa es la misma: no pagan impuestos en cada país donde son utilizadas, no facturan IVA y no están sometidas a los controles. Pero olvidan que no se trata de empresas de igual naturaleza que las tradicionales.

Airbnb no es una cadena de hoteles, ni Uber una empresa de transporte público, ni OLX un supermercado. Tampoco Bitcoin es un banco. Son solo plataformas tecnológicas del tipo red social mediante las cuales las personas hacen transacciones de forma directa utilizando la internet libre, lo que hace imposible someterlas a las regulaciones de la economía formal.

En Estados Unidos una persona que saldrá de viaje por varios días puede dejar su auto en manos de FlightCar, que lo arrendará a alguien que lo necesite. Cuando regrese recibirá de vuelta su carro, lavado y en el aeropuerto, con lo cual no tendrá que utilizar un taxi para llegar a casa. ¿Para qué comprar un taladro que utilizará por un par de horas durante el año? En España está Relendo, en donde alguien le alquilará lo que necesite. En Colombia, quien planea estudiar en otra ciudad y necesita habitación compartida, tiene la solución en Rumis. Y Fuímonos es tal vez la app más destacada en el país en el campo de automóvil compartido.

En TaskRabbit, Cronecction y Cronoshare cualquiera puede ofrecer tiempo de trabajo en alguna cosa que sepa hacer bien (por ejemplo, enseñar inglés o llevar de paseo a una mascota) y recibir a cambio algún servicio de otro miembro de la red.

Son miles de plataformas, algunas globales y otras locales, de economía colaborativa que ganan suscriptores a diario. En Europa tiene éxito Grownies para intercambiar la ropa que sus niños ya no necesitan; Book Mooch permite intercambiar libros usados en varios países, y hay plataformas para préstamos de dinero, para ayudar en las tareas escolares y para encontrar a alguien con motocicleta y que viva cerca, quien se encargará de hacer compras por usted y llevarlas hasta su casa, como hace Mercadoni, creada el año pasado en Bogotá.

El debate sobre la economía colaborativa continuará, mientras las más de 5.000 plataformas identificadas hasta ahora en este campo se expanden rápidamente. La historia del progreso humano muestra que la resistencia a las nuevas tecnologías que generan crecimiento y eficiencia económica es invariablemente inútil, sentencia Michael Gregoire.

http://www.semana.com/economia/articulo/uber-airbnb-y-bitcoin-economia-colaborativa-amenaza-a-la-tradicional/465955


sábado, julio 08, 2017

Las trampas  del deseo II


El libro de Dan Ariely, cuyo sugestivo título plantea la existencia de un patrón consistente de irracionalidad en las decisiones económicas, se ha convertido en un gran éxito del mercado editorial debido, quizá, a la sencillez y lúdica con que muestra las evidencias respecto a las fallas sistemáticas en el razonamiento lógico humano y, por tanto, lo susceptibles que somos a los engaños del mercado. 

Ariely nos permite entender como nuestras decisiones no son tan racionales y previsibles, y como, de manera sistemática y errónea, entramos en un juego donde las reglas son difíciles de comprender para nosotros, los jugadores, pero simples para aquellos que, con suficiente experiencia, manipulan nuestras percepciones, juicios y elecciones finales.

La economía tradicional nos ha mostrado un homo    economicus, para quien el consumo es un proceso racional donde se busca conseguir la mayor ganancia con la menor cantidad de recursos. Sin embargo, a través de su apasionante libro, Ariely nos enseña, con suficientes argumentos derivados de gran cantidad de experimentos, que estamos muy lejos de esta premisa, aunque constantemente busquemos justificaciones que nos ayuden a mantener nuestra “lógica” al analizar las decisiones que tomamos.       

Queramos aceptarlo o no, normalmente nuestras decisiones son generalmente bastante impulsivas. 

Como comentan Sandoval, Caycedo y López (2008): “El razonamiento humano aparentemente funciona a partir de ciertas representaciones del mundo que no son totalmente abstractas, pero tampoco específicas, se trata de un razonamiento que excluye información en ocasiones valiosa y vincula aspectos importantes para las personas, pero muchas veces irrelevantes para elegir.       

Este razonamiento natural puede ser imperfecto, equivocado, inestable y sesgado, pero en cualquier caso describe la forma en que todos nos comportamos.” (p.7).

Así, el libro de Ariely nos acerca al prometedor campo de la economía conductual, que involucra un conjunto de modelos y teorías desarrolladas tanto, en el campo de la economía, como en el de la psicología, dentro del cual el premio Nobel Daniel Kahneman planteó un desafío fundamental a la economía: explicar por qué el ser humano tiende a comportarse de manera sesgada, empleando heurísticos que llevan a errores frecuentes en sus procesos de decisión.   (Kahneman, 2003). 

Ariely muestra que las personas evaluamos las cosas de acuerdo a nuestro contexto; es decir, que asumimos el valor en relación con las comparaciones posibles, no a partir de una valoración absoluta de las alternativas.   

Las comparaciones se suceden en el curso de la vida, a través del proceso continuo de aprendizaje. Esto hace que nuestra manera de ver el mundo dependa de las alternativas que tengamos al momento de enfrentarnos a una disyuntiva, pero esta valoración se basa en una comparación constante y evolutiva. 

La sociedad nos provee con comparaciones parecidas, nos enseña a comparar de manera estándar, de ahí el sentido de muchas estrategias masivas de mercadeo y publicidad. Pero estas comparaciones nos llevarían a sesgos y valoraciones desventajosas, de no ser porque nuestro cerebro posee limitaciones inherentes a nuestra caracterización como especie. En muchas ocasiones somos víctimas de los señuelos: los colores, las formas, los tamaños, los rótulos, los adjetivos comparativos, los sustantivos sugestivos, las cifras difíciles de recordar y las mejoras en las líneas de producto.     

Además del contexto de elección, otro aspecto que limita nuestra racionalidad en la toma de decisiones, son los precios “ancla”: aquellos que estamos acostumbrados a pagar por las cosas que consumimos. Las anclas no solo nos ayudan a evaluar el costo actual de los bienes o servicios, sino que pueden obrar en nuestra contra, dado que influyen sobre los precios futuros. 

Ariely denomina a este error “coherencia arbitraria” y se extiende a diferentes categorías de productos en donde, si los objetos son parecidos en apariencia, utilidad o valencia afectiva, así mismo tendrán que serlo en el precio que estamos dispuestos a pagar. 

Es curioso el ejemplo de cómo ciertas medicinas, que si no presentan un valor alto, como el que hemos estado dispuestos a pagar por un muy buen tratamiento médico, observamos que no tienen el mismo nivel de efectividad así sus componentes químicos sean iguales o similares. Dependemos de nuestras experiencias previas en el precio y en la efectividad de los productos para mantener nuestros hábitos de consumo, independientemente de lo racionales o no que hayan sido, o dicho de otra manera, más que valernos de las experiencias previas por su nivel de utilidad, lo hacemos por la memoria y recuerdos que tenemos de nuestras vivencias de consumo.    

En el tercer capítulo el autor nos introduce en el interesante mundo de los números, particularmente en el mundo del cero, y muestra como la palabra gratis crea un nivel de influencia en nosotros tan grande, que terminamos tomando alternativas que pueden resultar más costosas y de menor satisfacción que aquellas que representan una pérdida. Esto sucede merced a la aversión a la pérdida que presentamos permanentemente, de manera que cuando se nos presenta una opción gratuita, todo lo demás se ve como desventaja. 

El concepto del no coste, nos pone asimismo en una disyuntiva al transponerlo en las situaciones sociales y en las situaciones de índole comercial o mercantil.        

En las primeras, hay muchas relaciones en donde el valor de las mismas está dado por la cortesía y los lazos personales o afectivos que no permiten dar un valor monetario a la colaboración. En las segundas, es decir, las normas mercantiles, se encuentra una clara disposición a recibir retribución por las cosas que se realizan, y en la medida en que esta retribución se acepte de manera más intensa, mejor podrá ser el empeño en las labores asignadas. Pero en muchas ocasiones, como en el caso frecuente de los cargos de “manejo y confianza”, por ejemplo, se comunica a los empleados la idea que están trabajando bajo normas sociales que implican tener una causa o sincronía personal con el trabajo desempeñado, lo cual busca evocar altos niveles de responsabilidad y compromiso (recordemos la famosa frase de “Póngase la camiseta”). No obstante, cuando el empleado necesita gozar de beneficios por ser parte de este círculo social, se olvidan estos aspectos y pasan nuevamente al plano de las relaciones comerciales, lo que contribuye a extinguir las conductas relacionadas con la lealtad o el compromiso moral hacia el trabajo.       

Con esto queremos decir que, aunque el dinero puede ser un gran reforzador a corto plazo, los lazos sociales y de convivencia en pro de un objetivo o causa común, pueden ayudar a mantener y extender, en tiempo y en intensidad, los comportamientos de las personas, ya que como dice Ariely: “El dinero resulta ser con mucha frecuencia la forma más cara de motivar a la gente. Las normas sociales no solo son más baratas, sino que a menudo resultan también más efectivas” (p. 104).   

Otros aspectos que también condicionan en nuestra racionalidad en temas como la excitación sexual, la desidia y el bajo autocontrol, son estudiados y expuestos en los capítulos 5 y 6 del libro. En general, el logro de los objetivos planteados a mediano y largo plazo, muchas veces se ve opacado al sucumbir a los deseos inmediatos y a la recompensa que da el consumo a corto plazo.       

Hay una gran diferencia entre decidir (verbalizar lo que se va a escoger) y elegir (conducta específica de adquisición). El fenómeno del consumismo nos ha llevado a ver la compra como una forma de afianzamiento del ser y como una herramienta para mantenernos actuales y vigentes en nuestro medio social. Por esta razón, muchas organizaciones apelan a la capacidad de antojo y bajo autocontrol que todos tenemos para vendernos cosas inútiles o cosas que, siendo útiles, resultan más costosas dentro del contexto de la oferta. Por este fenómeno de aversión a la pérdida, a veces pagamos altos precios aún al tener la posibilidad de varias alternativas de elección, punto que no parece muy racional ni inteligente, pero que, con frecuencia, se ve en el comportamiento del consumidor.     

Es frecuente ver que, aunque una decisión económica representa una pérdida, esta no se valorará como tal de acuerdo a las características personales de quien haga la evaluación. Si los procesos de decisión ayudan a mantener y a definir nuestra identidad, podrá concluirse fácilmente que, para algunas personas, será muy difícil dejar ciertos productos o prácticas de consumo que a la luz de la racionalidad pueden estar en contra de la utilidad máxima.

Revisando las temáticas planteadas en el libro de Ariely, se comprende por qué el autor habla de nosotros los humanos como partícipes de un juego que, en muchas ocasiones, no comprendemos. Podríamos decir que somos peones de ajedrez (ubicados en la primera línea de ataque), creyendo poseer todas las herramientas para atacar al enemigo, pero a medida que se desarrolla el juego, vamos mostrando cada vez más limitaciones para actuar. Al final, es claro que nos es difícil ejercer libre albedrio, que nos movemos de manera irracional sin darnos cuenta y, a veces, hasta justificamos los movimientos inconsecuentes.   

Ariely nos exhorta a reconocer este hecho, para identificar nuestros errores, nuestras tendencias naturales y, de este modo, protegernos como sociedad de los señuelos y de las tácticas también naturales para el mercadeo y la publicidad.

Claudia Padrón Marithza Sandoval
Maestría en Psicología del Consumidor
Fundación Universitaria Konrad Lorenz

msandoval@fukl.edu
claudiampadron@gmail.com

Referencias:

Ariely, D. (2008) Las trampas del deseo: Cómo controlar los impulsos irracionales que nos llevan al error. Barcelona: Editorial Ariel. Kahneman, D. (2003)

Mapas de racionalidad limitada: Psicología para una economía conductual. Revista Asturiana de Economía, (28), 181-225.

Sandoval, M., Caycedo, C. y Lopez, W. (2008) El consumo inteligente más allá del libre albedrio: Una visión desde el autocontrol (3ª ed.). Bogotá: Focad, p. 1-27

                                                                  http://www.redalyc.org/pdf/805/80515880013.pdf
Las trampas del deseo I


Dan Ariely

Revista Estudios 96, vol. IX, primavera 2011.
por Fernando Caloca Ayala Proyecto Síntesis, S.C.

Reseña

Un accidente ocurrido con una bengala de magnesio, de las que se utilizan para iluminar campos de batalla, dejó a Dan Ariely el setenta y cinco por ciento de su cuerpo con quemaduras de tercer grado. Este hecho le cambió la vida a los dieciocho años de edad. Pasó tres años en el hospital, lo cual le permitió tomar la distancia suficiente como para observar las actividades que otrora constituían su rutina. Se dio la oportunidad de reflexionar, desde esta condición, sobre las motivaciones de sus propios comportamientos y el de otros.

¿Qué es lo que hay en la vida que motiva a la gente?

En esos primeros tres años de rehabilitación pudo meditar sobre el dolor que le causaba desprender las vendas de la piel quemada cada vez que tomaba un baño con desinfectante. Pudo darse cuenta de que las enfermeras procedían de una manera muy peculiar, supuestamente para evitarle más dolor -quitando las vendas lo más rápido posible- enfoque, que nunca le pareció convincente, sobre todo porque no les importaba mucho si habría que empezar por la parte más dolorida o por la menos quemada.

Aunque tuvo otros cinco años más de tratamientos y operaciones, cuando le dieron de alta del hospital, se fue a estudiar a la Universidad de Tel Aviv. La clase de Hanan Frenk sobre fisiología del cerebro cambió su perspectiva de investigación así como su vida futura. Concebir teorías alternativas, con la condición de que se encontraran evidencias empíricas para comprobar dichas teorías, le abrió una perspectiva muy interesante. Saber que la ciencia le proporcionaba herramientas y posibilidades para investigar cualquier cosa, lo llevó a estudiar la conducta de las personas, así como sus motivaciones en relación al comportamiento económico.

Primero investigó en torno al dolor y comprobó que las enfermeras estaban equivocadas sobre el dolor de un quemado. Al llevarles sus conclusiones a aquellas enfermeras y explicarles porqué era mejor quitar vendas con menor intensidad y mayor duración, en lugar de hacerlo con mayor intensidad y menor duración, como lo habían hecho hasta entonces, le surgió una pregunta: ¿cómo es posible que una persona, que lleva años trabajando con quemados, pueda estar tan equivocada con respecto a algo tan fundamental?

El residuo de esa pregunta le dejó la apasionante inquietud de saber por qué las personas que cometen errores y no son capaces de aprender de su propia experiencia al momento de tomar decisiones, siguen cometiendo esos mismos errores.

Después, vinieron sus investigaciones en el campo de la economía conductual que trata, esencialmente, de desbancar un prejuicio que consiste en creer que el ser humano es una creatura maravillosa que lo sabe y lo puede todo y que, por tanto, su valor reside en su racionalidad ilimitada, la cual es el fundamento de toda teoría económica estándar.

¿Somos, en realidad, capaces de tomar decisiones correctas por nosotros mismos?

La economía estándar contesta que sí; la economía conductual no está tan segura de ello. La irracionalidad también puede ser una fuente importante de aprendizaje en la toma de decisiones.

Ariely no defiende que seamos esencialmente irracionales sino que somos previ- siblemente irracionales, es decir, somos constantes en nuestra irracionalidad. El hecho de que cometamos errores significa también que existen formas de mejorar nuestras decisiones; y por ende, que existen oportunidades de encontrar chollos. Un chollo es un consejo gratuito derivado de la investigación en economía conductual. Por ejemplo, si constatamos en un experimento que nos dejamos influir fácilmente por lo que elijan otras personas que eligen antes que nosotros en un restaurante o un bar, a veces llevándonos a elegir una alternativa que no querríamos en principio, una estrategia útil, derivada de ello sería: anunciar lo que se va a pedir a los integrantes de la mesa antes de que se acerque el camarero. La mejor opción es, incluso, pedir primero. Este es un sencillo chollo.

En cada experimento o experiencia, tenemos la oportunidad de identificar un principio de comportamiento aplicable a la vida. La hipótesis del autor es que aprender a reflexionar sobre la experiencia será lo que nos lleve a hacer consciente determinada pauta e incluso a cambiarla, si es que ya sabemos cómo opera y por qué lo hace así. Los experimentos que narra no sólo buscan ser evidencia empírica de cómo es que somos sistemáticamente irracionales, sino que invitan a pensar en cómo es que tomamos decisiones en diversos contextos de la vida: como consumidores, ciudadanos, empresarios o políticos.

El análisis de cada experimento busca dar respuesta a un problema concreto que quiere resolver. Por eso cada capítulo tiene un subtítulo con una pregunta para contestar.
¿Por qué todo es relativo, incluso cuando no debiera serlo?

Normalmente, los seres humanos elegimos las cosas con relación a otras cosas y estimamos su valor en función de eso: por ejemplo, un auto de seis cilindros sabemos cuánto vale sólo cuando lo comparamos con el de cuatro cilindros y vemos que es más caro.

La mayoría de la gente no sabe lo que quiere hasta que lo ve en su contexto. No sabemos qué modelo de bicicleta queremos hasta que vemos al campeón del Tour montado en un determinado modelo.

Cuando se sitúa un círculo pequeño entre círculos mayores, el círculo pequeño parece más pequeño; en cambio, cuando este círculo se coloca entre círculos todavía más pequeños, parece mayor. Nuestras decisiones son relativas (a círculos más grandes, o a veces más pequeños): cuanto más tenemos, más queremos. El único remedio es romper el círculo de la relatividad: no enajenarnos con el entorno para evaluar o autoevaluar lo que somos o lo que hacemos.

¿Por qué el precio de las perlas -y de todo lo demás- está por las nubes?

Habiendo narrado cómo fue que las perlas negras de Tahití lograron posicionarse en el mercado y mantenerse a un precio exorbitante, el autor nos cuenta su experimento con estudiantes del MIT. A 55 alumnos de una clase de marketing se les pidió que anotaran los dos últimos dígitos de su número de seguridad social y a continuación, pujaran por una serie de artículos (teclado, libro de diseño, chocolates y vinos, incluyendo una botella de vino de 1996).

Lo que se pretendía demostrar era lo que él llama coherencia arbitraria: es decir, aunque los precios iniciales sean “arbitrarios”, una vez que se han establecido en nuestra mente configurarán no sólo los precios actuales, sino los futuros. Y así ocurrió.

Los precios iniciales, por un lado, son como el ancla, pero una vez que los precios se han establecido en la mente, lo curioso es que no sólo nos sirven de referencia para lo que estemos dispuestos a pagar, sino que también los tomamos como referencia para otros productos de la misma categoría y esto es lo que los hace coherentes. Por ejemplo, los vinos, que se tasan con referencia a una añada en particular.

¿Por cuánto tiempo estamos anclados al precio inicial?

Las etiquetas de precios por sí solas no son anclas, se convierten en tales cuando consideramos la posibilidad real de adquirir un producto o servicio a ese precio concreto. Entonces dicho precio se fija en la memoria y no se modifica hasta que tenemos otra experiencia que fije ese precio “inicial”. Este mecanismo no sólo nos permite conocer más de cerca cómo opera nuestra preferencia en el consumo, sino que equivale a recoger aquí un chollo: hagamos conciencia de nuestras vulnerabilidades. Porque son precisamente esas primeras experiencias las que van dando coherencia arbitraria a nuestras decisiones.

El autor también quiere visualizar las implicaciones que esto tiene para la economía estándar. En la economía estándar se supone que los precios de los productos en el mercado están determinados por un equilibrio entre dos fuerzas: el nivel de producción para cada precio (oferta) y los deseos de quienes disponen de poder adquisitivo para cada precio (demanda) El precio en el que confluyen ambas fuerzas determina el precio en el mercado. Todo parece indicar que, desde la evidencia empírica del análisis de decisiones, son los precios del mercado los que influyen en la predisposición a pagar de los consumidores, pero no viceversa.

Otra implicación interesante de esta simpática coherencia arbitraria de nuestras decisiones tiene que ver con los supuestos beneficios de libre cambio y el libre mercado. La idea básica es que el libre mercado funciona cuando dos sujetos se ponen de acuerdo entre lo que vale y lo que se está dispuesto a dar por el objeto a intercambiar. Pero, en realidad, no son las preferencias o los intereses de los sujetos (porque eso consideraría a los sujetos como entes racionales) sino la memoria o el precio ancla (nuestro deseo, que además se puede manipular) lo que determina nuestra decisión de compra o venta. Esto nos deja pensando en la necesidad de árbitros (el gobierno) quienes sean los que regulen ciertos productos estratégicos como el agua, la electricidad, la medicina la educación o el petróleo.

¿Por qué a menudo pagamos demasiado cuando no pagamos nada?

Otro efecto de nuestros “deseos” es el efecto de gratis en una decisión.

Gratis es la trampa del deseo (más frecuente en la cultura anglosajona) que nos puede llevar a conseguir algo que no queremos. Por ejemplo, vas a la tienda a comprar un producto y sales con uno distinto, pero con una promoción en la que te regalaban algo más. No compras lo que necesitas sino que compras lo que te conviene, sin saber muy bien si te conviene o no.

La mayoría de las transacciones económicas que hacemos tiene ventajas y desventajas, cuando son realizadas sin un análisis racional; pero cuando algo es ¡gratis!, nos olvidamos de las desventajas. Y es que cuando elegimos un artículo ¡gratis!, pensamos que no hay posibilidad alguna de pérdida (debido a que es gratuito).

Si te ofrezco un cheque de $ 10 dólares gratis y, te ofrezco uno de $ 20, por el que debes pagar $ 7 dólares, ¿Cuál eliges? El cheque gratis, por supuesto. La gran mayoría no vemos el beneficio de $ 13 dólares que te quedaría de un intercambio más racional.

El costo cero también tiene un poderoso efecto en el tiempo. Los domingos, gratis, al museo. Decido ir al museo, es domingo. Me topo con largas colas, aglomeraciones y dificultades. ¿Soy consciente de que es un error ir a un museo el día en que la entrada es gratis? Lo increíble, dice Ariely, es que si hiciéramos una encuesta con esta pregunta, la mayoría contestaría: Sí. Y, sin embargo, de todos modos va los domingos al museo…

¿Por qué nos gusta hacer cosas, pero cuando nos pagan por ello?

Vivimos en dos mundos: uno regido por normas sociales y el otro regido por normas mercantiles. Cuando nos comportamos con normas sociales solemos ser generosos y solidarios; cuando lo hacemos por las mercantiles, nos volvemos autónomos y egoístas. Cuando introducimos normas mercantiles en las normas sociales se daña una relación. Y cuando reintroducimos normas sociales, desaparece la relación. Cuando las empresas usan normas sociales con sus clientes, una violación del intercambio social equivale a devolver al consumidor al intercambio mercantil.

Si las empresas utilizaran más las normas sociales con sus trabajadores se darían cuenta de que la lealtad hace que las personas sean más flexibles, preocupadas e interesadas por meter el hombro cuando se requiere. El dinero motiva de manera inmediata, pero resulta la forma más cara de motivar; las normas sociales, en cambio, marcan la diferencia a largo plazo y no sólo son más baratas, sino que son incluso más efectivas.

¿Por qué “caliente” significa mucho más caliente de lo que creemos?

Todos sabemos que los seres humanos actúan de manera distinta en los estados racionales e irracionales. De lo que no estamos muy conscientes es que, independientemente de que seamos “buenos”, nos quedamos cortos a la hora de predecir el efecto de la pasión en nuestra conducta. El autor realiza experimentos para identificar qué tanta diferencia hay en las decisiones que tomamos cuando estamos bajo los efectos de la excitación sexual, por ejemplo.

Pero podríamos suponer igualmente que otros estados emocionales (la ira, el hambre, los celos, etcétera) funcionan del mismo modo, convirtiéndonos en unos extraños para nosotros mismos. Y lo que descubre es que la variación es notable: este es el fenómeno de Dr. Jekyl y Mr. Hyde.

Por tanto evitar las tentaciones es más fácil que luchar contra ellas. Chollo. O bien les ayudamos a nuestros adolescentes a decir no, antes de que la tentación se afiance, o bien, hacemos que estén preparados para afrontar las consecuencias de decir sí, cuando se ven arrastrados por la pasión (procurando, por ejemplo, llevar siempre un preservativo encima).

¿Por qué no podemos obligarnos a hacer lo que quisiéramos hacer?

Por desidia: renunciamos a nuestros objetivos de largo plazo por una gratificación inmediata. Cuando no se dan alternativas para que hagas lo que tienes que hacer es cuando más probabilidades tienes de lograrlo. Pero eso suele ser violento o impositivo. La mejor opción quizás es dar a las personas la oportunidad de comprometerse de entrada con su vía de acción preferida para que sea cada quien el que se autoimponga los límites o los plazos para lograr, ahorrar, ponerse a dieta o hacer sus exámenes médicos preventivos.

El autor, incluso, nos cuenta de cuando fue a proponer la tarjeta de crédito auto controlable a un banco muy importante de Nueva York para que los consumidores gastaran menos y pudieran ahorrar más. Pero, ante la negativa del cliente, constató también que quizás su proyecto no fuera rentable porque significaría para los bancos renunciar a 17 mil millones de dólares al año por concepto de intereses con tarjetas sobregiradas.

¿Por qué sobre valoramos lo que tenemos?

El autor reconoce tres rarezas irracionales de nuestra naturaleza humana con respecto a la propiedad.

La primera es que nos enamoramos de lo que ya tenemos.

La segunda es que ponemos más atención a lo que podemos perder que a lo que podemos ganar. Esto hace que, junto con la carga emocional anterior, nos cueste mucho trabajo desprendernos de algo que consideramos de nuestra propiedad. Y por tanto, si tenemos que transferir o vender, estipulamos el precio mucho, muy alto comparado con el precio que estaríamos dispuestos a pagar por eso mismo.

Y es que, además, tercera rareza, suponemos que los demás verán la transacción desde la misma perspectiva que nosotros (sobre todo con la misma carga emocional). Por ejemplo, voy a vender mi auto y me doy cuenta que el comprador no siente lo mismo que yo con respecto a ese mismo vehículo. 

Por lo que se refiere a la propiedad misma, también generamos rarezas como la de atribuirle un mayor sentimiento de propiedad a aquello en lo que hemos empleado más trabajo que en lo que no nos costó nada en este sentido. Le llama efecto Ikea, a este efecto que ejerce en nosotros todo aquello que tuvimos que armar (un mueble, un librero, una cama, etc.,) por nosotros mismos.

También ocurre que a veces empezamos a experimentar el sentimiento de propiedad aun antes de que poseamos algo. Las subastas online son un ejemplo interesante de cómo una subasta, cuando se prolonga en el tiempo, surte una influencia mayor en la propiedad virtual de los participantes que hace que ellos pujen mucho más de lo que estaban dispuestos al principio de la subasta.

La publicidad, que tiene mucha conciencia de la influencia que tiene en nosotros la propiedad virtual, hace promociones de “prueba” para lograr, primero, que nos sintamos atraídos por la propiedad de un objeto, aún antes de adquirirlo.

Después de la prueba, será muy difícil para nosotros negarnos a la transacción.

El chollo de Ariely es el que seamos capaces de aprender a ver cada transacción como si uno no fuera el propietario, marcando siempre cierta distancia entre uno mismo y el objeto por el cual se interesa uno como comprador. De esta forma estaremos en posibilidad de equivocarnos menos, sobre todo en aquellas transacciones de gran envergadura.

¿Por qué las opciones nos distraen del principal objetivo?

Dado un escenario simple y un objetivo claro (por ejemplo, ganar dinero) todos nos revelamos absolutamente expertos en buscar la fuente de nuestra satisfacción. Pero cuando tenemos dos o más opciones, todo se nos complica de tal manera que comenzamos a perder energía valiosa en mantener nuestras opciones en lugar de elegir una de ellas.

Esto es lo irracional:

¿Cuántas veces hemos comprado algo que estaba de rebaja no porque realmente lo necesitáramos, sino porque sabíamos que, al final de las rebajas, todos aquellos artículos habrían desaparecido y ya no podríamos volver a tenerlos al mismo precio?

¿Qué tienen las opciones que tantas dificultades nos plantean?

¿Por qué nos sentimos obligados a mantener el mayor número posible de puertas abiertas, aunque ello nos cueste mucho?

Corriendo de aquí para allá entre cosas que podrían ser importantes, nos olvidamos de dedicar el tiempo suficiente a lo que ciertamente lo es. Lo que necesitamos pues, es empezar a cerrar puertas, conscientemente. Las debemos cerrar porque nos roban energía y capacidad de compromiso con otras que deberían, quizás, quedar abiertas; y también porque acaban por volvernos locos.

Debemos de tener en cuenta para ello, las consecuencias de no decidirse. Y caer en la parálisis de la indecisión que de cualquier manera es una decisión: normalmente la peor, porque no obtenemos nada de nada.

Mi lista no pretende ser exhaustiva, sino sólo indicativa para que sea el lector el que disfrute cada uno de los experimentos de este divertido profesor. Las creencias y expectativas, los placebos, el poder de sugestión del consumidor, etc., también influyen en los precios que estamos dispuestos a pagar y que, en más ocasiones de las que nos imaginamos, son coherente y sistemáticamente irracionales.

Finalmente, ¿Por qué somos deshonestos y qué podemos hacer al respecto?

El autor constata algo que ya sabíamos, pero no hemos reflexionado de manera suficiente: cuando tienes la oportunidad de hacer trampas es muy posible que hagas trampas. Dado que las personas suelen analizar la relación costo-beneficio en relación a su honestidad, pueden también realizar un análisis de la relación costo - beneficio ante la posibilidad de ser deshonesto. Si Adam Smith era de la idea de que la honestidad es realmente la mejor política, especialmente en los negocios tratar con dinero nos hace más honestos que si nos mantenemos alejados del mismo.

Si dejáramos un objeto deliberadamente olvidado en un lugar público, por ejemplo, en una universidad, ¿Cuánto tiempo tardaríamos en darlo por perdido definitivamente?

Ariely hizo el experimento y observó que en Estados Unidos se tarda 72 horas.

¿Pero, y si deja deliberadamente dinero?

Gran parte de la deshonestidad dice Ariely, implica hacer trampas con algo que se halla cuando menos a un paso de distancia del dinero en efectivo. Las empresas hacen trampas con sus prácticas contables; los ejecutivos hacen trampas manipulando las fechas de sus opciones sobre acciones; los grupos de presión hacen trampas financiando fiestas a los políticos; las empresas farmacéuticas hacen trampas pagando a los médicos y a sus esposas vacaciones de lujo.

“Nadie hace trampa con dinero en efectivo”. Resulta mucho más fácil hacer trampas cuando no hay que tratar directamente con dinero. El dinero dejado en una universidad se lo llevaron mucho después de las 72 horas.

Aunque esto no sea exacto en el contexto mexicano, podemos pensar que la gente quizás hace trampas cuando tarde o temprano reditúe en algo. Cuando la gente da los recibos de sus gastos al departamento contable se aleja del acto deshonesto y aumenta la probabilidad de que mande recibos de cuestionable validez. Es decir, no importa si somos personas buenas o de recta moral cuando estamos expuestos a cometer una trampa.

Más bien depende del contexto en el que nos desenvolvemos lo que, en ocasiones, nos hace propensos a hacer trampas. Sin pretender resolver el tema moral, Ariely, profesor del MIT, nos proporciona en esta obra 13 capítulos divertidos y directos sobre investigaciones empíricas acerca de la toma de decisiones orientadas al comportamiento económico. Logra poner elementos para hacernos pensar en una clave diferente: es fácil crear hábitos de consumo, pero muy difícil renunciar a ellos.

En Estados Unidos, por ejemplo, los beneficios derivados de las tarjetas de crédito aumentaron de 9 mil millones de dólares en 1996 a 27 mil millones en 2004 y se calcula que para el 2010 las nuevas transacciones electrónicas moverán un volumen de 50 mil millones de dólares, casi el doble de la cifra procesada por Visa y Master Card en 2004 (McKinsey and Company, “Payments: Charting a Course to Profits”, diciembre, 2005).

Algo nos debe de decir este dato preocupante.

Dan Ariely, Las trampas del deseo, 2008, Barcelona, Ariel. 282 p. Traducción de Francisco J. Ramos.  


 Fernando Caloca Ayala. Estudios 96, vol. IX, primavera 2011. Proyecto Síntesis, S.C.