La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de cucaña.
Una vida sin
riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte; y, por tanto,
también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una
eternidad de aburrición.
Metas
afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes. Todas
estas fantasías serían inocentes e inocuas, si no fuera porque constituyen el
modelo de nuestros anhelos en la vida práctica. Aquí mismo en los proyectos de
la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas,
introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada; de las
reconciliaciones totales; de las soluciones definitivas. Puede decirse que
nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no seamos
capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos
proponemos: que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros
deseos, como en la forma misma de desear.
Deseamos
mal. En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible,
que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un
idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor, y por lo tanto, en
última instancia un retorno al huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea
realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras
posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala-cuna de
abundancia pasivamente recibida. En lugar de desear una filosofía llena de
incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global,
capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o
por caudillos que desgraciadamente sí han existido.
Adán y sobre
todo Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro
pecado es que anhelamos regresar a él. Desconfiemos de las mañanas radiantes en
las que se inicia un reino milenario. Son muy conocidos en la historia,
desde la Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen
entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas, las
iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por la gracia –por la desgracia– de
alguna revelación. El estudio de la vida social y de la vida personal nos
enseña cuán próximos se encuentran una de otro la idealización y el terror. La
idealización del fin, de la meta y el terror de los medios que procurarán su
conquista. Quienes de esta manera tratan de someter la realidad al ideal,
entran inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad; en un
sistema de pensamiento tal, que los que se atreverían a objetar algo, quedan
inmediatamente sometidos a la interpretación totalitaria sus argumentos,
no son argumentos, sino solamente síntomas de una naturaleza dañada o bien
máscaras de malignos propósitos.
En lugar de discutir un razonamiento se le reduce a un juicio de
pertenencia al otro –y el otro es, en este sistema, sinónimo de enemigo –, o se
procede a un juicio de intenciones. Y este sistema se desarrolla peligrosamente
hasta el punto en que ya no solamente rechaza toda oposición, sino también toda
diferencia: el que no está conmigo, está contra mí, y el que no está
completamente conmigo, no está conmigo. Así como hay, según Kant, un verdadero
abismo de la acción, que consiste en la exigencia de una entrega total a la
“causa” absoluta y concibe toda duda y toda crítica como traición o como
agresión. Ahora sabemos, por una amarga experiencia, que este abismo de la
acción, con sus guerras santas y sus orgías de fraternidad no es una
característica exclusiva de ciertas épocas del pasado o de civilizaciones
atrasadas en el desarrollo científico y técnico; que puede funcionar muy bien y
desplegar todos sus efectos sin abolir una gran capacidad de inventiva y una
eficacia macabra. Sabemos que ningún origen filosóficamente elevado o
supuestamente divino, inmuniza a una doctrina contra el riesgo de caer en la
interpretación propia de la lógica paranoide que afirma un discurso particular
–todos lo son– como la designación misma de la realidad y los otros como ceguera
o mentira.
El atractivo
terrible que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa
de una comunidad humana no problemática, basada en una palabra infalible,
consiste en que suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí
mismo, otorgan a sus miembros una identidad exaltada por la participación,
separan un interior bueno –el grupo – y un exterior amenazador. Así como se
ahorra sin duda la angustia, se distribuye mágicamente la
ambivalencia en un amor por lo propio y un odio por lo extraño y se produce la
más grande simplificación de la vida, la más espantosa facilidad. Y cuando digo
aquí facilidad, no ignoro ni olvido que precisamente este tipo de formaciones
colectivas, se caracterizan por una inaudita capacidad de entrega y
sacrificios; que sus miembros aceptan y desean el heroísmo, cuando no aspiran a
la palma del martirio. Facilidad, sin embargo, porque lo que el hombre teme por
encima de todo no es la muerte y el sufrimiento, en los que tantas veces se
refugia, sino la angustia que genera la necesidad de ponerse en cuestión, de
combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el respeto.
Un síntoma
inequívoco de la dominación de las ideologías proféticas y de los grupos que
las generan o que someten a su lógica doctrinas que les fueron extrañas en su
origen, es el descrédito en que cae el concepto de respeto. No se quiere saber
nada del respeto, ni de la reciprocidad, ni de la vigencia de normas
universales.
Estos valores
aparecen más bien como males menores propios de un resignado escepticismo,
como signos de que se ha abdicado a las más caras esperanzas.
Porque el
respeto y las normas sólo adquieren vigencia allí donde el amor, el entusiasmo,
la entrega total a la gran misión, ya no pueden aspirar a determinar las relaciones
humanas. Y como el respeto es siempre el respeto a la diferencia, sólo puede
afirmarse allí donde ya no se cree que la diferencia pueda disolverse en una
comunidad exaltada, transparente y espontánea, o en una fusión amorosa.
No se puede
respetar el pensamiento del otro, tomarlo seriamente en consideración,
someterlo a sus consecuencias, ejercer sobre él una crítica, válida también en
principio para el pensamiento propio, cuando se habla desde la verdad misma,
cuando creemos que la verdad habla por nuestra boca; porque entonces el
pensamiento del otro sólo puede ser error o mala fe; y el hecho mismo de su
diferencia con nuestra verdad es prueba contundente de su falsedad, sin que se
requiera ninguna otra. Nuestro saber es el mapa de la realidad y toda línea que
se separe de él sólo puede ser imaginaria o algo peor: voluntariamente torcida
por inconfesables intereses. Desde la concepción apocalíptica de la historia
las normas y las leyes de cualquier tipo, son vistas como algo demasiado
abstracto y mezquino frente a la gran tarea de realizar el ideal y de encarnar
la promesa; y por lo tanto sólo se reclaman y se valoran cuando ya no se cree
en la misión incondicionada.
Pero lo que
ocurre cuando sobreviene la gran desidealización no es
generalmente que se aprenda a valorar positivamente lo que tan alegremente se
había desechado, estimado sólo negativamente; lo que se produce entonces, casi
siempre, es una verdadera ola de pesimismo, escepticismo y realismo cínico. Se
olvida entonces que la crítica a una sociedad injusta, basada en la explotación
y en la dominación de clase, era fundamentalmente correcta y que el combate por
una organización social racional e igualitaria sigue siendo necesario y
urgente.
A la desidealización sucede
el arribismo individualista que además piensa que ha superado toda moral por el
sólo hecho de que ha abandonado toda esperanza de una vida cualitativamente
superior.
Lo
más difícil, lo más importante. Lo más necesario, lo que a todos modos hay que
intentar, es conservar la voluntad de luchar por una sociedad diferente sin
caer en la interpretación paranoide de la lucha. Lo difícil, pero también lo esencial es
valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal menor y un
hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida e impulsa la creación y el
pensamiento, como aquello sin lo cual una imaginaria comunidad de los justos
cantaría el eterno hosanna del aburrimiento satisfecho. Hay que poner un gran signo de interrogación sobre el
valor de lo fácil; no solamente sobre sus consecuencias, sino sobre la cosa
misma, sobre la predilección por todo aquello que no exige de nosotros ninguna
superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a desplegar nuestras
posibilidades.
Hay que observar
con cuánta desgraciada frecuencia nos otorgamos a nosotros mismos, en la vida
personal y colectiva, la triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no
reciprocidad lógica: Es decir, el empleo de un método explicativo completamente
diferente cuando se trata de dar cuenta de los problemas, los fracasaos y los
errores propios y los del otro cuando es adversario o cuando disputamos con él.
En el caso del otro aplicamos el esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha
pasado es una manifestación de su ser más profundo; en nuestro caso aplicamos
el circunstancialismo, de manera que aún los mismos fenómenos se explican por
las circunstancias adversas, por alguna desgraciada coyuntura. Él es así; yo me
vi obligado. Él cosechó lo que había sembrado; yo no pude evitar este resultado.
El discurso del otro no es más que de su neurosis, de sus intereses
egoístas; el mío es una simple constatación de los hechos y una deducción
lógica de sus consecuencias. Preferiríamos que nuestra causa se juzgue por los
propósitos y la adversaria por los resultados.
Y cuando de este
modo nos empeñamos en ejercer esa no reciprocidad lógica que es siempre una
doble falsificación, no sólo irrespetamos al otro, sino también a nosotros
mismos, puesto que nos negamos a pensar efectivamente el proceso que estamos
viviendo. La difícil tarea de aplicar un mismo método explicativo y crítico a
nuestra posición y a la opuesta no significa desde luego que consideremos
equivalentes las doctrinas, las metas y los intereses de las personas, los
partidos, las clases y las naciones en conflicto. Significa por el contrario
que tenemos suficiente confianza en la superioridad de la causa que defendemos,
como para estar seguros de que no necesita, ni le conviene esa doble
falsificación con la cual, en verdad, podría defenderse cualquier cosa.
En el carnaval
de miseria y derroche propios del capitalismo tardío se oye a la vez lejana y
urgente la voz de Goethe y Marx que nos convocaron a un trabajo creador,
difícil, capaz de situar al individuo concreto a la altura de las conquistas de
la humanidad. Dostoievski nos enseñó a mirar hasta donde van las tentaciones de
tener una fácil relación interhumana: van sólo en el sentido de
buscar el poder, ya que si no se puede lograr una amistad respetuosa en una
empresa común se produce lo que Bahro llama intereses compensatorios: la búsqueda
de amos, el deseo de ser vasallos, el anhelo de encontrar a alguien que nos
libere de una vez por todas del cuidado de que nuestra vida tenga un
sentido. Dostoievski entendió, hace más de un siglo, que la dificultad de
nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas. Amamos las cadenas,
los amos, las seguridades porque nos evitan la angustia de la razón. Pero en medio del pesimismo de
nuestra época se sigue desarrollando el pensamiento histórico, el psicoanálisis,
la antropología el marxismo, el arte y la literatura. En medio del pesimismo de
nuestra época surge la lucha de los proletarios que ya saben que un trabajo
insensato no se paga con nada, ni con automóviles ni con televisores; surge la
rebelión magnífica de las mujeres que no aceptan una situación de inferioridad
a cambio de halagos y protecciones; surge la insurrección desesperada de los
jóvenes que no pueden aceptar el destino que se les ha fabricado.
Este enfoque nuevo nos permite decir como Fausto:
“También esta noche, tierra, permaneciste firme.
Y ahora renaces de nuevo a mí alrededor.
Y alientas otra vez en mi la aspiración de luchar
sin descanso por una altísima existencia”.
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Apunte Complementario
Zuleta nació en Medellín en 1935 y murió en Cali en febrero de 1990. Fue profesor de las universidades Libre de Bogotá, Santiago de Cali, de Antioquia, y, en la U. del Valle, la cual le confirió el Doctorado Honoris Causa en Psicología en 1980. Fue Asesor en la Consejería de Derechos Humanos de la Presidencia de la República.
Escribió los siguientes libros: Introducción a la Historia Económica
Económica de Colombia; Thomas Mann, La Montaña Mágica y la
Llanura prosáica; Teoría de Freud al final de su vida; Comentarios a la ‘Introducción general a la crítica de la economía política’ de Carlos Marx; Comentarios a ‘Así habló Zaratustra’ de F. Nietzsche”; Lógica y crítica; La propiedad, el matrimonio y la muerte en Tolstoi; Sobre la idealización en la vida personal y colectiva y otros ensayos; El pensamiento psicoanalítico; Psicoanálisis y Criminología; Arte y Filosofía; Ensayos sobre Marx; La poesía de Luis Carlos López. Obras póstumas publicadas: Estudios sobre la psicosis, y Colombia: violencia, democracia y derechos humanos.
Zuleta abrió una brecha en la coraza que impusieron el hegemonismo conservador y posteriormente el Frente Nacional, para proteger la estrecha visión cultural católica de la vida, cerrada frente a las corrientes de pensamiento internacionales.
Indujo un cambio de actitud en toda una generación de jóvenes.
Sacado tempranamente de los colegios que lo recibieron y lo hicieron partir porque era demasiado inteligente y un muy buen lector, como para resistir los métodos bárbaros del sistema pedagógico nacional.
Logró sacudir los cimientos de una década y abrieron esas vetustas instituciones a la cultura universal, dando el golpe de gracia a sus pretensiones parroquiales.
Preguntas para estudiantes del Grado Décimo
Responder con argumentos, coherencia y acorde al texto en referencia
1. Elabore un resumen
2. ¿Cuál es la idea central del Texto?
3. ¿Qué piensa de lo planteado por el autor?
4. ¿Qué inquietudes le generó el texto de Zuleta?
5. Busque el significado de los siguientes Términos Específicos
cucaña
infalible
doctrina
angustia
neurosis
totalitario
paranoide
psicoanálisis
antropología
escepticismo
6. ¿Es autocrítico y se exige así mismo para alcanzar sus metas?
Explique las siguientes seis frases seleccionadas del texto:
7. “La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad”.
8. “Deseamos mal. En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor, y por lo tanto, en última instancia, un retorno al huevo”.
9. “Adán y Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos regresar a él”.
10. “Lo más difícil, lo más importante. Lo más necesario, lo que a todos modos hay que intentar, es conservar la voluntad de luchar por una sociedad diferente sin caer en la interpretación paranoide de la lucha”.
11. “Hay que poner un gran signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre sus consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la predilección por todo aquello que no exige de nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a desplegar nuestras posibilidades”.
12. “Dostoievski entendió, hace más de un siglo, que la dificultad de nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas. Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque nos evitan la angustia de la razón”.
Consulte las biografías de:
13. Goethe
14. Carlos Marx
15. Fedor Dostoievski