Física.
Einstein creía firmemente en la armonía de la naturaleza y durante toda su vida se esforzó, sin éxito, por encontrar una teoría unitaria de la física que reflejara dicha armonía. Tres cuartos de siglo después de que publicara su teoría general de la relatividad, la física contemporánea sigue sin poder ofrecer una visión unitaria del universo.
La física cuántica se ha convertido en una fuente de paradojas, ante las que Einstein -como los otros grandes físicos- tuvo que rendirse: “como si la tierra se abriese debajo de uno, sin que haya por ninguna parte un cimiento firme sobre el que se pueda construir algo”.
Sin embargo, hoy se está avanzando hacia una visión orgánica, en la que el cosmos aparece como una totalidad invisible y dinámica, interconectada en todas sus partes como una gigantesca tela sin costuras. Numerosas evidencias experimentales han llevado a abandonar el paradigma mecanicista newtoniano; hoy el modelo del universo físico ya no es la máquina, si no la mente. Como expreso sir James Hopwood Jeans, el físico inglés: “el universo empieza aparecerse más a un gran pensamiento que a una gran máquina”.
La física newtoniana ya no es válida para explicar el mundo de lo muy pequeño (partículas subatómicas) ni de lo muy grande, pero su éxito en descubrir el ámbito de las cosas cotidianas llevo a que las demás ciencias la tomaran como modelo. La creencia en que la física tiene la última palabra sobre la realidad, y que por tanto todos los saberes humanos pueden reducirse a física, es tan fuerte que incluso muchos divulgadores de la nueva física han creído estar ante una demostración de la interdependencia de todo cuanto existe, cuanto la física nada puede decir sobre los procesos biológicos o los sentires humanos que de algún modo incluyen electrones, protones, pero no pueden reducirse a hechos-. Hecha esta salvedad, los descubrimientos de la física contemporánea son un desafío formidable a nuestra manera actual de ver las cosas.
Las sorpresas empezaron cuando se comprobó que los átomos no eran partículas sólidas y fijas, sino prácticamente vacías y en continua vibración, y que en los niveles íntimos de la materia se altera todo lo que se pretende observar. Si imaginamos que el minúsculo átomo fuera tan grande como la cúpula de San Pedro del Vaticano, su núcleo tendría el tamaño de un gramo de sal suspendido en su centro, y los electrones que danzan a su alrededor- a velocidades cercanas a la de la luz- serían menores que motas de polvo; todo el resto, vacío.
Además, estos electrones y los protones y los neutrones que componen el núcleo parecen ser a la vez partículas y ondas: si hacemos un experimento considerando que son ondas, actúan como ondas, si consideramos que son partículas, actúan como partículas. Las ondas son tan diferentes de las partículas como las piedras de las naranjas, pero ha habido que aceptar esta naturaleza doble.
Se vio también que todo intento de observar los niveles íntimos de la materia altera lo que se quería observar, con lo que se esfuma la supuesta objetividad de la observación científica; como explica el principio de incertidumbre de Heisenberg, si queremos conocer la posición de una partícula, no podremos saber su velocidad, y si queremos conocer su velocidad habremos de ignorar su posición. Se derrumba el determinismo, y las leyes matemáticas, que pareció que habrían de explicarlo todo, se quedan en meros cálculos de probabilidades.
La teoría cuántica se desarrolló en las tres primeras décadas de este siglo para intentar explicar estos paradójicos fenómenos, que sólo pueden entenderse viendo el mundo subatómico no como un conjunto de piezas sino como una red de relaciones. Como lo expresó uno de sus artífices, Niels Bohr: «las partículas materiales aisladas son abstracciones; sus propiedades sólo se pueden definir y observar a través de su interacción con otros sistemas».
La otra gran teoría de la física de este siglo es la relatividad einsteniana. Así como la teoría cuántica penetró en las sorpresas del mundo subatómico, la relatividad encontró paradojas en el mundo macroscópico. Descubrió que la masa -la materia-no es más que una forma de energía comprimida (como tristemente evidencian los usos bélicos y empresariales de la energía nuclear), y que el tiempo y el espacio son mutuamente interdependientes. Cuanto mayor es la velocidad, más lento transcurre el tiempo: si pudiéramos emprender un viaje de pocos días a una velocidad cercana a la de la luz, al regresar a la Tierra aquí habrían transcurrido años o siglos.
El espacio y el tiempo se veían como coordenadas separadas y absolutas; a partir de Einstein el absolutismo desaparece de la física: según cual sea nuestra posición y velocidad, nuestras mediciones darán resultados diferentes, y no existe en el universo ningún punto de referencia fijo. Todo se vuelve (y del sentido común ordinario) era que una cosa no puede influir en otra si no hay algo que las una. Sin embargo, la interconexión descubierta por la física cuántica establecía la existencia de conexiones no-locales, es decir, que lo que le sucede a una partícula puede influir simultánea-mente en otras partículas, por muy alejadas que estén y sin que haya nada que las una. Ni siquiera Einstein fue capaz de aceptar esta conclusión, y protagonizó en los años veinte un histórico debate con Niels Bohr, en el que afirmó su convicción de que «Dios no juega a los dados».
Para demostrar que la teoría de Bohr era errónea, Einstein y otros dos físicos diseñaron en 1935 un experimento que se conoce por sus iniciales: EPR. Tres décadas después, John Bell elaboró un teorema según el cual el experimento de Einstein, Podolski y Rosen no habría de dar la razón a éstos, sino a Bohr. Y cuando finalmente se realizó el experimento, así ocurrió. En la versión del experimento que hizo David Bohm, consiste en separar dos partículas subatómicas y alterar el spin (o sentido de rotación) de una de ellas. Según la física cuántica, en un sistema de dos partículas su spin ha de ser opuesto: si una rota hacia la derecha, la otra rota hacia la izquierda. Si ahora llevamos a una de estas partículas a Nueva York y la otra a Madrid, y a la que rotaba a la derecha la hacemos rotar hacia la izquierda, instantáneamente la que rotaba a la izquierda se pone a hacerlo hacia la derecha, por miles de kilómetros que las separen. El experimento se ha repetido varias veces, y siempre funciona: lo que le ocurre a una partícula afecta a la otra, y viceversa.
Ello recuerda al concepto de sin-cronicidad postulado por Carl Gustav Jung y el físico Pauli, que trasciende las tradicionales relaciones de causa-efecto. El experimento EPR y el teorema de Bell sólo pueden explicarse aceptando, como Bohm, que todo sistema físico es una «totalidad indivisible».
La teoría del orden implicado de David Bohm es una forma de reconciliar la armonía de la naturaleza con los paradójicos descubrimientos de la física cuántica. Todos los fenómenos tendrían dos estados posibles: implicado (o plegado) y explicado (o desplegado), que el propio Bohm ilustra con un sencillo experimento:
«Consideremos 2 cilindros de cristal concéntricos, el interior fijo y el exterior capaz de girar lenta-mente. Llenamos el espacio entre los cilindros con un líquido viscoso, como la glicerina. Cuando se le da vueltas al cilindro exterior, éste arrastra consigo casi a la misma velocidad al fluido que tiene al lado, mientras que el fluido más próximo al cilindro interior permanece prácticamente en reposo. Así, el fluido de diferentes partes se mueve en proporciones diferentes, y de esta manera, cualquier pequeño elemento de glicerina termina finalmente alargándose en un hilo largo y fino. Si ponemos en el líquido una gota de tinta insoluble, podremos seguir el movimiento de algún pequeño elemento, obser-vando cómo la gota va siendo alargada en un hilillo que llega a hacerse tan fino que resulta invisible.
» A primera vista, uno tiende a pensar que la gota de tinta ha quedado totalmente mezclada en la glicerina, de modo que su orden inicial se ha perdido y es ahora aleatorio o caótico. Pero imaginemos que giramos ahora el cilindro exterior en la dirección contraria. Si el fluido es muy viscoso, como sucede con la glicerina, y no giramos el cilindro demasiado rápido, entonces el elemento del fluido volverá exactamente esencial es que el todo es más que la suma de sus partes; las propiedades de un sistema no pueden reducirse a las propiedades de los subsistemas que lo componen, al igual que un gato es algo más que la mera suma de los órganos que lo forman.
El paradigma mecanicista de Descartes y Newton se concentraba en las partes más pequeñas y a partir de ahí intentaba comprender el todo; la visión sistémica reconoce el absurdo de ese empeño y se concentra en las totalidades. Una persona es una persona, no la suma de los elementos químicos que la componen -los cuales, puestos en un saco, no valdrían más de cuarenta pesetas.
Todos los subsistemas que componen un sistema son interdependientes. Y todos los sistemas se integran en un orden «jerárquico»: las moléculas están compuestas de átomos y forman células, las células forman órganos, los órganos individuos, y así hasta llegar al conjunto del universo, que sería el gran sistema que agrupa a todos los sistemas de sistemas. Y como lo que organiza a cada sistema puede ser llamado «mente» -más o menos rudimentaria según el nivel del sistema-, Jantsch concluyó que «Dios no es el creador, sino la mente del universo».
En todos los sistemas vivos existen dos tendencias complementarias: una los hace mantenerse - homeostasis, curación, regeneración, adaptación-, y otra los impulsa más allá de sí mismos -crecimiento, aprendizaje, evolución-. Por otro lado, todo sistema tiende a autoafirmarse, pero como parte de un sistema más amplio también tiende a colaborar en el equilibrio del conjunto.
La hipótesis Gaia nos muestra que somos subsistemas del sistema planetario, y que tenemos adormecida o subdesarrollada nuestra contribución al equilibrio global. Si, como pretendía Darwin, todos los organismos estuvieran en guerra unos contra otros, haría millones de años que alguna especie habría triunfado sobre las demás y sería la única superviviente. Y si así ocurriera, esa especie rápidamente se extinguiría, pues se quedaría pronto sin nutrientes y, rota la cadena alimenticia, no tendría forma de que sus productos de deshecho se reconvirtieran en alimento. Pero la naturaleza no es un estruendo frenético, sino una orquesta bien afinada, una maravilla de cooperación. Como escriben Augros y Stanciu:
«Las plantas usan el dióxido de carbono del aire y el agua del suelo para elaborar azúcares, liberando oxígeno como subproducto. Los animales consumen los azúcares de las plantas y los oxidan para producir energía, devolviendo al aire dióxido de carbono mediante la respiración y retornando agua a la tierra en forma de orina. El ciclo es perfecto y nada se pierde.» Por otra parte, las plantas sirven de alimento a los herbívoros, que sirven de alimento a los carnívoros; los restos de todos ellos son descompuestos por bacterias y hongos, que enriquecen el suelo y devuelven así el alimento a las plantas. Sin estos ciclos perfectamente coordinados la vida no podría existir.
La naturaleza recicla una y otra vez sus materiales sin generar ningún tipo de residuos. Dieter Teufel, del Umwelt und Prognoseinstitut de Heidelberg, ha calculado que «la totalidad del carbono que hay en nuestro cuerpo, en nuestros alimentos, en el dióxido de carbono del aire y en las rocas calizas, ya ha formado parte unas 600 veces de otros organismos en el proceso de producción de la vida». En el cuerpo de cada uno de nosotros hay alrededor de medio billón de átomos de carbono que formaron parte del organismo de cualquier persona que viviera hace 2.000 años, por ejemplo, Jesucristo. Del mismo modo, según los modelos de ordenador de Teufel, todo «el nitrógeno que hay sobre la Tierra ya ha pasado a formar parte del organismo de los seres vivos y ha sido eliminado de ellos unas 800 veces; el azufre 300 veces; el fósforo 8.000 veces; el potasio 2.000 veces», etc. Así, la naturaleza es la más limpia, eficaz, sorprendente e instructiva de todas las fábricas imaginables, un ejemplo que el ser humano ha de imitar si quiere sobrevivir.
Las especies que pudieran perjudicarse unas a otras suelen estar distribuidas en distintos continentes o diferentes hábitats (el hombre, al trasladarlas, a veces provoca desastres ecológicos, como cuando introdujo especies europeas en Australia). Y como afirmaba Konrad Lorenz, cuando comparten el mismo habitad no se estorban más de lo que «la práctica de un médico perjudica al negocio de un mecánico que viva en el mismo pueblo». El mismo Lorenz, después de varios años de estudiar los peces, señaló: «Nunca he visto atacarse a peces de diferentes especies, aunque ambos fueran muy agresivos por naturaleza».
Está muy extendida la idea de que los animales de una misma especie compiten entre sí. Pero una mirada más atenta revela que lo que parece competición es en realidad una forma cooperativa de repartirse los recursos. Por ejemplo, se ha visto que las hienas abandonan la persecución de una presa ya prácticamente atrapada cuando ésta penetra en el territorio de la hiena vecina, aunque no haya ningún otro predador a la vista. Tales territorios no se adjudican con arreglo a criterios latifundistas; los animales ocupan siempre una extensión limitada, aun cuando sobre espacio para repartir. Y los territorios no se defienden en una lucha a muerte, sino en lo que es más una contienda ritual que un verdadero combate, de la que el animal vencido se retira ileso. Curiosamente, no suele vencer el animal más fuerte, más grande o más agresivo, sino el animal que se encuentra en su propio territorio.
A su vez, explican Augros y Stanciu: «las plantas evitan la competencia entre sus propias semillas a través de numerosas técnicas de dispersión. Un único cultivo a lo largo de hectáreas de tierra sólo se encuentra en la agricultura artificial humana, nunca en la naturaleza». Entre los miembros de diversas manadas de animales existe una jerarquía de dominio -o un reparto de papeles- que evita que malgasten tiempo y energías luchando por la misma comida o la misma pareja. Por otro lado, como ha señalado Sheldrake, en los rebaños, manadas, bancos de peces y bandadas de aves existe una conducta colectiva asombrosamente coordinada Pueden desplazarse a grandes velocidades sin que ningún animal dirija el movimiento y sin estorbarse unos a otros. Las bandadas de aves, por ejemplo, son capaces de despegar, girar o invertir el sentido del vuelo simultáneamente, como si todos los individuos que las componen formaran un único organismo. Dentro de estos grupos se dan, como es lógico, muchas otras formas de cooperación. En contadas ocasiones, las luchas territoriales o entre animales rivales pueden producir daños, pero a diferencia del caso humano, el objetivo de la agresión nunca es acabar con el contrario. Las luchas a muerte sólo se dan en circunstancias antinaturales, como entre pájaros enjaulados o peces encerrados en un acuario.
Para convivir en un mismo hábitat, diferentes especies se especializan -valga la redundancia- en distintos nichos ecológicos. El nicho ecológico es el espacio que usa el animal o planta y su manera de utilizar ese espacio: cuáles son sus predadores y sus presas, cuál es su período de actividad, cómo modifica el entorno, etc. Aunque coexistan, dos especies nunca ocupan un mismo nicho, ya sea, por ejemplo, porque ingieren diferentes alimentos o porque actúan en momentos diferentes. Colinvaux explica cómo conviven tres herbívoros en la sabana africana:
«Las cebras comen los tallos largos y secos de los pastos, para lo cual sus equinos dientes incisivos les van a la perfección. Los ñúes toman los retoños laterales, recogiendo con sus lenguas al modo bovino y cortando el pasto con su único juego de incisivos. Las gacelas de Thompson pastan donde los otros han estado, cogiendo plantas a ras de suelo y otros bocados.
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