martes, septiembre 26, 2017

Chet Baker

 "Almost blue"








Chet Baker

la autodestrucción del genio salvaje del  jazz

La obra de Chet Baker, profundamente sensual         e hipnótica, contrasta con el caos de su vida

Sofá Sonoro
Alfonso Cardenal Regueiro

La música de Chet Baker es profundamente seductora, triste, evocadora. El genial trompetista, uno de los músicos más atractivos de la historia, tenía un don, una capacidad única para transmitir emociones a través del viento que cruzaba su trompeta como el aliento del que está apunto de desfallecer. Su vida, en cambio, fue terriblemente desastrosa. Todo el talento que tenía como músico, todos esos dones, chocaban con una personalidad destructiva y egoísta asfixiada por las adicciones. Como Charlie Parker o como Bill Evans, junto a los que tocó, Baker se destrozó con las drogas hasta hurgar en lo más profundo del pozo más hondo.

Chet Baker conquistó la gloria en los clubes de jazz de Estados Unidos gracias a su don, a ese sonido suave de la Costa Oeste de EEUU. Baker transformó el jazz en algo diferente tanto por su música como por su imagen de actor de Hollywood rebosante de carisma y elegancia. Todo el mundo quería estar cerca de él y tuvo el mundo entre sus manos. Pero en ese mundo abundaban las drogas, drogas duras que todavía eran legales y que circulaban en todo tipo de entornos y ciudades. Baker acabó preso de ellas. Arruinado por ellas tanto en lo económico como en lo personal.

Cayó en un círculo vicioso de deudas, mentiras y divorcios mientras su música seguía creciendo. Devoró el mundo y a la par fue devorado por él, como Paker, como muchos más de aquella generación bendecida por la música y maldecida por sus pactos con el diablo. Agotado, Baker se trasladó a Europa, aunque poco cambió. Las drogas seguían estando al alcance, abundaban los admiradores dispuestos a invitarle y no faltaban los médicos que accedían, a cambio de dinero, a facilitar recetas para heroína y cocaína. Baker montó su propia red de suministro, aunque también tuvo épocas de control en las que sujetado por alguna de sus parejas consiguió centrarse en la música, la única compañera que nunca le abandonó, la tabla sobre la que se mantuvo a flote en las peores épocas.
Pero sus vicios acabaron también afectando a su música. En los años sesenta acabó pasando algo más de un año en la cárcel. A su salida de prisión editó el eterno ‘Chet is back’, aunque en realidad no había vuelto. 

La droga provocó su expulsión de Italia, Francia y Alemania hasta que finalmente fue deportado a EEUU. De vuelta a casa terminó de tocar fondo cuando unas deudas fueron la causa de una paliza que le destrozó la boca afectando a su forma de tocar. Sin embargo, consiguió resurgir, volver a grabar y a tocar con acierto durante los años setenta y buena parte de los ochenta. Volvió a encontrar el amor y la estabilidad, cambió la heroína por la metadona y puso orden en su caos. Siguió grabando discos de todo tipo, directos, tríos y con orquesta. Eso nunca dejó de hacerlo. Era su consuelo y su fuente de ingresos.

En los años ochenta, Baker inició una nueva etapa de su vida. Volvió a instalarse en Europa a finales de los 70 y centró su carrera en los escenarios europeos. Dejó de lado el estudio y sus discos apenas cruzaron el Atlántico ni tuvieron gran trascendencia. Vivía de tocar y sobre las tablas había noches de todos los colores. En esos años fue reclutado por un admirador como Elvis Costello para grabar con él y volvió a girar por Japón, donde su estrella nunca perdió el brillo de sus mejores años.

Su imagen, por esta época, estaba muy deteriorada y parecía mucho mayor de lo que era. Sin embargo, su magia seguía apareciendo de noche en noche. Una de ellas quedó para el recuerdo de los aficionados madrileños cuando actuó en el San Juan Evangelista junto a Phillipp Catherine y Marc Johnson. Unas semanas después murió en un hotel de Ámsterdam. Junto a la plaza en la que falleció, tras caerse -o arrojarse- por una ventana, las autoridades de la capital holandesa pusieron una placa que sustituyó a los improvisados homenajes que habían instalado sus seguidores en ese rincón junto a la estación central.

Chet Baker no llegó a ver ‘Lets get lost’, el espectacular documental rodado por Bruce Weber estrenado poco después. Weber se acercó mucho a Baker y entendió su historia, sus contradicciones, sus mentiras. 

Desnudó al personaje retratándole con todos sus matices, narrando su historia con honestidad, sin ensalzar el mito ni derribar al hombre. Diez años después del documental de Weber se publicaron las memorias perdidas de Chet Baker, unas anotaciones sin orden que encontró su mujer Carol tras la muerte del músico. El relato de Baker muestra una cara más del trompetista, sus demonios y sus pasiones. Son apenas 120 páginas, pero en ellas, escritas quizá sin intención editorial, Baker se confiesa como quien hablar con uno mismo recordando errores, éxitos, amigos y amoríos. Un relato íntimo que exhibe la naturaleza misma del artista, de ese artista maldito.

La de Baker es la historia de una caída, de una vida perdida. Historias que pueden resultar morbosas pero que en realidad son terriblemente tristes. Es la pérdida de un talento especial, consumido y derrotado, malgastado y destruido. Hay artistas que han llegado a la cima a base de trabajo, lo de Baker era instintivo. Mientras algunos músicos se mataban ensayando para mejorar, Baker lo hacía todo de un modo tremendamente natural. La música fluía en él como el aire que respiraba. No era trabajo, no era difícil.

Era algo innato. Adentrarse en su historia resulta aterrador, hacerlo en su música es justo lo contrario. Otro contraste más de Chet Baker. Su música, que pasó por distintas etapas y fases, sigue apareciendo como algo puro, elegante, hipnótico.

Los discos de Baker, con sus aciertos y fallos, poco tienen que ver con la crónica de su vida. Volver a sus canciones relaja, abstrae, parece un regalo que anestesia de los males que nos persiguen. Una vía de escape a la realidad. Sus trabajos con Charlie Paker, sus grabaciones con Bill Evans, sus discos para Blue Note o sus encuentros con Gerry Mulligan son historia del jazz, una historia en blanco y negro, como el contraste entre la brillante música y la oscura historia de Chet Baker.


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